Текст книги "Narrativa Breve"
Автор книги: Leon Tolstoi
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– Escúcheme, esto es inhumano. Puedo morirme.
«Sí, iré, como aquel padre que puso una mano sobre la mujer del pecado y la otra sobre una parrilla al rojo vivo. Pero no tengo parrilla.» Miró a su alrededor. Vio el candil. Puso el dedo en la llama y frunció el ceño, dispuesto a resistir. Por unos momentos le pareció que no sentía ningún dolor, pero de repente, sin tener aún conciencia de si lo que sentía era dolor y cuál era su intensidad, hizo una mueca y retiró la mano sacudiéndola «No, no lo resisto.»
– ¡Por Dios! ¡Oh, socórrame! ¡Me muero, oh!
«¿Debo, pues, condenarme? No puede ser.»
– Ahora la atenderé – dijo, y abrió la puerta de su cuartucho, pasó por delante de ella sin mirarla, entró en el pequeño zaguán donde cortaba la leña y buscó a tientas el tajo sobre el que hacía las astillas y el hacha que tenía apoyada al muro.
– Ahora mismo – repitió, y agarrando el hacha con la mano derecha puso un dedo de la izquierda sobre el tajo, levantó la herramienta y de un golpe se lo cortó, más abajo de la segunda articulación. El trozo de dedo cortado saltó más fácilmente que las astillas del mismo grosor, rodó por el tajo y cayó al suelo produciendo un sordo ruido.
Sergio oyó este ruido antes de percibir el dolor. Pero no había tenido tiempo aún de sorprenderse de que no le doliera, cuando sintió como una mordedura intensísima y notó que por el dedo cercenado le salía la tibia sangre. Envolvió rápidamente el dedo herido con el borde de su hábito y, apretándolo a la cadera, volvió sobre sus pasos. Se detuvo ante la mujer, y bajando la vista preguntó quedamente:
– ¿Qué quiere usted?
Al ver aquel pálido rostro, con un leve temblor en la mejilla izquierda, la mujer se sintió de pronto avergonzada. Saltó del camastro, agarró el abrigo y se lo echó encima, envolviéndose en él.
– Me sentía mal… me he resfriado… yo… Padre Sergio… yo…
Sergio levantó los ojos, que le brillaban con dulce y alborozado resplandor, y dijo:
– Dulce hermana, ¿por qué has querido perder tu alma inmortal? Las tentaciones son propias del mundo, pero ¡ay de aquel que las provoca!… Reza para que Dios te perdone.
Ella le escuchó y se le quedó mirando. De pronto notó el ruido de un líquido que caía gota a gota. Se fijó y vio que la sangre fluía de la mano de Sergio y bajaba por un costado de sus hábitos.
– ¿Qué se ha hecho en la mano?
Recordó el ruido que acababa de oír, tomó el candil y penetró en el zaguán. En el suelo vio el dedo ensangrentado. Más pálida todavía que él, volvió a la reducida estancia y quiso decirle algo; pero el padre Sergio entró silenciosamente en el cuartucho del fondo y cerró la puerta.
– Perdóneme – dijo la mujer —. ¿Cómo podré alcanzar el perdón de mi pecado?
– Vete.
—Déjeme que le vende la herida.
– Vete de aquí.
Se vistió apresuradamente, sin decir palabra. Arrebujada en su abrigo, se sentó esperando la llegada de sus amigos. A lo lejos se oyeron unos cascabeles.
– Padre Sergio, perdóneme.
– Vete. Te perdonará Dios.
– Padre Sergio, cambiaré de vida. No me abandone.
– Vete.
– Perdóneme y concédame su bendición.
– En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo – se le oyó al otro lado del tabique —. Vete.
La mujer prorrumpió en sollozos y salió de la celda. El abogado iba a su encuentro y le dijo:
– He perdido la apuesta, ya lo veo, paciencia. ¿Dónde quiere usted sentarse?
– Me da lo mismo.
Subió al trineo y en todo el camino de regreso no dijo ni una palabra.
* * * Un año más tarde ingresó en un convento. Donde lleva una vida muy austera bajo la dirección del ermitaño Arsenio, quien de vez en cuando le escribe una carta.
VI
El padre Sergio vivió siete años más en su ermita. Al principio aceptaba muchas de las cosas que le llevaban: té, azúcar, pan blanco, leche, ropas, leña. Pero a medida que transcurría el tiempo imponía más rigor a sus costumbres, y fue renunciando a todo lo superfluo. Llegó, por fin, a no aceptar más que pan negro una vez a la semana. Todo cuanto le llevaban lo distribuía entre los pobres que acudían a verle.
Se pasaba el tiempo rezando en la celda o conversando con quienes lo visitaban, cuyo número era cada día mayor. Únicamente salía de su celda para ir a la iglesia, unas tres veces al año, y para ir a buscar leña o agua, cuando lo necesitaba.
A los cinco años de vivir así tuvo lugar al suceso que pronto llegó a conocimiento de todo el mundo: la visita nocturna de Makovkina y el cambio radical que inmediatamente después sufrió la mujer y su ingreso en el convento. Desde entonces la fama del padre Sergio fue en aumento. Cada día era mayor el número de personas que lo visitaban. Pronto se instalaron junto a su celda otros monjes, construyeron una iglesia y una hostería. La fama del padre Sergio, agrandando como siempre en estos casos la importancia de los actos realizados, se fue extendiendo hasta lugares cada vez más lejanos. Empezaron a acudir a su retiro gentes de remotas comarcas, comenzaron a llevarle enfermos pidiéndole que los curara.
La primera curación se produjo en el octavo año de su vida retirada. Se trataba de un muchacho de catorce años. Su madre lo llevó ante el padre Sergio, a quien rogó pusiera sus manos sobre el niño. Al padre Sergio ni en sueños se le había ocurrido pensar que podía curar a los enfermos. Habría considerado semejante idea gran pecado de orgullo. Pero la madre de aquel niño le rogaba insistentemente, se arrastraba a sus pies preguntándole por qué no querían ayudar a su hijo habiendo curado a otros, le suplicaba fervorosamente por amor de Nuestro Señor Jesucristo. Cuando el padre Sergio decía que sólo Dios puede curar, la madre le replicaba que únicamente le pedía una cosa: que pusiera la mano sobre su hijo y rezara. El padre Sergio se negó y se retiró a su celda. Pero a la mañana siguiente (estaban en otoño y las noches eran ya frías), al ir a buscar agua, vio otra vez a aquella madre y a su hijo, el muchacho de catorce años, pálido, desmedrado, y oyó la misma súplica. El padre Sergio recordó la parábola del juez mentiroso, y aunque hasta entonces había estado plenamente convencido de que no debía acceder a lo que le rogaban, comenzó a tener sus dudas, por lo cual se puso a orar y rezó hasta que en su alma hubo nacido una resolución. Y fue ésta que él debía dar cumplimiento al deseo de la madre, pues era posible que la fe que tenía salvara a su hijo. En cuanto a sí mismo, se dijo que en este caso él no sería más que un mero e insignificante instrumento elegido por Dios.
Se acercó entonces a la madre, puso la mano sobre la cabeza del muchacho y empezó a rezar.
Madre e hijo se fueron; un mes más tarde éste se había curado. La fama de la santa fuerza curativa del venerable Sergio, como entonces empezaron a llamarle, corrió como reguero de pólvora por aquellos contornos, y no hubo semana, a partir de este acontecimiento, que no acudiesen enfermos a visitarle, a pie o a caballo. Como había accedido al ruego de unos, no podía negarse a satisfacer a los otros. Ponía la mano y oraba. Muchos se curaban y con ello la fama del padre Sergio no hizo más que acrecentarse.
Así transcurrieron nueve años de vida monacal y trece de vida en soledad. El aspecto del padre Sergio no podía ser más venerable: tenía la barba luenga y blanca, pero los cabellos, aunque ralos, se le conservaban negros y rizados.
VII
Desde hacía varias semanas una cuestión preocupaba seriamente al padre Sergio. ¿Obraba bien al aceptar la vida que llevaba, a la que había llegado no tanto por sí mismo como por los requerimientos del archimandrita y del abad? Comenzó después de la curación del niño de catorce años. Desde entonces, de mes en mes, de semana en semana, de día en día, notó el padre Sergio que se destruía su vida interior y que el lugar de ésta lo iba ocupando la vida exterior. Era como si le hubieran dado la vuelta sacando afuera lo de adentro.
El padre Sergio vio que se había transformado en un medio para atraer visitantes y personas que hacían donativos al monasterio. Por ello, las autoridades monacales le rodeaban de las condiciones adecuadas a fin de que pudiera ser lo más útil posible. No le dejaban hacer ningún trabajo físico. Le surtían de cuanto pudiera necesitar y únicamente le exigían que no negara la bendición a quienes acudían a solicitársela. Para que ello le resultara más cómodo, fijaron días de visita. Dispusieron convenientemente un lugar de recepción para los hombres y otro aislado por una barandilla a fin de que no lo derribaran las entusiastas peregrinas que se le acercaban en alud. Desde allí podía bendecir a los reunidos. Le decían que la gente lo necesitaba, que no podía negarse a que lo vieran quienes deseaban verlo si quería ser fiel a la ley del amor divino, y que apartarse de esas gentes sería una crueldad. Cuando oía tales razones las aprobaba, pero a medida que se rendía a esa vida se daba cuenta de que los valores externos iban desplazando a los internos, que se secaba en él el hontanar del agua viva y que sus obras se dirigían cada día más hacia los hombres y cada día menos hacia Dios.
Cuando pronunciaba un sermón ante la gente e incluso cuando se limitaba a bendecirla, cuando rezaba impetrando la curación de los enfermos, cuando daba un consejo o alumbraba el camino de una vida, cuando escuchaba las palabras de gratitud de las personas a quienes había curado, según decían, o había ayudado con sus palabras, no podía evitar el sentirse contento. Tampoco podía despreocuparse de las consecuencias de sus actos ni de la influencia que sobre la gente tenían. Pensaba que era una llama ardiente, y cuanto más lo creía tanto más débil y apagada sentía la divina luz de la verdad que en él brillaba. «¿Qué parte va a Dios de lo que yo hago y cuál a los hombres?» Esta cuestión le atormentaba constantemente, y nunca pudo darle una respuesta, o, mejor dicho, nunca se atrevió a dársela. En lo más recóndito de su alma se decía que el diablo había trocado su actividad para con Dios en actividad para los hombres. Lo sentía de este modo, porque así como antes le resultaba muy doloroso que lo arrancaran de su soledad, ahora ésta le resultaba penosa. Se sentía atraído por los visitantes, que le fatigaban; pero en el fondo del alma su presencia le alegraba, le satisfacían las alabanzas de que le hacían objeto.
Hubo un tiempo en que incluso decidió huir, esconderse. Llegó a pensar en todos los detalles del plan. Se hizo con una camisa y unos pantalones de mujik, un caftán y un gorro, diciendo que necesitaba estas para dárselas a los mendigos. Pero se las guardaba y veía en su pensamiento de qué modo iba a vestirse; se cortaría el pelo y marcharía. Primero tomaría el tren, y cuando hubiese recorrido unas trescientas verstas bajaría y pediría limosna por las aldeas. Preguntó a un viejo soldado qué hacía, si le daban limosna y albergue. El soldado se lo explicó todo y el padre Sergio pensó que podría hacer lo mismo. Una noche llegó a vestirse, dispuesto a huir, pero no sabía qué era lo justo: quedarse o abandonar la ermita. Al principio vacilaba, luego la indecisión fue desapareciendo, se habituó a su nuevo estado y se sometió al diablo. Únicamente las ropas de mujik le recordaban sus ideas y sentimientos.
Cada día acudía más gente y cada vez era menor el tiempo de que disponía para su confortamiento espiritual y para los rezos. A veces, en momentos luminosos, pensaba que se había convertido en una especie de paraje en el que antes hubiera habido una fuente. «Había una fuentecita de agua viva que manaba de mí, a través de mí. Entonces vivía la verdadera vida. Pero cuando «ella» (recordaba siempre con entusiasmo aquella noche y a ella, a la que llamaban ahora madre Agna) quiso seducirle, ella sorbió un poco de aquella agua pura. Desde entonces, empero, el agua no tiene tiempo de acumularse. Antes llegan los sedimentos, apretujándose. Lo han pisoteado todo. No queda más que barro.» Así razonaba en algunos raros momentos de clarividencia; pero su estado habitual era de cansancio y enternecimiento ante sí mismo por dicho cansancio.
* * * Había llegado la primavera. En la víspera de Pentecostés el padre Sergio celebraba el oficio divino en su cueva, llena de gente. Cabrían unas veinte personas. Todas eran gente rica, señores y comerciantes. El padre Sergio abría las puertas a todo el mundo, pero el monje que velaba por él y otro de turno que diariamente enviaban a su retiro desde el monasterio, hacían la selección. La muchedumbre, unos ochenta peregrinos, entre los que predominaban las mujeres, se agolpaban en el exterior esperando la salida del ermitaño y su bendición. El padre Sergio decía la misa, y cuando iba a bendecir… la tumba de su antecesor, se tambaleó, y habría caído de no haberlo sostenido un mercader que estaba a su espalda y el monje que hacía las veces de diácono.
– ¿Qué le pasa? ¡Padrecito, padre Sergio! ¡Pobrecito! ¡Señor Todopoderoso! – prorrumpieron las mujeres —. Ha quedado pálido como la pared.
Pero el padre Sergio se recobró en seguida, y aunque se sentía muy débil, se desprendió de los brazos del mercader y del diácono y siguió cantando la misa. El padre Serapión, el diácono, los acólitos y la señora Sofía Ivánovna, que vivía siempre junto a la ermita y cuidaba del padre Sergio, empezaron a suplicarle que interrumpiera la ceremonia.
– No es nada, no es nada – musitó el padre Sergio, sonriendo casi imperceptiblemente por debajo de sus poblados bigotes —, no interrumpáis el oficio.
«Así obran los santos», pensó.
– ¡Es un santo! ¡Un ángel de Dios! – oyó que exclamaba a su espalda Sofía Ivánovna y también el mercader, que le había sostenido.
No hizo caso de los ruegos que le dirigían y prosiguió celebrando el oficio divino.
Apretujándose una vez más, se dirigieron a la pequeña iglesia inmediata y allí el padre Sergio acabó de celebrar las vísperas, si bien abreviándolas algo.
Inmediatamente después del oficio, bendijo a los presentes y salió para sentarse en un banco que había bajo un olmo, a la entrada de la cueva. Quería descansar, respirar el aire fresco, pues lo necesitaba; pero tan pronto hubo salido, la gente se le echó encima pidiendo la bendición, consejo y ayuda. Había en aquella muchedumbre peregrinos que se pasan la vida recorriendo los lugares santos, yendo de un padre a otro padre y conmoviéndose ante cualquier objeto sagrado y ante todo padre venerable. Sergio conocía bien a este tipo tan corriente de peregrinos, el menos religioso, el más frío y el más convencional. Había asimismo peregrinos, ancianos misérrimos, muchos de ellos borrachines, que vagabundeaban de un monasterio a otro sin más objetivo que el de subsistir. No faltaban tampoco campesinos, hombres y mujeres, que acudían movidos por pretensiones egoístas de curación o en busca de consejo para resolver sus dudas acerca de cuestiones eminentemente prácticas, como el casamiento de una hija, el alquiler de una tienda, la compra de unas tierras; o que solicitaban la absolución de graves pecados, como el haber aplastado a un pequeñuelo mientras dormían o por haber tenido un hijo fuera del matrimonio. Todo esto le era conocido desde hacía mucho tiempo y no encerraba para él ningún interés. Le constaba que estas personas nada nuevo le dirían y esos rostros no despertarían en él ningún sentimiento religioso; pero no dejaba de satisfacerle ver a esa muchedumbre que tenía necesidad de él, de su bendición y de su palabra, tan estimada. Por todas estas razones aquella gente lo abrumaba y, al mismo tiempo, le resultaba agradable. El padre Serapión los quiso arrojar de allí diciendo que el padre Sergio estaba cansado, pero éste recordó las palabras del Evangelio: «Dejad que (los niños) vengan a mí», y conmovido consigo mismo por dicho recuerdo, dijo que no hiciera marchar a nadie.
Se levantó, se acercó a la barandilla junto a la cual se agrupaba el tropel de gente y comenzó a bendecirla y a responder a las preguntas que le hacían. El sonido de una voz era tan débil, que él mismo se sorprendió. Sin embargo, pese a su buena voluntad, no pudo atender a todo el mundo. De nuevo se le enturbió la vista, vaciló y se agarró a la barandilla.
Otra vez notó que le afluía la sangre a la cabeza. Primero se quedó pálido y luego, de pronto, se puso rojo.
– Realmente habrá que esperar hasta mañana, hoy no puedo – dijo, y después de bendecirlos a todos a la vez dirigió sus pasos hacia el banco.
El mercader volvió a agarrarlo por el brazo y le ayudó a caminar y a sentarse.
– ¡Padre! – clamaba la muchedumbre —. ¡Padre! ¡Padrecito! ¡No nos abandones!
¡Estamos perdidos sin ti!
Una vez hubo ayudado al padre Sergio a sentarse en el banco bajo el olmo, el mercader se arrogó funciones de policía y se puso a dispersar enérgicamente a la muchedumbre. Verdad es que hablaba en voz baja, de manera que el padre Sergio no pudiera oírle, pero lo hacía en tono que no admitía réplica:
– Fuera, fuera. Os ha bendecido, ¿qué más queréis? ¡Hala, hala! Si no, os doy un trastazo. ¡Venga! ¡Eh, tú, vieja andrajosa! ¡Venga, en marcha! ¿Adónde te metes? Lo dicho:
se acabó. Mañana Dios dirá, hoy no puede más, está desfallecido.
– ¡Padrecito, déjeme que le vea la carita, sólo un instante! – decía la anciana.
– Te voy a dar yo buena carita, ¿dónde te metes?
El padre Sergio notó que el mercader obraba con mucho rigor y dijo con un hilito de voz al hermano lego que no echaran a nadie. Sabía que de todos modos no le harían caso y tenía enormes deseos de permanecer solo, y de descansar, pero envió al hermano lego a transmitir sus palabras a fin de impresionar más a la gente.
– Está muy bien, está bien. No los echo, procuro convencerlos – respondió el mercader —; serían capaces de acabar con él. No tienen compasión, sólo piensan en sí mismos. Lo dicho: no es posible. Vete. Mañana.
Y el mercader los arrojó a todos.
Aquel hombre puso tanto celo en su obra porque era amigo del orden y también de meterse con la gente y de imponerse a los demás, pero ante todo porque necesitaba al padre Sergio. Era viudo, y tenía una hija única, enferma, soltera, y acudió con ella a impetrar su curación al padre Sergio salvando una distancia de mil cuatrocientas verstas. Hacía dos años que su hija estaba enferma, y él había hecho cuanto había podido para curarla. Primero la tuvo en una clínica en la ciudad universitaria de la provincia, sin resultado alguno. La llevó luego a un mujik de Samara, que la alivió algo. Después hizo que le visitase un famoso doctor de Moscú, que le cobró mucho dinero. Pero todo fue inútil. Le dijeron que el padre Sergio curaba y a él acudía ahora. Cuando hubo echado a la gente, el mercader se le acercó e hincándose de rodillas le dijo en alta voz sin preámbulo alguno:
– Padre santo, bendice a mi hija enferma, cúrala de su doloroso mal. Me atrevo a humillarme a tus santos pies.
Juntó las manos suplicantes; hablaba y obraba como si verificara un acto neta y firmemente determinado por unas normas y por la costumbre, como si la curación de la hija tuviera que pedirse de aquella manera concreta y no de cualquier otro modo. Obró con tal seguridad en sí mismo, que incluso al padre Sergio le pareció que era precisamente así como debían hacerse y pedirse aquellas cosas. Sin embargo, le mandó levantarse y explicar de qué se trataba. El mercader le contó que su hija, una doncella de veintidós años, hacía dos que estaba enferma, desde la repentina muerte de su madre. Entonces se asustó y se puso mala.
Añadió que la había traído desde mil cuatrocientas verstas de distancia y que ahora esperaba en la hostería hasta que el padre Sergio le permitiera presentarse. «Durante el día está en su cuarto, tiene miedo a la luz, y únicamente puede salir cuando el sol se ha puesto.»
– ¿Y qué, está muy débil? – inquirió el padre Sergio.
– No, débil no está, y es robusta, pero nerasténica [15], según dijo el doctor. Si el padre Sergio me permite que la traiga, lo haré volando. ¡Padre santo, devuelva la vida a mi corazón, devuélvame mi hija, salve con sus preces a mi hija enferma!
El mercader volvió a hincarse de rodillas con aparatoso movimiento y permaneció inmóvil, inclinando la cabeza sobre sus brazos cruzados. El padre Sergio le mandó levantarse por segunda vez y, después de reflexionar en la penosa que era su labor y en la conformidad de ánimo con que a pesar de todo la realizaba, suspiró profundamente, guardó unos instantes de silencio y dijo:
– Está bien, tráigala por la noche. Rezaré por ella; pero ahora me siento cansado. – Y cerró los ojos —. Mandaré recado.
El mercader se retiró, andando de puntillas sobre la arena, con lo cual sólo logró que las botas rechinaran con más fuerza. El padre Sergio se quedó solo.
Su vida estaba consagrada a los oficios divinos y a los visitantes, pero aquel día había sido particularmente fatigoso. Por la mañana sostuvo una larga conversación con un alto dignatario que había acudido a verle. Luego recibió a una señora acompañada de su hijo, un joven profesor ateo, al que su madre trajo porque ella era muy creyente y gran admiradora del padre Sergio, al que rogó hablara con su hijo. La conversación fue muy pesada. Por lo visto el joven profesor no quería entrar en discusión con el monje y le daba la razón en todo, como si estuviera hablando con una persona débil. El padre Sergio, empero, vio que aquel joven no creía y que, a pesar de ello, se sentía bien, estaba tranquilo y no tenía complicaciones de conciencia. Ahora recordaba con disgusto todo aquello.
– Ha de comer algo, padrecito – le dijo el hermano lego.
El hermano entró en la choza, construida a unos diez pasos de la cueva, y el padre Sergio se quedó solo.
Estaba muy lejano el tiempo en que nadie le hacía compañía y él mismo cuidaba de la limpieza de su celda y se alimentaba exclusivamente de raíces y pan. Hacía ya mucho que, según le habían explicado, no tenía derecho alguno a olvidarse de su salud y le preparaban comidas nutritivas, aunque de ayuno. Se servía poco, pero mucho más que antes. A menudo comía con particular deleite y no como en otro tiempo, con repugnancia y conciencia del pecado. Así lo hizo ese día. Tomó papilla, bebió una taza de té y comió medio trozo de pan blanco.
El hermano lego se retiró y el padre Sergio se quedó completamente solo bajo el olmo.
Era una maravillosa noche de mayo. Los abedules, los álamos blancos, los olmos, los cerezos silvestres y las encinas acaban de revestirse de verdor. Los cerezos silvestres que crecían detrás del olmo estaban floridos, aún no había comenzado a caerles la flor. Los ruiseñores lanzaban al aire sus trinos, uno muy cerquita y otros dos o tres abajo, en los arbustos de las orillas del río. Más allá, a lo lejos, subían al cielo los cánticos de la gente que regresaba del trabajo al término de la jornada. El sol se había escondido detrás del bosque y esparcía sus rayos a través del follaje. Toda esa parte se hallaba envuelta en una luz verdosa.
La otra, vista desde el olmo, era oscura. Los escarabajos volaban, chocaban entre sí y caían al suelo.
Terminada la cena, el padre Sergio se puso a rezar mentalmente: «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten compasión de nosotros». Luego leyó un salmo, y de improviso, cuando había llegado a la mitad, un gorrión batió alas desde un arbusto y se posó en el suelo, donde, piando y a saltitos, se le fue acercando, hasta que al fin se asustó y emprendió el vuelo. Rezó una oración en la que se hablaba de la renuncia del mundo y se apresuró a terminarla pronto, a fin de enviar a buscar al mercader y a su hija enferma, que había despertado su interés. Para él sería una distracción, una cara nueva. Además, tanto ella como su padre le tenían por santo, por un religioso suyas preces podían curar. El lo negaba, pero en el fondo de su alma creía que era verdad.
A veces se preguntaba sorprendido cómo había podido ocurrir que él, Stepán Kasatski, hubiera llegado a ser un intercesor tan extraordinario entre los hombres y Dios, capaz de hacer verdaderos milagros. Pero no había duda de que era así. No podía cerrar los ojos a los milagros de que él mismo había sido testigo, desde que curó a aquel muchacho enfermo hasta que, gracias a sus oraciones, había devuelto la vista a una viejecita hacía poco tiempo. Por extraño que resultara, era así. La hija del mercader le interesaba, pues, por tratarse de una nueva criatura, porque en ello podía reafirmar su poder curativo y su gloria. «Vienen a verme desde mil verstas de distancia, escriben en los periódicos, se entera el emperador, llega a oídos de Europa, de la descreída Europa», pensaba. De repente sintió vergüenza de su vanidad y se puso a orar mentalmente. «Señor, Rey de los cielos, consuelo de los hombres, alma de la verdad, pon tus ojos en nosotros, límpianos de todo pecado y salva nuestras almas.
Líbrame de la funesta gloria de este mundo, que me consume», repitió, aunque pensando también que muchas veces había elevado ese ruego al Señor y que hasta entonces sus preces habían resultado, en este sentido, totalmente vanas. Sus oraciones hacían milagros para los demás, pero Dios no le escuchaba cuando le pedía que le librara de esta mezquina pasión.
Recordó sus oraciones de los primeros tiempos de ermitaño, cuando suplicaba se le concediera la gracia de la pureza, de la humildad y del amor, y recordó asimismo que entonces tenía la impresión de que Dios escuchaba sus ruegos; entonces estaba limpio de pecado y se cercenó el dedo. Levantó el muñón del dedo, cubierto en su punta por las arrugas de la piel fruncida, y lo besó. Le pareció que en aquel entonces también era humilde, pues se sentía siempre repulsivo a la naturaleza pecadora. Creyó que entonces poseía también amor, pues recordaba la ternura con que trató a un anciano, a un antiguo soldado borracho que había ido a pedirle dinero, y como la había recibido a ella. ¿Y ahora? Se preguntó si quería a alguien, a Sofía Ivánovna o al padre Serapión, si experimentaba algún sentimiento de amor hacia todas esas personas que acudían a verle, hacia aquel joven ilustrado con quien estuvo conversando, pedante, atento sólo a poner de manifiesto su inteligencia y a demostrar que, por sus conocimientos, estaba al día. El amor de todos ellos le era agradable y necesario, pero él no correspondía con amor. No sentía amor, no era humilde, ni puro.
Le agradaba saber que la hija del mercader tenía veintidós años. Deseaba ver si era o no hermosa. Y al preguntar si era débil quería enterarse precisamente de si tenía o no encanto femenino.
«¿Es posible que haya caído tan bajo? Pensó —. Señor, no me abandones, reconfórtame, Señor y Dios mío.» Juntó las manos y se puso a orar. Cantaron los ruiseñores. Un escarabajo se posó en su cabeza y se le deslizó por el pescuezo. Se lo quitó de encima. «¿Existirá realmente? ¿Y si estoy llamando a una casa cerrada por afuera…? El candado está en la puerta y yo podría verlo. Los ruiseñores, los escarabajos, la naturaleza, son este candado.
Quizá tenga razón el joven.» Y se puso a rezar en voz alta y estuvo rezando largo rato hasta que le desaparecieron estos pensamientos y volvió a sentirse tranquilo y seguro. Tocó una campanilla y dijo al hermano lego, que se le acercó, que podía recibir a aquel mercader y a su hija.
El mercader acudió llevando del brazo a la hija, la acompañó hasta la celda y se retiró en seguida.
Era una muchacha muy blanca, pálida, rellenita, sumamente tímida, de rostro infantil con expresión amedrentada y de formas muy desarrolladas. El padre Sergio permaneció en el banco junto a la entrada de la cueva. Cuando bendijo a la muchacha, que se detuvo ante él al entrar en la celda, se horrorizó de sí mismo por el modo como le había mirado el cuerpo. La joven pasó y él sintió la mordedura de la carne. Al verle la cara comprendió que la muchacha era sensual y boba. Se levantó y entró en la celda. Ella se había sentado en un taburete, esperándole.
Se levantó al verle entrar.
– Quiero ir con papá – dijo.
– No temas – le respondió —. ¿Qué te duele?
– Me duele todo – añadió ella, y de pronto una sonrisa le iluminó el rostro.
– Te curarás – dijo él —.Reza.
– He rezado mucho y no me ha servido de nada – continuaba sonriendo —. Rece usted y ponga en mí su mano. Le he visto en sueños.
– ¿Cómo me ha visto?
– He visto que usted me ponía la mano sobre el pecho, así – le tomó una mano y se la apretó contra el seno —. Aquí.
El le cedió la mano derecha.
– ¿Cómo te llamas? – le preguntó, temblando de los pies a la cabeza, sintiendo que estaba vencido y que el deseo lúbrico se había escapado de su dominio.
– María. ¿Por qué?
Ella le tomó la mano y se la besó repetidamente. Luego le pasó un brazo por la cintura y lo apretó contra sí.
– ¿Qué haces? – dijo él —. María, eres Satanás.
– Bueno, supongo que no importa.
Lo abrazó y se sentó con él en la cama.
* * * Al amanecer él salió.
«¿Es posible que esto haya ocurrido en realidad? Vendrá el padre. Ella se lo contará. Es el diablo. ¿Qué voy a hacer? Aquí está el hacha con que me corté el dedo.» Agarró el hacha y se dirigió a la cueva.
Se encontró con el hermano lego.
– ¿Quiere usted que corte leña? Déme el hacha, haga el favor.
Se la dio. Entró en la celda. Ella estaba acostada, durmiendo. La miró horrorizado. Pasó al cuartucho del fondo, se puso la ropa de mujik, tomó unas tijeras, se cortó el cabello, y por el sendero bajó hacia el río, donde no había estado ni una vez durante los últimos cuatro años.
El camino seguía a lo largo del río. Anduvo hasta el mediodía. Entonces se metió en un campo de centeno y se echó a descansar. Al anochecer llegó a una aldea, pero no entró en ella, sino que se dirigió a un lugar escarpado de la orilla del río. Era de madrugada, una media hora antes de la salida del sol. Todo se veía gris y tenebroso. Soplaba del oeste el frío viento del amanecer. «Sí, hay que terminar. Dios no existe. ¿Cómo acabar? ¿Arrojándome al río? Sé nadar, no me ahogaré. ¿Ahorcándome? Sí, con el cinturón, de una rama.» Esto le pareció tan posible e inmediato, que se horrorizó. Quiso rezar, como solía hacerlo en los momentos de desesperación. Pero no tenía a quién dirigirse. Dios no existía. Se recostó apoyando la cabeza sobre la mano. De pronto sintió tal necesidad de dormir, que no pudo sostener por más tiempo la cabeza en esta posición. Dobló los brazos, se acostó y en seguida se quedó dormido. Pero fue sólo por unos instantes. Se despertó al momento y empezó a ver o a recordar como entre sueños.