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Narrativa Breve
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Автор книги: Leon Tolstoi



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—¡Sí, eres tú, Francisca, hermana mía! –exclamó, y repentinamente le apretaron la garganta unos sollozos terribles, varoniles, semejantes al hipo de un borracho.

Inclinó la cabeza y lanzó un grito salvaje, al tiempo que daba un puñetazo tan fuerte en la mesa, que salieron despedidos los vasos, haciéndose añicos.

Sus compañeros se fijaron en él.

—¡Mirad cómo se ha emborrachado! –exclamó uno de ellos.

—¡Basta ya, no grites! –dijo otro.

—Duclos ¿por qué vociferas? Vámonos arriba –intervino un tercero, tirando de él con una mano, mientras abrazaba con la otra a su amiga, una mujer de rostro encendido y de ojos negros y brillantes, que llevaba un vestido escotado de color rosa y reía a carcajadas.

De pronto, Duclos se quedó callado y, conteniendo la respiración, miró a sus compañeros.

Después, adoptando la expresión extraña y decidida que le era propia cuando intervenía en una riña, se acercó vacilando al marinero que abrazaba a su amiga y los separó de un golpe.

—¡Apártate! ¿Acaso no ves que es tu hermana? Todas son hermanas de alguien. Como Francisca, que es la mía. ¡Ja, ja, ja! –sollozó; y sus sollozos parecían carcajadas.

Al decir estas palabras, se tambaleó y, levantando los brazos, cayó de bruces. Empezó a revolcarse por el suelo dando golpes con los pies y las manos, mientras emitía un estertor semejante al de un moribundo.

—Hay que acostarlo. No vaya a ser que lo detengan por la calle –dijo uno de los marineros.

Cogiendo en brazos a Celestino, lo llevaron arriba, a la habitación de Francisca, donde lo acostaron.

La incursión


I


El 12 de julio, el capitán Jlopov, con sable y charreteras – desde mi llegada al Cáucaso aún no lo había visto de uniforme– entró por la puerta baja de mi choza.

—Vengo de ver al coronel –dijo contestando a la mirada interrogativa con que lo acogí—.

Mañana se pondrá en marcha nuestro batallón.

—¿Hacia dónde? – pregunté.

—Hacia N***. Allí debe concentrarse el ejército.

—Y, probablemente, saldrá de operaciones.

—Sí, tal vez.

—¿Adónde irá? ¿Qué cree usted?

—¿Qué voy a creer? Le digo lo que sé. Anoche llegó un tártaro de parte del general con la orden de que el batallón se ponga en camino con previsiones para dos días y, como comprenderá, no preguntamos adónde hemos de ir, para qué ni para cuánto tiempo; nos ordenan que nos pongamos en camino y basta.

—Sin embargo, el hecho de que se lleven provisiones sólo para dos días debe significar que el ejército no ha de estar más tiempo.

—Eso no indica nada.

—¿Cómo que no? –pregunté, sorprendido.

—¡Desde luego, no! Cuando fuimos a Dargo llevamos vituallas para una semana y, sin embargo, estuvimos allí un mes entero.

—¿Podría ir con ustedes? –pregunté después de un corto silencio.

—Naturalmente, puede venir, pero le aconsejo que no lo haga. ¿Para qué va a arriesgarse?

—Permítame que no haga caso de su consejo; he permanecido aquí durante un mes esperando tan sólo la ocasión de ver la guerra y ahora pretende usted que la deje escapar.

—Entonces, véngase; pero de todas formas, ¿no sería mejor que se quedara? Nos esperaría usted aquí cazando, mientras nos fuéramos con la ayuda de Dios. ¡Sería mucho mejor! – concluyó en un tono tan persuasivo que en aquel momento me pareció, en efecto, magnífico.

Sin embargo, dije resueltamente que no me quedaría por nada del mundo—. ¿Y qué va usted a ver allí? –continuó el capitán pretendiendo convencerme—. ¿Quiere conocer las batallas? Pues lea los Relatos de la Guerra, de Mijailovski‑Dnailevsky. Es un libro magnífico: describe minuciosamente la posición de los diferentes cuerpos y cómo se llevan a cabo las batallas.

—Al contrario. Eso es precisamente lo que me interesa.

—Entonces, lo que quiere, sin duda, es ver matar a la gente… En el año 32 hubo aquí un voluntario, al parecer, español. Hizo dos campañas con nosotros, siempre con su capa azul…

y no tardó en caer. Aquí, padrecito, no se puede sorprender a nadie.

Me resultó muy violenta la falsa interpretación que el capitán daba a mi propósito; pero no intenté desengañarlo.

—¿Y era valiente? –le pregunté.

—¡Cualquiera sabe! Siempre solía ir en vanguardia, siempre se hallaba donde había peligro.

—Entonces, lo era– dije.

—No; el que uno se meta donde no lo llaman no significa que sea valiente…

—¿Qué es lo que llama usted ser valiente?

—¿Valiente? ¿Valiente? – repitió el capital, con la expresión del hombre al que se le presenta por primera vez semejante pregunta—. Es valiente el que se conduce como debe– concluyó, después de pensar un poco.

Recordé que Platón, define la valentía diciendo que es el conocimiento de lo que se debe temer y de lo que no se debe temer. A pesar de que la definición del capitán era vulgar y la había expresado de un modo confuso, pensé que la idea básica de ambos no era tan diferente como parecía a simple vista. Incluso la definición del capitán era más justa que la del filósofo griego, porque, de haber podido expresarlo como Platón, probablemente habría dicho que es valiente el que teme sólo lo que se debe temer y no se teme lo que no se debe temer.

Quise explicar mi idea al capitán.

—Me parece –dije– que en todo peligro existe un derecho de elección. Y cuando, por ejemplo, se elige el peligro, dejándose llevar por un sentimiento de deber, es valentía; pero cuando se hace bajo la influencia de un sentimiento mezquino, es cobardía. Por tanto, al hombre que arriesga su vida por ambición, curiosidad o codicia, no se le puede llamar valiente; y, por el contrario, al que se niega a exponerse impulsado por el noble sentimiento del deber hacia la familia o, sencillamente, por convicción, no se le puede considerar cobarde.

El capitán me miraba con una expresión extraña mientras le decía esto.

—No puedo discutir con usted –replicó, mientras atascaba la pipa—. Pero tenemos aquí un junker al que le gusta filosofar. Hable usted con él. Incluso escribe versos.

Conocí al capitán en el Cáucaso, aunque ya en Rusia había oído hablar de él. Su madre, María Ivanovna Jlopova, pequeña propietaria rural, vivía a dos verstas de mi finca. La visité antes de partir para el Cáucaso. La viejecita se alegró mucho de saber que yo vería a su Pashenka (así llamaba al anciano capitán de pelo canoso) y, como una carta viviente, podría ponerle al tanto de la vida que hacía, y entregarse un envío de parte suya. Me obsequió con una magnífica empanada; luego se fue a su dormitorio, de donde trajo un relicario negro, bastante grande, que colgaba de una cinta de seda, negra también.

—Padrecito; tenga la bondad de entregarle esto –dijo besando la cruz y la imagen de la Virgen, mientras me la tendía—. Verá usted: en cuanto mi hijo se fue al Cáucaso, encargué una misa y le prometí mandar hacer esta imagen de la Virgen si seguía sano y salvo. Hace ya dieciocho años que lo protegen Nuestra Señora y los santos. No ha estado herido ni una sola vez ¡y hay que ver en las batallas que ha tomado parte!… Cuando Mijailo, que ha estado con él me lo contó, se me pusieron los pelos de punta. Todo lo que sé de él es por medio de gente extraña, porque mi querido hijo no me escribe nada de sus andanzas, para no asustarme.

(Ya en el Cáucaso me enteré, y no por él mismo, de que el capitán había estado cuatro veces gravemente herido, y, como es natural, no le había escrito nada a su madre de sus heridas, ni tampoco de las campañas.) – Que lleve siempre esta santa imagen –continuó la vieja—. Lo bendigo con ella. ¡La santísima Virgen lo protegerá! Sobre todo, que la lleve siempre en las batallas. Dígale que se lo ordena su madre.

Le prometí cumplir su encargo al pie de la letra.

—Sé que se encariñará usted con mi Pashenka –continuó la viejecita—. ¡Es tan simpático!

Figúrese que no pasa un año sin que me mande dinero, y a mi hija Anushka también la ayuda;

¡y todo eso de un sueldo! Me paso la vida agradeciendo a Dios el haberme dado un hijo así – concluyó con lágrimas en los ojos.

—¿Le escribe a menudo? pregunté.

—Muy de tarde en tarde, padrecito: algo así como una vez al año, sólo cuando me manda dinero me pone unas letritas. Me dice: «Si no le escribo, mamaíta, es que estoy sano y salvo;

si Dios me llamara, entonces se enteraría de ello sin mí.»

Cuando le entregué al capitán el regalo de su madre (estábamos en mi casa), me pidió papel de envolver, lió cuidadosamente la imagen y la guardó. Le conté muchos detalles de la vida de su madre; el capitán me escuchó en silencio. Cuando acabé de hablar, se retiró a un rincón, donde estuvo atacando la pipa durante largo rato.

—Sí, es muy buena mi viejecita –dijo desde allí, con voz sorda—. ¿Me concederá Dios volver a verla?

Estas sencillas palabras reflejaban un gran amor y una gran pena.

—¿Por qué sirve usted aquí? –pregunté.

—Hay que hacerlo – replicó, persuadido– y el cobrar una paga doble es muy importante para un hombre pobre.

El capitán vivía haciendo economías: no jugaba a las cartas, rara vez asistía a diversiones y fumaba tabaco de ínfima calidad. Ya anteriormente me había gustado: tenía uno de esos rostros rusos, sencillos y serenos, a los que se puede y agrada mirar a los ojos; pero después de esa charla sentí hacia él un verdadero respeto.

II


Al día siguiente, a las cuatro de la madrugada, el capitán vino a buscarme. Llevaba una vieja guerrera sin charreteras, un ancho pantalón leguismiano, un gorro blanco de piel de cordero y un sable asiático colgado al hombro. El caballito blanco que montaba iba con la cabeza baja a pasitos menudos y moviendo sin cesar su cola, bastante rala. A pesar de que la figura del buen capitán no era nada arrogante, reflejaba tal serenidad hacia lo que le rodeaba que, sin querer, inspiraba respeto.

No lo hice esperar ni un solo minuto: monté y salimos juntos por la verja de la fortaleza.

El batallón iba a unas doscientas sajenas (medida de longitud que equivale a 2,134 m) delante de nosotros; parecía una masa negra compacta y vacilante. Se podía adivinar que era la infantería solamente, porque se veían las bayonetas semejando unas largas púas, y porque, de cuando en cuando, llegaban a nuestros oídos los sones de una canción de soldados, del tambor y del magnífico tenor, segunda voz de la sexta compañía, que me había deleitado más de una vez en el fuerte. El camino se abría a través de un desfiladero ancho y profundo por la orilla de un pequeño río, que en aquella época estaba desbordado. Una bandada de palomas silvestres revoloteaba junto al río, tan pronto posándose sobre la pedregosa ribera, tan pronto evolucionando en el aire y formando círculos hasta desaparecer de nuestra vista. El sol no había despuntado aún, pero el punto más alto del lado derecho del desfiladero empezaba a iluminarse. Se destacaban con extraordinaria claridad y relieve en la diáfana y dorada luz, las piedras grises y blancuzcas, el musgo verde amarillento, los cambroneros, los cornejos y los olmos; en cambio, el otro lado y el valle, cubierto de una espesa niebla que se agitaba en capas desiguales, aparecían grises y sombríos, prestando una mezcla extraña de colores: lila pálido, casi negro, verde oscuro y blanco. Frente a nosotros, sobre el azul oscuro del horizonte, se divisaban con asombrosa claridad, las masas de un blanco mate, cegador, que formaban las montañas cubiertas de nieve con sus sombras y sus contornos fantásticos, pero elegantes en sus mínimos detalles. Los grillos, los saltamontes y miles de otros insectos se habían despertado en la alta hierba y llenaban el aire con sus cantos claros e ininterrumpidos:

parecía que una infinidad de diminutas campanillas sonaba en los oídos. El aire olía a hierba, niebla y agua; en una palabra, a una hermosa madrugada de verano. El capitán encendió su pipa; el olor a tabaco y a yesca me fue muy agradable.

Cabalgábamos por el camino con intención de alcanzar cuanto antes a la infantería. El capitán parecía estar más pensativo que de costumbre; no se quitaba la pipa de la boca y, a cada paso, espoleaba el caballo que, balanceándose, dejaba una huella apenas perceptible en la alta hierba mojada, de un verde oscuro. Debajo de sus mismos pies salió volando un faisán con ese grito peculiar y ese batir de alas que obliga al cazador a estremecerse, y se elevó lentamente por los aires. El capitán no le hizo el menor caso.

Ya estábamos a punto de alcanzar el batallón cuando se oyó, detrás de nosotros, el galope de un caballo y, al momento, pasó a nuestro lado un muchacho jovencito y bien parecido, con guerrera de oficial y gorro alto de piel blanca. Al llegar junto a nosotros, sonrió, le hizo al capitán una seña con la cabeza y blandió el látigo… Sólo pude observar que su postura en la silla era muy grácil, así como su manera de sujetar las bridas, que tenía hermosos ojos negros, la nariz muy fina y un bigotillo incipiente. Lo que más me gustó de él fue que no había podido por menos de sonreír al ver que lo admirábamos. Por esa sola sonrisa se podía deducir que era muy joven.

—¿A donde irá? –rezongó el capitán con expresión descontenta, sin quitarse la pipa de la boca.

—¿Quién es? –le pregunté.

—El abanderado Alanin, alférez de mi regimiento… Llegó el mes pasado de la Academia.

—Probablemente es la primera vez que sale de operaciones.

—¡Por eso está tan contento! –replicó el capitán, moviendo la cabeza pensativo—. ¡Es la juventud!

—¿Cómo no alegrarse? Comprendo lo interesante que esto debe de ser para un oficial joven.

El capitán guardó silencio un par de minutos.

—Es lo que digo: ¡la juventud! –continuó con voz de bajo—. ¡Puede alegrarse, pues aún no ha visto nada! Cuando uno ha tomado parte en muchas campañas, ya no le parecen tan divertidas. Ahora, por ejemplo, somos veinte oficiales: es seguro que alguno caerá herido o muerto. Hoy me toca a mí, mañana a él, pasado mañana al otro: ¿de qué puede uno alegrarse, pues?

III


En cuanto el sol radiante apareció por detrás de la montaña e iluminó el desfiladero por el que cabalgábamos, las nubes ondulantes de niebla se disiparon y empezó a hacer calor. Los soldados, con fusiles y sacos al hombro, avanzaban despacio por el camino polvoriento; de cuando en cuando se oían en las filas risas y conversaciones en ucraniano. Unos cuantos soldados viejos que llevaban guerreras blancas –la mayoría eran suboficiales– iban a un lado del camino, fumando en pipa y conversando gravemente. Los furgones avanzaban con la carga, uno tras otro, levantando una densa nube de polvo. Los oficiales cabalgaban a la cabeza; algunos djiguitaban (djiguit significa valiente), como se suele decir en el Cáucaso, es decir, fustigaban al caballo, obligándole a saltar cuatro veces para luego parar en seco, de cara al regimiento; otros se ocupaban de los cantores, que, a pesar del calor asfixiante, entonaban una canción tras de otra.

A unas cien sajenas delante de la infantería, sobre un caballo blanco, iba un oficial alto y arrogante, vestido al estilo asiático, al frente de la caballería tártara. Era célebre en el regimiento por su valor temerario y por ser un hombre que le espetaba la verdad fuese a quien fuera. Vestía una casaca negra bordada, un pantalón igual, unas botas nuevas que se ceñían a sus pantorrillas, también bordadas, y un gorro alto, echado hacia atrás. Llevaba bordados de plata en el pecho y en la espalda, y al cinto, dos pistolas y un puñal, en un estuche de plata. Además de todo esto, un sable en una vaina roja bordada y una carabina en una funda negra colgaban a su espalda. Por su traje, su manera de montar y su actitud y, en general, por sus movimientos, se advertía que quería parecerse a un tártaro. Hasta hablaba con los que lo acompañaban en un idioma desconocido para mí. Pero, por las burlonas miradas de incomprensión que se lanzaban éstos, creí que no le entendían. Era uno de nuestros jóvenes oficiales, un djiguit, formado al estilo de Marlinsky y Liermontov. Esos hombres miran al Cáucaso a través de los héroes de nuestro tiempo. Mulla‑Nurov y otros y se guían para todos los actos, no de sus inclinaciones, sino del ejemplo que aquellos les dan.

Tal vez al teniente le agradara la compañía de mujeres de la buena sociedad y de personas importantes –generales, coroneles, ayudantes de campo– incluso estoy seguro de que le gustaba mucho, porque era ambicioso en sumo grado; pero consideraba como un deber ineludible mostrar su lado grosero a toda la gente importante; sin embargo sus groserías no dejaban de ser comedidas. Cuando aparecía alguna dama en la fortaleza, se creía en el derecho de pasear al pie de sus ventanas acompañado de sus amigos, vestido con una camisa roja, y unas botas sobre los pies descalzos, gritando y lanzando imprecaciones. Pero todo esto no lo hacía tanto por un deseo de ofenderla como para mostrarle sus hermosas piernas y darle a entender que la enamoraría siempre que quisiera. A veces, por las noches, se iba con dos o tres tártaros pacíficos a las montañas y se situaba en el camino para acechar y matar a los rebeldes que pasaban; aunque su corazón le había dicho más de una vez que aquello no representaba ninguna valentía, se creía obligado a hacer sufrir a la gente de la que parecía estar desengañado y a la que parecía despreciar y odiar. Nunca se separaba de dos objetos:

una gran imagen que llevaba al cuello y un puñal con el que incluso dormía. Estaba firmemente convencido de que tenía enemigos, y constituía para él el máximo placer llegar a la conclusión de que debía vengarse de alguien y borrar la ofensa con sangre. Estaba seguro de que el odio, la venganza y el desprecio hacia el género humano era los sentimientos poéticos más elevados. Pero su amante –una circasiana, como es natural– a la que posteriormente conocí, decía que era el hombre más bondadoso y dulce del mundo y que todas las noches escribía sus tenebrosas notas al mismo tiempo que echaba las cuentas sobre papel cuadriculado y rezaba de rodillas. Había sufrido mucho para hacerse pasar ante sí mismo por el hombre que quería ser, y porque sus compañeros y los soldados no podían entenderlo como el hubiera querido. Una vez, en una de sus expediciones nocturnas en compañía de sus amigos, después de herir en una pierna a un chechén rebelde, consiguió capturarlo. El chechén vivió durante siete semanas con el teniente, que lo atendió y lo cuidó como a un amigo querido; y, una vez curado, lo dejó irse, haciéndole muchos obsequios. Poco después, durante una expedición en que el teniente retrocedía defendiéndose del enemigo, oyó que alguien lo llamaba por su nombre desde las filas contrarias; y su amigo, al que había herido en aquella ocasión, se adelantó, invitando al teniente a hacer lo mismo por medio de señas. El teniente se acercó a su amigo y le estrechó la mano. Los montañeses permanecían algo retirados y no disparaban; pero en cuanto el teniente volvió al caballo, varios hombres tiraron contra él y una de las balas pasó rozándole la espalda. Otra vez, presencié de noche un incendio que dos compañías de soldados trataban de extinguir. Entre la multitud apareció de pronto la alta figura de un hombre que montaba un caballo negro, iluminada por las llamas rojas. Se abrió paso entre la muchedumbre avanzando hacia las llamas. Al llegar junto al fuego, el teniente se apeó de un salto y entró corriendo en la casa que ardía. Al cabo de cinco minutos salió, con los cabellos chamuscados y un codo quemado, llevando debajo del brazo dos palomos que había salvado de las llamas.

Se apedillaba Rosenkrantz; pero a menudo hablaba de su origen, diciendo que descendía de los varegos y demostrando que tanto el como sus antepasados eran rusos auténticos.

IV


El sol había recorrido la mitad de su camino y arrojaba sus ardientes rayos sobre la tierra reseca a través del aire caliente. El cielo, de un azul intenso, aparecía completamente despejado; solamente las faldas de los montes nevados empezaban a vestirse de nubes de un blanco amoratado. El aire estático parecía estar lleno de un polvillo transparente: empezaba a hacer un calor insoportable. Al llegar a un arroyuelo que discurría por en medio del camino, el ejército hizo un alto para descansar. Los soldados arrojaron sus fusiles y se lanzaron al arroyo;

el comandante del batallón, se sentó a la sombra, sobre el tambor, y expresando en su rostro su graduación, se dispuso a tomar un bocadillo con algunos oficiales; el capitán se tendió en la hierba al pie del furgón del regimiento; el bravo teniente Rosenkrantz y unos cuantos oficiales jóvenes instalados sobre unos capotes extendidos, se preparaban a divertirse, lo que se deducía por los frascos y las botellas que tenían a su lado, y por la particular animación de los cantantes, los cuales, formando un semicírculo delante de ellos, tocaban, acompañados de silbidos, una canción bailable del Cáucaso con ritmo de lesguiniana:

Shamil quiso sublevarse, Hace de esto algunos años, Tra, la, la, tra, la, la…;

Hace de esto algunos años…

Entre estos oficiales se hallaba también el joven abanderado que había pasado junto a nosotros por la mañana. Estaba muy divertido; le brillaban los ojos, se le trababa ligeramente la lengua, quería abrazar a todo el mundo y demostrar su afecto… ¡Pobre muchacho! No sabía aún que eso podía resultar ridículo, que su franqueza y su ternura hacia todos no predisponía al afecto que él deseaba, sino a la burla; tampoco sabía que, cuando finalmente, se arrojó sofocado en un capote y se apoyó en el codo, echando hacia atrás su espesa cabellera negra, estaba extraordinariamente hermoso. Otros dos oficiales se hallaban sentados junto a un furgón y jugaban a las cartas.

Yo escuchaba con curiosidad las conversaciones de los soldados y de los oficiales, examinando atentamente la expresión de sus rostros; pero no hallé siquiera una sombra de la inquietud que experimentaba; las bromas, las risas, los relatos expresaban la despreocupación general y la indiferencia hacia el próximo peligro. ¡Era como si no se pudiera suponer que algunos no les estaba predestinado volver por aquel camino!

V


A las siete de la tarde, cubiertos de polvo y cansados, penetramos por las amplias puertas fortificadas de la fortaleza de N***. El sol se ponía, arrojando sus oblicuos rayos rosados sobre las pintorescas baterías y sobre los jardines que, con sus altas verjas, rodeaban la fortaleza, sobre los amarillentos campos sembrados y sobre las blancas nubes que agolpadas junto a la montañas cubiertas de nieve parecían imitarlas, formando una cadena no menos fantástica y hermosa. La luna nueva se divisaba en el horizonte como una nubecilla transparente. En la aldea situada junto a las puertas de la fortaleza, un tártaro, subido en el tejado de una cabaña, llamaba a los fieles a la oración; los cantores cantaban con nuevo entusiasmo y energía.

Después de descansar y de arreglarme un poco, me dirigí a casa de un ayudante de campo conocido mío, para rogarle que le expusiera mi propósito al general. Al salir de la fortaleza paréme en el camino y ví pasar junto a mí lo que no hubiera esperado encontrarme en aquel sitio: un hermoso coche de dos asientos en el que se divisaba un sombrerito de última moda y en el que se oía una conversación en francés. Por la ventana abierta de la casa del comandante, llegaban hasta mí los acordes de Lsianka o de la polca Katienka, ejecutada en un piano malo y desafinado. En un despacho de vinos, junto al que pasé, unos cuantos escribientes sentados ante unos vasos de vino, fumaban y uno de ellos decía: «Diga usted lo que quiera… pero en cuanto a política, María Grigorievna es la primera de nuestras damas.»

Un judío encorvado, de rostro enfermizo, con una levita raída, arrastraba un desvencijado organillo que llenaba la fortaleza con acordes de la parte final de Lucía. Dos mujeres, con vestidos que crujían, chales de seda y unas sombrillas de colores vivos, pasaron junto a mí por la acera de madera. Dos muchachas, una vestida de rosa y la otra de azul a pelo, se hallaban junto a la explanada de una casa baja y reían con risa afectada, con el evidente propósito de llamar la atención de los oficiales que pasaban. Los militares, con sus guerreras nuevas, guantes blancos y brillantes charreteras, se pavoneaban por las calles y el bulevar.

Hallé a mi conocido en el piso bajo de la casa que habitaba el general. Apenas le hube explicado mi deseo, que él encontró factible, pasó ante la ventana junto a la que nos hallábamos sentados el hermoso coche en el que yo había reparado, deteniéndose al pie de la escalinata. Un militar, alto y esbelto, que llevaba uniforme de infantería con insignias de comandante, se apeó del coche y entró en la casa del general.

—¡Oh! Le ruego que me perdone –me dijo el ayudante de campo levantándose—. Debo anunciar sin falta esta visita al general.

—¿Quién es? –pregunté.

—La condesa – respondió; y, abrochándose la guerrera, corrió escaleras arriba.

Al cabo de unos minutos salió a la escalinata un hombre de mediana estatura, pero muy apuesto, que vestía una guerrera sin charreteras y lucía una cruz blanca en el ojal. Salieron en pos de él el mayor, el ayudante y otros dos oficiales. Los andares, la voz y los movimientos del general mostraban al hombre que tiene conciencia de su elevado valer.

—Bonsoir, madame la comtesse –dijo, tendiendo la mano por la ventanilla del coche.

Una pequeña mano enguantada estrechó la del general y una bella cabecita de rostro risueño, con sombrero amarillo, asomó por la ventanilla.

De toda la conversación, que duró algunos minutos, sólo oí que el general decía sonriendo:

—Ya sabe que he hecho voto de combatir a los infieles. Procure no serlo.

Se oyó una risa desde el coche.

—Adiós, querido general.

—No; hasta la vista… No olvide que me he invitado para la reunión de mañana.

El coche se puso en marcha.

«He aquí un hombre que tiene todo cuanto ambicionan los rusos; graduación elevada, riqueza, celebridad… y este hombre, en vísperas del combate que sólo Dios sabe cómo acabará, bromea con una linda mujercita y le promete ir a tomar el té a su casa como si se hubiese encontrado con ella en un baile», pensaba mientras volvía a casa.

En la del ayudante me encontré con un hombre que me asombró aún más: era el joven teniente del regimiento de K***, que se destacaba por su timidez y su dulzura casi femenina.

Había ido a casa del ayudante para expresar su indignación contra los que, según él, se valían de intrigas para impedir que tomara parte en las próximas batallas. Decía que era una vileza proceder de este modo, calificándolo de falta de compañerismo; y aseguraba que se acordarían de él. Por más que examiné la expresión de su rostro y me fijé en el tono de su voz, no pude por menos de convencerme de que no fingía; estaba profundamente indignado porque no le dejaban ir a combatir a los circasianos y exponerse al tiroteo; su pena era como la de un niño al que acaban de azotar injustamente… Fui incapaz de comprenderlo.

VI


A las diez de la noche, las tropas debían ponerse en marcha. A las ocho y media monté a caballo y me dirigí a casa del general; pero, suponiendo que éste y su ayudante estarían ocupados, me detuve en la calle y, atando el caballo a la reja, me senté en la explanada, con el propósito de seguir al general en cuanto saliese.

El calor y la claridad del sol se habían sustituido ya por el frescor de la noche y por la luz tenue de la luna nueva, que, formando en torno suyo un semicírculo pálido en el cielo azul oscuro sembrado de estrellas, empezaba a remontarse; aparecieron luces en las ventanas de las casas y en las rendijas de los postigos de las chozas. Las altas verjas de los jardines que se destacaban en el horizonte por detrás de las enjalbegadas chozas de tejados de cañas, iluminadas por la luna, parecían aún más altas y más negras.

Las largas sombras de las casas, de los árboles y de las vallas, caían graciosamente sobre el camino claro y polvoriento… En la orilla del río croaban sin cesar las ranas (las ranas del Cáucaso emiten sonidos completamente distintos del croar de las ranas de Rusia); por las calles se oían pasos acelerados y conversaciones, o el galopar de algún caballo; desde el fuerte llegaban, de cuando en cuando, los sones de un organillo: tan pronto tocaba Aúlla el Viento como el Vals de la Aurora.

No diré en qué pensaba, primeramente porque me daría vergüenza reconocer las sombrías ideas que importunaban sin tregua mi alma cuando a mi alrededor observaba tanta alegría y tanto contento; y, en segundo lugar, porque esto no tiene nada que ver con mi relato. Me ensimismé tanto, que no me di cuenta de que la campana dio las once ni de que el general había pasado junto a mí con su séquito.

Monté apresuradamente y me lancé en pos del destacamento.

La retaguardia se hallaba todavía en las puertas del fuerte. Me fue difícil abrirme paso por el puente entre los cañones, los arcones, los carros del regimiento y los oficiales, que daban órdenes en voz alta. Al salir por las puertas, adelanté la fila de soldados, que se extendía casi a lo largo de una versta, avanzando en silencio en medio de la oscuridad, y alcancé al general.

Al pasar junto a la artillería con sus cañones alineados, entre los cuales caminaban los oficiales, me hirió, como una disonancia ofensiva en medio de la solemne armonía del silencio, una voz que gritó en alemán: “¡Eh, dame fuego!» y la de un soldado que exclamó:

“¡Chevchenko, el teniente pide fuego!»

La mayor parte del cielo se cubrió de alargadas nubes de un gris oscuro; sólo aquí y acullá brillaban pálidas estrellas. La luna se ocultó en el cercano horizonte tras las negras montañas que se divisaban a la derecha, arrojando sobre sus cimas una luz débil y vacilante, que contrastaba bruscamente con la impenetrable oscuridad que cubría sus faldas. El aire era cálido y tan sereno que no agitaba una sola brizna de hierba, ni una nubecilla. Era tal la oscuridad, que resultaba imposible definir los objetos a la distancia más corta; a los lados del camino se me figuraba ver rocas, animales o seres extraños y sólo me daba cuenta de que eran unos arbustos al oír el murmullo de sus hojas y percibir el frescor del rocío que los cubría.

Veía ante mí una barrera compacta y vacilante, seguida de unas cuantas manchas que se movían: era la vanguardia de la caballería y el general con su séquito. Nos seguía una masa tan sombría y oscura como la primera, pero más baja: la infantería.


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