Текст книги "Narrativa Breve"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Apenas la había tocado cuando la puerta se abrió por sí misma y él se dio de bruces con una mujer que salía con un cubo, la saya recogida, descalza y las mangas remangadas. Él se apartó para darle paso; ella se apartó también, arreglándose el pañuelo, torcido, con su mano mojada.
.Pasa, pasa; no entraré… .había empezado Evgueni, y se detuvo reconociéndola.
Ella le miró con ojos ponientes. Recogiéndose la saya, atravesó el umbral.
“¡Que absurdo es esto!… ¿Qué pasa?… No puede ser», se dijo Evgueni, ceñudo y como si tratase de sacudirse una mosca, descontento por el hecho de haberla visto. Se sentía descontento y, a la vez, no podía apartar los ojos de su cuerpo, que se balanceaba con aquel andar suave y vigoroso, de sus brazos, de sus hombros, de los bonitos pliegues de la chambra y de la roja saya, recogida sobre sus blancas pantorrillas.
“¿Qué estoy mirando? –se dijo, bajando los ojos para no verla. –Sí, tengo que entrar a coger las botas». Y dio la vuelta hacia su cuarto. Pero no había recorrido cinco pasos cuando, sin él mimo saber qué órdenes obedecía, se volvió para mirarla una vez más. Ella daba la vuelta al pasillo y, en aquel momento también le miró a él.
“¡Que hago! –exclamó en su fuero interno. –Puede pensar algo. Ya lo habrá pensado».
Entró en su cuarto, que estaba mojado. Otra mujer, vieja y flaca, fregaba el suelo.
Evgueni se acercó de puntillas, a través de los sucios charcos, a la pared, en busca de las botas, y quiso salir cuando la mujer se le adelantó en sus propósitos.
«Esta se ha ido y la otra, Stepanida, va a volver –empezó a razonar alguien dentro de él mismo. .¡Dios mío! ¡Qué hago, qué pienso!»
Agarró las botas y salió corriendo a la antesala; allí se las puso, se cepilló y se dirigió a la terraza, donde ya estaban ambas mamás, tomando el café. Lisa, que parecía esperarle, salió al mismo tiempo que él por la otra puerta.
“¡Dios mío! ¡Si lo supiera ella, que me considera tan honesto, tan puro e inocente!», pensó.
Lisa lo acogió con la cara resplandeciente de siempre. Pero ahora le pareció más pálida, amarilla y larga que de costumbre.
X
A aquella hora, como con frecuencia ocurría, transcurría una popular conversación femenina en la que no había lógica alguna, pero que debía tenerla, porque no cesaba ni un momento.
Las dos señoras insistían en sus alfilerazos y Lisa maniobraba hábilmente entre ellas.
.Me sabe mal que no haya terminado la limpieza de tu cuarto antes de que volvieras – dijo a su marido. –Quiero darle la vuelta a todo.
.¿Has dormido después que me fui?
.Sí, me siento bien.
.¿Cómo puede sentirse bien en su estado y con este calor insoportable, cuando sus ventanas dan al sol? –dijo Varvara Alexéievna, su madre. –Y sin celosías ni toldos. Yo siempre tuve toldos.
.Pero a la sombra estamos a diez grados –dijo María Pávlovna.
.Y de ahí vienen las calenturas: de la humedad –replicó Varvara Alexéievna, sin advertir que decía algo diametralmente opuesto a lo que antes sostenía. –Mi médico decía siempre que nunca se puede diagnosticar una enfermedad si no se conoce el carácter de la enferma. Y él lo sabe, porque es el número uno; le pagamos cien rublos. Mi difunto marido no quería saber nada de médicos, pero para mí nunca escatimaba nada.
.¿Cómo es posible que el marido escatime nada a su mujer, cuando la vida de ella y la del niño pueden depender…?
.Sí, cuando hay recursos la mujer puede ser independiente del marido. La buena esposa siempre se somete al marido –dijo Varvara Alexéievna, .pero Lisa está aun muy débil después de su enfermedad.
.No, mamá, me siento perfectamente. ¿Cómo no le han servido crema hervida?
.Me es lo mismo. Puedo tomarla fresca.
.le he preguntado a Varvara Alexéievna y no ha querido –explicó María Pávlovna, como justificándose.
.No, ahora no la quiero –y como para poner fin a la desagradable conversación y cediendo generosamente, Varvara Alexéievna se volvió hacia Evgueni. .¿Qué, han echado el fosfato?
Lisa corrió en busca de la crema.
.Pero si no quiero, no quiero.
.¡Lisa! ¡Lisa! ¡Cuidado! –gritó María Pávlovna. –Esos movimientos tan bruscos le pueden perjudicar.
.No hay nada perjudicial cuando el alma se siente tranquila –replicó Varvara Alexéievna como aludiendo a algo, aunque ella misma no sabía a qué podían referirse sus palabras.
Lisa volvió con la crema. Evgueni tomaba el café y escuchaba taciturno. Estaba acostumbrado a estas conversaciones, pero la de ahora le irritaba por su falta de sentido.
Quería reflexionar sobre lo que había sucedido y este parloteo le molestaba. Después de tomar el café, Varvara Alexéievna se retiró de mal humor. Se quedaron solos Lisa, Evgueni y María Pávlovna. Y la conversación se deslizó por cauces sencillos y agradables. Pero Lisa, a quien el amor hacía muy sensible, advirtió al momento, que algo atormentaba a Evgueni y le preguntó si le había ocurrido algo desagradable. Él no se hallaba preparado para esa pregunta, vaciló ligeramente y contestó que no. Y la respuesta dejó aun más preocupada a Lisa. Algo le atormentaba, y le atormentaba mucho, eso se veía claro, como una mosca que ha caído en la leche, pero no decía de qué se trataba.
XI
Después del desayuno se separaron. Evgueni fiel a su costumbre, se dirigió al despacho.
No se dedicó a leer ni a despachar la correspondencia, se sentó y empezó a fumar un cigarrillo tras otro, sumido en sus pensamientos. Le asombraba y le contrariaba terriblemente aquel mal sentimiento que, cuando menos lo esperaba, había aparecido en él y del que se consideraba libre desde que se casó. Desde entonces no había vuelto a experimentarlo ni hacia ella, a quien conocía, ni hacia ninguna otra mujer que no fuera la suya. En el fondo de su alma había celebrado muchas en muchas ocasiones esta liberación, y de pronto el azar, una casualidad al parecer sin importancia, le revelaba que no era libe. No le atormentaba verse de nuevo subordinado a ese sentimiento, el de que quisiera poseerla (esto no deseaba ni pensarlo siquiera), sino que el sentimiento permanecía vivo en él y le obligaba a mantenerse alerta. En cuanto a que consiguiera reprimirlo, no le cabía la menor duda.
Tenía una carta pendiente y debía redactar cierto documento. Se sentó ante el escritorio y puso manos a la obra. Al terminar, sin acordarse para nada de lo que lo inquietaba, salió a dar una vuelta por la caballeriza. Y de nuevo, como a propósito, por casualidad o deliberadamente, acababa de salir al portal cuando de detrás de la esquina aparecieron la saya roja y el pañuelo rojo, y moviendo los brazos y contoneándose, pasó junto a él. Y no se limitó a pasar, sino que echó a correr, como si jugase, hasta alcanzar a su compañera.
De nuevo la brillante luz del mediodía, las ortigas, la parte trasera de la casa del guarda, su cara sonriente a la sombra de los arces, la boca que mordisqueaba las hojas, surgieron en su imaginación.
«No, esto no se puede dejar así», se dijo, y, en cuanto las mujeres hubieron desaparecido, entró en la oficina.
Era la hora de la comida, y esperaba encontrar al intendente. Así fue. Acababa de despertarse. Se estiraba y bostezaba, mirando al mozo del establo, que le decía algo.
.Vasili Nikoláievich.
.¿Desea algo?
.Quería hablar con usted.
.Estoy a sus órdenes.
.Termine antes.
.¿No serás capaz de traerla?
.Pesa mucho, Vasili Nikoláievich.
.¿De qué se trata? –preguntó Evgueni.
.Una vaca que ha parido en el campo. Está bien, pero ahora mandaré que enganchen un carro. Díselo tú mismo a Nikolai Lisuj, que se prepare para salir.
El mozo se fue.
.Verá –empezó Evgueni, ruborizándose y sintiendo que se ruborizaba. –Verá, Vasili Nikoláievich. Aquí, cuando era soltero, tuve algunos pecados… es posible que lo haya oído…
Vasili Nikoláievich sonrió con la mirada, y con el evidente propósito de facilitar la explicación del señor, dijo:
.¿Se refiere a lo de Stepanida?
.Sí, a eso. Verá. Procure no tomarla para trabajos en casa. Comprenderá que me resulta desagradable…
.Seguramente ha sido cosa de Vania, el oficinista.
.Haga el favor… ¿Qué? ¿Acabarán con la faena? –añadió Evgueni para disimular la turbación.
.ahora mismo voy.
Así terminó esto. Evgueni quedó tranquilo con la confianza de que, lo mismo que había pasado un año sin verla, así sucedería ahora. «Además, Vasili Nikoláievich se lo dirá a Ivan, el de la oficina, Ivan se lo dirá a ella y ella comprenderá que no la quiero», se dijo Evgueni, contento de habérselo dicho así a Vasili Nikoláievich, por difícil que le hubiese sido. «Todo es preferible, todo es mejor que esta duda, que este bochorno». Se estremeció al sólo recuerdo de aquel delito cometido con el pensamiento.
XII
El esfuerzo moral que había hecho para superar la vergüenza y hablar a Vasili Nikoláievich tranquilizó a Evgueni. Le pareció que ahora todo había terminado. Lisa advirtió al instante que se hallaba completamente tranquilo y hasta más alegre que de ordinario. «De seguro que le habían molestado los palabras necias de las mamás. Realmente, es desagradable, sobre todo para él, con su sensibilidad y nobleza, escuchar sus eternas reticencias», pensó Lisa.
El día siguiente era la trinidad. Hacía un tiempo hermoso y las mujeres de la aldea que, según la costumbre, habían ido al bosque a trenzar coronas de flores, a la vuelta pasaron por la casa señorial y se pusieron a cantar y bailar. María Pávlovna y Varvara Alexéievna, con sus vestidos de fiesta y sombrillas, salieron al portal y se acercaron al corro. A ellas se unió, de levita, el tío, pasaba el verano con Evgueni, un viejo tripudo, lascivo y borrachín.
Como siempre, las casadas jóvenes y las mozas formaban un corro de vivos colores, y a su alrededor, a un lado y otro, como planetas y satélites que se hubiesen desprendido, giraban las chicas, dándose la mano y presumiendo con sus vestidos de percal, los pequeños, que reían y corrían atrás y adelante, los chicos mayores, con sus chalecos azules y negros, sus gorras y sus camisas rojas, que no cesaban de esculpir cáscaras de semilla de girasol, los criados de la casa y la gente de fuera, que contemplaba de lejos las evoluciones del corro. Las dos señoras se acercaron seguidas de Lisa, ataviadas con un vestido azul celeste, con cintas del mismo color en el pelo y en anchas mangas, por las que asomaban sus brazos largos y blancos de angulosos codos.
Evgueni no sentía deseos de salir, pero resultaba ridículo ocultarse. Salió también al portal con el cigarrillo en los labios, saludó a los chicos y a los hombres y se puso a hablar con ellos. Las mujeres, entre tanto, se desgañitaban cantando, batían palmas y bailaban al compás de su propio cántico.
.Le llama la señora –dijo un chico acercándose a Evgueni quien no escuchaba las voces de su mujer. Lisa le llamaba para que viese las danzas, y sobre todo a una de las bailarinas, que le había agradado particularmente. Se trataba de Stepanida. Lucía una blusa amarilla, chaleco plisado y falda de seda; ancha, enérgica, arrebolada y alegre. Debía de bailar bien. El no vio nada.
.Sí, sí –decía quitándose y volviéndose a poner los lentes. –Sí, sí –repetía. «Parece que no voy a poder librarme de ella», pensaba mientras tanto.
No miraba porque temía verse atraído, y precisamente porque la había visto de refilón le pareció más atractiva. Además, por su brillante mirada había advertido que ella le veía y que se complacía en mirarlo. Se quedó lo indispensable para guarda las apariencias y, al advertir que Varvara Alexéievna la llamaba y de manera torpe y falsa le decía «querida», hablando con ella, dio la vuelta y se retiró. Se retiró y volvió a la casa. Se había ido para no verla, pero al llegar al piso alto, sin haber él mismo para qué, se acercó a la ventana y no se apartó de ella mientras las mujeres estuvieron ante el portal, mirándola y comiéndosela con los ojos.
Escapó antes de que nadie pudiera verle, llegó con paso silencioso hasta la puerta lateral y, después de encender un cigarrillo, con el propósito de dar un paseo, salió al jardín, en la dirección que ella había tomado. No había dado dos pasos hacia la avenida cuando, por entre los árboles, apareció el chaleco plisado sobre la blusa amarilla y el pañuelo rojo. Iba con otra mujer. «Van a algún sitio».
Y de ponto un apasionado y lúbrico deseo de abrasó, oprimiéndole el corazón. Evgueni, como obedeciendo una volunta ajena, miró alrededor y siguió tras ella.
.¡Evgueni Irténev! ¡Evgueni Irténev! Aquí estoy para lo que guste mandar –dijo una voz a sus espaldas, y Evgueni, al ver al viejo Samojin, a quien había contratad para abrir un pozo, recobró la serenidad, dio rápidamente la vuelta y se acercó a él.
Mientras charlaba con Samojin, se volvió de lado y pudo ver que las dos mujeres habían bajado hasta el pozo, o con la excusa del pozo, y después de permanecer allí unos instantes habían escapado ligeras hacia el corro.
XIII
Después de conversar con Samojin, Evgueni volvió a casa deprimido igual que si hubiese cometido un crimen. En primer lugar, ella le había entendió. Pensaba que quería verla y también los deseaba. En segundo lugar, la otra mujer, Anna Prójorova, debía de saberlo.
Lo peor de todo era que se sentía vencido, que carecía de voluntad propia, que había otra fuerza que le impulsaba; que en esta ocasión se había salvado de milagro, pero que en cualquier día, mañana, pasado mañana, sería un hombre perdido.
«Sí, seré un hombre perdido –no comprendía la cuestión de otro modo; .traicionaré a mi joven y amante esposa con una mujer de la aldea, a la vista de todos. ¿No es esto una perdición, una espantosa perdición después de la cual será imposible seguir viviendo? –se decía. .¿Es que no se pueden toma medidas? Hay que hacer algo. No debes pensar en ella – se ordenaba a sí mismo. .¡No debes pensar!», y a renglón seguido empezaba a pensar, la veía ante él y veía la sombra de los arces.
Recordó haber leído de un ermitaño que, obligado a imponer su mano sobre una mujer para curarla, a fin de huir de la tentación, acercó la otra mano a un brasero y se quemó los dedos. Lo recordó. «Sí, prefiero quemarme los dedos antes que la perdición». Y, comprobando que en cuarto no había nadie, encendió una cerilla y se la aplicó a un dedo.
“¡Ea, piensa ahora en ella! –se dijo irónicamente; el dolor le hizo retirar el ennegrecido dedo, tiró la cerilla y se rió de sí mismo. .¡Qué estupidez! No debía hacerlo. Pero hay que tomar medidas para que no la vuelva a ver: alejarme o hacer que se vaya. ¡Sí, hacer que se vaya!
Ofreceré dinero la marido para que se la lleve a la ciudad o se trasladen a otra aldea. Se enterarán, habrá comentarios. Pero no importa: cualquier cosa es preferible a este peligro. Sí, hay que hacerlo», se decía y no cesaba de mirarla, sin apartar los ojos. “¿Adónde ha ido?, se preguntó de pronto. Le preció que ella le había visto en la ventana y ahora, después de volverse hacia él, del brazo con otra mujer, iba hacia el jardín, braceando garbosamente. Sin comprender él mismo la razón, contento de sus pensamientos, se dirigió ala oficina.
Vasili Nikoláievich, con su levita de los días de fiesta y el pelo reluciente de brillantina, estaba tomando el té con su mujer y unos invitados.
.Deseaba hablar con usted, Vasilli Nikoláievich.
.No faltaba más. Ya hemos acabado.
.Será la mejor que venga conmigo.
.Ahora mismo, en cuanto tome la gorra. Tú, Tania, apaga el samovar –dijo Vasili Nikiláievich, saliendo alegremente.
Se le figuró a Evgueni que estaba algo bebido, pero ya no había remedio; acaso fuese preferible, se haría mejor cargo de la situación.
.Vengo a hablarle de lo de ayer, Vasilli Nikoláievich –dijo Evgueni; .de esa mujer.
.Comprendo. Ya he dado órdenes para que no la tomen en ningún modo.
.No se trata de eso; quería aconsejarme con usted. ¿No se podía hace que se marchara, que se fuera con toda su familia?
.¿Adónde la vamos a mandar? –preguntó Vasili Nikoláievich, en un tono que a Evgueni se le figuró descontento y burlón.
.Yo pensé que se les podía dar dinero o incluso tierra, en Kotlóvskoe. Lo que quiero es que ella no esté aquí.
.¿Y cómo vamos a obligarlos? ¿Cómo van a apartarse de su aldea? ¿Qué le pasa? ¿Es que le molesta?
.Comprenda, Vasili Nikoláievich, el disgusto que mi mujer se llevará cuando se entere.
.¿Y quien se lo va a decir?
.Pero, ¿cómo voy a vivir con semejante peligro? Y en general, me es muy penoso.
.¿Por qué se preocupa así? A quien recuerda lo viejo hay que sacarle los ojos. Y quien no ha pecado ante Dios, no es culpable ante el zar.
.De todos modos, sería mejor que se fuera. ¿Podría usted hablar con el marido?
.No hay nada que hablar. ¿Por qué se pone así, Evgueni Ivánovich? Todo pasó y ha sido olvidado. Son cosas que le ocurren a cualquiera. ¿Quién puede decir ahora nada malo de usted? No hay nada oculto en su vida, todos lo ven.
.No obstante, hable con él.
.está bien, hablaré.
Aunque de antemano sabía que no resultaría nada, esta conversación que la propia inquietud le había hecho exagerar el peligro.
¿Es que había acudido a una cita con ella? Esto era imposible. Simplemente, había salido a dar un paseo por el jardín y por casualidad se había tropezado con ella.
XIV
Aquel mismo día de la trinidad, después de comer, Lisa, que había salido a dar un paseo por el jardín, al pasar a la pradera, adonde su marido la llevaba para mostrarla la alfalfa, tuvo que saltar una pequeña zanja, dio un traspié y se cayó. La caída no fue violenta, de costado;
pero lanzó un grito y él vio en su cara no sólo el susto, sino también el dolor. Quiso ayudarla a levantarse, pero ella le apartó la mano.
.No, espera un poco, Evgueni –dijo sonriendo débilmente y, según a él se le figuró, confusa. –Es que me he torcido un tobillo y nada más.
.No me canso de decirlo –terció Varvara Alexéievna. .¿Es que en su estado puede saltar una zanja?
.Pero si no es nada, mamá. Ahora mimo me levanto.
Se puso n pie con la ayuda del marido, pero en aquel mismo instante palideció y en su cara apareció una expresión de susto.
.No me siento bien –y murmuró algo a su madre.
.¡Ay, Dios mío! ¡Lo que habéis hecho! Ya decía yo que no debías salir –gritó Varvara Alexéievna. –esperad, haré que venga alguien. No debe caminar. Hay que levarla.
.No tengas miedo, lisa. Yo te llevaré –dijo Evgueni, cogiéndola con el brazo izquierdo.
–Abrázate a mi cuello. Así.
Inclinándose, pasó el brazo derecho por debajo de sus piernas y la levantó. Nunca pudo olvidar más tarde la expresión de sufrimiento y, a la vez, de felicidad que su cara reflejaba.
.Es mucho peso para ti, querido –dijo sonriendo. .¡Mamá, corre a avisar!
Se inclinó sobre él y le dio un beso. Eran patentes sus deseos de que la madre viese como la llevaba.
Evgueni gritó a Varvara Alexéievna que no se diese prisa, que él la llevaría. Varvara Alexéievna se detuvo y empezó a gritar más todavía.
.Se te va a caer, es seguro que la vas a dejar caer. Quieres matarla. No tienes conciencia.
.Pero si la llevo perfectamente.
.No quiero, no quiero ver cómo atormentas a mi hija –y ocurrió a ocultarse tras una vuelta de la avenida.
.No es nada, se me pasará –dijo Lisa, sonriendo.
.Lo que hace falta es que no haya consecuencias, como la ora vez.
.No me refería a eso. Esto no es nada; pensaba en mamá. Estás cansado, descansa.
Aunque la carga se le hacía pesada, Evgueni la trasportó con orgullosa alegría hasta la casa y no la entregó a la doncella y el cocinero, quienes Varvara Alexéievna había encontrado y enviado a su encuentro. La llevó hasta el dormitorio y la depositó sobre la cama.
.Tú, vete –dijo ella, atrayéndolo hacia sí y dándole un beso. –Annushka y yo nos arreglaremos.
María Pávlovna, que se encontraba en su pabellón, acudió también. Desnudaron y acostaron a Lisa. Evgueni esperaba en la sala, con un libro en la mano. Varvara Alexéievna pasó junto a él con tan sombrío aspecto de desaprobación, que al infeliz le dio miedo.
.¿Qué hay? –preguntó.
.¿Qué hay? ¿Aun lo pregunta? Lo que probablemente quería cuando obligó a saltara a su mujer la zanja.
.¡Varvara Alexéievna! –gritó él. –Esto es insoportable. Si quiere martirizarme y hacerme la vida imposible… .quería decir «váyase a otra parte», pero se contuvo. .¿Es que no le duele?
.Ahora es tarde.
Y, sacudiendo triunfante la cofia, se dirigió a la puerta.
Lisa había caído, en efecto, en mala posición. Se había torcido el pie y existía el peligro de un nuevo aborto. Todos sabían que era imposible hacer nada; lo único que debía era guardar reposo; sin embargo, decidieron llamar al médico.
«Muy estimado Nikolai Semiónich –escribió Evgueni. –Ha sido usted siempre tan bondadoso con nosotros, que espero no se negará a acudir en ayuda de mi esposa. Se halla…», etc. Preparada la carta, se dirigió a la cuadra para dar órdenes en lo referente a los caballos y el coche. Había que prepara un tiro para traer al médico y otro para llevarlo. Donde la hacienda no está montada en lo grande, todo esto no se puede disponer de buenas a primeras, hay que pensarlo. Una vez hubo dispuesto las cosas él mismo y cuando el coche hubo salido, pasadas las nueve, volvió a casa. Su mujer seguía en la cama y decía que se sentía perfectamente; no le dolía nada. Pero Varvara Alexéievna, a la luz de las lámparas, para que no molestase a Lisa, había puesto un cuaderno de música, estaba tejiendo una manta roja con un aspecto que decía claramente que, después de lo sucedido, la paz era imposible. Y, por mucho que los demás hicieran, parecía decir: «Yo, al menos, he cumplido con mi deber».
En lo vio, pero hizo como si no lo advirtiera; trató de parecer alegre y despreocupado;
contó cómo había reunido los caballos y cómo la yegua «Kavushka» había ido perfectamente de encuarte izquierdo.
.Sí, se comprende; es el momento más oportuno para hacer salir los caballos, cuando hace falta ayuda. Seguramente también tirarán al médico a una zanja –dijo Varvara Alexéievna, mirando por debajo de los lentes su labor, que había acerado a la lámpara.
.Era necesario hacerlo. He arreglado las cosas como mejor creía.
.Recuerdo muy bien la manera como sus caballos me arrastraron a la entrada.
Se trataba de una vieja invención de la suegra, y ahora en cometió la imprudencia de decir que las cosas no habían sido así.
.Por algo digo siempre, y se lo he repetido muchas veces al príncipe, que lo peor de todo es vivir con gente embustera y falsa; todo lo aguanto, menos eso.
.Pues me parece que es a mí a quien más afecta –dijo Evgueni.
.Ya se ve.
.¿Qué?
.Nada, estoy contando los puntos.
Evgueni se encontraba en aquel momento junto a la cama. Lisa le miró y con una mano húmeda, que descansaba sobre la colcha, cogió la suya y la apretó. «Aguántate, hazlo por mí.
Ella no constituye un obstáculo para que nosotros nos queramos», le dijo su mirada.
.No lo haré. Así es –murmuró él, y besó su mano húmeda y larga, y luego sus ojos, que se cerraron al recibir el beso. .¿Es que se va a repetir? –dijo luego. .¿Cómo te encuentras?
.Me da miedo decirlo, pero tengo la sensación de que vive y vivirá –contestó Lisa mirando su vientre.
.Es terrible, es terrible pensarlo siquiera.
Aunque Lisa insistió mucho en que se retirara, Evgueni se quedó con ella, con un ojo abierto y dispuesto a atenderla. Pero pasó bien la noche y, si no hubiesen llamado al médico, acaso se habría levantado.
El médico llegó a la hora de la comida y, como se comprende, dijo que, aunque reiterados, no había indicaciones en este sentido, aunque tampoco los había en sentido contrario, por lo que, por una parte, se podía suponer, y por otra, también se podía suponer.
Por ello había que guardar absoluto reposo. Además, el médico dio a Varvara Alexéievna una conferencia sobre anatomía de la mujer, a todo lo largo de la cual ella no cesó de menear significativamente la cabeza. Una vez hubo recibido sus honorarios, como de ordinario, en la parte posterior de la palma de mano, el médico se fue, previa indicación de que la enferma debía guardar una semana de cama.
XV
Evgueni pasó la mayor parte del tiempo junto a la cama de su mujer; la atendía, hablaba con ella, le leía y, lo que resultaba más difícil de todo, lo hacía soportando las acometidas de Varvara Alexéievna, que hasta sabía convertir en objeto de broma.
Pero no podía quedarse siempre en casa. En primer lugar, Lisa le hacía salir, diciendo que se ponía enfermo si ni se movía de su lado, y en segundo, las cuestiones de la hacienda marchaban de tal modo, que a cada paso e requería su presencia. No podía recluirse en casa, y estando en el campo, en el bosque, en el huerto, en la era, en todos los sitios, no ya el pensamiento de Stepanida, sino su imagen viva le perseguía de tal modo, que en muy raras ocasiones podía olvidarla. Esto no habría sido nada, acaso habría podido superar ese sentimiento; lo peor de todo era que antes pasaban meses enteros sin verla y ahora la veía y se tropezaba con ella a cada paso. Stepanida parecía comprender que él quería reanudar las relaciones y trataba de hacerse visible. Entre ellos no se había hablado nada, y por eso ni ella ni él acudían directamente a la cita, tratando solamente de encontrarse.
El sitio donde esto podía suceder era el bosque, al que las mujeres acudían con sacos a buscar hierba para las vacas. Evgueni lo sabía y por eso pasaba a diario por allí. Todos los días se decía que no lo haría y todos los días terminaba dirigiéndose al bosque y, al escuchar voces, deteniéndose tras un arbusto, miraba con el corazón palpitante si era ella.
¿Para qué necesitaba saberlo? No hubiera podido contestarlo. Si hubiese sido ella y hubiese estado sola, no se había acercado (así lo pensaba), sino que habría huido; pero necesitaba verla. En una ocasión la encontró: cuando él entraba en el boque, ella salía con otras dos mujeres, con un pescado seco de hierba a la espalda. De ocurrir un poco antes, hubiera podido hacerse el encontradizo en el bosque. Ahora era imposible, en presencia de las otras mujeres, hacerla volver. Mas, a pesar de que lo comprendía así, durante largo rato, con el riesgo de llamar la atención de las otras mujeres, permaneció espiando tras los arbustos de avellano. Ella no volvió, se entiende, pero él estuvo aguardando un buen rato. ¡Que hechizo se imaginaba, Dios mío! Y esto no ocurrió una vez, fueron cinco, seis. Y conforme el tiempo pasaba, más fuerte era en él ese sentimiento. Jamás le había parecido tan atractiva. Y no era sólo que fuese atractiva, jamás le había subyugado de esta manera.
Sabía que iba perdiendo el dominio sobre sí mismo; era algo que lindaba con la locura. La severidad para con su persona no se había debilitado en absoluto; al contrario, veía toda la infamia de sus deseos y hasta de sus actos, porque de ir al bosque era ya un acto. Sabía que, en cuanto la tuviese cerca, en la oscuridad si era posible, se dejaría arrastrar por el sentimiento. Sabía que lo único que le frenaba era la vergüenza ante la gente, ante ella y ante sí mismo. Y sabía que buscaba las circunstancias n que esta vergüenza no se advirtiese: la oscuridad o un contacto en que la vergüenza quedase ahogada por la pasión animal. Y por ese sabía que era un infame criminal, y se despreciaba y aborrecía con todas las potencias de su alma. Se aborrecía porque no acababa de rendirse; todos los días pedía a Dios que le diese fuerzas, que lo salvase de la perdición, todos los días se hacía a la idea de que no daría un paso más, no la miraría y trataría de olvidarla. Cada día imaginaba recursos para verse libre de aquel tormento y los ponía en práctica.
Pero todo era en vano.
Uno de los recursos era estar siempre ocupado en algo: otro era el trabajo intenso trabajo físico y el ayuno; estaba también la clara noción del bochorno que caería sobre su cabeza cuando todos se enterasen: su mujer, su suegra, la gente. Lo probaba todo y le parecía que salía vencedor, pro llegaba la hora, el mediodía, la hora de las citas de antes, la hora en que la había visto ir a buscar hierba… y se dirigía al bosque.
Así trascurrieron cinco penosos días. La vio de lejos, pero ni una sola vez llegaron a acercarse.
XVI
Lisa se iba reponiendo poco a poco, empezaba a caminar y se sentía inquieta por el cambio producido en su marido, que ella era incapaz de comprender.
Varvara Alexéievna se hallaba fuera por algún tiempo y el único extraño que quedaba era el tío. María Pávlovna, como siempre, estaba en casa.
Evgueni se hallaba en aquel estado, lindante con la locura, cuando como con frecuencia ocurre después de las tormentas de junio, vinieron unas lluvias torrenciales que se prolongaron durante dos días. Hubieron de ser interrumpidos todos los trabajos. Cesó hasta el acarreo del estiércol. La gente se había quedado en casa. Los pastores, que no podían con la dula, acabaron por llevarla al pueblo. Las vacas y las ovejas se fueron separando, cada una en busca de su casa. Las mujeres, descalzas y cubiertas con pañuelos, chapoteando en el barro, salieron a buscar las vacas extraviadas. Numerosos regatos corrían por los caminos, las hojas y la hierba estaban llenas de gotas y de los canalones caían sin cesar chorros que formaban espumeantes charcos. Evgueni se encontraba en casa con su mujer, que ahora le resultaba particularmente tediosa. Preguntó varias veces a Evgueni por la causa de su descontento y él, de mal humor, contestó que no le ocurría nada. Ella cesó en sus preguntas, pero quedó disgustada.
Habían desayunado y se encontraban en la sala. El tío contaba por centésima vez sus invenciones relacionadas con amigos suyos de la alta sociedad. Lisa hacía punto y suspiraba, quejándose del tiempo y de dolor de riñones. El tío de aconsejó que se acostara y, por su parte, pidió que le sirvieran vino. Dentro de casa, Evgueni se sentía aburridísimo. Todo le parecía lánguido y tedioso. Fumaba, con un libro entre las manos, pero no entendía nada de lo que leía.
.Tengo que ir a ver los ralladores que trajeron ayer –dijo. Se puso en pie y se dirigió a la salida.
.Llévate el paraguas.
.No hace falta, me pondré el chaquetón de cuero. Además, no voy lejos.
Se puso las botas altas y el chaquetón y se encaminó a la fábrica; pero no había recorrido veinte pasos cuando le salió al encuentro ella, con la falda recogida y dejando ver las blancas pantorrillas. Caminaba sujetando con ambas manos la toquilla en que se había envuelto la cabeza y los hombros.