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Narrativa Breve
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Автор книги: Leon Tolstoi



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Cuando se hallaba en buena disposición de ánimo, estos pensamientos no le conturbaban.

Si entonces lo recordaba se sentía contento de haberse librado de aquellas tentaciones. Pero había momentos en que de pronto todo cuanto constituía la razón de su vida se esfumaba y él dejaba de verlo aún sin dejar de creer en ello. Entonces era incapaz de evocar de evocar en su interior esa razón de su vivir y se apoderaban de él los recuerdos y – horrible es decirlo – se arrepentía de haber abrazado la vida monacal.

En esta situación lo único que podía salvarle era la obediencia, el trabajo y los rezos en el transcurso de toda la jornada. Rezaba como siempre, se proternaba, incluso rezaba más que otros días, pero lo que rezaba era el cuerpo sin alma. Eso duraba un día, a veces dos, y luego pasaba. Pero ese día o esos dos días eran terribles. Kasatski sentía que no se encontraba bajo su propio poder ni bajo el de Dios, sino bajo algún poder extraño. Lo único que podía hacer y realmente hacía era lo que le aconsejaba su venerable padre espiritual para contenerse: no emprender nada y esperar. En realidad, durante esos días, Kasatski no vivía según su voluntad propia, sino según la de su padre espiritual, y en esta situación hallaba un particular sosiego.

Así vivió Kasatski siete años en aquel monasterio. A finales del tercer año, fue tonsurado y ordenado sacerdote con el nombre de Sergio. La ordenación constituyó un importante acontecimiento en la vida interior de Sergio, quien si antes experimentaba gran consuelo y elevación espiritual cuando comulgaba, después que tuvo ocasión de oficiar él mismo, el acto del ofertorio le sumía en un estado de excelsa beatitud. Luego, este sentimiento fue debilitándose, y, cuando tuvo que celebrar la misa en un estado de depresión espiritual, comprendió que aquel estado de éxtasis acabaría por desaparecer. En efecto, este sentimiento se hizo más débil, pero quedó como una costumbre.

Al séptimo año, la vida del monasterio le aburría. Todo cuanto podía aprender allí lo había aprendido. Todo cuanto era necesario alcanzar lo había alcanzado. Allí no le quedaba nada que hacer.

El estado de letargo en que se encontraba se hacía cada día más sensible. En el transcurso de estos años murió su madre y se casó Meri. Ambas noticias le dejaron indiferente. Toda su atención, todos sus intereses, se hallaban concentrados en su vida interior.

En el cuarto año de su monacato, el obispo tuvo para él muchas palabras de encomio, y su venerable padre espiritual le dijo que no debería de negarse a admitir algún cargo elevado si se lo ofrecían. Entonces se encendió en él la ambición monástica, ese estado de ánimo que tanto le había disgustado en los monjes. Le destinaron a un monasterio cercano a la capital.

Quería renunciar a ese destino, pero su padre espiritual le ordenó aceptarlo. Sergio así lo hizo.

Se despidió de su superior y se trasladó al otro monasterio.

El paso a la abadía de la capital fue un notable acontecimiento en la vida del padre Sergio.

Se encontró allí con tentaciones de todo género y para vencerlas tuvo que poner en juego todas sus fuerzas.

En el anterior monasterio la seducción de la mujer le atormentaba poco. En cambio aquí, esta tentación alcanzó una fuerza terrible, llegando incluso a adquirir forma determinada. Una señora conocida por su poca recomendable conducta empezó a mostrarse obsequiosa con Sergio. Habló con él y le rogó que la visitara. Sergio se negó rotundamente, pero quedó horrorizado ante la inequívoca fuerza de su deseo. Se asustó tanto, que se lo contó por carta a su padre espiritual, pero esto le pareció poco. Llamó a un joven novicio y, venciendo la enorme vergüenza que le embargaba, le confesó su debilidad y le rogó que le vigilara, y que no le dejara ir a ningún sitio excepción hecha de los oficios divinos y de los actos de penitencia.

Constituía además gran motivo de escándalo para Sergio el hecho de que el abad de ese monasterio, hombre de mundo, muy listo, que estaba haciendo una brillante carrera eclesiástica, le era sumamente antipático. Por más que luchara consigo mismo, Sergio no podía vencer esa antipatía. Se sometía, pero en el fondo de su alma no cesaba de censurarle. Y este mal sentimiento estalló.

Fue en el segundo año de su estancia en el nuevo monasterio. He aquí lo que sucedió. Con motivo de las fiestas de Intercesión, se celebraban las vísperas en la iglesia mayor. El templo estaba muy concurrido. Oficiaba el propio abad. El padre Sergio se había entregado al rezo en su lugar habitual, pero estaba torturado por la lucha que en él solía desencadenarse durante los oficios religiosos, especialmente en la iglesia mayor, cuando no oficiaba. Se debía esta lucha a la irritación que le producían los señores y, especialmente, las damas que allí acudían.

Sergio se esforzaba por no verlos, por no advertir lo que pasaba en torno suyo. No quería ver como un militar acompañaba a unas damas abriéndose paso entre la gente, ni como otros se hacían señas mirando a los monjes, a menudo a él mismo y a otro monje conocido por su distinguido porte y hermosas facciones. Era como si pusiera anteojeras a su atención a fin de obligarse a no ver más que la llama de los cirios junto al iconostasio, las imágenes sagradas y los sacerdotes que oficiaban; a no oír nada excepto las palabras del rezo, cantadas o recitadas, y a no experimentar ningún sentimiento que no fuera el de abandono de sí mismo en el cumplimiento del deber, como lo experimentaba siempre al oír las oraciones tantas veces oídas y repetir anticipadamente sus palabras.

Estaba, pues, de pie, inclinándose profundamente, persignándose cuando el ritual lo prescribía, luchando consigo mismo, entregándose al frío raciocinio o ahogando conscientemente en su interior sentimientos e ideas, cuando se le acercó el tesorero de su abadía, el padre Nikodim, otro gran motivo de escándalo para el padre Sergio, que le tachaba, a pesar suyo, de adulador servil del abad. El padre Nikodim saludó a Sergio con una profunda reverencia y le dijo que el abad le llamaba. Sergio recogió el manteo, se puso el bonete y avanzó con sumo cuidado entre la multitud que llenaba el templo.

– Lise, regardez à droite, c´est lui [13]– se oyó que decía una voz de mujer.

– Où, où? It n´est pas tellement beau [14].

El padre Sergio sabía que hablaban de él. Oyó lo que decían y, como siempre que se sentía tentado, repitió: «y no permitáis que caigamos en la tentación». Bajó la cabeza y la mirada, dejó atrás el ambón, cedió el paso a los canocarcas que vestidos con sus albas llegaban en ese momento delante del iconostasio, y entró en el altar por la puerta del lado norte. Como de costumbre, hizo una reverencia inclinándose hasta la cintura ante el icono.

Luego, sin pronunciar palabra, levantó la cabeza en dirección al abad, cuya figura había visto con el rabillo del ojo junto a otra vestida de gala. El abad, de pie junto a la pared, puestas las vestiduras sagradas, se frotaba los galones de la casulla apoyando sus cortos y rollizos brazos sobre su prominente abdomen. Se sonreía hablando con un militar que vestía uniforme de general y llevaba varias condecoraciones y charreteras, de las que enseguida se dio cuenta el padre Sergio, con su mirada experta en estas cuestiones. El general pertenecía al séquito del emperador y había sido comandante del regimiento en que Sergio había prestado sus servicios. Ahora, por lo visto, era una persona muy influyente y el padre Sergio advirtió en seguida que el abad lo sabía y se alegraba, razón por la cual tenía radiante la roja y gorda cara.

El padre Sergio se sintió herido y amargado, y esa sensación fue todavía mayor cuando oyó de labios del abad que éste le había llamado porque el general tenía mucha curiosidad por ver, como él mismo decía, a su antiguo compañero de servicio militar.

– Estoy muy contento de verle a usted en figura de ángel – le dijo el general alargándole la mano —. Espero que no haya olvidado usted a un antiguo camarada.

El rostro del abad, encarnado y sonriente en el marco de sus canas como aprobando las palabras del general; la cara acicalada y satisfecha de éste, el olor a vino que de su boca se desprendía y el olor a tabaco de sus patillas, acabaron con la ecuanimidad del padre Sergio, quien se inclinó una vez más ante el abad y dijo:

– Reverendo padre, ¿ha tenido a bien llamarme? – tanto la expresión de su cara como su actitud añadían: ¿para que?

El abad dijo:

– Le he llamado para que se entreviste con el general.

– Reverendo padre, me aparté del mundo para librarme de las tentaciones – replicó palideciendo y con los labios temblorosos —. ¿Por qué me somete usted a ellas aquí, durante las horas del rezo y en el templo de Dios?

– Vete, vete – le dijo el abad, irritado y frunciendo el seño.

Al otro día el padre Sergio pidió perdón al abad y a los demás hermanos por su orgullo, pero después de haber pasado la noche rezando, creyó que debía abandonar la abadía.

Escribió en este sentido a su padre espiritual, suplicándole le permitiera volver a su lado. Le dijo que se sentía débil e incapaz de luchar contra las tentaciones, solo, sin su ayuda. Y se arrepentía de su pecado de orgullo. El siguiente correo le trajo la respuesta. Su padre espiritual le decía que todo el mal estaba en su orgullo. El arranque de cólera que había sufrido – proseguía el padre espiritual – se debía a que al humillarse y renunciar a los honores no había obrado por amor de Dios, sino por orgullo, como diciendo, fijaos en mí, no necesito nada. Por este motivo no pudo soportar el acto del abad: «ya veis, he renunciado a todo por amor a Dios y ahora me muestran como si fuera un animal raro».

«Si hubieras despreciado la gloria por amor a Dios, lo habrías soportado. Aún no has ahogado en ti el orgullo mundano. He pensado en ti, hijo mío, Sergio, he rezado, y he aquí lo que Dios me dicta: vive como hasta ahora y sométete. Acabo de enterarme de que ha muerto en santidad el anacoreta Hilarión, después de vivir dieciocho años en su celda. El abad del monasterio de Tambino me ha preguntado si sé de algún hermano que quiera vivir allí. En esto me llega tu carta. Preséntate al padre Paisi, en el monasterio de Tambino, y pídele que te deje ocupar la celda vacía. Por mi parte ya le escribiré. No es que puedas tú sustituir a Hilarión, pero necesitas la soledad para vencer tu orgullo. Que Dios te bendiga.»

Sergio obedeció a su padre espiritual. Enseño la carta al abad y, obtenido el permiso correspondiente, se dirigió hacia la celda solitaria de Tambino, después de haber hecho entrega de todos sus bártulos a la abadía.

El superior de la comunidad de Tambino, excelente persona, procedente de una familia de mercaderes, acogió, tranquilo y sencillo, al padre Sergio y le instaló en la celda de Hilarión, poniendo a su servicio un hermano lego, si bien luego lo dejó solo, atendiendo al ruego del propio Sergio. La celda era una cueva abierta en la montaña. Allí mismo, en la parte posterior, se había enterrado a Hilarión. En la parte anterior había un nicho con un jergón de paja para dormir, una mesita y una estantería para las imágenes sagradas y los libros. Junto a la puerta exterior, que se cerraba, había una tablita en la que una vez al día un monje del monasterio dejaba el alimento.

Y el padre Sergio se hizo ermitaño.

IV


En el sexto año de vida anacorética, durante las fiestas de carnaval, un grupo de alegres personas ricas de la ciudad próxima, hombres y mujeres, después de hartarse de hojuelas y vino, decidieron dar un paseo en troika. Formaban el grupo dos abogados, un rico propietario, un oficial y cuatro mujeres. Una de ellas era la esposa del oficial; la otra, lo era del terrateniente; la tercera era una solterona hermana de este último y la cuarta una mujer divorciada, hermosa y rica, que alteraba el sosiego de la cuidad con sus extravagancias.

El tiempo era espléndido, el hielo del camino parecía bruñido como un entarimado.

Recorrieron unas diez verstas, y luego se detuvieron para decidir hacia dónde irían, si más lejos o volverían a la ciudad.

– ¿Adónde lleva este camino? – preguntó Makovkina, la bella mujer divorciada.

– A Tambino, que está de aquí a doce verstas – respondió uno de los abogados que le hacía la corte.

– ¿Y luego?

– Luego a L., por el monasterio.

– ¿Allí donde vive ese que llaman padre Sergio?

– Sí.

– ¿Kasatski? ¿Ese ermitaño tan guapo?

– El mismo.

– ¡Mesdames! ¡Señores! Vamos a visitar a Kasatski. En Tambino descansaremos y tomaremos algo.

– Pero no nos dará tiempo para volver a dormir en casa.

– No importa, pasaremos la noche en la celda de Kasatski.

– Sitio no faltará. En el monasterio hay una hostería que no es mala. Estuve allí cuando me encargué de la defensa de Majin.

– No, yo pasaré la noche con Kasatski.

– Eso es imposible. Ni siquiera usted, con todo su poder, lo conseguirá.

– ¿Imposible? ¿Quiere apostar algo?

– Venga. Si usted pasa la noche con Kasatski, estoy dispuesto a todo lo que usted quiera.

– A discretion.

– ¡Y usted, también!

– De acuerdo. Adelante.

Ofrecieron vino a los cocheros. El grupo de amigos se sirvió empanadillas, vino y caramelos que sacaron de una caja. Las damas se arrebujaron bien con sus blancos abrigos de piel de perro. Los cocheros discutieron acerca de quién iría delante, hasta que uno de ellos, con gallardo movimiento, hizo restallar el látigo y lanzó un grito. Cantaron los cascabeles y se oyó el chirrido de los trineos al deslizarse sobre la nieve helada. Apenas se notaba ninguna sacudida, el trineo se inclinaba ligeramente hacia los costados, el caballo lateral galopaba acompasada y alegremente, atada la cola sobre la adornada retranca; el camino, llano y liso, corría veloz hacia atrás; el cochero agitaba airosamente las riendas; el abogado y el oficial, sentados uno frente a otro, estaban bromeando con Makovkina, la cual, arrebujada en su abrigo, permanecía inmóvil y pensaba: «Siempre lo mismo y siempre repugnante: caras rojas y lucientes oliendo a vino y a tabaco, las mismas palabras, los mismos pensamientos y siempre dando vueltas alrededor de la misma porquería. Todos están contentos y convencidos de que ha de ser así y que pueden seguir viviendo de esta manera hasta el fin de sus días. Yo no puedo. Estoy harta. Necesitaría algo que lo desbaratara y trastornara todo. Que nos ocurriera lo que a ésos, creo que de Saratov, que fueron de paseo y se helaron. ¿Qué harían mis amigos? ¿Cómo se comportarían? Qué duda cabe, como unos cobardes. Cada uno pensaría únicamente en sí mismo. Yo misma me comportaría villanamente. Pero yo por lo menos soy hermosa. Lo saben. ¿Y ese monje? ¿Es posible que ya no comprenda tales cosas?

No puede ser. Esto es lo único que todos comprenden. Como el otoño pasado aquel cadete. ¡Y qué estúpido era…!»

– Iván Nikoláievich! – exclamó.

– ¿Qué manda, mi señora?

– ¿Cuántos años tendrá?

– ¿Quién?

– Kasatski.

– Me parece que unos cuarenta.

– ¿Y recibe a todo el mundo?

– Sí, pero no siempre.

– Tápame los pies. Así no. ¡Qué poca maña se da! Todavía más, más; así. Y no tiene por qué apretarme las piernas.

Así llegaron hasta el bosque en que se encontraba la celda. Makovkina bajó y mandó alejarse a los demás. Intentaron disuadirla. Pero ella se enojó y les dijo que se fueran.

Entonces los trineos se pusieron en camino, y ella, envuelta en su blanco abrigo de pieles, echó a andar por el sendero. El abogado bajó del trineo y se quedó mirándola.

V


El padre Sergio llevaba más de cinco años viviendo en su celda, en su ermita solitaria.

Tenía cuarenta y nueve. Su vida era dura. No por el trabajo del ayuno y de las preces; éstos no eran verdaderos trabajos, sino por la lucha interior que tenía que sostener, contra lo que había esperado. Dos eran los motivos de su lucha: la duda y las tentaciones de la carne. Los dos enemigos atacaban siempre al unísono. A él le parecía que eran dos, pero en realidad se trataba de uno solo. Tan pronto quedaba deshecha la duda, caía asimismo aniquilada la lujuria. Pero él creía que eran dos diablos distintos y luchaba separadamente con ellos.

«¡Dios mío, Dios mío! – pensaba —, ¿por qué me niegas la fe? Sí, contra la lujuria lucharon San Antonio y otros, pero creían. Tenían fe, y yo a veces paso minutos, horas y días sin fe. ¿Para qué ha de existir el mundo, con todos sus encantos, si es pecaminoso y hay que renunciar a él? ¿Por qué has creado tú la tentación? ¿La tentación? ¿Pero no será también una tentación el que quiera yo apartarme de las alegrías de la vida y aspire a alcanzar algo donde quizá no haya nada? – Conforme lo pensaba, se sentía horrorizado —. ¡Miserable, miserable! ¿Y pretendes ser santo?» Se reprendía a sí mismo. Se puso a orar. Pero no bien dio comienzo a los rezos, se vio tal cual era cuando vivía en el monasterio: con el bonete, el manteo y su majestuoso aspecto. Movió la cabeza. «No, no soy así. Esto es una falacia. Pero engaño a los otros. No puedo engañarme a mí mismo ni engañar a Dios.» Dobló los bordes de los hábitos y contempló sus descarnadas pierna, enfundadas en los calzones. Se sonrió.

Luego soltó los bordes de sus hábitos y empezó a leer el libro de las oraciones, a santiguarse y a inclinarse. «¿Es posible que este lecho sea mi tumba?» Leyó. Y fue como si un diablo le musitara al oído: «El lecho solitario ya es una tumba. Es una farsa». Vio con imaginación los hombros de una viuda que en otro tiempo fue su amiga. Sacudió de su mente tales pensamientos y prosiguió la lectura. Leídas las reglas, tomó los Evangelios, los abrió al azar y dio en un pasaje, que repetía a menudo y sabía de memoria: «Señor, ayúdame a vencer mí incredulidad». Apartó de sí las dudas que le asaltaban. Como si se tratara de un objeto en equilibrio inestable, volvió a colocar su fe sobre el inseguro soporte y se alejó cautelosamente para no derribarla con algún movimiento descuidado. Volvieron a su sitio las anteojeras y el padre Sergio se tranquilizó. Repitió la oración de su infancia: «No me abandones, Señor, no me abandones». Se sintió aliviado, invadido por un sentimiento de alegría y ternura. Luego se santiguó y se acostó en su esterilla, sobre un estrecho banco, utilizando como almohada sus hábitos de verano. Se quedó dormido. Entre sueños creyó oír repiqueteos de cascabeles. No sabía si era algo real o soñado. Un golpe en la puerta lo despierta. Se levanta sin dar crédito a sus oídos. Pero el golpe se repite. No cabía duda, habían golpeado muy cerca, en su propia puerta, y se había oído una voz de mujer.

«¡Dios mío! ¿Será verdad lo que he leído en las vidas de los santos, que el diablo se presenta en forma de mujer…? Sí, es una voz de mujer, ¡una voz dulce, tímida y grata! ¡Fu!

– y escupió al lanzar esta exclamación —. No es así, ha sido todo una alucinación mía.» Se acercó a un rincón y se dejó caer de rodillas frente al icono. Aquel movimiento regular y habitual yo por sí mismo le proporcionaba consuelo y satisfacción. Le cayeron los cabellos sobre el rostro y apretó la frente sobre el húmedo y frío suelo, donde se formaban breves hileras de polvillo de nieve arrastrado por el viento que soplaba por debajo de la puerta.

Recitó un salmo contra las tentaciones, el que recomendó para tales casos el venerable Pimen. Levantó sin la menor dificultad el magro y ágil cuerpo sobre sus fuertes piernas nervudas y se dispuso a proseguir la lectura de los salmos, pero en vez de leer aguzaba involuntariamente el oído. Deseaba oír algo más. El silencio era absoluto. En un rincón las gotas de agua que se desprendían de la bóveda resonaban como antes al caer en la tinaja.

Fuera, la oscuridad era total. La niebla apagaba el brillo de la nieve. Silencio, nada más que silencio. De pronto se oyó en rumor junto a la ventana y una voz inconfundible, aquella dulce y tímida voz, una voz que sólo podía pertenecer a una mujer atractiva, dijo:

– Por Dios, ábrame…

Le pareció que la sangre se le agolpaba en el corazón. Ni siquiera pudo suspirar. «Que Dios resucite y me ampare…»

– No soy el diablo… – no cabía duda de que se sonreían los labios que pronunciaban aquellas palabras —. No soy el diablo, sino una pobre pecadora que se ha extraviado, en el sentido recto de la palabra, no en el otro. – Se echó a reír —. Estoy helada y pido asilo…

El padre Sergio acercó el rostro al cristal del ventanuco. Sólo se veía los destellos del candil reflejado en el vidrio. Se puso las manos a ambos lados de la cara y miró. Niebla, oscuridad, un árbol. ¿Y a la derecha? Allí estaba ella. Sí, era una mujer envuelta en un abrigo de blancas pieles, tocada con un gorro. Su carita linda, bondadosa y asustada, se inclinaba mirándole, a dos pulgadas de la suya propia. Sus ojos se encontraron y se reconocieron. No es que se hubieran visto antes, pero en la mirada que cambiaron se dieron cuenta (sobre todo él) de que se reconocían y se comprendían. Después se esta mirada, no cabía ya duda ninguna de que se trataba del diablo y no de una mujer sencilla, buena, dulce y tímida.

– ¿Quién es usted? ¿Qué quiere? – preguntó él.

– ¡Ábrame ya! – dijo ella con caprichoso requerimiento —. Estoy helada. Le digo que me he extraviado.

– Soy un monje, un ermitaño.

– Bueno, pero abra. ¿Quiere usted que me quede yerta al pie de la ventana mientras usted reza?

– Pero cómo usted…

– No me lo voy a comer, no tema. Por Dios, déjeme entrar. No resisto el frío más tiempo.

Empezó a tener miedo y pronunció estas últimas palabras casi sollozando.

Él se apartó de la ventana y dirigió su mirada al icono en que estaba Jesucristo con la corona de espinas. «Señor, ayúdame. Señor, no me abandones», murmuró persignándose e inclinándose profundamente, hasta la cintura. Se acercó a la puerta, que daba a una especie de minúsculo zaguán, y la abrió. Allí buscó a tientas el gancho que serraba la puerta exterior.

Fuera se oyeron pasos. La mujer se apartaba de la ventana y se dirigía a la puerta. «¡Ay!», exclamó de pronto. Había metido un pie en el charco que se formaba delante del umbral. Al padre Sergio le temblaban las manos y no podía levantar el gancho.

– ¿Qué espera? Déjeme entrar. Estoy empapada, aterida. Usted sólo piensa en la salvación de su alma y deja que me hiele.

El padre Sergio tiró de la puerta hacia sí, levantó el gancho y, sin calcular el impulso, empujó la puerta hacia fuera, dando un golpe a la mujer.

– ¡Oh, perdone! – exclamó, volviendo de improvisto a la expresión y al tono que tan familiares le eran en otros tiempos, al alternar con damas.

Ella se sonrió al oír ese «perdone», pensando: «No es tan terrible como suponía».

– No ha sido nada, no ha sido nada. Usted me ha de perdonar a mí – dijo pasando por delante del padre Sergio —. No me abría atrevido nunca a molestarle. Pero me encontraba en una situación muy apurada.

– Entre usted – musitó él cediéndole el paso.

Notó un fuerte olor de finos perfumes, como no sentía hacía muchos años. La mujer cruzó el pequeño zaguán y penetró en el recinto anterior de la cueva; él la siguió, después de haber serrado la puerta sin poner el gancho.

«Nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios, perdone a este pobre pecador; Señor, ten compasión de este pobre pecador», repetía sin cesar en su interior y, además, moviendo involuntariamente los labios.

– Acomódese – dijo.

Ella permaneció de pie, en medio de la estancia, mirándole con una sonrisa burlona en los ojos. De su ropa se desprendían gotas de agua.

– Perdóneme que haya quebrantado su soledad. Pero ya ve usted en qué situación me encuentro. Todo se debe a que salimos de la ciudad a dar un paseo en trineo y yo aposté que volvería sola a pie desde Voroviovka, pero me equivoqué de camino, y si no hubiera dado con su ermita… – empezó a decir, mintiendo descaradamente.

Pero se sintió tan confusa al fijarse en el rostro del padre Sergio, que no pudo seguir la patraña y se calló. Se lo había imaginado distinto. No era tan guapo como se había figurado, pero le parecía magnífico. El aspecto del padre Sergio con sus cabellos entrecanos y ensortijados, lo mismo que el pelo de la barba, su nariz de línea correcta y aquellos ojos ardientes como brasas cuando miraban de frente, la impresionaron profundamente.

El comprendió que la mujer mentía.

– Bueno, no se preocupe – dijo mirándola y bajando nuevamente los ojos —. Yo pasaré ahí y usted descanse.

Descolgó el candil, encendió una vela y, haciendo ante la mujer una profunda reverencia, pasó al cuartucho que había al otro lado de un tabique de madera. Arrastró algún objeto hacia la puerta. Al oírlo, se dijo la mujer, sonriendo: «Probablemente asegura la puerta para que yo no pueda entrar». Se quitó el abrigo de blancas pieles, el gorro, al que se le habían pegado algunos cabellos, y el pañuelito de punto que llevaba debajo del gorro. No estaba empapada, y si lo dijo cuando estaba junto a la ventana, fue sólo como pretexto para que la dejara entrar.

Pero frente al umbral había metido en un charco el pie izquierdo, hasta la pantorrilla, y tenía lleno de agua el zapato y la bota de goma que llevaba encima. Se sentó en el camastro del padre Sergio – una tabla cubierta únicamente con una estera – y empezó a descalzarse.

Aquella pequeña celda le pareció encantadora. Mediría unos ocho pies de ancho por unos diez u once de largo. Estaba limpia como un cristal. No había en ella más que el camastro donde la mujer se hallaba sentada, y encima un estante con libros. En un rincón había un atril. En la puerta, colgado de unos clavos, un abrigo y una sotana. Sobre el atril, la imagen de Jesucristo con la corona de espinas, y un candil. Se notaba un olor raro de aceite, a sudor y a tierra. Pero todo le parecía agradable. Incluso el olor.

Los pies mojados, sobre todo el izquierdo, le dolían, y se puso a descalzarse apresuradamente sin dejar de sonreír, contenta no tanto de haber logrado lo que se proponía, sino de haber visto que había conturbado al padre Sergio, a ese hombre magnífico, sorprendente, raro y atractivo. «No ha correspondido… ¡Qué más da!», se dijo para sí.

– ¡Padre Sergio! ¡Padre Sergio! Es así cómo le llaman, ¿verdad?

– ¿Qué quiere usted? – le respondió una voz tranquila.

– Por favor, perdóneme que haya roto su soledad. Pero créame, no he podido evitarlo.

Me habría puesto enferma. No sé lo que me va a pasar. Estoy empapada. Tengo los pies hechos un témpano.

– Perdóneme – respondió la voz sosegada —, nada puedo hacer por usted.

– Por nada del mundo le habría incomodado. Me quedaré sólo hasta el amanecer.

El padre Sergio no respondió, y la mujer oyó un leve balbuceo. «Por lo visto reza», se dijo.

– No entrará usted aquí, ¿verdad? – preguntó sonriéndose —. He de quitarme la ropa para secarla.

El padre Sergio no respondió y continuó rezando sus oraciones al otro lado del tabique con la misma voz reposada.

«Este sí es un verdadero hombre», pensó ella tirando con dificultad de la bota mojada.

Por más que tiraba, no podía quitársela y esto le hizo gracia. Se rió muy bajito, pero sabía que él oía su risa y que esta risa influía en él tal como ella deseaba. Se rió más fuerte, y aquella risa alegre, natural y bondadosa influyó realmente sobre el padre Sergio tal como ella había deseado.

«A un hombre como éste se le puede amar. ¡Qué ojos los suyos! ¡Y qué rostro más abierto, más noble y más apasionado!, por muchas que sean las oraciones que rece – pensó ella —. Las mujeres no nos engañamos. Tan pronto acercó su rostro al cristal y me vio, lo comprendí y lo supe. Lo leí en el brillo de sus ojos. Me amó, me deseó. Sí, me deseó», decía sacando, por fin, zapato y bota y quitándose luego las medias. Para quitarse aquellas largas medias prendidas en elásticos, tenía que levantarse la falda. Sintió vergüenza y dijo:

– No entre.

Pero del otro lado del tabique no llegó respuesta alguna. Seguía oyéndose el acompasado murmullo, al que se añadió el ruido de unos movimientos. «Se inclina hasta poner la frente en el suelo, no hay duda – pensó ella —; pero de nada le servirá – musitó —. Piensa en mí.

Como pienso yo en él. Piensa en estas piernas mías», dijo quitándose las medias mojadas y recogiendo las desnudas piernas sobre el camastro. Permaneció sentada unos momentos, abrazándose las rodillas en actitud pensativa. «¡Cuánta soledad, cuánto silencio! Nadie sabría nunca…» Abrió la estufa y puso las medias a secar. Después, pisando levemente el suelo con sus pies descalzos, volvió al camastro, donde se sentó otra vez con las piernas recogidas. Al otro lado del tabique no se oía ni el más leve ruido. Makovkina consultó el diminuto reloj que le pendía del cuello. Eran las dos de la madrugada. «Mis amigos han de venir a buscarme a eso de las tres.» Tenía a su disposición una hora escasa.

«¿He de permanecer todo este tiempo aquí sola? ¡Qué tontería! No quiero. Ahora mismo lo llamo.»

– ¡Padre Sergio! ¡Padre Sergio! ¡Sergio Dmitrich, príncipe Kasatski!

Nada se oyó al otro lado del tabique.

– Óigame, no sea usted cruel. No le llamaría si no le necesitara. Estoy enferma. No sé lo que me pasa – exclamó con voz quejumbrosa —. ¡Ay, ay! – gimió, dejándose caer sobre el camastro.

Y, cosa rara, se sentía realmente mal, creía desfallecer, le dolía todo el cuerpo, temblaba como si tuviera fiebre.

– Óigame, ayúdeme. No sé lo que me pasa. ¡Ay, Ay! – Se desabrochó el vestido, dejando los senos al aire, y extendió los brazos desnudos hasta los codos —. ¡Ay, ay!

El padre Sergio permanecía en su cuartucho rezando. Acabadas las oraciones vespertinas, se quedó de pie, inmóvil, fija la mirada en la punta de la nariz, componiendo una prudente oración y repitiendo con toda el alma: «Señor mío Jesucristo. Hijo de Dios, ten compasión de mí».

Pero lo oía todo. Oyó el roce de la seda cuando ella se quitó el vestido, oyó las pisadas de los desnudos pies por el suelo, la oyó frotarse las piernas. Se sintió débil y comprendió que podía caer en cualquier momento. Por esto no dejaba de orar. Experimentaba algo semejante a lo que debía experimentar el héroe legendario obligado a caminar sin volver los ojos a su alrededor. Sergio notaba, sentía que el peligro y perdición estaban ahí, encima, en torno, y que sólo podía salvarse si no contemplaba a aquella mujer ni un instante. Pero de pronto se apoderó de él el deseo de verla. En aquel mismo momento dijo ella:


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