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Narrativa Breve
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Автор книги: Leon Tolstoi



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En ese caso, iré al baile. ¿Qué hacemos ahora? Dime qué hay de bueno en la ciudad. ¿Hay muchachas guapas? ¿Quién organiza las fiestas? ¿Quién juega a las cartas?

El oficial de caballería dijo a Turbin que muchas jóvenes bonitas asistirían al baile. El más alegre de todos los de la ciudad era el comisario de policía, Kolkov, al que acababan de reelegir; pero, aún cuando era un muchacho valiente, no tenía el arrojo de un húsar. El coro de gitanos de Iliushkin estaba en la ciudad desde que habían empezado las elecciones; Stioshka cantaba muy bien y todos irían a su casa después del baile del mariscal.

—Aquí se juega bastante. Un tal Lujnov, que ha venido de fuera, juega a dinero y, el de la habitación ocho, Ilin, un corneta del cuerpo de ulanos, pierde cantidades fabulosas. Juegan todas las noches. Ilin es encantador. ¡Y tan generoso…! Sería capaz de dar su última camisa.

—Vamos a hacerle una visita. A ver qué clase de persona es –propuso Turbin.

—Sí, vamos. Se va a alegrar mucho.

II


Ilin acababa de despertarse. La víspera había empezado a jugar a las ocho de la noche y había estado jugando hasta las once de la mañana, es decir, quince horas seguidas. No sabía la cantidad exacta porque hacía mucho que había juntado los tres mil rublos de su propiedad a los quince mil del Tesoro que estaban en su poder y temía echar las cuentas para que no se confirmaran sus presentimientos, es decir: que le faltaba una cantidad de lo que no era suyo.

Se había quedado dormido hacia el mediodía con ese sueño pesado con que sólo duermen los jóvenes después de una pérdida considerable en el juego. Se había despertado a las seis de la tarde, a la hora en que Turbin llegaba al hotel. Al ver las cartas esparcidas por el suelo, la tiza y las mesas sucias en el centro de la habitación, recordó horrorizado la partida de la víspera y la última carta que le habían matado con quinientos rublos. Sin embargo, sin creer aún en la realidad, sacó el dinero de debajo de la almohada y empezó a contarlo. Reconoció algunos billetes que habían pasado de unas manos a otras y recordó el curso del juego. Le faltaban sus tres mil rublos y dos mil quinientos del Tesoro.

Esa era la cuarta noche que había jugado. Venía de Moscú, donde le habían confiado dinero del Tesoro. En K***, el maestro de postas lo había retenido con el pretexto de no tener caballos. En realidad, era debido a un trato que tenía con el dueño del hotel; entretenía a todos los viajeros que pasaban por la ciudad. El ulano era un muchacho joven y alegre. Sus padres acababan de darle tres mil rublos para su instalación en el regimiento. Le alegró la idea de pasar unos días en la ciudad de K***, durante las elecciones, donde esperaba divertirse mucho. Pensaba ir a ver a un propietario de K*** que conocía para hacer la corte a sus hijas;

pero en eso, el oficial de caballería se presentó en su habitación para trabar conocimiento con él. Aquella misma noche, sin ningún mal pensamiento, el oficial de caballería presentó a Iln a Lujnov y a otros jugadores. Desde ese momento, el ulano había empezado a jugar y no sólo no fue a visitar al propietario, sino que permaneció cuatro días en su habitación, sin salir para nada.

Una vez vestido y después de haber tomado té, se acercó a la ventana. Y sintió deseos de dar un paseo para ahuyentar sus penosos recuerdos. Se puso el capote y salió a la calle. El sol se había ocultado ya tras de los edificios blancos de rojos tejados. Empezaba a oscurecer. El tiempo era suave. Caían copos de nieve húmeda en la calle cubierta de barro. De pronto, Ilin experimentó una gran tristeza por haberse pasado durmiendo todo aquel día, que ya tocaba a su fin.

«Nunca volverá ese día que acaba de transcurrir», se dijo. «He echado a perder mi juventud», pensó de pronto; pero no fue porque lo creyera en realidad, sino porque le había acudido esta frase a la mente.

“¿Qué hacer ahora? Tendré que pedir dinero prestado a alguien y marcharme.» Una señora pasó por la acera junto a él. «Qué mujer más tonta», se dijo, sin saber por qué. «No tengo a quien pedir prestado ese dinero. He echado a perder mi juventud.» Llegó al mercado.

Un comerciante, con pelliza de piel de zorro, estaba junto a su tienda haciendo el artículo de sus mercancías. «Si no hubiese retirado aquel ocho, habría vuelto a ganar lo que perdí.» Una mendiga viejecita lo siguió gimoteando. «No tengo a quien pedir dinero», volvió a decirse Ilin. Pasó un coche con un señor que llevaba pelliza de piel de oso; más allá, vio a un guardia.

«Si pudiera hacer algo extraordinario. ¿Disparar sobre ellos? No; eso sería aburrido. He echado a perder mi juventud. ¡Qué colleras tan bonitas han puesto ahí! ¡Qué bien me vendría ahora una troika! Voy a volver al hotel. Lujnov no tardará en venir y nos pondremos a jugar.»

Cuando estuvo de vuelta, echó la cuenta de nuevo. No; no se había equivocado. Faltaban dos mil quinientos rublos del dinero del Tesoro. «Pondré veinticinco rublos en la primera… y así hasta siete veces; luego, quince, treinta, sesenta… hasta llegar a tres mil. Compraré esas colleras y me marcharé. Pero no me dejará ese bandido… He echado a perder mi juventud.»

Tales eran los pensamientos del ulano cuando Lujnov entró en su cuarto.

—¿Hace mucho que se ha levantado, Mijail Vasilievich? –le preguntó, mientras se quitaba los lentes de oro de su fina nariz y se ponía a limpiarlos con un pañuelo de seda rojo.

—No; acabo de levantarme. He dormido muy bien.

—Acaba de llegar un húsar. Se ha hospedado en la habitación de Zavalshevsky… ¿Ha oído hablar de él?

—No… ¿no ha llegado ninguno todavía?

—Creo que han ido a ver a Priajin. No tardarán en volver.

En efecto, en breve entraron en el cuarto un oficial de guarnición que acompañaba siempre a Lujnov, un comerciante de procedencia griega –tenía una enorme nariz aguileña, el color cetrino, los ojos negros y muy hundidos– y un hombre grueso y fofo, un terrateniente y fabricante de vodka, que se pasaba las noches enteras jugando. Todos querían empezar a jugar cuanto antes; pero ninguno mencionó el juego y el que menos Lujnov, que se puso a hablar tranquilamente del bandidaje de Moscú.

—Es inconcebible que, nada menos que en Moscú en la capital, deambulen por las noches bandidos disfrazados de diablos armados de garrotes para asustar al estúpido populacho y robar a los viajeros. Me interesaría saber qué es lo que hace la Policía.

El ulano había escuchado con atención esos comentarios pero, sin esperar su final, se puso en pie y ordenó en voz baja que trajeran las cartas. El propietario grueso fue el primero en manifestar su deseo.

—Señores ¿a qué perder un tiempo precioso? ¡Manos a la obra! ¡Manos a la obra!

—Ayer reunió usted una buena cantidad, de medio en medio rublo. Por eso está deseando jugar –comentó el griego.

—Tiene razón, es hora de que empecemos –convino el oficial de guarnición.

Ilin miró a Lujnov. Tenía los ojos clavados en él y continuaba hablando de los bandidos disfrazados de demonios.

—¿Quiere empezar a tallar? –le preguntó el ulano.

—¿No es demasiado pronto?

—¡Bielov! –llamó Ilin, quien, sin saber por qué, se había puesto colorado—. Sírvame la comida… Aún no he probado absolutamente nada, señores… Trae champaña y prepara las cartas.

En aquel momento entraron el conde Turbin y Zavalshevsky. Casualmente, Ilin y el conde pertenecían a la misma división. Inmediatamente, se hicieron amigos, brindaron con champaña y, al cabo de cinco minutos, se tuteaban ya. Sin duda, Ilin había resultado muy simpático al conde. Sin cesar, lo miraba risueño y le gastaba bromas.

—¡Qué gallardo es este ulano! ¡Vaya bigotazos! ¡Vaya bigotazos!

Ilin tenía tan sólo un ligero bozo blanco por encima del labio superior.

—¿Se disponía a jugar? ¿Verdad? –preguntó Turbin—. Quisiera que ganases, Ilin. Supongo que eres todo un maestro en el juego –añadió, sonriendo.

—Sí; nos estamos preparando –contestó Lujnov, mientras rompía una docena de cartas—. ¿Y usted no juega, conde?

—No; hoy no. Si jugara, les ganaría a todos. Cuando me pongo, hago saltar cualquier banca. No tengo dinero para jugar. He perdido todo en la estación de Volochok. Me encontré allí con un oficial de infantería, un individuo con muchas sortijas. Debía de ser un estafador.

Y me ha despojado por completo.

—¿Estuviste mucho tiempo allí? –preguntó Ilin.

—Veintidós horas. En mi vida podré olvidar esa maldita estación. Tampoco me olvidará el maestro de postas, te lo aseguro.

—¿Por qué?

—Cuando llegué, el maestro de postas se apresuró a salirme al encuentro. ¡Tenía una cara de bribón! Me dijo que no tenía caballos. He de advertirte que tengo una costumbre establecida: si en una estación de postas me dicen que no hay caballos, entro en la casa con la pelliza puesta y ordeno que abran las ventanas y las puertas so pretexto de que hay tufo. Así lo hice esta vez también. Supongo que recuerdas las heladas que hubo el mes pasado, ha llegado a hacer hasta veinte grados bajo cero. El maestro de postas empezó con disculpas y yo le di un puñetazo en plena boca. En esto, una vieja y unas mujeres con niños armaron un gran alboroto y recogieron sus bultos, dispuestas a echar a correr… Me acerqué a la puerta y dije al maestro de postas: «Si me das caballos, me marcharé en seguida; pero como no me los des, no dejaré salir a nadie, y todos se helarán!»

—¡Muy bien! Eso es lo que se suele hacer para que se hielen las cucarachas –exclamó el terrateniente, echándose a reír.

—Pero, en un descuido, se me escapó el maestro de postas con las mujeres, quedando en rehenes tan sólo una vieja. Echada sobre la estufa, rezaba sin dejar de estornudar a cada momento. Al cabo de un rato, empezamos las negociaciones. El maestro de postas vino repetidas veces a suplicarme que soltara a la vieja y yo lo amenazaba con soltar a Blucher. Mi perro ataca admirablemente a los maestros de postas. A pesar de todo esto, ese miserable no me dio caballos hasta el día siguiente. Mientras tanto llegó ese oficialillo… Fuimos a una habitación. Muy condescendientes, los jugadores se pusieron a hacerle fiestas. Era evidente que deseaban ocuparse en algo bien distinto.

—Señores, ¿por qué no empiezan a jugar? No quiero molestarlos. ¡Soy tan charlatán! – exclamó Turbin.

III


Lujnov acercó dos velas, sacó una gran cartera oscura repleta de dinero, y, como si hiciera algo sagrado, la abrió lentamente encima de la mesa. Extrajo dos billetes de cien rublos y los puso debajo de las cartas.

—Ponemos doscientos en la banca, lo mismo que ayer dijo mientras se arreglaba los lentes y abría un paquete de cartas.

—Bueno –replicó el ulano, sin mirarlo, y prosiguió su conversación con Turbin.

Empezaron a jugar. Lujnov tallaba con exactitud, como una máquina. De cuando en cuando, se interrumpía y apuntaba algo o, mirando por encima de sus lentes con expresión severa, decía con voz débil: «Juegue.» El grueso terrateniente hablaba en voz alta y doblaba las esquinas de las cartas con sus dedos rollizos. El oficial de guarnición anotaba algo en silencio en el reverso de las cartas, doblando ligeramente las esquinas debajo de la mesa.

Sentado junto al que llevaba la banca, el griego seguía atentamente el juego con sus negros ojos hundidos como si esperara algo. En pie, al lado de la mesa, Zavalshevsky empezaba a agitarse sin más ni más. Sacaba del bolsillo del pantalón un billete de diez o de veinte rublos, lo colocaba encima de una carta y, dando una palmada, decía: “¡Tráeme suerte!» Luego, mordisqueándose el bigote, se apoyaba en un pie o en otro y no cesaba de moverse hasta que saliera la carta. Ilin comía ternera con pepinos salados. Tenía el plato junto a sí, sobre el diván. Se limpiaba rápidamente las manos en la guerrera y ponía una carta tras otra. Turbin, que se había sentado a su lado, no tardó en comprender lo que ocurría. Lujnov no hablaba para nada con el ulano, ni siquiera lo miraba; pero, a ratos, sus ojos se dirigían un instante hacia la mano del joven, que no hacía más que perder.

—¡Me gustaría matar esta carta! –exlamó Lujnov.

Se refería a una carta del grueso terrateniente, que jugaba poniendo medio rublo.

—¡Mate las de Ilin y déjeme en paz! –repitió el propietario.

Ilin perdía con más frecuencia que los otros. Y cada vez rompía con gesto nervioso la carta que había perdido y elegía otra con manos trémulas. Turbin rogó al griego que le permitiera sentarse junto al que llevaba la banca. El griego se instaló en otro sitio. Y el conde siguió con atención las manos de Lujnov.

—¡Ilin no sabe jugar! –exclamó de pronto.

Había hablado con el tono de costumbre. Sin embargo, dominó las demás voces, y eso que no había tenido intención de hacerlo.

—Ya puede jugar como sea; siempre es lo mismo.

—Permíteme que apunte por ti.

—No, perdona. Tengo costumbre de hacerlo yo mismo. Juega por tu cuenta, si quieres.

—He dicho que no voy a jugar; pero quiero apuntar por ti. Me molesta que pierdas.

—Se ve que ése es mi destino…

Turbin guardó silencio. Apoyado en la mesa, siguió mirando con atención las manos de Lujnov.

—¡Malo! – exclamó de repente.

Lujnov se volvió hacia él.

—¡Malo! ¡Malo! –repitió, en voz más alta, mirando a Lujnov a los ojos.

Continuaron jugando.

—¡Ma‑a‑a‑a‑lo! –volvió a decir Turbin, cuando Lujnov mató una carta de Ilin.

—¿Qué es lo que le disgusta, conde? –preguntó, con aire cortés e indiferente, el de la banca.

—Que le dé a Ilin las simples y mate las dobles. Esto está mal.

Lujnov se encogió ligeramente de hombros y continuó jugando.

—¡Blucher! ¡Ven aquí! –gritó Turbin, poniéndose en pie—. ¡A ese!

En su carrera, el perro tropezó con el diván y estuvo a punto de derribar al oficial de guarnición. Cuando estuvo junto a su amo, empezó a aullar, mirando a los presentes y moviendo el rabo, como si preguntara: “¿Quién es el que arma tanto jaleo?»

Dejando las cartas, Lujnov se apartó de la mesa.

—¡Así no se puede jugar! Me desagradan los perros. ¿Cómo va uno a jugar bien con esta jauría?

—Sobre todo, tratándose de un perro de esa raza; me parece que los llaman sanguijuelas —le apoyó el oficial de guarnición.

—Bueno, Mijail Vasilievich ¿jugamos o no jugamos? –preguntó Lujnov.

—Por favor, no nos molestes, Turbin –rogó el ulano.

—Ven un momento conmigo –dijo el conde y, tomando del brazo al joven, se lo llevó al pasillo.

Desde allí se oyeron distintamente sus palabras, a pesar de que hablaba con su voz habitual. Era tan potente que se le hubiera podido oír desde tres habitaciones más allá.

—¿Te has vuelto loco? ¿Acaso no vez que el de los lentes es un auténtico estafador?

—¡Qué cosas tienes! ¡Calla!

—¡No pienso callarme! ¡Te digo que no juegues más! En cualquier otra ocasión me daría igual que perdieras; hasta sería capaz de llevarme tu dinero. Pero en este momento, no sé por qué, me da lástima que te dejes engañar. ¡Con tal que el dinero no del Tesoro!

—¡No! ¿Cómo se te ocurren esas cosas?

—He recorrido un camino igual y conozco los procedimientos de los estafadores. Te aseguro que el de los lentes es un bandido. ¡No juegues más, por favor! Te lo pido como a un compañero.

—Sólo una partida, después lo dejaré…

—Sé perfectamente lo que esto significa; pero bueno, sea.

Volvieron a la mesa de juego. Ilin puso muchas cartas; y le mataron tantas, que perdió una cantidad considerable.

—¡Basta! ¡Vámonos! –exclamó Turbin, poniendo las manos en el centro de la mesa.

—¡Te ruego que me dejes! –exclamó Ilin irritado, sin mirar al conde; y se puso a barajar las cartas.

—¡Que te lleve el diablo! Sigue perdiendo, ya que te gusta. Es hora de que me vaya.

¡Zavalshevsky, vamos a casa del marisca!

Ambos salieron de la habitación. Todos guardaron silencio y Lujnov no empezó a tallar hasta que hubieron dejado de oírse sus pasos y el rumor de las patas de Blucher en el pasillo.

—¡Qué cabezota! –exclamó el terrateniente, echándose a reír.

—Bueno, ahora no nos va a molestar ya –susurró, apresuradamente, el oficial de guarnición.

Y el juego prosiguió.

IV


Los músicos, siervos del mariscal, se hallaban en el comedor, dispuesto para el baile. Al recibir la señal convenida, empezaron a tocar la antigua pieza polaca Alejandro e Isabel; y, a la clara luz de las velas de cera, desfilaron por el parquet de la gran sala el gobernador general, que ostentaba una estrella, dando el brazo a la esposa del mariscal; éste con la gobernadora, etcétera. Todas las autoridades de la provincia habían formado parejas, unos con las mujeres de otros. En aquel momento entró Zavalshevsky con su frac azul de enorme cuello –dejaba a su paso una estela de perfume de jazmín con el que se había aromado el bigote, las solapas y el pañuelo—, acompañado del apuesto húsar, que llevaba pantalón azul claro, muy ceñido, y guerrera bordada en oro, en la que lucían la cruz de San Vladimiro y una medalla del año 1812. Sin ser alto, Turbin estaba muy bien constituido. Sus brillantes ojos azules y sus rizados cabellos, de un rubio oscuro, imprimían un carácter interesante a su belleza.

En el baile esperaban al conde, porque el joven apuesto con quien se encontrara en la sala del hotel había anunciado su visita al mariscal. La impresión que causó esta noticia no fue demasiado agradable. «A lo mejor nos pone en ridículo este chiquillo», se dijeron las viejas y los hombres. «Tal vez nos rapte», pensaron las mujeres jóvenes y las muchachas.

En cuanto terminó la pieza polaca y, tras de saludarse mutuamente, las parejas se separaron, reuniéndose de nuevo las mujeres con las mujeres y los hombres con los hombres.

Zavalshevsky presentó al conde a la dueña de la casa. Temiendo que el húsar hiciera algo inconveniente en presencia de todos, la mujer del mariscal se volvió con gesto despectivo, diciendo:

—Me alegro mucho de conocerlo; espero que bailará a gusto.

Y lo miró con una expresión de desconfianza que parecía significar: «Si ofendes a una mujer, es que eres un verdadero canalla.»

Pero el conde no tardó en vencer esa prevención, gracias a su amabilidad, su condescendencia y su agradable aspecto. Al cabo de cinco minutos, la expresión de la mujer del mariscal parecía decir a los circunstantes: «Sé perfectamente cómo hay que proceder con estos caballeros. Este ha comprendido al punto con quién con quién trata. Se pasará la velada entera prodigándose amabilidades.» El gobernador de la provincia, que había conocido al padre de Turbin, se acercó a éste y lo llevó aparte, para charlar un rato. Esto tranquilizó por completo aquella sociedad provinciana, elevando en su opinión al conde. Zavalshevsky le presentó a su hermana, una viudita joven y gruesa que, desde el momento en que llegara Turbin, no le quitó de encima sus grandes ojos negros. Turbin la invitó a bailar un vals. Su arte en el baile venció definitivamente la prevención general.

—¡Es un verdadero maestro! –exclamó una propietaria gruesa, siguiendo con la vista las piernas de Turbin, enfundadas en el pantalón azul, mientras contaba mentalmente: «Uno, dos, tres; uno, dos, tres…» —. ¡Un verdadero maestro!

—¡Qué bien baila! –comentó una señora de fuera, a la que consideraban poco distinguida en la sociedad provinciana—. ¿Cómo no se enganchará con las espuelas? ¡Es sorprendente!

¡Qué habilidad!

El conde eclipsó a los tres mejores bailarines de la provincia; al rubio ayudante del gobernador, que se destacaba por bailar muy de prisa y porque sujetaba a la dama cerca de sí;

a un militar de caballería, célebre porque se balanceaba de un modo gracioso al bailar el vals y porque daba ligeros golpecitos con el tacón, y a otro caballero del que se decía que no era muy inteligente; pero, en cambio, un perfecto bailarín, el «alma» de todos los bailes. En efecto, este caballero invitaba, desde el principio hasta el fin de la velada, a todas las damas por el orden en que estaban sentadas. No dejaba de bailar un momento; sólo se detenía de cuando en cuando, para enjugarse el rostro con un pañuelo de batista.

Turbin había eclipsado a todos y había invitado a bailar a las tres damas más importantes;

a la alta, una mujer rica, bella y estúpida; a la mediana, una joven delgada, no demasiado bella, pero muy elegante; y a la bajita, que era fea e inteligente. También bailó con otras damas con todas las guapas que eran numerosas.

Pero la que más le gustó fue la viudita, la hermana de Zavalshevsky. Bailó con ella una mazurca, una escocesa y una cuadrilla. Cuando se sentaron, le dijo una serie de cumplidos; la comparó a Venus, a Diana, a una rosa y a otra flor. La viudita se limitaba a curvar su blanco cuello y, bajando los ojos, ora se miraba el vestido blanco de gasa, ora cambiaba el abanico de una mano a otra. Y decía: «Basta, conde, no bromee.» Su voz, ligeramente gutural, sonaba con tal ingenuidad que uno pensaría verdaderamente que no era una mujer, sino una flor silvestre, pomposa, sin perfume, blanca y rosada, que hubiese surgido en una montaña de nieve virginal, en alguna tierra lejana.

Era tan extraña la impresión que producía al conde esa mezcla de ingenuidad y de ausencia de convencionalismos en la belleza de la viudita que, varias veces, al contemplar sus ojos y las bellas líneas de sus brazos y su cuello, sintió grandes deseos de abrazarla y de cubrirla de besos; y tuvo que hacer un esfuerzo para contenerse. La viudita estaba satisfecha de la impresión que había producido. Pero había algo especial en el trato que le dispensaba el conde que le dio miedo y la llenó de inquietud, a pesar de que él no podía ser más respetuoso.

Su amabilidad hasta parecía afectada para las ideas que se tienen ahora. Se apresuraba a traerle refrescos, recogía su pañuelito y una vez incluso arrebató una silla de manos de un joven propietario escrofuloso, que había querido servir a la dama, con el objeto de dársela más de prisa.

Pero, al darse cuenta de que la amabilidad mundana de aquella época no producía gran efecto en su dama, el húsar procuró hacerle reír contándole cosas divertidas. Le aseguró que, si se lo ordenaba, se pondría de cabeza, cantaría o se tiraría a un agujero hecho en un río helado. Y esto tuvo buen éxito. Animada, la viudita se echó a reír a carcajadas, mostrando sus magníficos dientes blancos. Estaba muy satisfecha de su caballero. Ella, por su parte, gustaba más por momentos a Turbin; y, hacia el final de la cuadrilla, él estaba sinceramente enamorado.

Cuando se acercó a la hermana de Zavelshevsky su antiguo adorador, el hijo del propietario más rico de la provincia, el joven escrofuloso de dieciocho años a quien Turbin arrebatara la silla, ella lo acogió fríamente y no mostró ni la décima parte de la turbación que mostrara al hablar con el conde.

—¡Hay que ver cómo es usted! –exclamó, siguiendo con la vista la espalda de Turbin.

Pensaba cuántos arshines de galón de oro se habían necesitado para bordar su guerrera—. ¡Hay que ver cómo es! Me prometió que vendría para llevarme de paseo y que me traería bombones…

—Fui a buscarla, Ana Fiodorovna; pero se había marchado ya. Le dejé unos bombones magníficos –replicó el joven, que, a pesar de su gran estatura, tenía una vocecita muy fina.

—Siempre encuentra alguna disculpa. No necesito para nada sus bombones. No vaya a creer…

—Ana Fiodorovna; veo que ha cambiado mucho con respecto a mí, y sé cuál es el motivo.

Eso no está bien –dijo el joven; pero no acabó la frase, presa de una intensa agitación, que le hizo temblar los labios de un modo extraño.

La viudita no lo escuchaba, seguía atentamente con los ojos a Turbin.

El mariscal, un viejo desdentado, enormemente grueso, se acercó al húsar y, cogiéndole del brazo, le invitó a su despacho a fumar un cigarrillo y a beber una copa. En cuanto Turbin hubo salido, Ana Fiodorovna juzgó que no tenía nada que hacer en la sala. Se dirigió al tocador del brazo de su amiga, una muchacha delgada, de cierta edad.

—¿Es simpático? –le preguntó ésta.

—Sí; pero es terrible su insistencia –dijo Ana Fiodorovna, mientras se acercaba al espejo.

Su semblante resplandeció, sonrieron sus ojos y hasta se cubrió de rubor. De pronto, imitando a las bailarinas que habían venido durante las elecciones, giró sobre un pie; y, echándose a reír, con su risa gutural que no dejaba de ser agradable, dio un brinco.

—Figúrate que ha llegado a pedirme algo de recuerdo, pero no le dará na‑a‑a‑da –añadió, canturreando la última palabra, mientras alzaba un dedo de su mano, que la llevaba enguantada hasta el codo.

En el despacho del mariscal, había vodka de distintas clases, licores, champaña y entremeses. Envueltos en humo de tabaco, los nobles hacían comentarios acerca de las elecciones, sentados en grupos o paseándose.

—Cuando la nobleza de nuestra provincia lo ha honrado eligiéndolo… – decía el comisario de Policía, que estaba algo bebido– no ha debido faltar a la sociedad. No ha debido hacerlo…

La llegada del conde interrumpió la conversación. Todos lo saludaron. El comisario de Policía le estrechó la mano con gran efusión, instándole a que fuera con él y con sus amigos, después del baile, a la nueva posada, donde iba a obsequiar a los nobles, y donde cantarían los gitanos. Turbin prometió que iría sin falta, y bebió con él varias copas de champaña.

—¿Por qué no bailan ustedes, señores? –preguntó, disponiéndose a salir del despacho.

—No somos bailarines –contestó el comisario de Policía, echándose a reír—. Tenemos más afición al vino… Por otra parte, he visto crecer a todas estas señoritas. Claro que eso no me impide bailar una escocesa de cuando en cuando…

—Pues bailemos un poco antes de ir a escuchar a los gitanos –propuso Turbin.

—Bueno, vámonos, señores. Vamos a divertir al dueño de la casa.

Tres caballeros de rostros colorados, que habían estado bebiendo en el despacho desde que comenzara el baile, se pusieron guantes negros y se disponían a dirigirse a la sala acompañados de Turbin, cuando de pronto apareció el joven escrofuloso. Pálido y sin poder contener las lágrimas, retuvo al húsar.

—¡Se imagina que por ser conde puede dar codazos como en un mercado! –exclamó fuera de sí—. Es una falta de educación…

De nuevo empezaron a temblarle los labios y tuvo que interrumpir aquel torrente de palabras.

—¿Qué le pasa? –vociferó Turbin, poniéndose serio—. ¿Qué le pasa? ¡Es usted un chiquillo!

¿Quiere batirse? ¡Estoy a su disposición! –añadió, asiéndole de las manos y apretándoselas con fuerza.

El joven sintió que se le agolpaba la sangre a la cabeza, y no tanto por la ira como por el miedo.

Apenas Turbin hubo soltado al joven, dos nobles lo arrastraron hacia la puerta, cogiéndolo por debajo de los brazos.

—¿Se ha vuelto loco? ¿O es que ha bebido? Habrá que decírselo a su padre. ¿Qué le pasa?

–le dijeron.

—No; no he bebido. Ha sido él quien me ha empujado y ni siquiera se disculpa… Es un cerdo… – gimoteó el muchacho, que se había echado a llorar.

Sin hacer caso de lo que sucedía lo llevaron a su casa.

—¡Cálmese, conde! –reconvinieron a Turbin el comisario de Policía y Zavalshevsky—. Es un niño. Aún lo azotan. Tiene dieciséis años. ¿Qué le habrá ocurrido? ¿Qué mosca la habrá picado? Su padre es un hombre muy respetable… Es uno de los candidatos.

—Bueno; que se lo lleve el diablo si no quiere…

Turbin volvió a la sala y, lo mismo que antes, se puso a bailar alegremente con la linda viudita. Rió de buena gana de los pasos que hacían los caballeros que habían venido con él del despacho y prorrumpió en una sonora carcajada cuando el comisario de Policía se escurrió, cayéndose cuan largo era en medio de los que bailaban.

V


Mientras Turbin había estado en el despacho, Ana Fiodorovna, simulando no se sabe por qué, que el conde no le interesaba, preguntó a su hermano:

—¿Quién es ese húsar que ha bailado conmigo?

Zavalshevsky le explicó que era un personaje muy importante y dejó caer, como el que no quiere la cosa, que se había quedado en la ciudad porque le habían robado el dinero durante el viaje. Dijo que habíale prestado cien rublos, pero que necesitaba más, y preguntó a Ana Fiodoroovna si podía dejarle otros doscientos, pero le rogó que no se lo dijera a nadie. La viudita dijo que se los mandaría aquel mismo día y prometió guardar el secreto. Sin embargo, mientras bailaba una escocesa con Turbin, sintió grandes deseos de ofrecerle ella en persona el dinero que necesitaba. Vaciló bastante rato; pero, por fin, haciendo un esfuerzo, abordó el asunto de la manera siguiente:

—Me ha dicho mi hermano que ha tenido usted un percance por el camino y que se encuentra sin dinero. Si necesita, ¿quiere aceptarme algo, conde? Me alegraría mucho poder servirle.

Apenas hubo pronunciado estas palabras, se ruborizó, asustada. La alegría de Turbin desapareció en el acto.

—¡Su hermano es un estúpido! –exclamó con brusquedad—. Cuando un hombre ofende a otro, se baten en duelo; pero cuando se trata de una mujer, ¿qué se debe hacer?

El cuello y las orejas de la pobre Ana Fiodorovna enrojecieron a causa de su turbación.

Bajó la cabeza sin proferir palabra.

—A una mujer, se la besa en presencia de todos –susurró el conde inclinándose hacia su oído—. Permítame que, al menos, le bese la mano –dijo después de un silencio prolongado, compadeciéndose de su dama, al verla tan alterada.

—¡Pero no ahora! –pronunció Ana Fiodorovna, con un profundo suspiro.

—¿Cuándo, pues? Me voy mañana muy temprano… Y eso, me lo debe usted.

—En tal caso, no podrá ser.

—Permítame que la vea hoy para besarle la mano. Yo buscaré la oportunidad.

—¿Cómo?

—Eso no le incumbe. Soy capaz de lo que sea, con tal de verla… ¿Accede?

—Sí.

Al terminar la escocesa, bailaron una mazurca, durante la cual el conde realizó prodigios, pillando pañuelos, poniéndose en una rodilla y juntando las espuelas al estilo varsoviano, de manera que hasta los viejos abandonaron el juego para presenciar el baile, y el mejor danzarín de la ciudad no pudo por menos de reconocer que le había superado. Después de cenar bailaron un Gross Vater y los invitados empezaron a despedirse. El conde no quitaba la vista de la viudita. No había exagerado al decir que estaba dispuesto a arrojarse por ella a un agujero hecho en un río helado. Fuese por amor, capricho o cabezonada, el caso es que sus fuerzas anímicas estaban concentradas en un solo deseo: verla y amarla. Al observar que Ana Fiodorovna empezaba a despedirse de la dueña de la casa, se precipitó a la habitación de los criados y, desde allí, sin ponerse siquiera la pelliza, salió a la calle, y se acercó a la fila de los vehículos estacionados.


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