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Narrativa Breve
  • Текст добавлен: 24 сентября 2016, 06:27

Текст книги "Narrativa Breve"


Автор книги: Leon Tolstoi



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Al decir estas palabras Pozdnychev se irguió, dio algunos pasos por el vagón y luego se sentó y continuó diciendo:

—¡Qué miedo tuve, en aquel vagón! Se apoderó de mí el terror y me senté, proponiéndome pensar en otra cosa, en la conversación sostenida con el posadero en cuya casa había tomado el té; luego se presentaba a mis ojos el portero con su barbaza y su nietecito, que tenía la misma edad de mi hijo Vassia. ¡Vassia, hijo mío! ¡Habrás visto al violinista abrazar a tu madre! ¿Qué pensará tu almita inocente? ¡Y qué le importa a ella, si le ama! Y vuelta a empezar el desfile de aquellas imágenes. Sufrí tanto, que llegó un momento en que ya no supe qué hacer. De pronto se me ocurrió una idea que me produjo gran satisfacción, la de arrojarme bajo las ruedas del tren y acabar de una vez. Una cosa sola fue la que detuvo la ejecución de mi plan, y fue la lástima que yo mismo me inspiraba, lástima que hizo nacer en mí un odio irreconciliable hacia ellos dos, contra ella sobre todo. Respecto a él, no tenía más que un sentimiento extraño de mi humillación y de su victoria, pero a ella la odiaba. ¡No, no quería con mi desaparición dejarla libre y dueña de sí misma! Era necesario que sufriese, que se diese cuenta de lo mucho que yo había padecido por su culpa. Al llegar a una estación, observé que algunos viajeros bajaban a beber a la cantina; hice lo mismo y pedí un vaso de aguardiente. A mi lado se encontraba un judío que empezó a hablarme, y para no quedarme solo en mi vagón le seguí al suyo, que era de tercera y estaba lleno de humo, sucio y con el suelo cubierto de pepitas de girasol. Me senté a su lado y empezó a contarme historias. Al principio le escuché, pero sin fijarme en lo que decía; lo observó e hizo esfuerzos para cautivar mi atención. Entonces me levanté y volví a mi vagón. Quería meditar y asegurarme de que realmente tenía razón para atormentarme de aquel modo. Para estar más sosegado me senté, pero al poco rato voló mi razón, y volvieron a desfilar ante mis ojos las imágenes anteriores. ¡Cuántas y cuántas veces me había torturado ya en pasados accesos de celos, y siempre sin fundamento, por nada! Y sin duda iba a suceder lo mismo aquel día, pues la encontraría descansando. Despertará y será dichosa, y con sus palabras y sus miradas me convenceré de que no ha pasado nada y de que son inquietudes vanas. ¡No; aquello habría sido demasiado bonito! «Con mucha frecuencia ha sucedido así y, sin embargo, hoy es cosa hecha,» insinuó una voz, y vuelta a empezar mi suplicio.

¡Ah, qué martirio! No sería a un hospital determinado a donde llevaría a un joven para que tomase aversión a las mujeres, sino a que contemplase el espectáculo de un alma turbada como la mía, para que viese qué clase de demonios eran los que la despedazaban. Lo más horrible de todo era que yo creía tener sobre su cuerpo un derecho razonable e indiscutible, como si hubiese sido carne de su carne, y no obstante, comprendía que no estaba completamente en mi poder, que no me pertenecía en forma alguna, sino que ella podía disponer de ese cuerpo a su antojo y que este antojo no estaba conforme con mis deseos. Ante él estaba desarmado, pero mucho más aún ante ella… Si no ha caído aún y únicamente tuvo un deseo y estoy enterado de él, esto será mucho peor todavía, me dije. Más valdría que la falta se hubiese cometido y saliese de una vez de dudas. No acertaba a formular lo que deseaba;

habría deseado que ella no quisiera lo que forzosamente debía de apetecer, y todo era sencillamente una locura.

XXVI


En la penúltima estación, cuando el revisor pasó pidiendo los billetes, recogiendo mi equipaje salí a la plataforma del vagón. Al acercarse el desenlace aumentaba mi fiebre. Tenía frío; me temblaba todo el cuerpo, y entrechocaban mis dientes. De una manera maquinal salí de la estación con los demás viajeros y tomé un coche para ir a mi casa. Por el camino me fijé en los contados transeuntes con los que me crucé y leí las muestras de las heridas sin fijarme en lo que hacía. Después de recorrer un buen trayecto, sentí de pronto un frío muy vivo en los pies, y me acordé de que me había quitado en el vagón los escarpines de lana que llevaba sobre los calcetines, y que los había metido en el maletín. ¿Lo había dejado allí? Sí. ¿Y el resto del equipaje? ¡No me había acordado tampoco de él! Saqué el billete y el talón y de pronto se me ocurrió que no valía la pena volver atrás. Todavía no sé en estos momentos por qué tenía entonces tanta prisa. Lo único que sé es que comprendía que se preparaba en mí algo terrible, un acontecimiento que tenía una importancia capital, pero no recuerdo si era víctima de mi imaginación o si exageraba la gravedad de lo que iba a suceder. Quizá tan trágico acontecimiento arrojó un lúgubre velo sobre las horas que le precedieron. El carruaje se detuvo fuera de la puerta del patio entre las doce y la una. Ante la puerta del coche se habían detenido algunos coches de punto a cuyos conductores atrajeron las ventanas iluminadas de la casa, que eran las correspondientes al salón y al comedor. Sin tratar de averiguar por qué las ventanas de mi casa estaban iluminadas a una hora tan avanzada, y experimentando siempre las más vivas angustias que me oprimían, subí la escalera y llamé.

Acudió a abrirme Igor, un criado muy fiel y animoso, pero muy corto de entendimiento. La primera cosa que me llamó la atención fue un abrigo colgado en el perchero al lado de los otros. Aquello me tendría que haber sorprendido, pero no fue así, porque lo esperaba. ¡Era, pues, cierto!

—¿Quién está ahí, Igor? —pregunte.

—El señor Troukhatchevsky.

—¿No hay nadie más?

—No, señor.

Y me dio esta respuesta, lo recuerdo muy bien, con un acento alegre como si se figurase que aquello me había de poner contento y además quisiese persuadirme de que no había nadie más. «Está bien,» pensé.

—¿Y los niños? —pregunté.

—A Dios gracias, están muy bien y durmiendo.

Apenas podía respirar y mis dientes entrechocaban. Me había ocurrido muchas veces volver a mi casa presintiendo una desgracia, creyendo que ocurría alguna novedad, y encontrarlo todo en estado normal. Aquella vez, sin embargo, no su cedió lo mismo; todas las imágenes que yo creyera falsas y que me persiguieron como una obsesión se convertían en realidades. Me faltaba muy poco para echarme a llorar, pero el demonio murmuró: «Eso es, déjate ahora dominar por sensiblerías y llantos. Mientras tanto, pueden separarse con mucha tranquilidad, y tú te quedas sin pruebas, viéndote condenado a la duda y al sufrimiento eterno.» Inmediatamente, la compasión que yo mismo me inspiraba desapareció de mi alma, y sentí unos deseos irresistibles de llevar a cabo un acto de decisión, de energía, al mismo tiempo que de habilidad y astucia. Me convertí en un bruto sin inteligencia, en una bestia feroz. —No, no hace falta‑le dije a Igor, que quería avisar de mi llegada. —Vale más que tomes este billete y te vayas a la estación a recoger mi equipaje. Anda, deprisa.

Y se marchó por el corredor para ir a buscar su abrigo. Temiendo que los avisase, le acompañé hasta su cuarto y esperé a que se vistiera. Al lado, en el comedor, se oía rumor de voces, mezclado con el ruido de los platos y los tenedores. Estaban cenando y no habían oído el campanillazo. «Con tal que no se marchen…», murmuré mientras Igor acababa de ponerse el abrigo y se marchaba, cerrando yo la puerta tras de sí.

En cuanto me quedé solo, una ansiedad muy grande se apoderó de mí, y arraigó más y más la idea de que debía actuar en seguida. ¡Actuar! Pero ¿cómo? Sólo sabía que todo había concluido; que no era ya posible abrigar ninguna duda acerca de su crimen, y que todas mis relaciones con ella debían cesar. Había dudado hasta entonces, diciéndome que aquello no era verdad y que me equivocaba; pero en aquella ocasión no era posible la duda. Debía tomar una resolución, pero ¿cuál? ¡Encontrarse en secreto durante la noche; y a solas con él! Eso era, francamente, algo más que olvido de las conveniencias, algo peor, una imprudencia excesiva para que su mismo exceso demuestre la inocencia…» No había duda posible; estaba muy claro. Tenía un temor muy grande, y era el de que se separasen y encontrasen un medio para salir del paso, privándome así de la única prueba palpable que me hubiese quitado el doloroso placer de condenarlos y castigarlos. Para sorprenderlos andaba de puntillas, y no pasé por el salón, sino por las habitaciones de los niños y por el corredor. En la primera dormían los niños y en la segunda la nodriza, que hizo un movimiento como queriéndose despertar. Me pregunté qué pensaría cuando se enterase de todo, y fue tal la compasión que yo mismo me inspiré, que los ojos se me llenaron de lágrimas. Para no despertar a los niños volví al corredor, andando siempre de puntillas, y entrando en mi despacho me desplomé en el sofá.

¡Yo! ¡Un hombre al que habían educado honradamente sus padres! ¡Que toda la vida soñó con un matrimonio dichoso y de fidelidad… ir a caer en semejante infamia! ¡Cinco hijos! ¡Y teniendo cinco hijos, besaba a aquel músico, sólo por que tenía los labios rojos! ¡No, no;

aquella no era una mujer sino una perra, una perra innoble! ¡Y eso al lado de las habitaciones donde dormían sus hijos, a los que siempre aparentó amar tanto! ¡Y pensar que me había escrito aquella carta! ¿Y quién sabía la verdad? Tal vez toda la vida había estado sucediendo lo mismo. ¿Quién sabe si aquellas criaturas, a quienes creía hijos míos, lo eran de algún criado! Si en vez de llegar aquella noche espero al día siguiente; ¿no habría salido a recibirme con un traje y un peinado llenos de coquetería y con sus modales indolentes y graciosos? Y me parecía estar viendo con toda claridad su rostro tan encantador y despreciable, y mientras tanto los celos, ese cáncer que lo consume todo, roían mi corazón. ¿Qué iban a pensar la nodriza e Igor? ¿Y la pobrecita Lisa? Ya tenía edad para comprenderlo. ¡Y me horrorizaba aquella impudencia, aquellos embustes y aquella sensualidad bestial que conocía tan a fondo!

Quise ponerme en pie y no pude. Los latidos de mi corazón eran tan violentos que mis piernas se negaban a sostenerme. Sí, moriría de una congestión; ella sería la que me habría matado, y tal vez era eso lo que deseaba. Pero no estaba dispuesto a morir de esa manera; no tendría esa suerte, ni sería yo quien le proporcionase esa alegría. Heme yo aquí y ellos allí…

riendo… sí… no la desdeñó él por que era ya una mujer de más edad… ya madura… le parecía aún aceptable, e indudablemente no ejercerá ninguna influencia funesta sobre su preciosa salud ¡Ah! ¿por qué no la estrangulé aquel día, una semana antes, cuando la eché de mi despacho?

Recuerdo muy bien cuanto pensé y dije entonces; no olvidé los sentimientos que me agitaban anteriormente y se apoderó de mí el mismo furor. Sentía irresistibles deseos de hacer algo; todos mis razonamientos desaparecieron, a excepción de aquellos que contribuían a que llevase adelante mi propósito. Me hallaba en situación idéntica a la de una fiera acorralada, en la misma de un hombre expuesto a un peligro grave que sigue marchando hacia adelante, obrando sin vacilación y sin turbarse y sin apartar la mirada del objetivo que se propone conseguir. Me quité las botas y los calcetines, me acerqué a la panoplia que estaba colocada encima del sofá y de ella descolgué un puñal de Damasco de aguda y afilada hoja, virgen aún de sangre. Lo saqué de la vaina, y recuerdo aún que ésta‑me acuerdo como si fuera ayer – cayó detrás del sofá, y me dije que más adelante la recogería. Me quité después el abrigo, que tenía aún puesto, y andando descalzo y con mucho tiento salí del despacho. Aun no sé hoy día cómo salí, si iba muy apresurado o despacio, ni cuáles fueron las habitaciones que atravesé, ni de qué manera llegué al comedor, ni cómo abrí la puerta, ni de qué manera entré…

XXVII


—Recuerdo solamente la expresión que pusieron cuando abrí la puerta, y si la recuerdo es porque me produjo un delicioso sufrimiento. Fue, como es natural, una expresión de terror cual yo deseaba. Jamás, mientras viva, olvidaré aquel desesperado pavor que se reveló en sus rostros cuando de pronto me presenté ante ellos. Creo que el violinista estaba sentado a la mesa, y cuando me oyó o vio entrar, no hizo más que dar un salto hasta el aparador. El miedo fue el único sentimiento que se reveló en su fisonomía. En el rostro de mi mujer se veían, aparte del miedo, otras impresiones cuya ausencia puede que hubiese evitado la catástrofe final, porque estas impresiones me parecieron ser resultado del descontento y la cólera por haber sido molestada en su dicha y en su embriaguez amorosa. Se diría que no quería más que una cosa: que no la molestase nadie en el momento en que iba a gozar de esa dicha.

Esas impresiones se borraron muy pronto de sus rostros, que adquirieron de pronto una expresión interrogante. Si estaban aún a tiempo para mentir, era necesario que lo hiciesen en seguida, o bien salir del paso de otro modo, pero ¿de cuál? La interrogó él con la mirada; le miró mi mujer también, y la expresión del rostro de ésta, de cólera y despecho, se trocó en seguida en otra de temor, de inquietud por él.

Durante un momento me quedé en pie al lado de la puerta, con el puñal oculto tras la espalda. De pronto y con un tono de indiferencia por demás ridícula en aquellos momentos, dijo el violinista:

—Acabamos de tocar un poco…

—¡Qué sorpresa! —dijo ella en el mismo tono, y no se atrevieron a continuar.

Se apoderó de mí el mismo furor que me había dominado ocho días antes, y experimenté otra vez la irresistible necesidad de dar rienda suelta a la violencia. Experimenté los goces de ese furor y me dejé arrastrar completamente por él. Ambos se callaron al mismo tiempo, dando de este modo ellos mismos un mentís a sus palabras. Me arrojé sobre ella, ocultando todavía el puñal para elegir mejor el sitio en el que había de herirla. Él observó mi movimiento y, lo que yo no me esperaba de su parte, se arrojó sobre mí, y cogiéndome del brazo, empezó a gritar ;

—¡Cálmese, por Dios! ¡Socorro, socorro!

Me escurrí de entre sus manos y le acometí. Mi aspecto debía de ser terrible porque se puso tan lívido como un cadáver; sus ojos adquirieron un brillo singular y, lo que tampoco hubiera creído, se fue con mucha ligereza hacia la puerta, deslizándose por detrás del piano.

Quise perseguirle, pero no pude porque me lo impidió el hallarme fuertemente sujeto por el brazo izquierdo. Era ella. Hice un esfuerzo para soltarme, pero se apoyó con más fuerza y no me soltó. Aquel espectáculo inesperado, ese peso y ese odioso contacto acrecentaron mi ira.

Comprendí que me volvía loco, que debía tener un aspecto feroz y esto me exaltó aún más y más. Hice un nuevo esfuerzo y con el codo izquierdo le di un golpe violentísimo en medio de la cara, tan fuerte fue que me soltó lanzando un grito.

Quería e iba a salir a perseguirlo, pero estaba descalzo y habría sido muy grotesco perseguir en ese estado al amante de mi mujer; quería ser temible, pero no ridículo. A pesar de mi extremado furor me preocupaba aún la impresión que mi aspecto pudiera producir en los demás. Era algo que siempre había tenido en cuenta. Me volví hacia mi mujer y vi que había caído en el sofá y que, llevándose la mano a la parte contusionada del rostro, se fijaba en mí.

Su mirada expresaba miedo y odio; la mirada que echa el ratón a quien va a buscarlo a la ratonera en la que ha quedado atrapado. A lo menos yo no supe ver en ella más que ese miedo y ese odio que provocaba su amor a otro. Tal vez no habría pasado nada si hubiese intentado marcharse; pero de pronto habló, tratando al mismo tiempo de sujetar la mano en la que tenía yo el puñal:

—Vamos, sé razonable; ¿qué es lo que quieres hacer? ¿Qué es lo que tienes? ¡Te juro que no hay nada! ¡Nada!

Habría vacilado aún, pero esas palabras, tras las que adornaba la mentira y que me probaban lo contrario de lo que quería decirme, merecían una respuesta, y ésta tenía que ser necesariamente acorde a ese furor que iba en aumento. El furor tiene también sus leyes.

—¡No mientas, miserable! ¡No mientas! —grité, asiendo sus dos muñecas con mi mano izquierda.

Se echó hacia atrás, y yo entonces, sin soltar el puñal, la cogí por el cuello y la derribé con intención de estrangularla. Sus manos se agarraron desesperadamente a las mías, haciendo esfuerzos para soltarse, porque se ahogaba. Entonces fue cuando le clavé el puñal en el lado izquierdo, por debajo de las costillas.

Quienes sostienen que no es posible acordarse de lo que se ha hecho durante un acceso de furor, dicen una sandez y una mentira. Ni un solo instante dejé de tener conciencia de lo que hacía. Cuanto más atizaba el fuego de mi ira, con más claridad veía lo que hacía, y ni un solo momento, ni un segundo perdí el conocimiento. No diré que hubiese previsto lo que iba a hacer, pero en el instante mismo en que lo llevaba a cabo tuve conciencia de ello, tal vez un poco antes. Veía que si creía todavía en la posibilidad de una reconciliación, podía obrar a voluntad y que, sin embargo, asestaría el golpe por debajo de las costillas, donde ya había determinado que debía penetrar el puñal. En aquel momento preciso no ignoraba yo que iba a cometer un acto criminal, tal cual no había cometido nunca otro igual ni que tuviese tan espantosas consecuencias. La decisión fue tan rápida como el relámpago, y el acto siguió inmediatamente. Me di cuenta de lo que hacía con una claridad extraordinaria, y me parece que estoy contemplando la escena, que siento aún la resistencia del corsé, de otra cosa después y que el puñal penetra en la carne blanda. Ella intentó coger la hoja del puñal con las dos manos para detener el golpe, pero no pudo conseguirlo y se cortó. Más adelante, estando en la cárcel, cuando se operó en mí una gran reacción moral, volvió a presentarse ante mis ojos lo ocurrido en aquel momento y me pregunté cuál habría debido o podido ser mi conducta. Conservo aún en la memoria el recuerdo del instante que siguió a tan terrible acción; la noción exacta de que iba a matar a mi mujer indefensa, a mi propia esposa. El recuerdo de ese sentimiento me persigue aún como una obsesión, y creo recordar que saqué en seguida el arma como para reparar el daño que acababa de hacer.

—¡Ama, ama! ¡Que me ha matado! —gritó irguiéndose, y la nodriza, que había oído el ruido, se presentó en seguida.

Yo estaba en pie, aguardando y como quien no quiere creer en lo que le ha sucedido. En aquel momento saltó un chorro de sangre por debajo del corsé, y comprendí que el mal ya no tenía remedio. Aunque hubiese deseado lo contrario, ¿de qué habría servido? Me quedé inmóvil hasta que cayó. La nodriza se acercó apresuradamente, gritando:

—¡Dios mío!

Arrojé el arma que hasta entonces había tenido en la mano y abandoné la habitación.

«Conservemos la serenidad, —me dije, —y sepamos lo que hacemos.» Sin mirar a mi mujer ni a la nodriza me alejé, mientras esta última daba voces llamando a la doncella. Atravesé el corredor, ordené a la doncella que se fuese al lado de su señora y entré en mi despacho. «¿Qué hacer?» me pregunté, y en el acto se me ocurrió qué era lo mejor. Me acerqué a la panoplia y descolgué un revólver; lo examiné; vi que estaba cargado y lo dejé encima de la mesa. Recogí la vaina del puñal y me senté en el sofá, donde permanecí mucho rato, sin pensar en nada. Oí un ruido ahogado de pasos, de objetos movidos de una parte a otra, crujido de vestidos, y fuera el ruido de un coche que hacía alto y al que seguía poco después otro: al cabo de un rato se presentó Igor con mi maleta, ¡como si me hiciese falta para algo!

—¿No sabes lo que ha pasado? Pues ve a decirle al portero que salga en busca de la policía‑le ordené.

Sin objeción alguna se marchó. Me levanté, cerré la puerta, cogí los fósforos y los cigarrillos y empecé a fumar. No había acabado el primer cigarrillo cuando me fue dominando el sueño, y durante dos horas dormí tranquilamente. Soñé, lo recuerdo muy bien, que estaba en buena armonía con mi mujer, y que, después de haber discutido, íbamos a hacer las paces cuando un obstáculo nos lo impidió, pero a pesar de eso seguíamos queriéndonos.

Me despertó un golpe que dieron en la puerta. Me desperté creyendo que me iba a encontrar con la policía, puesto que había cometido un asesinato, y procuré desperezarme. Tal vez fuesen a decirme que no había ocurrido nada. Llamaron una vez más y no contesté, preguntándome si habría sucedido algo o no. Si era cierta la resistencia del corsé… «Ahora me toca a mí matarme,» me dije. Reflexioné sobre ello, y sabía bien que no me atrevería. No obstante, me levanté y cogí el revólver; ¡cosa extraña! Me había pasado muchas veces por la cabeza la idea del suicidio, en el tren sobre todo, porque creía que así sería más rudo golpe para mi mujer, pero a la sazón no era capaz de matarme y hasta rechacé la idea. «¿Y por qué no había de hacerlo?», me pregunté, y no hallé la respuesta. Llamaron otra vez. «Veamos antes lo que sucede; tiempo que dará luego para todo,» me dije dejando el revólver sobre la mesa y colocando encima un periódico para ocultarlo. Me acerqué a la puerta y abrí. Era la hermana de mi mujer, viuda y simple.

—¿Qué es lo que ha pasado, Vassia? —me preguntó echándose a llorar, cosa que, por otra parte, hacía con mucha frecuencia.

—¿Qué quiere de mí? —contesté con rudeza, si bien comprendía que no tenía ninguna razón para mostrarme grosero, pero sin poder evitar hablarle en aquel tono.

—¡Por Dios, Vassia, que se está muriendo! Ivan Zakharievitch lo ha dicho.

Ivan Zakharievich era su médico y consejero.

—¿Está aquí? —pregunté, y todo el odio que me inspiraba mi mujer se despertó. —¿Qué hacer?

—Vaya a verla, Vassia. ¡Oh! ¡Quién podía pensarlo! ¡Qué cosa más horrorosa!

—¿Ir a verla? —exclamé, y en seguida se me ocurrió la idea de acudir a su lado y de que debía ser así, cuando un marido, como yo, mataba a su mujer. Las emociones fuertes iban a comenzar de nuevo y resolví ir, pero con el decidido propósito de no inmutarme. —Espere, pues, a que me calce‑le dije a mi cuñada;—no es correcto que vaya así.

XXVIII


—¡Cosa extraña! Al abandonar mi despacho y atravesar aquellas habitaciones que tan bien conocía, tuve aún la esperanza de que todo aquello no fuera más que una pesadilla, pero el olor de ciertas medicinas, del yodo y del ácido fénico, me atacaron la garganta. ¡No, no era una pesadilla! Al atravesar el pasillo y cerca del cuarto de los niños vi a Lisa, que me miró con ojos que el terror hacía abrir desmesuradamente, y se me figuró que mis cinco hijos me miraban. Llegué a la puerta, y al verme la doncella abrió y se fue. Lo primero que vi fue su traje gris perla, todo él manchado de sangre. Estaba en nuestra cama con las rodillas dobladas, casi derecha y sostenido el busto por numerosas almohadas. Habían vendado la herida y el cuarto apestaba a yodo. Lo que me llamó más la atención fue la señal amoratada que tenía en la cara y que le cubría parte de la nariz y de un ojo. Aquella mancha era la huella del golpe que le había dado cuando quería desprenderme de sus manos. Había desaparecido su belleza y observé que había en ella algo que repugnaba. Me quedé quieto en el umbral de la puerta, – Venga, acérquese‑me dijo mi cuñada. Me acerqué preguntándome si sería necesario perdonar. «Sí, porque se muere,» me contesté, y me acerqué a su cabecera. Levantó penosamente los ojos para mirarme; uno de ellos estaba amoratado e hinchado. Expresándose con mucha dificultad, exclamó: —Has conseguido lo que te proponías… Me has matado…

En su rostro se traslucía el dolor físico y, sin embargo, se descubría ese odio que yo conocía tanto.

—Nuestros hijos… no te los llevarás… a pesar de todo… mi hermana será quien se encargue de ellos…

Ni una sola palabra acerca del punto capital, su falta, su traición, su crimen; se habría dicho que no le daba ninguna importancia.

—¡Sí, regocíjate contemplando tu obra! —y su mirada se fijó en la puerta en la que se hallaban su hermana y sus hijos. A mi vez dirigí la vista hacia donde estaban los niños, luego contemplé su rostro golpeado y amoratado, y por vez primera, olvidando mis derechos y mi orgullo, vi en ella una criatura humana, una mujer. Todo cuanto me había ofendido, mis celos, se me antojó muy poca cosa; por el contrario, tan terrible me pareció lo que había hecho que sentí deseos de arrojarme a sus pies, cogerle las manos y gritar: «¡Perdóname!

Y no me atreví a hacerlo. Se calló y se cubrió los ojos; no tenía fuerzas para hablar. De pronto su rostro se contrajo, desfigurado, y me rechazó débilmente.

—¿Por qué ha pasado esto? —murmuró.

—¡Perdóname! —exclamé.

—¡Sí, si no me hubieses matado! —dijo de pronto, y sus ojos brillaron con un fulgor febril. —¡Perdonarte! ¡Qué locura! ¡Ah! ¡No debía morir, pero tú me has matado y conseguido tu objetivo! ¡Te odio! —En seguida empezó a delirar. —Dispara… no tengas miedo…

mátame… mátanos… mátale a él también… Se fue…

Ya no reconoció a nadie, ni a sus hijos, ni siquiera a Lisa, que se había escapado del lado de su tía y se acercó furtivamente al lecho, y aquel mismo día murió a eso de las doce. Pocas horas antes me prendieron, me llevaron a la cárcel y en ella estuve esperando durante once meses a que se viese mi causa. En ese tiempo reflexioné mucho y aprendí a conocerme. A los tres días de estar preso me llevaron a mi casa..

Pozdnychev quiso continuar, pero los sollozos que ahogaban su voz se lo impidieron, hasta que al cabo pudo reponerse y recobrar su serenidad.

—Al verla en el ataúd comprendí mi error, —dijo exhalando un profundo sus piro, —y sólo contemplando su rostro cadavérico comprendí todo el alcance de mi acción. Comprendí que era yo el que la había asesinado, sumiéndola en la nada, y que si yacía allí fría e inanimada, inmóvil como una estatua, era obra mía. Comprendí que aquello era irreparable para mí. Quien no haya pasado por semejante prueba no puede comprenderlo.

Durante largo rato permanecimos ambos en silencio, el uno enfrente del otro. Pozdnychev sollozaba y se estremecía nerviosamente.

—Sí; si hubiese sabido lo que hoy sé, —añadió, —no me habría sucedido nada. ¡No me habría casado con ella por nada del mundo! ¡No me habría casado nunca! ¡Jamás!

He aquí, señor, lo que hice y las pruebas por las que pasé.

Es preciso comprender bien el sentido del Evangelio, según San Mateo; es necesario interpretar bien esta frase: «Aquel que mira a una mujer con deseo, ya ha cometido adulterio».

Esto se refiere también a la hermana, y no sólo a la mujer extraña, sino sobre todo a la propia mujer.

Traducción de Francisco Carles

Iván el Imbécil



No juzguéis un libro por su tamaño

GOLDSMITH

I


En una comarca de cierto reino, vivía un rico mujik [1]. Este mujik tenía tres hijos: Seman el Guerrero, Tarass el Panzudo, Iván el Imbécil y una hija, muda, llamada Malania.

Seman el Guerrero se fue a pelear por el Zar; Tarass se encaminó a la ciudad, colocándose en un comercio, Iván el Imbécil se quedó con su hermana al frente de la casa.

Seman el Guerrero obtuvo un alto grado y un señorío, en recompensa a sus servicios, y se casó con la hija de un barín [2]. Su sueldo era crecido y pingues sus rentas, pero no le bastaban:

lo que él recogía, era despilfarrado por la mujer.

Y Seman se fue a sus tierras para cobrar las rentas. Díjole su administrador:

«Nuestro ganado no ha tenido crías; tampoco tenemos caballos, ni bueyes, ni arado; es preciso comprarlo todo, y luego habrá rentas»

Entonces Seman fue a casa de su padre el mujik.

—Tú —le dijo—, eres rico y no me diste nada; dame el tercio que me corresponde. Lo emplearé en mis tierras.

Entonces el anciano contestó:

—No has traído nada a casa; ¿por qué razón he de darte el tercio de mis bienes? Sería perjudicar a Iván y a mi hija.

Y Seman repuso:

—El es imbécil, y mi hermana muda. ¿Para qué quieren el dinero?

—Pues bien —exclamó el viejo– se hará lo que diga Iván.

E Iván dijo entonces:

—¡Bueno! Que lo tome.

Seman el Guerrero tomó el tercio del patrimonio. Lo empleó en sus tierras y volvió a servir al Zar.

Tarass el Panzudo ganó también mucho dinero y se casó con la hija de un comerciante;

pero siempre andaba apurado. Como su hermano, fue también en busca de su padre.

—Dame mi parte —le dijo.

El viejo no quiso, tampoco, dar a Tarass la parte que pedía.

—Tú —le arguyó– nada nos has traído; todo lo que hay en casa lo ha ganado Iván. No puedo perjudicarle, ni a tu hermana tampoco.

Y Tarass dijo:

—¿A qué guardas el dinero para Iván? Es Imbécil y no logrará casarse. Ninguna muchacha le querrá por marido. Y una chica muda tampoco necesita nada… Dame, Iván – añadió—, la mitad del trigo; te daré los aperos de labranza y del ganado, sólo quiero el caballo tordo, que a ti no te sirve para la labor.

Iván se echó a reír y dijo:

—¡Conforme!

Y Tarass tuvo su parte. Se llevó el trigo a la ciudad, y también el caballo tordo. E Iván, al que sólo quedó una yegua vieja, araba el suelo y mantenía a sus padres.

II


Muy apenado estaba el viejo diablo porque no habían reñido con motivo del reparto, habiéndose separado en paz y gracia de Dios. Llamó a tres diablillos y así les habló:

—Escuchad: hay tres hermanos, Seman el Guerrero, Tarass el Panzudo e Iván el Imbécil.

Conviene que riñan, pues los tres viven en buena armonía… El Imbécil es quien ha estropeado mi negocio. Id, cogedlos y no paréis hasta que se saquen los ojos… ¿Lo lograréis?

—Claro que sí —contestaron a una.

—Y ¿cómo os las compondréis?

—Pues de este modo: empezaremos por arruinarles, para que no tengan nada que comer;

luego les enfrentaremos y se pelearán.

—Está bien —dijo el diablo—. Veo que sabéis vuestra obligación. Id y no volváis hasta que se maten; pues de lo contrario os arrancaré la piel.

Los diablillos partieron a los pantanos [3]y allí deliberaron acerca de lo que debían hacer para salir airosos en su cometido. Discutieron largo rato, porque todos querían el trabajo más fácil. Al no entenderse, deciden hacerlo por suertes, y convinieron que, el que acabase más pronto, iría a prestar ayuda a sus compañeros. Echadas suertes, se fija el día en que se reunirán de nuevo para saber a quién será preciso ayudar.


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