Текст книги "Narrativa Breve"
Автор книги: Leon Tolstoi
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iQué lástima de doscientos cincuenta rublos gastados inútilmente en la tienda de confecciones de Kuntz! Cualquiera hubiera aconsejado a Serioja y hubiera considerado como un honor acompañarlo a casa de un sastre para que se encargara un traje. Pero el muchacho se encontraba solo entre una multitud desconocida. Con la gorra calada, iba abriéndose paso por el puente Kuznietzky sin mirar siquiera a las tiendas. Cuando llegó al final entró en una de ellas. Salió de allí vistiendo un frac marrón estrecho (se llevaban anchos), unos pantalones negros, anchos (se llevaban estrechos) y un chaleco de raso con florecillas, que ningún huésped del hotel Chevalier hubiera permitido que se pusiera ni siquiera su lacayo. Compró, además, otras muchas cosas. Kuntz se sorprendió de la esbeltez del talle del joven. Le aseguró —solía hacerlo lo mismo con todos los clientes‑que en su vida había visto otro igual. Serioja sabía que tenía la cintura estrecha ; sin embargo, le halagó que se lo dijera un extraño. Al salir de la tienda, tenía doscientos cincuenta rublos menos e iba tan mal vestido que, al cabo de dos días, su traje pasó a manos de Vasili. Eso constituyó siempre un recuerdo desagradable para Serioja. Una vez en el hotel, se instaló en la sala grande, desde donde echó miradas a la de la francesa. Encargó para almorzar unas cosas tan raras que hasta hizo reír al criado. Pidió una revista y fingió leer. El mozo, viendo la inexperiencia del joven, se permitió hacerle algunas preguntas. Serguei exclamó, enrojeciendo:
– i Lárgate!
Su expresión era tan altiva que el camarero obedeció sin rechistar. Al regresar, sus padres y Sonia le alabaron mucho el traje.
¿Recuerdas ese sentimiento de alegría cuando de niño, el día de tu cumpleaños, volvías a casa, después de haber oído misa, y te encontrabas con visitas y juguetes? La fiesta se te reflejaba en el traje, en la cara y en el alma. Sabías que aquel día era excepcional, no había clase y lo festejaban incluso los mayores, estaba lleno de alegría para todos los de la casa, sabías que eras tú la causa de aquella solemnidad y cualquier cosa que hicieras, se te perdonaría ; te sorprendía que la gente de la calle no lo festejase lo mismo que tu familia, que los sonidos no fuesen más sonoros y los colores más vivos ; en una palabra, que no tuvieran todos la sensación de que era tu santo. Tal era el estado de ánimo de Piotr Ivanovich al volver de la iglesia.
Los desvelos de Pajtin no habían caído en saco roto ; en lugar de juguetes, Piotr Ivanovich halló en su casa varias tarjetas de visita de destacados moscovitas que en el año 56 consideraban como un deber ineludible dispensar toda clase de atenciones al célebre desterrado al que tres años atrás no habrían querido ver por nada del mundo.
Chevalier, el portero y los criados redoblaron su amabilidad aquella mañana a causa de los que llegaban en coche preguntando por Piotr Ivanovich. Por mucho que haya sufrido en la vida y por inteligente que sea una persona, no deja de agradarle recibir muestras de respeto de quien es respetado por todos. Piotr Ivanovich se sintió halagado cuando Chevalier, haciendo profundas reverencias, le ofreció otro departamento mejor y cuando vio las tarjetas de ilustres personajes, entre ellos las de varios condes y la del príncipe D***. Natalia Nikolaievna dijo que no se recibiría a nadie ; quería ir a ver a María Ivanovna. Labazov se mostró de acuerdo, a pesar de que le hubiera gustado hablar con algunos de los visitantes. Pero uno subió antes de aquella prohibición. Era Pajtin. Si le hubiesen preguntado por qué había vuelto, no habría podido decirlo, no había ningún motivo, exceptuando que le atraía todo lo nuevo y divertido.
Venía a contemplar a Piotr Ivanovich como a objeto raro. Aparentemente, uno debía sentirse intimidado yendo a visitar a un desconocido por esa razón. Pero resultó todo lo contrario.
Piotr Ivanovich y sus hijos se turbaron. Natalia Nikolaievna era demasiado grande dame para turbarse. Nada le hacía perder la serenidad. La mirada cansada de sus encantadores ojos negros se detuvo tranquilamente en Pajtin, que tenía un aspecto lozano, alegre y satisfecho de sí mismo como de costumbre. Recordó que antaño había sido amigo de Natalia Nikolaievna.
—i Ah! —exclamó esta.
—Bueno, no precisamente amigo, porque nuestras edades… Pero siempre ha sido usted tan buena para mí…
*** Pajtin era un antiguo admirador de Piotr Ivanovich. Conocía a todos sus compañeros.
Esperaba poder ser útil a los recién llegados. Hubiera venido a visitarlos la víspera, pero no había tenido tiempo ; rogaba que le perdonasen. Tomó asiento y habló durante largo rato.
—Sí; he observado muchos cambios en Rusia desde entonces‑dijo Piotr Ivanovich, contestando a su pregunta.
Pajtin acogía cada palabra que salía de labios de Labazov con una inclinación de cabeza, una sonrisa o un movimiento que daba a entender que eran palabras memorables. Natalia Nikolaievpa aprobó esa actitud. Serguei Petrovich parecía temer que el discurso de su padre no fuese bastante importante para la atención del oyente. Por el contrario, Sonia sonreía con esa sonrisa imperceptible, llena de satisfacción, con que solemos sonreír cuando captamos el lado ridículo de la gente. Se dio cuenta de que no se podía esperar nada bueno de este hombre, que era bobo, como solían llamar ella y su hermano a un determinado género de personas.
Piotr Ivanovich habló de los enormes cambios que había observado, cambios que le alegraban grandemente.
La gente, el pueblo, se ha elevado mucho, no hay comparación ; tiene más conciencia de sus méritos. Debo confesar que lo que más me interesa y me ha interesado siempre es el pueblo. Opino que la fuerza de Rusia no está en nosotros, sino en él.
Con la animación que le era propia, Labazov expuso unas ideas. más o menos originales, acerca de una serie de problemas importantes. Tendremos ocasión de oírlas ampliamente desarrolladas. Pajtin, muy satisfecho, se mostró de acuerdo en todo.
—Es preciso que conozca usted a Aksatov. Si me lo permite, príncipe, se lo presentaré.
¿Sabe que le han autorizado su publicación? Dicen que mañana saldrá el primer número. He leído un artículo suyo extraordinario. En general se ha dado un gran paso hacia adelante.
—Sí; así es‑exclamó Piotr Ivanovich.
Pero, al parecer, no le interesaban aquellas noticias, ni siquiera sabía los nombres de la gente que Pajtin nombraba como personas conocidas.
Natalia Nikolaievna observó, para justificar a su marido, que este recibía las revistas con mucho retraso.
—Papá, ¿iremos a casa de la tía? —preguntó Sonia.
—Sí, pero primero hemos de almorzar. ¿Quiere usted tomar algo?
Como es natural, Pajtin se negó. Pero Piotr Ivanovich, con la hospitalidad propia de los rusos, insistió en que comiera y bebiera algo. El, por su parte, tomó una copa de vodka y un vaso de vino de Burdeos. Pajtin observó que mientras Piotr Ivanovich escanciaba el vino, su mujer se había vuelto y su hijo lo miraba de un modo especial.
Después, Piotr Ivanovich contestó a una serie de preguntas de Pajtin, acerca de la literatura nueva, las nuevas tendencias políticas, la guerra y la paz (Pajtin tenía el don de reunir los temas más diversos en una conversación anodina y la hacía amena) con una profession de foi. Y fuese por el vino o por el tema de la conversación, el caso es que se exaltó hasta tal punto que le asomaron las lágrimas a los ojos ; también Pajtin se dejó llevar por el entusiasmo y vertió unas lágrimas.
Estaba convencido de que Piotr Ivanovich se hallaba a la cabeza de los hombres de ideas avanzadas y de que debía nombrársele jefe de todos los partidos. Los ojos del anciano se encendieron ; creía sinceramente en las afirmaciones de Pajtin y hubiera seguido hablando mucho. Pero Sonia había instado a su madre a que fuera a llamar a Piotr Ivanovich. El viejo acababa de escanciar en su copa el vino que quedaba, pero la muchacha se lo bebió.
—¿Qué has hecho?
—Pardon, papá, es que aún no había tomado ni una sola gota.
Labazov sonrió.
—Tenemos que ir a casa de María Ivanovna. Discúlpenos, señor Pajtin‑dijo, saliendo con la cabeza erguida.
En el vestíbulo se encontraron con un general que venía a visitar a Labazov ; era un antiguo conocido suyo. Hacía treinta y cinco años que no se habían visto. El general había perdido todos los dientes y estaba calvo.
—¡Qué bien te conservas! —exclamó—. Por lo visto, Siberia sienta mejor que San Petersburgo. ¿Es tu hijo? ¡Qué buen mozo! ¿Vendrás mañana a comer a mi casa?
—Sí; con mucho gusto.
En la escalinata se cruzaron con el célebre Chijaiev, otro antiguo conocido de Piotr Ivanovich.
—¿Cómo se ha enterado usted de que hemos venido?
—Sería una vergüenza para Moscú no haberse enterado, y es una vergüenza que no hayamos ido a las puertas de la ciudad a esperarlo. ¿Dónde comen ustedes? Supongo que en casa de su hermana María Ivanovna, ¿no es eso? ¡Magnífico! Ya iré yo por allí.
Piotr Ivanovich parecía un hombre orgulloso, pero solo a los que no sabían ver a través de su aspecto externo una expresión de bondad y de sensibilidad indescriptibles. En aquel momento, incluso Natalia Nikolaievna admiró aquella solemnidad. Sonia sonrió con los ojos.
Llegaron a casa de María Ivanovna. Era la madrina de Labazov ; una solterona diez años mayor que él.
Algún día relataré su historia : diré por qué no se casó y cómo transcurrió su juventud.
Llevaba cuarenta años en Moscú. Era una mujer de escasa inteligencia. No poseía grandes bienes ni apreciaba las buenas relaciones. Sin embargo, todo el mundo la respetaba. Estaba segura de que todos debían hacerlo, y así era en efecto. Algunos jóvenes liberales de la Universidad no reconocían su poder, pero solo se oponían a ella en ausencia suya. En cuanto entraba en el salón con sus andares majestuosos, empezaba, a hablar con aquella severidad que le era peculiar o sonreía con expresión afectuosa, todos se le sometían. Trataba a los habitantes de Moscú como a personas de la familia. Entre sus amistades preponderaban los jóvenes y los hombres inteligentes; no simpatizaba con las mujeres. Vivían a expensas suyas algunos hombres y mujeres, pertenecientes a ese tipo de personas que, gracias a nuestra literatura, gozan del desprecio general. Pero ella consideraba que Skopin, que había perdido todo lo que tenía en el juego, y Besheva, abandonada por su marido, estaban mejor en su casa, y por eso los mantenía. Dos intensos sentimientos dominaban su existencia en aquella época.
Piotr Ivanovich era su ídolo. El príncipe Iván, el objeto de su odio. Ignoraba que Piotr Ivanovich hubiese vuelto. Después de haber oído misa, estaba tomando el café. Un vicario de Moscú, Besheva y Skopin se hallaban sentados en torno a la mesa. María Ivanovna les hablaba del joven conde V*** hijo de P. Z***, que había vuelto de Sebastopol y del que estaba prendada. (Constantemente tenía alguna pasión.) Aquel día vendría a comer a casa. El vicario se puso en pie para despedirse. María Ivanovna no lo retuvo. En este sentido era librepensadora ; practicaba la religión, pero se reía de las señoras que visitaban a los monjes, y afirmaba sin ambages que los religiosos eran personas tan pecadoras como los demás, y que uno podía salvarse en el mundo lo mismo que en un monasterio.
—Por favor, vaya a decir que no recibo‑dijo a la Besheva—. Tengo que escribir a Pierre ; no comprendo por qué no viene. Natalia Nikoiaievna debe de estar enferma.
María Ivanovna estaba persuadida de que su cuñada no la quería y era enemiga suya. No podía perdonarle el no haber sido ella, la hermana de Pierre, quien hubiese sacrificado su fortuna y se hubiese marchado a Siberia con él. Le dolía que la hubiesen rechazado cuando quiso hacerlo.
Al cabo de treinta y cinco años empezaba a creer a su hermano, quien afirmaba que Natalia Nikolaievna era la mejor esposa del mundo y su ángel guardián ; pero en el fondo la envidiaba y le parecía que era una mala mujer.
Se levantó, recorrió la sala y se disponía a dirigirse al despacho cuando asomó por la puerta la cabeza canosa y el rostro surcado de arrugas de la Besheva ; expresaba alegría y temor.
—María Ivanovna, prepárese usted —dijo.
—¿Una carta?
—No. Algo más…
Pero antes que terminara la frase se oyó desde el vestíbulo una recia voz de hombre.
—¿Dónde está? Vete tú, Natasha.
—¡Es él! —exclamó María Ivanovna.
Y se dirigió al encuentro de su hermano con pasos resueltos. Acogió a los recién llegados como si los hubiese visto la víspera.
—¿Cuándo llegasteis? ¿Dónde os habéis hospedado? ¿Habéis venido en coche?
Tales fueron las preguntas de María Ivanovna mientras introducía a los huéspedes en el salón ; pero no prestó atención a las respuestas ; miraba con los ojos muy abiertos tan pronto a uno como a otro. La Besheva se sorprendió de esa tranquilidad, que casi parecía indiferencia, y no la aprobó. Todos sonreían ; María Ivanovna miró en silencio a su hermano con expresión seria.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó este, tomándola de la mano.
Piotr la llamaba de «usted»; en cambio ella le tuteaba. María Ivanovna volvió a examinar la barba canosa, la cabeza calva, los dientes, las arrugas, los ojos y la tez curtida de su hermano, y lo reconoció todo.
—Esta es mi Sonia.
Pero María Ivanovna no se volvió. —Qué ton…
Se le quebró la voz. Asió con sus grandes manos blancas la cabeza de su hermano. Había querido decir : «Qué tonto eres. ¿Por qué no me has avisado?», pero se le estremecieron los hombros y el pecho, se le crispó el rostro y empezó a sollozar, mientras apretaba contra sí la cabeza de Labazov, repitiendo —Qué ton …to eres. ¿Por qué no me has avisado?
A Piotr Ivanovich no le parecía ya ser un hombre tan importante como cuando estaba en la escalinata del hotel Chevalier. Permanecía sentado en una butaca con la cabeza entre las manos de su hermana. Tenía la nariz apretada contra el corsé de María Ivanovna, que le hacía cosquillas, los cabellos revueltos y los ojos llenos de lágrimas, pero se sentía a gusto. Cuando hubo pasado este arrebato de lágrimas producidas por la alegría, María Ivanovna comprendió lo que estaba sucediendo y empezó a examinar a todos detenidamente. En el transcurso del día, cada vez que recordaba cómo habían sido ella y su hermano y en lo que se habían convertido, se representaba todas las desgracias, las alegrías y los amores de entonces, y volvía a repetir : " ¡Qué tonto eres, Pretrusha! ¿Cómo no me has avisado? ¿Por qué no habéis venido directamente a mi casa? Os hubiera alojado aquí. Al menos, comeréis conmigo.
¿Verdad? No te aburrirás, Serguei. He invitado a comer a un joven de Sebastopol, un muchacho muy valiente. ¿Conoces al hijo de Nikolai Mijailovich? Es escritor. Ha escrito algo muy interesante. Yo no lo he leído, pero todos lo alaban mucho, Es un muchacho muy agradable. Lo invitaré también. Chijaiev tenía intención de venir. Es un charlatán, no lo quiero. ¿Ha ido a verte? ¿Has visto a Nikita? Bueno, pero todo eso son tonterías. ¿Qué te propones hacer? ¿Cómo está usted de salud, Natalia? ¿Qué pensáis hacer con este joven y con esta linda muchacha?»
Antes de comer, Natalia Nikolaievna y sus hijos fueron a visitar a una vieja tía. Piotr Ivanovich se quedó solo con su hermana y empezó a exponer sus planes.
—Sonia es ya una muchacha y debe empezar a frecuentar la sociedad, de manera que tendréis que quedaros en Moscú—dijo María Ivanovna.
– ¡Por nada del mundo! …
—Serioja tiene que ingresar en el servicio.
– ¡Por nada del mundo!
– Sigues tan loco como siempre.
Pero, a pesar de todo, María Ivanovna seguía queriendo igual que antes a ese loco.
—Permaneceremos aquí el tiempo necesario ; después iremos a la aldea para que nuestros hijos conozcan aquello.
—Tengo la norma de no meterme en asuntos familiares y de no dar consejos‑replicó María Ivanovna una vez que se hubo tranquilizado—. Pero te diré que un joven debe hacer el servicio militar; eso es lo que he pensado siempre y lo que sigo pensando. En la actualidad estoy más convencida de ello que nunca. No sabes cómo es ahora la juventud de hoy día. Yo la conozco perfectamente. El hijo del príncipe Dimitri se ha echado a perder por completo.
Sus padres tienen la culpa. A mí no me asusta nada, soy una vieja, pero eso no está bien.
María Ivanovna empezó a hablar del Gobierno. Estaba descontenta por la excesiva libertad que reinaba.
—Lo único bueno que han hecho es haberos puesto en libertad.
Piotr Ivanovich trató de defender el Gobierno, pero su hermana no era como Pajtin, no era fácil convencerla. Se acaloró mucho.
—¿Cómo puedes defenderlo? No creo que seas la persona indicada. Veo que sigues tan loco como siempre.
Piotr Ivanovich guardó silencio. Una leve sonrisa dio a entender que no se daba por vencido, pero que no quería discutir con María Ivanovna.
—¿Sonríes? Ya comprendo. No quieres discutir conmigo porque soy una mujer– exclamó esta afectuosamente, mientras miraba a su hermano con una expresión sutil e inteligente, que no podía esperarse de aquel rostro envejecido—. No me convencerás, querido. Voy a cumplir setenta años. Y no he vivido como una tonta, he visto muchas cosas.
Nunca me ha dado por leer vuestros libros ni pienso hacerlo. ¡Dicen tantas tonterías!
—¿Qué le han parecido mis hijos? ¿Qué piensa de Serioja? —preguntó Piotr Ivanovich con la misma sonrisa.
—¡Vaya! ¡Vaya! —contestó María Ivanovna, amenazándole con un gesto—. No desvíes la conversación. Ya hablaremos de tus hijos. Sigues tan loco como siempre, lo veo por tus ojos. Ahora te llevarán en hombros, es la moda. Todos vosotros estáis de moda. Sí, veo por tus ojos que sigues tan loco como antes‑repitió al ver la sonrisa de Piotr Ivanovich—. Te ruego, por los clavos de Cristo. que te alejes de esos liberales de hoy día. Dios sabe lo que están tramando. Eso tiene que acabar mal. De momento, el Gobierno se calla, pero al fin tendrá que sacar las uñas ; recordarás mis palabras. Tengo miedo de que te veas complicado otra vez. Abandona estas cosas ; son tonterías, créeme. Tienes que pensar en tus hijos.
—Se ve que ya no me conoce usted, María Ivanovna.
—Bueno, bueno ; ya veremos si soy la que no te conoce o eres tú mismo quien te desconoces. Me he limitado a decirte lo que tenía sobre el corazón. Si quieres hacerme caso, me parecerá bien. Hablemos de Serioja. ¿Qué carácter tiene?
Hubiera querido decir : «No me ha gustado mucho», pero se limitó a añadir —Se parece a su madre como dos gotas de agua. Sonia me ha encantado… Tiene algo tan agradable, tan abierto, y es tan simpática. ¿Dónde está ahora? ¡Ah! , sí. Se me había olvidado.
—¿Qué quiere que le diga? Sonia será una buena esposa y una buena madre, pero mi Serioja es otra cosa. Es inteligente, muy inteligente, nadie puede negárselo. Ha sido un buen estudiante. Aunque un poco perezoso. Le gustan las ciencias naturales. Hemos tenido suerte, tuvo allí un buen profesor. Ahora quiere ingresar en la Universidad ; le gustaría cursar ciencias naturales, química…
María Ivanovna dejó de escuchar a su hermano en cuanto este nombró las ciencias naturales, y sobre todo la química. Era como si se hubiera entristecido de pronto. Suspiró profundamente y empezó a contestar a sus propios pensamientos, a las ideas que la invadieron al oír esas palabras.
—¡Sí supieras cuánto los compadezco, Petrushka! —exclamó con sincera pena—. Tienen toda la vida por delante. ¡Cuánto han de sufrir aún!
—Esperemos que sean más felices que nosotros.
—¡Dios lo quiera! ¡Dios lo quiera!
Qué penosa es la vida! Debías de hacerme caso, querido, y dejarte de esas cosas. ¡Qué tonto eres, Petrushka! Pero ¡qué tonto! Y ahora, perdóname. Tengo que ir a dar órdenes. He invitado a mucha gente. ¿Qué le voy a dar de comer?
Sollozó, volvió la cabeza y tocó el timbre.
—Que venga Taras‑dijo cuando acudieron a su llamada.
¿Sigue todavía en tu casa el viejo ese?
—Si; y es un chiquillo en comparación conmigo.
Taras se mostró descontento, pero fue a cumplir las órdenes de María Ivanovna.
Poco después entraron Natalia Nikolaievna y Sonia, produciendo rumor con sus vestidos.
Venían ateridas de frío, pero muy felices. Serioja se había quedado haciendo unas compras.
Permitidme que la contemple‑exclamó María Ivanovna, cogiendo con ambas manos el rostro de Sonia, mientras su cuñada contaba dónde habían estado.
Los dos húsares
(DEDICADO A LA CONDESA M. N. TOLSTOI)
I
A principios del Siglo XIX, cuando no había ferrocarriles, carreteras, alumbrado de gas, velas de estearina, divanes de muelles, ni más muebles que los pintados de laca; cuando no existían los jóvenes desengañados con monóculo, las mujeres filosófico‑liberales ni las damas de las camelias que tanto abundan en nuestros días; en esa época ingenua en que, para ir de Moscú a San Petersburgo se utilizaba un carro o un coche de caballos y se viajaba ocho días con sus respectivas noches por caminos polvorientos o cubiertos de barro, con toda una provisión de platos caseros; cuando en las largas veladas de otoño, familias formadas por veinte o treinta personas se alumbraban con bujías de sebo; cuando se colocaban simétricamente los muebles; en esa época en que nuestros padres no sólo eran jóvenes, por no tener arrugas ni cabellos grises, sino porque estaban dispuestos a suicidarse por una mujer y se precipitaban al extremo opuesto del salón para recoger pañuelitos, que no siempre caían por casualidad; cuando nuestras madres llevaban el talle alto y mangas enormes, y resolvían los problemas familiares echándolos a suerte, y las encantadoras damas de las camelias se ocultaban de la luz del día; en esa ingenua época de las logias masónicas y de los martinistas, en los días de los Miloradovich, de los Davydov y de los Puschkin, en la provinciana ciudad de K*** se celebraba una reunión de propietarios, y tocaban a su fin las elecciones de los mariscales de la nobleza.
—Es igual, aunque sea en la sala –exclamó un joven oficial con gorra de húsar y pelliza, que acababa de apearse de un trineo y había entrado en el mejor hotel de la ciudad de K***.
—Hay una aglomeración enorme, excelencia –explicó el criado, dando ese tratamiento al húsar, porque ya se había enterado por su asistente de que era el conde Turbin—. La propietaria de Afremovo y sus hijas se marcharán esta noche. Así podrá ocupar la habitación once – añadió, mientras conducía a Turbin pasillo adelante, volviendo la cabeza sin cesar.
En la sala, ante una mesita por encima de la cual colgaba un retrato ennegrecido y de cuerpo entero del zar, había varias personas tomando champaña –sin duda eran nobles del lugar—; y en torno a otra, algo retirada, un grupo de comerciantes, con pellizas azules, que estaban de paso en la ciudad.
Después de llamar a Blucher, un enorme perro gris, el conde se quitó la pelliza, cuyo cuello estaba aún cubierto de escarcha, quedándose con una guerrera azul. Ordenó que le sirvieran vodka y, sentándose a la mesa, tomó parte en la conversación de los señores. Todos se sintieron bien predispuestos hacia el recién llegado, por su aspecto franco y agradable; y le ofrecieron una copa de champaña. Turbin apuró la copita de vodka que le habían servido y encargó una botella con objeto de obsequiar a sus nuevos conocidos. Al cabo de un momento, entró el cochero para pedir la propina.
—¡Shashka! Dale una propina –gritó Turbin a su asistente.
El cochero abandonó la sala, acompañado de Sashka; pero no tardó en volver con unos copecks en la mano.
—Padrecito, he hecho todo lo que he podido por servirte. Me prometiste medio rublo éste me da sólo veinticinco copecks.
—¡Sashka! Dale un rublo –gritó Turbin.
El asistente bajó la cabeza y se puso a mirar los pies del cochero.
—Le he dado bastante –replicó, en voz de bajo, al cabo de un rato—. Además, no me queda más dinero.
Turbin sacó de la cartera los dos últimos billetes que le quedaban y entregó uno al cochero. Este le besó la mano y se fue.
—Me ha traído en un vuelo –dijo Turbin—. Son los últimos cinco rublos que me quedan…
—Procede usted como un buen húsar –observó, con una sonrisa, uno de los nobles que, a juzgar por su bigote, su voz y la desenvoltura de sus pies, debía de haber sido militar de caballería—. ¿Se propone permanecer mucho tiempo aquí, conde?
—Tengo que conseguir dinero; a no ser por eso me marcharía en seguida. Además, no tienen habitaciones. ¡Maldita fonda!
—Permítame que le ofrezca mi cuarto. Es el número siete. Si quiere, puede pasar la noche conmigo. Debería quedarse un par de días… Esta noche habrá un baile en casa del mariscal de la nobleza. Me gustaría mucho que asistiera…
—Anímese, conde, y quédese –intervino otro, un joven apuesto—. ¿Qué prisa tiene por marcharse? Estas elecciones no volverán a celebrarse hasta dentro de tres años. Es una ocasión para que conozca a nuestras muchachas.
—Sashka, tráeme ropa limpia; voy a ir a tomar un baño –exclamó Turbin, levantándose—.
Tal vez desde allí vaya a visitar al mariscal. Ya veré.
Luego llamó al camarero y le dijo unas palabras. Este respondió con una sonrisa que «todo depende de las manos que uno tenga», y se fue.
—Entonces, padrecito, mandaré que lleven mi maleta a la habitación –gritó Turbin desde la puerta.
—Sí, sí. Esto me honrará mucho –replicó el de caballería, precipitándose en pos de él—. No olvide que es el número siete.
Cuando se dejaron de oír los pasos de Turbin, el de caballería volvió a su sitio. Se sentó junto a un funcionario y lo miró con ojos risueños, exclamando:
—¡Pero si es él!
—¿Quién?
—El del duelo, el célebre Turbin. Ha debido de reconocerme. Me apuesto cualquier cosa a que me ha reconocido. Hemos pasado tres semanas juntos, divirtiéndonos de lo lindo en Lebedián. Fue en la época en que estuve en la remonta. Allí armamos una buena entre los dos:
por eso ha fingido no conocerme. Es un buen mozo, ¿verdad?
—¡Ya lo creo! ¡Y muy simpático! –replicó el joven apuesto—. En seguida nos hemos hecho amigos… No debe de tener más de veinticinco años, ¿verdad?
—Eso es lo que parece; pero tiene más. ¡Es todo un hombre! ¿Quién raptó a la Migunova?
El. El mató a Sablin y arrojó por la ventana a Matniev. Y él fue quien ganó trescientos mil rublos en el juego al príncipe Nestierov. ¡Es un auténtico calavera! A nosotros se nos conoce por la fama que llevamos; pero nadie sabe lo que es un verdadero húsar. ¡Oh, qué tiempos aquéllos!
Y el oficial de caballería describió a su interlocutor una orgía que había organizado en Lebedián en compañía del conde. Pero eso no era verdad, en primer lugar porque nunca había visto a Turbi —había pedido el retiro dos años antes que éste ingresara en el servicio—; y, en segundo, porque no había servido jamás en cuerpo de caballería. Por espacio de cuatro años había sido un modesto junker en el regimiento de Belev y había pedido el retiro al ascender a alférez. Diez años atrás, habiendo heredado, había ido a Lebedián, donde había gastado setecientos rublos en diversiones, en compañía de unos oficiales de la remonta. Entonces se había hecho un uniforme de ulano, con intención de ingresar en ese cuerpo. Las tres semanas que pasara en Lebedián quedaron para él como la época más feliz de su vida. Al principio, su imaginación había transformado su deseo en realidad, y, después, en recuerdo, y acabó creyendo firmemente que había sido oficial de caballería. Sin embargo, eso no le impedía ser un hombre digno, honrado y de buen corazón.
—El que no haya servido en caballería nunca podrá entendernos –concluyó, con su voz de bajo, sentándose en una silla a horcajadas y avanzando la mandíbula inferior—. A veces, iba a la cabeza del escuadrón, montando un caballo que era el mismísimo demonio. Se me acercaba el comandante que pasaba revista. «Teniente: haga desfilar el escuadrón. Ya sabe que sin usted no se hace nada», ¡Ah, qué tiempos aquéllos!
Turbin volvió de la casa de baños con el rostro muy encendido y el cabello mojado. Entró en la habitación número siete. Allí lo esperaba el oficial de caballería, en batín, fumando en pipa, contentísimo con la suerte que la había tocado, la de compartir su cuarto con célebre húsar.
“¿Y si se le ocurre desnudarme y llevarme a las afueras de la ciudad para dejarme abandonado en la nieve? ¿Y si me unta de alquitrán o me…? –se preguntó de pronto—. Pero no, no haría eso con un compañero.»
—¡Sashka, tienes que dar de comer a Blucher! –ordenó Turbin.
El criado acudió a la llamada de su amo; había tomado vodka durante el viaje y estaba algo borracho.
—¡Has bebido, canalla! Anda, dale de comer al perro.
—No es fácil que se muera de hambre… ¡Menudo lustre tiene! –replicó el asistente, acariciando al animal.
—¡No hables más! ¡Haz lo que te mando!
—Tanta preocupación por el perro, y luego le reprocha a uno que haya bebido una copita…
—¡Calla o te mato! –vociferó Turbin, con una voz terrible que hasta vibraron los cristales de las ventanas y el oficial de caballería se asustó.
—Haría mejor preguntando si ha comido Sashka. Pero ¡qué le vamos a hacer! Ya se sabe que aprecia más al perro que a mí – prosiguió el asistente.
Pero, de pronto, recibió un puñetazo en pleno rostro y cayó al suelo dando con la cabeza contra la pared. Llevándose una mano a la nariz, salió corriendo de la habitación y se desplomó en un cofre del pasillo.
—¡Me ha dejado sin muelas…! –murmuraba, enjugándose con una mano la nariz ensangrentada, mientras acariciaba con la otra el lomo del perro—. ¡Me ha dejado sin muelas, Bliushka! Pero, sea como sea, es mi señor y no vacilaría en arrojarme al fuego por él. Es mi señor… ¿Lo entiendes, Bliushka? ¿Tienes hambre?
Después de permanecer un ratito echando, Sashka fue a dar de comer al perro. Luego, se dirigió al cuarto de su amo para ofrecerle té. Casi se le había pasado la borrachera.
—No me ofenda usted –decía tímidamente el oficial de caballería, en pie ante Turbin, que estaba tendido en su cama, con los pies sobre la barandilla—. He sido militar y, por tanto, puede considerarme como compañero suyo. ¿Para qué lo va a pedir por ahí? Estoy dispuesto a prestarle doscientos rublos. En este momento, sólo dispongo de ciento; pero hoy mismo le conseguiré el resto. ¡No me ofenda, conde!
—Gracias, padrecito –replicó Turbin dando un golpecito en un hombre al oficial. Había comprendido en el acto qué género de relaciones habían de establecerse entre ellos—. Gracias.