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Narrativa Breve
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Автор книги: Leon Tolstoi



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Nadie se la podía imaginar sino rodeada de respeto y de todas las comodidades de la vida.

No podía suceder que tuviese hambre y comiera con avidez, que llevara la ropa sucia, que tropezara o que olvidara emplear el pañuelo. Eso era materialmente imposible. No se sabe por qué, pero el caso es que todos sus movimientos resultaban llenos de solemnidad, gracia y gentileza para los que disfrutaban su presencia.

Sie pilegen und weben Himmlische Rosen ins irdische Leben 1 Natalia Nikolaievna conocía este verso y le gustaba, pero no solía guiarse por él. Su naturaleza misma era la expresión de ese pensamiento, toda su vida constituía ese inconsciente entretejer de rosas, con la vida de los seres que la rodeaban. Había seguido a Siberia a su marido solo porque lo quería; no se preguntaba qué podría hacer por él, pero le resolvía todos los problemas; le hacía la cama, le ordenaba sus objetos, le preparaba la comida y el té y estaba siempre a su lado. Ninguna mujer hubiera podido proporcionar más felicidad a 1 «Miman y entretejen rosas celestiales con la vida terrena.» En alemán en el original.

su marido.

En el salón, sobre una mesa redonda, hervía el samovar. Natalia Nikolaievna se hallaba sentada ante él. Sonia sonreía y hacía muecas bajo la mano de su madre que le hacía cosquillas, cuando entraron padre e hijo. Traían las yemas de los dedos arrugadas, las mejillas y las frentes lustrosas (a Piotr Ivanovich le relucía particularmente la calva), los cabellos sueltos y radiantes los rostros.

—El salón se ha vuelto más claro desde que habéis entrado‑exclamó Natalia Nikolaievna—. ¡Padrecito, qué blanco vienes!

Desde hacía muchos años, todos los sábados, solía decir esta frase. Piotr Ivanovich, al oírla, experimentaba timidez y alegría. Se sentaron ante la mesa ; esparcióse por la estancia un agradable aroma a té y a tabaco ; se oyeron las voces de los padres, de los hijos y de los criados, que recibieron sus tazas de té en la misma habitación. Recordaron los incidentes graciosos del viaje, se admiraron del peinado de Sonia y rieron. Geográficamente se habían trasladado a cinco mil verstas [26], a un medio completamente distinto, ajeno a ellos, pero moralmente aquella noche estaban lo mismo que en su casa. Seguían siendo tales como lo habían sido en aquella vida familiar de prolongado aislamiento. Al día siguiente sería distinto.

Piotr Ivanovich se acercó al samovar y encendió la pipa. En el fondo, no se sentía alegre.

—Bueno, ya estamos aquí ; me alegro que no veamos a nadie hoy ; esta noche será la última que pasemos en familia.

Y ahogó estas palabras con un gran trago de té.

—¿Por qué la última, Pierre?

—¿Por qué? Pues porque los aguiluchos han aprendido a volar; tienen que hacerse sus nidos. Desde aquí, cada cual se echará a volar por su lado.

—¡Qué tonterías! —exclamó Sonia, tomando el vaso de manos de su padre y sonriendo con la sonrisa de siempre—. El antiguo nido es excelente.

—El antiguo nido es un nido triste ; el viejo no ha sabido hacerlo y cayó preso en una jaula, donde tuvo a sus hijos ; lo sueltan ahora que sus alas empiezan a sostenerlo mal. No ;

los aguiluchos deben construirse un nido en lugar más alto, más dichoso, más cercano del sol ;

para eso son sus hijos, él ha de servirles de ejemplo ; en cuanto al viejo, mientras no se quede ciego, permanecerá mirando, y cuando lo esté, se contentará con escuchar… Sírveme ron ; un poco nada más, bueno, así, ya basta.

—Ya veremos quién abandonará a quién‑replicó Sonia, echando una rápida mirada a su madre, como si le molestase hablar en su presencia—. Ya veremos quién abandonará a quien‑repitió—. No temo por mí ni por Serioja.

Este recorría la estancia pensando en cómo se las arreglaría al día siguiente para encargarse un traje. ¿Iría en persona o mandaría llamar al sastre? No le interesaba la conversación de Sonia con su padre.

Sonia se echó a reír.

—¿Qué te pasa? —preguntó el viejo.

—Tú eres más joven que nosotros, papá. Mucho más joven, de veras‑dijo la muchacha, y rió de nuevo.

—iQué cosas tienes! —exclamó Piotr Ivanovich.

Y sus duros rasgos se plegaron en una sonrisa dulce y despectiva al mismo tiempo.

Natalia Nikolaievna se inclinó ; el samovar le impedía ver a su marido.

—Sonia tiene razón. Sigues teniendo diecisiete años, Pierre. Serioja es más joven que tú físicamente, pero tú tienes el alma más joven que él. Soy capaz de prever sus reacciones ; en cambio, tú puedes sorprenderme aún.

Quizá reconociera la exactitud de esa observación o quizá le adulara, pero el caso es que Piotr Ivanovich no supo qué contestar ; le brillaron los ojos y siguió fumando y tomando sorbos de té en silencio. Serioja, en cambio. Con el egoísmo propio de la juventud, tan solo se interesó por la conversación en aquel momento porque su madre le había nombrado. Declaró que, en efecto, se sentía viejo, que la llegada a Moscú y la nueva vida que se abría ante él no le alegraban en absoluto, pero que sopesaba tranquilamente el porvenir.

—Es la última noche‑repitió Piotr Ivanovich—. Mañana ya no será igual…

Y se escanció más ron. Estuvo largo rato sentado ante la mesa del té como si quisiera decir muchas cosas, pero no tuviera quién lo escuchara. Finalmente puso la botella del ron a su lado; pero se la llevó disimuladamente.

II


Cuando el señor Chevalier, que había subido a acomodar a los huéspedes, volvió para hacer algunos comentarios acerca de los recién llegados con la compañera de su vida‑esta lucía un vestido de seda adornado de encajes y permanecía sentada, al estilo parisiense, detrás del mostrador‑había en la estancia varios clientes habituales del hotel. Serioja se había fijado en esa habitación y en sus visitantes. También ustedes lo habrán observado si han ido alguna vez a Moscú.

Un hombre modesto que no conoce Moscú y ha llegado tarde a un banquete se equivoca si cree que los hospitalarios moscovitas le invitarán a almorzar. Si le ha ocurrido esto o, sencillamente, quiere comer en el mejor hotel, al entrar en el vestíbulo, tres o cuatro lacayos se levantan de un salto y uno de ellos le quita la pelliza y le felicita en el año nuevo, con el Carnaval, con la llegada a Moscú o se limita a observar que hace mucho tiempo que no ha venido, aunque jamás haya entrado en el hotel anteriormente. Luego, pasar al comedor, lo primero que le asalta a la vista es una mesa repleta, según cree en el primer momento, de una infinidad de apetitosos manjares. Pero se trata de un engaño óptico, pues la mayor parte de la mesa está ocupada por faisanes con plumas, cangrejos de mar crudos, cajitas con perfumes y pomadas, frasquitos de cosméticos y tarros con caramelos. Solo en un extremo, después de buscar mucho, se encuentra vodka y una rebanada de pan con mantequilla y con un pececito, bajo una campana de tela metálica. Es para preservarlo de las moscas, cosa innecesaria en Moscú en el mes de diciembre, pero son exactamente iguales a las que se usan en París. Algo más allá, se divisa una habitación ; en ella, sentada detrás del mostrador, hay una francesa de presencia desagradable, pero que lleva un magnífico vestido a la moda. Junto a la francesa se distingue a un oficial con la guerrera desabrochada, que toma vodka; algunos paisanos que leen periódicos y los pies de algún señor descansando en una silla tapizada de terciopelo.

Se oye hablar en francés y sonoras risas más o menos francas. Si alguien quiere saber lo que ocurre en esa habitación, le aconsejaría que entrase y se limitase a echar una ojeada como si pasara por casualidad. De lo contrario, se sentiría mal a causa del interrogante silencio y de las miradas de sus visitantes habituales y, probablemente, intimidado, se dirigiría a algunas de las mesas de la sala grande o al jardín de invierno. Allí nadie le estorbaría. Aquellas mesas son para todos y podría encargar todas las trufas que le viniera en gana. En cambio, la habitación de la francesa es para una juventud elegida, la juventud de oro, y no es tan fácil como parece pertenecer al número de los elegidos. A volver a aquella al habitación, Chevalier dijo a su esposa que el recién llegado estaba triste, añadiendo que los hijos eran tan magníficos como solo pueden criarse en Siberia.

– ¡Si vieran a esa muchacha! ¡Parece un rosal!

– iOh, veo que le gustan las mujeres lozanas a este vejestorio! —exclamó uno de los clientes que fumaba un cigarro.

(Como es natural, la conversación se desarrollaba en francés, pero la transmito en ruso, lo que seguiré haciendo en el curso de esta historia.) —i Claro que sí! Las mujeres son mi pasión.

—¿Lo oye, madame Chevalier? —exclamó un grueso oficial de cosacos que debía mucho dinero en el hotel.

—Este comparte mis gustos‑dijo Chevalier, dando unos golpecitos en las charreteras del oficial.

—¿Es tan guapa esa siberiana?

Chevalier juntó los dedos y se los besó. A continuación, se inició una charla confidencial muy alegre. Hablaban del oficial grueso, que escuchaba risueño.

—¿Es posible que se pueda tener el gusto tan extraviado exclamó uno de ellos—.

Mademoiselle Clarisse! ¿Sabe que lo que más le gusta a Strugov de las mujeres son los muslos de gallina?

Aunque no había comprendido la sal de aquella conversación, a pesar de sus feos dientes y de su edad madura, mademoiselle Clarisse lanzó una sonora carcajada.

—¿Es la señorita siberiana la que le ha inspirado tales ideas?

Una carcajada unánime acogió esta frase. Monsieur Chevalier reía diciendo:

—Ce vieux coquin!

Y zarandeaba al oficial.

—¿Quienes son estos siberianos? ¿Fabricantes? ¿Comerciantes? —preguntó alguien cuando cesaron las risas.

—iNikit! Pide el pasaporte al señor que acaba de llegar‑ordenó monsieur Chevalier—.

«Yo, Alejandro…» —empezó a leer cuando se lo hubieron traído.

Pero el oficial de cosacos le arrancó el documento de las manos, y su rostro no tardó en expresar sorpresa.

—Adivinen ustedes quién es‑dijo. Todos ustedes lo conocen, al menos de oídas.

—¿Cómo podríamos adivinarlo? Enséñemos el pasaporte. ¿No será Abd‑elKader?…

¿Cagliostro?… ¿Pedro Tercero?… ; Ja, ja, ja!

—Venga, dínoslo de una vez.

El oficial desdobló el documento y leyó: «Ex príncipe Piotr Ivanovich» y uno de los apellidos rusos que todos conocen y pronuncian con cierto respeto y placer si al hablar de la persona en cuestión lo hacen como de un amigo o un conocido. Nosotros lo llamaremos Labazov. El oficial de cosacos recordaba vagamente que Piotr Ivanovich se había hecho célebre en el año 25, y que lo habían mandado a Siberia a trabajos forzados, pero no hubiera podido decir por qué. Los demás no sabían ni eso siquiera, pero todos exclamaron al unísono:

"; Oh, sí, es conocidísimo!» Lo mismo hubieran podido decirlo de Shakespeare. El oficial grueso les explicó luego que era hermano del príncipe Iván, tío de los Chikin y de la condesa Pruk, etc.

—Tiene que ser muy rico si es hermano del príncipe Iván‑observó uno de los jóvenes.

—Si ha recuperado sus bienes, claro está—comentó otro—. Verdaderamente parece que son más de los que deportaron… Oye, Jikuskg, cuéntanos aquella anécdota del dieciocho– añadió, dirigiéndose a un oficial del regimiento de Cazadores que tenía fama de buen narrador.

—Venga, cuéntanosla.

—Es un hecho real que ocurrió aquí, en el hotel Chevalier, en la gran sala. Llegaron tres decembristas. Se instalaron en una mesa y se pusieron a comer. Frente a ellos había un señor de cierta edad, respetable, que prestaba atención a todo lo que decían de Siberia. Les preguntó algo, cambiaron un par de palabras y poco a poco entablaron conversación. El también venía de Siberia.

—¿Conoce Nerchinsk?

—i Cómo no! He vivido allí mucho tiempo.

—¿Conocerá entonces a Tatiana Ivanovna?

—;Desde luego!

—Permítame que le pregunte, ¿usted es de los desterrados?

—Sí, he tenido esa desgracia.

—A nosotros nos deportaron el catorce de diciembre. Es extraño que no le hayamos conocido si ha sido desterrado por lo mismo. ¿Cómo se apellida?

—Fiodorov.

—¿Desterrado también por lo del catorce?

—No, por lo del dieciocho.

—¿Cómo por lo del dieciocho?

—Sí ; me desterraron el dieciocho de septiembre por un reloj de oro. Me calumniaron, acusándome de robo y sufrí inocentemente.

Todos se echaron a reír, a excepción del narrador. Con una expresión muy seria trataba de convencer a su digno auditorio de que aquella anécdota era verídica.

Al cabo de un rato, uno de los jóvenes se marchó al club. Después de recorrer las salas donde los viejecitos jugaban a las cartas, permaneció un ratito junto a una mesa de billar. Un anciano importante, agarrado al borde de la mesa, intentaba hacer carambola. Echó una ojeada a la biblioteca ; un general leía en actitud grave, a través de sus lentes, sujetando el periódico a cierta distancia, y un joven hojeaba un montón de revistas, procurando no hacer ruido.

Finalmente, se instaló al lado de unos muchachos pertenecientes también a la juventud de oro, que jugaban a las cartas. Había muchos clientes asiduos del club. Entre estos se encontraba Iván Pavlovich Pajtin. Era un hombre cuarentón, de mediana estatura, ancho de hombros y de caderas, calvo, de rostro afeitado, reluciente y de expresión feliz. No tomaba parte en el juego.

Se había sentado al lado del príncipe D***, al que tuteaba, para no rechazar la copa de champaña que le había ofrecido. Estaba tan a gusto —después de comer, se había soltado disimuladamente la trabilla del pantalón—, que hubiera permanecido así un siglo fumando, bebiendo champaña y sintiendo la presencia de príncipes y condes e hijos de ministros. La noticia de la llegada de los Labazov turbó su tranquilidad.

—¿Adónde vas, Pajtin? —preguntó el hijo de un ministro, al observar que este se había levantado y, después de estirarse el chaleco, apuraba de un trago la copa de champaña.

—Me llama Severnikov‑replicó Pajtin, notando cierta molestia en las piernas.

—Qué, ¿vas a ir allí?

«Anastasia, Anastasia, ábreme la puerta», canturreó. Era una célebre canción gitana que estaba de moda, —Tal vez. ¿Y tú?

—¿Quieres que vaya yo? Un vejestorio casado. ¡Qué cosas tienes!

Pajtin, risueño, se dirigió a la sala de los espejos a ver a Severnikov. Le gustaba que su última palabra fuese alguna broma. Y esta vez había resultado así.

—¿Cómo está la princesa? —preguntó, acercándose a Severnikov.

Este no lo había llamado. Pero según Pajtin deducía, era la persona indicada para saber antes que nadie que habían llegado los Labazov. Severnikov había estado ligeramente comprometido el catorce, y era amigo de los decembristas.

—¿Sabe que han vuelto los Labazov? Se han hospedado en el hotel Chevalier.

—Pero ¿qué me dice? ;Cuánto me alegro! Somos viejos amigos. Habrá envejecido el pobrecillo… Su mujer le escribió a la mía…

Pero Severnikov se interrumpió. Sus compañeros de juego habían hecho algo inconveniente. Mientras hablaba con Paviel Ivanovich Pajtin, no había dejado de observarles.

En aquel momento descargó unos cuantos puñetazos en la mesa para demostrar que no se le podía engañar. Pajtin se levantó y, acercándose a otra mesa, comunicó a un señor respetable la nueva que traía; luego fue a hacer lo mismo a las demás mesas por turno. El regreso de Labazov alegró a todos, de manera que Iván Pavlovich, que, al principio, vacilara si debía demostrar contento por aquella noticia, acabó por ir al grano, sin valerse de preámbulos tales como los comentarios acerca de un baile, de un artículo de El Noticiero, de la salud o del tiempo.

El viejecito, que aún seguía con sus vanos intentos de hacer carambola, se alegraría sin duda de aquella noticia. Pajtin se acercó a él.

—¡Qué bien juega usted, excelencia! —exclamó.

Había pronunciado la palabra «excelencia» de un modo completamente distinto a como os lo figuráis, sin servilismos (eso no estaba de moda el año 56). Por lo general, solía llamar a ese viejo por el nombre y el patronímico. En aquel momento había empleado la palabra «excelencia», en parte, para burlarse de los que la decían y, en parte, para dar a entender que, aunque sabía con quién trataba, se permitía gastar alguna bromita. Desde luego había sido muy sutil.

—Acabo de enterarme de que ha vuelto Pierre Labazov. Viene de Siberia con toda su familia.

Pajtin pronunció estas palabras en el momento en que el viejo erraba otro golpe;

decididamente tenía mala suerte.

—Si vuelve tan atolondrado como lo era al marcharse, no hay por qué celebrarlo‑replicó el viejecito con aire sombrío, irritado por aquella incomprensible mala suerte.

Esta réplica turbó a Iván Pavlovich ; no supo si debía o no alegrarse de la llegada de Labazov. Para salir de dudas, se dirigió a la sala en que discutían las personas inteligentes ;

estas conocían perfectamente el significado y el valor de cada cosa. Iván Pavlovich estaba en buenas relaciones con los que frecuentaban la sala de los inteligentes, lo mismo que con la juventud de oro y los nobles. Nadie se sorprendió al verlo entrar y sentarse en el diván, a pesar de que, a decir verdad, no era aquel su lugar adecuado. Se discutía el año y el motivo con que había surgido una polémica entre dos periodistas rusos. Iván Pavlovich esperó a que se hiciera el silencio para comunicar la novedad que traía, no como un acontecimiento agradable o desagradable, sino sencillamente como una novedad. Pero inmediatamente, por la manera en que los inteligentes (empleo la palabra inteligente como apodo de los visitantes de aquella sala) acogieron la noticia y se pusieron a discutir sobre ella, comprendí que era precisamente allí donde correspondía comunicarla. Solo allí sabrían darle la forma necesaria para poder seguir propagándola y savoir á quoi s'en tenir.

—El único que faltaba era Labazov —dijo uno de los inteligentes—. Ahora ya todos los decembristas supervivientes están en Rusia.

—Era uno de los de la bandada de los buenos.. —comentó Pajtin todavía en tono inquisidor, dispuesto a dar a aquella cita un tono serio o irónico, según conviniera.

—¡Cómo! Labazov es uno de los hombres más notables de aquella época‑empezó diciendo otro inteligente. En mil ochocientos diecinueve era abanderado del regimiento Semionovsky, lo enviaron al extranjero a llevar comunicados al duque Z***. Volvió en el año veinticuatro, año en que lo admitieron en la primera logia masónica. Todos los masones de aquella época se reunían en casa de D*** y en la de Labazov. Era muy rico. El príncipe J***, Fidor P***, e Iván P***, eran íntimos amigos suyos. Entonces su tío Visarion, con objeto de alejarlo de aquella sociedad, lo trasladó a Moscú.

—Perdone, Nikolai Stepanovich‑le interrumpió uno de los presentes—, me parece que eso fue en el año veintitrés. Porque Visarion Labazov fue nombrado comandante del tercer Cuerpo de Varsovia en el veinticuatro. Quiso llevarse a su sobrino como ayudante, pero al negarse este, se vio obligado a trasladarlo a Moscú. Pero, perdóneme, le he interrumpido.

—¡Oh, no se preocupe! Siga, siga…

—No, por favor.

—Le ruego que siga, debe de estar mejor enterado que yo ; además, su memoria y sus conocimientos han quedado bien demostrados aquí.

—En Moscú, en contra del deseo de su tío, pidió el retiro‑continuó aquel cuya memoria y cuyos conocimientos habían quedado demostrados—, y allí se formó en torno suyo la segunda sociedad, de la que fue el promotor y el alma misma, si puede uno expresarse así. Era rico, bien parecido, culto, inteligente y de una educación perfecta. Mi tía solía decirme que no había conocido en su vida a un hombre tan interesante como él. Unos meses antes de la sublevación se casó con la Krinskaya.

—Era hija de Nikolai Krinsky, del de Borodino… ; ese célebre… – le interrumpió alguien.

—Sí. Su inmensa fortuna pasó a manos de Labazov, y la suya propia a su hermano, el príncipe Iván, el ex ministro.

—Se portó admirablemente con su hermano‑prosiguió el narrador—. Cuando lo detuvieron le faltó tiempo para destruir sus cartas y sus documentos.

—¿Acaso estaba complicado?

El narrador no dijo «sí», pero apretó los labios y guiñó un ojo en señal afirmativa.

—Posteriormente, Labazov negó siempre en los interrogatorios todo lo que se refiriese a su hermano ; eso le hizo mucho daño. Y lo terrible es que el príncipe Iván, que heredó todos sus bienes, jamás le ha mandado un solo céntimo.

—Decían que Piotr Labazov había renunciado voluntariamente a su fortuna‑observó uno de los oyentes.

—Sí, pero lo hizo porque el príncipe Iván le escribió, antes de la coronación, diciéndole que, si no se hubiese hecho cargo de los bienes, los habrían confiscado ; le decía que tenía varios hijos, que estaba cargado de deudas y que no le era posible devolverle nada. Piotr Labazov contestó con dos líneas «Ni yo ni mis herederos tenemos ni queremos tener ningún derecho sobre unos bienes que le ha adjudicado la ley.»

—¿Qué les parece? El príncipe Iván guardó ese documento como oro en paño, en la caja fuerte, sin enseñárselo a nadie.

Una de las particularidades de aquella sala consistía en que sus visitantes sabían, si lo deseaban, cuanto ocurría en el mundo, por muy secreto que fuese.

—A decir verdad, no se sabe si es justo quitar esa fortuna a los hijos del príncipe Iván ; se han criado y educado gracias a ella, y creían ser los dueños.

La conversación derivó hacia temas abstractos que no interesaban a Pajtin. Sintió la necesidad de seguir divulgando la noticia. Empezó a recorrer las salas, lanzando la nueva a derecha e izquierda. Un colega lo interpeló al paso para anunciarle que habían llegado los Labazov.

—i Pero si lo sabe todo el mundo! —replicó Pajtin, sonriendo con aire de satisfacción.

Y se dirigió hacia la sala.

La noticia había cundido y volvía a él de nuevo. Ya no había nada que hacer en el club.

Pajtin se fue a una velada. No se trataba de una gran fiesta, sino de una simple velada que daban en un salón en el que se recibía a diario. Había ocho damas y un viejo coronel. Todos se aburrían muchísimo. Los andares resueltos y el rostro risueño de Pajtin alegraron a las señoras y señoritas. La noticia que traía fue muy oportuna, porque en el salón se hallaba la anciana condesa de Fuchs con su hija. Cuando Paviel Ivanovich relató casi palabra por palabra todo lo que había oído en la sala de los inteligentes, madame Fuchs movió la cabeza recordando cómo frecuentaba la sociedad en compañía de Natalia Krinskaya, la mujer de Labazov.

—Su boda fue una historia muy romántica que sucedió ante mis ojos. Natasha era ya casi la prometida de Miatlin, que murió después de un duelo con Diobra. Por aquella época llegó a Moscú el príncipe Labazov, se enamoró de ella y pidió su mano. Pero Krinsky se opuso porque quería casar a su hija con Miatlin, ya que a Labazov se le tenía por masón. El joven siguió viendo a Natasha en bailes y reuniones, trabó amistad con Miatlin y le pidió que renunciara. Este accedió y Labazov suplicó a la muchacha que huyera con él. Aunque Natasha se había mostrado conforme, en el último instante se arrepintió. Fue a ver a su padre. Le dijo que había dispuesto todo para huir, que hubiera podido abandonarle, pero que lo hacía confiando en su magnanimidad (esta conversación tuvo lugar en francés). Krinsky la perdonó y acabó dándole su consentimiento. De esta forma se arregló la boda y fue de lo más alegre…

¿Quién iba a pensar que al cabo de un año Natasha seguiría a Labazov a Siberia? Era hija única y la muchacha más rica y más bella de aquella época. El emperador había reparado en ella en las fiestas y la había sacado a bailar más de una vez. Recuerdo como si fuese ayer un bal costumé en casa del conde G***, ella iba de napolitana. ¡Estaba preciosa! Desde entonces, siempre que el conde venía a Moscú, preguntaba : «Que fait la belle Napolitaine?» Pues bien :

de la noche a la mañana, esa mujer que estaba en estado (dio a luz durante el viaje), sin vacilar un solo instante, sin haber preparado nada, tal y como se encontraba cuando lo detuvieron, siguió a su marido en un viaje de cinco mil verstas.

—¡Es una mujer extraordinaria! —exclamó la dueña de la casa.

—Tanto él como ella eran personas excepcionales‑dijo otra dama—. Me han asegurado, no sé si será verdad, que en Siberia, cuando trabajaban en las minas los forzados que estaban con ellos, se redimían.

—Pero si ella no ha trabajado nunca en las minas‑intervino Pajtin.

He aquí lo que representaba el año 56. Tres años atrás, nadie pensaba en los Labazov. Si alguien se acordaba de ellos, era con ese inconsciente temor con que se recuerda a las personas que acaban de morir. Ahora, en cambio, todos se jactaban de las relaciones que tuvieron con esa familia y comentaban sus magníficas cualidades. Las señoras ideaban la manera de monopolizarla para que sus invitados disfrutaran de su presencia en el salón.

—Los hijos han venido con ellos —dijo Pajtin.

—Si son tan guapos como la madre… —comentó la condesa Fuchs—. A decir verdad, Labazov era muy apuesto también.

—¿Cómo habrán podido educar allí a sus hijos? —exclamó la dueña de la casa.

—Dicen que muy bien. Parece que el joven es tan culto y tan cortés como si se hubiese educado en París.

—Auguro grandes éxitos a esa muchacha‑dijo una joven poco agraciada—. Todas las mujeres que vienen de Siberia son triviales, pero suelen gustar mucho.

—Es verdad‑asintió otra.

—Otra muchacha rica casadera‑comentó una tercera.

El viejo coronel era de origen alemán ; había llegado a Moscú tres años atrás con intención de casarse con una mujer rica. Decidió, pues, presentarse cuanto antes en casa de los Labazov, mientras los jóvenes ignoraban su llegada, y pedir la mano de la hija. Las señoritas y sus mamás pensaron que el joven siberiano era un buen partido. «Este debe de ser el que me reservaba el Destino», se dijo una muchacha que frecuentaba en vano la sociedad desde hacía ocho años. «Ha sido para mejor que aquel estúpido oficial de la Guardia no me haya pedido.

Probablemente, hubiera sido desgraciada con él.» «Todas se pondrán amarillas de envidia cuando también este se enamore de mí», pensó una damita bella y joven.

Se habla del provincialismo de las pequeñas ciudades, pero no existe peor provincialismo que el de la alta sociedad. En las provincias no hay personas nuevas, pero los provincianos estan dispuestos a admitir a todas las que vengan ; en la alta sociedad, en cambio, es muy raro que se admita a alguien, como se había hecho con los Labazov. En el caso de hacerlo, tales personas producen mayor sensación que las de las ciudades de provincia.

III —¡Moscú! ¡Moscú! La madrecita de blancas piedras‑exclamó Piotr Ivanovich, a la mañana siguiente, mientras se frotaba los ojos y escuchaba el repique de las campanas del callejón Gazetnyi.

Nada hay que resucite el pasado con tanta intensidad como los sonidos. El repiqueteo de las campanas unido a la vista del blanco muro que se divisaba desde la ventana, así como el ruido de los coches, recordaron a Labazov, no solo el Moscú en que viviera treinta y cinco años atrás, sino también el del Kremlin, el de las cárceles, etc., que llevaba clavado en el corazón. Experimentó una alegría pueril por el hecho de ser ruso y por encontrarse en aquella ciudad.

Su batín, desabrochado, que dejaba al descubierto la camisa de percal, la boquilla de ámbar, el lacayo con sus ademanes reposados, el té, el olor a tabaco, los besos y las voces de sus hijos hicieron que el decembrista se sintiera como en su casa, lo mismo que cuando estuviera en Irkutsk, y lo mismo que hubiera estado en Nueva York o en París. Me gustaría presentar a mis lectores al héroe decembrista por encima de las flaquezas humanas, pero debo reconocer en honor a la verdad que Piotr Ivanovich se afeitó, se peinó y se contempló en el espejo con especial cuidado. El traje que le habían hecho en Siberia no era de su agrado; se abrochó y desabrochó la levita un par de veces para ver cómo quedaba mejor. Natalia Nikolaievna entró en el salón produciendo un ligero rumor con su vestido negro de muaré.

Llevaba unas mangas muy llamativas y unos lacitos en la cofia que estaban lejos de ser la última moda. Pero en ella resultaban muy graciosos y no solo no eran ridicules, sino hasta distingués. Para esta clase de cosas las mujeres tienen un incomparable sexto sentido.

Aunque la ropa de Sonia era de hacía dos años, no se le hubiera podido reprochar nada tampoco. El vestido de la madre era oscuro y sencillo ; el de la hija, claro y alegre. Serioja se despertó muy tarde, de manera que fueron a misa sin él.

Los padres se sentaron en el fondo de un coche de alquiler ; la hija, enfrente de ellos ;

Vasili, en el pescante, y se dirigieron al Kremlin. Al apearse del coche, las damas se arreglaron los vestidos ; Piotr Ivanovich tomó del brazo a su mujer, y con la cabeza erguida, se dirigió hacia la puerta de la iglesia. La gente se preguntaba quiénes podían ser aquellos señores. ¿Quién era ese viejecito curtido por el sol? Tenía profundas arrugas de trabajador, unas arrugas que no se adquieren en el club inglés ; sus cabellos y su barba eran blancos como la nieve, su mirada altiva, aunque bondadosa, y sus movimientos enérgicos. ¿Quién era aquella dama alta, de majestuosos andares y de grandes ojos apagados? ¿Quién aquella muchacha lozana, esbelta, que no vestía a la moda ni se mostraba tímida?

No eran comerciantes, ni alemanes. ¿Serían nobles? Tampoco suelen ser así. Sin embargo, se deducía que se trataba de personas importantes. Así pensaban los que se encontraban con ellos en la iglesia y, no se sabe por qué, les cedieron el paso con más gusto que a los que lucían vistosas charreteras. Piotr Ivanovich rezaba en actitud reconcentrada, sin distraerse. Natalia Nikolaievna se arrodillaba a ratos y vertió abundantes lágrimas cuando cantaron Gloria a los querubines. Sonia parecía hacer un esfuerzo para seguir la misa ; no le gustaba rezar ; sin embargo, no volvía la cabeza para nada, y se santiguaba atentamente.

Serioja se había quedado en el hotel, en parte por haberse levantado tarde y en parte porque no le gustaba oír misa. No podía comprender por qué era capaz de recorrer cuarenta verstas esquiando sin esfuerzo y, en cambio, escuchar la lectura de doce evangelios constituía para él un tormento físico. Pero la razón principal era que necesitaba un traje nuevo. Se vistió y se fue al puente Kuznietzky. Disponía de bastante dinero. Piotr Ivanovich había tomado la costumbre de darle todo el que quisiera desde que había cumplido los veintiún años. De él dependía dejar a sus padres en la ruina.


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