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Narrativa Breve
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Автор книги: Leon Tolstoi



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Dando varios hachazos, el ahijado derribó el árbol.

—Pártelo en tres —dijo el ermitaño.

El ahijado cumplió la orden. Entonces, el ermitaño entró en la ermita y salió de nuevo trayendo fuego.

—Quema estos tres troncos.

El ahijado los prendió y los troncos ardieron hasta convertirse en tizones. —Ahora planta estos tizones.

El ahijado hizo lo que le mandaban.

—¿Ves el río que corre al pie de esta montaña? Tienes que regar estos tizones, trayendo en la boca el agua. Riega el primero, el segundo y el tercero, lo mismo que le enseñaste a la mujer, a los artesanos y a los pastores lo que debían hacer. Cuando estos tizones crezcan y se conviertan en manzanos, sabrás cómo aniquilar el mal y redimirás los pecados.

X


El ahijado se fue hacia el río. Se llenó la boca de agua, regó un tizón, volvió al río y luego regó los otros dos. Sintiéndose cansado y hambriento, se dirigió a la ermita para pedir algún alimento al ermitaño, pero al entrar en ella, lo halló muerto. El ahijado encontró unos mendrugos de pan y se los comió; luego buscó una azada y fue a cavar una fosa para enterrar al viejo. De noche regaba los tizones y, durante el día cavaba la fosa. Cuando estuvo preparada la fosa y el ahijado se disponía a enterrar al ermitaño, llegaron las gentes de la ciudad, trayendo alimentos para el viejo.

Entonces se enteraron de que éste había muerto, dejando en su puesto al ahijado. Dieron sepultura al ermitaño, le dejaron pan al ahijado y, prometiendo traerle más, se fueron.

El ahijado se quedó a vivir en el puesto del viejo. Cumplía lo que aquél le había mandado.

Regaba los tres tizones trayendo el agua en la boca y se alimentaba con las limosnas de la gente.

Así transcurrió un año. Corrieron rumores de que en el bosque vivía un santo varón que redimía sus pecados. Mucha gente visitaba al ahijado; también solían ir a verlo comerciantes ricos que le llevaban obsequios. El ahijado tomaba tan sólo lo que necesitaba y repartía lo demás entre los pobres.

Desde entonces, el ahijado dedicaba me‑dio día a regar los tizones y la otra mitad, a recibir a la gente y descansar.

Pensaba que cuando le habían mandado vivir así, era ésta la manera de redimir los pecados y de destruir el mal.

Así transcurrió otro año; el ahijado no dejó de regar ni un solo día, pero los tizones no crecían.

Una vez oyó que cabalgaba un hombre entonando una canción. Salió a ver quién era.

Montando un hermoso caballo con buena silla, se acercaba un hombre joven, fuerte y bien vestido.

El ahijado le detuvo y le preguntó quién era y adónde se dirigía.

—Soy un malhechor, asalto a la gente por los caminos; cuantas más personas mato, tanto más alegres son mis canciones.

El ahijado se horrorizó y pensó: «¿Cómo aniquilar el mal en semejante hombre? Me resulta fácil convencer a las personas que vienen a verme, pues se arrepienten por sí mismas.

En cambio, este hombre se jacta del daño que hace».

Sin pronunciar ni una palabra más, el ahijado se apartó del bandido, mientras pensaba:

«¿Qué hacer? Si este hombre se aficiona a venir por aquí, asustará a las gentes y éstas dejarán de visitarme. Con ello se verán perjudicadas y además, ¿de qué viviré yo?»

Entonces se dirigió al bandido, diciéndole:

—Las gentes que vienen aquí no se jactan del mal que han hecho, vienen a arrepentirse y a rezar por sus pecados. Arrepiéntete también, si temes a Dios. Pero si no quieres hacerlo, márchate y no vuelvas por aquí. No me turbes ni asustes a la gente. Si no obedeces, te castigará Dios.

El bandido se echó a reír.

—No temo a Dios ni te obedeceré. Tú no eres quién para mandarme. Te alimentas por medio de tus oraciones y yo por medio del robo. Todos tenemos que comer. Predica a las mujeres que vienen a verte; a mí no tienes que enseñarme nada. Por haberme hablado de Dios, mañana mataré a dos personas más. También te mataría a ti, pero no quiero mancharme las manos. No vuelvas a ponerte ante mi vista desde ahora en adelante.

XI


Un día, después de haber regado los tizones, el ahijado se hallaba descansando en la ermita. Miraba al sendero esperando ver aparecer a la gente. Pero aquel día nadie lo visitó. El ahijado permaneció solo hasta la noche. Se sintió invadido por la tristeza y meditó sobre su vida. Recordó que el bandido le había reprochado que sus oraciones le sirvieran de medio para sustentarse. «No vivo según me ha ordenado el ermitaño. Me ha impuesto una penitencia para redimir los pecados, en cambio yo obtengo beneficios de ella y hasta he llegado a hacerme célebre. Cuando estoy solo me aburro y si viene gente a visitarme, lo único que me alegra, es que difunden mi santidad. No es así como debo vivir. Aun no he redimido los antiguos pecados y ya he cometido otros nuevos. Me iré a otro lugar del bosque para que la gente no me encuentre. Iniciaré una vida nueva para redimir los antiguos pecados y no cometer otros nuevos». Entonces tomó un zurrón con mendrugos de pan y una azada para construirse una choza en un lugar solitario. Cuando iba camino adelante, vio al bandido que venía a su encuentro. Atemorizado, quiso huir, pero el bandido lo alcanzó y le preguntó:

—¿Adónde vas?

El ahijado le contó que deseaba ocultarse de la gente, estableciéndose en un lugar solitario.

El malhechor se sorprendió:

—¿Con qué te vas a sustentar si deja de visitarte la gente?

El ahijado ni siquiera había pensado en esto.

—Me alimentaré con lo que Dios me mande —le respondió.

El bandido prosiguió su camino.

«No le he dicho nada acerca de su vida. Tal vez se arrepienta ahora. Hoy parece estar de mejor talante. No me ha amenazado con matarme» —pensó y le gritó:

—Debías arrepentirte. No podrás huir de Dios.

El malhechor volvió grupas, sacó un puñal y lo blandió. El ahijado huyó bosque adentro.

El bandido no le persiguió, sólo le dijo:

—Viejo, te he perdonado dos veces. No te presentes ante mí por tercera vez, pues te mataré.

Al decir esto, desapareció.

Por la noche, el ahijado fue a regar los tizones y vio que uno de ellos había retoñado.

XII


El ahijado vivió solitario, sin ver a nadie. Se le acabaron los mendrugos. «Ahora comeré raíces», pensó.

En cuanto se puso a buscar raíces, vio una bolsita con mendrugos de pan colgada de una rama. Cogió la bolsa y se alimentó con aquellos mendrugos. Cuando se le ter‑minaron, halló otra bolsa con pan en la misma rama. Allí vivía el ahijado. Sólo tenía un motivo de sufrimiento: su temor al bandido. En cuanto le oía cabalgar, se escondía, pensando: «Me matará sin darme tiempo de redimir los pecados».

De este modo transcurrieron diez años. El manzano crecía y los otros dos tizones seguían en el mismo estado.

Un día, después de regar el manzano y los tizones, el ahijado se sentó a descansar. «He pecado temiendo morir. Si Dios lo dispone así, redimiré los pecados por me‑dio de la muerte», pensó, y al punto oyó que venía el malhechor lanzando invectivas. «Lo bueno y lo malo sólo me puede venir de Dios», se dijo el ahijado, y fue al encuentro del bandido. Éste no venía solo: en su caballo traía a un hombre amordazado y maniatado. El ahijado detuvo al malhechor:

—¿Adónde llevas a este hombre?

—Al bosque. Es el hijo de un comerciante. No quiere revelarme dónde guarda su padre el dinero. Lo azotaré hasta que me lo diga.

Diciendo esto, el bandido se disponía a seguir adelante. Pero el ahijado se lo impidió, asiendo las bridas del caballo.

—¡Suelta a este hombre!

El malhechor se irritó e hizo ademán de pegar al ahijado.

—¿Quieres correr la misma suerte que él? Ya te he dicho que te voy a matar. ¡Suelta el caballo!

Pero el ahijado permaneció impávido. —No me impones, sólo temo a Dios. Deja en paz a este hombre.

El bandido se entristeció. Sacó un puñal y, cortando las cuerdas, dejó en libertad al hijo del comerciante.

—Marchaos los dos y no os volváis a poner ante mi vista —dijo.

El hijo del comerciante saltó del caballo y echó a correr.

El bandido iba ya a reemprender la mar‑cha, pero el ahijado lo retuvo y le aconsejó que cambiara de manera de vivir.

El malhechor le escuchó en silencio, alejándose sin proferir palabra. A la mañana siguiente, el ahijado vio que había retoñado el segundo tizón.

XIII


Transcurrieron otros diez años. El ahijado no deseaba nada. No temía a nadie y. en su corazón reinaba la alegría. «¡Qué bienestar tan grande concede Dios a los hombres! En vano se atormentan. Podrían vivir felices», se decía. Y recordó todo el mal de la humanidad. Y se compadeció de los hombres. «Hago mal en vivir así; es necesario ir a decir a los hombres lo que sé» —pensó.

Y entonces oyó que venía el bandido. Lo dejó pasar de largo. «No merece la pena de hablar con él, ni siquiera me entenderá». Pero después, cambió de parecer. Alcanzó al bandido, que cabalgaba, triste, mirando hacia el suelo. Lo contempló y se apiadó de él.

—Hermano querido, ¡compadécete de tu alma! No olvides que llevas en ti el soplo divino. Sufres, atormentas a tus semejantes y has de padecer aún más. ¡Dios te quiere tanto!

No te pierdas, hermano. ¡Cambia tu vida! —exclamó el ahijado asiendo por una rodilla al malhechor.

Éste frunció el ceño y, volviéndose, dijo:

—¡Déjame!

El ahijado sujetó con más fuerza al bandido y se deshizo en lágrimas.

—Viejo, me has vencido. He luchado contra ti durante veinte años, pero has podido conmigo. Haz de mí lo que desees. Ya no tengo poder sobre ti. La primera vez que has tratado de convencerme tan sólo lograste irritarme. He meditado sobre tus palabras cuando supe que te habías apartado de la gente y que nada necesitabas de los hombres. Desde entonces, yo te ponía los mendrugos en la rama del árbol.

El ahijado recordó en aquel momento que la mujer sólo logró limpiar la mesa una vez que hubo aclarado el paño. Cuando él dejó de preocuparse de sí mismo, purificó su corazón y comenzó a purificar los de sus semejantes.

—Mi corazón se conmovió al ver que no temías a la muerte —prosiguió el bandido.

El ahijado recordó entonces que los artesanos sólo pudieron curvar los arcos cuan‑do fijaron el banco. Cuando él dejó de temer a la muerte afianzó su vida en Dios y ven‑ció un corazón invencible.

—Mi corazón se dulcificó solamente cuando te compadeciste de mí y te echaste a llorar.

Invadido por la alegría, el ahijado llevó al bandido al lugar donde estaban plantados los tizones. También el tercero se había convertido en un manzano. Entonces recordó el ahijado que los pastores sólo consiguieron prender las ramas mojadas cuando el fuego estuvo bien encendido. Cuando se inflamó su corazón, se dulcificó el del malhechor.

Fue inmensa la alegría del ahijado cuan‑do comprendió que había redimido los pecados que pesaban sobre él.

Después de relatar su vida al bandido, el ahijado murió. El malhechor le dio sepultura y, redimido, comenzó a vivir según le había dicho el ahijado, enseñando a las gentes.

La muerte de Ivan Ilich


1


Durante una pausa en el proceso Melvinski, en el vasto edificio de la Audiencia, los miembros del tribunal y el fiscal se reunieron en el despacho de Iván Yegorovich Shebek y empezaron a hablar del célebre asunto Krasovski. Fyodor Vasilyevich declaró acaloradamente que no entraba en la jurisdicción del tribunal, Iván Yegorovich sostuvo lo contrario, en tanto que Pyotr Ivanovich, que no había entrado en la discusión al principio, no tomó parte en ella y echaba una ojeada a la Gaceta que acababan de entregarle.

—¡Señores! –exclamó– ¡Iván Rich ha muerto!

—¿De veras?

—Ahí está. Léalo —dijo a Fyodor Vasilyevich, alargándole el periódico que, húmedo, olía aún a la tinta reciente.

Enmarcada en una orla negra figuraba la siguiente noticia: «Con profundo pesar Praskovya Fyodorovna Golovina comunica a sus parientes y amigos el fallecimiento de su amado esposo Iván Ilich Golovin, miembro del Tribunal de justicia, ocurrido el 4 de febrero de este año de 1882. El traslado del cadáver tendrá lugar el viernes a la una de la tarde.»

Iván Ilích había sido colega de los señores allí reunidos y muy apreciado de ellos. Había estado enfermo durante algunas semanas y de una enfermedad que se decía incurable. Se le había reservado el cargo, pero se conjeturaba que, en caso de que falleciera, se nombraría a Alekseyev para ocupar la vacante, y que el puesto de Alekseyev pasaría a Vinnikov o a Shtabel. Así pues, al recibir la noticia de la muerte de Iván Ilich lo primero en que pensaron los señores reunidos en el despacho fue en lo que esa muerte podría acarrear en cuanto a cambios o ascensos entre ellos o sus conocidos.

«Ahora, de seguro, obtendré el puesto de Shtabel o de Vinnikov —se decía Fyodor Vasilyevich—. Me lo tienen prometido desde hace mucho tiempo; y el ascenso me supondrá una subida de sueldo de ochocientos rublos, sin contar la bonificación.»

«Ahora es preciso solicitar que trasladen a mi cuñado de Kaluga —pensaba Pyotr Ivanovich—. Mi mujer se pondrá muy contenta. Ya no podrá decir que no hago maldita la cosa por sus parientes.»

—Yo ya me figuraba que no se levantaría de la cama —dijo en voz alta Pyotr Ivanovich—.

¡Lástima!

—Pero, vamos a ver, ¿qué es lo que tenía?

—Los médicos no pudieron diagnosticar la enfermedad; mejor dicho, sí la diagnosticaron, pero cada uno de manera distinta. La última vez que lo vi pensé que estaba mejor.

—¡Y yo, que no pasé a verlo desde las vacaciones! Aunque siempre estuve por hacerlo.

—Y qué, ¿ha dejado algún capital?

—Por lo visto su mujer tenía algo, pero sólo una cantidad ínfima.

—Bueno, habrá que visitarla. ¡Aunque hay que ver lo lejos que viven!

—O sea, lejos de usted. De usted todo está lejos.

—Ya ve que no me perdona que viva al otro lado del río —dijo sonriendo Pyotr Ivanovich a Shebek. Y hablando de las grandes distancias entre las diversas partes de la ciudad volvieron a la sala del Tribunal.

Aparte de las conjeturas sobre los posibles traslados y ascensos que podrían resultar del fallecimiento de Iván Ilich, el sencillo hecho de enterarse de la muerte de un allegado suscitaba en los presentes, como siempre ocurre, una sensación de complacencia, a saber: «el muerto es él; no soy yo».

Cada uno de ellos pensaba o sentía: «Pues sí, él ha muerto, pero yo estoy vivo.» Los conocidos más íntimos, los amigos de Iván Ilich, por así decirlo, no podían menos de pensar también que ahora habría que cumplir con el muy fastidioso deber, impuesto por el decoro, de asistir al funeral y hacer una visita de pésame a la viuda.

Los amigos más allegados habían sido Fyodor Vasilyevich y Pyotr Ivanovich. Pyotr Ivanovich había estudiado Leyes con Iván Ilich y consideraba que le estaba agradecido.

Habiendo dado a su mujer durante la comida la noticia de la muerte de Iván Ilich y cavilando Sobre la posibilidad de trasladar a su cuñado a su partido judicial, Pyotr Ivanovich, sin dormir la siesta, se puso el frac y fue a casa de Iván Ilich.

A la entrada vio una carroza y dos trineos de punto. Abajo, junto a la percha del vestíbulo, estaba apoyada a la pared la tapa del féretro cubierta de brocado y adornada de borlas y galones recién lustrados. Dos señoras de luto se quitaban los abrigos. Pyotr Ivanovich reconoció a una de ellas, hermana de Iván Ilich, pero la otra le era desconocida, Su colega, Schwartz, bajaba en ese momento, pero al ver entrar a Pyotr Ivanovich desde el escalón de arriba, se detuvo a hizo un guiño como para decir: «Valiente lío ha armado Iván Ilich; a usted y a mí no nos pasaría lo mismo.»

El rostro de Schwartz con sus patinas a la inglesa y su cuerpo flaco embutido en el frac, tenía su habitual aspecto de elegante solemnidad que no cuadraba con su carácter jocoso, que ahora y en ese lugar tenía especial enjundia; o así le pareció a Pyotr Ivanovich.

Pyotr Ivanovich dejó pasar a las señoras y tras ellas subió despacio la escalera. Schwartz no bajó, sino que permaneció donde estaba. Pyotr Ivanovich sabía por qué: porque quería concertar con él dónde jugarían a las cartas esa noche. Las señoras subieron a reunirse con la viuda, y Schwartz, con labios severamente apretados y ojos retozones, indicó a Pyotr Ivanovich levantando una ceja el aposento a la derecha donde se encontraba el cadáver.

Como sucede siempre en ocasiones semejantes, Pyotr Ivanovich entró sin saber a punto fijo lo que tenía que hacer. Lo único que sabía era que en tales circunstancias no estaría de más santiguarse. Pero no estaba enteramente seguro de si además de eso había que hacer también una reverencia. Así pues, adoptó un término medio, Al entrar en la habitación empezó a santiguarse y a hacer como si fuera a inclinarse. Al mismo tiempo, en la medida en que se lo permitían los movimientos de la mano y la cabeza, examinó la habitación. Dos jóvenes, sobrinos al parecer —uno de ellos estudiante de secundaria—, salían de ella santiguándose. Una anciana estaba de pie, inmóvil, mientras una señora de cejas curiosamente arqueadas le decía algo al oído. Un sacristán vigoroso y resuelto, vestido de levita, lee algo en alta voz con expresión que excluía toda réplica posible. Gerasim, ayudante del mayordomo, cruzó con paso ingrávido por delante de Pyotr Ivanovich esparciendo algo por el suelo. Al ver tal cosa, Pyotr Ivanovich notó al momento el ligero olor de un cuerpo en descomposición. En su última visita a Iván Rich, Pyotr Ivanovich había visto a Gerasim en el despacho; hacía el papel de enfermero a Iván Ilich le tenía mucho aprecio. Pyotr Ivanovich continuó santiguándose a inclinando levemente la cabeza en una dirección intermedia entre el cadáver, el sacristán y los iconos expuestos en una mesa en el rincón. Más tarde, cuando le pareció que el movimiento del brazo al hacer la señal de la cruz se había prolongado más de lo conveniente, cesó de hacerlo y se puso a mirar el cadáver.

El muerto yacía, como siempre yacen los muertos, de manera especialmente grávida, con los miembros rígidos hundidos en los blandos cojines del ataúd y con la cabeza sumida para siempre en la almohada. Al igual que suele ocurrir con los muertos, abultaba su frente, amarilla como la cera y con rodales calvos en las sienes hundidas, y sobresalía su nariz como si hiciera presión sobre el labio superior. Había cambiado mucho y enflaquecido aún más desde la última vez que Pyotr Ivanovích lo había visto; pero, como sucede con todos los muertos, su rostro era más agraciado y, sobre todo, más expresivo de lo que había sido en vida. La expresión de ese rostro quería decir que lo que hubo que hacer quedaba hecho y bien hecho. Por añadidura, ese semblante expresaba un reproche y una advertencia para los vivos.

A Pyotr Ivanovich esa advertencia le parecía inoportuna o, por lo menos, inaplicable a él. Y como no se sentía a gusto se santiguó de prisa una vez más, giró sobre los talones y se dirigió a la puerta —demasiado a la ligera según él mismo reconocía, y de manera contraria al decoro.

Schwartz, con los pies separados y las manos a la espalda, le esperaba en la habitación de paso jugando con el sombrero de copa. Una simple mirada a esa figura jocosa, pulcra y elegante bastó para refrescar a Pyotr Ivanovích. Diose éste cuenta de que Schwartz estaba por encima de todo aquello y no se rendía a ninguna influencia deprimente. Su mismo aspecto sugería que el incidente del funeral de Iván Ilich no podía ser motivo suficiente para juzgar infringido el orden del día, o, dicho de otro modo, que nada podría impedirle abrir y barajar un mazo de naipes esa noche, mientras un criado colocaba cuatro nuevas bujías en la mesa;

que, en realidad, no había por qué suponer que ese incidente pudiera estorbar que pasaran la velada muy ricamente. Dijo esto en un susurro a Pyotr Ivanovich cuando pasó junto a él, proponiéndole que se reuniesen a jugar en casa de Fyodor Vasilyevich. Pero, por lo visto, Pyotr Ivanovich no estaba destinado a jugar al vint esa noche. Praskovya Fyodorovna (mujer gorda y corta de talla que, a pesar de sus esfuerzos por evitarlo, había seguido ensanchándose de los hombros para abajo y tenía las cejas tan extrañamente arqueadas como la señora que estaba junto al féretro), toda de luto, con un velo de encaje en la cabeza, salió de su propio cuarto con otras señoras y, acompañándolas a la habitación en que estaba el cadáver, dijo:

—El oficio comenzará en seguida. Entren, por favor.

Schwartz, haciendo una imprecisa reverencia, se detuvo, al parecer sin aceptar ni rehusar tal invitación. Praskovya Fyodorovna, al reconocer a Pyotr Ivanovich, suspiró, se acercó a él, le tomó una mano y dijo:

—Sé que fue usted un verdadero amigo de Iván Ilich… – y le miró, esperando de él una respuesta apropiada a esas palabras.

Pyotr Ivanovich sabía que, por lo mismo que había sido necesario santiguarse en la otra habitación, era aquí necesario estrechar esa mano, suspirar y decir: «Créame…» Y así lo hizo.

Y habiéndolo hecho tuvo la sensación de que se había conseguido el propósito deseado:

ambos se sintieron conmovidos.

—Venga conmigo. Necesito hablarle antes de que empiece —dijo la viuda—. Déme su brazo.

Pyotr Ivanovich le dio el brazo y se encaminaron a las habitaciones interiores, pasando junto a Schwartz, que hizo un guiño pesaroso a Pyotr Ivanovich. «Ahí se queda nuestro vint.

No se ofenda si encontramos a otro jugador. Quizá podamos ser cinco cuando usted se escape —decía su mirada juguetona.

Pyotr Ivanovich suspiró aún más honda y tristemente y Praskovya Fyodorovna, agradecida, le dio un apretón en el brazo. Cuando llegaron a la sala tapizada de cretona color de rosa y alumbrada por una lámpara mortecina se sentaron a la mesa: ella en un sofá y él en una otomana baja cuyos muelles se resintieron convulsamente bajo su cuerpo. Praskovya Fyodorovna estuvo a punto de advertirle que tomara otro asiento, pero juzgando que tal advertencia no correspondía debidamente a su condición actual cambió de aviso. Al sentarse en la otomana Pyotr Ivanovich recordó que Iván Ilich había arreglado esa habitación y le había consultado acerca de la cretona color de rosa con hojas verdes. Al ir a sentarse en el sofá (la sala entera estaba repleta de muebles y chucherías) el velo de encaje negro de la viuda quedó enganchado en el entallado de la mesa. Pyotr Ivanovich se levantó para desengancharlo, y los muelles de la otomana, liberados de su peso, se levantaron al par que él y le dieron un empellón. La viuda, a su vez, empezó a desenganchar el velo y Pyotr Ivanovich volvió a sentarse, comprimiendo de nuevo la indócil otomana. Pero la viuda no se había desasido por completo y Pyotr volvió a levantarse, con lo que la otomana volvió a sublevarse a incluso a emitir crujidos. Cuando acabó todo aquello la viuda sacó un pañuelo de batista limpio y empezó a llorar. Pero el lance del velo y la lucha con la otomana habían enfriado a Pyotr Ivanovich, quien permaneció sentado con cara de vinagre. Esta situación embarazosa fue interrumpida por Sokolov, el mayordomo de Iván Ilich, quien vino con el aviso de que la parcela que en el cementerio había escogido Praskovya Fyodorovna costaría doscientos rublos. Ella cesó de llorar y mirando a Pyotr Ivanovich con ojos de víctima le hizo saber en francés lo penoso que le resultaba todo aquello. Pyotr Ivanovich, con un ademán tácito, confirmó que indudablemente no podía ser de otro modo.

—Fume, por favor —dijo ella con voz a la vez magnánima y quebrada; y se volvió para hablar con Sokolov del precio de la parcela para la sepultura.

Mientras fumaba, Pyotr Ivanovich le oyó preguntar muy detalladamente por los precios de diversas parcelas y decidir al cabo con cuál de ellas se quedaría. Sokolov salió de la habitación.

—Yo misma me ocupo de todo —dijo ella a Pyotr Ivanovich apartando a un lado los álbumes que había en la mesa. Y al notar que con la ceniza del cigarrillo esa mesa corría peligro le alargó al momento un cenicero al par que decía—: Considero que es afectación decir que la pena me impide ocuparme de asuntos prácticos. Al contrario, si algo puede… no digo consolarme, sino distraerme, es lo concerniente a él.

Volvió a sacar el pañuelo como si estuviera a punto de llorar, pero de pronto, como sobreponiéndose, se sacudió y empezó a hablar con calma:

—Hay algo, sin embargo, de que quiero hablarle.

Pyotr Ivanovich se inclinó, pero sin permitir que se amotinasen los muelles de la otomana, que ya habían empezado a vibrar bajo su cuerpo.

—En estos últimos días ha sufrido terriblemente.

—¿De veras? – preguntó Pyotr Ivanovich.

—¡Oh, sí, terriblemente! Estuvo gritando sin cesar, y no durante minutos, sino durante horas. Tres días seguidos estuvo gritando sin parar. Era intolerable. No sé cómo he podido soportarlo. Se le podía oír con tres puertas de por medio. ¡Ay, cuánto he sufrido!

—¿Pero es posible que estuviera consciente durante ese tiempo? – preguntó Pyotr Ivanovich.

—Sí —murmuró ella—. Hasta el último momento. Se despidió de nosotros un cuarto de hora antes de morir y hasta dijo que nos lleváramos a Volodya de allí.

El pensar en los padecimientos de un hombre a quien había conocido tan íntimamente, primero como chicuelo alegre, luego como condiscípulo y más tarde, ya crecido, como colega horrorizó de pronto a Pyotr Ivanovich, a pesar de tener que admitir con desgana que tanto él como esa mujer estaban fingiendo. Volvió a ver esa frente y esa nariz que hacía presión sobre el labio, y tuvo miedo.

«¡Tres días de horribles sufrimientos y luego la muerte! ¡Pero si eso puede también ocurrirme a mí de repente, ahora mismo!» – pensó, y durante un momento quedó espantado.

Pero en seguida, sin saber por qué, vino en su ayuda la noción habitual, a saber, que eso le había pasado a Iván Ilich y no a él, que eso no debería ni podría pasarle a él, y que pensar de otro modo sería dar pie a la depresión, cosa que había que evitar, como demostraba claramente el rostro de Schwartz. Y habiendo reflexionado de esa suerte, Pyotr Ivanovich se tranquilizó y empezó a pedir con interés detalles de la muerte de Iván Ilich, ni más ni menos que si esa muerte hubiese sido un accidente propio sólo de Iván Ilích, pero en ningún caso de él.

Después de dar varios detalles acerca de los dolores físicos realmente horribles que había sufrido Iván Ilich (detalles que Pyotr Ivanovich pudo calibrar sólo por su efecto en los nervios de Praskovya Fyodorovna), la viuda al parecer juzgó necesario entrar en materia.

—¡Ay, Pyotr Ivanovich, qué angustioso! ¡Qué terriblemente angustioso, qué terriblemente angustioso! – Y de nuevo rompió a llorar.

Pyotr Ivanovich suspiró y aguardó a que ella se limpiase la nariz. Cuando lo hizo, dijo él:

—Créame… – y ella empezó a hablar otra vez de lo que claramente era el asunto principal que con él quería ventilar, a saber, cómo podría obtener dinero del fisco con motivo de la muerte de su marido. Praskovya Fyodorovna hizo como sí pidiera a Pyotr Ivanovich consejo acerca de su pensión, pero él vio que ella ya sabía eso hasta en sus más mínimos detalles, mucho más de lo que él sabía; que ella ya sabía todo lo que se le podía sacar al fisco a consecuencia de esa muerte; y que lo que quería saber era si se le podía sacar más. Pyotr Ivanovich trató de pensar en algún medio para lograrlo, pero tras dar vueltas al caso y, por cumplir, criticar al gobierno por su tacañería dijo que, a su parecer, no se podía obtener más.

Entonces ella suspiró y evidentemente empezó a buscar el modo de deshacerse de su visitante.

Él se dio cuenta de ello, apagó el cigarrillo, se levantó, estrechó la mano de la señora y salió a la antesala.

En el comedor, donde estaba el reloj que tanto gustaba a Iván Ilich, quien lo había comprado en una tienda de antigüedades, Pyotr Ivanovich encontró a un sacerdote y a unos cuantos conocidos que habían venido para asistir al oficio, y vio también a la hija joven y guapa de Iván Ilich, a quien ya conocía. Estaba de luto riguroso, y su cuerpo delgado parecía aún más delgado que nunca. La expresión de su rostro era sombría, denodada, casi iracunda.

Saludó a Pyotr Ivanovich como sí él tuviera la culpa de algo. Detrás de ella, con la misma expresión agraviada, estaba un juez de instrucción conocido de Pyotr Ivanovich, un joven rico que, según se decía, era el prometido de la muchacha. Pyotr Ivanovich se inclinó melancólicamente ante ellos y estaba a punto de pasar a la cámara mortuoria cuando de debajo de la escalera surgió la figura del hijo de Iván Ilich, estudiante de instituto, que se parecía increíblemente a su padre. Era un pequeño Iván Ilich, igual al que Pyotr Ivanovich recordaba cuando ambos estudiaban Derecho. Tenía los ojos llorosos, con una expresión como la que tienen los muchachos viciosos de trece o catorce años. Al ver a Pyotr Ivanovich, el muchacho arrugó el ceño con empacho y hosquedad. Pyotr Ivanovich le saludó con una inclinación de cabeza y entró en la cámara mortuoria. Había empezado el oficio de difuntos:

velas, gemidos, incienso, lágrimas, sollozos. Pyotr Ivanovich estaba de pie, mirándose sombríamente los zapatos, No miró al muerto una sola vez, ni se rindió a las influencias depresivas, y fue de los primeros en salir de allí. No había nadie en la antesala. Gerasim salió de un brinco de la habitación del muerto, revolvió con sus manos vigorosas entre los amontonados abrigos de pieles, encontró el de Pyotr Ivanovich y le ayudó a ponérselo.

—¿Qué hay, amigo Gerasim? – preguntó Pyotr Ivanovich por decir algo—. ¡Qué lástima!

¿Verdad?

—Es la voluntad de Dios. Por ahí pasaremos todos —contestó Gerasim mostrando sus dientes blancos, iguales, dientes de campesino, y como hombre ocupado en un trabajo urgente abrió de prisa la puerta, llamó al cochero, ayudó a Pyotr Ivanovich a subir al trineo y volvió de un salto a la entrada de la casa, como pensando en algo que aún tenía que hacer.

A Pyotr Ivanovich le resultó especialmente agradable respirar aire fresco después del olor del incienso, el cadáver y el ácido carbólíco.

—¿A dónde, señor? – preguntó el cochero.

—No es tarde todavía… Me pasaré por casa de Fyodor Vasilyevich.

Y Pyotr Ivanovich fue allá y, en efecto, los halló a punto de terminar la primera mano; y así, pues, no hubo inconveniente en que entrase en la partida.

2


La historia de la vida de Iván Ilich había sido sencillísima y ordinaria, al par que terrible en extremo.

Había sido miembro del Tribunal de justicia y había muerto a los cuarenta y cinco años de edad. Su padre había sido funcionario público que había servido en diversos ministerios y negociados y hecho la carrera propia de individuos que, aunque notoriamente incapaces para desempeñar cargos importantes, no pueden ser despedidos a causa de sus muchos años de servicio; al contrario, para tales individuos se inventan cargos ficticios y sueldos nada ficticios de entre seis y diez mil rublos, con los cuales viven hasta una avanzada edad.


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