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Narrativa Breve
  • Текст добавлен: 24 сентября 2016, 06:27

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Автор книги: Leon Tolstoi



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—¿Cómo se apellida?

—Creo que Kazarov o Turbinov… No recuerdo bien.

—¡Qué tonta eres! Al menos debías haberte enterado de su apellido.

—Voy a preguntárselo, si quiere.

—¡Sí, eso es! ¡Siempre estás dispuesta a estas cosas! No; es mejor que vaya Danilo.

Hermano, mándale que pregunte a los oficiales si necesitan algo. Debemos ser amables.

Puede decirles que lo manda su señora.

Los dos hermanos se sentaron ante la mesita del té, mientras Liza se dirigía a la habitación de las criadas para guardar el azúcar partido. Ustiushka estaba allí haciendo comentarios sobre los húsares.

—Señorita ¡si supiera usted lo guapo que es el conde! ¡Enteramente un querubín! ¡Qué buena pareja haría usted con él!

Las demás sirvientas sonrieron con expresión aprobadora; la vieja niñera, que hacía calceta junto a la ventana, lanzó un suspiro y musitó una oración.

—¡Vaya! Veo que te han gustado los húsares. Además, cuentas las cosas con tanta gracia…

Bueno, ahora haz el favor de traer unas botellas de mors (refresco de zumo de bayas) para que los obsequiemos.

Al decir esto, Liza salió de la habitación con el azucarero en la mano.

«Me gustaría ver a este húsar. ¿Será rubio o moreno? –pensó—. Me figuro que a él también le agradaría conocerme. Y, sin embargo, pasará por aquí sin saber siquiera que he pensado en él. ¡A cuántos les habrá sucedido lo mismo! Nadie repara en mí, excepto el tío y Utioshka. ¡Es inútil que me cambie de peinado o de vestido; nadie se fija en mi persona!» Suspiró, mirándose las blancas manos. «Debe de ser alto, de ojos grandes y, sin duda, tiene un bigotito negro. ¡Pensar que he cumplido ya veintitrés años y que nade se ha enamorado de mí, salvo Iván Ipatievich, el que la cara picada de viruelas! Y eso que hace cuatro años era más bonita que ahora. Así es como se pasa mi juventud, sin ser una alegría para nadie. ¡Soy una muchacha pueblerina muy desgraciada!»

La voz de la madre, que la llamaba para que sirviera el té, sacó a la muchacha pueblerina de este sueño momentáneo.

Las mejores cosas suceden siempre por casualidad, pues, cuanto más se esfuerza uno, menos éxito tiene. Es poco frecuente que la gente de las aldeas se preocupe de dar educación a los hijos y por eso mismo, la mayoría de las veces, suele ser magnífica. Tal era el caso de Liza. Debido a su inteligencia limitada y a su carácter despreocupado, Ana Fiodorovna no le había dado una educación esmerada. No le había enseñado música, ni tampoco el útil idioma francés. Cuando tuvo de su marido a esa criatura sana y bonita, la puso en manos de una nodriza. Más adelante, se preocupaba de que le dieran de comer, de que la vistieran con trajecitos de percal y zapatos de cabritilla, de que la llevaran a pasear y a coger setas y bayas, y de que un seminarista la enseñara a leer, a escribir y a hacer cuentas. Al cabo de dieciséis años, se dio cuenta de que tenía en Liza un ama de casa dispuesta, bondadosa y alegre. Ana Fiodorovna solía tener siempre a alguna criatura recogida, bien de sus siervos, bien de las abandonadas. Desde los diez años, Liza había empezado a ocuparse de ellas; les enseñaba las primeras letras, las vestía, las llevaba a la iglesia y las reprendía cuando hacían travesuras.

Luego, se había presentado su achacoso tío, a quien había tenido que cuidar como a un niño;

también atendía a los criados y a los campesinos, que acudían pidiendo remedios contra sus enfermedades, los curaba con saúco, menta y alcohol alcanforado. Más adelante, tuvo también que gobernar la casa.

Su necesidad de amar insatisfecha sólo hallaba eco en la naturaleza y en la religión. Y Liza llegó a ser, por casualidad, una mujer activa, bondadosa, alegre, independiente, pura y profundamente religiosa. Bien es verdad que, a veces, sufría por pequeñas vanidades como, por ejemplo, al ver en la iglesia que sus vecinas llevaban sombreritos a la moda, traídos de la ciudad de K***, y otras veces, los caprichos de su vieja y malhumorada madre la indignaban hasta el punto de que se le saltaran las lágrimas; algunos días soñaba con el amor en la forma más absurda y quizá trivial; pero su actividad, que había llegado a ser necesaria para ella, disipaba estos sueños. Por tanto, a los veintidós años, el alma de aquella muchacha, cuya belleza física y moral estaba en su apogeo, no tenía mácula ni la atormentaba ningún remordimiento. Era de mediana estatura y más bien gruesa; tenía los ojos castaños y no muy grandes, leves ojeras y una larga trenza rubia. Andaba a grandes pasos, balanceándose un poco. Cuando estaba entretenida en algo, nada la alteraba; la expresión de su rostro parecía decir: «Qué a gusto y qué bien vive el que tiene a quien amar y la conciencia tranquila.» Pero hasta en los momentos de pena, turbación o intranquilidad, su corazón bueno y recto –que no había echado a perder la inteligencia– se reflejaba a través de sus lágrimas, tanto en su ceño fruncido, como en las comisuras de sus labios crispados, en los hoyitos de sus mejillas o en sus ojos brillantes.

X


A pesar de que el sol declinaba ya, aún hacía calor cuando los húsares entraron en Morozovka. Delante del escuadrón, por una polvorienta calle de la aldea, corría una vaca que se había quedado rezagada del rebaño. De cuando, volvía la cabeza y se detenía mugiendo, sin que se le ocurriera que no tenía más que apartarse. A ambos lados de la calle, se agolpaban campesinos viejos, mujeres, niños y criados para ver pasar a los húsares. Estos cabalgaban envueltos en una densa nube de polvo. A la derecha, venían dos oficiales montando hermosos caballos negros. Eran el comandante Turbin y un muchacho muy joven, apellidado Polozov, que había sido promovido recientemente de junker a oficial.

De una de las mejores isbas de la aldea salió un soldado y, quitándose la gorra, se acercó a los oficiales.

—¿Dónde nos han preparado alojamiento? –preguntó el conde.

—¿Para su excelencia? –murmuró el soldado, estremeciéndose—. Pues aquí, en casa del starosta. La han limpiado adrede. Pedí que lo alojaran en la casa de los señores, pero dicen que no pueden. ¡La dueña tiene un genio…!

—Está bien –replicó Turbin descabalgando y estirando las piernas ante la isba del starosta.

¿Ha llegado mi coche?

—Sí, excelencia –contestó el húsar, señalando con la gorra un vehículo que estaba junto a la verja.

Luego, se dirigió corriendo al zaguán de la isba. Allí se había reunido la familia del starosta en pleno para ver al oficial. Al ir a abrir la puerta, el soldado tropezó con una viejecita, que se apartaba para dejar paso al conde.

La casa era bastante amplia. Pero la limpieza dejaba algo que desear. El criado del conde, un alemán que vestía como un señor, había hecho ya la cama y estaba sacando la ropa de la maleta.

—¡Qué porquería de casa! –exclamó Turbin, indignado—. Diadenko, ¿es posible que no se haya podido encontrar alojamiento en casa de algún propietario?

—Si lo ordena su excelencia, echaré a alguno de su propia casa. Pero no le parecerá mejor que esta isba.

—Ya no merece la pena. Bueno, puedes retirarte.

Turbin se echó en la cama, poniendo las manos debajo de la cabeza.

—¡Johan, has vuelto a dejar un bulto en medio del colchón! –gritó al criado—. ¿Será posible que no sepas hacer una cama?

El alemán se acercó disponiéndose a enmendar su falta.

—No; ahora ya déjalo… ¿Dónde está mi bata?

Cuando Johan se la dio, antes de ponérsela, Turbin miró los bajos.

—¡Me lo figuraba! No me limpiaste las manchas. ¡Jamás he conocido a nadie que sirva peor que tú! –exclamó—. Quisiera saber si lo haces adrede… ¿Has preparado el té?

—No he tenido tiempo –replicó Johan.

—¡Majadero!

Después de esto, el conde cogió una novela francesa y leyó durante un rato. Mientras tanto, Johan fue al zaguán a encender el samovar. Turbin se encontraba de mal humor, porque estaba cansado y sucio, porque tenía el estómago vacío y porque le oprimía el uniforme.

—¡Johan, dame la cuenta de los diez rublos! – volvió a gritar al cabo de un rato—. ¿Qué has comprado en la ciudad?

Al examinar la cuenta, Turbin expresó mal humor porque lo que había comprado el criado era muy caro.

—Sírveme el té con ron.

—No he comprado ron –replicó Johan.

—¿Cuántas veces te he dicho que quiero tener ron en casa?

—No me alcanzó el dinero.

—¿Por qué no lo ha comprado Polozov? Podías haberle pedido dinero a su criado.

—¿Se refiere al corneta? Ha comprado té y azúcar.

—¡Animal!… ¡Lárgate! Me haces perder los estribos… Ya saber que tengo costumbre de tomar el té con ron cuando estamos de expedición.

—Aquí tiene dos cartas del cuartel general.

Sin levantarse, el conde abrió las cartas y empezó a leerlas. En aquel momento entró en la estancia, resplandeciente de alegría, el corneta que había ido a acompañar el escuadrón.

—¿Qué hay, Turbin? Parece que estás muy bien aquí. Confieso que me encuentro cansado.

Ha hecho calor.

—Sí. ¡Muy bien! ¡En esta casucha maloliente! Y, por si fuera poco, por tu culpa, no tenemos ron. Tu estúpido criado no lo compró, ni el mío tampoco. Podías habérselo dicho.

Tras de decir esto, Turbin siguió leyendo. Cuando hubo terminado la primera carta, la arrugó y la tiró al suelo.

—¿Por qué no has comprado ron? – preguntó el corneta en voz baja a su criado, saliendo al zaguán—. Tenías dinero.

—¿Y a santo de qué vamos a comprarlo nosotros? Yo no hago más que gastar, mientras el alemán fuma que te fuma.

Sin duda la segunda carta no era desagradable porque el conde la leyó risueño.

—¿De quién es? – pregunto Polozov, que había vuelto a la habitación y se preparaba un lecho sobre unas tablas al lado de la estufa.

—Minna –contestó el conde jovialmente, tendiéndole la misiva– ¿Quieres leerla? ¡Es una mujer encantadora!… Te aseguro que vale mucho más que nuestras señoritas… ¡Fíjate cuánto sentimiento y cuánta inteligencia hay en esta carta!… Lo malo es que me pide dinero.

—Eso no está bien, desde luego –convino el corneta.

—Te advierto que se lo prometí. Como siga al mando del escuadrón otros tres meses, se lo mandaré. No me da lástima. Es encantadora… ¿Verdad? – dijo, con una sonrisa, al tiempo que observaba la expresión de Polozov.

—Tiene muchas faltas de ortografía; pero es una carta simpática. Parece que esa mujer te quiere –contestó el corneta.

—¡Hum! ¡Claro! ¡Claro! Esas son las únicas mujeres que aman de verdad cuando se enamoran.

—¿De quién es la otra carta? – preguntó el corneta, devolviéndole a Turbin la que acababa de leer.

—De… un señor, de un sinvergüenza a quien debo dinero que me ha ganado jugando a las cartas. Es la tercera vez que me lo recuerda… No puedo devolvérselo ahora… ¡Es absurdo lo que me dice! – exclamó Turbin, disgustado.

Después de esta conversación, los dos oficiales permanecieron callados. El corneta, que sin duda se hallaba bajo la influencia del conde tomaba el té en silencio, mirando de tarde en tarde su apuesta figura. Turbin tenía los ojos fijos en la ventana. No se decidía a empezar a hablar.

—Sería magnífico que este año hubiese una nueva promoción —dijo de pronto, volviéndose hacia Polozov y sacudiendo jovialmente la cabeza—. Además, si tomamos parte en alguna campaña, tal vez podría adelantar a los capitanes de caballería de la Guardia.

La conversación giraba aún sobre este tema, mientras tomaban el segundo vaso de té, cuando entró el viejo Danilo para transmitir la orden de Ana Fiodorovna.

—También me ha mandado que le pregunte si es usted hijo del conde Fiodor Ivanovich Turbin –añadió el criado, de su propia cosecha, al oír el apellido del oficial, pues aún recordaba la llegada del difunto conde a la ciudad de K***—. Mi señora y el conde fueron muy amigos.

—Sí, era mi padre. Di a tu señora que le estoy muy agradecido y que no necesito nada. Lo que sí quisiera es que me procurara una habitación más limpia que ésta en su casa o en cualquier otro sitio.

—¿Por qué has pedido otro cuarto? –preguntó Polozov cuando Danilo hubo salido—. ¿Acaso no da igual pasar una noche aquí? ¿Para qué molestar a esa señora?

—Me parece que ya está bien. Hemos tenido que alojarnos en auténticas cuadras no pocas veces… Bien se ve que no eres un hombre práctico. ¿Por qué no aprovechar esta ocasión para pasar una noche como personas? En lo que a ella respecta, se alegrará Sólo una cosa me desagrada, y es que esa señora haya conocido a mi padre; siempre tengo que avergonzarme de él; siempre hay por medio alguna aventura escandalosa o alguna deuda—, continuó Turbin con una sonrisa que dejó al descubierto sus dientes, de un blanco deslumbrador—. Por eso no soporto el trato con personas que lo conocieron. Pero, por otra parte, así era aquella época– añadió en tono serio.

—¡Ah! Se me olvidó decirte que me encontré con el comandante Ilin –dijo Polozov—. Tiene muchos deseos de verte; quería muchísimo a tu padre.

—Me parece que es un gran bribón. Lo más grande es que estos señores, que para adularme aseguran haber conocido a mi padre, se figuran que cuentan cosas agradables, cuando, en realidad, da vergüenza escuchar sus relatos. Era un hombre demasiado impetuoso (no me apasiono y considero las cosas desde un punto de vista imparcial) y a veces hacía cosas que no estaban bien. Por otra parte, todo depende de la época en que se vive. En nuestros días, hubiera sido sin duda un hombre juicioso, porque (hay que ser justos) estaba muy bien dotado.

Al cabo de un cuarto de hora volvió Danilo. Su señora rogaba a los húsares que fuesen a pasar la noche en su casa.

XI


Cuando supo que el oficial de húsares era hijo del conde Fiodor Ivanovich Turbin, Ana Fiodorovna empezó a ajetrearse.

—¡Señor! ¡Señor! ¡Pobrecillo…! Danilo, corre a decirle que lo invito a pasar la noche – exclamó, levantándose bruscamente. Y se dirigió con pasos rápidos a la habitación de las criadas—. ¡Lizanka! ¡Ustiushka! Hay que preparar tu habitación, Liza. Te trasladarás a la del tío, y tú, hermano, irás al salón. Una noche se pasa como sea.

—No me importa, me acostaré en el suelo.

—Si se parece a su padre, debe de ser muy guapo. Si viene, al menos, tendré una ocasión de verlo. Ya verás, Liza, ¡Su padre era tan apuesto!… ¿Adónde llevas esta mesa? Déjala aquí.

Hay que traer dos camas, una de casa del administrador… En el estante está el candelabro de cristal que me regaló mi hermano el día de mi santo; le pondrás una vela…

Finalmente, todo quedó dispuesto. Sin hacer caso de las recomendaciones de su madre, Liza arregló a su manera la habitación para los dos húsares. Sacó ropa limpia, perfumada de espliego, e hizo las camas; quemó un pedacito de sahumerio y llevó su cama al cuarto de su tío.

Algo apaciguada, Ana Fiodorovna volvió a ocupar su sitio y hasta cogió las cartas, pero ya no hizo solitarios, sino que, apoyada sobre su rollizo codo, se sumió en reflexiones.

“¡Cómo pasa el tiempo! ¡Cómo pasa el tiempo!», se dijo, en un susurro. «Parece que fue ayer.

Lo veo como si fuese ahora. ¡Qué divertido era!» Y las lágrimas brotaron de sus ojos. Ahora tengo a Lizanka… pero ¡es tan distinta de cómo yo era a su edad!… Es muy buena, pero…»

—Lizanka, deberías ponerte el vestido de muselina para esta noche.

—¿Piensas invitarlos a cenar? No lo hagas, mamá; es mejor que no lo hagas –replicó la muchacha, experimentando una emoción invencible ante la idea de que vería a los oficiales.

Realmente no era tanto el deseo de verlos como el temor a una dicha inquietante que creía la esperaba.

—Tal vez quieran conocernos ellos, Lizochka –dijo Ana Fiodorovna, acariciando el pelo de la muchacha mientras pensaba: «No; no su cabello no es como el que tenía yo a su edad…

¡Cómo desearía para mi Lizochka…!»

Y, en efecto, deseaba algo para su hija; pero no podía imaginarse que se casara con el conde, ni tampoco desearle unas relaciones como las que tuviera ella con el difunto Turbin.

Quizás deseara vivir otra vez, a través de su hija, los momentos que viviera con Turbin.

El antiguo oficial de caballería se había alterado también por la llegada del conde. Se encerró en su habitación; y, al cabo de un cuarto de hora, salió de allí, vestido con guerrera y pantalón azul. Cuando entró en la sala, estaba confuso y complacido como una muchacha que se pone por primera vez un vestido de baile.

—Voy a ver cómo son los húsares de hoy día, hermana. El difunto conde era un auténtico húsar. ¡Veremos, veremos!

Los oficiales entraron en la habitación que les habían destinado por la parte de atrás de la casa.

—¿Acaso no estamos mejor aquí que en aquella isba llena de cucarachas? –exclamó Turbin, echándose en la cama tal y como estaba, con las botas cubiertas de polvo.

—¡Claro que sí! Pero uno se siente obligado con los dueños de la casa…

—¡Qué absurdo! Hay que ser práctico en todo. Indudablemente, les hemos dado una alegría viniendo… ¡Criado! Dile a la señora que te dé algo para tapar esa ventana. Temo que de noche sople el aire.

En ese momento, el hermano de Ana Fiodorovna entró en la habitación para conocer a los oficiales. Aunque algo ruborizado, no dejó de contar que había sido compañero del difunto conde, que había gozado de su amistad y hasta llegó a decir que lo había protegido más de una vez. Pero no explicó si entendía bajo la palabra protegido el hecho de que Turbin no le hubiera devuelto los cien rublos, que lo hubiera tirado a la nieve, o le hubiera espetado aquella palabrota. El joven conde se mostró muy cortés con el antiguo oficial de caballería y le dio las gracias por el alojamiento.

—Perdone por la falta de lujo, conde –estuvo a punto de decir «excelencia», hasta tal extremo se había desacostumbrado de tratar con personas importantes—; la casa de mi hermana es pequeña. En cuanto a la ventana, la taparemos con algo y quedará bien –añadió cuadrándose. Con ese pretexto, abandonó la habitación, aunque en realidad lo hiciera para contar cuanto antes cómo eran los oficiales.

La hermosa Ustiushka vino con un chal de su señora para cubrir la ventana, y preguntó a los oficiales si querían tomar té.

Era evidente que aquella agradable estancia había ejercido buena influencia sobre la disposición de ánimo del conde. Sonriendo alegremente, gastó una chanza a Ustiushka, que se permitió llamarlo bromista. Turbin le preguntó si era guapa su señorita y cuando la doncella le ofreció té, le dijo que no vendrá mal y que, como aún no les habían preparado la cena, le gustaría tomar un poco de vodka, una zakuska y una copita de jerez si lo tenían.

El antiguo oficial de caballería, entusiasmado con la cortesía de Turbin, puso por las nubes a los nuevos oficiales, diciendo que eran infinitamente superiores a los de la generación anterior. Ana Fiodorovna no estaba de acuerdo, no podía haber nadie mejor en el mundo que el difunto conde. Y hasta se enfadó, observando con sequedad:

—Para ti el mejor es el que te ha tratado bien el último. Ya se sabe que actualmente la gente es más lista. Pero Fiador Ivanovich Turbin bailaba la escocesa con tal perfección y era tan amable, que todos estaban locos por él. Sin embargo, él no se interesó por nadie, excepto por mí. ¡También entonces había gente buena!

En aquel momento se enteraron de que los oficiales pedían vodka, zakuska y jerez.

—Siempre lo haces todo al revés, hermano. Debías haberlos invitado a cenar –exclamó Ana Fiodorovna—. Liza, querida, ve a dar orden de que preparen la cena.

La muchacha corrió a la despensa para sacar setas saladas y mantequilla fresca; y ordenó al cocinero que preparase bitki.

—¿Te queda jerez, hermano?

—Nunca tomo jerez.

—¿Cómo que no? ¿Y qué es lo que tomas con el té, entonces?

—Ron, Ana Fiodorovna.

—Pues ¡qué más da! Sírveles ron, es igual. Tal vez sería mejor que los invitáramos a pasar aquí. ¿No te parece? Dímelo tú, que lo sabes todo. No creo que les siente mal.

El antiguo oficial de caballería estaba seguro de que el conde no se negaría a aceptar la invitación, pues era muy campechano. Dijo que no tardaría en traer a los oficiales. Ana Fiodorovna fue a cambiarse de vestido y a ponerse una cofia nueva. Liza, en cambio, estaba tan atareada que no le dio tiempo a cambiar por otro el vestido rosa de hilo de mangas anchas que llevaba. Además, se sentía muy alterada: le parecía que la esperaba algo extraordinario.

Era como si se cerniera por encima de su alma una nube negra. Este arrogante húsar se le figuraba como un ser nuevo e incomprensible, pero encantador. Su carácter, sus costumbres y sus palabras debían de ser extraordinarios. Todo lo que pensara y dijera tendría que ser sensato y verídico; todo lo que hiciera, honrado; y su aspecto debía de ser encantador, no dudaba de ello. Si en lugar de pedir zakuska y jerez, hubiese pedido un baño de salvia perfumado, no se hubiera sorprendido, ni lo hubiera censurado, persuadida de que debía ser así.

El conde accedió, apenas el antiguo oficial de caballería le hubo expuesto el deseo de su hermana. Se peinó, se puso la guerrera y encendió un cigarro.

—Vamos –dijo a Polozov.

—Mejor es no aceptar esa invitación, harán gastos para recibirnos.

—¡Qué absurdo! Se alegrarán mucho de conocernos. Además, me he informado y sé que la hija es muy bonita… ¡Vámonos! – insistió el conde, en francés.

—Se lo ruego señores –dijo el antiguo oficial de caballería, sólo para mostrar que había comprendido y que también sabía hablar francés.

XII


Cuando los oficiales entraron en la estancia, Liza se ruborizó e, inclinándose, simuló añadir agua a la tetera, porque temió mirarlos. En cambio, Ana Fiodorovna se levantó presurosa para saludar a los jóvenes. Con los ojos clavados en Turbin, dijo que le encontraba un parecido extraordinario con su padre, le presentó a su hija y le ofreció té con mermelada y jalea hecha en casa. El corneta tenía un aspecto muy modestito. Nadie le hizo caso. Esto le alegró, porque así puso examinar detalladamente, hasta donde lo permitía el buen tono, la belleza de Liza, que le había sorprendido. El tío escuchaba la conversación que se había iniciado entre su hermana y el húsar, esperando el momento oportuno para relatar sus recuerdos de caballería. Había preparado su discurso de antemano. Mientras tomaban el té, Turbin encendió un cigarro y Liza tuvo que contenerse para no empezar a toser. Al principio, el conde sólo aprovechaba los pequeños intervalos de la charla de Ana Fiodorovna para contar algo; pero luego terminó por llevar la voz cantante. Una cosa chocó a los oyentes: Turbin empleaba palabras que tal vez se considerasen naturales en su círculo, pero que allí parecieron algo atrevidas, lo que asustó un poco a Ana Fiodorovna e hizo enrojecer a Liza hasta las orejas. El conde no se dio cuenta y siguió en ese tono con gran sencillez y serenidad.

Liza llenaba los vasos de té; pero no los entregaba en la mano a los invitados, limitándose a colocarlos cerca de ellos. Aún no se había recobrado de su turbación. Escuchaba ávidamente las palabras de Turbin. Sus sencillos relatos y sus titubeos durante la conversación empezaron a tranquilizarla. No dijo ninguna cosa extraordinaria, como ella esperaba, ni le pareció tan elegante como lo había supuesto. Al tercer vaso de té, después de haberse encontrado los tímidos ojos de Liza con los de Turbin y de haber sostenido éste su mirada con una sonrisa imperceptible y expresión tranquila, la muchacha experimentó hostilidad hacia él. Pensó que no tenía nada de particular y que no se distinguía en nada de los hombres que había conocido hasta entonces. Se dijo que no tenía por qué intimidarse ante él. Ni siquiera era guapo; lo único era que tenía las uñas largas y muy pulcras. Liza acabó tranquilizándose al decidirse a abandonar su sueño, no sin cierta pena en su fuero interno. Sólo la inquietaba ligeramente la mirada del silencioso corneta, que sentía fija sobre sí. «Tal vez no sea éste, sino el otro», pensó.

XIII


Después de tomar el té, Ana Fiodorovna invitó a los huéspedes a pasar a la sala; y volvió a ocupar su sitio.

—¿Quiere retirarse a descansar, conde? – preguntó—. ¿Cómo podría, entonces, entretener a mis queridos invitados? –prosiguió tras de una respuesta negativa—. ¿Juega a las cartas?

Hermano, ¿por qué no organizas una partidita…?

—Pero si tú también juegas. Juguemos una partidita todos juntos –replicó el antiguo oficial de caballería—. ¿Quiere, conde? ¿Y usted?

Los oficiales accedieron. Liza trajo un paquete de cartas de su habitación. Solía utilizarlas para averiguar si se le pasarían pronto un flemón a su madre, si regresaría aquel mismo día su tío de la ciudad, si iría a visitarla una vecina, etcétera. Aunque llevaba dos meses en uso, esta baraja estaba más limpia que la de Ana Fiodorovna.

—Tal vez no les interese jugar con poco dinero. Ana Fiodorovna y yo solemos poner medio copeck… Sea como sea, es ella la que nos gana siempre a todos.

—Como ustedes gusten; por nuestra parte, encantados –contestó Turbin.

—Entonces, pongamos un copeck en honor a nuestros queridos huéspedes. A ver si me ganan a mí, que soy una vieja –exclamó Ana Fiodoroovna, arrellanándose cómodamente en el sillón.

«A lo mejor les ganaré un rublo», pensó. Según envejecía, iba aficionándose al juego.

—¿Quieren que les enseñe unos juegos petersburgueses? – prosiguió Turbin—. Son muy entretenidos.

A todos les gustaron mucho aquellos juegos. El antiguo oficial de caballería incluso aseguró que los conocía, pero que se le habían olvidado. Ana Fiodorovna no lograba entenderlos. Cada vez afirmaba que la próxima vez jugaría bien y suscitaba grandes risas cuando, en medio del juego, volvía a equivocarse. Entonces se turbaba ligeramente y decía que aún no se había acostumbrado a esos nuevos juegos. No obstante, se tenían en cuenta sus faltas y se apuntaban sus pérdidas, tanto más cuanto que el conde, que estaba acostumbrado a jugar por todo lo alto, lo hacía con toda serenidad y sin comprender lo que significaban los golpecitos que le daba su compañero por debajo de la mesa, ni los errores que éste cometía.

Liza trajo jalea, mermelada de tres clases y manzanas de Oporto, conservadas por un método especial. Luego, se colocó tras de la silla de su madre y observó a los jugadores. De cuando en cuando, miraba a los oficiales y, sobre todo, las blancas manos de finas uñas rosadas del conde, que echaban las cartas y recogían las ganancias con gran seguridad y elegancia.

Una de las veces, Ana Fiodorovna ganó por casualidad, pero no tardó en volver a perder y esto la inquietó.

—No importa, mamaíta; aún puedes recuperarte –dijo Liza, sonriendo. Quería a toda costa sacar a su madre de esa situación ridícula.

—¡Si al menos me ayudases! –exclamó Ana Fiodorovna, mirando a su hija con expresión de susto—. No sé cómo…

—Tampoco yo sé jugar a esto –replicó Liza, mientras echaba mentalmente la cuenta de las pérdidas de su madre—. ¡Estás perdiendo mucho! No podrás comprarle el vestido a Pimochka si sigues así –añadió en broma.

—Es verdad, así es fácil perder hasta diez rublos de plata –dijo Polozov a Liza, deseando trabar conversación con ella.

—Pero ¿no jugamos con asignados, acaso? – preguntó Ana Fiodorovna, volviéndose hacia todos.

—Ignoro cómo se cuentan los asignados –replicó Turbin—. Mejor dicho, ignoro lo que son los asignados.

—Ahora ya nadie juega con asignados –intervino el tío, que jugaba a golpe seguro y estaba ganando.

Ana Fiodorovna mandó que sirvieran un refresco. Después de beber dos copas, se puso muy colorada; y, desde ese momento, pareció que ya nada le importaba. Ni siquiera se preocupó de arreglar un mechón de cabellos grises que le asomaba por debajo de la cofia. Sin duda, se figuraba haber perdido millones y hallarse en una situación sin salida. El corneta daba, cada vez más a menudo, golpecitos a Turbin, que apuntaba las pérdidas de la vieja.

Cuando acabaron, Ana Fiodorovna se esforzó en aumentar las pérdidas de los demás y en fingir que se equivocaba en los cálculos, pero al fin se vio obligada a reconocer que había perdido una cantidad enorme.

—Resultarán nueve rublos, ¿verdad? –preguntó repetidas veces sin entender el alcance de lo que había perdido hasta el momento en que su hermano le explicó que eran treinta y dos rublos en asignados y que debía pagarlos sin remedio.

Sin contar lo que había ganado, el conde se levantó y, acercándose a la ventana junto a la cual Liza sacaba de un tarro setas saladas para la zakuska, empezó a hablar con ella del tiempo, con toda naturalidad, cosas que no había logrado en toda la velada.

Mientras tanto, el corneta estaba en una situación violenta. Ana Fiodorovna se mostró seriamente enfadada en cuanto se hubo separado de ella Liza, que había sostenido su buena disposición de ánimo.

—Es violento el haberle ganado a usted –dijo Polozov, por decir algo.

—Yo no sé jugar a estos juegos tan raros. Dígame: ¿cuánto resulta en asignados?

—Treinta y dos rublos, treinta y dos cincuenta –repitió el antiguo oficial de caballería, que tenía deseos de bromear porque él también había ganado—. Venga ese dinero, hermana…

Venga ese dinero…

—Te lo daré; pero no me volverás a coger en otra. ¡No podré recuperar esa cantidad en toda mi vida!

Ana Fiodorovna se fue a su habitación con sus andares balanceantes y volvió de allí con nueve rublos. Pero, gracias a la insistencia de su hermano, acabó pagando lo que debía.

La habitación en la que habían puesto la mesa para cenar estaba iluminada por dos velas.

Las llamas vacilaban impulsadas por la cálida brisa de la noche de mayo. También entraba claridad por la ventana que daba al jardín, aunque era muy distinta. La luna casi llena iba perdiendo su matiz dorado y, al remontarse por encima de la copas de los tilos, iluminaba vivamente las tenues nubecillas. Croaban las ranas en el estanque, que se veía a través del follaje de la alameda, iluminando por un lado por los rayos de la luna. En un arbusto de lilas, al pie de la ventana, revoloteaban unos pajarillos.

—¡Qué tiempo tan hermoso! –exclamó el conde, al acercarse a Liza; y se sentó en el alféizar de la ventana—. Me figuro que paseará mucho…

—Por las mañanas, a eso de las siete, suelo recorrer toda la finca, y aprovecho para dar un paseo con Pimochka, la niña que ha recogido mamá –contestó Liza, sin la menor turbación.

—¡Es muy agradable vivir en la aldea! – comentó Turbin; y, poniéndose el monóculo, miró al jardín y después a Liza—. ¿No suele pasear en las noches de luna?


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