Текст книги "Narrativa Breve"
Автор книги: Leon Tolstoi
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—Hace mucho que lo conozco –decía Guskov—. Cuando yo residía en San Petersburgo, me visitaba a menudo y también yo a él. Pertenecía a la alta sociedad.
—¿A quién te refieres? –preguntó una voz de borracho.
—Al príncipe –contestó Guskov—. Somos parientes y, sobre todo, antiguos amigos. Ya saben ustedes, señores, que conviene mucho tener un amigo así. Es muy rico. Para él no supone nada cien rublos de plata. Acabo de pedirle una pequeña cantidad hasta que mi hermana me mande dinero.
—¡Anda, dile que vaya!
—Ahora mismo. Savelich, amigo –dijo Guskov, acercándose a la puerta de la tienda– coge estos diez rublos y ve a la cantidad a traer dos botellas de vino. ¿Qué más quieren, señores?
Pidan ustedes.
Tambaleándose, descubierto y con los cabellos revueltos, Guskov salió de la tienda.
Abriendo la pelliza y metiendo las manos en los bolsillos de sus pantalones grises, se detuvo en la puerta. Aunque él estaba bañado por la luz y yo en la oscuridad, temí que me viera y, procurando no hacer ruido, proseguí mi camino.
—¿Quién vive? –gritó Guskov con voz de borracho; por lo visto, el frío lo había despejado algo—. ¿Quién diablos anda ahí con un caballo?
No contesté y salí al camino en silencio.
15 de noviembre de 1856.
Lucerna
(DEL «DIARIO» DEL PRÍNCIPE NEJLIUDOV)
Anoche llegué a Lucerna y me hospedé en el Schweizerhof, el mejor hotel de aquí.
«Lucerna es una antigua ciudad cantonal, situada a orillas del lago de los Cuatro Cantones –dice Murria—. Es una de las poblaciones más románticas de Suiza; la cruzan tres grandes carreteras y tan sólo a la distancia de una hora de vapor se encuentra el monte Righi, desde el cual se contempla uno de los panoramas más bellos del mundo.»
Esto puede ser o no cierto; pero el caso es que las demás guías dicen lo mismo; y por eso hay en Lucerna infinidad de turistas de todas las nacionalidades y, especialmente, ingleses.
El hermoso edificio, de cinco pisos, del hotel Schweizerhof ha sido construido hace poco en la misma orilla del lago, en el lugar en que había antiguamente un sinuoso puente de madera, cubierto con capillas a ambos extremos e imágenes en los cabríos. Ahora, gracias a la gran afluencia de ingleses, a sus necesidades, a sus gustos y a su dinero, han derriba el antiguo puente, construyendo en su lugar un muelle de piedra, derecho como una estaca, y casas de cinco pisos rectas y cuadrangulares. Delante de cada casa se han plantado dos hileras de tilos con sus rodrigones; y entre éstas se han colocado, según costumbre, algunos bancos verdes.
Es la rambla por la que pasean damas y caballeros ingleses; las primeras, con sombrero de paja suiza, los segundos, con trajes cómodos y prácticos, satisfechos de su obra. Tal ves estos muelles, estas casas, estos tilos y estos ingleses estén muy bien en algún lugar, pero no aquí, en medio de esta extraña naturaleza, tan majestuosa, armoniosa y suave.
Cuando subí a mi habitación y abrí la ventana, quedé deslumbrado por la belleza del lago, de las montañas y del cielo. Me invadió una inquietud interna y la necesidad de expresar de alguna manera el sentimiento que invadía mi alma. En aquel momento, sentí deseos de estrechar a alguien en mis brazos, de hacerle cosquillas, de pellizcarle, en una palabra; de hacer algo extraordinario.
Eran las siete de la tarde. Durante todo el día había estado lloviendo; pero en aquel momento empezaba a clarear. Desde la ventana el lago, azul como un mar de azufre inflamado, cruzado en todas direcciones por barcas que semejaban unos puntitos y cuyas estelas se perdían de vista, extendíase inmóvil, liso, convexo entre las exuberantes riberas verdes y, más adelante, se estrechaba, internándose entre dos enormes montes y se confundía con un cúmulo de valles, montañas, nubes y témpanos de hielos. En primer plano se divisaban las húmedas orillas, de un verde pálido. Con cañaverales, praderas, jardines y villas; más allá, cerros verdes y ruinas de castillos; en el fondo, las lejanas montañas blanco‑violáceas con sus fantásticas cumbres, cubiertas de nieve de un blanco deslumbrador y rocas peladas. Todo esto aparecía bañado por el aire diáfano y por los cálidos rayos del sol poniente que se filtraban a través de las nubes.
No se veía una línea íntegra, un color definido ni un momento igual a otro en el lago, en las montañas, ni en el cielo. Por doquier había movimiento, asimetría, formas fantásticas, infinitas combinaciones y gran diversidad de sombras y líneas; pero por doquiera, reinaban la paz, la armonía, la unidad y la belleza. Y ahí, en medio de esa belleza ilimitada, enigmática y libre, ante mi misma ventana, aparecían los tilos, absurdos y artificiales, con sus rodrigones, los bancos verdes y la blanca barandilla del muelle, obras humanas, pobres y triviales, que no armonizaban –como las lejanas villas y las ruinas– con la hermosura del paisaje, sino que lo turbaban groseramente. A pesar mío, mi vista tropezaba sin cesar con la horrible línea recta del muelle; quería aceptarla, aniquilarla, lo mismo que si se tratara de una mota negra en la nariz, junto a un ojos. Pero el muelle, con los ingleses que paseaban, seguía en el mismo sitio.
Traté de hallar un punto de mira desde donde no lo distinguiera. Aprendí a mirar así; y contemplé aquel paisaje hasta la hora de cenar, invadido por ese sentimiento incompleto, aunque no por eso menos dulce, que se experimenta, cuando uno está solo, al admirar la naturaleza.
A las siete y media me llamaron a cenar. En una gran sala del piso bajo, espléndidamente amueblada, había dos largas mesas con cubiertos para más de cien personas. Por espacio de unos tres minutos reinó el tranquilo movimiento de los huéspedes; rumor de faldas, pasos suaves y cambios de palabras, a media voz, con apuestos y corteses camareros. Todos los sitios fueron ocupados por pulquérrimos caballeros y damas que vestían elegantes y costosos trajes.
Como ocurre siempre en Suiza, la mayoría de los huéspedes era ingleses. Por eso, en aquella mesa común reinaba la austera reserva exigida por la etiqueta, que no se basa en el orgullo, sino en la falta de necesidad de comunicarse. Por doquier veíanse encajes y cuellecitos, de un blanco deslumbrador; blanquísimas dentaduras naturales o postizas; rostros y manos blancos como la nieve. Pero estos rostros, muchos de ellos hermosos, no expresan sino la conciencia del propio bienestar y una indiferencia absoluta por todo lo que los rodea, por todo lo que no tiene relación directa con sus personas; las blanquísimas manos, cubiertas de anillos, se mueven sólo para reglar los cuello, cortar la carne y escanciar vino en las copas;
pero esos movimiento no reflejaban ninguna emoción anímica. Los miembros de alguna familia cambian, de cuando en cuando, unas palabras a media voz, para comentar el sabor de tal o cual manjar, tal o cual vino, o bien la belleza del paisaje que se domina desde el monte Righi. Los viajeros solitarios de uno y otro sexo permanecen sentados en silencio, junto a otros, sin mirarse siquiera. Si dos de las cien personas presentes hablan entre sí es, desde luego, acerca del tiempo y del maravilloso monte Righi. Apenas se oye el roce de los cubiertos en los platos: los comensales se sirven poco de cada majar y comen guisantes y verduras; los camareros, influidos por el silencio general, preguntan en voz baja: “¿Qué clase de vino desean los señores?» Siempre que asisto a una comida de esta índole, me encuentro apesadumbrado, molesto y, hacia el final, me invade la tristeza. Es como si fuera culpable de algo y me hubieran castigado. Lo mismo que en mi infancia cuando, por una travesura cualquiera, me sentaban en una silla, diciéndome irónicamente: «Descansa, querido», y yo sentía correr mi sangre joven por las venas y oía los alegres gritos de mis hermanos desde la habitación contigua. Antes procuraba rebelarme contra la sensación de ahogo que me producían esas comidas; pero era en vano. Esos seres inexpresivos ejercen sobre mí una influencia invencible y me vuelvo igual que ellos. No deseo nada; no pienso, ni siquiera observo. Al principio, traté de entablar conversación con mis vecinos; pero las únicas respuestas que obtuve fueron unas frases que, sin duda, se repiten miles de veces en el mismo sitio y siempre con la misma expresión. Sin embargo, estas personas no son estúpidas ni insensibles; y lo más probable es que la mayoría de ellas tengan una vida interior como la mía y algunos más compleja e interesante. ¿Por qué se privan, entonces, del mayor placer de este mundo, el placer de disfrutar unos de otros?
¡Qué diferencia con nuestra pensión de París! Allí nos reuníamos veinte personas de diversas nacionalidades, profesiones y caracteres; y, bajo la influencia de la sociedad francesa, acudíamos a la mesa común como a una diversión. Inmediatamente, la conversación, salpicada de bromas y juegos de palabras, se hacía general, aunque a menudo el idioma fuera diferente. Cada cual expresaba lo que se le ocurría sin preocuparse de cómo lo iba a decir.
Teníamos a nuestro filósofo, nuestro discutidor, nuestro bel esprit; todo era común. En cuanto acabábamos de comer, solíamos retirar la mesa y, llevando el compás o sin llevarlo, bailábamos una polca por la alfombra cubierta de polvo. Aunque algunos eran ligeros de cascos; otro, de escasa inteligencia, y otros, señores respetables, todos éramos personas, tanto la condesa española, con sus románticas aventuras, como el abate italiano, que después de comer declamaba La Divina Comedia; el doctor americano, admitido en las Tullerías; el joven dramaturgo de largos cabellos; la pianista que aseguraba haber compuesto la mejor polca del mundo y la hermosa y desconsolada viuda, que llevaba tres sortijas, en cada dedo. Aunque de modo superficial, todos nos tratábamos humana y amistosamente; y nos llevábamos los unos de los otros un recuerdo agradable e incluso sincero y cordial. En cambio, cuando me encuentro ante una mesa en torno a la cual se reúnen ingreses y contemplo esos encajes, cintas, anillos y vestidos de seda, pienso cuántas mujeres serían felices y proporcionarían la dicha a otros con estas cosas. Es extraño pensar que tal vez estos seres que están sentados unos junto a otros, ignorándose, podrían llegar a ser amigos inmejorables y felices amantes, Sólo Dios sabrá por qué jamás se concederán la felicidad que está en sus manos y que anhelan con tanto ardor.
Me sentí triste, como siempre me sucede después de una comida así. Sin terminar el postre, salí a deambular por la ciudad, es muy mala disposición de ánimo. Las estrechas calles, sucias y oscuras; las tiendas, que cerraban en aquel momento, los obreros borrachos, las mujeres que iban a buscar agua y las señoras, tocadas con sombreros, que se deslizaban a lo largo de las casas, volviendo la cabeza y ocultándose por las callejuelas, no hicieron más que aumentar mi mal humor.
Sin mirar en torno de mí y sin pensar en nada, me dirigí al hotel, con la esperanza de librarme de mi mal humor por medio del sueño. Experimentaba una sensación de frío en le alma, de soledad y de angustia, como sucede a veces, sin causa aparente, al llegar a un lugar nuevo.
Caminaba por el muelle hacia el Schweizerhof cuando, de pronto, me llamaron la atención unos sonidos extraños, aunque dulces y agradables. Esa música me reanimó instantáneamente. Era como si se hubiese infiltrado en mi alma una luz alegre y radiante. Me sentí a gusto. Mi atención, que había estado adormecida, se fijó de nuevo en los objetos circundantes. La belleza de la noche y del lago, hacia la que momentos antes me había sentido indiferente, me sorprendió, como una novedad. En el acto reparé en el cielo sombrío, cruzado por grises nubes e iluminando por la luna naciente; en el lago verde oscuro, en cuya superficie lisa se reflejaban miles de lucecillas; en las montañas de la lejanía, cubiertas de bruma; en el croar de las ranas de Freshenburg, y en el canto de las codornices, que llegaba desde la otra orilla. Delante de mí –en el lugar desde el cual se oía la música y que atraía principalmente mi atención– divisé, en la penumbra, en medio de la calle, un grupo de personas en compacto semicírculo; y, a cierta distancia, un hombrecillo vestido de negro. Más allá se recortaban, elegantemente, en el cielo oscuro, las verjas negras de unos jardines y, a ambos lados de la vieja catedral, erguíanse, majestuosas, las dos austeras flechas de sus torres.
Conforme iba acercándome, los sones se distinguían con más claridad. Oía distintamente los dulces acordes de una guitarra, que vibraban en el aire, y varias voces que, interrumpiéndose unas a otras, sin cantar toda la melodía, entonaban algunos pasajes, que permitían adivinarla. Era una especie de mazurca, bella y graciosa. A ratos, las voces parecían estar cerca, a ratos lejos; y otra se oía un tenor, ora un bajo o bien una voz de falsete, que cantaba al estilo tirolés. Aunque no pude comprender bien qué clase de canción era, la encontré encantadora. Los débiles y apasionados acordes de la guitarra, la deliciosa melodía, y la figura del hombrecillo de negro, en medio del decorado fantástico que formaban el oscuro lago, la luna velada, las enormes flechas de las torres, que se erguían silenciosas, y las verjas negras de los jardines, todo esto resultaba extraño, pero indescriptiblemente bello o, al menos, así me lo pareció.
Repentinamente, todas las impresiones involuntarias y confusas adquirieron significado y encanto para mí. Era como si se hubiera abierto en mi alma una flor lozana y perfumada. En lugar del cansancio y de la indiferencia que había sentido momentos antes por todo lo existente, experimenté, de pronto, la necesidad de amar y una inmotivada alegría de vivir.
“¿Qué más puedo desear?», me dije. «La belleza y la poesía me rodean. Debo disfrutar de ellas hasta donde me alcancen las fuerzas. ¿Qué más puedo pedir? Todo esto es mío, todo el bien…»
Me acerqué más. El hombrecillo debía de ser un tirolés vagabundo. Estaba ante las ventanas del hotel, con un pie hacia delante y la cabeza levantada, rasgueando en las cuerdas de la guitarra y cantando en diferentes tesituras. Inmediatamente, sentí ternura y agradecimiento hacia aquel hombre, por la transformación que había provocado en mí.
Pude distinguir que iba vestido con una vieja levita negra, que tenía los cabellos negros y que se cubría con una sencilla gorra. Su indumentaria no tenía nada de artística; su postura y sus movimientos traviesos, alegres e infantiles, y su pequeña estatura, le daban un aspecto lastimoso y divertido al mismo tiempo. En las ventanas y en los balcones del hotel, magníficamente iluminados, se veían damas con elegantes trajes de anchas faldas y caballeros que lucían blanquísimos cuellos. Junto a la puerta estaban el portero y los criados, con sus libreas de galones dorados. En medio de semicírculo que formaban la gente y algo más lejos, en el paseo, bajo los tilos, se habían reunido los camareros del hotel, con sus flamantes trajes, los cocineros con sus gorras y sus chaquetas blancas, algunas muchachas, que permanecían abrazadas, y paseantes. Sin duda todos experimentaban el mismo sentimiento que yo, todos estaban callados escuchando atentamente al hombrecillo.
Reinaba el silencio; sólo a ratos se oían, a lo lejos, los golpes uniformes de un martillo, que transmitía el agua; el croar de las ranas desde Freshenburg, y el monótono canto de las codornices.
Lo mismo que un ruiseñor, el hombrecillo cantaba en la oscuridad, copla tras copla y canción tras canción. A pesar de que ya había llegado junto a él, su canto seguía pareciéndome delicioso. Su voz no era potente, pero sí muy agradable; eran extraordinarios, el gusto y la delicadeza con la que emitía; revelaban un talento natural. Modificaba cada estribillo; y era evidente que esos graciosos cambios eran improvisados. A ratos se oía un murmullo de aprobación entre los que estaban en el paseo o los que se asomaban a las ventanas. Cada vez era mayor el número de caballeros y damas elegantes que aparecían en el Schweizerhof. Los paseantes se detenían en el muelle; había por doquier, al pie de los tilos, grupitos de hombres y mujeres. Junto a mí, y algo separado de la gente, se hallaban un lacayo y un cocinero de casas aristocráticas. Ambos fumaban cigarros. El cocinero sentía vivamente el encanto de la música. A cada nota de falsete, movía la cabeza, entusiasmado; y empujaba al lacayo con el codo, con una expresión que quería decir: “¡Qué bien canta! ¿Eh?» El lacayo, cuya sonrisa daba a entender todo lo que disfrutaba, se limitaba a encogerse de hombros, con lo cual quería significar que a él era difícil asombrarle, pues había oído cantar mejor.
Aprovechando un momento en que el cantante se aclaraba la voz, pregunté al lacayo quién era y si solía ir por allá a menudo.
—Viene dos veces cada verano. Es de Argovia. Vive de limosnas –me contestó.
—¿Abundan por aquí esos hombres? –inquirí.
—Sí, sí –respondió el criado, no comprendiendo bien mi pregunta. Pero, al darse cuenta de lo que yo quería decir, añadió—: ¡Oh, no! No he visto ninguno como él.
El hombrecillo acabó la canción; y, tras de volver la guitarra con gesto enérgico, pronunció en un dialecto alemán algunas palabras que no pude comprender y que suscitaron risa entre la gente.
—¿Qué dice? –pregunté.
—Que tiene la garganta seca y que quisiera beber un poco de vino –me explicó el lacayo que estaba cerca de mí.
—¿Le gusta beber?
—Esta gente es así –comentó el criado, sonriendo mientras señalaba al cantor.
Descubriéndose y blandiendo la guitarra, el hombrecillo se acercó al hotel. Con la cabeza echada hacia atrás, se dirigió a los caballeros y a las damas asomados a las ventanas y balcones.
—Messieurs et mesdames –dijo, con acento medio alemán, medio italiano y con esa entonación peculiar con que suelen dirigirse al público los prestidigitadores—: si vous croyez que je gagne quelque chose, vous vous trompez, j ene suis qu’un pauvre diable (si ustedes creen que gano algo, se equivocan. No soy más que un pobre diablo).
Calló durante un rato; y, en vista de que nadie le daba nada, se dispuso a tocar de nuevo, añadiendo:
—A présent, messieurs et mesdames, je vous chantera l’air du Rigui.
El público de las ventanas y balcones callaba, esperando la siguiente canción; abajo, entre los que estaban en el paseo, se oyeron unas risas, provocadas, sin duda, por la manera de expresarse del cantor y porque nadie la había dado nada. Di unos céntimos al hombrecillo; los pasó, hábilmente, de una mano a otra y se los guardó en el bolsillo del chaleco. Luego, poniéndose la gorra, empezó a cantar la graciosa canción tirolesa que había denominado l’air du Righi. Esa canción, que había dejado para el final, era aún más bonita que las anteriores;
volvieron la oírse murmullos de aprobación entre la multitud, que había aumentado. Al concluir, el hombrecillo blandió de nuevo la guitarra, se quitó la gorra y, sujetándola delante de sí y acercándose más a las ventanas, repitió:
—Messieurs et mesdames si vous croyez que je gagne quelque chose…
Probablemente consideraba esta frese como muy ingeniosa; sin embargo, observé en su voz y en sus movimientos cierta indecisión y una timidez pueril, que chocaban particularmente, sobre todo por su pequeña estatura. El elegante público seguía asomado, en pintorescas posturas, en las ventanas y en los balcones. Algunos hablaban en voz baja, sin duda, del cantor, que permanecía ante ellos con la mano tendida; otros, miraban con curiosidad aquella pequeña figura vestida de negro; desde un balcón se oyó la risa, alegre y sonora, de una muchacha. En el paseo la gente charlaba y reía, cada vez más alto. El cantante repitió la frase por tercera vez; pero con voz aún más débil; y, antes de terminarla, alargó la mano con la gorra, que no tardó en retirar. Ninguna de las cien personas, elegantemente vestidas, que se había reunido para escucharle le dio un solo céntimo. La multitud se echó a reír, despiadadamente. El hombrecillo pareció encogerse, cambió la guitarra de mano y alzando la gorra por encima de la cabeza, dijo:
—Messierus et mesdames, je vous remercie et je vous souhaite une bonne nuit (les doy las gracias y les deseo una buena noche).
Resonaron alegres carcajadas. Los caballeros y damas empezaron a retirarse.
Reanudáronse los paseos por la avenida. La calle, que había estado silenciosa mientras el hombrecillo cantaba, se animó. Varias personas lo observaban de lejos, riéndose. Oí al cantor murmurar algo entre dientes, mientras se encaminaba, a grandes pasos, hacia la ciudad.
Algunos alegres paseantes lo siguieron, a cierta distancia, riendo siempre.
Me quedé atónito sin poder comprender lo que significaba aquello. Parado seguí inconscientemente con la vista a aquel hombre diminuto, que se alejaba en la oscuridad, y a las personas que iban en pos de él.
Me invadió una gran amargura: estaba avergonzado por aquel hombrecillo, por la gente y por mí mismo. Era como si hubiese sido yo quien hubiera pedido dinero y del que se habían reído. Con el corazón atenazado, sin volver la cabeza, me dirigí apresuradamente hacia la escalinata del Schweizerhof. No sabía a ciencia cierta lo que me pasaba; pero lo único que me constaba era que un sentimiento penoso me oprimía el alma.
En el vestíbulo, espléndidamente iluminado, me encontré con el portero, que se apartó, con gran cortesía, para dejarme paso, y con un señor alto y bien plantado, con patillas negras y sombrero negro, que llevaba una manta de viaje y un costoso bastón en la mano. Avanzaba con paso indolente, pero seguro, del brazo de una dama que lucía un vestido de seda y una toca con cintas y encajes. A su lado iba una muchacha bella y lozana, con un gracioso sombrero suizo, que adornaba una pluma à l mousquetaire, del que se escapaban largos y sedosos bucles rubios, que enmarcaban su blanco rostro. Delante de ellos, brincaba una chiquilla, como de unos diez años, mostrando sus robustas rodillas blancas entre los finísimos encajes del vestido.
—¡Qué noche tan magnífica! –exclamó la dama, con voz dulce, en el momento en que pasaban a mi lado.
—Ohé! –replicó perezosamente el inglés. Sin duda se daba tan buena vida que no tenía deseos ni de hablar.
Todos ellos parecían estar satisfechos; parecían gozar de comodidad y bienestar en este mundo; sus rostros y sus movimientos reflejaban una completa indiferencia hacia las demás vidas y una seguridad absoluta de que el portero los saludaría y se apartaría para dejarles paso; de que al volver, encontrarían una cama limpia y una habitación tranquila; de que todo esto tenía que ser así, porque tenían ese derecho. De pronto, los comparé, involuntariamente, con el cantor cansado y, tal vez, hambriento, que en aquel momento huía de la gente que se burlaba de él; y comprendí lo que me atenazaba el corazón, sintiendo una ira indescriptible contra aquella gente. Pasé dos veces junto al inglés, encontrando gran placer en no dejarle paso y en empujarle con el codo. Luego, bajé la escalinata y corrí a la ciudad, siguiendo la misma dirección que el hombrecillo.
Alcancé a un grupo de tres personas y les pregunté dónde estaba el cantor; entre risas, me indicaron que iba delante. Avanzaba a grandes pasos y, según me pareció, murmuraba algo entre dientes. Acercándome a él, le propuse que viniera a beber una botella de vino. Siguió andando presurosamente y se volvió hacia mí, con gesto descontento; pero al comprender de lo que se trataba, se detuvo.
—No me negaré, ya que es usted tan amable –dijo—. Aquí hay un pequeño café; podemos entrar en él… es modestito –añadió, señalando un local que aún estaba abierto.
La palabra modestito me dio la idea de no llevarlo a un cafetín, sino al Schwezerhof, donde estaban las personas que le habían escuchado. A pesar de que rehusó tímidamente, repitiendo que ese hotel era demasiado elegante, insistí y acabó por acceder. Fingiendo estar tranquilo, me siguió por el muelle, agitando jovialmente la guitarra. Varios jóvenes ociosos que paseaban, se habían acercado a escuchar lo que le decía al cantor; y fueron en pos de nosotros hasta la misma entrada, creyendo, sin duda, que volvería a cantar.
Pedí una botella de vino al camarero que nos encontramos en el vestíbulo. Nos miró con una sonrisa; y pasó de largo sin decir palabra. El maître h’hôtel, a quien me dirigí con el mismo ruego, me escuchó con expresión grave; y, tras de examinar de pies a cabeza la pequeña figura del cantor, ordenó al camarero, con tono autoritario, que nos condujese a la sala de la izquierda. Era un modesto café para gente humilde. En un rincón, una criada jorobaza fregaba vasos; todo el mobiliario lo constituían bancos y meses de madera, sin manteles. El camarero que acudió a servirnos nos observó, con una sonrisa entre dulce y burlona; y, con las manos en los bolsillos, cambió unas palabras con la criada jorobaza. Sin duda, quería darnos a entender que, con su posición social y sus cualidades, estaba muy por encima del cantor y que, no sólo no le humillaba servirnos, sino que hasta lo tomaba como una diversión.
—¿Quieren vino corriente? –preguntó, con aire de entendido, haciendo una seña que aludía a mi compañero, mientras se pasaba la servilleta de un brazo a otro.
—Sírvanos champaña de la mejor calidad –dije, tratando de adoptar el aire más altanero y más imponente posible.
Pero ni el hecho de haber pedido champaña, ni mi fingida altanería impresionaron al camarero. Permaneció mirándonos un instante con una sonrisa; luego, consultó su reloj de oro y abandonó la sala sin apresurarse, como si paseara. No tardó en volver con una botella de vino, acompañado de otros dos camareros. Estos se sentaron junto a la criada y nos observaron, divertidos, con una sonrisa benévola, como suelen contemplar los padres a sus hijos cuando juegan. Sólo la criada parecía mirarnos compasivamente y sin ironía. Aunque me resultaba desagradable obsequiar al cantor bajo las miradas de los camareros, me esforcé en cumplir mi cometido de la manera más desenvuelta. En la sala había buena luz y pude examinar mejor al tirolés. Era un hombre diminuto, casi un enano, aunque proporcionado y musculoso. Tenía recios cabellos negros cortos, pequeñas patillas, grandes ojos negros, lacrimosos y desprovistos de pestañas; y una boca pequeña, que se plegaba en expresión dulce y agradable. Su sencillo traje estaba sucio y roto. Por sus trazas –estaba curtido y desaliñado– más bien tenía aspecto de un pobre vendedor que de un artista. Sin embargo, había algo conmovedor y original en su boca y en sus ojos brillantes y siempre húmedos. Se le hubieran podido suponer de veinticinco a cuarenta años; en realidad, tenía treinta y ocho.
He aquí lo que me contó de su vida, con evidente franqueza y buena voluntad. Era natural de Argovia. Siendo niño, había perdido a sus padres. Nunca había tenido medios de fortuna.
Había aprendido el oficio de ebanista; pero veintidós años atrás, una enfermedad le había atacado los huesos de un brazo, privándole de la posibilidad de trabajar. Desde pequeño había sido aficionado al canto; así, pues empezó a cantar. Los extranjeros solían darle algo de dinero. Llegó a ser un profesional; se compró una guitarra y, desde hacía diecisiete años, recorría Suiza e Italia, cantando ante los hoteles. Su equipaje consistía en una guitarra y un portamonedas, en el que, en aquel momento, tenía tan sólo un franco y cincuenta céntimos, que gastaría en cenar y en dormir aquella noche. Cada año recorría los lugares más frecuentados de Suiza: Zurich, Lucerna, Interlaken, Chamonix, etcétera. Se iba a Italia por el monte de San Bernardo y volvía por el San Gotardo o por Saboya. A la sazón, se le hacía penoso andar, porque, debido al frío, sentía un dolor en las piernas, que llamaba gliederzucht.
Ese dolor iba en aumento cada año; además, sus ojos y su voz se volvían más débiles. No obstante, en aquel momento se disponía a irse a Interlaken, Aix‑les‑Bains e Italia, país al que quería particularmente. Parecía estar muy satisfecho de su vida. Le pregunté por qué no volvía a su pueblo y si tenía allí algún pariente, casa o un poco de tierra. Frunció la boca, esbozando una sonrisa jovial.
—Oui, le sucre est bon, it est doux pour les enfants! (el azúcar es buena; es dulce para los niños) –replicó, haciendo un guiño y señalando a los camareros.
No comprendí lo que había querido decir. Los camareros se echaron a reír.
—No poseo nada. Si poseyese algo ¿acaso iba a andar así? Vuelvo, de cuando en cuando, a mi pueblo, porque hay algo que me atrae.
Repitió con una sonrisa maliciosa la frase : «Oui, le sucre est bon», y se echó a reír, con expresión bonachona. Los camareros, muy divertidos, reían a carcajadas; la jorobada miraba al hombrecillo, muy seria, con sus ojos bondadosos; y se apresuró a recoger la gorra que éste había dejado caer durante la conversación. He observado muchas veces que a los cantores ambulantes, a los acróbatas y hasta a los prestidigitadores, les gusta llamarse artistas. Por eso, varias veces hice alusión a mi interlocutor de que era artista; pero él consideraba su trabajo como un simple medio de ganarse la vida. Cuando le pregunté si escribía las canciones que cantaba, se sorprendió mucho de esa extraña pregunta. Dijo que estaba lejos de poder hacerlo;
que todas las melodías que cantaba eran antiguas canciones tirolesas.
—Me parece que la canción de Righi no es antigua –objeté.
—Hace quince años que la escribió un alemán de Basilea, un hombre muy inteligente. La escribió para los extranjeros. Es una canción magnífica.
Y el hombrecillo me tradujo las palabras de la canción al francés:
Te advierto, si vas al Righi, Que no has menester zapatos Hasta que llegues a Weggis, Porque antes vas embarcado.
En Weggis coge un bastón Y una muchacha del brazo.
Entra a pimplarte una copa, Más no bebas demasiado:
El que quiera beber mucho Antes tiene que ganarlo.
—¡Oh! Es una canción magnífica –repitió.
También debió de gustar a los camareros, porque se acercaron a nosotros.
—¿Quién ha compuesto la música? –pregunté.
—Nadie. Para cantar a los extranjeros, hay que improvisar siempre algo nuevo.