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Narrativa Breve
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Автор книги: Leon Tolstoi



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Cuando nos trajeron hielo y serví el champaña a mi interlocutor, debió de sentirse molesto. Se volvió hacia los camareros y se movió, inquieto, en el banco. Brindamos por la salud de los artistas. El tirolés bebió media copia y creyó necesario sumirse en reflexiones y enarcar las cejas.

—Hace mucho que no he bebido un vino tan bueno, je ne vous dis que ça (no lo digo más).

En Italia el vino de Asti es bueno; pero éste es mejor. ¡Oh! ¡Qué bien se vive allí!

—En efecto; en Italia se aprecia la música y a los artistas –dije, deseando comentar el fracaso que había tenido aquella noche ante las puertas del Schweizerhof.

—Sí; pero allí no puedo proporcionar placer a nadie con la música. Los italianos son los mejores músicos del mundo. Claro que canto canciones tirolesas; y, sea como sea, constituyen una novedad para ellos.

—¿Son más generosos los señores en Italia? –continué, con la intención de hacerle participar de mi odio hacia los huéspedes del Schweizerhof—. Probablemente allí no puede suceder que en un gran hotel, en que se hospedan gentes ricas, cien personas escuchen a un artista y no le den nada…

Mis palabras no produjeron el efecto que yo esperaba. Ni siquiera se la había ocurrido al hombrecillo indignarse contra aquella gente; al contrario, vio en mi observación un reproche a su talento, que no había sido digno de recompensa, y procuró justificarse.

—No siempre se recoge mucho. A veces, está uno cansado y pierde la voz. Hoy he andado durante nueve horas y he cantado casi todo el día. Es difícil cantar en estas condiciones.

Además, los grandes señores, los aristócratas, no tienen ganas de oír canciones tirolesas.

—Sin embargo ¿cómo es posible no dar nada? –repetí.

No comprendió mi observación.

—No es eso –dijo—. Lo principal es que aquí on est trè serré par la Police (se está muy vigilado por la policía). Las leyes de la República no nos permiten cantar. No es como en Italia, donde uno puede ir por donde le plazca, sin que nadie le diga una palabra. Aquí dan permiso para cantar, si quieren, pero lo mismo pueden meterle a uno en la cárcel.

—¿Cómo? ¿Es posible?

—Sí. Si le llaman a uno la atención y vuelve a cantar, se expone a que lo encierren. Yo estuve tres meses en la cárcel –dijo sonriendo, como si se tratara de un recuerdo agradable.

—¡Oh! Esto es horrible. ¿Por qué?

—Así son las nuevas leyes de la República –continuó, animándose—. No quieren comprender que un hombre pobre como yo debe vivir de alguna manera. Si no fuera un inválido, trabajaría. ¿Qué mal hago cantando? ¡Vaya unas disposiciones! Los ricos pueden vivir como quieran; pero a un pauvre diable como yo no lo dejan en paz. ¿Son ésas las leyes de una República? La verdad es que, en tal caso, no queremos República, ¿no es verdad, caballeros? No queremos República; lo único que queremos …, lo único que queremos… – se turbó un poco—… son unas leyes naturales.

Volví a llenar su copa.

—¿No bebe? –le pregunté.

Tomó la copa en la mano e hizo una inclinación de cabeza.

—Ya sé lo que se propone –dijo, guiñando un ojo y amenazándome con un dedo—. Quiere emborracharme para ver lo que voy a hacer, pero no lo conseguirá.

—¿Con qué objeto iba a hacerlo? Sólo deseo que pase un rato agradable.

Sin duda lamentó haberme ofendido, interpretando mal mi intención. Se turbó, e incorporándose, me tomó por un codo.

—Ha sido una broma –exclamó, mirándome con expresión suplicante con sus ojos húmedos.

A continuación, dijo una frase muy embrollada y maliciosa, que debía de significar que yo era un buen hombre.

—Je ne vou dis que ça –concluyó.

Seguimos charlando y bebiendo; y los camareros continuaron mirándonos, sin disimular su ironía. A pesar del interés que tenía para mí nuestra conversación, no podría por menos de notarlo; y me irritaba cada vez más. Uno de ellos se levantó y, acercándose al hombrecillo, le miró la coronilla con una sonrisa, Yo tenía un acopio de ira contra los huéspedes del Schweizerhof, que aún no había podido descargar; y confieso que los camareros me excitaban.

En aquel momento entró el portero y, sin quitarse la gorra, se sentó a mi lado, acodándose en la mesa. Esto último hirió mi amor propio y mi orgullo, haciendo estallar la ira que había ido almacenando durante la noche. ¿Por qué el portero me saludaba inclinándose humildemente al verme solo y, en cambio, en aquel momento, porque estaba en compañía de un cantante callejero, se sentaba con insolencia junto a mí? Sentí que me embargaba la ira de la indignación, esa ira que aprecio y que incluso incito, porque obra en mí de una manera apaciguadora y me da, al menos, para cierto tiempo, una especie de elasticidad, energía y fuerzas para mis capacidades físicas y morales. Me levanté de un salto.

—¿De qué se ríe? –grité al camarero sintiendo que mi semblante palidecía y que mis labios temblaban a pesar mío.

—No me río –contestó el hombre, apartándose.

—Sí; se está riendo de este señor. Y usted, ¿qué derecho tiene de sentarse aquí cuando hay clientes? No se atreva a volver –vociferé dirigiéndome al portero.

Se puso en pie y se retiró hacia la puerta, refunfuñando.

—¿Qué derecho tiene a reírse de este señor y a permanecer sentado en la sala cuando él es un cliente y usted un criado? ¿Por qué no se ha reído de mí ni se ha sentado a mi lado durante la comida? ¿Por qué él va pobremente vestido y canta por la calle, mientras que yo llevo un traje elegante? ¿No es eso? El es pobre; pero mil veces mejor que usted. El no molesta a nadie y, en cambio, usted lo ofende.

—¡Pero si no he hecho nada! ¿Por qué me dice eso? –replicó, tímidamente el camarero—.

¿Acaso le impido que esté aquí?

El camarero no me entendía; mi discurso en alemán había sido inútil. El insolente portero quiso salir en defensa del camarero; pero lo increpé con tal dureza, que fingió no comprender tampoco, y se limitó a hacer un gesto con la mano. Fuese porque la criada había notado mi excitación y temía que se armara un escándalo, fuese porque participara de mi opinión, se puso de mi lado, y trató de arreglar las cosas. Suplicó al portero que se callara y quiso tranquilizarme. «Derr Herr Hat Recht.; Sie haben Rect.» (el señor tiene razón; tiene usted razón, repetía. El hombrecillo tenía un aspecto lastimoso. Muy asustado y sin comprender mi acaloramiento n i lo que quería, me rogó que nos fuéramos cuanto antes. Pero la ira provocaba en mí cada vez mayor necesidad de hablar. Recordé a la muchedumbre que se había reído del cantante, a los que le habían escuchado sin darle nada; y no quise calmarme por nada del mundo. Si el portero y los camareros se hubiesen mostrado menos conciliadores, sin duda me hubiera pegado con ellos o hubiera asestado un bastonazo en la cabeza a alguna señorita inglesa. Si en aquel momento me hubiera encontrado en Sebastopol, seguido que me habría arrojado con placer contra una trinchera enemiga para acuchillar a los ingleses.

—¿Por qué nos han pasado a esta sala y no aquella otra? ¿Eh? –pregunté al portero, cogiéndole del brazo, para que no se fuera—. ¿Qué derecho tiene de juzgar por el aspecto de este caballero que debe estar en esta sala y no en la otra? ¿Acaso no somos todos iguales en un hotel, desde el momento en que pagamos, sin hablar ya de una república, sino en el mundo entero? ¡Es repugnante esa república de ustedes! ¡Vaya una igualdad! No se hubiera usted atrevido a introducir en esta sala a los ingleses. A los ingleses, que han escuchado cantar a este señor gratuitamente; es decir, a cualquiera de ellos, que le han robado los céntimos que debía haberle dado. ¿Cómo ha osado pasarnos a esta sala?

—La otra está cerrada –replicó el portero.

—¡No es verdad! ¡No está cerrada! –vociferé.

—¡Bueno! Usted lo sabrá mejor que yo.

—¡Sé que me miente!

—¡Para qué hablar! –rezongó el portero, alejándose y encogiéndose de hombros.

—¡Nada de «para qué hablar»! ¡Lléveme inmediatamente a la otra sala!

A pesar de los consejos de la criada y de los ruegos del cantante de que nos fuéramos a acostar, exigí que llamaran al maître h’hôtel y me dirigí a la otra sala, acompañado del hombrecillo. Viéndome tan demudado, el maître h’hôtel no se molestó en discutir. Con una cortesía despectiva, dijo que podía ir donde quisiera. No me fue posible demostrar al portero que había mentido, porque desapareció antes que entrásemos en la sala.

Estaba iluminado y en una de las mesas cenaba una pareja de ingleses. Aunque nos indicaron una mesa algo retirada, me instalé, con el cantor desaliñado, en una que estaba muy cerca de los ingleses, y ordené que nos trajeran la botella que no habíamos terminado.

Al principio, la pareja se sorprendió y luego miró con odio al hombrecillo, que se sentó junto a mí, más muerto que vivo. Después de cambiar unas palabras a media voz con su acompañante, la dama rechazó el plato y, produciendo rumor con su vestido de seda, se puso en pie; ambos abandonaron la sala. A través de la puerta de cristal vi que el inglés, muy irritado, decía algo a un camarero, señalando en nuestra dirección. El camarero asomó la cabeza por la puerta. Me figuré que vendrían a echarnos y me alegré de que, al fin, podría derramar sobre ellos mi indignación. Pero, afortunadamente, aunque entonces no me pareciera así, nos dejaron en paz.

El hombrecillo, que antes se negara a beber, apuró con avidez lo que quedaba en la botella, con tal que nos fuéremos cuanto antes. Sin embargo, me agradeció con emoción, según creí, que lo hubiese obsequiado. Sus ojos tornáronse aún más húmedos y brillantes; y me dijo una frase de agradecimiento muy extraña y embrollada. Pero me gustó oírla. Venía a decir que los artistas serían felices si todo el mundo los respetase como yo, y que me deseaba toda clase de venturas.

Salimos al vestíbulo; allí estaban los camareros y mi enemigo, el portero, que, sin duda, se quejaba de mí. Todos me miraron como a un loco. Esperé a que el hombrecillo llegara hasta donde estaban; y, entonces, con todo el respeto que era capaz de expresar mi persona, me descubrí y le estreché la mano, uno de cuyos dedos estaba atrofiado. Los camareros simularon no verme. Sin embargo, uno de ellos se echó a reír con risa sardónica.

Cuando el cantante desapareció en la oscuridad, subí a mi habitación, deseando disipar, por medio del sueño, todas aquellas impresiones y aquella estúpida ira pueril que me había embargado de repente. Pero estaba demasiado excitado para poder conciliar el sueño y me fui de nuevo a la calle, con la intención de pasear hasta que me calmara. Confieso que lo hice también con la vaga esperanza de encontrar ocasión para pelearme con el portero, el camarero o el inglés y demostrarles toda su crueldad e injusticia. Pero sólo ví al portero, que, al reparar en mí, me volvió la espalda. Durante largo rato, paseé por el muelle de arriba abajo, completamente solo.

«Qué extraño es el destino de la poesía», pensé, una vez que me hube serenado un poco.

«Todos la aman y la buscan, es lo único que se desea en la vida; pero nadie reconoce su fuerza, nadie aprecia ese bien, el mejor del mundo, nadie estima ni siente gratitud por los que se lo dan a los hombres. Preguntad a cualquiera de los huéspedes del Schweizerhof cuál es el mejor bien del mundo, y todos, o el noventa y nueve por ciento, dirán, con expresión sardónica, que es el dinero. «Tal vez le desagrade esta opinión; tal vez no concuerde con sus elevadas ideas; pero ¿qué hacer si la vida humana está organizada de modo que el dinero es lo único que constituye la felicidad del hombre? No he podido impedir a mi inteligencia que vea el mundo tal y como es, o sea que vea la verdad», os contestarán. Tu espíritu es miserable, eres un ser despreciable que no sabe lo que necesita… “¿Por qué habéis abandonado vuestra patria, vuestras ocupaciones y negocios y os habéis reunido en esa pequeña ciudad de Suiza llamada Lucerna? ¿Por qué os habéis asomado a los balcones y habéis escuchado con respetuoso silencio las canciones del infeliz mendigo? Si hubiese cantado más, lo habríais seguido escuchando en silencio. ¿Acaso se os podría echar de vuestra patria y obligaros a reuniros en ese rinconcito de Lucerna, por dinero, así fuese por millones? ¿Se os podría obligar a permanecer inmóviles y callados en los balcones? ¡No! Tan sólo una cosa os obliga a proceder así y seguirá moviéndoos eternamente con mayor fuerza que los demás móviles; la necesidad de poesía que no reconocéis, pero que sentís y que sentiréis, mientras os quede algo de humano. La palabra «poesía» os parece ridícula, la pronunciáis en tono despectivo, admitís el amor a la poesía sólo en los niños y en las señoritas necias, y aún de ellos os reís; vosotros sólo necesitáis lo positivo. Pero los niños consideran la vida de un modo sensato; saben lo que se debe amar y lo que da la felicidad; a vosotros, en cambio, os ha pervertido la vida hasta el punto de que os burláis de lo único que amáis y buscáis solamente lo que aborrecéis y lo que hace vuestra desgracia. Estáis tan ofuscados, que no comprendéis vuestra obligación hacia vuestra obligación hacia el pobre tirolés, que os proporciona un placer puro; y, sin embargo, os figuráis que debéis humillaros ante un lord y sacrificar vuestra tranquilidad y vuestro bienestar sin oficio ni beneficio. ¡Qué absurdo! ¡Qué insensatez! Pero no es eso lo que más me llama la atención esta noche. Conozco perfectamente, estoy casi acostumbrado a que la gente ignore lo que le proporciona la felicidad y a que sea insensible respecto de los placeres poéticos, pues me encuentro a menudo con tales casos en la vida. Tampoco constituye nada nuevo para mí la grosera crueldad de la multitud; digan lo que digan los defensores del buen sentido del pueblo, éste no es sino la unión de seres humanos, desde luego; pero que se unen solamente por su lado animal y grosero; y lo único que expresan es la debilidad y crueldad de la naturaleza humana. Pero vosotros, hijos de una nación libre y humanitaria; vosotros, que sois cristianos; vosotros, que sois sencillamente hombres, ¿cómo habéis podido responder con frialdad y burla al placer puro que os ha proporcionado un pobre ser que pide? En vuestra patria hay asilos para pobres. No hay mendigos, no debe haberlos, ni debe existir el sentimiento de compasión sobre el que se basa la mendicidad. Pero el cantor ha trabajado, os ha proporcionado un placer, pidiéndoos que le dierais a cambio un poquito de lo que os sobra.

Vosotros le habéis examinado con una sonrisa fría, como si se tratara de una rareza, desde vuestras lujosas habitaciones. Erais más de cien personas ricas y felices; pero ninguna se ha dignado echarle un solo céntimo. Y cuando se alejó, avergonzado de vosotros, el pueblo insensato no os persiguió y ofendió a vosotros, sino a él, porque os habíais mostrado fríos, crueles e indignos; porque le habíais robado el placer que os ofreciera.

El 7 de julio de 1857, un pobre cantante callejero cantó y tocó la guitarra por espacio de media hora ante el hotel Schweizerhof, de Lucerna, en el que se hospedaba gente muy rica.

Lo escucharon más de cien personas. El músico pidió tres veces seguidas que le dieran algo.

Nadie le echó ni un solo céntimo y muchos se burlaron de él.

Esto no es una invención, sino un hecho real. Los que quieran pueden preguntar a los que viven permanentemente en el Schweizerhof o consultar los diarios, para saber quiénes eran los extranjeros que se alojaban en dicho hotel el 7 de julio.

He aquí un acontecimiento que los historiadores contemporáneos deben apuntar, con letras indelebles. Es más importante, más serio y tiene un sentido más profundo que los acontecimientos registrados en los periódicos y en las historias. El que los ingleses hayan matado otro millar de chinos, porque no compran nada por dinero, sino que pagan en especias; que los franceses hayan arrasado otro millar de cabilas, porque son buenas lascosechas de trigo en África; que la guerra continua sea muy útil para la formación de un ejército; que el embajador turco en Nápoles no pueda ser judío, y que Napoleón se pasee a pie en Plombières y afirme que reina sólo por la voluntad del pueblo… son palabras que ocultan o muestran lo que sabemos desde hace mucho. En cambio, creo que el hecho ocurrido en Lucerna, el 7 de julio, es nuevo y extraño y que no se refiere a las eternas malas cualidades de la naturaleza humana, sino a una determinada época del desarrollo de la sociedad. No es un hecho para la historia de los actos humanos, sino para la del progreso y la del la civilización.

¿Por qué este hecho inhumano, inconcebible en cualquier pueblo alemán, francés o italiano, ha podido ocurrir aquí, donde la libertad y la igualdad han llegado al máximo grado;

aquí, donde se reúnen las personas mejor educadas de las naciones más civilizadas? ¿Por qué esos hombres cultos y humanitarios que, por lo general, son capaces de realizar grandes obras, no tienen sentimientos humanos para una obra de caridad personal? ¿Por qué esos hombres, que tanto se preocupan de las Cámaras, mítines y sociedades del estado de los chinos solteros en la India, del desarrollo del cristianismo y de la cultura en África y de la formación de sociedades para mejorar la humanidad, no encuentran en su alma el amor prístino y sencillo hacia el prójimo? ¿Es posible que no exista ese sentimiento, que en su lugar sólo haya ambición, vanidad y avaricia, sentimientos que dirigen a esos hombres en las Cámaras, en los mítines y en las sociedades? ¿Es posible que la divulgación de una asociación razonada, egoísta, de los hombres, que llaman civilización, destruya y contradiga la necesidad instintiva de unirse por medio del amor? ¿Es posible que ésta sea la igualdad por la que se ha derramado tanta sangre inocente, por la que se han cometido tantos crímenes? ¿Es posible que los pueblos, lo mismo que los niños, puedan ser felices sólo con la palabra igualdad?

¿Igualdad ante la ley? Pero, ¿acaso la vida entera del ser humano se desarrolla en los dominios de la ley? Sólo una milésima parte de su vida está sometida a las leyes; el resto está fuera de ellas, está en los dominios de la costumbres y del concepto de la sociedad. Y en la sociedad, el criado está mejor vestido que el cantor y le ofende impunemente. A mi vez, yo visto mejor que el criado y lo ofendo impunemente. El portero me considera como a un superior; pero cree que el cantor está por debajo de él. Cuando me vio con el hombrecillo, se creyó igual a nosotros y se mostró grosero. Fui insolente con él y entonces reconoció que era inferior a mí. El camarero fue insolente con el cantor; y éste se juzgó inferior a él. ¿Es posible que sea libre un Estado en que se puede encarcelar, aunque sólo sea a un ciudadano, que no perjudica ni molesta a nadie, por el hecho de que se gana la vida como puede, para no morir de hambre?

¡Qué desdichado y lastimoso es el ser humano, con su necesidad de decisiones positivas, arrojado en medio de ese infinito océano, siempre en movimiento, del bien y del mal, de hechos, de argumentos y contradicciones! Los hombres luchan durante siglos enteros para separar el bien del mal. Pasan siglos; y ponga lo que ponga una inteligencia imparcial en los platillos de la balanza del bien y del mal, éstos no oscilan, puesto que hay tanto bien como mal en cada uno. ¡Si, al menos, el hombre aprendiera a no pensar ni juzgar de un modo absoluto y positivo, a no responder a las preguntas que se le dan tan sólo para que sigan siendo siempre preguntas! ¡Si, al menos, el hombre aprendiera a no pensar ni juzgar de un modo absoluto y positivo, a no responder a las preguntas que se le dan tan sólo para que sigan siendo siempre preguntas! ¡Si al menos comprendiera que toda idea es, a la vez, falsa y verdadera! Es falsa, por su unilateralidad, por la imposibilidad, para el hombre, de abarcar toda la verdad; y es verdadera por la manifestación de una parte de las aspiraciones humanas.

Se han hecho divisiones en este infinito caos, en perpetuo movimiento, del bien y del mal; se han trazado líneas imaginarias sobre este mar; y se cree que será así como ha de dividirse.

¡Como si no existiera una infinidad de otras subdivisiones, hechas desde otro punto de vista, en otra dimensión! Cierto es que las nuevas subdivisiones son obra de siglos; pero ya han pasado y pasarán millones de siglos. La civilización es el bien; la barbarie, el mal; la libertad, el bien; la esclavitud, el mal. Ese conocimiento imaginario destruye la necesidad instintiva, la mejor, la primordial del bien en la naturaleza humana. ¿Quién puede definir la libertad, el despotismo, la civilización y la barbarie? ¿Dónde están los límites de lo uno y de lo otro?

¿Qué alma posee una medida del bien y del mal, tan inquebrantable como para poder medir los hechos complejos que están sucediendo? ¿Quién tiene una inteligencia tan poderosa que pueda abarcar, aunque sea en el inmóvil pasado, todos los acontecimientos y sopesarlos?

¿Quién ha visto un Estado en el que no coexistan el bien y el mal? ¿Cómo puedo saber que veo más bien que mal, por ejemplo, por no hallarme en el punto de mira verdadero? ¿Quién es capaz de desligarse por completo de la vida, por medio de la inteligencia, aunque no sea más que un momento, para contemplarla desde arriba, independientemente?

Existe en nosotros un solo guía infalible: el Espíritu universal, que penetra en todos conjuntamente y en cada uno por separado, insuflando en cada individuo la aspiración de lo que debe ser; es el mismo espíritu que ordena al árbol que crezca hacia el sol, a la flor que arroje las simientes en otoño, y a nosotros, que nos unamos los unos a los otros.

Esta única voz, bendita e infalible, es la que ahoga el bullicioso y apresurado desarrollo de la civilización. ¿Quién es más humano y quién es más bárbaro? ¿Aquel lord que, al ver el traje raído del cantor, abandona iracundo la mesa, que no le da por su esfuerzo ni la millonésima parte de su fortuna, y que ahora, satisfecho por haber comido bien, sentado en una clara y hermosa habitación, juzga con tranquilidad los asuntos de China, considerando justas las muertes que allí se ocasionan; o el pobre cantor que, exponiéndose a ser encarcelado y con un solo franco en el bolsillo, recorre valles y montañas, desde hace veinte años, sin hacer daño a nadie, y recreando a la gente con sus canciones; ese cantor al que han ofendido y han estado a punto de expulsar, y que hambriento y avergonzado, ha ido a pasar la noche sobre un montón de paja?

De pronto, en medio del silencio nocturno, oí los sones de la guitarra y la voz del cantor, que llegaban desde lejos, desde la ciudad.

«No –me dije, involuntariamente—; no tienes derecho a compadecerlo ni de indignarte contra el bienestar del lord. ¿Quién ha sopesado la felicidad que se oculta en el alma de cada uno de estos hombres? Ahí está el pobre cantor, sentado en algún umbral sucio, contemplando el cielo y la luna, cantando alegremente, en esta noche fragante y serena, sin que su alma esté turbada por reproches, odios ni remordimientos. ¿quién sabe lo que sucede en el alma de los hombres que se encuentran entre estas altas y lujosas paredes? ¿Quién sabe si tienen esa alegría inconsciente y dulce de la vida, esa afinidad con el universo, que posee el alma del hombrecillo? Es infinita la bondad y la sabiduría de Aquel que ha dispuesto que existan todas estas contradicciones. Sólo a ti, gusano insignificante, que tratas de penetrar, ilegalmente y con osadía, sus leyes y sus intenciones, sólo a ti te parecen contradicciones. Desde su luminosa e inconmensurable altura, El mira dulcemente, alegrándose de la armonía en que os movéis todos, eterna y contradictoriamente. Tú, con tu orgullo, pensabas escapar a las leyes generales, Pero no; tú también, con tu mezquina indignación contra los camareros, tú también has respondido a las exigencias de la armonía de lo eterno y de lo infinito…»

18 de julio de 1857.

Tres muertes


Era en otoño. Por la gran carretera rodaban a trote largo dos carruajes. En el primero viajaban dos mujeres. Una era el ama: pálida, enferma. La otra, su criada: gorda y de sanos colores. Con la mano rolliza enfundada en un guante agujereado trataba de arreglar los cabellos cortos y lacios que salían debajo de su sombrero desteñido; su pecho erguido, envuelto en una manteleta, respiraba salud; sus vivaces ojos negros contemplaban unas veces, a través de los vidrios, los campos en fuga, y otras miraban a la dama tímidamente o se volvían con inquietud hacia el fondo del coche. El sombrero de la dama se balanceaba, colgado de un costado del coche, frente a la sirvienta, que llevaba un perrito faldero en su regazo. Los pies de ésta descansaban sobre varios estuches esparcidos en el fondo del vehículo, y chocaban a cada sacudida, al compás con el ruido de los muelles y la trepidación de los vidrios.

La clama se mecía débilmente reclinada entre los cojines, con los ojos cerrados y las manos puestas en las rodillas. Fruncía las cejas y de cuando en cuando tosía. Estaba tocada con una cofia de viaje, y en el cuello blanco y delicado llevaba enredado un pañolón azul. Una raya perfectamente recta dividía debajo de la corta sus cabellos rubios extremadamente lisos y ungidos de pomada: había no sé qué sequedad extraña en la blancura de esa raya.

La tez ajada y amarillenta había aprisionado en su flojedad las delicadas facciones: sólo las mejillas y los pómulos mostraban suaves toques de carmín.

Tenía los labios resecos e inquietos; las pestañas ralas y tiesas. Y sobre el pecho hundido caía en pliegues rectos la bata de viaje. Su rostro revelaba, a pesar de tener los ojos cerrados, cansancio, exasperación y prolongado sufrimiento.

El lacayo, apoyándose en el respaldo, cabeceaba en el pescante. A su lado, el cochero gritaba y fustigaba a los caballos, y volvía de cuando en cuando la cara hacia el otro coche.

Paralelamente se extendían anchos y veloces, sobre el lodo calizo, los surcos de las ruedas. El ciclo estaba gris y frío. La neblina, húmeda y penetrante, arropaba campos y camino.

En el carruaje de la dama se respiraba un ambiente asfixiante, cargado de olor a agua de colonia y polvo de camino. La enferma, sobresaltada, echó de pronto la cabeza hacía atrás, y abrió pausadamente sus dos grandes ojos negros, singularmente iluminados por la fiebre.

—¿Todavía no? – exclamó nerviosamente, y apartó con su mano delgada y preciosa el borde la manta de la sirvienta, que, por descuido, al caer había rozado su pie. Matriocha recogió enseguida con ambas manos la manta; se levantó un poco sobre sus recios pies y fue a sentarse más lejos, sonrojada.

Los bellísimos ojos negros de la enferma seguían con ansia los movimientos de la criada.

De pronto, se agarró del asiento con ambas manos e intentó incorporarse; pero sus fuerzas la traicionaban. Su boca se contrajo y se le desfiguró la cara con la expresión de una impotente ironía.

—Sí tú me ayudaras… pero no, gracias, no he menester de tu ayuda, yo sola puedo hacerlo!

Únicamente te suplico que no pongas detrás de mí ninguno de esos bultos… más vale que no los muevas si no sabes hacer nada.

Cerró los ojos por unos instantes, luego volvió a mover pesadamente los párpados y miró, furibunda, a la criada. Matriocha, muy confundida, se mordió los encendidos labios. La enferma exhaló un suspiro, un suspiro que terminó en un acceso de tos; se revolvía toda y luego permaneció largo rato oprimiéndose el pecho con las manos. Pasado el acceso, cerró nuevamente los ojos y continuó sentada, inmóvil.

Los dos carruajes, uno tras otro, entraron en una aldea. Matriocha sacó su mano rechoncha por debajo de la manteleta y se santiguó.

—¿Qué pasa? – inquirió la señora.

—¡Una posta, niña!

—Pero, ¿por qué te persignas?

—¡Una iglesia, niña!

La paciente se asomó por la portezuela, y comenzó a persignarse en silencio al ver la iglesia que en esos momentos rodeaba el coche.

Ambos carruajes se detuvieron de repente en la posta. Del primero descendió el marido de la dama enferma en compañía del médico, juntos se acercaron al coche en que venía la señora.

—Y, ¿cómo se siente usted? – preguntó el médico tomándole el pulso.

—¿Cómo estás, amiga mía; no te has cansado mucho? – inquirió el marido en francés, agregando: – ¿Quieres apearte?

Entretanto Matriocha, que temía interrumpir la conversación de los amos con su torpeza, se arrinconó tras de recoger todas las cajas y estuches de mano.

—Lo mismo de siempre… No me apearé –contestó desganadamente la dama.

El marido permaneció largo rato junto a la puertezuela, y se apartó luego rumbo a la venta.

Matriocha saltó entonces del coche, y corrió en las puntas de los pies, sobre el lodo, hacia el zaguán.

—Pero mis males no son una razón para que ustedes se queden sin comer —dijo al doctor, que permanecía: aún cerca de ella, dejando asomar a sus labios una débil sonrisa. «Nadie se interesa por mí», pensó mientras el doctor se alejaba, y subía por la escalera que conducía a la fonda. «En sintiéndose bien ellos, todo lo demás les importa muy poco…» – Bien, Eduardo Ivanovich —dijo el marido frotándose las manos, contento de encontrar al doctor—: He mandado que nos traigan algo que comer. ¿Qué le parece a usted?

—Sea —respondió el médico.

—Bueno, y ¿cómo sigue la enferma? – preguntó el marido suspirando.

—Ya lo había dicho —replicó el médico– que no llegaría ni siquiera a Moscú, mucho menos a Italia, sobre todo con este tiempo.

—¡Qué haremos, Dios mío! – exclamó el marido llevándose la mano a la frente—. Ponlas por aquí —indicó en esto al camarero que entraba con las viandas.

—Más hubiera valido quedarnos —repuso el médico, encogiéndose los hombros.

—Pero, ¿qué podía yo hacer? – contestó el marido—.

Hice cuanto era posible por impedir el viaje; alegué que tenía pocos recursos, que no podíamos abandonar a los niños, ni mis negocios. Mi mujer no quiso oírme. Al contrario, seguía forjándose planes de nuestra vida en el extranjero, como su estuviera buena y sana.

Decirle, por otra parte, el estado en que se hallaba, seria matarla.

—Y a fe que está perdida. Vassily Dmitriovich: es menester que usted lo sepa. No hay ser que pueda vivir sin pulmones; y tampoco son éstos cosa que retoñe. Es triste, dolorisísimo, pero, ¿qué remedio?


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