Текст книги "Narrativa Breve"
Автор книги: Leon Tolstoi
сообщить о нарушении
Текущая страница: 7 (всего у книги 47 страниц)
Niños y niñas nacen con las mismas cualidades morales, pero el valor moral de las niñas es muy superior. Ante todo, no están expuestas a las mismas tentaciones y malas compañías que los hombres; no tienen a su alcance el tabaco, el vino, el colegio, el círculo o la oficina, y en segundo lugar, y este es un factor primordial, son corporalmente puras. En su juventud, son superiores a nosotros. En nuestra clase, en la que el hombre no tiene que trabajar materialmente para ganarse el sustento, son también superiores, como mujeres, por la importancia de su misión maternal.
La mujer, cuando da a luz y amamanta a sus hijos, comprende perfectamente que su misión tiene mucha más importancia que la del hombre que se ocupa en los negocios, en el tribunal o en el senado. Sabe, además, que su preocupación constante es el dinero y que, en resumen, las ocupaciones de los hombres no responden a una necesidad fatal, como es la de tener que dar el pecho a los hijos. Por eso es precisamente por lo que la mujer está por encima del hombre y le gobierna; pero el hombre de nuestra clase no quiere darse cuenta de esta verdad, al contrario, la contempla con desdén desde lo alto de su grandeza, y no tiene más que desprecio para sus ocupaciones. Esa era la razón de que mi mujer mirase con menosprecio mis trabajos en el Zemstvo o consejo general: porque había dado a luz muchos hijos y los amamantaba. Por mi parte, imbuido en las doctrinas que profesamos los hombres, me decía que todos los trabajos femeninos, mantillas, pañales, biberones, como solía decir bromeando, no tenían importancia alguna, y sonriéndome, a la vez que me encogía de hombros, exclamaba: «¡Bah, cosas de mujeres!»
Este mutuo menosprecio nos dividía aún más y más; pero nuestras relaciones se agriaron más todavía. Las divergencias de opinión no eran la causa del rencor, sino su consecuencia.
Cualquier cosa que yo dijese, sabía a priori que ella iba a contradecirla, y a la inversa. A los cuatro años de habernos casado nuestras relaciones intelectuales, y esto era cosa indiscutible, se habían hecho, tanto para el presente como para el porvenir, imposibles, pero por completo.
Cada cual se aferraba con tenacidad a su opinión, fuese cual fuese su objeto, y sobre todo tratándose de la cuestión de los hijos, sin intentar convencernos. Ante los extraños, nuestras conversaciones versaban acerca de las cosas más variadas, y hasta íntimas; entre nosotros, nunca. A veces, cuando oía lo que le decía ella a otras personas en mi presencia, no podía por menos que pensar: «¡Cuántas mentiras dice esta mujer!», y me sorprendía de que nadie advirtiese que mentía. Cuando nos hablábamos a solas, nuestras conversaciones se reducían a muy pocas palabras o frases que tal vez los animales también intercambien entre ellos. «¿Qué hora es? Creo que es hora de irnos a acostar. ¿Qué tenemos hoy para comer? ¿Qué dicen los periódicos? Hay que avisar al médico, porque a Lisa le duele la garganta.»
En cuanto nos apartábamos de ese círculo de conversaciones, por poco que fuese, para cambiar de tema, estallaba la tempestad, y únicamente la presencia de un tercero, que servía, por así decirlo, de intermediario a nuestra conversación, contribuía a que, durante un momento, nos mostrásemos más sociables. Mi mujer probablemente creía que la razón estaba de su parte, y en cuanto a mí, ¡Dios me lo perdone!, me tenía a su lado por un santo. Los períodos de eso que llamamos amor eran tan frecuentes como antes, pero más brutales, menos suaves y sin ningún refinamiento, aparte de muy cortos. A esos momentos de placer sucedían rápidamente otros de malestar, cólera irreflexiva, una irritación que se fundaba en los más fútiles y absurdos pretextos.
Las disputas y el rencor estallaban a propósito de la comida, del café, del mantel, de un coche o de una falta en el juego, de cualquier cosa, en fin, que no tenía importancia ni para el uno ni para el otro. Por mi parte, la odiaba con toda mi alma. La miraba cuando se servía el té, movía el pie, se llevaba la cucharilla a la boca o soplaba para enfriar el líquido, y por esto, como que si se tratara de una mala acción, la odiaba. No me había fijado en la correlación que existía entre los períodos de rencor y ese que llamamos amor, y siempre el uno seguía al otro.
A un período de amor, más largo, seguía como consecuencia otro más prolongado de odio;
después de un brevísimo arranque amoroso, el rencor se apaciguaba antes. Y no comprendíamos entonces que ese amor y ese odio estaban engendrados por el mismo sentimiento del que eran los dos polos. Si hubiésemos acertado a ver con precisión cuál era el fondo verdadero de nuestra situación, nuestra vida habría sido terrible; pero estábamos completamente ciegos el uno y el otro y no comprendíamos nada. En esto precisamente, está el castigo y la felicidad del hombre, y es en lo que puede, por su manera irregular de vivir, hacerse ilusiones acerca de lo triste de su situación.
Eso fue lo que nos sucedió. Mi mujer procuró olvidar, creándose numerosas ocupaciones, los cuidados de su propio tocado, la instrucción y sobre todo la salud de los hijos. Estas diversas ocupaciones no estaban justificadas por una conveniencia o necesidad urgentes, y no obstante, veces no parecía sino que su vida entera y hasta la de sus hijos dependía de la cocción más o menos acertada de unos pastelillos, del cambio de cortinajes, de un traje echado a perder, de unas lecciones o de la medicina que era necesario tomar a unas horas determinadas. Pero a mí no se me escapaba que todo esto no era más que un medio para olvidar, una especie de embriaguez parecida a la que buscaba yo en mis tareas del consejo general, en la caza o en el juego. En cuanto a mí, estaba ebrio en toda la extensión de la palabra, aun cuando no fuese gran bebedor, pues no tomaba más que un vaso de aguardiente antes de la comida y dos de vino durante la misma. Así, pues, una neblina continua me ocultaba las miserias de mi existencia.
No son concepciones inofensivas esas modernas teorías acerca del hipnotismo, las enfermedades mentales y el histerismo, sino que, por el contrario, son perniciosas y peligrosas. Estoy seguro de que el doctor Charcot habría diagnosticado que mi mujer era una histérica y yo un anormal, a pesar de lo cual, a nosotros dos no tenían que curarnos de nada, porque nuestra enfermedad mental se derivaba de la inmoralidad de nuestra existencia. Esa vida inmoral nos producía toda clase de sufrimientos, y para curarlos apelábamos a los medios más extraordinarios: eso es a lo que los médicos llaman síntomas de una enfermedad mental, el histerismo. La ciencia de Charcot y de todos los demás no puede nada contra esas enfermedades, que no se curan con bromuro ni con la sugestión; hay que darse cuenta del lugar en que tiene el mal sus raíces, y lo mismo que si se buscase una esquirla que estuviese clavada en la carne, es preciso buscar la herida de la vida. Para conseguir que cesen los dolores basta con cambiar la manera de vivir; no es necesario apelar a esos procedimientos que aturden.
Era nuestra manera de vivir la que causaba nuestro malestar; los sufrimientos que me producían los celos, mi irritabilidad y la necesidad de sostenerme y alentarme con esa especie de embriaguez producida por la caza, el juego, el vino y el tabaco. Era ese mismo modo de vivir el que impulsaba a mi esposa hacia esas múltiples ocupaciones; el que le producía esos continuos cambios de humor, por los que se presentaba unas veces triste y otras dando pruebas de una alegría exagerada que, por último, conllevaba un parloteo excesivo. Todo esto procedía de su necesidad de olvidar, de no acordarse de la vida con el aturdimiento que produce el comienzo y la finalización de un trabajo para emprender otro en seguida. La neblina que nos rodeaba nos impedía ver nuestra situación bajo su verdadero aspecto, y nos hallábamos como dos presos sujetos a una misma cadena, que se odian y emponzoñan mutuamente la vida y hacen todos los esfuerzos imaginables para no verse. Ignoraba entonces que esto mismo acontece de cada cien matrimonios en noventa y nueve, y que esta posición es fatal. No lo sabía por otros, sino por mí mismo. Son sorprendentes las coincidencias de la vida irregular con la vida regular, a pesar de su monotonía. Cuando la vida se hace imposible de este modo entre marido y mujer, lo que conviene es marcharse a una población importante para poder educar a los hijos, y esto fue precisamente lo que hicimos nosotros, trasladarnos a la capital.
Pozdnychev calló por un momento, exhaló dos o tres suspiros que parecían sollozos y después se bebió de un sorbo una taza de té que se había quedado frío. Finalmente prosiguió su relato y sus reflexiones.
XVIII
—Nos establecimos en la capital, donde la existencia es más soportable para los desgraciados y donde se puede llegar a los cien años sin darse cuenta de que está uno muerto y podrido desde que tiene uso de razón. Entre aquel movimiento no se tiene tiempo para pensar en uno mismo y las ocupaciones absorben el tiempo por completo; los negocios, las relaciones, las enfermedades, los placeres que produce el arte, la salud y la educación de los hijos no dejan tiempo para nada. Se reciben visitas y se hacen a diestro y siniestro; se va a ver actuar tal o cual actor o a escuchar a una cantante. En toda ciudad importante hay tres o cuatro celebridades a las que hay que conocer a la fuerza. Tan pronto le interesa a uno su propia salud como la de fulano o zutano o la de los artistas, profesores, gobernantes… y sin embargo la vida es mala, vacía, desprovista de interés. Vivíamos mejor así y sufríamos menos que con la vida de antes. Al principio nos preocupó y nos entretuvo mucho, naturalmente, nuestra nuestra nueva instalación y nueva vida. Además, nos quedaba el recurso de los viajes de la ciudad al campo y del campo a la ciudad.
De este modo pasamos un invierno, y durante el segundo ocurrió un incidente que pasó inadvertido, y que, al parecer, tenía poquísima importancia, si bien, en el fondo, fue el punto de partida del acontecimiento final. Cayó enferma mi mujer, y los canallas de la facultad de Medicina le prescribieron y le enseñaron los medios de evitar nuevas concepciones, lo que me hizo mirarla con un asco muy grande. Quise oponerme, pero ella, con gran ligereza; y testarudez, insistió y acabó por triunfar. La única justificación de nuestra existencia inmoral, los hijos, nos estaba vedada, y nuestra vida se hizo todavía más innoble.
El aldeano o el trabajador tienen necesidad de hijos, por más que les cueste mucho trabajo criarlos, y ésta es la justificación de sus relaciones conyugales. En nuestra clase, en cuanto se tienen algunos, no se desean más porque se convierten en una verdadera carga que produce gastos y disgustos en las herencias. Desde entonces no hubo excusa para la impureza de nuestra existencia, por los medios artificiales que empleábamos, pero estamos tan degradados que no creo que sea necesaria esa excusa. La mayor parte de la gente bien educada se entrega hoy a ese libertinaje sin experimentar el menor remordimiento. ¿Cómo hemos de tener remordimientos si no hay conciencia? Y no la hay aparte de la conciencia pública, si se le puede dar ese nombre, y la del código penal. En esto ni la una ni la otra se ven afectadas. La opinión pública no puede estorbarnos, porque todos, lo mismo zutano que mengano, obran de igual manera, a no ser que tratasen de privarse de los medios de subsistencia y de aumentar el número de mendigos. El Código penal tampoco nos sirve de estorbo y no tenemos para qué temerlo. Las que lo han de temer son las mujeres perdidas y las que se entregan a los soldados, que arrojan después a sus hijos a un pozo o a un estanque; a esas es a las que hay que meter en la cárcel, pero no a nosotros, que los suprimimos en el momento oportuno y con mucha discreción.
De esta manera pasamos dos años. El medio que habían aconsejado los canallas de los médicos produjo excelentes resultados, y mi mujer se desarrolló y embelleció como una flor de otoño. Lo comprendió así, y desde entonces le preocupó mucho el cuidado de su persona.
Había llegado a poseer esa belleza provocadora que enloquece a los hombres, y se hallaba en todo el esplendor de una mujer de treinta años que, libre de todo cuidado maternal, está bien alimentada y excitada. Me daba miedo verla porque me recordaba a un caballo descansado y fogoso al que le han soltado las riendas. Como el noventa y nueve por ciento de nuestras mujeres, no tenía freno para su conducta. Me di cuenta y me quedé aterrado.
XIX
El rostro de Pozdnychev se trastornó; su mirada apagada adquirió una expresión lastimosa y la nariz desapareció entre la barba, que pareció subirle hasta los ojos.
—Sí —añadió después de encender un cigarro;—desde que dejó de concebir, empezó a redondearse y su malestar o enfermedad, producida por las inquietudes que le inspiraban los hijos, se desvaneció. El hecho más importante no consistió en la desaparición de esa enfermedad, sino en que se despertó como de un sueño lánguido, viendo un mundo lleno de alegrías sin número. Vio un mundo para ella desconocido hasta entonces y en el que no la habían enseñado a vivir, y por tanto no lo comprendió. «Hay que aprovecharse gozando del presente, porque el tiempo pasa y no vuelve más.» He aquí cuáles eran sus pensamientos o, mejor dicho, sus sentimientos. Aparte de que no podía pensar ni sentir de otra manera. En su educación le habían inculcado la idea de que aquí abajo no hay más que una cosa que sea digna de atención: el amor. Se casó, gustó un poco de ese amor, pero mucho menos de lo que se figuraba, y ¡cuántas decepciones! ¡Cuántos sufrimientos! ¡Y luego ese martirio inesperado, los hijos! Ese martirio la había dejado extenuada, y gracias a la amabilidad de los señores médicos, supo un día que la mujer puede pasarlo perfectamente sin hijos. Esta noticia le causó una alegría muy grande, que fue en aumento con la práctica del consejo y siguió viviendo para la única cosa que había conocido, para el amor; pero el amor hacia un marido que tenía celos y que a veces le daba pruebas de mal carácter, no era un ideal. Soñaba con otra ternura más pura, o al menos eso era lo que yo me figuraba. Estaba al acecho, miraba a todas partes como si hubiera estado esperando alguna cosa; lo observé, y una ansiedad muy grande y una tristeza profunda se apoderaron de mí.
En todas partes y siempre, cuando hablaba conmigo por medio de un intermediario, o sea en presencia de un tercero o de extraños, pero con intención de que yo lo oyese, repetía con mucho ánimo y olvidando que una hora antes sostuvo todo lo contrario, medio en broma, medio en serio, que las preocupaciones maternales eran un error y que no valía la pena dar la vida a los hijos, mientras se es joven y se puede gozar de todo. Desde esa época se ocupó menos de los hijos y no les dio tantas pruebas de cariño, sino que, por el contrario, se preocupó más del arreglo de su persona, de su exterior, por más que procurase disimularlo, de sus diversiones y hasta de su perfeccionamiento en ciertas cosas. Volvió a ocuparse del piano, que había descuidado por completo, y este fue el origen de la catástrofe. Fue entonces cuando apareció el hombre…
Se calló Pozdnychev y dejó escapar dos o tres extraños resoplidos. Creí que le resultaba muy penoso nombrar a aquel hombre y volverse a acordar de él. Hizo sin embargo un gesto enérgico como para apartar el obstáculo que se interponía en su camino y, con acento decidido, siguió diciendo:
—Fue un miserable, a lo que entiendo; no por el papel que desempeñó en mi vida, sino porque realmente lo era. Aparte de todo, el que fuese realmente un miserable contribuye a que deduzca la irresponsabilidad parcial de mi mujer en lo ocurrido. Si no hubiese sido él, habría sido otro. Era un músico, un violinista; no músico de profesión, sino un medio hombre de mundo, medio artista. Su padre, antiguo vecino del mío y dueño de grandes dominios, se había arruinado, y sus hijos, tres muchachos, habían tenido que campárselas por sus respetos.
A nuestro hombre, que era el más joven de los tres, lo enviaron a París a casa de su madrina, y entró en el Conservatorio, en el que dio pruebas de cierta vocación musical; salió hecho un violinista y dio con ciertos…
En el momento en que iba a empezar a hablar mal de él, Pozdnychev se contuvo, y tras una corta pausa prosiguió con acento brusco:
—La verdad es que ignoro qué clase de vida era la suya, y únicamente sé que aquel año regresó a Rusia y le presentaron en mi casa. Tenía ojos tiernos, rasgados, en forma de almendra, labios rojos y sonrientes, bigotillo retorcido y el pelo cortado a la última moda. Era apuesto, pero de rostro vulgar, en una palabra, eso que las mujeres llaman un buen mozo de elegante talle, casi talle de mujer, pero no obstante bien proporcionado. Correcto en sus modales, pronto a adquirir cierta familiaridad, pero hábil para, al observar la menor frialdad, retroceder y conservar su dignidad. Había en él un no sé qué de parisiense con sus botines, sus corbatas de color claro, y su aspecto en general producía excelente impresión en las mujeres por ese no sé qué particular y nuevo que se desprendía de su persona. Sus modales estaban impregnados de una alegría ficticia; se expresaba por medio de alusiones, de frases a medio decir, como si su interlocutor hubiese estado al corriente de lo que se trataba o, más bien, dispuesto a ayudarle para que se acordase al hacer un relato.
Ese hombre fue el que, con su música, trajo la catástrofe. En el tribunal echaron la culpa a mis celos, lo cual no era exacto, al menos no del todo. En la vista de la causa se decidió que me habían engañado y que maté para vengar mi honor ultrajado;—¿no es éste el lenguaje que emplea la gente de la curia? —y me absolvieron. Quise explicarles el motivo que me impulsó y creyeron que intentaba rehabilitar el honor de mi mujer. Aparte de todo, sus relaciones con el músico, hayan sido las que hayan sido, no tuvieron importancia ni para ella ni para mí. Lo único importante es lo que le he contado. Todo el drama estriba en la llegada de ese hombre a nuestra casa en los momentos en que nos hallábamos sumidos en la más lamentable de las confusiones, animados por ese mutuo rencor, del que ya le he hablado, y en una situación en la cual la más diminuta gota de agua bastaba para que desbordase el vaso. Las últimas disputas, que en los últimos tiempos habían sido tremendas, tenían la asombrosa consecuencia de provocar en nosotros accesos de pasión bestial. Si ese hombre no se hubiese presentado en nuestra casa, cualquier otro habría sido el protagonista. Si mis celos no me hubiesen servido de pretexto, habría encontrado otro. Estoy íntimamente convencido de que todos los hombres que llevan una vida conyugal como la mía deben entregarse al libertinaje o divorciarse, matarse o matar a su mujer, que fue lo que hice yo. Aquel a quien sucede esto no es un ave rara. Mucho antes del desenlace estuve a punto de suicidarme, y más de una vez quiso envenarse mi mujer.
XX
—Para que pueda comprender bien lo que sucedió, es preciso que le cuente todos los detalles. Poco a poco nuestra vida iba haciéndose más tranquila, cuando he aquí que de pronto una noche se nos ocurrió hablar de la educación que había que dar a nuestros hijos. No recuerdo las palabras que pronunciamos uno y otro; lo único que sé es que la disputa empezó pasando la conversación de un asunto a otro, y que a los reproches sucedieron las recriminaciones. Sí, siempre sucede lo mismo; la misma historia de siempre… «has dicho…
no, yo he dicho… mientes.. ¡qué! ¡que yo miento! ¿eh?» Se acercaba una crisis espantosa y se agrandó ésta, impulsándome al asesinato y al suicidio. La crisis estaba allí, la temía como al fuego; quería contenerme y la cólera pudo más, arrastrándome. Mi mujer se hallaba en un estado idéntico o peor aún, porque desnaturalizó todas las palabras y puso en ellas algo como veneno, arrastrando por el lodo y mancillando todo aquello para mí más querido. La crisis iba aumentando y adquiriendo intensidad. Grité: «¡Cállate!» o algo parecido, mientras que ella, saliendo precipitadamente de la habitación donde nos encontrábamos, entró como una loca en la de nuestros hijos. Deseando acabar de decirle todo lo que había empezado ya a decir, quise contenerla y la cogí del brazo; le hice daño. «¡Hijos míos! —gritó—¡Vuestro padre me está pegando!» «¡Mientes!» —dije, y mi mujer, para que aumentase mi cólera, añadió: —«¡Y no es la primera vez!» —Los niños se agruparon a su alrededor y procuró tranquilizarlos. —«¡No seas hipócrita!» —le dije—«¡Todo es hipocresía para ti! Eres capaz de matar a alguien y de tener después valor para decir que sólo aparenta estar muerto. Ahora comprendo qué es lo que quieres.» —«¡Sí, quisiera reventarte como a un perro!» —grité. Recuerdo aún el terror que a mí mismo me inspiraron esas palabras. En mi vida había creído poder pronunciarlas tan tremendas. Todavía estoy asombrado.
Me marché a mi cuarto y me puse a fumar, y vi que mi mujer estaba en la antecámara, disponiéndose a salir. —«¿A dónde vas?» —le pregunté, y no me contestó. —«¡Pues bien, que el demonio cargue contigo!» —me dije, y volví a tenderme en el sofá de mi despacho, y seguí fumando. Mi cabeza se trastornó con el sinfín de planes que formé. ¿Cómo vengarme? ¿Cómo deshacerme de ella? ¿A qué medios apelar para hacer frente a las eventualidades? Suguí dando vueltas a estas ideas; abandonarla, ocultarme, huir a América. Llegué hasta el extremo de pensar lo agradable que sería para mí verme libre de ella y tener a mi lado a otra mujer, joven, hermosa, ¡nueva! Pero para obtener esa libertad necesitaba su muerte o el divorcio.
¿Cómo podía conseguirlo? Comprendí que mis ideas se retorcían, y para no darme cuenta de que mis pensamientos iban por mal camino, me puse a fumar a más y mejor. El movimiento de la casa continuó, y al poco rato se me presentó el ama de llaves preguntándome dónde estaba la señora o cuándo volvería, y el criado para decirme si quería que sirviese el té. Me fui al comedor, en el que encontré ya a los niños, y Lisa, la mayor, me dirigió interrogadoras miradas. Mi mujer no volvía y pasaban las horas. Llegó la noche y sin regresar. Dos fueron los sentimientos que se apoderaron de mi alma: el rencor que hacia ella sentía por el malísimo rato que nos estaba haciendo pasar a mis hijos y a mí con una ausencia que no tenía fundamento serio, puesto que tenía que volver, y el temor de que hubiese atentado contra su vida. Pero ¿adónde iría a buscarla? ¿A casa de su hermana? Me parecía hasta estúpido ir preguntando de puerta en puerta por mi mujer. ¡A la ventura de Dios! Si necesita atormentar a alguien, que se atormente a sí misma. Pero ¿y si se hubiese ido a casa de su hermana? ¿Y si se hacía o se había hecho daño? Dieron las once… luego las doce… la una, y yo sin poder dormir… Me fui a mi dormitorio…
Decidí que era ridículo esperar solo. No estaba tampoco a gusto en mi despacho, y quise hacer algo, entretenerme, leer, escribir, y no lo conseguí. Allí, a solas, rabioso y sufriendo mil tormentos, rabié y escuché; ¡y ella sin volver! A eso del amanecer me quedé adormilado y luego me desperté, comprobando que no había vuelto aún, y en la casa todo empezaba a seguir la marcha de los demás días. Todos me miraban con aire interrogante y los niños como con reproche. Yo seguía estando inquieto, y esa inquietud contribuía a reavivar mi odio.
A eso de las once de la mañana se presentó su hermana, su embajadora, y soltó las frases de rigor: «Mi hermana se encuentra en un estado lamentable. Pero ¿qué ha pasado entre vosotros? ¿Qué significa esto? Pero si no vale la pena, etc., etc.» Describí su carácter insoportable, declarando que no era yo el culpable y que no estaba dispuesto a dar el primer paso, diciendo que si se quería divorciar que lo hiciese. Mi cuñada rechazó la idea y se marchó sin haber conseguido nada. Yo era a veces muy testarudo, y había decidido que no sería quien diese el primer paso. Apenas se marchó mi cuñada entré en el cuarto de los niños, a los que vi muy tristes. ¡Ah, entonces sí que habría dado yo el primer paso, pero me lo impedía mi palabra! Iba y venía, pasaba el rato fumando; al llegar la hora del almuerzo bebí el vino y aguardiente necesarios para llegar al estado de inconsciencia que deseaba, es decir, para no darme cuenta de la ignominia de mi situación. A cosa de las tres volvió mi mujer y pasó por delante de mí sin decirme ni una palabra. Creyéndola apaciguada, le dije que sus inmerecidos reproches me habían hecho salirme de mis casillas. Me respondió con mucha frialdad, con rostro serio, un tanto abatido, que no había vuelto para oír mis excusas sino para llevarse a sus hijos, puesto que no podíamos seguir viviendo juntos. Repliqué que no tenía yo la culpa, pues ella con su conducta me había enfurecido, y entonces, con aire muy serio y solemne, me dijo: «¡Ten cuidado, no digas ni una palabra más porque te arrepentirás!»
Contesté que aquella comedia debía terminar de una vez, que bastaba con lo ocurrido hasta entonces y, respondiendo algunas palabras que no entendí, me dejó solo, y entró directamente en su cuarto. Oí cómo rechinaba la llave en la cerradura; se había encerrado; llamé, no obtuve respuesta y me marché furioso. A la media hora de ocurrir esto, entró Lisa precipitadamente en mi cuarto, llorando sin consuelo. «¿Qué es lo que pasa? ¿Ha ocurrido algo?» – «No se oye nada en la habitación de mamá…» —contestó. Nos fuimos juntos a ver lo que pasaba; empujé con fuerza la puerta, cuyo cerrojo resistió apenas, y quedó abierta de par en par. Me acerqué y vi que mi mujer estaba sin sentido y tendida en la cama en una posición incómoda, en enaguas y con los zapatos puestos. En la mesilla de noche había un vaso vacío con algunas gotas de opio. Hicimos lo posible para que volviese en sí. Derramó un torrente de lágrimas y después vino la reconciliación; pero no fue sincera, porque cada uno conservaba en el fondo de su corazón un sentimiento de odio contra el otro. Pero era necesario concluir, y nuestra vida siguió otra vez como antes.
Escenas semejantes, si no peores, se repetían todos los meses, mejor dicho, todas las semanas, y a veces todos los días y siempre con los mismos incidentes. Una vez me marché dejándolo todo abandonado, y hasta llegué al extremo de pedir el pasaporte para irme al extranjero, pero mi debilidad de carácter me detuvo.
Ahí tenéis de qué naturaleza eran nuestras relaciones cuando se presentó aquel hombre, que era un miserable que valía poco más o menos lo que nosotros.
XXI
—En cuanto llegó a Moscú aquel individuo, que se apellidaba Troukhatchevsky, nos hizo una visita. Era por la mañana y lo recibí yo. En tiempos pasados nos habíamos tuteado, y empezó empleando el usted y el tú, pero con más frecuencia el último, pero como yo no me apartaba del primero, tubo que comprender que yo no quería familiaridades. Desde el primer momento me resultó simpático. Comprendí que era un libertino desenfrenado, y tuve celos de él antes de que llegase a ver a mi mujer, pero—¡cosa extraña! —una fuerza fatal, invencible, hizo que no le despidiese, sino que por el contrario le admitiese en mi casa. Me habría costado muy poco trabajo cambiar con él unas pocas palabras, alejarlo con mi frío recibimiento y evitar presentárselo a mi esposa, ¡pero no! Le hablé de música y del violín y me contestó que sentía mucho que se dijese que había dejado de tocar, porque lo hacía con más afición que nunca. Me recordó entonces que yo también tocaba en otros tiempos, y le respondí que hacía mucho que había renunciado a la música, pero que en cambio mi mujer le tenía mucha afición.
Es preciso fijarse en el hecho de que, en ciertas fases importantes de nuestra existencia, aquellas en que se decide la suerte de un hombre, como se decidió la mía en semejante día, no hay ni pasado ni futuro. Mis relaciones con Troukhatchevsky fueron tales desde el primer momento, como habrían podido serlo después del acontecimiento. Tenía el presentimiento de que ibaocurrir una gran desgracia de la que él sería el causante; y a pesar de esto no pude por menos de mostrarme amable con él, y le presenté a mi mujer que se alegró desde el principio, pensando sin duda que en adelante ya tenía quien le acompañase al piano con el violín. Era tanto lo que esto la agradaba, que de buena gana habría tomado a sueldo a un violinista de la orquesta de un teatro. Después de fijar en mí sus miradas, comprendió mi pensamiento y disimuló sus impresiones. Entonces empezaron las mentiras mutuas. Sonreí con mucha amabilidad, como aparentando que aquello me agradaba mucho.
Contempló a mi esposa como todos los calaveras miran a las mujeres hermosas, y fingió que nuestra conversación, que maldito el interés que tenía para él, le agradaba mucho. Por su parte, mi mujer quiso aparentar la mayor indiferencia, pero estaba excitada por la malignidad de la mirada del violinista y por la expresión celosa que yo quería ocultar, haciendo grandes esfuerzos, tras una sonrisa amable, pero que ella leía en mi rostro.
Observé desde el primer momento que la mirada de mi mujer brillaba con un fulgor extraño, y que mis celos provocaron en ella no sé qué corriente eléctrica que se comunicó a su sonrisa y a su mirada. En la primera entrevista se habló de París, de música, de mil cosas indiferentes. Luego se puso en pie con el sombrero en la cadera, pavoneándose y como esperando alguna cosa. Recuerdo perfectamente lo que pasó en aquellos momentos, tanto más cuanto que pude haber evitado que volviese. No tenía más que no invitarlo y no habría pasado nada. Miré primero a mi mujer, luegoTroukhatchevsky, y pensé: «¡No vayas a figurarte, hermosa, que voy a dispensarte el honor de tener celos!» Y le invité a que volviese aquella misma noche con su violín para acompañar al piano a mi mujer.
Esta me dirigió una mirada de sorpresa, poniéndose encendida, como dominada por un gran temor. Luego trató de excusarse, manifestando que no tocaba muy bien, y ese pretexto me excitó aún más. Recuerdo muy bien la sensación extraña que experimenté cuando le contemplé mientras se alejaba atravesando el salón con su pasito corto de bailarín, con un cuello blanco que hacía resaltar su cabello negro, algo largo y rizado. No tengo para qué ocultar que la presencia de aquel hombre era una tortura para mí. «Y no dependía de nadie más que de mí el hacer que no volviese más; pero ¿tenerle miedo? ¡Ah no! ¡Sería demasiado humillante!» Y al llegar al vestíbulo, sabiendo muy bien que mi mujer podía oír, le supliqué con muchas instancias que volviese aquella misma noche con el violín a fin de acompañar a mi mujer al piano. Me lo prometió y se marchó.