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Narrativa Breve
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Текст книги "Narrativa Breve"


Автор книги: Leon Tolstoi



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Se ve en la aldea siendo un niño muy pequeño, en la casa de su madre. Llega un coche y de él bajan su tío Nikolái Serguéievich con su enorme barba negra en forma de pala, y Páshenka, una niña delgaducha de grandes ojos dulces y tímido rostro. Dejan a Páshenka con él y con otros niños, amigos suyos. Hay que jugar con la niña, pero resulta aburrida, es boba.

Al fin, para burlarse de ella le piden que demuestre que sabe nadar. La niña se echa al suelo y allí bracea como si estuviera en el agua. Todos se ríen, se burlan. Ella se da cuanta, se pone roja como la grana. Da tanta lástima, que remuerde la conciencia. Nunca podrá olvidar su sonrisa torcida, bondadosa y resignada. Sergio recuerda cuando volvió a verla después de aquel día. Había transcurrido mucho tiempo. Era poco antes de hacerse monje. Se había casado con un propietario que había dilapidado los bienes que ella aportó al matrimonio, y le pegaba. Tenía entonces dos hijos, un niño y una niña. El primero murió pronto.

Sergio recordaba cuán desgraciada la había encontrado. Volvió a verla, ya viuda, estando él en el monasterio. Seguía siendo la misma. No podía decirse que fuera tonta, pero sí insulsa, insignificante e infeliz. Había acudido con su hija y el novio de ésta. Entonces ya eran pobres.

Más tarde, oyó decir que vivía en cierta capital de distrito y que había quedado muy pobre. «¿A santo de qué pienso en ella? – se preguntaba Sergio, pero no podía dejar de pensar en Páshenka —. ¿Dónde estará? ¿Qué habrá sido de ella? ¿Seguirá siendo tan infeliz como era entonces, cuando mostraba sobre el santo suelo que sabía nadar? Pero ¿por qué he de pensar en ella? ¿Qué tontería es ésta? Hay que acabar de una vez.»

De nuevo tuvo miedo y volvió a pensar en Páshenka para salvarse de aquella espantosa idea.

Echado de este modo, permaneció largo rato pensando ya en su necesario fin, ya en Páshenka. Le parecía que ella sería su salvación. Finalmente se durmió. Vio en sueños a un ángel que se le acercó y le dijo: «Vete a ver a Páshenka y por ella sabrás qué has de hacer, dónde está tu pecado y dónde tu salvación.»

Se despertó y se dijo que Dios le había enviado aquella visión. Se alegró y decidió hacer lo que el ángel le había dicho. Sabía cuál era la ciudad en que vivía Páshenka. Distaba unas trescientas verstas. Y hacia allí encaminó sus pasos.

VIII


Hacía ya mucho tiempo que Páshenka era una mujer llamada Praskovia [16]Mijáilovna, vieja, seca, arrugada, suegra de un funcionario llamado Mavrikiev, hombre fracasado y borracho. Vivían en la capital de distrito, donde su yerno había tenido el último empleo. Allí ella sostenía a toda su familia, a su hija, al propio yerno, enfermo y neuesténico, y a cinco nietos. Y los mantenía dando lecciones de música, a cincuenta kopeks la hora, a las hijas de los mercaderes. Algunos días tenía cuatro horas, a veces cinco, de suerte que ganaba aproximadamente unos sesenta rubros al mes. Gracias a esto vivían, mientras esperaban una colocación. Praskovia Mijáilovna escribió a todos sus parientes y conocidos pidiendo recomendaciones para obtenerla. También escribió en este sentido a Sergio, pero cuando llegó la carta él ya no estaba.

Era sábado, y Praskovia amasaba con sus propias manos la pasta para hacer ensaimadas con papas, que tan buenas salían al cocinero siervo de su papaíto. Quería agasajar a sus nietos al día siguiente, domingo.

Su hija Masha estaba atendiendo al pequeñuelo. Los mayores, un niño y una niña, estaban en la escuela. El yerno no había pegado ojo por la noche y acababa de dormirse. Praskovia Mijáilovna también había pasado gran parte de la noche sin dormir, procurando suavizar la cólera de su hija contra su marido.

Comprendía que el yerno era una criatura débil, que no podía hablar ni vivir de otro modo, y como veía que los reproches de su hija no servían de nada, procuraba atenuarlos y evitarlos para que su casa no se convirtiera en un infierno. Era una mujer que casi no podía soportar físicamente las malas relaciones entre las personas. Para ella estaba claro que así nada podía arreglarse y que la situación no hacía más que empeorar. Ni siquiera lo pensaba.

Sencillamente, al ver a una persona airada sufría como la hacían sufrir un mal olor, un ruido molesto o como si le dieran golpes.

Estaba muy satisfecha por haber enseñado a Lukeria de qué modo se amasaba la pasta, cuando Misha, su nietecito de seis años, con su delantalito, sus piernas torcidas y sus zurcidas medias, entró corriendo en la cocina, asustado.

– Abuela, un viejo muy feo te llama.

Lukeria miró y dijo:

– Sí, debe ser un mendigo.

Praskovia Mijáilovna se sacudió los brazos, se secó las manos con el delantal y se disponía a entrar en una habitación para tomar el bolso y dar una limosna de cinco kopeks al desconocido, cuando recordó que no tenía piezas menores de diez y pensó que lo mejor sería darle un trozo de pan. Se acercó al armario, pero se avergonzó de su mezquindad y ordenó a Lukeria cortar un trozo de pan mientras ella misma iba a buscar la moneda de diez kopeks. «Este es tu castigo – se dijo —. Darás dos veces.»

Dio ambas cosas al caminante y, cuando lo hubo hecho, no se sintió orgullosa de su largueza, antes al contrario, se avergonzó y le pareció poco lo que había dado. Tan importante era el aspecto del mendigo.

A pesar de haber recorrido trescientas verstas pidiendo limosna en nombre de Jesucristo, a pesar de ir roto, de haber enflaquecido y de haber quedado muy curtido; a pesar de que llevaba al cabello cortado y su gorro era de mujik, lo mismo que las botas, a pesar de que se inclinó humilladamente, Sergio conservaba el aspecto majestuoso que tanto atraía a todo el mundo. Pero Praskovia Mijáilovna no le reconoció. Ni podía reconocerlo, pues hacía ya casi treinta años que no lo veía.

– No se ofenda, padrecito, por mi pequeña limosna. ¿Desea usted comer algo, quizá?

Sergio tomó el pan y la moneda. Praskovia Mijáilovna se sorprendió de que aquel hombre se la quedara mirando en vez de irse.

– Páshenka, he venido a verte. Atiéndeme.

La miro con sus hermosos ojos negros, insistentes y suplicantes, a los que el aflorar de unas lágrimas puso singulares reflejos. Bajo el canoso pelo de los bigotes le temblaron lastimeramente los labios.

Praskovia Mijáilovna cruzó los brazos sobre se seco pecho, abrió la boca y clavó los ojos en el rostro del peregrino.

– ¡No puede ser! ¡Stiopa! ¡Sergio! ¡Padre Sergio!

– Sí, el mismo – musitó Sergio quedamente —. Pero no soy Sergio, el padre Sergio, sino el gran pecador Stepán Kasatski, perdido sin remisión… Acógeme, ayúdeme.

– ¡No es posible! ¿Cómo ha llegado usted a tanta renunciación? Entre.

Ella le tendió la mano, pero él la siguió sin tomársela.

¿Adónde lo haría pasar? El piso era pequeño. Al principio ocupaba una habitación diminuta, un cuartucho oscuro, pero luego incluso este cuarto lo cedió a la hija, a Masha, que en aquel momento estaba allí acunando al pequeñuelo.

– Siéntese aquí un momento – dijo a Sergio, señalándole el banco de la cocina.

Sergio se sentó y, con gesto que por lo visto ya le era habitual, se quitó la bolsa que llevaba a la espalda, sacándola primero por un hombro y luego por el otro.

– ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Cuánta renunciación, padrecito! ¡Tanta fama, y de pronto así…!

Sergio no respondió, se sonrió con mansedumbre mientras ponía la bolsa al suelo.

– Masha, ¿sabes quién es?

Praskovia Mijáilovna explicó en voz baja a su hija quién era Sergio y juntas sacaron del cuartucho la ropa blanca de la cama y la cunita, dejándolo libre para el recién llegado.

Praskovia Mijáilovna lo acompañó al cuartucho.

– Descanse aquí. No lo tome a mal, pero he de irme.

– ¿Adónde?

– Doy lecciones. Casi me da vergüenza decírselo, enseño música.

– La música es buena cosa. Pero he venido para tratar de un asunto. Praskovia Mijáilovna. ¿Cuándo podré hablar con usted?

– Para mí será una gran alegría. ¿Al atardecer?

– Está bien, pero he de rogarle otra cosa aún: no diga a nadie quién soy. Sólo me he descubierto a usted. Nadie sabe qué ha sido de mí. No ha de saberlo nadie.

– ¡Ay, ya se lo he dicho a mi hija!

– Bueno, pídale que lo calle.

Sergio se quitó las botas, se acostó y quedó dormido en seguida, después de una noche de insomnio y de una caminata de cuarenta verstas.

* * * Cuando Praskovia Mijáilovna regresó, Sergio estaba sentado en el cuartucho, esperándola. No salió a comer y tomó un plato de sopa y papilla que le llevó Lukeria.

– ¿Cómo has venido antes de lo que me dijiste? – preguntó Sergio —. ¿Podemos hablar ahora?

– ¿A qué debo yo la felicidad de tener una visita semejante? He dejado una lección para otro día… Yo soñaba con ir a visitarle, le escribí, y de pronto, ¡usted aquí! ¡Qué alegría!

– ¡Páshenka! Te ruego que tomes como en confesión las palabras que ahora te voy a decir; que sean como palabras dichas ante Dios a la hora de la muerte. ¡Páshenka! No soy ningún santo, no soy ni siquiera un hombre sencillo como todos. Soy un pecador, un pecador sucio, asqueroso, descarriado, orgulloso; no sé si soy el peor de todos, pero si soy peor que los hombres más ruines.

Al principio, Páshenka le miraba abriendo desmesuradamente los ojos; le creía. Pero cuando llegó a creerle del todo, puso una mano sobre la de él y dijo sonriendo piadosamente:

– Stepán, ¿no exageras un poco?

– No, Páshenka. Soy un lujurioso, un asesino, un blasfemo y un farsante.

– ¡Dios mío! ¿Cómo es eso? – exclamó ella.

– Pero es necesario vivir. Y yo que creía saberlo todo, que enseñaba a los demás cómo hay que vivir, veo que no sé nada y vengo a pedirte consejo.

– No digas eso, Stepán. Te burlas. ¿Por qué siempre os reís de mí?

– Está bien, me río, me río; pero dime, ¿cómo vives tú y cómo has vivido?

– ¿Yo? He llevado una vida desastrosa, ruin, y ahora Dios me castiga. Muy bien empleado. Vivo de una manera tan estúpida, tan estúpida…

– ¿Cómo te casaste? ¿Cómo viviste con tu marido?

– Todo fue detestable. Me enamoré de la manera más tonta. Mi padre estaba en contra de que me casara con aquel hombre. No quise escuchar a nadie, me casé. Y una vez casada, en vez de ayudar al marido, le atormenté porque tenía celos y no fui capaz de librarme de ellos.

– Creo que bebía.

– Sí, pero yo no sabía sosegarme. Le echaba en cara ese defecto, y no era un defecto, sino una enfermedad. No podía contenerse y yo no quería dejarle beber. Teníamos unas riñas espantosas.

Miraba a Kasatski con ojos que el recuerdo hacía hermosos y doloridos.

Kasatski se acordó de que, según le habían contado, el marido de Páshenka le pegaba. Y al contemplar ahora su cuello desmedrado y seco, con venas prominentes por debajo de las orejas y un moño de escasos cabellos semicanos y semirrubios, tenía la impresión de que estaba viendo cómo había ocurrido todo aquello.

– Luego me quedé sola, con dos hijos y sin recursos.

– Pero tenías una finca.

– La vendimos ya en vida de mi marido… y lo gastamos todo. Había que vivir y yo no sabía hacer nada, como ocurre a todas las señoritas. Pero yo era de las más incapaces e inútiles. Así fuimos consumiendo las pocas cosas que nos quedaban. Yo enseñaba a los hijos y al mismo tiempo aprendía algo. Entonces, cuando Mitia iba a la cuarta clase, se puso enfermo y Dios se la llevó. Masha se enamoró de Vania, mi yerno. Es buena persona, pero un desgraciado. Está enfermo.

– Mamita – exclamó su hija, interrumpiéndola —. Tome a Misha. No puedo hacerme pedazos.

Praskovia Mijáilovna se levantó y, calzada con sus gastados zapatos, salió con paso ligero para volver en seguida llevando en brazos a un pequeñuelo de dos años que se echaba hacia atrás agarrándole la pañoleta con ambas manos.

– ¿Qué enfermedad tiene?

– Neurastenia, una enfermedad terrible. Consultamos. Nos dijeron que debíamos ir a otro lugar, pero hacía falta dinero. No pierdo la esperanza de que le pase. No tiene nada que le moleste especialmente. Pero…

– ¡Lukeria! – se oyó que gritaba Vania con voz enojada y débil —. Siempre la mandan a alguna parte cuando la necesito. ¡Abuela!…

– ¡Ya voy! – Respondió Praskovia Mijáilovna, interrumpiéndose otra vez —. Todavía no ha comido. No puede comer con nosotros.

Salió y estuvo preparando algo. Por fin entró de nuevo, secándose las curtidas y sarmentosas manos.

– Ya ves cómo vivo. Todos nos quejamos, todos estamos descontentos, pero gracias a Dios los nietos son buenos y fuertes. Todavía se puede vivir. Pero no vale la pena hablar de mí.

– ¿De qué vivís?

– Yo gano alguna cosa. ¡Cuando pienso lo que me aburría la música y lo útil que me es ahora!

Se había sentado frente a la cómoda y tamborileaba con los sarmentosos dedos de su pequeña mano a modo de ejercicio.

– ¿Cuánto te pagan por cada lección?

– Los hay que me pagan un rublo, otros cincuenta kopeks, y algunos treinta. Son todos muy buenos conmigo.

– Y qué, ¿progresan? – preguntó Kasatski, sonriendo levísimamente con los ojos.

Praskovia Mijáilovna, de momento, no creyó que él le hiciera en serio esta pregunta y le miró interrogadora.

– También progresan. Hay una niña muy bien dotada, hija de un carnicero. Es una niña muy buena. Si yo fuera una mujer capaz, podría hallar una colocación para mi yerno aprovechando las relaciones de los padres de mis alumnos. Pero no he sabido hacerlo y ya ve en qué situación están ahora los míos.

– Sí, sí – dijo Kasatski inclinando la cabeza —. ¿Vas mucho a la iglesia, Páshenka? – interrogó.

– ¡Ay, no me lo pregunte! Es tan difícil, me he abandonado tanto… Con los niños, ayuno y suelo ir; pero a veces paso meses enteros sin acercarme. Mando a los pequeños.

– ¿Por qué no vas tú misma?

– A decir verdad – se sonrojo —, me da vergüenza ir rota a la iglesia, por mi hija y por mis nietecitos. No tengo vestido nuevo que ponerme. Además soy perezosa.

– ¿Y en casa, rezas?

– Sí, rezo maquinalmente, pero ¿qué valor tiene ese rezo? Sé que no está bien hacerlo así, pero me falta el verdadero sentimiento. Uno no piensa más que en las pequeñeces de cada día…

– Sí, es cierto – musitó Kasatski, como si aprobara aquellas palabras.

– Ya voy, ya voy – exclamó ella respondiendo a una llamada del yerno, y salió de la habitación después de haberse ajustado la trenza en la cabeza.

Esta vez tardó en volver. Cuando regresó, Kasatski continuaba sentado en la misma posición, apoyados los codos sobre las rodillas y baja la cabeza; pero se había puesto ya la bolsa a la espalda.

Ella entró con un candil de hojalata, sin pantalla. Kasatski la miró con sus ojos magníficos y cansados y suspiró profundamente.

– No les he explicado quién es usted – comenzó a decir tímidamente —. Sólo les he dicho que es un peregrino de familia noble y que yo le conocía. Vamos al comedor a tomar el té.

– No…

– Bueno, lo traeré aquí.

– No, no necesito nada. Que Dios no te deje de la mano, Páshenka. Me voy. Si tiene compasión de mí, no digas a nadie que me has visto. Por Dios redivivo te lo pido. Perdóname, por amor de Dios.

– Bendígame.

– Te bendecirá Dios. Perdóname, por amor de Jesucristo.

Quería irse, pero ella no le dejó salir sin darle antes pan, unas rosquillas y mantequilla.

Kasatski lo tomó y se fue.

La calle estaba oscura, y aún no había andado más de dos casas, cuando Páshenka lo perdió de vista y sólo pudo comprobar que Kasatski proseguía su camino al oír que el perro del arcipreste lo saludaba con sus ladridos.

«Ahora veo claro el significado de mi sueño. Páshenka es precisamente lo que yo tenía que ser y no fui. Yo vivía para los hombres con el pretexto de vivir para Dios. Ella vive para Dios imaginándose que vive para los hombres. Una buena palabra, un vaso de agua dado sin pensar en la recompensa, tiene más valor que todo cuanto he hecho yo para favorecer a la gente. Sin embargo, ¿no había un deseo sincero de servir a Dios?», se preguntaba, y la respuesta fue la siguiente:

«Sí, pero todo eso era impuro, se hallaba invadido por la enmarañada maleza de la fama mundana. No, no existe Dios para quien vive como vivía yo, pensando en alcanzar la gloria entre los hombres. Ahora lo buscaré.»

Y siguió, como antes de venir a casa de Páshenka, pidiendo de pueblo en pueblo un pedazo de pan y un albergue en nombre de Jesucristo, cruzándose con otros peregrinos, hombres y mujeres. A veces la dueña de alguna casa le trataba con malos modos, o le injuriaba algún mujik borracho, pero casi siempre le daban de comer y de beber y aun añadían algo para el camino. Su aspecto señorial le granjeaba la simpatía de algunas personas. Otras, en cambio, parecía que se alegraban de que un señor como él hubiera caído en la miseria. Pero su mansedumbre los vencía a todos.

Con frecuencia hallaba en las casas los libros del Evangelio y los leía en voz alta y entonces la gente le escuchaba conmovida y se sorprendía de oírle como si les leyera algo nuevo y a la vez muy conocido.

Cuando podía ayudar a alguien con un consejo o con un saber, o cuando convencía a los que reñían para que hicieran las paces, no encontraba agradecimiento alguno, pues se iba antes de que pudieran manifestárselo. Y poco a poco Dios comenzó a hacérsele presente.

Un día iba de camino con dos ancianas y un antiguo soldado. Se encontraron con dos señores, un hombre y una mujer, que viajaban en coche tirado por un brioso animal, acompañados de otro varón y otra dama que montaban a caballo. Los que montaban a caballo eran el marido de la señora y la hija, mientras que en el coche iban la primera y un viajero que debía ser francés.

Al cruzarse con el pequeño grupo que iba a pie, estos señores lo hicieron parar. Querían mostrar a aquel señor, probablemente francés, les pèlerins [17], gente que en vez de trabajar se pasa la vida caminando de un lugar a otro, siguiendo una tradición propia del pueblo ruso.

Hablaban en francés, creyendo que no les entendían.

– Demandez‑leur – dijo en francés – s´ils sont bien sûrs de ce que leur pèlerinage est agréable à Dieu [18].

Se lo preguntaron. Las viejecitas respondieron:

– Dios dirá. A Él vamos. ¿Lo merecemos?

Preguntaron al viejo soldado. Respondió que era solo y que no tenía donde meterse.

Preguntaron a Kasatski quién era.

– Un esclavo del Señor.

– Qu´est‑ce qu´il dit? Il ne répond pas.

– Il dit qu´il est un serviteur de Dieu.

– Cela doit être un fils de prêtre. Il a de la race. Avez‑vous de la petite monnaie ? [19].

El francés tenía calderilla y dio veinte kopeks a cada uno de los caminantes.

– Mais dites‑leur que ce n´est pas pour des cierges que je leur donne, mais pour qu´ils se régalent de thé ; té, té, – dijo sonriéndose —; pour vous, mon vieux [20]– añadió dándole a Kasatski unas palmaditas en el hombro con su mano enguantada.

– Que Jesucristo nos salve – respondió este último sin ponerse el gorro e inclinando su cabeza calva.

A Kasatski este encuentro le dio particular alegría, porque despreció la opinión de la gente e hizo lo más sencillo e insignificante: tomó humildemente los veinte kopeks y los dio a un compañero suyo, a un mendigo ciego. Cuanta menos importancia tenía la opinión de los hombres, tanto más intensamente dejaba sentir su presencia Dios.

Así vivió Kasatski ocho meses. Al noveno, lo detuvieron en una ciudad de provincias, en un albergue donde pasaba la noche con otros peregrinos. Como no tenía documentos, lo llevaron a la comisaría. Cuando le preguntaron en el interrogatorio que había hecho de los documentos y quién era, respondió que documentos no tenía y que él era un esclavo del Señor. Lo consideraron vagabundo, lo juzgaron y lo desterraron a Siberia.

En Siberia se estableció en los terrenos yermos de un rico propietario y ahora vive allí.

Trabaja el huerto de un señor, enseña a sus hijos y visita a los enfermos.

– Ha dicho que es un servidor de Dios.

– Debe ser el hijo de un sacerdote. Se le nota. ¿Tiene usted calderilla?

La borrasca


I


Hacia las siete de la tarde, después de haber tomado té, salí de una estación cuyo nombre no recuerdo. Era cerca de Novocherkask, en la Tierra de los Cosacos del Don. Había anochecido ya, cuando envuelto en la pelliza y tapado con una manta, me instalé en el trineo junto a Aliosha. Reinaba una gran calma y el tiempo era apacible. En aquel momento no nevaba; sin embargo, no se veía ni una sola estrella y el cielo parecía muy bajo y negro, en comparación con la llanura blanca, cubierta de nieve, que se extendía ante nosotros.

Apenas habíamos pasado ante los molinos, que semejaban unas figuras –las enormes aspas de uno de ellos giraban torpemente– y habíamos dejado atrás la aldea cosaca, noté que había más nieve en el camino y que se hacía más difícil avanzar.

El viento empezó a soplar con mucha fuerza, llevándose hacia la izquierda las colas y las crines de los caballos y la nieve que levantaba el trineo. El sonido de los cascabeles se volvió más tenue, el aire frío me penetró por las mangas hasta la espalda; y entonces recordé el consejo del maestro de postas de que hubiera sido mejor no salir, porque había peligro de extraviarse y perecer helado.

—¿No nos iremos a perder? –le pregunté al cochero. Al no obtener respuesta, hice la pregunta de otro modo: ¿Crees que llegaremos a la estación, cochero? ¿No nos extraviaremos?

—¡Dios sabrá! –respondió sin volver la cabeza—. ¡Menuda borrasca! No se ve el camino…

¡Ay, señor!

—Dime, ¿crees que llegaremos a la estación o no? –insistí.

—Tenemos que llegar –me dijo, añadiendo algo que no pude oír por el viento.

No quería volver a la estación de postas, pero tampoco me parecía divertido pasarme toda la noche errando con aquella borrasca, en esa parte de la Tierra de los Cosacos del Don que es una estepa desierta. Además, a pesar de que me había sido imposible examinar al cochero en aquella oscuridad, no me gustaba ni me infundía confianza. Se había sentado en el centro del pescante en lugar de ponerse a un lado. Era extraordinariamente alto, tenía una voz indolente y su enorme gorra, que no parecía la de un cochero, se bamboleaba de un modo extraño sobre su cabeza. No había acuciado a los caballos como se suele hacer, sino sujetando las riendas con ambas manos, como lo hubiera podido hacer un lacayo al ocupar el pescante.

No sé por qué, lo que más me hizo desconfiar de él fue el pañuelo que llevaba para protegerse las orejas. En una palabra, no parecía prometer nada bueno aquella espalda encorvada que veía ante mí.

—Creo que será mejor que volvamos –me dijo Aliosha—. La verdad es que no resulta demasiado divertido estar dando vueltas sin más ni más.

—¡Ay señor! ¡Qué borrasca! No se ve el camino… Estoy cegado… ¡Ay señor! –masculló el cochero.

Aún no habíamos recorrido la cuarta parte de una versta, cuando el cochero detuvo los caballos y, después de entregar las riendas a Aliosha, bajó torpemente del trineo y fue a buscar el camino, haciendo crujir la nieve bajo sus enormes botas.

—¿Adónde vas? ¿Es que nos hemos extraviado? –pregunté.

No me contestó. Se alejó con el rostro vuelto en dirección contraria al viento para que no le azotara los ojos.

—¿Qué? ¿Encontraste el camino? –volvía a preguntar, cuando hubo regresado.

—No –replicó con súbita impaciencia e irritación, como si yo fuese el culpable de que hubiese perdido el camino.

Luego montó lentamente y empezó a separar las riendas con sus guantes helados.

—¿Qué vamos a hacer? –pregunté, cuando el trineo se puso en marcha.

—¿Qué quiere que hagamos? Hay que seguir, a la buena de Dios.

Era evidente que íbamos a la buena de Dios porque, al cabo de un cuarto de hora, aún no habíamos visto un solo pose indicando las verstas.

—¿Crees que llegaremos a la estación?

—Si nos dejamos guiar por los caballos, podemos volver a la estación de donde hemos salido. Ellos nos conducirán. Pero dudo de que lleguemos a la siguiente… Con este tiempo, es fácil que perezcamos.

—En este caso, debemos volver porque, realmente…

—Entonces, ¿volveremos? –me preguntó.

—Sí, sí.

El cochero soltó las riendas. Los caballos corrieron más veloces y, aunque no noté que girara el trineo, el viento cambió de dirección y en breve divisé los molinos. Animado, el cochero empezó a hablar.

—En una ocasión me sorprendió una borrasca y tuve que pasar la noche entre unos haces de heno. Y gracias a que pude llegar a ellos, que si no, me hubiera helado… ¡Menudo frío hacía! A uno de mis compañeros se le helaron los pies y estuvo tres semanas a la muerte.

—En este momento no se siente frío; parece que la borrasca ha amainado. ¿No podríamos seguir?

—Es verdad, no hace frío, pero la borrasca sigue igual que antes. Sólo que el viento sopla por detrás, por eso parece que ha calmado. Si yo no fuese correo, si viajase por mi propia voluntad, podría seguir; pero, la verdad, no es ninguna broma que perezca un viajero. Al fin y al cabo, uno es el responsable.

II


En aquel momento se oyeron unos cascabeles a nuestras espaldas. Varias troikas venían pos de nosotros, a mucha velocidad.

—Son los cascabeles del correo –explicó el cochero—. No hay otros iguales en la estación.

En efecto, los cascabeles de la troika que iba a la cabeza y cuyo tintineo nos traía el viento eran puro, sonoro, grave, trémulo… Posteriormente me enteré de que era costumbre entre los cazadores llevar tres cascabeles: uno grande en el centro y dos pequeños que sonaban a la tercera. El sonido de esa tercera y de la quinta trémula, que repercutía en el aire de un modo sorprendente, era muy bello en la estepa silenciosa.

—Es el correo –dijo el cochero cuando la primera de las tres troikas pasaba junto a nosotros—. ¿Cómo está el camino? ¿Se puede pasar? –gritó al último cochero.

Pero éste no contestó, limitándose a acuciar a los caballos. El sonido de los cascabeles no tardó en extinguirse. El cochero debió de sentirse avergonzado.

—Sigamos, señor –dijo—. Como acaban de pasar esas troikas… las huellas estarán recientes.

Accedí. De nuevo giramos y seguimos adelante contra el viento, por la estepa nevada. Yo no dejaba de mirar al camino por temor a que nos desviáramos de las huellas que habían dejado los trineos. Durante dos verstas, las huellas se divisaron bien, después sólo se vio una pequeña desigualdad y ya no supe si se trataba sencillamente de una capa de nieve amontonada por el viento. Mis ojos se cansaron de fijarse en el monótono correr de la estepa bajo el trineo y empecé a mirar hacia delante. Aún vimos al poste que indicaba la tercera versta, pero fue imposible dar con el siguiente. Lo mismo que al principio, empezamos a ir tan pronto en dirección al viento como en contra de él y tan pronto a la derecha como a la izquierda. Finalmente, el cochero dijo que nos habíamos desviado hacia la derecha; yo opinaba, por el contrario, que habíamos ido hacia la izquierda, mientras que Aliosha trató de demostrarnos que volvíamos por donde habíamos venido. Nos detuvimos varias veces y el cochero se bajó para buscar el camino, pero siempre en vano. Yo también bajé una vez, creyendo que lo había visto. Pero, apenas hube avanzado con gran dificultad algunos pasos contra el viento y me hube convencido de que sólo había capas de nieve, todas iguales y uniformes por doquier, y que se me había figurado ver el camino, perdí de vista el trineo.

—¡Cochero! ¡Cochero! ¡Aliosha! –grité.

Pero el viento, arrebatándome las palabras que me salían de la boca, se llevó mi voz muy lejos. Me encaminé hacia donde mi imaginaba haber dejado el trineo. No estaba. Entonces, me dirigí a la derecha… Tampoco estaba allí. Aún ahora me avergüenza recordar la voz chillona, penetrante y hasta desesperada con que volví a gritar: “¡Cochero!» cuando estaba a dos pasos de él. Su silueta negra, con el látigo y la enorme gorra ladeada, surgió de pronto ante mí.

—Gracias a Dios no está helado –me dijo mientras me llevaba al trineo—. Sería una desgracia que nos cogiera la helada…

—Suelta a los caballos para que regresemos –le ordené una vez instalado—. ¿Sabrán volver?

—Tendrán que arreglárselas.

El cochero soltó las riendas, fustigó al caballo de varas y de nuevo nos pusimos en marcha. Al cabo de media hora, se oyeron los cascabeles de antes, pero esta vez venían a nuestro encuentro. Eras las mismas tres troikas que volvían a la estación, con caballos de relevo atados detrás, después de haber dejado el correo. La primera, tirada por grandes caballos, con sus cascabeles de cazador, se deslizaba veloz al frente de las otras dos. El hombre que la guiaba iba en el pescante. Acuciaba a los caballos con enérgicos gritos. En cada uno de los otros dos trineos había dos hombres sentados dentro, y se oía su conversación alegre y animada. Uno fumaba en pipa y pude ver parte de su rostro iluminado por una chispa.

Al ver a esos hombres, me dio vergüenza de haber temido proseguir el viaje.

Probablemente mi cochero experimentó la misma sensación, porque ambos dijimos a un tiempo: «Vamos a seguirlos».

III


Ante que hubiese pasado el tercer trineo, el cochero cometió la torpeza de empezar a girar el nuestro y las varas tropezaron con los caballos que iban atados atrás. Tres de ellos se espantaron y, arrancando el correaje, echaron a correr.

—¡Condenado! ¿Acaso estás ciego? ¿Por qué has ido a dar la vuelta precisamente encima de nosotros? –gritó uno de los cocheros con voz ronca y temblona. Era un vejete, según pude apreciar por el timbre de la voz, que estaba en la tercera troika.

Saltó del trineo con agilidad y corrió en pos de los caballos, sin dejar de lanzar invectivas contra mi cochero. Pero los animales no se dejaban coger. En un instante, desaparecieron todos entre la blanca niebla.

—¡Vasili‑i‑i‑i—! ¡Trae el bayo! Que así no puedo cogerlos –se dejó oír la voz del viejo.

Uno de los cocheros, un hombre extraordinariamente alto, bajó del trineo, desató a otros tres caballos, montó en uno y, crujiendo por la nieve, galopó en la misma dirección que el anciano.

Lo mismo que las otras dos troikas, seguimos en pos de la del correo, que se deslizaba veloz por la estepa, haciendo tintinear sus cascabeles.

—¡Como que los va a pillar en seguida!… –comentó mi cochero—. Si no han acudido al oír a los caballos, señal de que se han desbocado. ¡Ya los harán correr! Con tal que no se pierdan…

Desde que seguíamos los trineos, el cochero parecía haberse animado. Se mostró más alegre y locuaz. Como es natural, pensé aprovecharme de esto, ya que aún no tenía sueño. Le hice varias preguntas y no tardé en enterarme de que se trataba de un paisano mío. Era de la aldea de Kirpich, de la provincia de Tula. Me dijo que tenía muy poca tierra de su propiedad y que, desde la epidemia del cólera, las cosechas se daban mal. Eran tres hermanos. Uno de ellos había ido a servir, porque no les alcanzaba el trigo ni siquiera hasta Navidad. Y el otro, el menor, estaba al frente de la casa, por ser casado. Cada año salían grupos de hombres de su pueblo para hacerse cocheros y él había seguido el ejemplo –se había empleado en una estación de postas– para poder ayudar a su hermano. Ganaba ciento veinte rublos al año, de los cuales le mandaba cien. Vivían bien. Lo único que le disgustaba era que los cocheros fuesen tan animales y «la gente de esta región tan pendenciera.»


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