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Narrativa Breve
  • Текст добавлен: 24 сентября 2016, 06:27

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Автор книги: Leon Tolstoi



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.Hay un sendero ahí; podía haber dado la vuelta –le dijo. –Hace tiempo que espero.

Evgueni se acercó a ella, la contempló, adelantó las manos…

Un cuarto de hora después de apartaban. Él se puso los lentes, se acercó a la casa del guarda y, a la pregunta de Danila de si había quedado satisfecho, le dio un rublo y se dirigió a su casa.

Sí, estaba satisfecho. Había sentido vergüenza en un principio. Luego había pasado. Y todo había resultado bien. Sobre todo, ahora se sentía tranquilo y animoso. Ni siquiera se había parado a mirarla debidamente. Recordaba que era limpia, lozana, guapa y sencilla, sin afectación alguna. “¿Quién será? –se preguntaba. –Ha dicho que se llama Péchnikova. ¿Qué Péchnikova? Porque los Péchnikova tienen dos casas. Debe ser la nuera del viejo Mijailo. Sí, seguramente. Porque su hijo vive en Moscú. Cuando venga la ocasión se lo preguntaré a Danila.»

A partir de entonces desapareció aquel punto, que tan enojoso le era, de la vida en el campo: la forzosa abstinencia. No se turbaba ya la libertad de pensamiento de Evgueni, que podía dedicarse tranquilamente a sus asuntos.

Y los asuntos de que Evgueni se había hecho cargo no eran nada fáciles: a veces pensaba que no conseguía sus propósitos y que acabaría por vender la finca, que todos sus esfuerzos resultarían vanos y sobre todo, que habría sido incapaz de llevar a buen término la empresa.

Esto era lo que más le inquietaba. Apenas lograba tapar un agujero, se abría otro por donde menos los esperaba.

No cesaban de aparecer nuevas y nuevas deudas de su padre, de las que hasta entonces no había tenido noticia. Se veía que el difunto, en los últimos tiempos, había tomado dinero sin reparar en las condiciones. En mayo, cuando se procedió al reparto, Evgueni pensaba que había acabado de ponerse al tanto de todo. Pero de pronto, mediado del verano, recibió una carta de cierta viuda Esípova, de la que existía otra deuda de doce mil rublos. No había pagaré: se trataba de una simple esquela que, según el apoderado, se podía impugnar. Pero Evgueni no concebía siquiera que pudiese negarse a saldar una deuda de su padre, si la deuda era real, por la simple razón de que se tratase de un documento impugnable. Necesitaba saber si la deuda era efectiva, segura.

.Mamá, ¿quién es Karelia Vladímirovna Esípova? –preguntó a su madre cuando, como de ordinario, se reunieron a la hora de la comida.

.¿Esípova? Era ahijada del abuelo. ¿Por qué me lo preguntas?

Evgueni habló a su madre de la carta.

.Me hago cruces de cómo no le da vergüenza. Tanto como le dio tu padre…

.¿Le debemos algo?

.¿Cómo decírtelo? No hay deuda; a tu padre, movido por su infinita bondad…

.¿Pero lo consideraba papá como una deuda?

.No puedo decírtelo. No lo sé. Lo que sé es que tú te ves en grandes dificultades.

Evgueni vio que la propia María Pávlovna no sabía qué decir y ella misma trataba de averiguar su parecer.

.Lo que deduzco de todo esto es que hay que pagar –dijo el hijo. –Mañana iré a hablar con ella; el asunto no puede demorarse.

.Me da mucha pena por ti. Pero, ¿sabes?, será mejor. Dile que debe esperar –añadió María Pávlovna, al parecer satisfecha y orgullosa de la decisión del hijo.

La situación de Evgueni se agravaba por el hecho de que su madre, que vivía con él, no se daba la menor cuenta del estado n que el hijo se encontraba. Estaba tan acostumbraba a vivir a lo grande, que no podía imaginarse la situación en que él se hallaba, es decir, que cualquier día las cosas podían ponerse de tal modo que debería venderlo todo y vivir y mantener a su madre exclusivamente con el sueldo, que, como mucho, no pasaría de dos mil rublos. Ella no podía comprender que de esa situación únicamente podían salir reduciendo al máximo los gastos, y por eso no se le alcanzaba que Evgueni escatimase tanto es los pequeños dispendios referentes a los jardineros, a los cocheros, a la servidumbre y hasta a la mesa. Además, como la mayoría de las viudas, guardaba hacia la memoria del difunto un sentimiento de veneración muy distinto al que sintió por él en vida, y no admitía siquiera la idea de que lo que hizo él pudiera haber estado mal hecho y debiera cambiarse.

Evgueni, a costa de grandes esfuerzos, mantenía el jardín y el invernadero, con dos jardineros, y las caballerizas, con tros dos cocheros. En cuanto a María Pávlovna, pensaba ingenuamente que no quejándose de la mesa, atendida por un viejo cocinero, de que los caminos del parque estuviesen descuidados y de que en vez de varios lacayos no tuviera a su servicio más que un mozalbete, hacía cuanto al alcance de una madre que se sacrificaba por su hijo. Así, en esta nueva deuda, en la que Evgueni veía un golpe que casi venía a desbaratar todos sus planes, María Pávlovna no veía más que una nueva ocasión de poner de manifiesto los nobles sentimientos de su hijo. Tampoco se preocupaba gran cosa de la situación económica de Evgueni, por estar convencida de que él conseguiría hacer una boda brillante.

Conocía a una docena e familias que se consideraban muy felices dándole una hija suya. Y deseaba arreglar eso cuanto antes.

IV


También Evgueni soñaba con la boda, pero no como su madre: la idea de casarse para arreglar sus asuntos económicos le repugnaba. Quería casarse honradamente, por amor. Se fijaba en las muchachas que encontraba y conocía, trataba de imaginarse cómo podría resultar el matrimonio con una u otra, pero su mente no acababa de decidirse. Mientras tanto, cosa que no hubiera podido esperar, sus relaciones con Stepanida proseguían y hasta habían adquirido cierto carácter fijo. Evgueni estaba lejos del libertinaje, se le hacía tan duro llevar todo eso en secreto, algo que (él lo sentía) estaba mal, que de ningún modo podía aceptarlo, y ya después de la primera entrevista se había hecho el propósito de no ver más a Stepanida; pero resultó que al cabo de cierto tiempo apareció en él la inquietud que atribuía a la causa antes explicada. Y la inquietud esta vez no era ya algo impersonal. Se imaginaba precisamente aquellos ojos negros y brillantes, aquella voz profunda, aquel olor algo lozano y fuerte, aquel pecho alto que se levantaba bajo la blusa y todo aquel bosquecillo de nogales y arces bañados por una luz clara. Por mucho reparo que le diese, volvió a recurrir a Danila. Y la entrevista quedó fijada de nuevo para el medio día en el bosque. Esta vez Evgueni la miró más y todo le pareció atrayente. Trató de conversar con ella, le preguntó por su marido. En efecto, era el hijo de Mijailo, que vivía en Moscú ganándose la vida como cochero.

.¿Y cómo es que tú…? –Evgueni quiso preguntar por qué hacía traición a su marido.

.¿A qué se refiere? –peguntó ella. Parecía inteligente y perspicaz.

.¿Cómo es que vienes conmigo?

.¡Ah! –replicó alegremente. –También él se divertirá. ¿Por qué no voy a hacerlo yo?

El descaro que fingía agradó también a Evgueni. No obstante, no quiso entonces convenir una nueva cita. Ni siquiera lo aceptó cuando le propuso que se viesen sin recurrir a Danila, a quien ella parecía tener antipatía. Esperaba que esta entrevista fuera la última. Le agradaba.

Pensaba que esto le era necesario y que en ello no había nada malo; pero en el fondo de su alma e levantaba un juez más severo que no acababa de aprobarlo, y esperaba que esta sería la última vez, o, al menos, no quería participar en el asunto y convenirlo por anticipado.

Así transcurrió el verano, durante el cual se vieron unas diez veces, y siempre por intermedio de Danila. Hubo una ocasión en que ella no podía acudir porque había venido su marido y Danila le propuso otra. Evgueni lo rechazó con repugnancia. Luego el marido se fue y las entrevistas se reanudaron como antes, primero a través de Danila y más tarde ya directamente: el fijaba una hora y ella acudía con la Prójorova, pues una mujer no podía salir sola. Cierta vez, precisamente a la hora que habían convenido, llegó a visitar a María Pávlovna la familia de la muchacha que la madre tenía pensada para Evgueni, y a éste le fue imposible acudir a tiempo en cuanto pudo verse libre, salió con el pretexto de acercarse a la era y, dando la vuelta por un sendero, se dirigió al bosque, al lugar de la cita. No la encontró.

Pero en el lugar de costumbre todo había sido roto y pisoteado; los alisos, los nogales y hasta un arce bastante grueso. Inquieta y enfadada, como en broma, había dejado este recuerdo. Él esperó un rato y se acercó en busca de Danila para pedirle que la hiciera venir al día siguiente.

Ella acudió y se comportó como en otras ocasiones.

Así pasó el verano. Se citaban siempre en el bosque y sólo una vez, ya de cara al otoño, se vieron en el cobertizo de la era de Stepanida. A Evgueni nunca se leo ocurrió que estas relaciones pudieran tener para él la menor importancia. Ni siquiera pensaba en ella. Le daba dinero y a eso se reducía todo. No sabía ni pensaba que en toda la aldea estaba ya al tanto y que la envidiaban; que sus familiares se hacían cargo del dinero y la estimulaban; que, bajo la influencia del dinero y de la participación de la gente de su casa, en ella había desaparecido por completo la idea de que se trataba de algo pecaminoso. Le parecía que, si la gente la envidiaba, estaba bien lo que hacía.

«Hay que hacerlo en vistas de la salud –pensaba Evgueni. –Admitamos que está mal y que, aunque nadie dice nada, lo saben todos o muchos. Lo sabe la mujer que la acompaña. Y seguramente lo ha contado a otros. Pero ¿qué le vamos a hacer? Procedo mal –pensaba Evgueni, .pero no hay otro remedio; además, esto se acabará pronto.»

Lo que más le turbaba era que estuviese casada. En un principio se imaginaba que el marido debía ser una mala persona; y esto parecía justificar su acción hasta cierto punto. Pero al verlo quedó asombrado. Era un buen mozo presumido y de seguro resultaba mejo que él mismo. En la siguiente entrevista con ella le dijo que lo había visto y que le había agradado mucho.

.En toda la aldea no hay otro como él –asintió ella con orgullo.

Esto produjo asombro a Evgueni. La idea del marido le atormentó todavía más a partir de entonces. En una ocasión, estando con Danila, éste le dijo abiertamente:

.Mijailo me ha preguntado si es verdad que el señor vive con la mujer de su hijo. Yo le he dicho que no lo sabía. Además, le he explicado que es preferible que viva con el señor que con un mujik.

.¿Y él?

.Nada; ha dicho que haría por enterarse y que si resultaba cierto le daría una paliza.

«Si el marido volviese, la dejaría», pensó Evgueni.

Pero el marido vivía en la ciudad y de momento seguían las relaciones.

«Cuando sea necesario lo cortaré todo y no quedará nada», pensaba.

También le parecía esto indudable, porque durante el verano le habían ocupado otras muchas cosas: la organización de la nueva alquería, la recolección, las obras y, sobre todo, el pago de las deudas y la venta de los terrenos baldíos. Se trataban de cuestiones que absorbían su atención y en las que pensaba en acostarse y levantarse. Esto constituía la auténtica vida.

Las relaciones con Stepanida eran algo que no dejaba en él la menor huella. Cierto que a veces experimentaba el deseo de verla hasta tal punto, que no podía pensar en otra cosa, pero eso duraba poco; convenía una cita y de nuevo la olvidaba, sin acordarse de ella durante varias semana, a veces hasta un mes.

Aquel otoño Evgueni acudió a menudo a la ciudad, y allí intimó con la familia de los Ánmenski. Estos tenían una hija que acababa de salir del instituto. Y aquí, con gran dolor de María Pávlovna, según sus propias palabras, Evgueni se vendió a bajo pesio, se enamoró de Lisa Ánmenskaia y pidió su mano.

Coincidiendo con ello cesaron las relaciones con Stepanida.

V


No es posible explicar por qué Evgueni eligió a Lisa Ánmenskaia, de la mima manera que no es posible explicar por qué el hombre elige a una mujer y no a otra. Las causas eran infinitas, lo mismo positivas que negativas. Entre otros factores, ella no era muy rica, como las que su madre le proponía, era ingenua y tímida en las relaciones con su madre y no era ni fea ni una belleza que llamase la atención. Lo principal de todo fue que la conoció en un período en que él estaba maduro para la boda. Se enamoró porque estaba seguro de que se casaría con ella.

En un principio Lisa Ánmenskaia agradaba simplemente a Evgueni, pero cuando se decidió a hacerla su esposa se despertó en él un sentimiento mucho más fuerte, sintió que se había enamorado.

Lisa era una mujer alta, fina y larga. Todo en ella era largo: la cara, la nariz, aunque no hacia delante, sino a lo largo del rostro, los dedos, los pies. Su tez era delicada, blanca, un tanto amarilla, suavemente sonrosa; sus cabellos eran largos, rubios, suaves y rizaos; sus ojos eran hermosos, claros, tímidos y confiados. Estos ojos fueron lo que más atrajo a Evgueni. Y cuando pensaba en Lisa, siempre veía ante él esos ojos claros, tímidos y confiados.

Así era en el aspecto físico; espiritualmente no sabía nada de ella, lo único que veía eran sus ojos. Y estos ojos parecían decirle cuanto necesitaba saber. Tal era el sentido de aquellos ojos.

Desde su ingreso en el instituto, a los quince años, lisa había estado siempre enamorada de hombres a quienes encontraba atractivos, y sólo se sentía contenta y feliz cuando estaba enamorada. Al dejar el instituto pareció que se enamoró, como es lógico, de Evgueni. Este hecho de encontrarse enamorada era lo que proporcionaba a sus ojos al particular expresión que tanto había prendado a Evgueni.

Aquel invierno, simultáneamente, había estado enamorada de los jóvenes, y se ponía colorada y agitada no sólo cuando entraban en la habitación, sino cuando pronunciaban su nombre. Pero luego, cuando su madre le hizo ver que Irténev parecía venir con intenciones serias, su amor hacia este último aumentó hasta el punto de mostrar una indiferencia casi completa hacia los otros dos; y cuando Irténev empezó a frecuentar su casa, sus bailes y veladas, y bailaba con ella más que con ninguna otra con l único deseo, a ¡juzgar por todo, de saber si era correspondido, su amor se hizo casi morboso; soñaba con él dormida y despierta, y todos los demás desaparecieron para ella. Cuando pidió su mano y les dieron la bendición, cuando se besaron como novio y novia, no tuvo otras ideas que las de él, otros deseos que los de él; quería estar con él para amar y ser amada. Estaba orgullosa de él, se enternecía pensando en su amor y se derretía de amor a él. En cuanto a Evgueni, no esperaba encontrar este amor, que incrementaba todavía más sus propios sentimientos.

VI


Muy cerca ya la primavera, llegó a Semiónovskoe con el propósito de dar una vuelta y tomar sus disposiciones en relación con la finca; quería ver, sobre todo, cómo marchaba el arreglo de la casa con vistas a la boda.

María Pávlovna no estaba contenta con la elección se su hijo, pero sólo porque no era un partido tan brillante como hubiera podido serlo y porque Varvara Alexéievna, la futura consuegra, no le agradaba. No sabía ni podía afirmar si era buena o mala, porque desde el primer momento vio que no era una mujer comme il faut, una lady, según María Pávlovna se decía, y esto la disgustaba. Estimaba este decoro por costumbre, sabía que Evgueni era muy sensible al particular y preveía que ello iba a dar lugar a muchos contratiempos. En cuanto a la muchacha, le agradaba, principalmente porque agradaba a Evgueni. Tendría que quererla.

Y María Pávlovna estaba dispuesta a quererla sinceramente.

Evgueni encontró a su madre alegre y contenta. Estaba haciendo grandes reformas en la casa y tenía el propósito de irse en cuanto él trajese a su joven esposa. Evgueni insistió en que se quedara y la cuestión quedó en el aire. Aquella tarde, según su costumbre, después del té María Pávlovna se puso a hacer solitarios. Evgueni la ayudaba. Era el momento de las conversaciones más intimas. Después de terminar un solitario y sin empezar otro, María Pávlovna miró a Evgueni y, un tanto vacilante, empezó así:

.Quería decirte una cosa, Zhenia. No sé nada, se comprende, pero en general, querría aconsejarte que antes de la boda pongas fin por completo a todos tus asuntos de soltero, para que luego no haya nada que pueda preocuparte ni, Dios nos libre, preocupar a tu mujer. ¿Me comprendes?

En efecto, Evgueni comprendió al momento que María Pávlovna aludía a sus relaciones con Stepanida, que habían cesado aquel otoño y a las que ella, como todas las mujeres solitarias, atribuían mucha más importancia de la que en realidad tenían. Evgueni se puso colorado, y no tanto e vergüenza como de disgusto de que la buena María Pávlovna se inmiscuyera, cierto que movida por su cariño, en cosas que no comprendía ni podía comprender. Dijo que no tenía nada que debería ocultar y que siempre había procedido en tal modo que nada pudiera ser un obstáculo para su boda.

.Magnífico, amigo. No te enfades conmigo –dijo María Pávlovna turbada.

Pero Evgueni vio que no había terminado y no había dicho lo que quería. Así resultó en efecto. Poco después pasó a contar que en su ausencia le habían pedido que fuese madrina de un niño de… los Péchnikov.

Ahora Evgueni enrojeció, pero no movido por el enojo o la vergüenza, sino por un extraño sentimiento de que lo que ahora le iban a decir era de gran importancia, ante la coincidencia de un razonamiento que en su fuero interno se había producido al margen por completo de su voluntad. Así resultó. María Pávlovna, como si no tuviese otro tema de conversación, dijo que aquel año sólo nacían niños; se veía que iba a haber una guerra. Los Vasin habían tenido un hijo, y también la joven de los Péchnikov. María Pávlovna quiso decir esto como de pasada, pero ella misma se sintió abochornada al ver cómo se teñía de rojo la cara de su hijo, su nerviosismo al ponerse los lentes y sus prisas al encender el cigarrillo. Sequedó callada. Él también calló, sin discurrir la manera de poner fin al silencio. Los dos se daban cuenta de haberse comprendido.

.Lo principal es que en la aldea reine la justicia, que no haya favoritos, como en tiempos de tu tío.

.Mamá –dijo de pronto Evgueni, .sé a qué se refiere. No tiene motivos para inquietarse. Mi futura vida familia es para mí un santuario que no profanaré en ningún caso. Y lo que pudiera haber en mi vida de soltero ha acabado por completo. Nunca adquirí compromiso alguno con nadie, y nadie tiene sobre mí el menor derecho.

.Lo celebro –dijo la madre. –Conozco tus nobles ideas.

Evgueni tomó esas palabras de su madre como un merecido tributo a su persona y no dijo más.

A la mañana siguiente se dirigió a la ciudad con el pensamiento puesto en su prometida, en cualquier cosa que no fuese Stepanida. Pero como a propio intento, al acercarse a la iglesia, se tropezó con gente que entraba y salía del templo. Se encontró con el viejo Matvei, con Semión, con los chiquillos, unas mozas y dos mujeres casadas, una de cierta edad y la otra joven, muy engalanada, con un pañuelo rojo vivo y que le pareció conocida. La mujer caminaba con paso ligero y animoso, llevando un niño en brazos. Al juntarse, la de más edad se detuvo y le hizo un saludo al viejo estilo; la joven, la del niño, se limitó a inclinar la cabeza, y por debajo de pañuelo brillaron unos ojos familiares que sonreían alegremente.

«Sí, es ella, pero todo ha terminado y no tengo para qué mirarla. Aunque el niño puede ser mío –pasó por su imaginación. –Pero no, es un absurdo. Su marido estuvo aquí, y ella iba a verle». Ni siquiera trató de echar cuentas. Lo que hizo fue para bien de su salud, siempre le había dado dinero y entre ellos dos no había, no podía ni debía haber ninguna otra relación.

No es que quisiese callar la voz de la conciencia, la conciencia no le decía nada en absoluto.

Y no volvió a acordarse de ella ni una sola vez después de la conversación con su madre y de aquel encuentro. Y ni una sola vez volvió a tropezarse con ella.

En la semana siguiente a la pascua de Pentecostés, Evgueni contrajo matrimonio en la ciudad y seguidamente, en compañía de su joven esposa, se trasladó a la aldea. La casa había sido renovada como de ordinario se hace para los recién casados. María Pávlovna se quería ir, pero Evgueni, y sobre todo Lisa, consiguieron que se quedara. Lo único que hizo fue trasladarse al pabellón contiguo.

Así empezó para Evgueni una nueva vida.

VII


El primer año de vida familiar le resultó difícil. Lo fue así porque los asuntos, que mal que bien había ido aplazando durante el noviazgo, ahora, después de la boda, se le vinieron todos encima.

Resultaba imposible verse libre de las deudas. Las más urgentes fueron saldadas con el producto de la venta del bosque, pero quedaban otras y no había dinero. Aunque la finca había proporcionado buenos ingresos, tobo que mandar dinero a su hermano y atender los gastos de la boda, así que se encontraba sin recursos, la fabrica no podía seguir funcionando y debía se parada. Había un medio para salir de la situación: emplear el dinero de su mujer. Lisa, comprendiendo la situación de su marido, se lo exigió ella misma. Evgueni lo aceptó, pero a condición de poner la mitad de la finca a nombre de su esposa. Así lo hizo. No por ella, se comprende, que se sintió ofendida, sino pensando en la suegra.

Estas cuestiones, con los altibajos de éxitos y reveses, fueron una de las cosas que envenenaron la vida de Evgueni durante el primer año. La otra fue la precaria salud de su mujer. A los siete meses de la boda, Lisa tuvo un accidente. Había salido en el cochecillo a esperar a su marido, que regresaba de la ciudad, y el caballo, aunque era pacífico, pareció encabritarse, ella se asustó y se tiró al suelo de un salto. Tuvo relativamente suerte, pues pudo haberse enganchado en una rueda, pero estaba embarazada y aquella misma noche sintió dolores, abortó y tardó largo tiempo en reponerse. La pérdida de un hijo a quien tanto esperaban, la enfermedad de su mujer, los trastornos que esto significaba para su vida y, sobre todo, la presencia de la suegra, que había acudido en cuanto Lisa se puso enferma, hicieron este años todavía más penoso para Evgueni.

Mas, a pesar de tan difíciles circunstancias, al terminar el primer año Evgueni se sentía muy animoso. En primer lugar, sus íntimos deseos de restablece la fortuna venida a menos, de reanudar la vida de su abuelo bajo nuevas formas, aunque con trabajo y lentamente, se iban viendo cumplidos. Ahora ya no se trataba de vender toda la finca para pagar las deudas. La finca, aunque puesta a nombre de su mujer, había sido salvada, y si la cosecha de la remolacha era buena y los precios resultaban ventajosos, para el año próximo aquella situación de necesidad y eterna preocupaciones podría ser remplazada por una verdadera abundancia. Esto era una cosa.

La otra era que, por mucho que esperase de su mujer, no podía imaginarse que iba a encontrar en ella lo que había encontrado: no era lo que esperaba, era algo mucho mejor. Las ternuras y los entusiasmos de los enamorados, aunque él tratase de ponerles fin, no desaparecían, o se disipaban muy lentamente: pero resultaba algo completamente distinto, la vida era no sólo más alegre y agradable, sino más fácil. No sabía la razón, pero así era.

Esto se debía a que ella, inmediatamente después de los esponsales, había decidido que en todo el mundo no había persona más inteligente, pura y noble que Evgueni Irténev, por lo que todos estaban obligados a ponerse al servicio de Irténev y hacerle agradable la vida. Y como no era posible que todos se comportasen así, ella debía procurarlo en la medida de sus fuerzas.

Así lo hacía, y por eso todas sus energías espirituales se hallaban siempre alerta, tratando de adivinar lo que a él le agradaba y hacerlo así por difícil que fuese.

Pero ella poseía lo que constituye el principal encanto del trato con la mujer amada: el amor le hacía ver lo que dentro del alma e su marido había. Intuía (a menudo mejor que él mismo) cualquier estado de su alma, cualquier matiz de sus sentimientos desagradables y obraba en consonancia con ello; es decir, nunca lo ofendía, siempre moderaba sus sentimientos desagradables y procuraba dar más fuerza a los alegres. Y no se trataba sólo de los sentimientos: también comprendía sus ideas. Comprendía al momento las cuestiones más ajenas a ella de la agricultura, de la fábrica, de la opinión de una u otra persona, y no sólo podía mantener conversaciones sobre estos temas, sino que a menudo, como él mismo decía, le daba útiles consejos. Las cosas, las personas y todo en el mundo lo miraba sólo con los ojos de su marido. Quería a su madre, pero al ver que Evgueni le resultaba desagradable la intervención de la suegra en su vida, desde el primer momento se puso al lado de su marido, y con tal energía, que él debió moderarla en sus ímpetus.

Además de todo esto poseía muchísimo gusto y tacto, y, sobre todo, sabía hacer las cosas en silencio. No se advertía su intervención, se veían los resultados; es decir, siempre y en todo reinaban la limpieza, el orden y la elegancia. Lisa, desde el primer momento, comprendió cuál era la idea de la vida de su marido y trataba e alcanzar y alcanzaba dentro de la casa aquello que él quería. No tenían hijos, pero tampoco perdían la esperanza. Aquel invierno fueron a Petesburgo, aun ginecólogo, y éste les aseguró que se encontraba perfectamente y podía tenerlos.

También este deseo se vio cumplido. A in de año quedó de nuevo embarazada.

Un punto había que no envenenaba, pero sí amenazaba su felicidad, y eran los ocultos celos: unos celos que ella trataba de contener, que no demostraba, pero que la hacían sufrir a menudo. No es que Evgueni no pudiese amar a ninguna, porque en todo el mundo no había mujeres dignas de él (si ella era digna de esto, nunca se lo preguntaba), pero ni una sola mujer podía atreverse a amarlo.

VIII


Su vida era como sigue. Él se levantaba, como siempre, temprano y se dedicaba a las cuestiones de la hacienda, acudía a la fábrica, allí donde se efectuaba algún trabajo, y a veces salía al campo. Hacía las diez llegaba para tomar el café. Para ello se reunía en la terraza con María Pávlovna, el tío, que vivía con ellos, y Lisa. Después de una conversación, a menudo muy animada, se separaban hasta la comida. Comían a las dos. Y luego daban un paseo a pie o en coche. Por la tarde, cuando él volvía de la oficina, tomaban té, y a veces él leía en voz alta mientras ella se dedicaba a sus labores, o hacían música, o, cuando había invitados, charlaban simplemente. Cuando él se ausentaba para resolver algún asunto, escribía y recibía cartas de ella a diario. A veces ella le acompañaba, y eso resultaba particularmente agradable.

Para el santo de él acudían muchos invitados y el agasajado veía con gran placer cómo ella sabía disponer las cosas de modo que todo saliese a pedir de boca. Lo veía y escuchaba los comentarios; todos se mostraban entusiasmados con la joven y simpática dueña de casa, y esto venía a incrementar su amor hacia ella. Las cosas marchaban a pedir de boca. El embarazo se desarrollaba normalmente y ambos, aunque con timidez, empezaban a pensar en cómo criar al niño. Todas estas cuestiones de la educación y la crianza las decidía Evgueni; lo único que ella deseaba era cumplir mansamente la volunta de su marido. Evgueni leyó muchos libros de medicina con leprosito que el niño fuese cuidado según las reglas de la ciencia. Ella, se comprende, lo aceptaba todo y preparaba la canastilla y la cuna. Así llegó el segundo año de su matrimonio y la segunda primavera.

IX


Era en vísperas de la Santísima Trinidad. Lisa se encontraba en el quinto mes, y aunque trataba de cuidarse, se mostraba alegre y ágil. Ambas madres, la de ella y la de él, vivían en la casa bajo el pretexto de que debían vigilar y proteger a la embarazada, aunque lo único que hacían era inquietarla con sus eternas palabras necias. Evgueni estaba entregado n cuerpo y alma a la hacienda, al cultivo en gran escala e la remolacha.

Lisa decidió hacer limpieza general en la casa, cosa que no habían hecho desde semana santa, y para ayudar a la servidumbre llamó a dos mujeres de la aldea; debían fregar los suelos y las ventanas, limpiar el polvo de muebles y alfombras y colocar las fundas. Las mujeres llegaron por la mañana temprano, pusieron agua a calentar y empezaron su trabajo. Una de estas dos mujeres era Stepanida que acababa de destetar a su hijo y, a través de un empleado de la oficina con el que ahora andaba liada, había conseguido que la llamase. Sentía deseos de ver de cerca de la nueva señora. Stepanida vivía como antes, su marido seguía ausente y ella hacía travesuras como antes las había hecho con Danila, cuando éste la sorprendió cogiendo leña, y luego con el señor; ahora se trataba del joven oficinista. En el señor no pensaba en absoluto. «Ahora tiene a su mujer –se decía. –Pero me agradaría ver a la señora; dicen que ha arreglado muy bien la casa».

Evgueni no la había visto desde que se tropezó con ella y el niño. Como jornalera no se contrataba, por estar ocupada con la criatura, y él pasaba en muy raras ocasiones por la aldea.

Aquel día, en vísperas de la Trinidad, Evgueni se levantó temprano, a las cinco de la mañana, y se dirigió a unos barbechos que debían fosfatar. Cuando salió de la casa, las os mujeres no habían entrado aun en las habitaciones de los señores; estaban poniendo a calentar el agua.

Alegre, satisfecho y hambriento, Evgueni volvió a la hora del desayuno. Descabalgó junto al portillo, entregó las bridas de su montura a un jardinero que se había acercado a él y, descargando fustazos contra la alta hierba y repitiendo, como a su modo sucede, una misma frase, se dirigió hacia la casa. La frase en cuestión era: «los fosfatos se justifican», aunque no sabía qué era lo que justificaban, ni ante quien.

En la pradera estaban sacudiendo las alfombras. Los muebles habían sido sacados fuera.

“¡Madre mía! ¡Lo que ha organizado Lisa! Los fosfatos se justifican. ¡Que ama de casa es, que amita! ¡Sí, que amita! –se dijo con el rostro casi resplandeciente que casi siempre mostraba cuando la miraba. –Sí, tengo que cambiarme de botas; porque si no, los fosfatos se justifican, es decir, huele a estiércol, y la amita, en el estado en que se encuentra… ¿Por qué se encuentra en ese estado? Sí, ahí, en ella crece un pequeño y nuevo Irténev –pensó. –Sí, los fosfatos se justifican». Y sonriendo, entregado a sus pensamientos, empujó la puerta de su cuarto.


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