Текст книги "Narrativa Breve"
Автор книги: Leon Tolstoi
сообщить о нарушении
Текущая страница: 11 (всего у книги 47 страниц)
Tarass el Zar se enojó y despidió al hombre, que así lo perjudicaba, de su reino. Pero el mercader se estableció en la misma frontera y continuó su negocio. Seguían llevándoselo todo a cambio de su dinero, y al Zar, nada. Para éste, todo iba de mal en peor y Tarass pasaba días enteros sin comer. Y empezó a correr el rumor de que el mercader se había jactado de que, el día menos pensado, compraría al mismo Zar. Este tuvo miedo y no supo ya qué hacer.
Entonces fue a encontrarle Seman el Guerrero.
—Préstame tu ayuda —profirió—; el Zar indio quitóme cuanto poseía.
—Pues yo —repuso Tarass‑me paso los días sin comer.
XI
El viejo diablo, habiendo concluido con los dos hermanos, se fue a casa de Iván. Tomó el aspecto de un voivoda y persuadió a Iván de que organizara un ejército en su reino.
—No le está bien a un Zar —le dijo– vivir sin ejército. Déjame hacer; yo te reclutaré soldados de entre tus súbditos.
Iván le escuchó.
—Sea —dijo —. Hazlo. Y enséñales canciones bonitas. Me gusta mucho eso.
El viejo diablo recorrió todo el reino de Iván para reclutar voluntarios. Hizo saber que todos serían admitidos, y que a cada soldado se le daría un chtof [12]de vodka y un gorro colorado. Los imbéciles se echaron a reír.
—Tenemos toda la vodka que queremos, puesto que nos lo hacemos nosotros. En cuanto al gorro, nuestras mujeres los hacen de todos los colores, y hasta a rayas, si así los preferimos.
Y nadie se alistó:
Entonces el diablo volvió a ver a Iván y le dijo:
—Tus imbéciles no quieren alistarse voluntariamente. Es preciso obligarles por la fuerza.
—Sea como dices —le contestó—. Reclútalos por fuerza.
Y el diablo anunció al pueblo que todos los imbéciles debían alistarse como soldados, y que cuantos se resistieran serían condenados a muerte.
Los imbéciles se fueron a ver al voivoda:
—Nos dices —expusieron—, que si nos negamos a ser soldados, el Zar nos ejecutará.
Pero no nos dices qué será de nosotros cuando seamos soldados. Parece que también se les mata.
—Si, también sucede esto.
Al oír los imbéciles esta respuesta, se obstinaron en su negativa.
—No seremos soldados —gritaban—. Preferimos morir en casa, puesto que también a los soldados matan.
—¡Qué imbéciles sois! ¡Qué imbéciles! —repetía el diablo– A los soldados se les puede matar, pero tienen probabilidades de poder escapar; mientras que, si no obedecéis, Iván, de seguro, os ejecutará.
Los imbéciles, después de reflexionar, fuéronse en busca de Iván y le dijeron:
—Un voivoda nos manda que nos hagamos soldados y nos dice: «Si os hacéis soldados, no es seguro que os maten; y si no queréis serlo, Iván os matará seguramente». ¿Es eso cierto?
Iván soltó la carcajada.
—Pero, ¿cómo me las compondré —les dijo– para mataros yo solo a todos? Si no fuera imbécil, os lo explicaría; pero ni yo mismo acierto a entenderlo.
—Entonces. ¿No vamos?
—¡Como queráis! —les dijo– No os alistéis.
Los Imbéciles volvieron a casa del voivoda, y le manifestaron su propósito firme de no ser soldados.
Viendo el diablo que su negocio tomaba mal cariz, se fue a casa del Zar Tarakanski, cuya confianza se había ganado.
—Vamos a combatir —le dijo– a Iván el Zar. Es verdad que no tiene dinero; pero, en cambio, posee abundancia de trigo, ganado y otros bienes.
Tarakanski reunió muchos soldados, que armó con fusiles y proveyó de cañones, marchando a la frontera para invadir el reino de Iván.
Iván tuvo de ello noticia. Le habían dicho:
—Tarakanski viene a pelear contra ti.
—¡Que venga!
Y Tarakanski pasó la frontera, enviando a su vanguardia en busca del ejército de Iván.
Busca que te busca, esperaban que al fin surgiera algún ejército por el horizonte; pero ni siquiera oyeron hablar de soldados. Era, pues, imposible combatir.
Tarakanski mandó ocupar los pueblos. Los imbéciles de ambos sexos salían de sus casas, miraban los soldados, y se extrañaban. Los soldados les robaron el trigo y el ganado; pero los imbéciles lo daban todo sin defenderse.
Los soldados ocuparon otro pueblo y acaeció otro tanto. Así marcharon un día y otro día y por todas partes sucedía lo mismo; se lo daban todo, nadie se defendía, y hasta los mismos del pueblo les invitaban a quedarse con ellos.
—Si, queridos amigos —les decían—; si vivís mal en vuestro país, estableceos aquí para siempre.
Los soldados anduvieron más aún, sin encontrar ejercito ninguno. Por todas partes hallaban gentes que vivían a la buena de Dios: se alimentaban de su trabajo y no se defendían.
Los soldados acabaron por aburrirse, regresando a casa del Zar Tarakanski para decirle:
—No hay medio de batirse. Llévanos a otra parte para guerrear, porque aquí no hay guerra posible. Tanto valdría cortar manteca.
Tarakanski se enfadó. Dio orden a sus soldados de recorrer todo el reino, asolando aldeas, incendiando casas, quemando los trigales y matando todo el ganado.
—Y si no me obedecéis – rugió—, os haré matar a vosotros.
Los soldados, presos de pánico, cumplieron la despótica orden, y quemaron casas, incendiaron trigales, exterminando los rebaños.
Ni aun así se defendieron los imbéciles, que no hacían otra cosa que llorar: lloraban los ancianos y los niños también.
—¿Por qué —decían —perjudicarnos? ¿Para qué destruir tantos bienes? ¡Si os hacen falta, tomadlos; pero no los malogréis!
Pronto se cansaron también los solados, negándose a seguir más adelante, y todo el ejército se retiró.
XII
Viendo el diablo que no había manera de acabar con Iván por medio de los soldados, se fue, para volver al punto bajo la forma de un caballero bien vestido, y, estableciéndose en el reino de Iván, decidió combatirle como a Tarass el Panzudo, por medio del dinero.
—Yo —les dijo– quiero haceros bien y enseñaros cosas excelentes Por lo pronto voy a hacerme mi casa entre vosotros.
—Si es de tu agrado —se le respondió—, quédate.
Al día siguiente, el elegante caballero salió a la plaza pública con un talego de oro y una hoja de papel. Ante el pueblo dijo:
—Vivís como cerdos; quiero enseñaros cómo hay que vivir. Me construiréis una casa según este plano. Vosotros trabajaréis, yo os dirigiré, y os pagaré con monedas de oro.
Y les enseñó el talego de oro.
Los imbéciles se extrañaron: nunca habían visto dinero; sólo cambiaban entre si los productos de su trabajo. Admiraron el oro.
—¡Qué bonito y cómo brilla! —se dijeron.
Y cambiaron con el caballero su trabajo por las monedas de oro. Como en el reino de Tarass el diablo, vestido de señor, repartió el oro a puñados, y en cambio, obtuvo toda clase dé trabajos y de productos. El se alegró y pensó:
– «Mis asuntos van por buen camino. Arruinare ahora al imbécil como arruiné a Tarass, y llegaré a comprar a él mismo.»
Pero cuando los imbéciles hubieron reunido suficientes piezas de oro, se las dieron a sus mujeres para que se hicieran collares. Todas las muchachas adornaron con ellas sus trenzas, y los niños se divertían con monedas en la calle. Y como tenían muchas, los imbéciles no quisieron ya más.
Y, sin embargo la casa del diablo seguía sin terminar, y tampoco había hecho aún su provisión de trigo y de ganado.
Anunció, pues, que podían ir a trabajar a su casa y llevarle trigo y ganado. Que él, a cambio, les daría muchas monedas de oro.
Inútilmente insistía e invitaba al trabajo. Sólo de vez en cuando, algún muchacho o alguna chiquilla iba a cambiar un huevo por una moneda de oro. Y el caballero no tuvo qué comer.
Acosado por el hambre, se fue a la aldea en busca de alimento. Entró en un corral y ofreció su dinero por una gallina, pero la dueña rehusó la moneda.
—Tengo muchas monedas como ésta —dijo.
Se fue a casa de otra mujer; esta no tenía hijos. Quiso comprarle un arenque por una pieza de oro.
—No la necesito —le contestó la buena mujer—, porque no tengo hijos para que jueguen con ella. Tengo tres, que guardo por curiosidad.
Fue entonces a casa de un mujik para comprar pan, y también el mujik rehusó el dinero.
—No hace falta —dijo– ¿Quieres algo, quizá, por amor de Dios? Aguarda y le diré a mi esposa que te dé un trozo…
El diablo escupió y salió de allí más que aprisa, antes que el mujik terminase su ofrecimiento caritativo. Para el diablo, oír que le ofrecían algo en nombre de Cristo, era lo peor de lo peor.
Por esta razón no encontró pan, pues por donde quiera que iba, se negaban a darle nada por su dinero y todos le decían:
—Ofrécenos otra cosa, o trabaja. Pídelo, en todo caso, por amor de Dios.
Y él diablo no podía ofrecer nada más que dinero. Trabajar no quería y aceptar la caridad por amor de Cristo, le era imposible.
Y se enfadó el diablo.
—¿Para qué necesitáis otra cosa —les dijo—, si os ofrezco oro? Con el oro compraréis cuanto queráis, y haréis trabajar al que se os antoje.
Los imbéciles no le escucharon.
—No —dijeron—, no hace falta. No tenemos deudas y tampoco impuestos. ¿Para qué, pues, nos hace falta el dinero?
Y el diablo hubo de acostarse sin cenar.
Iván se enteró de lo que ocurría, pues habían acudido a preguntarle:
—¿Qué hemos de hacer? Ha venido a nuestras casas un señor bien puesto, que gusta de comer bien, de beber mejor, y que se viste con las mejores ropas. No quiere trabajar, ni pedir por amor de Dios. El sólo ofrece piezas de oro a todo el mundo. Antes de que tuviéramos bastantes de estas monedas, se le daba de todo; ahora no se le da ya nada. ¿Qué hemos de hacer para que no se muera de hambre?, porque sería una pena que esta acaeciera.
Iván les escuchaba.
—Hemos de darle de comer. Que vaya de casa en casa y sea atendido.
Y el viejo diablo llamó de puerta en puerta y llegó un día a casa de Iván el Imbécil, y pidió de comer a la muda, que estaba preparando comida para su hermano. Antes de ahora, su buena fe había sido sorprendida por gente haragana y perezosa, que acudía mendigando por no trabajar; los mendigos la habían dejado, más de una vez, sin gachas, No daba ahora al perezoso; los conocía en las manos: a los que tenían callos, les sentaba a su mesa, y para los otros, los holgazanes, sólo había lo que los primeros dejaban.
El viejo diablo se acercó a la mesa; pero la muda le cogió la mano y se la examinó. No tenía callos, al contrario, sus manos eran blancas y bien cuidadas; sus uñas largas y agudas. Se puso a chillar, y echó al diablo de la mesa.
La mujer de Iván, dijo al huésped:
—No te enfades, apuesto caballero; mi cuñada impide que se sienten a la mesa los que no tienen las manos callosas. Aguarda un poco; cuando todos hayan comido, ella te dará las sobras.
El diablo se sintió humillado: «¡Comer él, en casa del Zar, con los cerdos!».
Y acudió a Iván:
—Esta ley de tu reino es absurda. Vosotros sois imbéciles, y creéis que sólo se puede trabajar con las manos. Sois unos necios, pensando así. ¿Con qué te figuras que trabajan las:
personas inteligentes?
E Iván le preguntó:
—¿Cómo hemos de saberlo, si somos tontos? Nosotros sólo con las manos sabemos trabajar.
—Desde luego… Pero yo —replicó el diablo—, voy a enseñaros a trabajar con la cabeza:
veréis entonces cuál sistema es mejor.
Iván se extrañó, y dijo:
—¿De veras? ¡Ah, cuánta razón tienen en llamarnos imbéciles!
Y el diablo explicó:
—No creas que es fácil: trabajar con la cabeza cuesta mucho más. No me dais de comer porque no tengo callosas las manos, ignorando que es cien veces más difícil lo que yo hago.
La cabeza se calienta tanto con el trabajo que a veces estalla.
Iván se quedó pensativo.
—¿Por qué, en este caso, amigo mío, te das tanta molestia? No es bueno que la cabeza estalle; te valdría mucho más trabajar como nosotros, con las manos.
Y, el diablo replico:
—Si me tomo tanta molestia, es precisamente porque tengo piedad de vosotros, imbéciles.
Sin mí, toda la vida seríais idiotas. Pero yo, que trabajo con la cabeza quiero que aprendáis de mí.
Iván se extrañó; pero, intrigado, dio ánimos:
—Sí, sí; enséñanos. A veces, uno acababa por cansarse las manos; entonces, para descansar, podremos trabajar con la cabeza.
Y el diablo prometió enseñarles.
E Iván hizo saber por todo el reino, que había llegado un caballero distinguido que enseñaría a todos a trabajar con la cabeza; que se adelantaba más trabajo con la cabeza que con las manos, y que todos debían acudir a aprender.
Había en el reino de Iván una torre muy alta, con una escalera muy empinada a lo largo de las paredes, que conducía a la cúspide, coronada por una plataforma. E Iván hizo subir hasta lo alto al caballero para que todos pudieran verle y aprender.
Desde la plataforma, el caballero empezó a hablar. Los imbéciles le miraban; creían que aquel caballero iba á enseñarles, verdaderamente, como se trabajaba sin manos, sólo con la cabeza; mientras que el viejo diablo sólo enseñaba con discursos cómo se puede vivir sin trabajar.
Los imbéciles no le entendieron. Cansados de mirar constantemente, se fueron cada cual a su trabajo. Pero el viejo diablo seguía en lo alto de la torre un día y otro día, siempre hablando. Y llego a tener hambre. A los imbéciles no se les ocurrió darle comida. Pensaban que, sabiendo trabajar mejor con la cabeza que con las manos, se haría pan con suma facilidad.
Y el diablo pasó aún otro día, en lo alto de la torre, y no paraba de charlar. Y la gente se acercaba, miraba pensativa, y, luego, se volvía.
Iván preguntaba:
—Pues que, ¿ha empezado ya ese caballero a trabajar con la cabeza?
—Aún no —le contestaban sus súbditos—. Todavía está charlando.
El viejo diablo pasó otro día más en la torre; y se debilitaba. Una vez vaciló sobre sus piernas y dio de cabeza contra una columna. Una de los imbéciles, que lo vio, se lo dijo a la mujer de Iván. Esta corrió a buscar a su marido, que estaba en el campo.
—Corre a ver el caballero; parece que empieza a trabajar con, la cabeza. Iván se extrañó.
—¿De veras? —preguntó. Y se acerco.
El viejo diablo, completamente agotadas sus fuerzas, se tambaleaba y dábase de cabeza contra la columna. En cuanto llegó Iván, el diablo vaciló más todavía; cayóse, rodando por las escaleras y golpeando con la frente todos los peldaños.
—¡Oh, oh! —dijo Iván—. Era, pues, verdad lo que decía ese caballero tan elegante: Es posible que estalle la cabeza; las callosidades no son tan dolorosas. Con esta clase de trabajo, se expone uno a que le salgan chichones.
Y el viejo diablo cayó, y su dura cabeza hundióse en el suelo.
Iván se le acercó para ver si había trabajado mucho; pero de repente la tierra se había entreabierto para tragarse al espíritu del mal. No quedando esta vez ni el agujero.
Iván se rasco la cabeza.
—¡Cuidado —dijo– con el animalejo! ¡Otra vez por aquí! Este era, sin duda, el padre de aquéllos. ¡Uf, qué asqueroso es!
XIII
Iván vive todavía. Todos acuden a su reino. Sus hermanos viven con él, y él los mantiene.
A cuantos llegan y dicen:
—¡Aliméntanos!
—Sea —les responde—. Vivid en paz. Tenemos de todo. Pero en este reino existe una ley: es una costumbre muy nuble y singular. Al que tiene callosas las manos, le decimos:
«Siéntate a la mesa con nosotros.» Pero si las tiene blancas y finas, a ése, sólo las sobras le damos.
El ahijado
I
Un pobre mujik tuvo un hijo. Se alegró mucho y fue a casa de un vecino suyo a pedirle que apadrinase al niño. Pero aquél se negó: no quería ser padrino de un niño pobre. El mujik fue a ver a otro vecino, que también se negó. El pobre campesino recorrió toda la aldea en busca de un padrino, pero nadie accedía a su petición. Entonces se dirigió a otra aldea. Allí se encontró con un transeúnte, que se detuvo y le preguntó:
—¿Adónde vas, mujik?
—El Señor me ha enviado un hijo para que cuide de él mientras soy joven, para consuelo de mi vejez y para que rece por mi alma cuando me haya muerto. Pero como soy pobre nadie de mi aldea quiere apadrinarlo, por eso voy a otro lugar en busca de un padrino.
El transeúnte le dijo:
—Yo seré el padrino de tu hijo.
El mujik se alegró mucho, dio las gracias al transeúnte y preguntó:
—¿Y quién será la madrina?
—La hija del comerciante —contestó el transeúnte—. Vete a la ciudad; en la plaza verás una tienda en una casa de piedra. Entra en esta casa y ruégale al comercian‑te que su hija sea la madrina de tu niño.
El campesino vaciló.
—¿Cómo podría dirigirme a este acaudalado comerciante? Me despediría.
—No te preocupes de eso. Haz lo que te digo. Mañana por la mañana iré a tu casa, estate preparado.
El campesino regresó a su casa; después se dirigió a la ciudad. El comerciante en persona le salió al encuentro.
—¿Qué deseas?
—Señor comerciante, Dios me ha enviado un hijo para que cuide de él mientras soy joven, para consuelo de mi vejez y para que rece por mi alma cuando me muera. Haz el favor de permitirle a tu hija que sea la madrina.
—¿Cuándo será el bautizo?
—Mañana por la mañana.
—Pues bien, vete con Dios. Mi hija irá mañana a la hora de la misa.
Al día siguiente llegaron los padrinos. En cuanto bautizaron al niño, el padrino se fue y no se supo quién era; desde entonces no le volvieron a ver más.
II
El niño iba creciendo con gran alegría de sus padres. Era fuerte, trabajador, inteligente y pacífico. Cuando cumplió los diez años, sus padres lo mandaron a la escuela. En un año aprendió lo que otros aprenden en cinco. Y ya no le quedaba nada que aprender.
Cuando llegó la Semana Santa, el niño fue a felicitar las Pascuas de Resurrección a su madrina. Al regresar a su casa preguntó: —Padrecitos, ¿dónde vive mi padrino? Quiero ir a felicitarle también.
—No sabemos, hijo querido, dónde vive tu padrino. Esto nos causa profunda tristeza. No lo hemos vuelto a ver desde el día de tu bautizo, no sabemos dónde reside ni si está vivo.
—Padrecitos, dejadme que vaya a buscarle —suplicó el niño. Y los padres accedieron.
III
El niño salió de su casa y se fue camino adelante. Anduvo medio día y se encontró con un transeúnte, que le preguntó:
—¿Adónde vas, muchacho?
—He felicitado las Pascuas a mi madrina. También deseaba felicitar a mi padrino, pero mis padres ignoran su paradero. No lo han vuelto a ver desde que me bautizaron ni saben si está vivo. Voy en busca de él.
Entonces el transeúnte dijo:
—Yo soy tu padrino.
El niño se alegró mucho y preguntó:
—¿Adónde vas ahora, padrino? Si te diriges a nuestra aldea, ven a mi casa.
—No tengo tiempo para ir a tu casa; tengo que hacer. Ven a verme tú mañana —le contestó el padrino.
—¿Cómo he de encontrarte?
—Camina de frente hacia el levante. Llegarás a un bosque y, en medio de él, verás una praderita. Siéntate a descansar en ella y observa lo que veas allí. Al salir del bosque encontrarás un jardín que rodea una casita con tejado de oro. Aquélla es mi casa. Acércate a la verja. Yo saldré a recibirte.
Diciendo esto, el padrino desapareció.
IV
El niño se puso en camino tal como se lo había ordenado su padrino. Anduvo, anduvo, atravesó un bosque y llegó a una' praderita. Allí vio un pino en una de cuyas ramas pendía un tronco de roble atado con una cuerda. Debajo del tronco había una artesa llena de miel. El niño se puso a pensar qué significaba todo aquello. Entonces se oyeron chasquidos y apareció una osa seguida de cuatro oseznos. La osa olfateó y se dirigió hacia la artesa; introdujo el hocico en la miel y llamó a sus pequeños. Éstos se lanzaron hacia la artesa. El tronco osciló levemente, empujando a los oseznos. Al ver esto, la osa dio un empellón al tronco. Este osciló y volvió a golpear a los ositos, que lanzaron un gemido y salieron despedidos. La osa gruñó y, agarrando el tronco, lo arrojó lejos de sí. El tronco salió volando muy alto por los aires.
Entonces, el mayor de los ositos corrió a la artesa; los demás quisieron seguir su ejemplo, pero aun no les había dado tiempo de llegar, cuando el tronco volvió a su posición normal, matando al osito. Gruñendo, la osa lanzó el tronco hacia arriba con todas sus fuerzas. El tronco llegó muy alto, por encima de la rama de la que estaba colgado, con lo que se aflojó la cuerda. Entonces la osa y los pequeños corrieron de nuevo a la artesa. Pero, a medida que el tronco vol‑vía a su posición normal, iba adquiriendo más velocidad y golpeó en la cabeza a la osa, matándola. Entonces, los oseznos salieron huyendo.
V
Muy sorprendido, el niño siguió su ca‑mino y llegó a un espacioso jardín, donde se alzaba la casa con tejado de oro. Junto a la verja se hallaba su padrino, sonriéndole. Ni en sueños había visto el niño la belleza y la alegría que reinaba en aquel jardín.
El padrino le condujo a la casa, aún más regia que el jardín, y le enseñó sus magníficas y alegres habitaciones. Luego, llevándole junto a una puerta sellada, le dijo:
—¿Ves esta puerta? No tiene candado, tan sólo está sellada. Podrías abrirla, pero no quiero que lo hagas. Instálate aquí, pasea y haz lo que quieras. Disfruta de todo esto, pero sólo te encargo una cosa: no traspases esta puerta. Y si lo hicieras, recuerda lo que viste en el bosque.
Diciendo esto, el padrino se marchó. El ahijado se sentía alegre y satisfecho. Habían transcurrido ya treinta años desde que estaba allí, pero él se imaginaba que sólo habían sido tres horas. Y entonces se acercó a la puerta sellada y pensó: «¿Por qué me habrá prohibido mi padrino entrar en esta habitación? Voy a ver lo que hay dentro de ella».
Empujó la puerta y entró. Pudo comprobar que aquella era la habitación mejor y más espaciosa de toda la casa. En el centro había un trono de oro. El ahijado re‑corrió la sala, se acercó al trono, subió las gradas y tomó asiento. Entonces vio que junto al trono había un cetro. Lo tomó en las manos yen el mismo instante se derrumbaron las cuatro paredes, dejando al des‑cubierto al mundo entero. Ante él, divisó el mar y los buques navegando. A la derecha, vio unos pueblos desconocidos habitados por gente no cristiana. A la izquierda vivían cristianos, pero no eran rusos. Y, finalmente, detrás de él se veía el pueblo ruso.
—Voy a ver lo que ocurre en mi casa. ¿Habrá sido buena la cosecha? —se dijo mirando en dirección a las tierras de su padre. Empezó a contar las gavillas para saber si habían recogido mucho trigo, cuando vio avanzar un carro guiado por un mujik. Era el ladrón Vasili Kudriashov, que se dirigía al campo a robar las gavillas.
Irritado, el ahijado gritó:
—Padrecito, están robando el trigo.
El padre se despertó. «He soñado que están robando en nuestro campo, voy a verlo», pensó, y, montando un caballo, se dirigió a sus tierras.
Al llegar, descubrió a Vasili y llamó a los campesinos en su ayuda. Azotaron a Vasili y, maniatado, lo condujeron a la cárcel.
El ahijado miró a la ciudad donde residía su madrina. Ésta se había casado con un comerciante. Se hallaba durmiendo y, mientras, su marido se dirigía a casa de su amante. El ahijado le gritó a su madrina:
—¡Levántate, que tu marido está haciendo cosas malas!
La mujer se levantó, fue en busca de su esposo, lo avergonzó y lo echó de su lado.
Después, el ahijado miró a su casa. Su madre dormía sin darse cuenta de que se había introducido en la isba un ladrón, que estaba forzando un baúl. Entonces la madre se despertó, dando un grito. El malhechor se abalanzó sobre ella blandiendo un hacha.
Sin poderse contener, el ahijado lanzó el cetro y le dio en una sien al ladrón, matándolo en el acto.
VI
En aquel instante se volvieron a cerrar las paredes, quedando la sala como antes. Entonces se abrió la puerta y apareció el padrino. Se acercó a su ahijado, le tomó de la mano y, bajándole del trono le dijo:
—No has cumplido mi orden. Lo primero que has hecho mal fue abrir esta puerta; lo segundo subir al trono y lo tercero añadir mucho mal al mundo. Permaneciendo media hora más en el trono, hubieras echado a perder medio mundo.
El padrino sentó luego al ahijado en el trono y cogió el cetro. Otra vez se derrumbaron las paredes y se vio todo lo que ocurría por el mundo.
El padrino dijo:
—Mira lo que le has hecho a tu padre. Vasili ha estado un año en la cárcel, con lo que se ha exasperado aún más. Ves, ha dejado escapar dos caballos de tu padre y está incendiando su granja. Esto es lo que has conseguido.
Después, el padrino mandó a su ahijado que mirara en otra dirección.
—Ya hace un año que el marido de tu madrina ha abandonado a ésta. Su amante ha desaparecido y él se ha marchado por ahí con otras mujeres. Tu madrina se ha entregado a la bebida a causa de su pena —dijo el padrino, y le mandó al ahijado que mirase hacia su casa.
Entonces, éste vio a su madre que lloraba, arrepentida de sus pecados, diciendo:
—Mejor sería que me hubiese matado el bandido, no habría yo pecado tanto. —He aquí lo que has hecho a tu madre. Y el padrino le mandó al ahijado que mirase hacia abajo. Allí vio al bandido en el purgatorio.
Después, el padrino dijo:
—Este malhechor ha asesinado a nueve personas. Debía de haber redimido sus pecados, pero al matarlo, los has tomado sobre ti. Ahora eres tú quien debe dar cuenta de sus pecados.
He aquí lo que te has buscado. La osa empujó por primera vez el tronco de roble y con ello sólo molestó a los oseznos, lo empujó por segunda vez y mató al mayor de ellos y, cuando lo hizo por tercera vez, halló la muerte. Lo mismo has hecho tú. Te doy treinta años de plazo.
Vete por el mundo a redimir los pecados del bandido. Si los redimes, tendrás que ocupar su puesto.
El ahijado preguntó:
—¿Cómo puedo yo redimir sus pecados? —Cuando hayas aniquilado tanto mal en el mundo como el que has hecho, entonces habrás redimido tus pecados y los de ese hombre.
—¿Y cómo aniquilar el mal? —volvió a inquirir el ahijado.
—Camina en línea recta, en dirección al levante hasta que llegues a un campo. Observa lo que hacen los hombres y enséñales lo que sepas. Luego sigue tu camino, observando lo que veas. Al cuarto día de mar‑cha, llegarás a un bosque donde hay una ermita. En ella vive un ermitaño, cuéntale todo lo que hayas visto y él te enseñará lo que debes hacer. Cuando cumplas todo lo que te mande el ermitaño, habrás redimido tus pecados y los del bandido.
Diciendo esto, el padrino acompañó a su ahijado hasta la verja del jardín y le despidió.
VII
El ahijado se puso en camino, pensando: «¿Cómo destruiré el mal? ¿Qué debo hacer para aniquilarlo sin tomar sobre mí los pecados de los demás?». Meditó sobre esto, mas no pudo llegar a ninguna conclusión.
Anduvo mucho y llegó a un campo. El trigo estaba muy crecido y granado, a punto ya para segarlo. Una ternera había entrado en el sembrado y los campesinos, montados, la perseguían de un lado para otro. La ternera se disponía a saltar fuera del trigo pero, asustándose de los hombres, volvía a meterse en el campo. Y de nuevo la perseguían los aldeanos. Junto a la vereda, una mujer lloraba y decía:
—Van a agotar a mi ternera.
Entonces, el ahijado les dijo a los campesinos:
—¿Por qué obráis así? Salid todos fuera del trigo y que la mujer llame a la ternera.
Los campesinos obedecieron. La mujer se acercó al sembrado y se puso a llamar a la ternera. El animal irguió las orejas, permaneció un rato escuchando y salió corriendo hacia su ama. Todos se alegraron mucho.
El ahijado siguió su camino, pensando: «Ahora veo que el mal se multiplica con el mal.
Cuanto más se le persigue, tanto más se difunde. Pero lo que no sé es cómo se podría destruir.
La ternera ha obedecido a su ama, pero si no lo hubiera hecho, ¿cómo hacerla salir del trigo?».
Por más que meditó sobre esto, no llegó a ninguna conclusión y siguió camino adelante.
VIII
El ahijado anduvo mucho hasta que llegó a una aldea. En una isba, donde sólo había una mujer que estaba fregando, pidió permiso para pernoctar.
Se instaló en un banco y observó a la dueña de la isba. Había terminado de fregar el suelo y se puso a limpiar la mesa. La frotaba sin conseguir dejarla limpia, pues el paño que utilizaba estaba sucio.
El ahijado preguntó:
—¿Qué haces, mujer?
—¿No ves que estoy limpiando en víspera de las fiestas? Pero no hay manera de dejar limpia esta mesa, estoy completamente agotada.
—Debes aclarar antes el paño.
La mujer obedeció y no tardó en dejar limpia la mesa.
—Gracias por haberme enseñado —dijo.
A la mañana siguiente, el ahijado se des‑pidió y emprendió de nuevo la marcha. Anduvo mucho hasta que llegó a un bosque. Allí vio a varios hombres que estaban curvando unos arcos. Al acercarse, se dio cuenta de que los hombres daban vueltas, pero los arcos no se curvaban. Se les movía el banco, pues no estaba fijado. Entonces, les dijo:
—¿Qué hacéis, muchachos?
—Estamos curvando arcos. Los hemos remojado dos veces ya, nos hemos extenuado sin haber logrado curvarlos. —Debéis fijar el banco.
Los mujiks obedecieron y entonces se les dio bien el trabajo. El ahijado pernoctó con ellos y, después, siguió su camino. Anduvo durante todo el día y toda la noche. Al amanecer, llegó a un lugar donde se hallaban unos pastores. Se detuvo a des‑cansar junto a ellos. Los pastores, que ya habían recogido el ganado, trataban de encender una hoguera. Encendieron unas ramas secas y, antes de que se hubieran prendido, echaron encima ramas húmedas, con lo cual apagaron el fuego. Varias veces trataron de encender la hoguera del mismo modo, sin conseguirlo.
Entonces les dijo el ahijado:
—No os apresuréis tanto en echar las ramas húmedas, esperad primero que se prendan bien las secas. Entonces podréis echar las húmedas, que también se prenderán.
Los pastores hicieron lo que les aconsejaba el ahijado y entonces se les prendió la hoguera. Después de permanecer un rato con ellos, el ahijado volvió a ponerse en camino. Iba pensando qué significaba lo que había visto, pero no llegó a entenderlo.
IX
Después de caminar todo el día, llegó a otro bosque donde había una ermita. Se' acercó y llamó a la puerta. Alguien preguntó desde dentro:
—¿Quién es?
—Un gran pecador que va a redimir los pecados de sus semejantes.
Salió el ermitaño y le hizo varias preguntas.
El ahijado le relató todo lo que le había ocurrido desde que se encontró con su padrino.
—He comprendido que no se puede aniquilar el mal por medio del mal, pero no llego a entender cómo debe destruirse. Entonces le dijo el ermitaño.
—Dime lo que has visto en el camino.
El ahijado le relató todo lo que había visto hasta llegar allí.
El ermitaño le escuchó atentamente. Después entró en la ermita y salió trayendo un hacha.
—Vámonos —dijo.
Llegaron hasta un árbol y el ermitaño, mostrándoselo al ahijado, le ordenó: —Tala este árbol.