Текст книги "Narrativa Breve"
Автор книги: Leon Tolstoi
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—No; hace tres años solía dar un paseo con mi tío, porque padecía de una enfermedad extraña. Con luna llena no podía dormir. Esta es su habitación; como da al jardín, la luz le entra directamente.
—Es raro –observó Turbin—. Creí que esta habitación era la de usted.
—Solamente por esta noche, porque ustedes ocupan la mía.
—¿Es posible?… ¡Oh Dios mío!… ¡No me perdonaré en la vida haberle causado esta molestia! –exclamó el joven, quitándose el monóculo—. Si hubiera sabido que iba a importunarla…
—¡No es ninguna molestia! Al contrario, me alegra mucho estar aquí. La habitación del tío es tan simpática y alegre, con su ventana bajita… Podré quedarme sentada en ella hasta que me entre sueño o bajar al jardín para dar un paseo de noche.
«Qué muchacha tan agradable», pensó Turbin, que se había vuelto a poner el monóculo para mirarla. Luego, como si quisiera cambiar de postura, hizo todo lo posible por tocar el pie de Liza con el suyo. «Con cuánta picardía me ha dado a entender que puedo verla en el jardín junto a la ventana», pensó; y le pareció tan fácil conquistarla, que Liza perdió ante sus ojos la mayor parte de su encanto.
—¡Qué felicidad tan grande pasar una noche así en el jardín con el ser amado! –dijo, fijando los ojos con expresión pensativa en las oscuras alamedas.
Liza se turbó un poco al oír estas palabras y también por el repetido roce del pie de Turbin, que pretendía ser casual. Dijo lo primero que se le ocurrió, con tal de ocultar su turbación.
—Sí; es agradable pasear en las noches de luna.
Pero, sintiéndose molesta, tapó el tarro de las setas y se dispuso a retirarse cuando se acercó el corneta, y la muchacha sintió deseos de saber algo de él.
—¡Qué noche tan hermosa! –exclamó Polozov.
«No hacen más que hablar del tiempo», pensó Liza.
—¡Qué vista tan maravillosa! Pero me figuro que a usted debe de aburrirle ya –añadió, porque tenía tendencia a decir cosas ligeramente desagradables a las personas que le gustaban mucho.
—¿Por qué lo cree? La comida y los trajes iguales aburren; pero no un hermoso jardín si a uno le gusta pasear, sobre todo en las noches de luna. Desde esta habitación, se ve el estanque. Hoy podré contemplarlo.
—Parece que no hay ruiseñores –dijo Turbin, descontento porque Polozov le había impedido enterarse de las condiciones formales de la cita.
—Siempre los ha habido; pero el año pasado los cazadores cogieron uno y, desde entonces, no se los oye cantar. La semana pasada empezaron a cantar de nuevo; luego, los asustaron los cascabeles de un coche… Hace tres años, mi tío y yo solíamos escucharlos, sentados en alguna alameda, durante horas enteras.
—¿Qué les está contando esta charlatana? –preguntó el antiguo oficial de caballería, acercándose– ¿Quieren pasar a cenar?
Después de la cena –durante la cual el conde logró disipar un poco el mal humor de la dueña de la casa, gracias a su buen apetito y las alabanzas que dispensó a los platos– los oficiales se despidieron para retirarse a su habitación. Turbin estrechó la mano del antiguo oficial de caballería, la de Ana Fiodorovna –que no besó, con gran extrañeza suya– e incluso la de Liza, a la que miró a los ojos con una simpática sonrisa imperceptible.
«Es muy apuesto, pero está demasiado pendiente de su persona», pensó la muchacha.
XIV
—¿Cómo no te da vergüenza? –dijo Polozov cuando los oficiales volvieron a la habitación que les habían destinado—. Por mi parte, he procurado perder; te estaba haciendo señas por debajo de la mesa. ¿Cómo no te da vergüenza? La viejecita se ha disgustado en serio.
Turbin lanzó una carcajada.
—¡Qué graciosa! ¡Cómo se ha ofendido!
Y de nuevo rió, tan de buena gana, que hasta Johan, que se hallaba presente, agachó la cabeza para ocultar una sonrisa.
—¡Es para que vayan conociendo al hijo del amigo de la familia!… ¡Ja, ja, ja…!
—Te aseguro que eso no está bien. Me ha dado lástima de ella –dijo el corneta.
—¡Qué absurdo! ¡Eres demasiado joven! ¿Acaso pretendías que perdiera yo? Eso me pasaba a mí también cuando no sabía jugar; pero no ahora. Esos rublitos me vendrán muy bien. Hay que considerar la vida desde un punto de vista práctico. De otro modo, uno pasa por tonto.
Polozov guardó silencio. Deseaba pensar en Liza, que le había parecido un ser puro y encantador, sin que le molestaran. Así, pues, no tardó en acostarse en el blando y limpio lecho que le habían preparado.
«El honor y la gloria no son más que tonterías», pensó, mirando hacia la ventana. A través del chal se filtraban los pálidos rayos de la luna. «La verdadera felicidad consiste en vivir en un rinconcito tranquilo con una mujer buena, sencilla y agradable».
No se sabe por qué, Polozov no comunicó estos pensamientos a su compañero y ni siquiera mencionó a la muchacha, a pesar de que estaba convencido de que Turbin también pensaba en ella.
—¿Por qué no te desnudas? –preguntó a éste, que paseaba por la estancia.
—Todavía no tengo sueño. Puedes apagar la vela, si quieres. Me acostaré a oscuras – replicó Turbin, continuando sus paseos.
—Todavía no tengo sueño –repitió Polozov, que, después de aquella velada, se sentía más descontento que nunca de la influencia que Turbin ejercía sobre él y estaba dispuesto a sublevarse. «Ya me figuro qué ideas cruzan en este momento por tu cabeza tan bien peinada – pensó, dirigiéndose mentalmente a él—. Sé que Liza te ha gustado, pero no eres capaz de apreciar a este ser sencillo y honesto. Tú necesitas mujeres como Minna y charreteras de coronel.»
Y Polozov se volvió hacia Turbin con intención de preguntarle si le había gustado Liza;
pero cambió de idea. No sólo no se hallaba en disposición de discutir con él en caso de que su parecer fuese distinto del suyo, sino que le constaba que ni siquiera sería capaz de mostrarse en desacuerdo, hasta tal punto estaba acostumbrado a someterse a su influencia, que cada día se le antojaba más pesada e injusta.
—¿Adónde vas? –preguntó al ver que Turbin se acercaba a la puerta con la gorra puesta.
—A la cuadra. Voy a ver si todo está en orden.
“¡Qué raro!», pensó el corneta. Sin embargo, apagó la vela y procuró disipar los sentimientos hostiles y los celos que le inspiraba su amigo.
Mientras tanto, Ana Fiodorovna se había retirado a su habitación, después de haber bendecido y besado con ternura, según costumbre, a su hija, a su hermano y a la niña recogida. Hacía mucho que no había experimentado tantas sensaciones en un solo día, de manera que ni siquiera pudo rezar con tranquilidad. No se le iban de la cabeza los tristes recuerdos del difunto conde, ni tampoco lo despiadadamente que le había ganado a las cartas aquel joven tan presumido. Sin embargo, se desnudó, bebió medio vaso de kvas que le habían dejado en la mesita de noche, y se acostó como de costumbre. Su gato predilecto paseaba por el dormitorio. Ana Fiodorovna lo llamó y se puso a acariciarlo. Pero su ronroneo le impedía conciliar el sueño.
«Me molesta el gato», pensó, arrojándolo de su lado. El animal cayó blandamente al suelo; luego, moviendo su pomposo rabo, subió a la estufa de un salto. En esto llegó la doncella. Dormía en el suelo, en la habitación de Ana Fiodorovna. Se entretuvo en colocar la estera, en encender la lamparilla y en apagar la vela. Finalmente, se acomodó y en breve se quedó dormida. Pero el sueño no acudía para aplacar la alterada imaginación de Ana Fiodorovna. En cuanto cerraba los ojos, se le representaba la faz del húsar, y al abrirlos, a la débil luz de la lamparilla, le parecía verlo, bajo distintas formas, en la cómoda, en la mesita y en su vestido blanco que había dejado colgado. Tan pronto tenía calor bajo el edredón, tan pronto le resultaba insoportable el tic‑tac del reloj y el ronquido de la muchacha. Acabó despertándola para ordenarle que no roncase. Y en su mente confundiéronse pensamientos acerca de su hija, de los dos condes y del juego de cartas. Ora se veía bailando un vals con el difunto conde, y sentía unos besos sobre sus brazos y sus blancos hombros, ora se representaba a su hija en brazos del joven Turbin. Ustiushka, la doncella, empezó a roncar de nuevo.
«Ahora la gente es bien distinta. Aquél hubiera sido capaz de arrojarse al fuego por mí.
Claro que merecía la pena de hacerlo. Este, en cambio, duerme como un tonto, satisfecho de haberme ganado en el juego. No es capaz de hacer la corte a una muchacha. Aquél, poniéndose de rodillas, decía: “¿Qué quieres que haga? ¿Qué me suicide?» Y lo hubiera hecho, de habérselo mandado yo».
De pronto, Ana Fiodorovna oyó unos pasos de pies descalzos en el pasillo. Pálida y temblorosa, con el vestido puesto de cualquier manera, Liza entró precipitadamente en la habitación y se desplomó en la cama.
Al despedirse de su madre, Liza se había retirado a la habitación que ocupara antes su tío;
y, tras de ponerse una chambra blanca y de atarse un pañuelo a la cabeza, apagó la vela, abrió la ventana y se sentó junto a ella con las piernas recogidas. Clavó sus ojos pensativos en el estanque, totalmente iluminado ya por el plateado resplandor de la luna.
Y, de pronto, sus ocupaciones e intereses habituales se le presentaron bajo una luz nueva:
su vieja y caprichosa madre, su decrépito tío, los criados, los mujiks, que la adoraban, los animales, la naturaleza, que tantas veces había muerto y resucitado y entre la cual se había educado rodeada de amor, que ella profesaba esa paz tan dulce para el alma, le pareció distinto, aburrido e inútil. Era como si alguien le hubiese dicho: “¡Qué estúpida has sido! Por espacio de veinte años has estado haciendo tonterías; has servido a los demás, sin saber lo que es la vida y la felicidad.» ¿Qué era lo que le hacía pensar tales cosas? Desde luego, no le impulsaba a ello un amor súbito por el conde, como se hubiera podido creer. Al contrario, ni siquiera le había gustado. El corneta le había llamado más la atención; pero era feo, insignificante y silencioso. Involuntariamente, lo olvidaba y buscaba la figura del conde. Pero no era lo que quería. ¡Su ideal era tan magnífico! Se le hubiera podido amar aquella noche, entre esa naturaleza, sin romper su hermosura. Su ideal era íntegro; nunca había sido mutilado para fundirlo con alguna realidad vulgar.
Al principio, su vida solitaria fue la causa de que el caudal de amor que la Providencia depara equitativamente a cada cual estuviese aún íntegro en su corazón. Pero llevaba demasiado tiempo viviendo aquella dicha melancólica de sentir ese caudal dentro de sí, y, a veces, abría el misterioso vaso, contemplaba su riqueza e, impensadamente, derramaba su contenido sobre el primero que llegase. ¡Quiera Dios que pueda gozar hasta la tumba de esa dicha egoísta! ¿Quién sabe si no es la mejor y la más intensa? ¿No será la única verdadera y posible?
“¡Señor, Dios mío! ¿Será posible que haya perdido mi felicidad y mi juventud? ¿Será posible que no la tenga… nunca, nunca?» se preguntaba, mirando fijamente al cielo cubierto de nubecillas blancas que velaban las estrellas. «Si aquella nube vela la luna, es que nunca la alcanzaré», se dijo. Un jirón grisáceo se deslizó por la parte inferior del claro disco de la luna y, poco a poco, fue debilitándose la luz sobre la hierba, las copas de los tilos y el estanque; las oscuras sombras de los árboles se volvieron menos perceptibles bajo la lúgubre oscuridad que cubrió la Naturaleza; una suave brisa recorrió el follaje, trayendo a la ventana un olor a hojas mojadas, a tierra húmeda y a las lilas en flor.
«No; eso no es verdad», se consoló. «En cambio, si los ruiseñores empezaran a cantar esta noche, es que no debo desesperarme, es que lo que pienso es absurdo.» Mucho rato permaneció Liza sentada en silencio, como si esperase a alguien. Varias veces se había iluminado la naturaleza y se había vuelto a velar la luna por las nubes, sumiéndose todo en la oscuridad. Liza se quedó adormilada cuando, de pronto, la despertaron los sonoros trinos de un ruiseñor que provenían del estanque. La señorita pueblerina abrió los ojos. Su alma fue invadida por una nueva dicha al sentirse misteriosamente unida a la Naturaleza que se extendía ante ella, tan clara y serena. Se apoyó en ambos brazos. Una tristeza dulce le oprimió el corazón y sus ojos se llenaron de lágrimas consoladoras, provocadas por un sentimiento de amor puro que anhelaba ser correspondido. Colocó los brazos en el alféizar de la ventana y apoyó sobre ellos la cabeza. Su oración preferida le acudió a la mente y, en breve, sus ojos, húmedos aún, se cerraron en un sueño apacible.
El roce de una mano la despertó. Había sido ligero, agradable. En aquel momento, esa mano estrechaba la suya con fuerza. Súbitamente, Liza volvió a la realidad. Dio un grito y, levantándose de un salto, abandonó la habitación. A toda costa quería persuadirse de que no había sido el conde a quien viera en pie, junto a la ventana, bañado por la luz de la luna.
XV
Al oír el grito de la muchacha y la tos del guarda al otro lado de la valla, Turbin echó a correr por la hierba cubierta de rocío hacia el fondo del jardín, con la sensación de un ladrón descubierto. “¡Qué tonto soy! –se dijo—. La he asustado; debí haberla despertado hablándole.
¡Soy un animal!» Se detuvo para escuchar: el guarda había entrado en el jardín y avanzaba arrastrando su bastón por un senderito cubierto de arena. Era preciso ocultarse. Turbin bajó hacia el estanque. Unas ranas saltaron al agua y le hicieron estremecerse. Tenía los pies mojados, pero no hizo caso y, poniéndose en cuclillas, repasó lo que acababa de suceder:
había entrado en el jardín, saltando por la valla, había buscado la ventana de Liza y, al encontrarla, había visto la blanca figura de la muchacha; varias veces y siempre atento al más leve rumor, se había acercado y separado de la ventana. Tan pronto le parecía que Liza debía estar irritada por su tardanza, tan pronto que era imposible que hubiese accedido a entrevistarse con él con tanta facilidad. Al fin, suponiendo que fingía dormir por ser una tímida muchacha provinciana, se había acercado resueltamente; pero había comprobado que en realidad dormía. Entonces, sin saber por qué, había retrocedido asustado. Y, sólo después de avergonzarse ante sí mismo por su cobardía, había vuelto junto a la ventana, con decisión, y había tomado la mano de Liza. El guarda carraspeó y salió del jardín, haciendo chirriar la verja. Aquello resultó muy doloroso para Turbin. Hubiera dado cualquier cosa con tal de poder empezar de nuevo. Ya no procedería tan estúpidamente… “¡Qué muchacha tan maravillosa! ¡Qué lozana! ¡Qué encantadora! Haberla dejado escapar así… ¡Soy un animal…!» No tenía sueño. Con los pasos resueltos de una persona irritada, se encaminó a la buena de Dios, por una alameda de tilos.
La noche prodigaba sus pacíficos dones. Turbin fue invadido también por una tristeza serena y un deseo de amar. El sendero de tierra arcillosa, en el que aquí y allá se veían hierbecillas o plantas secas, aparecía iluminado con círculos de luz, formados por los pálidos rayos de la luna, que se filtraban a través del espeso follaje. De cuando en cuando, se oía el rumor de las hojas que tenían un reflejo plateado. Apagáronse las luces de la casa y cesaron todos los ruidos. Los trinos de los ruiseñores parecían llenar todo ese inabarcable espacio claro y silencioso. “¡Dios mío! ¡Qué noche! ¡Qué noche tan maravillosa!», pensó Turbin, aspirando el aroma del jardín. «Estoy triste. Es como si estuviese insatisfecho de mí mismo, de los que me rodean y de mi vida. ¡Qué simpática y qué bonita es esta muchacha! A lo mejor se ha disgustado de verdad…»
Al llegar a este punto, sus pensamientos se embrollaron. Se imaginó que estaba en aquel jardín, en compañía de la muchacha provinciana, en diversas actitudes extrañas; y, poco después, su querida Minna sustituyó a ésta. “¡Qué tonto soy! Tenía que haberla cogido por la cintura y darle un beso.» Y Turbin volvió a la habitación, arrepentido de no haberlo hecho.
Polozov no dormía aún. Se volvió para ver a Turbin.
—¿Duermes?
—No.
—¿Quieres que te cuente lo ocurrido?
—¿Qué dices?
—No; es mejor que no lo hagas… O bueno, sí… ¡Aparta las piernas!
Ya no le importaba haber fracasado en aquella pequeña aventura amorosa. Risueño, se sentó en la cama de su compañero.
—Figúrate que esa señorita me dio un rendez‑vous…
—¿Es posible? –exclamó Polozov, sentándose de un salto—. Pero ¿cómo? ¿Cuándo? No puede ser.
—Mientras estábais contando las ganancias del juego, me dijo que se quedaría por la noche, junto a la ventana, y que se podía entrar por ella en la habitación. Fíjate bien lo que significa ser un hombre práctico. Mientras la vieja y tú hacíais cuentas, me las he arreglado para conseguir eso. Además, tú mismo lo has oído; dijo, delante de ti, que se sentaría junto a la ventana para contemplar el estanque.
—Sí; eso lo oí.
—Lo que ignoro es si lo hizo sin más ni más o con alguna intención. Tal vez sus palabras no fueron intencionadas; pero lo parecían, y el resultado ha sido bastante extraño. Me he portado como un verdadero estúpido –declaró Turbin, con una sonrisa despectiva.
—Bueno, pero ¿dónde has estado?
Turbin contó lo que había ocurrido, omitiendo tan sólo sus repetidas indecisiones.
—Lo he echado todo a perder por mi culpa: debí haber sido más atrevido. Liza dio un grito y se escapó.
—Entonces ¿ha dado un grito y se ha escapado? –repitió el corneta, correspondiendo con una sonrisa molesta a la del conde.
—Sí. Bueno, es hora de dormir.
Polozov se acostó de espaldas a la puerta y permaneció así unos diez minutos. Sólo Dios sabe lo que ocurriría en su alma; pero, cuando se volvió, su atormentado rostro expresaba decisión.
—¡Conde Turbin! –exclamó, con voz entrecortada.
—¿Deliras o qué te pasa? –replicó Turbin tranquilamente—. ¿Qué desea, corneta Polozov?
—Conde Turbin, ¡es usted un canalla! –vociferó Polozov, levantándose de un salto.
XVI
Al día siguiente, el escuadrón se puso en marcha. Los oficiales se marcharon sin despedirse de los dueños de la casa. No hablaron entre sí. Estaban dispuestos a batirse en la primera etapa. Mas el capitán de caballería Schultz, a quien Turbin había elegido como padrino, supo arreglar el asunto. No se batieron y nadie se enteró de aquella aventura. Turbin y Polozov siguieron tuteándose cuando se encontraban en los banquetes y ante las mesas de juego; pero sus relaciones nunca volvieron a ser las de antaño.
11 de abril de 1856.
Francisca
I
El 3 de mayo de 1882 salió de El Havre La Virgen de los Vientos, un barco de tres palos, con dirección a los mares de China. Dejó allí el cargamento que llevaba; y cargó nuevas mercancías, con destino a Buenos Aires, donde recogió otras para el Brasil. Navegó por espacio de cuatro años por mares extraños, porque, además de los viajes había tenido una serie de incidentes, averías, reparaciones, desgracias, y porque a veces la calma duraba varios meses; y otras, los vientos lo desviaban de su rombo. Regresó a Marsella el 8 de mayo de 1886, con un cargamento de latas de conservas americanas.
Cuando salió de El Havre su tripulación constaba del capitán, del segundo y de catorce marineros. Durante el viaje uno murió y cuatro desaparecieron, en diversos accidentes, regresando a Francia tan sólo nueve. En sustitución de los marineros desaparecidos, habían contratado a dos americanos, a un negro y a un sueco que encontraron en una taberna en Singapur.
Recogieron las velas y arreglaron los aparejos. Llegó un remolcador y, resoplando, remolcó al barco a la fila de embarcaciones. El mar estaba en calma; apenas había un ligero oleaje en la orilla. La Virgen de los Vientos llegó al muelle, a lo largo del cual se hallaban en fila buques de todos los países del mundo, de distintos tamaños y formas. Se colocó entre un bergantín italiano y una goleta inglesa, que se apartaron para dejar sitio al nuevo compañero.
En cuanto el capitán hubo terminado las formalidades con los funcionarios del puerto y de la aduana, dio permiso a la mitad de la tripulación para pasar la noche en tierra.
Era una cálida noche de verano. Marsella estaba iluminada. En las calles olía a comida y oíanse por doquier conversaciones, gritos alegres y rodar de coches.
Los marineros de La Virgen de los Vientos no habían estado en tierra desde hacía cuatro meses. Avanzaban por las calles tímidamente, de dos en dos, como unos forasteros, como unos hombres que habían perdido la costumbre de transitar por una urbe. Observaban las callejuelas más cercanas al puerto, como si buscasen algo. Hacía cuatro meses que no habían visto mujeres; y los atormentaba el deseo. A la cabeza de los demás, iba Celestino Duclos, un muchacho fuerte y hábil. Era el que guiaba a todos, siempre que estaban en un puerto. Sabía encontrar buenos lugares adonde ir arreglar las cosas de manera que no surgieran riñas, cosa que les ocurre tan a menudo a los marineros cuando están en tierra. Pero, si llegaba el caso, no abandonaba a sus compañeros y también sabía defenderse.
Deambularon largo rato por las oscuras calles –impregnadas de un olor denso, que salía de las bodegas y de las cuevas– que, como unos desagües, bajaban hacia el mar. Finalmente, Celestino se internó por una callejuela angosta en la que se veían farolitos encendidos por encima de las puertas. Los marineros le siguieron, canturriando y gastándose bromas. En los cristales mate de los faroles, había unos enormes números pintados. Se veían algunas mujeres, con delantal, sentadas en sillas de anea, en los portales de bajo techo. Al fijarse en los marineros, salían corriendo, para interceptarles el paso; y cada cual trataba de atraérselos a su antro.
De cuando en cuando, se abría alguna puerta en el fondo de un zaguán; y aparecía una muchacha a medio vestir, con pantalones de percal basto, muy ceñidos, faldita corta y jubón negro de terciopelo, con galones dorados. «Muchachos, entrad», exclamaba, llamándolos desde lejos. A veces, incluso salía y, abrazando a algún marinero, trataba de arrastrarlo hacia dentro, con todas sus fuerzas. Se agarraba a él, como una araña que lleva una mosca más fuerte que ella. La resistencia del marinero era débil, a causa de su deseo. Sus compañeros se detenían para ver en qué acababa la cosa; pero Celestino gritaba: «No entres, no es aquí.
Vamos más adelante.» El marinero obedecía, desprendiéndose de la muchacha, a viva fuerza.
El grupo proseguía adelante, acompañado de las invectivas de la moza enojada. Al oír alboroto, otras mozas salían a lo largo del callejón y abalanzándose sobre los marineros, ofrecían su mercancía, elogiándola con sus voces roncas. Así siguieron adelante. De cuando en cuando se encontraban con algunos soldados, con algún burgués o algún dependiente, que se deslizaban hacia un lugar conocido. Esotros callejones también se veían faroles; pero los marineros pasaban de largo, pisando las aguas malolientes que salían de las casas, llenas de cuerpos de mujeres. De pronto, Duclos se detuvo ante una casa, cuyo aspecto era algo mejor que el de las demás; y entró en ella con los marineros.
II
Se instalaron en la gran sala de la taberna. Cada cual eligió una amiga; no se separaría de ella en toda la noche: tal era la costumbre del establecimiento. Juntaron tres meses. Ante todo, bebieron en compañía de las mujeres; y luego subieron con ellas al piso de arriba. Abajo se oyeron durante un rato las pisadas de las fuertes botas de aquellos pies que subían la escalera de madera y entraban por la estrecha puerta, para dispersarse por los dormitorios. Habían bajado varias veces a beber y habían vuelto a subir.
La orgía estaba en todo su apogeo. Los sueldos de medio año se gastaron en las cuatro horas de juerga. Hacia las once de la noche, todos los marineros estaban borrachos. Con los ojos inyectados en sangre, vociferaban incoherentemente. Cada cual tenía a su amiga sentada en las rodillas. Unos cantaban, otros gritaban; algunos daban puñetazos en la mesa o se echaban vino al gaznate. Celestino se hallaba entre sus compañeros. En una de sus rodillas estaba sentada, a horcajadas, una moza gruesa y coloradota. Celestino había bebido lo mismo que los demás, pero aún no estaba borracho. Por su cabeza cruzaban algunos pensamientos.
Pero las ideas que le acudían se disipaban en seguida; y no lograba retenerlas, no las podía recordar ni expresar.
—Así, pues…; así, pues… ¿Hace mucho que estás aquí? –preguntó, echándose a reír.
—Seis meses –contestó la moza.
Duclos movió la cabeza, como si lo aprobara.
—¿Y te va bien?
—Me he acostumbrado –dijo la muchacha, después de reflexionar un ratito—. Una tiene que hacer algo. Esto es mejor que ser criada o lavandera.
—¿No eres de aquí? –preguntó Duclos que había vuelto a mover la cabeza, como si también aprobara esto último.
La moza hizo un movimiento negativo.
—¿Eres de muy lejos?
—Sí.
—¿De dónde?
—De Perpiñan –contestó, después de haber pensado, como si tratara de recordar.
—Ya, ya –pronunció Celestino Duclos; y guardó silencio.
—Y tú, ¿eres marinero? –preguntó ella, a su vez.
—Sí, somos marineros.
—¿Habéis estado lejos?
—Bastante. Hemos visto de todo.
—¿A lo mejor habéis dado la vuelta al mundo?
—Ya lo creo; casi dos veces.
La moza se quedó pensativa. Parecía recordar algo.
—Me figuro que os habréis encontrado con otros barcos –dijo al fin.
—Claro.
—¿Habéis visto a La Virgen de los Vientos? Es un barco que se llama así.
Celestino Duclos se asombró de que nombrara aquella embarcación; y se le ocurrió gastarle una broma.
—Sí; nos encontramos con él la semana pasada.
—¿De veras? –exclamó la moza, palideciendo.
—Sí.
—¿No mientes?
—Te lo juro.
—¿Has visto en ese barco a Celestino Duclos?
—¿A Celestino Duclos? –repitió el marinero, sorprendido e incluso asustado. ¿De dónde podía saber su nombre? – ¿Lo conoces?
La moza reflejó también una expresión de susto.
—No; yo, no. Lo conoce una mujer de aquí.
—¿Quién es? ¿Están en esta casa?
—No; aquí no; pero cerca.
—¿Dónde?
—Muy cerca.
—¿Quién es?
—Una mujer, una mujer como yo.
—¿Por qué se interesa por él?
—No sé. Tal vez sea una paisana suya.
Se escudriñaron, mirándose fijamente a los ojos.
—Quisiera ver a esa mujer –dijo Duclos.
—¿Para qué? ¿Tienes que decirle algo?
—Tengo que decirle…
—¿Qué?
—Que he visto a Celestino.
—¿Lo has visto? ¿Está sano y salvo?
—Sí. ¿Por qué?
La moza guardó silencio, sumiéndose en reflexiones; y luego preguntó, en voz baja:
—¿Adónde se dirige La Virgen de los Vientos?
—A Marsella.
—¿De veras?
—Sí.
—¿Y tú conoces a Duclos?
—Ya te he dicho que sí.
La moza meditó un rato.
—Bueno, bueno, está bien –dijo, al fin, en voz baja.
—¿Por qué te interesas por él?
—Si lo ves, dile…; pero no, no hace falta.
—¿Qué quieres que le diga?
—Nada, nada.
Celestino Duclos miraba a la moza, sintiéndose cada vez más inquieto.
—¿Lo conoces? –preguntó.
—No.
—Entonces ¿por qué te interesas por él?
Sin contestar, la moza se puso en pie de un salto, y corrió hacia el mostrador, tras del que estaba sentada la dueña. Cogió un limón y después de exprimir el zumo en un vaso, echó agua y se lo llevó a Celestino.
—Toma. Bébete esto –le dijo, sentándose en su rodilla, lo mismo que antes.
—¿Para qué? –preguntó Duclos, tomando el vaso.
—Para que se te pase la borrachera. Luego te diré algo. Bebe.
Celestino apuró el contenido del vaso y se limpió los labios con la manga.
—Bueno, habla. Te escucho.
—Prométeme que no le dirás que me has visto ni quién te ha contado lo que te voy a decir.
—Bueno. No se lo diré.
—Júramelo.
—Te lo juro.
—Le dirás que su padre y su madre han muerto. Y su hermano también. Tuvieron unas fiebres y murieron los tres en el mismo mes.
Duclos sintió que la sangre se le agolpaba al corazón. Durante unos minutos permaneció callado, sin saber qué decir.
—¿Lo sabes con toda seguridad? – preguntó al fin.
—Sí.
—¿quién te lo ha dicho?
La moza puso una mano en el hombro a Duclos; y lo miró directamente a los ojos.
—Júrame que no se lo contarás.
—Ya te lo he jurado. Bueno; te lo juro otra vez.
—Soy su hermana.
—¡Francisca! –exclamó Celestino.
La moza lo miró fijamente.
—¿Eres tú Celestino? –dijo, moviendo apenas los labios, casi sin pronunciar las palabras.
Ambos quedaron petrificados, mirándose a los ojos. En torno a ellos, los marineros borrachos vociferaban. Se entremezclaban las canciones con el ruido de los vasos, las palmadas, el taconeo y los gritos penetrantes de las mujeres.
—¿Cómo es posible…? –pronunció Celestino, en un tono de voz tan bajo que apenas se le oyó.
Súbitamente, los ojos de Francisca se llenaron de lágrimas.
—Murieron de pronto, en el intervalo de un mes. ¿Qué iba a hacer? Me quedé sola. Tuve que vender todo para pagar los gastos de la botica, al médico y los entierros de los tres… y me quedé con lo puesto. Me coloqué de criada en casa del señor Cachot…, de aquel cojo ¿lo recuerdas? Acababa de cumplir los quince años. Aún no tenía catorce cuando te fuiste. Tuve un desliz con él… Ya sabes lo tontas que somos las mujeres. Después estuve de niñera en casa de un notario y con él pasó lo mismo. Al principio, me mantuvo y me pagó un piso; pero eso duró poco. Terminó abandonándome. Pasé tres días sin comer y sin poder encontrar una colocación hasta que, finalmente, vine aquí, lo mismo que hacen otras.
Mientras hablaba, caían de sus ojos raudales de lágrimas, que se deslizaban por las mejillas y se le introducían en la boca.
—¡Qué hemos hecho! –exclamó Celestino Duclos.
—Creí que tú también habías muerto. ¿Acaso es por mí? –susurró la moza, a través de las lágrimas.
—Pero ¿cómo no me has reconocido? –replicó Duclos, también en voz baja.
—No sé; no tengo la cumpa –dijo Francisca, llorando con más desesperación—. ¿Cómo hubiera podido reconocerte? ¿Acaso eras así cuando me fui? Lo que me extraña es que no te dieras cuenta de que era yo.
—¡Ay! ¡Veo a tantos hombres, que todos me parecen iguales! –exclamó Francisca, haciendo un gesto de desesperación con la mano.
Celestino Duclos sintió que se le atenazaba el corazón, tan dolorosamente, que tuvo deseos de gritar, de llorar como un niño pequeño cuando le pegan. Apartó a su hermana; y, poniéndose en pie, le cogió la cabeza entre sus manazas de marinero y le examinó la cara.
Poco a poco reconoció a aquella chiquilla delgadita y alegre que dejara en su casa, con sus padres y hermanos, a quienes ella había tenido que cerrar los ojos.