Текст книги "Narrativa Breve"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Los rayos del sol no acababan de chispear sobre el horizonte cuando Pahom, azada al hombro, se internó en la estepa.
Pahom caminaba a paso moderado. Tras avanzar mil metros se detuvo, cavó un pozo y apiló terrones de hierba para hacerlo más visible. Luego continuó, y ahora que había vencido el entumecimiento apuró el paso. Al cabo de un rato cavó otro pozo.
Miró hacia atrás. La loma se veía claramente a la luz del sol, con la gente encima, y las relucientes llantas de las ruedas del carromato. Pahom calculó que había caminado cinco kilómetros. Estaba más cálido; se quitó el chaquetón, se lo echó al hombro y continuó la marcha. Ahora hacía más calor; miró el sol; era hora de pensar en el desayuno.
—He recorrido el primer tramo, pero hay cuatro en un día, y todavía es demasiado pronto para virar. Pero me quitaré las botas —se dijo.
Se sentó, se quitó las botas, se las metió en el cinturón y reanudó la marcha. Ahora caminaba con soltura.
«Seguiré otros cinco kilómetros —pensó—, y luego giraré a la izquierda. Este lugar es tan promisorio que sería una pena perderlo. Cuanto más avanzo, mejor parece la tierra.»
Siguió derecho por un tiempo, y cuando miró en torno, la loma era apenas visible y las personas parecían hormigas, y apenas se veía un destello bajo el sol.
«Ah —pensó Pahom—, he avanzado bastante en esta dirección, es hora de girar. Además estoy sudando, y muy sediento.»
Se detuvo, cavó un gran pozo y apiló hierba. Bebió un sorbo de agua y giró a la izquierda.
Continuó la marcha, y la hierba era alta, y hacía mucho calor.
Pahom comenzó a cansarse. Miró el sol y vio que era mediodía.
«Bien —pensó—, debo descansar.»
Se sentó, comió pan y bebió agua, pero no se acostó, temiendo quedarse dormido.
Después de estar un rato sentado, siguió andando. Al principio caminaba sin dificultad, y sentía sueño, pero continuó, pensando: «Una hora de sufrimiento, una vida para disfrutarlo».
Avanzó un largo trecho en esa dirección, y ya iba a girar de nuevo a la izquierda cuando vio un fecundo valle. «Sería una pena excluir ese terreno —pensó—. El lino crecería bien aquí.».
Así que rodeó el valle y cavó un pozo del otro lado antes de girar. Pahom miró hacia la loma.
El aire estaba brumoso y trémulo con el calor, y a través de la bruma apenas se veía a la gente de la loma.
"¡Ah! – pensó Pahom—. Los lados son demasiado largos. Este debe ser más corto.» Y siguió a lo largo de¡ tercer lado, apurando el paso. Miró el sol. Estaba a mitad de camino del horizonte, y Pahom aún no había recorrido tres kilómetros del tercer lado del cuadrado. Aún estaba a quince kilómetros de su meta.
,,No —pensó—, aunque mis tierras queden ¡regulares, ahora debo volver en línea recta.
Podría alejarme demasiado, y ya tengo gran cantidad de tierra.».
Pahom cavó un pozo de prisa.
Echó a andar hacia la loma, pero con dificultad. Estaba agotado por el calor, tenía cortes y magulladuras en los pies descalzos, le flaqueaban las piernas. Ansiaba descansar, pero era imposible si deseaba llegar antes del poniente. El sol no espera a nadie, y se hundía cada vez más.
«Cielos —pensó—, si no hubiera cometido el error de querer demasiado. ¿Qué pasará si llego tarde?»
Miró hacia la loma y hacia el sol. Aún estaba lejos de su meta, y el sol se aproximaba al horizonte.
Pahom siguió caminando, con mucha dificultad, pero cada vez más rápido. Apuró el paso, pero todavía estaba lejos del lugar. Echó a correr, arrojó la chaqueta, las botas, la botella y la gorra, y conservó sólo la azada que usaba como bastón.
«Ay de mí. He deseado mucho, y lo eché todo a perder. Tengo que llegar antes que se ponga el sol.»
El temor le quitaba el aliento. Pahom siguió corriendo, y la camisa y los pantalones empapados se le pegaban a la piel, y tenía la boca reseca. Su pecho jadeaba como un fuelle, su corazón batía como un martillo, sus piernas cedían como si no le pertenecieran. Pahom estaba abrumado por el terror de morir de agotamiento.
Aunque temía la muerte, no podía detenerse. «Después que he corrido tanto, me considerarán un tonto si me detengo ahora», pensó. Y siguió corriendo, y al acercarse oyó que los bashkirs gritaban y aullaban, y esos gritos le inflamaron aún más el corazón. Juntó sus últimas fuerzas y siguió corriendo.
El hinchado y brumoso sol casi rozaba el horizonte, rojo como la sangre. Estaba muy bajo, pero Pahom estaba muy cerca de su meta. Podía ver a la gente de la loma, agitando los brazos para que se diera prisa. Veía la gorra de piel de zorro en el suelo, y el dinero, y al jefe sentado en el suelo, riendo a carcajadas.
«Hay tierras en abundancia —pensó—, ¿pero me dejará Dios vivir en ellas? ¡He perdido la vida, he perdido la vida! ¡Nunca llegaré a ese lugar!»
Pahom miró el sol, que ya desaparecía, ya era devorado. Con el resto de sus fuerzas apuró el paso, encorvando el cuerpo de tal modo que sus piernas apenas podían sostenerlo. Cuando llegó a la loma, de pronto oscureció. Miró el cielo. ¡El sol se había puesto! Pahom dio un alarido.
«Todo mi esfuerzo ha sido en vano», pensó, y ya iba a detenerse, pero oyó que los bashkirs aún gritaban, y recordó que aunque para él, desde abajo, parecía que el sol se había puesto, desde la loma aún podían verlo. Aspiró una buena bocanada de aire y corrió cuesta arriba. Allí aún había luz. Llegó a la cima y vio la gorra. Delante de ella el jefe se reía a carcajadas. Pahom soltó un grito. Se le aflojaron las piernas, cayó de bruces y tomó la gorra con las manos.
—¡Vaya, qué sujeto tan admirable! – exclamó el jefe—. ¡Ha ganado muchas tierras!
El criado de Pahom se acercó corriendo y trató de levantarlo, pero vio que le salía sangre de la boca. ¡Pahom estaba muerto!
Los pakshirs chasquearon la lengua para demostrar su piedad.
Su criado empuñó la azada y cavó una tumba para Pahom, y allí lo sepultó. Dos metros de la cabeza a los pies era todo lo que necesitaba.
Jodynka
No comprendo esa terquedad. ¿Por qué te obstinas en madrugar y mezclarte con la gente del pueblo, cuando puedes ir mañana con la tía Viera, directamente a la tribuna? Desde allí lo verás todo. Ya te he dicho que Behr me ha prometido que entrarás. Además, tienes derecho, por ser dama de honor.
Así habló el príncipe Pavel Golitsin, conocido en el mundo aristocrático con el sobrenombre de Pigeon, a su hija Alejandra, de veintitrés años (a la que llamaban Rina), la noche del 17 de mayo de 1896, en Moscú, víspera de una fiesta popular, organizada con motivo de la coronación. Rina, robusta y hermosa muchacha, con el perfil característico de los Golitsin —nariz corva de ave de presa—, había dejado de apasionarse por los bailes y otros placeres mundanos desde hacía bastante tiempo; y era, o al menos se consideraba, una mujer intelectual y amiga del pueblo. Siendo hija única y muy querida de su padre, hacía lo que se le antojaba. Aquel día había tenido la idea de asistir a la fiesta popular, con su primo, no con la Corte, sino con el pueblo. Iría con el portero y un cochero de los Golitsin, que tenían intención de salir por la mañana, muy temprano.
—Pero, papá, lo que quiero no es ver al pueblo, sino estar con él. Quisiera saber cuáles son sus sentimientos por el joven zar. Es posible que, por una vez…
—Bueno, haz lo que quieras. De sobra conozco tu testarudez.
—No te enfades, querido papá. Te prometo que voy a ser muy juiciosa. Además, Alek no se apartará de mí ni un momento.
Por extraño e insensato que le pareciera ese proyecto, el príncipe no pudo menos que acceder.
—¡Claro que sí! —replicó a la pregunta de si podía llevarse el coche—. Pero cuando llegues a la Jodynka, me lo mandas.
—Muy bien, conforme.
La muchacha se acercó a su padre, que la bendijo, siguiendo su costumbre; le besó la mano, blanca y grande, y se fue.
* * * Aquella noche, en el piso que María Yakovlevna alquilaba a los obreros de una fábrica de cigarrillos, se hablaba también de la fiesta del día siguiente. Emilian Yagodnyi se ponía de acuerdo con unos compañeros, que habían ido a verle a su habitación, respecto de la hora en que saldrían.
—Casi no merece la pena acostarse. No vaya a ser que no nos despertemos a tiempo – dijo Yasha, un muchacho muy alegre, que ocupaba el cuarto contiguo.
—¿Por qué no echar un sueñecito? —replicó Emilian—. Saldremos en cuanto amanezca.
En eso hemos quedado con los compañeros.
—Bueno, pues ¡a dormir se ha dicho! Pero tú, Emilian, no dejes de llamarnos.
Yagodnyi prometió que así lo haría; y, después de sacar del cajón de la mesa una bobina de seda, acercó la lámpara y se puso a coser un botón de su abrigo de verano. Una vez que hubo acabado, preparó sus mejores ropas sobre el banco, se limpió las botas, rezó el Padrenuestro y el Avemaría, oraciones cuyo significado no entendía y nunca le había interesado; y, después de descalzarse y quitarse los pantalones, se acostó en la chirriante cama, de colchón apelmazado.
«A veces, la gente tiene suerte —se dijo—. A lo mejor, me toca un billete de lotería – corrían rumores de que, además de otros regalos, repartirían billetes de lotería—. No espero diez mil rublos, como es natural; me conformaría con quinientos. ¡Podría hacer tantas cosas!
Mandaría dinero a los viejos y quitaría de trabajar a mi mujer. Porque eso de estar siempre separados no es vivir… Compraría un buen reloj. Me encargaría una pelliza para mí y otra para ella. Y no que, así, no hago más que trabajar y no veo el modo de salir de apuros.»
Empezó a imaginarse que paseaba con su mujer en el parque de Alejandro; que el mismo guardia que lo llevara a la comisaría el verano pasado porque, estando borracho, había armado jaleo, era un general que, en aquel momento, lo invitaba, risueño, a una taberna, a escuchar un organillo. El instrumento sonaba igual que un reloj.
De pronto, Emilian se despierta. El reloj está dando la hora y la dueña de la casa, María Yakovlevna, tose al otro lado de la puerta. Afuera, la oscuridad no es tan grande como la víspera.
«No se nos vaya a hacer tarde.»
Emilian se levanta; se dirige, descalzo, a la habitación contigua. Después de despertar a Yasha, se viste, se unta los cabellos con pomada y se los peina, cuidadosamente, ante un espejo roto.
«La verdad es que no estoy mal; por eso me quieren las mozas; pero no quiero hacer tonterías…»
Luego va a las habitaciones de la dueña de la casa, tal y como han convenido la víspera, para coger una bolsita con provisiones; un trozo de empanada, dos huevos, jamón y una botella de vodka. Apenas apunta la aurora cuando Emilian y Yasha cruzan el patio y se encaminan hacia el parque de Pedro. No son los únicos; otras personas van delante, por todas partes aparecen hombres, mujeres y niños, endomingados y muy alegres y todos toman la misma dirección.
Finalmente, llegan al campo de la Jodynka, que se halla invadido de gente. Elévanse columnas de humo por doquier. La mañana es muy fría y las gentes buscan ramas y troncos para encender hogueras. Emilian se encuentra con sus compañeros; encienden también una hoguera y, sentándose en torno a ella, sacan las provisiones y la bebida. Sale el sol claro y brillante. Todos están alegres; cantan, charlan, bromean y ríen, esperando divertirse aún más.
Emilian ha bebido, en compañía de sus amigos; enciende un cigarrillo y le invade un gran bienestar.
La gente del pueblo luce sus mejores galas; pero entre los obreros endomingados se destacan, aquí y allá, algunos comerciantes ricos, con sus mujeres e hijos. También se distingue Rina Golitsina, que, entusiasmada por haberse salido con la suya y festejar con el pueblo la coronación del zar, al que todo el mundo adora, pasea entre las hogueras, del brazo de su primo Alek.
—Te felicito, bella señorita —exclama un joven obrero, acercándole una copa a los labios—. No me lo desprecies.
—Gracias.
—A su salud —apunta Alek, orgulloso de conocer las costumbres populares.
Acostumbrados a ocupar siempre el mejor lugar, atraviesan el campo —es tal la muchedumbre que, pese a la resplandeciente mañana, se eleva una espesa niebla, producida por el aliento de la gente– y van directamente hacia la tribuna. Pero los policías no les permiten subir.
—¡Mejor! Volvamos allí —exclama Rina.
Y los jóvenes vuelven hacia la multitud.
* * * —¡Mentira! —gritó Emilian, que estaba sentado con sus compañeros, en torno a las provisiones, colocadas sobre un papel, cuando un obrero fue a decirles que estaban repartiendo los regalos.
—Te lo aseguro. No hacen caso del reglamento. Lo he visto con mis propios ojos.
Algunos traen un hatillo y un vaso.
—Ya se sabe. Hacen lo que quieren. ¿Qué les importa? Reparten las cosas a quien les viene en gana.
—Pero, ¿cómo pueden ir contra el reglamento?
—Ya ves que lo están haciendo.
—Bueno, muchachos, entonces vayámonos también.
Todos se levantaron. Emilian recogió la botella con el resto de vodka, y se puso en marcha, con sus camaradas. Pero apenas habían recorrido veinte pasos, cuando las apreturas fueron tales, que se les hizo difícil seguir adelante.
—¿Dónde te metes?
—¿Y tú?
—¿Te imaginas que estás solo?
—¡Bueno, bueno; está bien!
—¡Padrecitos! ¡Me están ahogando! —vociferaba una mujer.
Se oían gritos infantiles, desde otro lado.
—¡Al diablo!
—Pero, ¿qué te has creído? ¿Que sólo tú tienes derecho a la vida?
—¡Se lo van a llevar todo! Pero llegaré, sea como sea. ¡Diablos! ¡Malditos!
Era Emilian quien había pronunciado esas palabras. Alzó sus robustos hombros y, separando los codos todo lo que pudo, fue abriéndose paso, sin saber a ciencia cierta por qué lo hacía; en realidad, era porque todos se precipitaban adelante y le parecía que era preciso hacer lo mismo. Los que estaban detrás de él y a ambos lados lo empujaban; pero los de delante no se movían. Todos gritaban y lanzaban gemidos y exclamaciones.
Con sus fuertes dientes apretados y el ceño fruncido, Emilian empujaba a los de delante, sin desanimarse; y avanzaba algo, si bien muy despacio.
De pronto, la muchedumbre se agitó, echándose hacia la derecha. Emilian miró en aquella dirección y vio que algo pasaba, volando, por encima de su cabeza, y caía allí. Esto se repitió hasta tres veces. Emilian no logró comprender de qué se trataba; pero una voz gritó:
—¡Malditos! ¡Condenados! Están tirando las cosas.
Desde el lugar adonde caían las bolsitas con los regalos eleváronse gritos, risas, llantos y gemidos. Alguien empujó violentamente a Emilian por un costado, lo hizo aumentar su enojo y su mal humor. Pero, antes que le diera tiempo de recobrarse del dolor, le pisaron un pie. Su abrigo, su abrigo nuevo, se enganchó en algo, desgarrándose. Un sentimiento de ira invadió su corazón, y Emilian empujó a los de delante, con todas sus fuerzas.
Pero súbitamente sucedió algo que no se pudo explicar. Hacía un momento sólo veía ante sí las espaldas de la gente, cuando, de pronto, todo quedó descubierto para él. Divisó las casetas en las que repartían los regalos. Esto lo alegró mucho; mas su alegría duró un segundo. En breve comprendió que las casetas habían quedado al descubierto porque los que iban delante habían llegado al borde de un foso y habían caído dentro; él caería sobre otros, y los de detrás se le vendrían encima. En aquel momento sintió miedo, por primera vez. Y, en efecto, cayó. Una mujer, envuelta en un chal de lana, se le vino encima. Emilian pudo desprenderse de ella y quiso volverse; pero los de detrás lo aplastaban y le faltaron fuerzas.
Consiguió incorporarse. Sus pies pisaban algo blando; eran seres humanos. Alguien lo agarró por las piernas lanzando gritos. Emilian no veía ni oía nada; continuaba abriéndose paso, por encima de la gente.
—¡Hermanos, les doy mi reloj, es de oro! ¡Hermanos, salvadme! —gritaba un hombre, junto a él.
«No estamos para relojes», pensó Emilian, que ya llegaba al otro lado del foso.
En su alma reinaban dos sentimientos, ambos atormentadores: el miedo por su persona, por su propia vida; y la ira contra aquellos dos hombres salvajes que lo ahogaban. No obstante, el objetivo que tuviera desde el principio, llegar a las casetas para recibir una bolsita con los regalos y el billete de lotería, seguía atrayéndolo.
Ya se veían las casetas; se veían los hombres que repartían los regalos; se distinguían los gritos de los que habían llegado hasta allí, así como el crujir de las tablas sobre las que se reunía la multitud.
Emilian seguía luchando. Ya no le quedaban sino unos veinte pasos, cuando, de pronto, oyó bajo sus pies o, mejor dicho, entre ellos, el llanto y los gritos de un niño. Al bajar la vista, vio a un chiquillo, con la camisita rota, que yacía boca arriba. Se agarraba a los pies de Emilian, balbuciendo algo. Instantáneamente, algo vibró en el corazón de éste. Cesó el miedo que había sentido por su persona. Cesó también la ira hacia sus semejantes. Tuvo lástima del niño. Se agachó y le pasó la mano por debajo de la cintura; pero los de atrás se le echaron encima, con tal fuerza, que estuvo a punto de caer y soltó al chiquillo. Sin embargo, haciendo de nuevo un gran esfuerzo, cogió a la criatura y se la echó al hombro. Los de atrás dejaron de empujar por un momento; y Emilian pudo seguir hacia adelante, con el niño a cuestas.
—Tráelo —gritó un cochero, que avanzaba junto a Emilian; y, apoderándose del pequeño, lo alzó por encima de la multitud—. Anda, corre, corre por encima de los demás.
Emilian volvió la cabeza y pudo distinguir al niño que se alejaba, tan pronto hundiéndose, tan pronto reapareciendo entre los hombros y las cabezas de la multitud.
Emilian siguió avanzando. Era imposible dejar de hacerlo, pero ya no le preocupaban los regalos, ni tampoco llegar a las casetas. Pensaba en el niño. Se preguntaba dónde se habría metido su compañero Yasha; y recordaba a la gente ahogada que había visto en el foso. Una vez que hubo llegado a las casetas, recibió una bolsita y un vaso; sin embargo, esas cosas no lo alegraron. Al principio, había experimentado contento al ver que se había librado de las apreturas. Ya podía respirar y moverse tranquilamente. Pero ese sentimiento no tardó en desaparecer, a causa del espectáculo que se presentó ante sus ojos: una mujer envuelta en un mantón de rayas, con el vestido desgarrado, los cabellos rubios despeinados, yacía boca arriba y sus pies, calzados con botas abotonadas, estaban tiesos. Una de sus manos descansaba sobre la hierba y la otra, con los dedos plegados, en el pecho. Su rostro estaba lívido, como el de los cadáveres. Esa mujer era la primera que había muerto ahogada entre la multitud y la habían arrojado al otro lado del recinto, justamente ante la tribuna del zar.
Dos guardias, que permanecían junto al cadáver, recibían órdenes de un policía. Después llegaron unos cosacos, y, por orden del jefe, echaron a Emilian y a otros que estaban allí.
Emilian se encontró de nuevo entre la multitud, entre las apreturas, unas apreturas más angustiosas que las de antes. De nuevo, gritos, gemidos femeninos e infantiles; de nuevo unos pisaban a otros, sin poder remediarlo. Pero esta vez Emilian no sentía temor por su persona ni ira por los que lo ahogaban. Lo único que deseaba era librarse de aquello para analizar el sentimiento de su alma. Le invadió un terrible deseo de beber y de fumar. Y, finalmente, pudo conseguirlo; salió a un espacio libre, donde fumó y bebió.
* * * Fue bien distinto lo que les sucedió a Alek y a Rina. Sin aspirar a ningún regalo avanzaban entre los corrillos de gente, charlando con las mujeres y con los niños, cuando, de pronto, la multitud se abalanzó hacia las casetas, porque había corrido el rumor de que habían empezado a repartir los regalos.
Antes que a Rina le diera tiempo de volver la cabeza, se encontró separada de Alek y arrastrada por la multitud. La invadió el horror. Al principio, procuró estar tranquila; pero luego no pudo por menos de gritar, pidiendo socorro. Pero nadie se apiadó de ella. Cada vez la apretaban más, le rasgaron el vestido y le arrebataron el sombrero. No lo hubiera podido asegurar; pero creyó que le habían arrancado el reloj con la cadena. Era una muchacha fuerte y hubiera podido resistir; pero el horror le impidió hacerlo. Con el vestido roto y toda magullada, aún se mantenía en pie; pero en el momento en que los cosacos se arrojaron sobre la multitud para dispersarla, se debilitó y cayó al suelo sin sentido.
* * * Cuando volvió en sí, se hallaba echada de espaldas sobre la hierba. Un hombre, cuyo aspecto era el de un obrero, con barba y con el abrigo roto, permanecía en cuclillas ante ella, echándole agua sobre la cara. Al ver que abría los ojos, se persignó, escupiendo el agua que tenía en la boca. Era Emilian.
—¿Dónde estoy? ¿Quién es usted?
—En la Jodynka. ¿Me pregunta quién soy? Un hombre como los demás. También a mí me han magullado. Pero los hombres como yo pueden soportarlo todo.
—¿Y esto, qué es? —preguntó Riña, señalando las monedas de cobre que tenía sobre el vientre.
—Es que han debido de creerse que había usted muerto y le han echado monedas para el entierro. Yo me he fijado bien y he visto que estaba viva; por eso empecé a echarle agua…
Rina se dio cuenta de que su ropa estaba hecha trizas y que parte de su pecho quedaba descubierto. Se sintió avergonzada, Emilian lo comprendió y se apresuró a taparla.
—No se preocupe, señorita; no será nada.
Acudió gente. Vino un guardia, Rina se incorporó y dijo quién era y dónde vivía. Emilian fue a buscar un coche.
Al volver, se encontró con un grupo de gente bastante considerable, Rina se puso en pie.
Todos se precipitaron a ayudarla; pero subió en el coche por sí sola. Estaba muy avergonzada por el estado en que se encontraba.
—¿Dónde está su primo? —le preguntó una mujer, acercándose.
—No lo sé, no lo sé —le replicó Rina, con acento desesperado.
Al llegar a casa, Rina se enteró que Alek se había podido librar de la multitud y que había vuelto sano y salvo.
—Este hombre me ha salvado —dijo—. Si no hubiese sido por él, no sé lo que me habría sucedido. ¿Cómo se llama usted? —preguntó, dirigiéndose a Emilian.
—¡Qué importa!
—Es una princesa —murmuró una mujer—. Una princesa muy rica.
—Venga a ver a mi padre. Le recompensará.
Repentinamente Emilian tuvo la impresión de que una fuerza misteriosa invadía su alma;
y se sintió incapaz de cambiarla ni siquiera por un billete de lotería de doscientos rublos.
—¡Estaría bueno! Nada de eso, señorita. Váyase tranquila. No tiene por qué recompensarme.
—No, no; no puedo irme así.
—Vaya con Dios, señorita; pero no se lleve mi abrigo.
Y Emilian sonrió, dejando al descubierto una hilera de dientes blancos. El recuerdo de esa alegre sonrisa sirvió de consuelo a Rina en los momentos más difíciles de su vida.
Emilian, por su parte, experimentaba un sentimiento de regocijo, que parecía transportarlo a otro mundo, cada vez que recordaba el campo de Jodynka, a Rina y la conversación que sostuvo con ella.
Pobres gentes
En una choza, Juana, la mujer del pescador, se halla sentada junto a la ventana, remendando una vela vieja. Afuera aúlla el viento y las olas rugen, rompiéndose en la costa…
La noche es fría y oscura, y el mar está tempestuoso; pero en la choza de los pescadores el ambiente es templado y acogedor. El suelo de tierra apisonada está cuidadosamente barrido;
la estufa sigue encendida todavía; y los cacharros relucen, en el vasar. En la cama, tras de una cortina blanca, duermen cinco niños, arrullados por el bramido del mar agitado. El marido de Juana ha salido por la mañana, en su barca; y no ha vuelto todavía. La mujer oye el rugido de las olas y el aullar del viento, y tiene miedo.
Con un ronco sonido, el viejo reloj de madera ha dado las diez, las once… Juana se sume en reflexiones. Su marido no se preocupa de sí mismo, sale a pescar con frío y tempestad. Ella trabaja desde la mañana a la noche. ¿Y cuál es el resultado?, apenas les llega para comer. Los niños no tienen qué ponerse en los pies: tanto en invierno como en verano, corren descalzos;
no les alcanza para comer pan de trigo; y aún tienen que dar gracias a Dios de que no les falte el de centeno. La base de su alimentación es el pescado. «Gracias a Dios, los niños están sanos. No puedo quejarme», piensa Juana; y vuelve a prestar atención a la tempestad.
"¿Dónde estará ahora? ¡Dios mío! Protégelo y ten piedad de él», dice, persignándose.
Aún es temprano para acostarse. Juana se pone en pie; se echa un grueso pañuelo por la cabeza, enciende una linterna y sale; quiere ver si ha amainado el mar, si se despeja el cielo, si hay luz en el faro y si aparece la barca de su marido. Pero no se ve nada. El viento le arranca el pañuelo y lanza un objeto contra la puerta de la choza de al lado; Juana recuerda que la víspera había querido visitar a la vecina enferma. «No tiene quien la cuide», piensa, mientras llama a la puerta. Escucha… Nadie contesta.
«A lo mejor le ha pasado algo», piensa Juana; y empuja la puerta, que se abre de par en par. Juana entra.
En la choza reinan el frío y la humedad. Juana alza la linterna para ver dónde está la enferma. Lo primero que aparece ante su vista es la cama, que está frente a la puerta. La vecina yace boca arriba, con la inmovilidad de los muertos. Juana acerca la linterna. Sí, es ella. Tiene la cabeza echada hacia atrás; su rostro lívido muestra la inmovilidad de la muerte.
Su pálida mano, sin vida, como si la hubiese extendido para buscar algo, se ha resbalado del colchón de paja, y cuelga en el vacío. Un poco más lejos, al lado de la difunta, dos niños, de caras regordetas y rubios cabellos rizados, duermen en una camita acurrucados y cubiertos con un vestido viejo.
Se ve que la madre, al morir, les ha envuelto las piernecitas en su mantón y les ha echado por encima su vestido. La respiración de los niños es tranquila, uniforme; duermen con un sueño dulce y profundo.
Juana coge la cuna con los niños; y, cubriéndolos con su mantón, se los lleva a su casa. El corazón le late con violencia; ni ella misma sabe por qué hace esto; lo único que le consta es que no puede proceder de otra manera.
Una vez en su choza, instala a los niños dormidos en la cama, junto a los suyos; y echa la cortina. Está pálida e inquieta. Es como si le remordiera la conciencia. "¿Qué me dirá? Como si le dieran pocos desvelos nuestros cinco niños… ¿Es él? No, no… ¿Para qué los habré cogido? Me pegará. Me lo tengo merecido… Ahí viene… ¡No! Menos mal…»
La puerta chirría, como si alguien entrase. Juana se estremece y se pone en pie.
«No. No es nadie. ¡Señor! ¿Por qué habré hecho eso? ¿Cómo le voy a mirar a la cara ahora?» Y Juana permanece largo rato sentada junto a la cama, sumida en reflexiones.
La lluvia ha cesado; el cielo se ha despejado; pero el viento sigue azotando y el mar ruge, lo mismo que antes.
De pronto, la puerta se abre de par en par. Irrumpe en la choza una ráfaga de frío aire marino; y un hombre, alto y moreno, entra, arrastrando tras de sí unas redes rotas, empapadas de agua.
—¡Ya estoy aquí, Juana! —exclama.
—¡Ah! ¿Eres tú? —replica la mujer; y se interrumpe, sin atreverse a levantar la vista.
—¡Vaya nochecita!
—Es verdad. ¡Qué tiempo tan espantoso! ¿Qué tal se te ha dado la pesca?
—Es horrible, no he pescado nada. Lo único que he sacado en limpio ha sido destrozar las redes. Esto es horrible, horrible… No puedes imaginarte el tiempo que ha hecho. No recuerdo una noche igual en toda mi vida. No hablemos de pescar; doy gracias a Dios por haber podido volver a casa. Y tú, ¿qué has hecho sin mí?
Después de decir esto, el pescador arrastra la redes tras de sí por la habitación; y se sienta junto a la estufa.
—¿Yo? —exclama Juana, palideciendo—. Pues nada de particular. Ha hecho un viento tan fuerte que me daba miedo. Estaba preocupada por ti.
—Sí, sí —masculla el hombre—. Hace un tiempo de mil demonios, pero… ¿qué podemos hacer?
Ambos guardan silencio.
—¿Sabes que nuestra vecina Simona ha muerto?
—¿Qué me dices?
—No sé cuándo; me figuro que ayer. Su muerte ha debido ser triste. Seguramente se le desgarraba el corazón al ver a sus hijos. Tiene dos niños muy pequeños… Uno ni siquiera sabe hablar y el otro empieza a andar a gatas…
Juana calla. El pescador frunce el ceño; su rostro adquiere una expresión seria y preocupada.
—¡Vaya situación! —exclama, rascándose la nuca—. Pero, ¡qué le hemos de hacer! No tenemos más remedio que traerlos aquí. Porque si no, ¿qué van a hacer solos con la difunta?
Ya saldremos adelante como sea. Anda, corre a traerlos.
Juana no se mueve.
—¿Qué te pasa? ¿No quieres? ¿Qué te pasa, Juana?
—Están aquí ya —replica la mujer descorriendo la cortina.
Sin querer
Volvió a las seis de la mañana y, según costumbre, pasó al cuarto de aseo; pero, en lugar de desnudarse, se sentó o, mejor dicho, se dejó caer en una butaca… Poniendo las manos en las rodillas, permaneció en esa actitud cinco, diez minutos, quizás una hora. No hubiera podido decirlo.
«El siete de corazones», se dijo, representándose el desagradable hocico de su contrincante, que, a pesar de ser inmutable, había dejado traslucir satisfacción en el momento de ganar.
—¡Diablos! —exclamó.
Se oyó un ruido tras de la puerta. Y apareció su esposa, una hermosa mujer, de cabellos negros, muy enérgica, con gorrito de noche, chambra con encajes y zapatillas de pana verde.
—¿Qué te pasa? —dijo, tranquilamente; pero, al ver su rostro, repitió– ¿Qué te pasa, Misha? ¿Qué te pasa?
—Estoy perdido.
—¿Has jugado?
—Sí.
—¿Y qué?
—¿Qué? —repitió él, con expresión iracunda—. ¡Que estoy perdido!
Y lanzó un sollozo, procurando contener las lágrimas.
—¿Cuántas veces te he pedido, cuántas veces te he suplicado que no jugaras?
Sentía lástima por él; pero también se compadecía de sí misma, al pensar que pasaría penalidades, así como por no haber dormido en toda la noche, atormentada, esperándolo. «Ya son las seis», pensó, echando una ojeada al reloj que estaba encima de la mesa.
—¡Infame! ¿Cuánto has perdido?
—¡Todo! Todo lo mío y lo que tenía del Tesoro. ¡Castígame! Haz lo que quieras. Estoy perdido —se cubrió el rostro con las manos—. Eso es lo único que sé.
—¡Misha! ¡Misha! Escúchame. Apiádate de mí. También soy un ser humano. Me he pasado toda la noche sin dormir. Estuve esperándote, estuve sufriendo; y he aquí la recompensa. Dime, al menos, la cantidad que has perdido.