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Narrativa Breve
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Автор книги: Leon Tolstoi



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—¿Cómo es posible? Tú habías dicho que aún quedaría…

VII


En efecto, afuera hacía muchísimo frío; pero Alberto no lo sentía por la excitación que le produjeron el vino y la discusión.

Una vez en la calle volvió la vista y se frotó las manos de contento. La calle estaba desierta y brillaban aún en ella las largas filas de faroles. El cielo estaba estrellado. "¡Bah!» exclamó dirigiéndose a la ventana alumbrada de Delessov, metiendo las manos bajo el pardesú en los bolsillos del pantalón.

Con el paso indeciso y el cuerpo inclinado hacia adelante, iba Alberto por la derecha de la calle. Sentía en el estómago y en las piernas una pesadez extraordinaria; un ruido extraño llenaba la cabeza; una fuerza invisible le tiraba de un lado a otro, pero él seguía avanzando en dirección a la casa de Anna Ivanovna.

En su cabeza germinaban ideas extrañas e incoherentes.

Unas veces acordábase de su última discusión con Zakhar; otras, de su madre y su primera llegada a Rusia en el barco; o bien de alguna noche pasada en compañía de un amigo en la tienda por delante de la cual pasaba; ora en su imaginación empezaba a cantar los trozos que se le ocurrían, acordándose del objeto de su pasión y de la noche terrible pasada en el teatro.

Pero, a pesar de su incoherencia, todos estos recuerdos se presentaban a su imaginación con tanta claridad, que cerrando los ojos no sabía darse cuenta de cuál era la realidad, si lo que hacia o lo que pensaba. No se acordaba de nada, ni sabía por qué sus piernas se adelantaban sin querer, y tambaleándose daba contra las paredes; miraba alrededor y pasaba de una calle a otra. Sentía y se acordaba tan sólo de las cosas extrañas y embrolladas que en su imaginación se sucedían y se presentaban.

Al pasar cerca de la pequeña Moraskaia, Alberto tropezó y cayó, y, como despertado por un momento, vióse delante de un magnífico edificio. En el cielo no se veían ni estrellas ni luz;

tampoco había luz en la tierra, pero todos los objetos distinguíanse claramente. En las ventanas del edificio que se levantaba al final de la calle, brillaban algunas luces, que oscilaban como débiles reflejos. El edificio se iba acercando cada vez más donde estaba Alberto; destacándose más netamente… pero las luces desaparecieron al penetrar Alberto por sus anchas puertas. El interior era sombrío, los pasos resonaban sonoros bajo la bóveda, y, al acercarse, las sombras se desligaban y huían. "¿Por qué he venido aquí?» – pensó Alberto; pero una fuerza invisible le empujaba adelante hacia el fondo de una inmensa sala… Allí había un estrado alrededor del cual había mucha gente en silencio. "¿Quién hablará?» – preguntó Alberto. Nadie respondió, pero le designaron el estrado. Sobre el mismo estaba ya un hombre alto, delgado con las cabellos erizados y en traje de casa. Alberto conoció enseguida en él a su amigo Petrov. "¡Qué extraño es que esté aquí!» – pensó Alberto—. "¡No, hermanos míos! – decía Petrov señalándome a mí—, no habéis comprendido a un hombre que vivía entre vosotros; no lo habéis comprendido! No era un artista cualquiera, ni un tocador mecánico, ni un loco, ni un hombre perdido; era un genio, un gran genio musical despreciado por todos nosotros.»

Alberto comprendió al momento de quién hablaba su amigo, pero por no molestarle, por modestia, bajó la cabeza.

—En él, ese fuego sagrado de que todos nos servimos, lo ha consumido todo como una simple paja.

Pero él ha cumplido cuanto Dios puso en él, y por eso debemos llamarle un gran hombre.

Vosotros podíais despreciarle, hacerle sufrir, humillarle —continuó elevando cada vez más la voz—. Pero era y será infinitamente superior a todos vosotros; nos desprecia a todos, pero se consagra tan sólo a lo que le viene de arriba. Ama una sola cosa, lo bello, el solo bien indispensable en el mundo. ¡Sí; hele aquí, éste es! ¡Caed todos ante él de rodillas! – gritó en voz alta—.

En este momento surgió otra voz al otro lado de la sala. – Yo no quiero arrodillarme delante de él —dijo la voz, en la que Alberto reconoció a Delessov.

—¿Por qué es grande? ¿Y por qué hemos de inclinarnos delante de él? ¿Se ha conducido con lealtad? ¿Ha sido útil a la sociedad? Sabemos que ha pedido dinero prestado y que no lo ha devuelto; que ha empeñado el violín de uno de sus amigos… – «Dios mío, ¿cómo sabe todo eso?» – pensaba Alberto bajando cada vez más la cabeza.

—¡Sabemos que por el dinero adulaba a los hombres! – continuó Delessov—. ¿No sabemos acaso cómo le despidieron del teatro? ¿Cómo Anna Ivanovna quiso entregarle a la policía?

—¡Dios mío!, todo eso es verdad, pero defiéndeme, tú eres el único que sabes por qué he hecho todo eso —pronunció Alberto.

—Basta ya, tened vergüenza —replicó de nuevo la voz de Petrov—. ¿Qué derecho tenéis para acusarle?

¿Habéis vivido su vida? ¿Habéis experimentado su embeleso?

«Es verdad, es verdad» – murmuró Alberto.

—El arte es la manifestación más grande de la potencia humana. Es el privilegio de los pocos elegidos, que los eleva a una altura en que la cabeza gira, y es difícil mantenerse incólume. En el arte, como en todas las luchas, hay héroes, que se dan enteros al servicio…. y se pierden antes de alcanzar la meta.

Petrov calló, y Alberto, levantando la cabeza gritó en voz alta: "¡Es verdad!, ¡es verdad!»

—pero su voz se apagó sin ningún sonido.

—Eso no os concierne —siguió con severidad el pintor Petrov– ¡Sí humilladle, despreciadle, pero de todos nosotros es el mejor y el más feliz!

Alberto, que escuchaba todas esas palabras con la alegría en el alma, no pudo contenerse y se acercó a su amigo para abrazarle.

—Vete, que no te conozco —respondió Petrov—. Sigue tu camino, si no, no llegarás…

—¡Mira cómo se ha puesto!, no podrá llegar –gritó el guardia al volver la esquina.

Alberto se levantó, juntó sus fuerzas y, tratando de no tambalearse, dobló la callejuela. De allí a la habitación de Anna Ivanovna no había más que algunos pasos. La luz de la antesala reflejábase sobre la nieve del patio; cerca de la puerta cochera estaban estacionados gran número de trineos y coches.

Apoyando su helada mano en la barandilla, subió la escalera y llamó. El dormido rostro de la criada mostróse por la ventanilla de la puerta mirando con aire de desprecio a Alberto:

«No se puede entrar —gritó—. Tengo orden de no dejar entrar», y cerró de golpe la ventanilla. El sonido de la música y las voces de las mujeres llegaban hasta la escalera; Alberto sentóse en el suelo, apoyó la cabeza en la pared y cerró los ojos.

Tan pronto como los cerró, le asaltó una multitud de visiones extrañas que, con mayor fuerza, le transportaron de nuevo al hermoso y libre reino del sueño.

«Sí, es el mejor y el más feliz» – repetía involuntariamente en su imaginación—. A través de la puerta oíanse los compases de la polka y sus sonidos decíanle también que era el mejor y el más feliz. De la cercana iglesia oíase el continuo repique de campanas las cuales repetían: «Sí, es el mejor y el más feliz…

Iré otra vez a la sala —pensó Alberto—; Petrov debe estar hablando todavía.» En la sala ya no había nada; y en vez de Petrov, estaba Alberto subido en el estrado, tocando con el violín todo lo que antes decía la voz. Pero el violín era muy raro, era todo de cristal. Lo tenía que coger con las dos manos y apretarlo con fuerza contra el pecho para que tocara.

Los sonidos eran tan dulces y agradables, que Alberto no había oído nunca nada que lo igualase; mientras más apretaba el violín contra su pecho, los sonidos eran más encantadores, dulces y rápidos. Y se iluminaban las paredes de una luz transparente.

Tenía que tocar con mucho tacto para no romper el violín; Alberto tocaba en el instrumento de cristal, con gran maestría, trozos que él oía bien, pero que nadie oiría jamás;

ya empezaba a cansarse cuando le distrajo un sordo y lejano ruido.; era el de una campana que pronunciaba estas palabras: "¡Sí —decía con una agudo y lejano repiqueteo—, os parece un miserable, le despreciáis, pero es el mejor y el más feliz! ¡Nadie tocará jamás ese instrumento!»

Estas palabras, no conocidas ni oídas le parecieron de pronto tan inteligibles, tan nuevas y tan justas, que cesó de tocar, y esforzándose para no hacer ruido, levantó las manos y elevó los ojos al cielo.

Sentíase en aquellos momentos hermoso y feliz. La sala estaba vacía, y, sin embargo, Alberto levantaba con arrogancia la cabeza, irguiéndose en el estrado para que todos pudiesen verle. De pronto una mano le tocó ligeramente en la espalda; volvióse, y en la media luz que reinaba distinguió a una mujer.

Ésta le miró tristemente y movió la cabeza; él comprendió enseguida que lo que hacia no estaba bien y le dio vergüenza.

– "¿Qué queréis?» – le preguntó. La desconocida le miró un instante con fijeza y movió de nuevo la cabeza.

Era, sin duda alguna, su amada; su vestido era el mismo, un hilo de perlas rodeaba su blanquísimo cuello, y llevaba los brazos desnudos hasta el codo; aquella mujer le cogió la mano y le condujo fuera de la sala.

– «La salida es por el otro lado» – dijo Alberto—; la mujer no contestó y con la sonrisa en los labios le llevó fuera de la sala. Al llegar al umbral, Alberto vio el agua y la luna; pero el agua no estaba abajo como es lo natural ni la luna en el cielo, sino que la luna y el agua estaban arriba, abajo y por todas partes. Alberto lanzóse con ella hacia la luna y hacia el agua y comprendió que podía besar y abrazar a la que más amaba en el mundo. Mientras la besaba sentía en todo su ser una felicidad sin límites.

– "¿No es un sueño?» – se pregunta—. Pero no, era la realidad, más que la realidad; era la realidad y el recuerdo. Presentía que la felicidad inapreciable que gozaba en aquellos instantes, pasaría para no hallarla nunca más.

"¿Por quién, pues, lloro?» – le preguntó—. Ella le miraba triste y silenciosamente. Alberto comprendió lo que aquello quería decir.

—Pero, ¿cómo puede ser si aún estoy vivo?» – pronunció—.

La mujer, sin responderle e inmóvil, miraba hacia adelante.

– "¡Esto es horrible! ¿Cómo decirle que estoy vivo?» – pensó con horror—. ¡Dios mío!, ¡estoy vivo!, ¿comprendéis? – murmuró.

– " ¡Es el mejor y el más feliz!» – seguía diciendo la lejana voz.

Era algo que pesaba cada vez con más fuerza sobre Alberto. ¿Era la luna, el agua, los besos o las lágrimas? No lo podía comprender, pero no se le ocultaba que muy pronto habría concluido todo.

Dos invitados salieron de casa de Anna Ivanovna tropezaron con Alberto, que estaba tirado en el suelo. Uno de ellos entró para llamar al ama de la casa.

—Esto es inhumano —dijo—; haber dejado que este hombre se helara aquí toda la noche.

—¡Ah! ¡Es Alberto! ¡Ya estoy cansada de él! – respondió—.

Annuchka, metedlo en cualquier rincón de la sala —dijo a la criada.

—Pero si aún estoy vivo, ¿por qué me enterráis? – murmuró dentro de sí mismo Alberto, mientras le entraban sin conocimiento en la habitación.

El Padre Sergio


I


Alrededor del año 1840, en Petersburgo, tuvo lugar un suceso que sorprendió a cuantos de él tuvieron noticias: un oficial de coraceros del regimiento imperial, guapo joven de aristocrática familia en quien todo el mundo veía al futuro ayudante de campo del emperador Nicolás I y a quien todos auguraban una brillantísima carrera, un mes antes de su enlace matrimonial con una hermosa dama tenida en mucha estima por la emperatriz, solicitó ser relevado de sus funciones, rompió su compromiso de matrimonio, cedió sus propiedades, no muy extensas, a una hermana suya, y se retiró a un monasterio, decidido a hacerse monje. El suceso pareció insólito e inexplicable a las personas que desconocían las causas internas que lo provocaron; para el joven aristócrata, Stepán Kasatski, su modo de proceder fue tan natural, que ni siquiera cabía en su imaginación el que hubiera podido obras de manera distinta.

Stepán Kasatski tenía doce años cuando murió su padre, coronel de la Guardia, retirado, quien dispuso en su testamento que si él faltaba no se retuviera al hijo en su casa, sino que se le hiciera ingresar en el Cuerpo de cadetes. Por doloroso que a la madre le resultara separarse de su hijo, no se atrevió a infringir la voluntad de su difunto esposo, y Stepán entró en el cuerpo indicado. La viuda, empero, decidió trasladarse a Petersburgo junto con su hija Várvara a fin de vivir en la misma ciudad que su hijo y poder tenerlo consigo los días de fiesta.

El muchacho se distinguió por sus brillantes dotes y por su enorme amor propio. Fue el primero en ciencias, sobre todo en matemáticas, por las que sentía notoria preferencia, en instrucción militar y equitación. A pesar de su excesiva estatura, era un joven apuesto y ágil.

También por su conducta habría sido un cadete modelo de haber dominado sus arrebatos de ira. No bebía, no llevaba una vida licenciosa y era muy sincero. Lo único que le impedía ser ejemplarmente irreprochable eran sus estallidos de cólera, durante los cuales perdía el dominio de sí mismo y se convertía en una fiera. Un día estuvo a punto de echar por la ventana a un cadete a quien se le había ocurrido burlarse de su colección de minerales. Otra vez por poco se hunde irremisiblemente: arrojó un plato lleno de chuletas a un oficial veedor de la Escuela, y, según dicen, le abofeteó por haberse retractado éste de sus palabras y haber mentido insolentemente. Sin duda lo habrían degradado si el director no hubiera echado tierra al asunto y no hubiera despedido al veedor.

A los dieciocho años lo destinaron al aristocrático regimiento de la Guardia. El emperador Nikolái Pávlovich había conocido a Stepán Kasatski en la Escuela de cadetes, y después, en el regimiento, siguió haciéndole objeto de su distinción, por lo cual se pronosticaba que Kasatski sería el ayudante de campo del soberano. Kasatski lo esperaba con toda el alma y no sólo por amor propio, sino ante todo porque desde sus años de cadete quería profundamente, con auténtica pasión, a Nikolái Pávlovich. Cada vez que el emperador visitaba la Escuela —lo cual ocurría con frecuencia—, entraba con paso marcial, alto, vistiendo uniforme militar, abombado el pecho, curva la nariz sobre el bigote, cuidadosamente recortadas las patillas, y saludaba con potente voz a los cadetes, Kasatski sentía la exaltación del enamorado, como la experimentó más tarde al encontrar el objeto de su amor. Pero el entusiasmo que sentía por Nikolái Pávlovich era aún más fuerte: habría querido mostrarle que su fidelidad no tenía límites, habría querido sacrificar algo por él, incluso su vida. Nikolái Pávlovich sabía que despertaba semejante fervor y lo estimulaba concientemente. Participaba en los juegos de los cadetes, alternaba con ellos, los trataba ora con infantil sencillez, ora amistosamente o con solemne majestuosidad. Después del último incidente de Kasatski con el oficial, Nikolái Pávlovich nada dijo al cadete, pero cuando éste se le quiso acercar, lo apartó con un gesto teatral y, frunciendo el seño, lo amenazó con el dedo. Al marcharse dijo:

– No olvidéis que lo sé todo, pero algunas cosas no quiero saberlas. Sin embargo están aquí.

Y señaló el corazón.

Cuando los cadetes terminaron la Escuela y se presentaron ante el emperador, Nikolái Pávlovich ya no hizo alusión al incidente y dijo, como siempre, que todos ellos podían dirigírsele en persona, que debían servirle fielmente, a él y a la patria, y que siempre seguiría siendo para ellos su mejor amigo. Todos se sintieron emocionados, y Kasatski lloró y se juró entregarse en cuerpo y alma al servicio del adorado zar.

Cuando se incorporó al regimiento, su madre se trasladó a Moscú, acompañada de su hija, y luego a la aldea. Kasatski cedió a su hermana la mitad de su herencia. Con la parte que le quedó estaba en condiciones de hacerle frente a las necesidades que imponía servir en un regimiento de tanto rango como el suyo.

Aparentemente, Kasatski era como cualquier otro oficial del regimiento de la Guardia dispuesto a hacer una brillante carrera; pero en su interior se verificaba un complicado y duro trabajo que dio comienzo, por lo visto, en su propia infancia y tomó formas muy diversas, aunque la esencia era siempre la misma: alcanzar la perfección y el éxito en todas las ocupaciones que requerían su concurso hasta ganarse el aplauso y la admiración de las gentes.

Cuando se trató del estudio y de las ciencias, trabajó de firme hasta que le encomiaron y le presentaron como ejemplo a los demás. Alcanzando un objetivo, se lanzaba a la consecución de otro. Obteniendo el primer puesto en el estudio, y hallándose todavía en la Escuela de cadetes, creyó notar que hablaba el francés con poca soltura y trabajó hasta dominar este idioma tan perfectamente como el ruso. Más tarde se aficionó al ajedrez, y antes de salir de la Escuela logró jugar magistralmente.

Aparte del objetivo fundamental de su vida, que consistía en servir al zar y a la patria, Kasatski siempre se proponía alcanzar algún otro fin. Por insignificante que éste fuera, se entregaba plenamente a su consecución y hasta haberlo conseguido no vivía para otra cosa.

Pero, una vez ganada esta meta, un nuevo fin surgía en su conciencia ocupando el lugar del anterior. Este afán de distinguirse y lograrlo entregándose a la consecución de algún objetivo, llenaban por entero su vida. Cuando ingresó en el regimiento se propuso ser un modelo de perfección en el cumplimiento de sus obligaciones y al poco tiempo llego a ser un oficial ejemplar pese a sus arranques de cólera, defecto que también en el regimiento lo llevo a realizar actos reprobables y perjudiciales para el buen éxito de su carrera. Más tarde, conversando con personas de la alta sociedad entendió que su formación general cojeaba en algunos aspectos, y decidió acabar con ello, lo que logró estudiando tenazmente. Se propuso luego llegar a una posición brillante en la alta sociedad, aprendió a bailar de forma insuperable y al poco tiempo lo invitaban a todos los bailes aristocráticos y a algunas veladas.

Sin embargo, no se sintió satisfecho. Estaba acostumbrado a ser el primero en todo y en ese terreno se hallaba muy lejos de haberlo logrado.

Entonces, y me figuro que ello es así siempre y en todas partes, la alta sociedad constaba de cuatro clases de gentes, a saber: 1) de cortesanos ricos; 2) de gente no rica, pero nacida y educada en los medios cortesanos; 3) de gente rica que imita a los cortesanos, y 4) de gente ni rica ni cortesana que pretende ser uno y lo otro. Kasatski no pertenecía a los primeros círculos. En los dos últimos, era acogido con los brazos abiertos. Al introducirse en la alta sociedad, decidió también entrar en relaciones con una mujer distinguida y lo logró pronto, con no poca sorpresa para sí mismo. Pero no tardó en darse cuenta que los círculos que él frecuentaba eran de orden inferior a otros, más encumbrados. Comprendió asimismo que en estos últimos él era un extraño, a pesar de que no se le negaba la entrada. Le trataban con deferencia, pero dándole a entender que él no pertenecía a los suyos. Kasatski quiso sentirse en dichos círculos como en su propio medio. Necesitaba para ello ser ayudante de campo del emperador – lo esperaba – o casarse con una dama de aquel mundo. Decidió hacerlo así.

Eligió a una hermosa joven de la corte imperial, no solo a los círculos que Kasatski deseaba escalar, sino, además, tan bien situada, que buscaban su amistad incluso las personas de mayor rango e influencia. Era la condesa Korotkova. Kasatski puso en ella sus ojos pensando en su carrera, pero también movido por la extraordinaria belleza de la joven, y pronto se enamoró de ella. Al principio la condesa Korotkova le trataba con mucha frialdad. De pronto se produjo un cambio, se hizo muy cariñosa y su madre empezó a invitar con frecuencia a su casa al joven oficial.

Kasatski pidió la mano de la condesa y su petición fue atendida. Se quedó sorprendido de la facilidad con que había alcanzado semejante dicha y de algo raro que noto en el trato de la madre y de la hija. Pero estaba enamorado y ciego. A ello se debió que no se enterara de lo que sabía casi todo el mundo en la ciudad, y era que su novia se había convertido en la amante de Nikolái Pávlovich hacía un año.

II


Dos semanas antes del día señalado para la boda, Kasatski se hallaba en la casa de campo de su prometida, en Tsárskoe Seló. Era un caluroso día de mayo. Los dos enamorados se paseaban por el jardín y se sentaron en un banco de una avenida sombreada por los tilos. Meri llevaba un vestido blanco de muselina que daba especial realce a su belleza. Parecía la encarnación de la inocencia y del amor. Sentada en el banco, ya bajaba la cabeza, ya contemplaba al apuesto galán que le hablaba con extremada ternura y solicitud, temiendo ofender y mancillar con sus palabras y hasta con sus gestos la angelical pureza de su novia.

Kasatski pertenecía a aquellas personas de mediados de siglo, tan distintas de las de hoy, que admitían como bueno para sí el relajamiento de las relaciones sexuales sin que sintieran por ello el menor remordimiento, pero exigían de la esposa una pureza absoluta, celestial. Casta y celestialmente puras veían a las jóvenes de su ambiente y las divinizaban. Mucho había de falso y perjudicial en este punto de vista respecto a la vida disoluta de los hombres, pero en lo tocante a la mujer la idea entonces predominante —tan distinta de la que impera hoy entre los jóvenes, que ven en cada muchacha una hembra que busca a su pareja– resultaba a mi juicio altamente beneficiosa. Al verse tratadas como ángeles, se esforzaban en tratar de serlo en mayor o menor grado. Ese era el concepto que de la mujer tenía Kasatski, y con esos ojos contemplaba él a su novia. Nunca se había sentido tan enamorado como el día a que nos referimos, y no experimentaba hacia su novia el más leve apetito sensual. Al contrario, la contemplaba embelesado como algo inaccesible.

Se levantó del banco y se quedó de pie frente a su amada, erguido en su alta estatura, apoyando ambas manos en el sable.

– Sólo ahora he llegado a saber cuán inmensa es la felicidad que el hombre es capaz de sentir. ¡Y es a usted, es a ti – dijo sonriendo tímidamente – a quien se lo debo!

Se hallaba en aquella fase en que el «tú» no se ha hecho todavía familiar, y al mirarla con limpia mirada, de la cabeza a los pies, le resulta difícil tratar de «tú» a un ángel semejante.

– Me he conocido a mí mismo gracias… a ti, he advertido que soy mejor de lo que creía.

– Lo sé hace mucho. Por esto precisamente le quiero.

Un ruiseñor dejó oír trinos en unas ramas próximas; susurró el verde follaje acariciado por un soplo de brisa.

Kasatski tomó la mano de la joven y la besó. Las lágrimas se le asomaron a los ojos. La condesa comprendió que su amado le agradecía lo que ella acababa de decirle: que le quería.

El joven oficial dio unos pasos, silencioso; se acercó luego al banco y se sentó.

– Sabe usted, sabes… es igual. Cuando me fijé en ti no me movía un impulso desinteresado, quería ligarme con la alta sociedad; pero luego, cuando te conocí mejor… ¡Qué mezquino me ha parecido todo eso en comparación con lo que tú eres! ¿No te enojarás por lo que te digo?

La joven no respondió a la pregunta, se limitó a rozar con su mano la de él.

– Has dicho… – se sintió cohibido, le parecía excesivamente osado lo que tenía a flor de labio —. Has dicho que me quieres; perdóname, lo creo; pero ¿no hay algo, además de esto, que te inquieta y turba? ¿Qué es?

«Ahora o nunca – pensó ella —. De todos modos lo sabrá. Pero ahora ya no lo pierdo.

¡Sería horrible que me dejara!»

Contempló con ojos de enamorada su figura grande, noble y poderosa. Ahora lo quería más que a Nikolái, y a ningún precio lo cambiaría por éste, si no se tratara de un emperador.

– Escúcheme. No puedo ocultar la verdad. He de decírselo todo. ¿Pregunta usted qué me inquieta? Pues, el haber amado.

Ella puso la mano en la del joven con gesto suplicante.

El callaba.

– ¿Desea usted saber a quién? A él, al soberano.

– A él todos le queremos. He imagino que sería cuando usted estaba en el colegio.

– No, después. Fue una locura. Luego pasó. Pero he de decirle…

– Bueno, ¿y qué?

– Es que no fue solo un juego.

La condesa se cubrió la cara con sus manos.

– ¿Qué dice usted? ¿Qué le entregó a él?

Ella callaba.

Kasatski se levantó de un salto y, pálido como la muerte, temblorosos los pómulos, se quedó de pie ante ella. Recordó entonces que Nikolái Pávlovich, habiéndole encontrado en la avenida Nevski, le felicitó cariñosamente.

– ¡Dios mío, qué he hecho, Stepán!

– ¡No me toque, déjeme! ¡Oh, qué crueldad!

Kasatski le volvió la espalda y entró en la casa, allí encontró a la madre.

– ¿Qué ocurre, príncipe? Yo… – se calló al ver el rostro del joven, rojo de ira.

– Usted lo sabía y quería aprovecharse de mí para cubrirlos. ¡Si no fuera usted una mujer! – exclamó levantando su enorme puño; dio media vuelta y se fue corriendo.

Si el amante de su prometida hubiera sido un simple particular, lo habría muerto; pero se trataba del adorado zar.

Al día siguiente solicitó un permiso y pidió le relevaran de sus funciones. Pretextó una enfermedad, para no tener que visitar a nadie, se marchó a su aldea.

Pasó allí el verano, poniendo en orden sus asuntos. Cuando el estío tocó a su fin, Kasatski no regresó a Petersburgo, sino que se fue a un monasterio y se hizo monje.

Su madre le escribió desaconsejándole que diera un paso tan decisivo, pero él le contestó diciéndole que la llamada de Dios era superior a todas las demás consideraciones, y que él la sentía. Únicamente su hermana, tan orgullosa y ambiciosa como él, le comprendió.

Comprendió que su hermano se hacía monje para llegar a mayores alturas que quienes pretendían demostrarle que estaban más encumbrados que él. No se equivocaba. Haciéndose monje, Kasatski hacía patente su desprecio por cuanto parecía tan importante a los demás, y así lo había considerado él mismo mientras estuvo en el regimiento. Se situaba en una nueva cima tan elevada, que desde ella podía mirar de arriba abajo a las personas a quienes antes envidiaba. Pero no era éste el único sentimiento que lo movía, como se figuraba su hermana, Várienka. Existía en él otro sentimiento auténticamente religioso que ésta desconocía, sentimiento que, entretejido con el orgullo y con su afán de ser el primero en todo, movía a dar un paso de tanta trascendencia. El desengaño que acababa de sufrir con Meri (la prometida), a la cual había idealizado como ángel purísimo, y la ofensa sentida, resultaron tan profundos que se desesperó, ¿y adónde podía conducirle la desesperación? A Dios, a su fe infantil, que nunca había perdido.

III


Kasatski entró en el monasterio el día de la Intercesión.

El abad era un varón de noble familia y docto escritor, venerable por su rango como sucesor de los monjes de Valaquia, cuyas reglas les obligan a obedecer incondicionalmente al director espiritual y maestro que eligen. El abad era discípulo del venerable padre Ambrosio, de perdurable fama, discípulo a su vez de Macari, y éste, del venerable padre Leonid, quien lo fue de Paisi Velichkovski. A aquel abad se subordinó, como a padre espiritual suyo, Kasatski.

En el monasterio, además del sentimiento que experimentaba al tener conciencia de su superioridad sobre los demás, hallaba Kasatski íntimo gozo esforzándose por alcanzar el grado máximo de perfección en su vida monacal, tanto exterior como interiormente, del mismo modo que en todas sus demás empresas. Así como en el regimiento no solo era un oficial impecable que hacía más de lo que se exigía y ampliaba el marco de su perfeccionamiento, en el monasterio se esforzaba también por ser perfecto: trabajaba siempre, era un religioso sobrio, humilde, limpio en el hacer y en el pensar, obediente. Esta última cualidad o grado de perfección era la que más le ayudaba a encontrar llevadera la vida. No importaba que muchas de las reglas debía observar en aquel monasterio, sumamente concurrido, no le gustaran y le escandalizaran; todo se reducía a la nada por medio de la obediencia. «No es cosa mía razonar; mi obligación es obedecer, velando las sagradas reliquias, cantando en el coro o llevando las cuentas del servicio de hostería.» La obediencia a su venerable padre espiritual eliminaba la posibilidad de dudas en todos los terrenos. Sin esta obediencia, se habría sentido abrumado por la duración y la monotonía de los oficios religiosos, por el trajín de los visitantes y por otras particularidades de la hermandad monacal, pero gracias a esta virtud no sólo lo soportaba todo con alegría, sino que encontraba en ello gran apoyo y consuelo. «No sé por qué hace falta escuchar varias veces al día unas mismas preces, pero sé que es necesario, encuentro alegría en ello.» Su venerable padre espiritual le dijo que del mismo modo que se necesita alimento material para la conservación de la vida, hace falta el espiritual – el rezo en la iglesia —, a fin de sostener la vida del espíritu.

Kasatski lo creía así, y realmente los oficios religiosos, aunque a veces le costara trabajo levantarse por la mañana, le proporcionaban indudable sosiego y alegría. Le llenaba de contento el tener conciencia de su propia humildad y de saber indudablemente todos los actos que realizaba por indicación del padre espiritual. El interés de la vida estribaba no sólo en subordinar cada vez más plenamente la propia voluntad, en alcanzar una humildad cada día mayor, sino en todas las virtudes cristianas que al principio le parecieron fácilmente asequibles. Cedió sus bienes a su hermana y no lo sentía. No era perezoso. No le resultaba difícil humillarse ante los inferiores, antes bien, le proporcionaba un íntimo gozo. Incluso le era fácil vencer el pecado de concupiscencia, tanto de la gula como de la lujuria. Su padre espiritual le puso en guardia sobre todo contra este pecado, y Kasatski se alegraba de estar limpio de él.

Le torturaba sólo el recuerdo de la novia. No se trataba del mero recuerdo, sino de la viva representación de lo que habría podido ocurrir. A pesar suyo, se le venía a la memoria una favorita del soberano, más tarde casada y convertida en una magnífica esposa y madre de familia. Su marido ocupaba un alto cargo, tenía influencia y honores, amén de una buena y arrepentida esposa.


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