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Narrativa Breve
  • Текст добавлен: 24 сентября 2016, 06:27

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Автор книги: Leon Tolstoi



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—se dijo—. ¡No puede ser! ¡No puede ser, pero es! ¿Cómo es posible? ¿Cómo entenderlo?»

Y no podía entenderlo. Trató de ahuyentar aquel pensamiento falso, inicuo, morboso, y poner en su lugar otros pensamientos saludables y correctos. Pero aquel pensamiento —y más que pensamiento la realidad mismavolvía una vez tras otra y se encaraba con él.

Y para desplazar ese pensamiento convocó toda una serie de otros, con la esperanza de encontrar apoyo en ellos. Intentó volver al curso de pensamientos que anteriormente le habían protegido contra la idea de la muero te. Pero —cosa raratodo lo que antes le había servido de escudo, todo cuanto le había ocultado, suprimido, la conciencia de la muerte, no producía ahora efecto alguno. Últimamente Ivan Ilich pasaba gran parte del tiempo en estas tentativas de reconstituir el curso previo de los pensamientos que le protegían de la muerte. A veces se decía: «Volveré a mi trabajo, porque al fin y al cabo vivía de él.» Y apartando de sí toda duda, iba al juzgado, entablaba conversación con sus colegas y, según costumbre, se sentaba distraído, contemplaba meditabundo a la multitud, apoyaba los enflaquecidos brazos en los del sillón de roble, y, recogiendo algunos papeles, se inclinaba hacia un colega, también según costumbre, murmuraba algunas palabras con él, y luego, levantando los ojos e irguiéndose en el sillón, pronunciaba las consabidas palabras y daba por abierta la sesión. Pero de pronto, en medio de ésta, su dolor de costado, sin hacer caso en qué punto se hallaba la sesión, iniciaba su propia labor corrosiva. Ivan Ilich concentraba su atención en ese dolor y trataba de apartarlo de sí, pero el dolor proseguía su labor, aparecía, se levantaba ante él y le miraba. Y él quedaba petrificado, se le nublaba la luz de los ojos, y comenzaba de nuevo a preguntarse:

«¿Pero es que sólo este dolor es verdad?» y sus colegas y subordinados veían con sorpresa y amargura que él, juez brillante y sutil, se embrollaba y equivocaba. Él se estremecía, procuraba volver en su acuerdo, llegar de algún modo al final de la sesión y volverse a casa con la triste convicción de que sus funciones judiciales ya no podían ocultarle, como antes ocurría, lo que él quería ocultar; que esas labores no podían librarle de aquello. y lo peor de todo era que aquello atraía su atención hacia sí, no para que él tomase alguna medida, sino sólo para que él lo mirase fijamente, cara a cara, lo mirase sin hacer nada y sufriese lo indecible.

Y para librarse de esa situación, Ivan Ilich buscaba consuelo ocultándose tras otras pantallas, y, en efecto, halló nuevas pantallas que durante breve tiempo parecían salvarle, pero que muy pronto se vinieron abajo o, mejor dieho, se tomaron transparentes, como si aquello las penetrase y nada pudiese ponerle coto.

En estos últimos tiempos solía entrar en la sala que él mismo había arreglado —la sala en que había tenido la caída y a cuyo acondicionamiento—, ¡qué amargamente ridículo era pensarlo! – había sacrificado su vida, porque él sabía que su dolencia había empezado con aquel golpe. Entraba y veía que algo había hecho un rasguño en la superficie barnizada de la mesa. Buscó la causa y encontró que era el borde retorcido del adorno de bronce de un álbum.

Cogía el costoso álbum, que él mismo había ordenado pulcramente, y se enojaba por .la negligencia de su hija y los amigos de ésta —bien porque el álbum estaba roto por varios sitios o bien porque las fotografías estaban del revés. Volvía a arreglarlas debidamente y a enderezar el borde del adorno.

Luego se le ocurría colocar todas esas cosas en otro rincón de la habitación, junto a las plantas. Llamaba a un criado, pero quienes venían en su ayuda eran su hija o su esposa. Éstas no estaban de acuerdo, le contradecían, y él discutía con ellas y se enfadaba. Pero eso estaba bien, porque mientras tanto no se acordaba de aquello, aquello era invisible.

Pero cuando él mismo movía algo su mujer le decía: «Deja que lo hagan los criados. Te vas a hacer daño otra vez.» y de pronto aquello aparecía a través de la pantalla y él lo veía.

Era una aparición momentánea y él esperaba que se esfumara, pero sin querer prestaba atención a su costado. «Está ahí continuamente, royendo como siempre.» y ya no podía olvidarse de aquello, que le miraba abiertamente desde detrás de las plantas. ¿A qué venía todo eso?

«y es cierto que fue aquí, por causa de esta cortina, donde perdí la vida, como en el asalto a una fortaleza. ¿De veras? ¡Qué horrible y qué estúpido! ¡No puede ser verdad! ¡No puede serIo, pero lo es!»

Fue a su despacho, se acostó y una vez más se quedó solo con aquello: de cara a cara con aquello. Y no había nada que hacer, salvo mirado y temblar.

7


Imposible es contar cómo ocurrió la cosa, porque vino paso a paso, insensiblemente, pero en el tercer mes de la enfermedad de Ivan Ilich, su mujer, su hija, su hijo, los conocidos de la familia, la servidumbre, los médicos y, sobre todo él mismo, se dieron cuenta de que el único interés que mostraba consistía en si dejaría pronto vacante su cargo, libraría a los demás de las molestias que su presencia les causaba y se libraría a sí mismo de sus padecimientos.

Cada vez dormía menos. Le daban opio y empezaron a ponerle inyecciones de morfina.

Pero ello no le paliaba el dolor. La sorda congoja que sentía durante la somnolencia le sirvió de alivio sólo al principio, como cosa nueva, pero luego llegó a ser tan torturante como el dolor mismo, o aún más que éste.

Por prescripción del médico le preparaban una alimentación especial, pero también ésta le resultaba cada vez más insulsa y repulsiva.

Para las evacuaciones también se tomaron medidas especiales, cada una de las cuales era un tormento para él: el tormento de la inmundicia, la indignidad y el olor, así como el de saber que otra persona tenía que participar en ello.

Pero fue cabalmente en esa desagradable función donde Ivan Ilich halló consuelo.

Gerasim, el ayudante del mayordomo, era el que siempre venía a llevarse los excrementos.

Gerasim era un campesino joven, limpio y lozano, siempre alegre y espabilado, que había engordado con las comidas de la ciudad. Al principio la presencia de este individuo, siempre vestido pulcramente a la rusa, que hacía esa faena repugnante perturbaba a Ivan Ilich.

En una ocasión en que éste, al levantarse del orinal, sintió que no tenía fuerza bastante para subirse el pantalón, se desplomó sobre un sillón blando y miró con horror sus muslos desnudos y enjutos, perfilados por músculos impotentes.

Entró Gerasim con paso firme y ligero, esparciendo el grato olor a brea de sus botas recias y el fresco aire invernal, con mandil de cáñamo y limpia camisa de percal de mangas remangadas sobre sus fuertes y juveniles brazos desnudos, y sin mirar a Ivan Ilich —por lo visto para no agraviarle con el gozo de vivir que brillaba en su rostrose acercó al orinal.

—Gerasim —dijo Ivan Ilich con voz débil.

Gerasim se estremeció, temeroso al parecer de haber cometido algún desliz, y con gesto rápido volvió hacia el enfermo su cara fresca, bondadosa, sencilla y joven, en la que empezaba a despuntar un atisbo de barba.

—¿Qué desea el señor?

—Esto debe de serte muy desagradable. Perdóname. No puedo valerme.

—Por Dios, señor —y los ojos de Gerasim brillaron al par que mostraba sus brillantes dientes blancos—. No es apenas molestia. Es porque está usted enfermo.

Y con manos fuertes y hábiles hizo su acostumbrado menester y salió de la habitación con paso liviano. Al cabo de cinco minutos volvió con igual paso.

Ivan Ilich seguía sentado en el sillón. – Gerasim —dijo cuando éste colocó en su sitio el utensilio ya limpio y bien lavado—, por favor ven acá y ayúdame —Gerasim se acercó a él—.

Levántame. Me cuesta mucho trabajo hacerlo por mí mismo y le dije a Dmitri que se fuera.

Gerasim fue a su amo, le agarró a la vez con fuerza y destreza —lo mismo que cuando andaba—, le alzó hábil y suavemente con un brazo, y con el otro le levantó el pantalón y quiso sentarle, pero Ivan Ilich le dijo que le llevara al sofá. Gerasim, sin hacer esfuerzo ni presión al parecer, le condujo casi en vilo al sofá y le depositó en él.

—Gracias. ¡Qué bien y con cuánto tino lo haces todo! Gerasim sonrió de nuevo y se dispuso a salir, pero Ivan Ilich se sentía tan a gusto con él que no quería que se fuera.

—Otra cosa. Acerca, por favor, esa silla. No, la otra, y pónmela debajo de los pies. Me siento mejor cuando tengo los pies levantados.

Gerasim acercó la silla, la colocó suavemente en el sitio a la vez que levantaba los pies de Ivan Ilich y los ponía en ella. A éste le parecía sentirse mejor cuando Gerasim le tenía los pies en alto.

—Me siento mejor cuando tengo los pies levantados —dijo Ivan Ilich—. Ponme ese cojín debajo de ellos.

Gerasim así lo hizo. De nuevo le levantó los pies y volvió a depositarIos. De nuevo Ivan Ilich se sintió mejor mientras Gerasim se los levantaba. Cuando los bajó, a Ivan Ilich le pareció que se sentía peor.

—Gerasim —dijo—, ¿estás ocupado ahora? – No, señor, en absoluto —respondió Gerasim, que de los criados de la ciudad había apren, dido cómo hablar con los señores.

—¿Qué tienes que hacer todavía? – ¿Que qué tengo que hacer? Ya lo he hecho todo, salvo cortar leña para mañana.

—Entonces levántame las piernas un poco más, ¿puedes?

—¡Cómo no he de poder! – Gerasim levantó aún más las piernas de su amo, y a éste le pareció que en esa postura no sentía dolor alguno.

—¿Y qué de la leña? – No se preocupe el señor. Hay tiempo para ello. Ivan Ilich dijo a Gerasim que se sentara y le tuviera los pies levantados y empezó a hablar con él. Y, cosa rara, le parecía sentirse mejor mientras Gerasim le tenía levantadas las piernas.

A partir de entonces Ivan Ilich llamaba de vez en cuando a Gerasim, le ponía las piernas sobre los hombros y gustaba de hablar con él. Gerasim hacía todo ello con tiento y sencillez, y de tan buena gana y con tan notable afabilidad que conmovía a su amo. La salud, la fuerza y la vitalidad de otras personas ofendían a Ivan Ilich; únicamente la energía y la vitalidad de Gerasim no le mortificaban; al contrario, le servían de alivio.

El mayor tormento de Ivan Ilich era la mentira, la mentira que por algún motivo todos aceptaban, según la cual él no estaba muriéndose, sino que sólo estaba enfermo, y que bastaba con que se mantuviera tranquilo y se atuviera a su tratamiento para que se pusiera bien del todo. Él sabía, sin embargo, que hiciesen lo que hiciesen nada resultaría de ello, salvo padecimientos aún más agudos y la muerte. Y le atormentaba esa mentira, le atormentaba que no quisieran admitir que todos ellos sabían que era mentira y que él lo sabía también, y que le mintieran acerca de su horrible estado y se aprestaran —más aún, le obligarana participar en esa mentira. La mentira —esa mentira perpetrada sobre él en vísperas de su muerteencaminada a rebajar el hecho atroz y solemne de su muerte al nivel de las visitas, las cortinas, el esturión de la comida… era un horrible tormento para Ivan Ilich. Y, cosa extraña, muchas veces cuando se entregaban junto a él a esas patrañas estuvo a un pelo de gritarles: «¡Dejad de mentir!

¡Vosotros bien sabéis, y yo sé, que me estoy muriendo! ¡Conque al menos dejad de mentir!»

Pero nunca había tenido arranque bastante para hacerlo. Veía que el hecho atroz, horrible, de su gradual extinción era reducido por cuantos le rodeaban al nivel de un incidente casual, en parte indecoroso (algo así como si un individuo entrase en una sala esparciendo un mal olor), resultado de ese mismo «decoro» que él mismo había practicado toda su vida. Veía que nadie se compadecía de él, porque nadie quería siquiera hacerse cargo de su situación. Únicamente Gerasim se hacía cargo de ella y le tenía lástima; y por eso Ivan Ilich se sentía a gusto sólo con él. Se sentía a gusto cuando Gerasim pasaba a veces la noche entera sosteniéndole las piernas, sin querer ir a acostarse, diciendo: «No se preocupe, Ivan Ilich, que dormiré más tarde.» O cuando, tuteándole, agregaba: «Si no estuvieras enfermo, sería distinto, ¿pero qué más da un poco de ajetreo?» Gerasim era el único que no mentía, y en todo lo que hacía mostraba que comprendía cómo iban las cosas y que no era necesario ocultadas, sino sencillamente tener lástima a su débil y demacrado señor. Una vez, cuando Ivan Ilich le decía que se fuera, incluso llegó a decide:

—Todos tenemos que morir. ¿Por qué no habría de hacer algo por usted? – expresando así que no consideraba oneroso su esfuerzo porque lo hacía por un moribundo y esperaba que alguien hiciera lo propio por él cuando llegase su hora.

Además de esas mentiras, o a causa de ellas, lo que más torturaba a Ivan Ilich era que nadie se compadeciese de él como él quería. En algunos instantes, después de prolongados sufrimientos, lo que más anhelaba —aunque le habría dado vergüenza confesarloera que alguien le tuviese lástima como se le tiene lástima a un niño enfermo. Quería que le acariciaran, que le besaran, que lloraran por él, como se acaricia y consuela a los niños. Sabía que era un alto funcionario, que su barba encanecía y que, por consiguiente, ese deseo era imposible; pero, no obstante, ansiaba todo eso. y en sus relaciones con Gerasim había algo semejante a éllo, por lo que esas relaciones le servían de alivio. Ivan Ilich quería llorar, quería que le mimaran y lloraran por él, y he aquí que cuando llegaba su colega Shebek, en vez de llorar y ser mimado, Ivan Ilich adoptaba un semblante serio, severo, profundo y, por fuerza de la costumbre, expresaba su opinión acerca de una sentencia del Tribunal de Casación e insistía porfiadamente en ella. Esa mentira en torno suyo y dentro de sí mismo emponzoñó más que nada los últimos días de la vida de Ivan Ilich.

8


Era por la mañana. Sabía que era por la mañana sólo porque Gerasim se había ido y el lacayo Pyotr había entrado, apagado las bujías, descorrido una de las cortinas y empezado a poner orden en la habitación sin hacer ruido. Nada importaba que fuera mañana o tarde, viernes o domingo, ya que era siempre igual: el dolor acerado, torturante, que no cesaba un momento; la conciencia de una vida que se escapaba inexorablemente, pero que no se extinguía; la proximidad de esa horrible y odiosa muerte, única realidad; y siempre esa mentira. ¿Qué significaban días, semanas, horas, en tales circunstancias?

—¿Tomará té el señor? «Necesita que todo se haga debidamente y quiere que los señores tomen su té por la mañana» – pensó Ivan Ilich y sólo dijo:

—No. – ¿No desea el señor pasar al sofá? «Necesita arreglar la habitación y le estoy estorbando. Yo soy la suciedad y el desorden» – pensaba, y sólo dijo:

—No. Déjame. El criado siguió removiendo cosas. Ivan Ilich alargó la mano. Pyotr se acercó servicialmente.

—¿Qué desea el señor? – Mi reloj.

Pyotr cogió el reloj, que estaba al alcance de la mano, y se lo dio a su amo.

—Las ocho y media. ¿No se han levantado todavía? – No, señor, salvo Vasili Ivanovich (el hijo) que ya se ha ido a clase. Praskovya Fyodorovna me ha mandado despertarla si el señor preguntaba por ella. ¿Quiere que lo haga?

—No. No hace falta. – «Quizá debiera tomar té», se dijo—. Sí, tráeme té.

Pyotr se dirigió a la puerta, pero a Ivan Ilich le aterraba quedarse solo. «¿Cómo retenerle aquí? Sí, con la medicina.»

—Pyotr, dame la medicina. – «Quizá la medicina me ayude todavía». Tomó una cucharada y la sorbió. «No, no me ayuda. Todo esto no es más que una bobada, una superchería —decidió cuando se dio cuenta del conocido, empalagoso e irremediable sabor~. No, ahora ya no puedo creer en ello. Pero el dolor, ¿por qué este dolor? ¡Si al menos cesase un momento!»

y lanzó un gemido. Pyotr se volvió para mirarle. – No. Anda y tráeme el té.

Salió Pyotr. Al quedarse solo, Ivan Ilich empezó a gemir, no tanto por el dolor físico, a pesar de lo atroz que era, como por la congoja mental que sentía. «Siempre lo mismo, siempre estos días y estas noches interminables. ¡Si viniera más de prisa! ¿Si viniera qué más de prisa?

¿La muerte, la tiniebla? ¡No, no! ¡Cualquier cosa es mejor que la muerte!»

Cuando Pyotr volvió con el té en una bandeja, Ivan Ilich le estuvo mirando perplejo un rato, sin comprender quién o qué era. A Pyotr le turbó esa mirada y esa turbación volvió a Ivan Ilich en su acuerdo.

—Sí —dijo—, el té… Bien, ponlo ahí. Pero ayúdame a lavarme y ponerme una camisa limpia.

E Ivan Ilich empezó a lavarse. Descansando de vez en cuando se lavó las manos, la cara, se limpió los dientes, se peinó y se miró en el espejo. Le horrorizó lo que vio. Le horrorizó sobre todo ver cómo el pelo se le pegaba, lacio, a la frente pálida.

Cuando le cambiaban de camisa se dio cuenta de que sería mayor su horror si veía su cuerpo, por lo que no lo miró. Por fin acabó aquello. Se puso la bata, se arropó en una manta y se sentó en el sillón para tomar el té. Durante un momento se sintió más fresco, pero tan pronto como empezó a sorber el té volvió el mismo mal sabor y el mismo dolor. Concluyó con dificultad de beberse el i té, se acostó estirando las piernas y despidió a Pyotr.

Siempre lo mismo. De pronto brilla una chispa de esperanza, luego se encrespa furioso un mar de desesperación, y siempre dolor, siempre dolor, siempre congoja y siempre lo mismo.

Cuando quedaba solo y horriblemente angustiado sentía el deseo de llamar a alguien, pero sabía de antemano que delante de otros sería peor. «Otra dosis de morfina —y perder el conocimiento—. Le diré al médico que piense en otra cosa. Es imposible, imposible, seguir así.»

De ese modo pasaba una hora, luego otra. Pero entonces sonaba la campanilla de la puerta. Quizá sea el médico. En efecto, es el médico, fresco, animoso, rollizo, alegre, y con ese aspecto que parece decir: «¡Vaya, hombre, está usted asustado de algo, pero vamos a remediarlo sobre la marcha!» El médico sabe que ese su aspecto no sirve de nada aquí, pero se ha revestido de él de una vez por todas y no puede desprenderse de él, como hombre que se ha puesto el frac por la mañana para hacer visitas.

El médico se lava las manos vigorosamente y con aire tranquilizante.

—¡Huy, qué frío! La helada es formidable. Deje que entre un poco en calor —dice, como si bastara sólo esperar a que se calentase un poco para arreglarlo todo—. Bueno, ¿cómo va eso?

Ivan Ilich tiene la impresión de que lo que el médico quiere decir es «¿cómo va el negocio?», pero que se da cuenta de que no se puede hablar así, y en vez de eso dice: «¿Cómo ha pasado la noche?»

Ivan Ilich le mira como preguntando: «¿Pero es que usted no se avergüenza nunca de mentir?» El médico, sin embargo, no quiere comprender la pregunta, e Ivan Ilich dice:

—Tan atrozmente como siempre. El dolor no se me quita ni se me calma. Si hubiera algo…

—Sí, ustedes los enfermos son siempre lo mismo. Bien, ya me parece que he entrado en calor. Incluso Praskovya Fyodorovna, que es siempre tan escrupulosa, no tendría nada que objetar a mi temperatura. Bueno, ahora puedo saludarle —y el médico estrecha la mano del enfermo.

y abandonando la actitud festiva de antes, el médico empieza con semblante serio a reconocer al enfermo, a tomarle el pulso y la temperatura, y luego a palparle y auscultarle.

Ivan Ilich sabe plena y firmemente que todo eso es tontería y pura falsedad, pero cuando el médico, arrodillándose, se inclina sobre él, aplicando el oído primero más arriba, luego más abajo, y con gesto significativo hace por encima de él varios movimientos gimnásticos, el enfermo se somete a ello como antes solía someterse a los discursos de los abogados, aun sabiendo perfectamente que todos ellos mentían y por qué mentían.

De rodillas en el sofá, el médico está auscultando cuando se nota en la puerta el frufrú del vestido de seda de Praskovya Fyodorovna y se oye cómo regaña a Pyotr porque éste no le ha anunciado la llegada del médico.

Entra en la habitación, besa al marido y al instante se dispone a mostrar que lleva ya largo rato levantada y sólo por incomprensión no estaba allí cuando llegó el médico.

Ivan Ilich la mira, la examina de pies a cabeza, echándole mentalmente en cara lo blanco, limpio y rollizo de sus brazos y su cuello, lo lustroso de sus cabellos y lo brillante de sus ojos llenos de vida. La detesta con toda el alma. y el arrebato de odio que siente por ella le hace sufrir cuando ella le toca.

Su actitud respecto a él y su enfermedad sigue siendo la misma. Al igual que el médico, que adoptaba frente a su enfermo cierto modo de proceder del que no podía despojarse, ella también había adoptado su propio modo de proceder, a saber, que su marido no hacía lo que debía, que él mismo tenía la culpa de lo que le pasaba y que ella se lo reprochaba amorosamente. Y tampoco podía desprenderse de esa actitud.

—Ya ve usted que no me escucha y no toma la medicina a su debido tiempo. Y, sobre todo, se acuesta en una postura que de seguro no le conviene. Con las piernas en alto.

y ella contó cómo él hacía que Gerasim le tuviera las piernas levantadas.

El médico se sonrió con sonrisa mitad afable mitad despectiva:

—¡Qué se le va a hacer! Estos enfermos se figuran a veces niñerías como ésas, pero hay que perdonarles.

Cuando el médico terminó el reconocimiento, miró su reloj, y entonces Praskovya Fyodorovna anunció a Ivan Ilich que, por supuesto, se haría lo que él quisiera, pero que ella había mandado hoy por un médico célebre que vendría a reconocerle y a tener consulta con Mihail Danilovich (que era el médico de cabecera).

—Por favor, no digas que no. Lo hago también por mí misma —dijo ella con ironía, dando a entender que ella lo hacía todo por él y sólo decía eso para no darle motivo de negárselo. Él calló y frunció el ceño. Tenía la sensación de que la red de mentiras que le rodeaba era ya tan tupida que era imposible sacar nada en limpio.

Todo cuanto ella hacía por él sólo lo hacía por sí misma, y le decía que hacía por sí misma lo que en realidad hacía por sí misma, como si ello fuese tan increíble que él tendría que entenderlo al revés.

En efecto, el célebre galeño llegó a las once y media. Una vez más empezó la auscultación y, bien ante el enfermo o en otra habitación, comenzaron las conversaciones significativas acerca del riñón y el apéndice y las preguntas y respuestas, con tal aire de suficiencia que, de nuevo, en vez de la pregunta real sobre la vida y la muerte que era la única con la que Ivan Ilich ahora se enfrentaba, de lo que hablaban era de que el riñón y el apéndice no funcionaban correctamente y que ahora Mihail Danilovich y el médico famoso los obligarían a comportarse como era debido.

El médico célebre se despidió con cara seria, pero no exenta de esperanza. y a la tímida pregunta que le hizo Ivan Ilich levantando hacia él ojos brillantes de pavor y esperanza, contestó que había posibilidad de restablecimiento, aunque no podía asegurarlo. La mirada de esperanza con la que Ivan Ilich acompañó al médico en su salida fue tan conmovedora que, al verla, Praskovya Fyodorovna hasta rompió a llorar cuando salió de la habitación con el médico para entregarle sus honorarios.

El destello de esperanza provocado por el comentario estimulante del médico no duró mucho. El mismo aposento, los mismos cuadros, las cortinas, el papel de las paredes, los frascos de medicina… todo ello seguía allí, junto con su cuerpo sufriente y doliente. Ivan Ilich empezó a gemir. Le pusieron una inyección y se sumió en el olvido.

Anochecía ya cuando volvió en sí. Le trajeron la comida. Con dificultad tomó un poco de caldo. y otra vez lo mismo, y llegaba la noche.

Después de comer, a las siete, entró en la habitación Praskovya Fyodorovna en vestido de noche, con el seno realzado por el corsé y huellas de polvos en la cara. Ya esa mañana había recordado a su marido que iban al teatro. Había llegado a la ciudad Sarah Bernhardt y la familia tenía un palco que él había insistido en que tomasen. Ivan Ilich se había olvidado de eso y la indumentaria de ella le ofendió, pero disimuló su irritación cuando cayó en la cuenta de que él mismo había insistido en que tomasen el palco y asistiesen a la función porque seria un placer educativo y estético para los niños.

Entró Praskovya Fyodorovna, satisfecha de sí misma pero con una punta de culpabilidad.

Se sentó y le preguntó cómo estaba, pero él vio que preguntaba sólo por preguntar y no para enterarse, sabiendo que no había nada nuevo de qué enterarse, y entonces empezó a hablar de lo que realmente quería: que por nada del mundo iría al teatro, pero que habían tomado un palco e iban su hija y Hélene, así como también Petrischev (juez de instrucción, novio de la hija), y que de ningún modo podían éstos ir solos; pero que ella preferiría con mucho quedarse con él un rato. Y que él debía seguir las instrucciones del médico mientras ella estaba fuera.

—¡Ah, sí! Y Fyodor Petrovich (el novio) quisiera entrar. ¿Puede hacerlo? ¿Y Liza?

—Que entren. Entró la hija, también en vestido de noche, con el cuerpo juvenil bastante en evidencia, ese cuerpo que en el caso de él tanto sufrimiento le causaba. y ella bien que lo exhibía. Fuerte, sana, evidentemente enamorada e irritada contra la enfermedad, el sufrimiento y la muerte porque estorbaban su felicidad.

Entró también Fyodor Petrovich vestido de frac, con el pelo rizado a la Capou, un cuello duro que oprimía el largo pescuezo fibroso, enorme pechera blanca y con los fuertes muslos embutidos en unos pantalones negros muy ajustados. Tenía puesto un guante blanco y llevaba la chistera en la mano.

Tras él, y casi sin ser notado, entró el colegial en uniforme nuevo y con guantes, pobre chico. Tenía enormes ojeras, cuyo significado Ivan Ilich conocía bien.

Su hijo siempre le había parecido lamentable, y ahora era penoso ver el aspecto timorato y condolido del muchacho. Aparte de Gerasim, Ivan Ilich creía que sólo Vasya le comprendía y compadecía.

Todos se sentaron y volvieron a preguntarle cómo se sentía. Hubo un silencio. Liza preguntó a su madre dónde estaban los gemelos y se produjo un altercado entre madre e hija sobre dónde los habían puesto. Aquello fue desagradable.

Fyodor Petrovich preguntó a Ivan Ilich si había visto alguna vez a Sarah Bernhardt. Ivan Ilich no entendió al principio lo que se le preguntaba, pero luego contestó:

—No. ¿Usted la ha visto ya? – Sí, en Adrienne Lecouvreur.

Praskovya Fyodorovna agregó que había estado especialmente bien en ese papel. La hija dijo que no. Inicióse una conversación acerca de la elegancia y el realismo del trabajo de la actriz —una conversación que es siempre la misma.

En medio de la conversación Fyodor Petrovich miró a Ivan Ilich y quedó callado. Los otros le miraron a su vez y también guardaron silencio. Ivan Ilich miraba delante de sí con ojos brillantes, evidentemente indignado con los visitantes. Era preciso rectificar aquello, pero imposible hacerlo. Había que romper ese silencio de algún modo, pero nadie se atrevía a intentarlo. Les aterraba que de pronto se esfumase la mentira convencional y quedase claro lo que ocurría de verdad. Liza fue la primera en decidirse y rompió el silencio, pero al querer disimular lo que todos sentían se fue de la lengua.

—Pues bien, si vamos a ir ya es hora de que lo hagamos —dijo mirando su reloj, regalo de su padre, y con una tenue y significativa sonrisa al joven Fyodor Petrovich, acerca de algo que sólo ambos sabían, se levantó haciendo crujir la tela de su vestido.

Todos se levantaron, se despidieron y se fueron. Cuando hubieron salido le pareció a Ivan Ilich que se sentía mejor: ya no había mentira porque se había ido con ellos, pero se quedaba el dolor: el mismo dolor y el mismo terror de siempre, ni más ni menos penoso que antes.

Todo era peor.

Una vez más los minutos se sucedían uno tras otro, las horas una tras otra. Todo seguía lo mismo, todo sin cesar. y lo más terrible de todo era el fin inevitable.

—Sí, dile a Gerasim que venga —respondió a la pre–' gunta de Pyotr.

9


Su mujer volvió cuando iba muy avanzada la noche. Entró de puntillas, pero él la oyó, abrió los ojos y al momento los cerró. Ella quería que Gerasim se fuera para quedarse allí sola con su marido, pero éste abrió los ojos y dijo:

—No. Vete. – ¿Te duele mucho? – No importa.

—Toma opio. Él consintió y tomó un poco. Ella se fue. Hasta eso de las tres de la mañana su estado fue de torturante estupor. Le parecía que a él y su dolor los me. tían a la fuerza en un saco estrecho, negro y profundo pero por mucho que empujaban no podían hacerlos lle. gar hasta el fondo. y esta circunstancia, terrible ya en sí iba acompañada de padecimiento físico.

Él estaba espantado, quería meterse más dentro en el saco y se esforzab~ por hacerlo, al par que ayudaba a que lo metieran. Y he aquí que de pronto desgarró el saco, cayó y volvió en sí Gerasim estaba sentado a los pies de la cama, dormitando tranquila pacientemente, con las piernas flacas de su amo, enfundadas en calcetines, apoyadas en los hombros. Allí estaba la misma bujía con su pantalla y allí estaba también el mismo incesante dolor.

—Vete, Gerasim —murmuró.

—No se preocupe, señor. Estaré un ratito más.

—No. Vete.

Retiró las piernas de los hombros de Gerasim, se volvió de lado sobre un brazo y sintió lástima de sí mismo. Sólo esperó a que Gerasim pasase a la habitación contigua y entonces, sin poder ya contenerse, rompió a llorar como un niño. Lloraba a causa de su impotencia, de su terrible soledad, de la crueldad de la gente, de la crueldad de Dios, de la ausencia de Dios.

«¿Por qué has hecho Tú esto? ¿Por qué me has traído aquí? ¿Por qué, dime, por qué me atormentas tan atrozmente?»

Aunque no esperaba respuesta lloraba porque no la había ni podía haberla. El dolor volvió a agudizarse, pero él no se movió ni llamó a nadie. Se dijo: «¡Hala, sigue! ¡Dame otro golpe!

¿Pero con qué fin? ¿Yo qué te he hecho? ¿De qué sirve esto?»

Luego se calmó y no sólo cesó de llorar, sino que retuvo el aliento y todo él se puso a escuchar; pero era como si escuchara, no el sonido de una voz real, sino la voz de su alma, el curso de sus pensamientos que fluía dentro de sí.

—¿Qué es lo que quieres? – fue el primer concepto claro que oyó, el primero capaz de traducirse en palabras—. ¿Qué es lo que quieres? ¿Qué es lo que quieres? – se repitió a sí mismo—. ¿Qué quiero? Quiero no sufrir. Vivir —se contestó.


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