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Narrativa Breve
  • Текст добавлен: 24 сентября 2016, 06:27

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Автор книги: Leon Tolstoi



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«Cuando vine al mundo, ignoraba yo lo que significaba la palabra ‘pío’; no sabía más que una cosa: que yo era un caballo.

«Las primeras observaciones que se hicieron respecto a mi pelo, nos admiraron mucho a mi madre y a mí.

«Vine al mundo probablemente de noche, porque al llegar la mañana, y limpiado por mi madre, me sostenía ya de pie.

«Recuerdo que tenía un deseo vago e indeterminado, que no estaba en disposición de formular, y que todo lo que pasaba en torno mío me parecía extraordinario.

«Nuestras cuadras estaban situadas en un corredor caliente y oscuro, y se cerraban las puertas o cancelas de hierro a través de las cuales todo se podía ver.

«Mi madre me ofrecía su ubre, pero yo era aún tan ingenuo, que la rechazaba con el morro. De pronto se retiró mi madre a un lado: acababa de ver al palafrenero en jefe, que se aproximaba.

«Este miró a través de los hierros de la puerta.

«–¡Calla! Acabas de parir, Babá –dijo, abriendo la puerta.

«Entró y me rodeó con sus brazos, «–Míralo, Farasié; parece pío.

«Yo me escabullí de sus brazos, pero, como no tenía bastantes fuerzas, caí de rodillas.

«Vamos a ver, diablillo –dijo.

«Mi madre se inquietó por aquello, pero, no atreviéndose a defenderme, se contentó con suspirar y se alejó.

«Los demás criados se agruparon en torno nuestro y empezaron a inspeccionarme.

«Todos reían al ver las manchas de mi pelo, y me daban los nombres más raros.

«Ni mi madre ni yo pudimos comprender el sentido de aquellas palabras.

«Hasta aquel momento, no había existido ningún caballo pío en la familia.

«No creímos que hubiera en ello nada malo: en cuanto a mis formas y a mi fuerza, fueron admiradas desde el momento mismo de mi nacimiento.

«–Creo que es muy vivo –dijo el palafranero–; me cuesta trabajo retenerlo en los brazos.

«Poco después llegó el caballerizo, quien se admiró al verme y dijo con acento de contrariedad:

«–¿A quién puede parecérsele este monstruo? Seguro que el general no querrá conservarlo en la yeguada. ¡Eh, Babá! me has jugado una mala pasada –dijo, dirigiéndose a mi madre–. Si hubiera nacido con una estrella en la frente, aún podía pasar; pero ¡ha nacido pío!

«Mi madre no contestó, pero, como sucede en tales casos, suspiró profundamente.

«–¿A quién diablos puede parecerse? Es un verdadero aldeano; será imposible dejarlo en la yeguada; sería una verdadera vergüenza.

«–Y, sin embargo, es hermoso, muy hermoso –decían al examinarme.

«Algunos días después vino el general y se reprodujeron las indignas imprecaciones contra el color de mi pelo. Todos estaban furiosos y acusaban de ello a mi madre, aunque al final siempre terminaban añadiendo:

«–Y, sin embargo, es hermoso.

«Se nos dejó en las cuadras con una temperatura muy templada, hasta que llegó la primavera: entre tanto, cuando hacía buen tiempo y la nieve se empezaba a fundir a los rayos del sol, se nos permitía salir al gran patio cubierto con paja fresca.

«Allí fue donde vi por vez primera a todos mis parientes que eran muchos.

«También allí vi salir de sus cercados a las yeguas más célebres con sus hijos; entre otras a Gallaudka y a Muchka, la hija de Smetanka, y a Krasnucka, caballo de silla. Cuando se reunían, se refregaban unas con otras y se revolcaban en el suelo sobre la paja como simples mortales.

«No puedo olvidar aquel patio lleno de las más hermosas yeguas que puede uno imaginarse…

«Os admiráis ante la idea de que yo haya sido joven y travieso, y sin embargo, lo fui; ahí tenéis a Viasopurika, que no tenía entonces más que un año.

«Era entonces una yegüecita alegre y gentil, pero, sin ánimo de ofender, era una de las más feas de la yeguada.

«Ella misma se los podría certificar.

Mi pelo, que había desagradado a los hombres, tuvo un gran éxito entre los caballos; éstos me rodearon, me admiraron y se pusieron a jugar conmigo.

«Empecé a olvidar los malvados propósitos de los hombres y a gozar de mi éxito.

Pero no tardé en tener el primer desengaño de mi vida, y aquel desengaño me lo proporcionó mi madre.

«Cuando la nieve se hubo derretido por completo y los gorriones se revolvían cantando apresuradamente entre las ramas o saltando por el suelo; cuando el aire se hizo tibio y embalsamado, cuando llegó, al fin, la primavera, mi madre cambió radicalmente conmigo.

«Su carácter se alteró por completo. De pronto se ponía a jugar y a correr por el corral, cosas que no sentaban bien a su condición de madre. A veces se ponía pensativa y melancólica. Relinchaba, mordía a sus amigas, se lanzaba sobre ellas, se refregaba conmigo y me rechazaba después con disgusto.

«Cierto día llegó el caballerizo. Le puso una cabezada y se la llevó del corral.

«Relinchó.

«Le contesté y me fui tras ella, pero salió sin decirme ni adiós con la mirada.

«El palafrenero Farasié me tomó en sus brazos en el momento en que la puerta se cerraba detrás de mi madre.

«Me zafé de él y me dirigí a la puerta, pero estaba ya cerrada, y no oí sino los relinchos de mi madre allá a lo lejos.

«Aquellos relinchos no eran ya voces que me diera llamándome. No: tenían otra significación.

Un relincho dado con voz poderosa respondió a aquel llamamiento.

«Lo dio (como supe más tarde) Dobrii I, a quien dos palafraneros conducían para que tuviese una entrevista con mi madre…

«No recuerdo ya cómo y cuándo me dejó Farasié.

«Me hallaba entonces muy triste. Comprendí que había perdido para siempre el cariño de mi madre.

«–¡Y todo porque soy pío! –exclamaba yo, recordando las malvadas palabras de los hombres.

«Me acometió tal acceso de rabia, que empecé a dar golpes con la cabeza, con las rodillas y con el cuerpo contra las paredes, hasta que, rendido, tuve que detenerme por falta de fuerzas.

«Poco después volvió mi madre.

La sentí llegar con paso rápido y acercarse a nuestra cuadra.

«Cuando le abrieron la puerta y pude verla, casi no la reconocí: tanto había cambiado.

«La encontré rejuvenecida y más hermosa.

Se refregó contra mí y relinchó.

«Desde luego, me di cuenta de que ya no me quería.

«Me habló de la hermosura de Dobrii y de su amor hacia él.

«Sus entrevistas continuaron y mis relaciones con ella se hicieron cada vez más frías y más tirantes…

«Poco tiempo después, nos enviaron a pastar.

«A partir de entonces comencé a tener goces y alegrías nuevas que me consolaron de mis pesares.

«Tuve amigas y tuve camaradas.

«Aprendimos juntos a comer hierba, a relinchar como los mayores y a saltar en torno a nuestras madres, levantando al aire nuestras colas.

«¡Dichoso tiempo aquél!

«Todos me admiraban. Todos me querían; y se me perdonaban todas mis locuras. Pero fue entonces, precisamente, cuando me ocurrió una cosa terrible…»

Al decir esto, el viejo animal suspiró profundamente…

Empezaba a despuntar la aurora. Rechinó la puerta y el viejo Néstor apareció en ella.

Los caballos se separaron al verle entrar, y el guardián, después de arreglar la montura del pío, hizo salir al ganado.

VI Segunda noche


Tan pronto como los caballos entraron de nuevo en el corral, agrupáronse en derredor del viejo, quien reanudó de esta manera su relato:

«En agosto me separaron de mi madre. Pero no lo sentí: llevaba en su vientre a mi hermano menor, al célebre Ussan, y observé que yo estaba relegado ya a segundo término.

«No tuve celos de él. Lo único que noté fue que no amaba ya del mismo modo a mi madre.

«Sabía, además, que una vez separado de ella me quedaría con mis jóvenes camaradas, y que todos los días iría a pasearme por los campos y las praderas con ellos.

«Tenía a Milii por compañero de cuadra.

«Milii era un caballo de silla, y cuando fue mayor tuvo el honor de ser montado por el emperador y de ser reproducido en fotografía.

En aquella época sólo era un potrillo de piel fina, de cuello graciosamente encorvado y de remos finos y aplomados. Estaba siempre de buen humor. Siempre dispuesto a jugar, a lamer a sus amigos, y a burlarse de los caballos y de los hombres.

«Nos unió una tierna amistad, y siempre estábamos juntos: pero aquella amistad duró poco.

«Como os acabo de decir, Milii era de carácter alegre y ligero.

«Desde pequeño empezó a hacer la corte a las yegüecitas; siempre se estaba burlando de mi simpleza.

«Por desgracia mía, imité su ejemplo, herido en mi amor propio por sus burlas y me enamoré en seguida. Aquel encadenamiento precoz fue la causa del cambio que se operó en mi suerte.

«Ved aquí la historia de mi amor, en pocas palabras:

«Viasopurika tenia un año más que yo. Fuimos siempre grandes amigos; pero al terminar el otoño, noté de pronto que me esquivaba cuanto podía.

«No me siento con valor suficiente para narraros esta historia, llena de recuerdos dolorosos para mí.

«Aún recuerda ella la fatal pasión que me inspiró.

«En el momento en que yo le declaraba mis sentimientos, los palafreneros se echaron sobre nosotros, la espantaron a ella y me molieron a mí a latigazos.

«Por la noche fui encerrado en una cuadra solitaria, en la que pasé las horas relinchando con desesperación, como si hubiese tenido presentimientos de lo que me esperaba.

«A la mañana siguiente, el general, el jefe de los caballerizos y el palafrenero, vinieron a verme. Todos hablaban y gesticulaban al mismo tiempo. El general se enojó con el caballerizo, quien se excuso diciendo que no había ocurrido nada y que la culpa había sido de los palafreneros. El general amenazó con mandar a azotar a todo el mundo, porque, según dijo, aquella no era manera de guardar los pequeños garañones. El caballerizo prometió satisfacer los deseos del general, y los tres se fueron.

«Nada comprendí de aquello, pero tuve el presentimiento de que se tramaba algo contra mí.

«Al día siguiente me hicieron ser… lo que soy actualmente, y dejé de relinchar para toda la vida.

«Desde entonces fui indiferente a todo cuanto me rodeaba y me sumí en pensamientos amargos. Al principio caí en un profundo desánimo, hasta el punto que dejé de comer y beber, y en cuanto a juegos, ya no volvieron a existir para mí. A veces me pasaba por la imaginación la idea de disparar una coz, de relinchar con fuerzas, de galopar en torno a mis camaradas, pero ¿Con qué objeto? ¿Para qué? Y bajaba la cabeza.

«Una tarde que el caballerizo me paseaba frente al corral con una cuerda atada al cuello, distinguí a lo lejos una nube de polvo y las siluetas bien conocidas de nuestras yeguas y pronto oí el ruido de sus pasos y sus alegres relinchos. Me detuve, a pesar de la cuerda que me lastimaba el cuello y me hacía sufrir un martirio, y miré la yeguada como el que mira su dicha perdida para toda una eternidad.

«A medida que aquella se aproximaba, fui distinguiendo una por una las caras de mis antiguas amigas.

«Algunas me miraron y me desconocieron. El caballerizo tiró de mí con forma, pero yo no le hice caso. Perdí la cabeza y me puse a relinchar y a dar brincos, pero mi voz parecía ridícula y extraña. No se ríe en la yeguada, pero yo vi que todas volvieron la cabeza a otro lado, por educación. Fue claro que les inspiré lástima. Les parecí ridículo con mi cuello delgado, mi cabeza voluminosa (yo había enflaquecido horriblemente), mis remos largos, y, sobre todo, mi actitud ridícula (me puse a trotar en torno del caballerizo). Nadie contestó a mi llamada y todas se apartaron de mí, de común acuerdo. La luz se hizo de repente en mi espíritu y comprendí el hondo abismo que me separaba de ellos… Seguí al caballerizo presa de la mayor desesperación, y no me di cuenta de cómo llegué a mi cuadra.

«Propenso a la melancolía y a la reflexión desde mi más tierna edad, mis desgracias no hicieron sino desarrollar en mí aquella predisposición. Mi pelo, que tanto desprecio inspiraba a los hombres, y lo excepcional de mi posición en la yeguada, que no podía comprender aún debidamente, me hicieron reflexionar profundamente sobre la injusticia de los hombres. Pensé con amargura en la inconstancia del amor maternal y del amor femenino en general, y traté de formarme una idea precisa de esa extraña raza de animales que se llama hombres, y para ello procuré comprender su carácter analizando sus acciones.

«Era en invierno y en la época de las fiestas.

«Aquel día no me dieron de comer ni de beber; después supe que si no lo hicieron fue porque todos los palafreneros se habían emborrachado como uvas.

«Precisamente aquel día, al hacer su visita a las cuadras, el jefe de los caballerizos se acercó a la mía, y, al observar que no me habían dado el pienso, se encolerizó contra el palafrenero y se marchó renegando. Al día siguiente vino el palafrenero a darnos el pienso y, por lo extremo de su palidez, noté cierta expresión de dolor en su persona.

«Arrojó coléricamente el heno a través de los hierros, y cuando traté de colocar el morro sobre su espalda me dio un puñetazo con tal fuerza, que retrocedí espantado: pero no se contentó con aquello, sino que me dio, además, un puntapié en el vientre, murmurando:

«–Si no hubiera sido por este feo sarnoso, no me hubiera hecho nada.

«–¿Qué te ha pasado? –le preguntó su camarada.

«–Que casi nunca viene a ver los caballos del conde. Pero, en cambio, le hace al suyo dos visitas todos los días.

«–¿Le han dado, acaso, el caballo pío?

«–Yo no sé si se lo han vendido o se lo han regalado; no sé nada. Lo que sé es que podré dejar morir de hambre a todos los caballos del conde y no me dirá nada; pero como le falte cualquier cosa a su potro, ya puedo echarme en remojo. Túmbate, me dijo, y me vapuleó de lo lindo. Te digo que eso no es cristiano. ¡Compadecerse de una bestia más que de un hombre!

¡Cualquiera diría que no está bautizado! Y contaba por si mismo los golpes. Nunca ha pegado tanto el general. Tengo la espalda hecha una pura llaga. Decididamente, ese hombre no tiene alma de cristiano.

«Comprendí bien lo que dijeron de latigazos y de piedad cristiana. En cuanto a lo demás, no supe darme cuenta exacta de lo que significaban las palabras ‘su potro’, y deduje que establecían una relación cualquiera entre el caballerizo y yo, pero no pude comprender en aquel momento qué clase de relación era aquélla. Mucho más tarde, cuando me separaron de todos los demás caballos, fue cuando lo comprendí.

«Las palabras ‘mi caballo’ me parecían tan ilógicas como ‘mi tierra, mi aire, mi agua’, pero causaron en mí una impresión profunda. Mucho he reflexionado después acerca de esto, y únicamente mucho más tarde, cuando aprendí a conocer mejor y más cerca a los hombres, fue cuando me pude explicar todo eso.

«Los hombres se dejan llevar por palabras y no por hechos. A la posibilidad de hacer tal o cual cosa, prefieren la posibilidad de hablar de tal o cual objeto en los términos convencionales establecidos por ellos.

«Y esos términos, que para ellos tienen grandísima importancia, son los siguientes: ‘El mío, la mía, los míos, mi, mis’. Los emplean al hablar de los seres animados, de la tierra, de los hombres y hasta de los caballos. También es común que una persona, al hablar de un objeto, lo califique de ‘mío’. La persona que tiene la posibilidad de aplicar la palabra ‘mío’ a un gran número de objetos, es considerada por las otras como la más dichosa.

«No podré deciros cuál es la causa de todo este razonamiento. Muchas veces me he preguntado si será el interés el motivo de todo, pero siempre he rechazado la idea, y he aquí por qué: Muchas personas me consideran propiedad suya, y, sin embargo, no se sirven de mí;

no son ellas las que me alimentan y me cuidan; las que lo hacen son extraños a quienes no pertenezco: palafreneros, cocheros, etc, «Transcurrió mucho tiempo antes de que me diera cuenta cabal y clara de la palabra ‘mío’, a la que tanta importancia dan los hombres, pero hoy puedo aseguraros que no tiene otra significación que un instinto bestial al que ellos dan el nombre de ‘derecho de propiedad’, «Un hombre dice: ‘mi tienda’, y jamás pone en ella los pies;

o bien: ‘mi almacén de ropa’, y no toma nunca un metro de paño para sus necesidades.

Hay hombres que dicen mis tierras’, sin haberlas visto nunca. Los hay también que emplean la palabra ‘mío’, aplicándola a sus semejantes, a seres humanos a quienes jamás han visto, y a los cuales causan todos los daños imaginables: dicen ‘mi mujer’ al hablar de una mujer que consideran como propiedad suya.

«El principal objeto que se propone ese animal extraño llamado hombre, no es el de hacer lo que considera bueno y justo, sino el de aplicar la palabra ‘mío’ al mayor número posible de objetos. Esa es la diferencia fundamental entre los hombres y nosotros; y, francamente, aun prescindiendo de otras ventajas nuestras, bastaría esa sola para colocarnos en un grado superior al suyo en la escala de los seres animados.

«Pues bien, ese derecho de poder decir de mí, ‘mí caballo’, fue el que obtuvo nuestro caballerizo mayor.

«Me admiró mucho aquel descubrimiento. Ya tenía tres causas de disgusto: mi pelo, mi sexo y aquella manera de tratarme como una propiedad, a mí, que no pertenezco sino a mí mismo y a Dios, como todos los seres vivientes.

«Los resultados de considerarme de aquella manera, fueron numerosos: me alimentaron mejor: me cuidaron más; me separaron de los otro caballos y me engancharon antes que a los demás compañeros.

«Apenas cumplí la edad de tres años, me dedicaron al trabajo. La primera vez que me engancharon, el caballerizo que me consideraba como propiedad suya asistió a aquella ceremonia. Temiendo que yo ofreciese resistencia, me sujetaron con cuerdas; después me pusieron una gran cruz de cuero en el lomo y la sujetaron con dos correas a las dos varas del carruaje para que yo no pudiese destruirlo a coces. Aquellas precauciones fueron inútiles yo no quería otra cosa que ocasiones para demostrar mi amor al trabajo.

«Su admiración fue grande cuando me vieron marchar como un caballo viejo. Me siguieron enganchando todos los días para enseñarme a ir al trote. Hice tan rápidos progresos, que una hermosa mañana el mismo general se maravilló de ellos. Pero ¡cosa extraña!, desde el momento en que era el caballerizo y no el general quien me aplicaba la palabra ‘mío’, ya no tenia igual valor mi talento.

«Cuando enganchaban a mis hermanos y a los caballos padres, se medía la longitud de sus pasos, se les enganchaba en magníficas carrozas y se les cubría de hermosos adornos; a mí se me enganchaba en carruajes humildes y conducía al caballerizo cuando tenía que hacer algo.

«Y todo ello por ser pío y, más que por eso, por pertenecer al caballerizo y no al conde.

«Mañana, si aún vivimos, os contaré el resultado que tuvo para mi aquel cambio de propiedad».

Los caballos se mostraron respetuosos todo el día con el viejo Kolstomier.

El único que siguió tratándolo como antes fue el viejo Néstor.

VII Tercera noche


La luna alumbraba otra vez los ámbitos del viejo corral, cuando Kolstomier reanudó su narración en estos términos:

«La consecuencia más extraordinaria que resultó del hecho de que yo no perteneciera a Dios ni al conde, sino a un simple caballerizo, fue que la cualidad que avalora a todo caballo fue vista en mí como un delito que motivó mi destierro.

«Dicha cualidad fue la rapidez de mi trote.

«Paseaban a Liebed por la pista cuando el caballerizo y yo, al regresar de una de nuestras correrías, nos acercamos al grupo. Liebed paso ante nosotros; marchaba bien, mas, por muy arrogante que fuera, mi trote era mejor que el suyo, Liebed paso delante y yo avancé para seguirlo, sin que me lo impidiera el caballerizo.

«–Estoy por probar lo que trota mi pío –se dijo, y cuando Liebed los alcanzó y se puso a mi altura, seguimos juntos. Como él estaba bien ejercitado, se me adelantó en la primera vuelta, pero en la segunda, cuando yo había tomado ya contacto con el terreno, le alcancé primero y le pasé después.

«Volvimos a empezar y obtuve el mismo resultado.

«Decididamente, mi trote era mejor que el suyo.

«Todo el mundo se quedó admirado. El general dispuso que el caballerizo me vendiese lo más pronto y lo más lejos posible, para no volver a saber de mí en la vida, orden que se apresuro a cumplir, vendiéndome a un chalán.

«No permanecí con éste mucho tiempo. La suerte era injusta y cruel conmigo. Me indigné profundamente y no tuve más que un pensamiento: dejar mi pueblo natal lo antes posible. Mi posición era en ella demasiado penosa; el porvenir pertenecía a los otros caballos. El amor, la gloria y la libertad les esperaban. En cuanto a mí, debía trabajar y humillarme toda mi vida…

Y ¿porqué tan gran injusticia? ¡Porque era pío, y porque pertenecía a un caballerizo!»

Kolstomier no pudo continuar su relato aquella noche, porque acaeció en el corral un suceso que atrajo la atención de todo el ganado.

Koupchika, hermosa yegua que venía siguiendo con interés la narración, se mostró muy inquieta y se alejó pausadamente al cobertizo. De pronto se la oyó quejarse con todas sus fuerzas. Se acostó, se levantó, se volvió a acostar…

Se le acercaron las yeguas viejas, quienes en seguida comprendieron lo que aquello significaba. En cuanto a las yeguas jóvenes, fue tan grande su emoción, que ya no les fue posible atender al viejo Kolstomier.

A la mañana siguiente se vio que la yegua tenía a su lado un retoño.

Néstor llamo al palafrenero, quien condujo a la madre y al hijo a una cuadra. Las demás salieron a pasear como de costumbre.

VIII Cuarta noche


Tan pronto como se cerró la puerta tras de Néstor y se estableció el silencio, Kolstomier continuó de este modo:

«En mis peregrinaciones tuve ocasión de observar de cerca a los hombres y a los caballos.

Permanecí la mayor parte de mi vida con dos amos: con un príncipe, que era oficial de húsares, y con una buena anciana que vivía en Moscú, cerca de la iglesia de San Nicolás.

«El tiempo que pasé con el húsar fue para mí el mejor y más agradable.

«Aunque él haya sido la causa de mi ruina y aunque él no haya amado a nadie ni a nada en el mundo, yo lo quería y lo quiero con todas mis fuerzas de mi corazón de caballo.

«Lo que me gustaba en él es que era joven, hermoso, feliz y rico, y que, por todas estas razones, no amaba a nadie. Vosotros comprendéis bien ese sentimiento que nos aguijonea. Su frialdad y mi dependencia no hacían más que impulsar el cariño que le tenía.

«–Mátame, atorméntame pensaba yo–; cuanto más me haga sufrir tu mano, más feliz seré.

«El fue quien me compró al chalán a quien me había vendido el caballerizo por 800 rublos.

«Como os acabo de decir, aquella fue la mejor época de mi existencia. Estaba enamorado.

Yo lo sabía, porque cada día lo llevaba a casa de ella y porque a menudo les paseaba juntos.

Ella era hermosa como él, y su cochero no les cedía en belleza. Mi vida se iba deslizando de este modo: por la mañana venía un palafrenero a limpiarme y acicalarme; era un aldeano joven; abría la puerta de mi cuadra, barría ésta con esmero, me quitaba la manta y me pasaba la almohaza.

«…Yo le mordisqueaba los dedos y golpeaba alegremente el suelo con mis cascos para darle las gracias. Después me lavaba, y una vez hecha mi limpieza, me miraba con admiración. Cuando me había puesto heno y avena en el pesebre, se marchaba, y entonces venía el cochero principal a ver si todo estaba en orden.

«El cochero, Teófano, se parecía a su señor: ni el uno ni el otro tenían miedo a nada ni amaban a nadie en el mundo; y por eso precisamente los querían y los admiraban todos.

Teófano vestía en todas las grandes ocasiones una camisa encarnada, un casaquín de veludillo negro y pantalones de igual género y color. Me gustaba verlo los días de fiesta cuando, bien peinado y bien vestido, entraba en la caballeriza gritando con voz sonora:

«–¡Animal! ¿Qué haces? –y me daba una palmada en la ancas.

«Yo comprendía que aquello era una broma y una caricia a la vez, porque nunca me hizo daño; así que enderezaba las orejas y le sonreía.

«Teníamos también un caballo de pelo negro, que algunas veces enganchaban conmigo por las tardes. Se llamaba Polkane. Tenía el carácter muy agrio y era enemigo de bromas. Mi pesebre estaba cerca del suyo y reñíamos a menudo, pero Teófano no le temía. Un día, Polkane y yo nos desbocamos en la principal calle de Moscú, en la Kuznetskii most, y ni amo ni cochero se asustaron. Gritaban, riendo, a la gente para que se apartase: nos inclinaban a la derecha o a la izquierda para evitar accidentes y no aplastaron a nadie. A su servicio perdí mis más preciosas cualidades y la mitad de mi vida; pero no importa, no me quejo de ello; fui dichoso.

«A mediodía venían a peinarme el tupé y las crines, a limpiarme y engrasaron los cascos.

Luego me enganchaban.

«Nuestro trineo era muy pequeño, de paja trenzada, forrada de veludillo; todo el atalaje estaba revestido de placas de acero de suma elegancia. Tan pronto como yo estaba listo, Teófano, vistiendo hermoso caftán y con un cinturón rojo que le ceñía por debajo de los sobacos, venía a ver si todo estaba dispuesto. Satisfecho de su examen, montaba en su asiento, empuñaba la fusta con la que nunca me pegó, y exclamaba:

«–¡Soltad el caballo!

«Tomaba yo impulso, y rompía la marcha gracioso y arrogante.

«Todos se detenían para vernos pasar. La cocinera, cuando salía para tirar el agua sucia, se interrumpía para mirarnos. Los aldeanos se quedaban con la boca abierta. Nos deteníamos ante la escalinata. Y a veces transcurrían dos o tres horas antes de que bajase el señor.

Pasábamos todo aquel espacio de tiempo rodeados por la servidumbre, hablando alegremente y comunicándonos, todas las noticias que habíamos oído. Después, cansados de estar tanto tiempo parados, dábamos una pequeña vuelta y volvíamos a esperar la voluntad o el capricho de nuestro amo. Por fin se oía ruido en la antecámara y el criado Fiskone, vestido de negro, llegaba gritando: ‘Acercaos’. (En nuestro tiempo no existía aún la estúpida costumbre de decir ‘Adelante’, como si yo ignorase que no podía irse hacia atrás).

«Teófano se acercaba y nuestro señor llegaba con paso airoso, arrastrando la espada y con la cabeza erguida, aunque cubierta en parte por el cuello del chaquetón y por el chacó.

«Sin prestarnos atención se metía en el trineo y partíamos. Yo le dirigía siempre una mirada de reojo, sacudiendo la cabeza y encorvando graciosamente el cuello.

«El príncipe está de buen humor, me decía a mi mismo si observaba que había dirigido la palabra a Teófano sonriendo, y yo entonces procuraba hacer honor a mi amo.

«–¡Cuidado! –gritaba Teófano a la multitud que se agolpaba a nuestro paso.

«El mayor de mis placeres consistía en encontrar otro caballo que trotase bien, y adelantarle. Siempre que Teófano y yo veíamos a lo lejos un coche digno del nuestro, tomábamos impulso, y, aparentando no ocuparnos de él, lo íbamos alcanzando poco a poco, hasta que llegábamos, por fin, a su altura. Luego lo dejábamos atrás, satisfechos de nuestro éxito, sin dignarnos hacer ostentación de él, y continuábamos nuestro camino».

Rechinaron los goznes de la puerta, entró Néstor y el viejo caballo pío dejó de hablar.

IX Quinta noche


El cielo estaba encapotado desde la mañana.

Ni una gota de rocío había venido a refrescar la tierra. El aire era caliente. Por la noche, los caballos se agruparon como de costumbre en torno del viejo narrador, que continuó de esta manera:

«El período más feliz de mi vida no fue de larga duración. Al finalizar el segundo invierno experimenté la mayor alegría de mi vida, pero ¡ay!, aquella alegría fue seguida de una terrible desgracia.

«Era por carnaval. Ibamos a las carreras con el príncipe. Vi en ellas a mis antiguos camaradas Atlasnii y Bitchk. No comprendí bien lo que hacían allí. Nuestro señor se apeó y dio orden a Teófano de que se colocase en la pista.

«Recuerdo que me introdujeron en ella y me colocaron al lado de Atlasnii. En la primera vuelta lo dejé atrás y me acogieron con exclamaciones de triunfo. La multitud me siguió, y más de cinco personas le ofrecieron al príncipe cinco mil rublos por mí. El les contestó sonriendo y mostrándole sus dientes de singular blancura:

«–No es un caballo, es un amigo, y aunque me dieran por él montañas de oro, no lo cedería. Hasta la vista, señores.

«Y dicho esto, montó en el trineo y dio al cochero la dirección de la casa de su amada.

Partimos y aquél fue el último día feliz de mi existencia.

«Llegamos a la casa, y… la mujer se había marchado con otro, cinco horas antes. El príncipe lo supo por boca de la doncella.

«Saberlo y ordenar al cochero que siguiese a la fugitiva, todo fue uno. Sin darme tiempo para respirar, me lanzó a toda velocidad. Por primera vez en mi vida sentí en mi cuerpo la impresión del látigo y di un paso en falso. Traté de detenerme, pero mi amo gritó: ¡Rápido, rápido!, y continuamos a todo galope, hasta alcanzar a la fugitiva, a veinticinco verstas de distancia.

«Cuando llegué, no pude comer y pasé temblando toda la noche. A la mañana siguiente me llevaron al agua y desde aquel momento fui caballo perdido. Me atormentaron, que es lo que los hombres llaman cuidar. Se me fueron cayendo los cascos.

Se me hincharon y curvaron las patas y me quedé débil y apático.

«Me vendieron a otro chalán, que me daba zanahorias y otros ingredientes, con los que no me curaba, pero conseguía engordarme. No recuperé mis fuerzas, pero cualquiera que no fuese inteligente, se engañaba al verme. Tan pronto como llegaba algún comprador, el chalán cogía un látigo y me molía a golpe hasta que me encolerizaba y me ponía a hacer cabriolas.

Una señora anciana me compró y me sacó, por fin, de las garras del chalán.

«Esta se pasaba la vida en la iglesia de San Nicolás y lo zurraba a su cochero todos los días. El pobre se venía a llorar a mi cuadra. Entonces fue cuando supe que las lágrimas tienen un saborcillo amargo bastante agradable. Algún tiempo después, murió la vieja. Su intendente me llevó al campo y me vendió a un buhonero. Me dieron trigo para comer y mi salud empeoró. El buhonero me vendió a un aldeano, que me dedicó a labrar la tierra. Además de lo mal alimentado y mal cuidado que estaba, tuve la desgracia de herirme en la palma de un casco con un pedazo de hierro, con lo que pasé mucho tiempo cojo. El aldeano me dejó en manos de un tratante bohemio a cambio de otra caballería y en poder de éste sufrí un verdadero martirio. El bohemio me vendió a nuestro intendente y heme aquí entre vosotros».


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