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Narrativa Breve
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Текст книги "Narrativa Breve"


Автор книги: Leon Tolstoi



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Vivía solo con mi difunto hermano. No le gustaba la sociedad y no asistía a los bailes;

además, en aquella época, preparaba su licenciatura, y hacía una vida muy metódica. Estaba durmiendo. Contemplé su cabeza, hundida en la almohada, casi cubierta con una manta de franela, y sentí pena porque no conociera ni compartiera mi felicidad. Nuestro criado Petroshka, un siervo, me salió al encuentro, con una vela, y quiso ayudarme a los preparativos de la noche; pero lo despedí. Su cara adormilada y sus cabellos revueltos me emocionaron.

Procurando no hacer ruido, me dirigí, de puntillas, a mi habitación, donde me senté en la cama. No podía dormir; era demasiado feliz. Además, tenía calor en aquella habitación, tan bien caldeada. Sin pensarlo más, me dirigí silenciosamente a la antesala, me puso el gabán y salí a la calle.

El baile había terminado después de las cuatro. Y ya habían transcurrido dos horas, de manera que ya era de día. Hacía un tiempo típico de Carnaval; había niebla, la nieve se deshelaba por doquier, y caían gotas de los tejados. Los B*** vivían entonces en un extremo de la ciudad, cerca de una gran plaza, en la que a un lado había paseos y al otro un instituto de muchachas. Atravesé nuestra callejuela, completamente desierta, desembocando en una gran calle, donde me encontré con algunos peatones y algunos trineos que transportaban leña.

Tanto los caballos que avanzaban con paso regular, balanceando sus cabezas mojadas bajo las dugas brillantes, como los cocheros cubiertos con harpilleras, que chapoteaban en la nieve deshelada, con sus enormes botas, y las casas, que daban la impresión de ser muy altas entre la niebla, me parecieron importantes y agradables.

Cuando llegué a la plaza, al otro extremo, en dirección a los paseos, distinguí una gran masa negra y oí sones de una flauta y de un tambor. En mi fuero interno oía constantemente el tema de la mazurca. Pero estos sones eran distintos; se trataba de una música ruda y desagradable.

“¿Qué es eso?», pensé, mientras me dirigía por el camino resbaladizo en dirección a aquellos sones. Cuando hube recorrido unos cien pasos, vislumbré a través de la niebla muchas siluetas negras. Debían de ser soldados. «Probablemente, están haciendo la instrucción», me dije, acercándome a ellos en pos de un herrero con pelliza y delantal mugrientos, que llevaba algo en la mano. Los soldados, con sus uniformes negros, formaban dos filas, una frente a la otra, con los fusiles en descanso. Tras de ellos, el tambor y la flauta repetían sin cesar una melodía desagradable y chillona.

—¿Qué hacen? –pregunté al herrero que estaba junto a mí.

—Están castigando a un tártaro, por desertor –me contestó, con expresión de enojo, mientras fijaba la vista en un extremo de la filas.

Miré en aquella dirección y ví algo horrible que se acercaba entre las dos filas de soldados, Era un hombre con el torso desnudo, atado a los fusiles de dos soldados que lo conducían. A su lado avanzaba un militar alto, con gorra y capote, que no me fue desconocido. Debatiéndose con todo el cuerpo chapoteando en la nieve, deshelada, la víctima venía hacia mí bajo una lluvia de golpes que le caían encima por ambos lados. Tan pronto se echaba hacia atrás y entonces los soldados lo empujaban, tan pronto hacia delante y, entonces, tiraban de él. El militar alto seguía, con sus andares firmes, sin rezagarse. Era el padre de Varenka, con sus mejillas sonrosadas y sus bigotes blancos.

A cada vergajazo, el tártaro se volvía con expresión de dolor y de asombro hacia el lado de donde provenía, repitiendo unas palabras y enseñando sus dientes blancos. Cuando estuvo más cerca, pude distinguirlas. Exclamaba sollozando: “¡Hermanos, tened compasión!, ¡Hermanos, tened compasión!» Pero sus hermanos no se apiadaban de él. Cuando la comitiva llegó a la altura en que me encontraba, el soldado que estaba frente a mí dio un paso con gran decisión y, blandiendo con energía el vergajo, que silbó, lo dejó caer sobre la espalda del tártaro. Este se echó hacia delante, pero los soldados lo retuvieron y recibió un golpe igual desde el otro lado. De nuevo llovieron los vergajos, ora desde la derecha, ora desde la izquierda… El coronel seguía andando, a ratos miraba a la víctima, a ratos bajo sus propios pies; aspiraba el aire y lo expelía, despacio, por encima de su labio inferior. Cuando hubieron pasado, vislumbré la espalda de la víctima entre la fila de soldados. La tenía magullada, húmeda y tan roja que me resistí a creer que pudiera ser la espalda de un hombre.

—¡Oh Dios mío! –pronunció el herrero.

La comitiva se iba alejando. Los golpes seguían cayendo por ambos lados sobre aquel hombre, que se encogía y tropezaba. El tambor redoblaba lo mismo que antes y se oía el son de la flauta. Y lo mismo que antes, la apuesta figura del coronel avanzaba junto a la víctima.

Pero, de pronto, se detuvo; y, acercándose apresuradamente a uno de los soldados, exclamó:

—¡Ya te enseñaré! ¿Aún no sabes azotar como es debido?

Ví cómo abofeteaba con su mano enguantada a aquel soldado atemorizado, enclenque y bajito, porque no había dejado caer el vergajo con bastante fuerza sobre la espalda enrojecida del tártaro.

—¡Que traigan vergajos nuevos! –ordenó.

Al volverse se fijó en mí y, fingiendo que no me había conocido, frunció el ceño, con expresión severa e iracunda, y me dio la espalda. Me sentí tan avergonzado como si me hubiesen sorprendido haciendo algo reprensible. Sin saber dónde mirar, bajé la vista y me dirigí apresuradamente a casa. Durante el camino, no cesaba de oír el redoble del tambor, el son de la flauta, las palabras de la víctima «Hermanos, tener compasión», y la voz irritada y firme del coronel gritando. “¿Aún no sabes azotar como es debido?». Una angustia casi física, que llegó a provocarme náuseas, me obligó a detenerme varias veces. Me parecía que iba a devolver todo el horror que me había producido aquel espectáculo. No recuerdo cómo llegué a casa ni cómo me acosté. Pero en cuanto empecé a conciliar el sueño, volví a oír y a ver aquello y tuve que levantarme.

«El coronel debe de saber algo que yo ignoro –pensé—. Si supiera lo que él sabe, podría comprender y no sufriría por lo que acabo de ver.» Pero, por más que reflexioné, no pude descifrar lo que sabía el coronel. Me quedé dormido por la noche, y sólo después de haber estado en casa de un amigo, donde bebí hasta emborracharme.

¿Creen ustedes que entonces llegué a la conclusión de que había presenciado un acto reprensible? ¡Nada de eso! «Si esto se hace con tal seguridad, y todos admiten que es necesario, es que saben algo que yo ignoro», me decía, procurando averiguar lo que era. Sin embargo, nunca lo conseguí. Por tanto, no pude ser militar como había sido mi deseo.

Tampoco pude desempeñar ningún cargo público, ni he servido para nada, como ustedes saben.

—¡Bien conocemos su inutilidad! –exclamó uno de nosotros—. Es mejor que nos diga cuántos seres inútiles existirían, a no ser por usted.

—¡Qué tonterías! –replicó Iván Vasilevich con sincero enojo.

—¿Y qué pasó con su amor? –preguntamos.

—¿Mi amor? Desde aquel día empezó a decrecer. Cuando Varenka y yo íbamos por la calle y se quedaba pensativa, con una sonrisa, cosa que le ocurría a menudo, inmediatamente recordaba al coronel en la plaza; y me sentía violento y a disgusto. Empecé a visitarla con menos frecuencia. Así fue como se extinguió mi amor. Ya ven ustedes cómo las circunstancias pueden cambiar el rumbo de la vida de un hombre. Y usted dice… – concluyó.

Yasnia Poliana, 20 de agosto de 1903.

El degradado


(RECUERDOS DEL CÁUCASO)

Estábamos en campaña. Las operaciones tocaban a su fin, los soldados estaban terminando de abrir un sendero en el bosque y esperábamos de un día para otro la orden del cuartel general de retirarnos a la fortaleza. Nuestro grupo de cañones de la batería estaba emplazado en la pendiente empinada de una cordillera que descendía hasta el rápido riachuelo Mecha, para disparar en dirección a la llanura que se extendía ante nosotros. En los momentos de calma, aparecían de cuando en cuando en esa pintoresca llanura, principalmente antes del anochecer, grupos de jinetes montañeses no hostiles, que salían por la curiosidad de ver el campamento ruso. Hacía un atardecer claro, sereno y fresco, como suelen ser los atardeceres de diciembre en el Cáucaso; el sol se ponía a la izquierda, tras de la cadena de montañas, y arrojaba sus rosados rayos sobre las tiendas de campaña diseminadas por el monte, sobre el grupo de soldados que se movían y sobre nuestros dos cañones que, pesados e inmóviles, se hallaban a dos pasos de nosotros.

El piquete de infantería emplazado en la colina de la izquierda se destacaba claramente en la diáfana luz del poniente, con los fusiles en pabellón, la figura del centinela, los grupos de soldados y el humo de la hoguera. A derecha e izquierda de un cerro, sobre la tierra negra apisonada, blanqueaban las tiendas de campaña y, tras de éstas, negreaban los troncos despojados del bosque, en el que se oían sin cesar los hachazos, el crepitar de las hogueras y el ruido de los árboles talados que se desplomaban. De todas partes elevábanse columnas de humo azulado hacia el cielo azul pálido invernal.

Ante las tiendas de campaña y junto al arroyo pasaban los cosacos, dragones y artilleros, que regresaban de abrevar a sus caballos, los cuales piafaban y relinchaban. Empezaba a helar; cualquier sonido se percibía con gran claridad y podían distinguirse los objetos a lo lejos, en la llanura, a través del aire puro y diáfano.

Grupos de enemigos, que ya no despertaban la curiosidad de los soldados, pasaban tranquilamente de un lado a otro por el rastrojo amarillo claro de los campos de maíz; aquí y acullá se veían, tras de los árboles, las altas vallas de los cementerios y el humo que se elevaba por encima de las aldeas.

Nuestra tienda estaba situada cerca de los cañones, en un lugar alto y seco, desde el cual se abarcaba una gran extensión. En una explanada, junto a la tienda y al pie de la batería, habíamos instalado un juego de bolos. Los serviciales soldados nos habían traído bancos de mimbre y una mesita. Debido a estas comodidades, a nuestros compañeros, los oficiales de artillería, y algunos de infantería, les gustaba reunirse por las noches en nuestra batería, que llamaban el club.

Hacía una noche muy agradable, habían venido los mejores jugadores y jugábamos a los bolos. El teniente O***, el alférez D*** y yo perdimos por turno dos partidos y, con gran alegría y regocijo de los espectadores –oficiales, soldados y asistentes que nos miraban desde sus tiendas– llevábamos dos veces a los vencedores montados sobre nuestras espaldas de un extremo a otro de la explanada. Resultó especialmente divertida la posición del corpulento capitán Sh***, que sofocándose, sonriendo bondadosamente y arrastrando los pies por el suelo, pasó montado sobre el pequeño y endeble teniente O***. Era tarde ya; los asistentes trajeron tres vasos de té sin platillos para los seis y, al terminar el juego, nos acercamos a los bancos. Junto a éstos se hallaba un desconocido: era un hombrecillo de mediana estatura y de piernas torcidas. Llevaba pelliza y gorro de piel blanca de cordero. Mientras nos acercábamos, se quitó y se puso varias veces el gorro con gesto indeciso y varias veces hizo ademán de dirigirse a nosotros. Finalmente, decidiendo al parecer que ya no era posible seguir inadvertido, se descubrió y, pasando a nuestro lado, se acercó al segundo capital Sh***.

—¡Ah Guskantini! ¿Qué hay, padrecito? –le dijo Sh***, que aún seguía sonriendo bondadosamente, por haber montado a hombros del teniente O***.

Guskantini, como se llamaba Sh***, se cubrió e hizo ademán de meter las manos en los bolsillos de su pelliza, pero por el lado que yo veía no había bolsillo y su pequeña mano colorada quedó en una posición torpe. Quise saber quién era aquel hombre (¿Un junker o un degradado?); y, sin darme cuenta de que mi mirada (la mirada de un oficial desconocido) lo turbaba, examiné atentamente su traje y su aspecto. Representaba unos treinta años. Sus redondos ojillos grises asomaban, adormilados y al mismo tiempo inquietos, por debajo del gorro blanco y sucio que le caía por la frente. La nariz, gruesa e irregular, entre las mejillas, revelaba una delgadez enfermiza, inverosímil. Los labios, apenas cubiertos por un rubio bigote ralo y suave, se movían incesantemente como tratando de adoptar tal o cual expresión.

Pero, sin llegar a precisar ninguna, su rostro reflejaba principalmente miedo y apuro. Una bufanda de lana verde cubría su delgado cuello surcado de venas y se ocultaba por debajo de la pelliza, corta y raída, con cuello de piel de conejo y con bolsillos interiores. Llevaba pantalones a cuadros de color ceniza y botas de caña corta, como las que llevan los soldados.

—No se moleste, por favor –le dije, cuando, al mirarme tímidamente, volvió a descubrirse.

Me hizo una inclinación de cabeza con expresión agradecida, se puso el gorro, y sacando de un bolsillo la sucia bolsita del tabaco, de percal y con cordón, empezó a liar un cigarrillo.

Hacía poco que yo había sido junker, un junker mayor, sin fortuna, incapaz ya de mostrarse amable y servicial con los compañeros más jóvenes; por eso, conociendo muy bien todo el peso moral que esto supone para un hombre que ya no es joven y tiene amor propio, compadecía a los que se hallaban en tal situación y trataba de explicarme su manera de ser, así como sus capacidades intelectuales, para poder juzgar el grado de sus sufrimientos morales.

Este junker u oficial degradado me pareció, por su mirada inquieta y por el premeditado cambio de expresión que observé en su rostro, un hombre inteligente, de extremado amor propio y, por tanto, muy digno de compasión.

El segundo capitán Sh*** nos propuso que jugáramos otra partida de bolos con objeto de que el bando que perdiera, además de llevar a hombros a los vencedores, pagara unas cuantas botellas de vino tinto, ron, azúcar, canela y clavo para preparar el glintvein (vino caliente con especias), que aquel invierno, debido al frío, se había puesto de moda en nuestro destacamento. Invitamos también a Guskantini, como lo volvió a llamar Sh***; pero antes de empezar el juego, aquél, luchando sin duda entre esta invitación y una especie de miedo, se llevó aparte al capitán y le cuchicheó algo. Dándole una palmada en el vientre con su gruesa manaza, el bondadoso capitán le contestó, en voz alta:

—¡No importa, padrecito! Seré su fiador.

Cuando terminó la partida, ganando el bando en el que se encontraba el degradado, y tuvo que montar a hombros de uno de nuestros oficiales, del alférez D***, éste enrojeció y, retirándose hacia los bancos, le ofreció cigarrillos en sustitución del paseo. Mientras preparaban el glintvein, y en la tienda de los asistentes Nikita se afanaba tirando tan pronto de un extremo como de otro de los bajos de la lona y daba órdenes para que trajeran canela y clavo, nos instalamos todos en los bancos y, bebiendo por turno de los tres vasos, contemplamos la llanura donde empezaba a oscurecer, y riéndonos comentamos la partida. El desconocido de la pelliza no intervino en la conversación, se negó rotundamente a tomar el té que yo le ofrecí varias veces y, sentado en el suelo al estilo tártaro, liaba uno tras otro cigarrillos de tabaco menudo, sin duda no tanto por el placer que le suponía, como por aparentar que se ocupaba en algo. Cuando se habló de que se esperaba para el día siguiente la orden de retirarse, y tal vez un combate, el desconocido se puso de rodillas y, dirigiéndose sólo al segundo capitán, le dijo que acababa de estar en la tienda del ayudante donde había escrito en persona la orden de retirarse al día siguiente. Todos callamos mientras habló y, a pesar de su evidente azoramiento, le obligamos a repetir aquella noticia, interesantísima para nosotros. Repitió lo que había dicho y añadió que se hallaba en la tienda del ayudante, donde vivía, cuando trajeron la orden.

—Si no miente usted, padrecito, debo ir a dar unas órdenes a mi regimiento para mañana – dijo el segundo capitán Sh*** —No… ¿Por qué?… ¿Cómo podría? Digo la verdad… – balbució el degradado, pero de pronto calló y, para mostrarse ofendido, frunció el ceño con gesto afectado, y se dispuso a liar otro cigarrillo.

Como ya no le quedaba suficiente tabaco en la bolsita, pidió al capitán Sh*** que le prestara un cigarrillo. Continuamos durante un buen rato esa monótona charla de militares que conoce cualquiera que haya estado en la guerra. Siempre con las mismas expresiones, nos quejábamos del aburrimiento y de la duración de la campaña; juzgábamos siempre del mismo modo a la superioridad y, lo mismo que siempre, alabábamos a tal compañero, compadecíamos a tal otro y nos sorprendíamos de lo que había ganado uno o de lo que había perdido otro, etcétera.

—¡Vaya, señores, nuestro ayudante está de capa caída! –exclamó el segundo capitán Sh***—. En el cuartel siempre ganaba; jugase con quien jugase, siempre era él quien se embolsaba la ganancia; y ahora ya va para dos meses que no hace más que perder. No ha tenido suerte con este destacamento. Me figuro que habrá perdido unos mil rublos y otros quinientos en objetos: una alfombra que la había ganado a Mujan, las pistolas de Nikitin y un reloj de oro que le había regalado Vorontsov.

—Le está bien empleado –comentó el teniente O***—. Engañaba a todos; era imposible jugar con él.

—Engañaba a los demás y ahora se ha hundido él –y al decir esto el capitán Sh*** se echó a reír, bondadosamente—. Guskov vive con él y poco ha faltado para que se lo jugara también.

¿Es cierto, padrecito? –añadió, dirigiéndose a Guskov.

Este se echó a reír. Tenía una risa lastimosa y enfermiza. Al observar este cambio me pareció que lo conocía, que lo había visto anteriormente: tampoco me era conocido su apellido; pero no pude recordar dónde ni cuándo lo había visto.

—Sí, Paviel Dimitrievich ha tenido muy mala suerte en esta campaña –dijo Guskov, llevándose y volviéndolas a bajar sin llegar a tocárselo—. Ha tenido la veine du malheur (mala racha) –añadió en francés, haciendo un esfuerzo, aunque pronunciaba bien. En aquel momento creí de nuevo haberlo visto ya otras veces y hasta a menudo—. Conozco bien a Paviel Dimitrievich, me lo confía todo –prosiguió—. Somos antiguos conocidos, es decir, me quiere – agregó, asustándose, al parecer, de haber afirmado categóricamente que era antiguo conocido del ayudante—. Paviel Dimitrievich juega admirablemente; es extraño lo que le ha ocurrido ahora; está como extraviado; la chance a tourné (ha cambiado la suerte) –concluyó, dirigiéndose principalmente a mí.

Al principio todos escuchamos a Guskov con cierta atención condescendiente; pero en cuanto dijo esta segunda frase en francés, dejamos de hacerle caso.

—He jugado con él miles de veces; y confieso que es extraño –dijo el teniente O***, pronunciando con entonación especial la palabra extraño—. Es muy extraño: nunca le he ganado un solo copeck. ¿Por qué gano al jugar con los demás?

—Paviel Dimitrievich juega admirablemente; lo conozco desde hace mucho tiempo –dije.

En efecto, conocía al ayudante de hace varios años; más de una vez lo había visto jugando cantidades demasiado grandes, dadas las posibilidades de los oficiales; y me maravillaba su hermosa fisonomía, algo taciturna, siempre inalterable y serena, su pronunciación lenta de ucraniano, los bellos objetos y los caballos que poseía, su gallardía y, sobre todo, el que supiera llevar el juego con tanto dominio y tanta precisión. Reconozco que, más de una vez, al contemplar sus blancas manos regordetas y la sortija con brillante que llevaba en el dedo índice, me irritaba contra esa sortija, contra esas manos blancas, que me mataban carta tras carta, y contra la persona del ayudante; y me acudían malos pensamientos. Pero después, al reflexionar fríamente, me persuadía de que sólo se trataba de un jugador más inteligente que otros con los que me había tocado en suerte jugar. Tanto más, cuanto que al oír sus juicios sobre el juego resultaba claro que ganaba sólo por ser más inteligente y tener un carácter más firme que nosotros. Y ahora, este jugador tan comedido había perdido, no sólo todo el dinero que poseía, sino hasta sus cosas, lo que significaba una pérdida de sumo grado para un oficial.

—Tiene una condenada suerte siempre que juega conmigo –continuó el teniente O***—. Me he dado palabra de no volver a jugar con él.

—¡Qué gracia tiene usted, padrecito! –exclamó Sh***, haciéndome un guiño y dirigiéndose al teniente O***—. Ha perdido jugando con él unos trescientos rublos, ¿no es eso?

—Más –replicó el enojado teniente.

—Y ahora es cuando se ha dado cuenta; pero ya es tarde, padrecito. Desde hace mucho, todos saben que es el tramposo del regimiento –continuó el capitán, sin poder contener la risa y muy satisfecho de su salida—. Guskov es testigo; hasta le dispone las cartas. Por eso son amigos, padrecito… – y se echó a reír con expresión bondadosa, temblándole todo el cuerpo, de manera que derramó la copa de glintvein que tenía en la mano.

El amarillento y enjuto rostro de Guskov se cubrió de ligero rubro; varias veces abrió la boca, se llevó las manos al bigote y las bajó al lugar donde debían estar los bolsillos, se incorporó, se volvió a sentar; y, finalmente, dijo con una voz alterada, que no parecía la suya:

—Nikolai Ivanovich, no se trata de una broma; dice usted unas cosas delante de personas que no me conocen y me ven con esa pelliza… porque…

Le falló la voz, y de nuevo sus pequeñas manos coloradas de uñas sucias se movieron desde la pelliza a su rostro; tan pronto se tocaba el bigote, el cabello o la nariz, como se frotaba un ojo o se rascaba una mejilla sin necesidad alguna.

—¡Qué quiere usted! Todo el mundo lo sabe –prosiguió Sh***, muy satisfecho de su broma y sin reparar siguiera en la alteración de Guskov.

Este volvió a mascullar algo y, apoyando el codo derecho en la rodilla izquierda, se quedó en esa postura tan poco natural, mirando a Sh*** y fingiendo sonreír despectivamente.

«No sólo lo he visto, sino que hasta he hablado con él», pensé al ver esa sonrisa.

—Creo que me he encontrado con usted en algún sitio –le dije cuando, debido al silencio general, empezó a apaciguarse la risa de Sh***.

El expresivo rostro de Guskov se iluminó y sus ojos se fijaron por primera en mí, con expresión alegre y sincera.

—¡Claro! Yo le he reconocido en seguida –replicó en francés—. En el año cuarenta y ocho he tenido el gusto de verle a menudo en Moscú, en casa de mi hermana, la Ivashina.

Me excusé; no lo había reconocido en seguida por su nuevo indumento. Guskov se levantó, se acercó, y, después de estrecharme la mano de manera débil e indecisa con la suya húmeda, se sentó junto a mí. En lugar de mirarme a mí, a quien tanto le alegraba ver, se volvió hacia los oficiales, con cierta desagradable expresión de vanidad. No sé si fue debido a que reconocí en él al hombre que había visto hacía unos años vistiendo frac en un salón o porque ante este recuerdo Guskov se elevó en la opinión que tenía de sí mismo; pero en el caso es que su semblante y hasta sus gestos cambiaron por completo; en aquel momento, reflejaba inteligencia, suficiencia pueril por considerarse inteligente y cierta indolencia despectiva. Reconozco que, a pesar de la situación lastimosa en que se encontraba, mi antiguo conocido no despertó en mí la compasión, sino un sentimiento ligeramente hostil.

Recordé nuestro primer encuentro. En al año 48, durante mi estancia en Moscú, frecuentaba a mi antiguo amigo Ivashin, con el que me había educado. Su esposa era lo que suele llamarse una buena ama de casa, una mujer muy amable; pero nunca me había gustado… Aquel invierno en que la conocí, a menudo solía hablar con orgullo mal disimulado de su hermano, que había acabado recientemente sus estudios y era, al parecer, uno de los jóvenes más cultos y más apreciados en la buena sociedad petersburguesa. Como yo conocía de oídas al padre de los Guskov, un hombre muy rico, que ocupaba un importante cargo, y como conocía las inclinaciones de la Ivahina, acogí a Guskov con prevención. Una noche me encontré en casa de Ivashin con un joven de mediana estatura y aspecto agradable, que llevaba frac, chaleco y corbata blancos, a quien el dueño de la casa se olvidó de presentarme.

El joven, que por lo visto se disponía a ir a un baile, se hallaba en pie junto al dueño de la casa, con el sombrero en la mano, discutiendo acaloradamente acerca de un conocido común nuestro que se había distinguido por aquella época en la campaña húngara. Guskov decía que ese joven no era ningún héroe, ni siquiera un hombre nacido para la guerra, como decían, sino sencillamente culto y capacitado. Recuerdo que tomé parte en la discusión, llevándole la contraria a Guskov y llegué a arrebatarme hasta el punto de querer demostrarle que la inteligencia y la cultura están siempre en razón inversa con la valentía. De un modo hábil y agradable, Guskov trató de persuadirme de que el valor es una consecuencia inevitable de la inteligencia y de cierto grado de desarrollo, en lo que yo no podía por menos de estar de acuerdo en mi fuero interno, al considerarme inteligente y culto. Hacia el final de nuestra conversación, la Ivashina me presentó a su hermano, el cual, sonriendo, con expresión condescendiente, me tendió su pequeña mano, que aún no había calzado con el guante de gamuza y, lo mismo que ahora, estrechó la mía débilmente y con indecisión. Aunque estaba mal predispuesto contra Guskov, no pude por menos de ser justo y reconocer que su hermana tenía razón al decir que era un joven agradable e inteligente. Era extremadamente pulcro, vestía elegantemente y sus modales resultaban sencillos y revelaban seguridad en sí mismo.

Su aspecto era muy joven, casi infantil; por eso se le perdonaba sin querer su expresión de suficiencia y su deseo de mostrarse superior ante los demás, lo que constantemente reflejaba a su rostro y, sobre todo, su sonrisa. Se decía que aquel invierno había tenido muchos éxitos entre las damas de Moscú. Viéndolo en casa de su hermana, tan sólo por esa constante expresión de superioridad y suficiencia, y por los relatos a veces inmodestos que solía hacer, puede deducir hasta qué punto era verdad. Me encontré con él unas seis veces y hablamos mucho o, mejor dicho, era él quien hablaba. Casi siempre conversaba en francés, expresándose muy bien, armoniosa y gráficamente, y sabía interrumpir a los demás con mucha cortesía. En general, me trató como trataba a todos, con bastante altivez, y yo, cosa que me ocurre siempre con los que están convencidos de que deben hacerlo así y a los que conozco poco, pensé que Guskov tenía toda la razón.

Cuando se sentó junto a mí y me tendió la mano, noté en él su antigua expresión altiva, y me pareció que se aprovechaba, no del todo honradamente, de su situación inferior ante un oficial cuando me preguntó con tanta indolencia qué había hecho durante este tiempo y cómo había ido a parar allí. Aunque le contestaba en ruso, Guskov iniciaba siempre la conversación en francés, aunque no se expresaba tan bien como antes.

Entre otras cosas, me dijo que después de su nefasta y estúpida aventura (ignoraba en qué consistía y él no me la relató), había estado arrestado durante tres meses; y luego le destinaron al Cáucaso, al regimiento de N***, donde llevaba tres años sirviendo como soldado.

—No me imagina usted –me dijo en francés– lo que he tenido que sufrir en estos regimientos, por el trato de los oficiales. Afortunadamente para mí, conocía de antes al ayudante del que acabamos de hablar: desde luego, es una buena persona –observó con expresión condescendiente—; vivo en su casa y eso constituye para mí un pequeño alivio. Oui, mon cher, les tours se suivent, mais ne se ressemblent pas (Sí, querido. Los días se suceden, pero no se parecen unos a otros) –añadió. Pero de pronto se levantó, ruborizándose al advertir que se acercaba a nosotros el ayudante al que habíamos aludido—. ¡Qué alegría supone encontrar una persona como usted! Tendría deseos de hablarle mucho, mucho –susurró, alejándose.

Le contesté que me sería muy grato; pero en realidad confieso que Guskov despertaba en mí un penoso y desagradable sentimiento de compasión.

Presentía que me sería violento hablar con él a solas; pero deseaba enterarme de muchas cosas y, sobre todo, por qué se hallaba Guskov en la pobreza, como se notaba por su indumentaria y su actitud, habiendo sido su padre tan rico.

El ayudante nos saludó a todos, excluyendo a Guskov, y se sentó a mi lado en el sitio que éste había ocupado antes. Paviel Dimitrievich, ese jugador siempre sereno, pausado, de carácter firme y que poseía dinero, era en este momento un hombre completamente distinto al que conocí en su época afortunada; parecía tener prisa, examinaba a todos los presentes sin cesar y, antes que pasaran cinco minutos, él, que últimamente se negaba a jugar, propuso al teniente O*** organizar una partida. Este se negó bajo el pretexto de que tenía que hacer algo;

en realidad, era porque sabía que a Paviel Dimitrievich le quedaban pocas cosas y poco dinero, y consideraba insensato arriesgar sus trescientos rublos contra cien o tal vez menos, que hubiera podido ganar.

—Paviel Dimitrievich, se dice que mañana salimos. ¿Es cierto? –preguntó el teniente, que, sin duda deseaba librarse de un segundo ruego.

—No lo sé –replicó Paviel Dimitrievich—. Sólo ha llegado la orden de que estemos preparados. Ande, vamos a jugar una partidita; pongo en prenda mi caballo.

—No, hoy no…

—Y si no quiere, jugamos a dinero ¿eh?

—Es que yo… Aceptaría de buena gana, desde luego, pero tal vez mañana empiecen las operaciones; hay que descansar –dijo el teniente O***.

El ayudante se levantó y, poniendo las manos en los bolsillos, empezó a recorrer la explanada. Su rostro adoptó su habitual expresión de frialdad y cierta altivez que me gusta en él.

—¿Quiere una copita de glintvein? –pregunté.

—Bueno –repondió, dirigiéndose a mí; pero Guskov cogió apresuradamente la copa de mis manos y se la tendió al ayudante, procurando mi mirarle. Sin reparar en la cuerda que sostenía la lona de la tienda, tropezó y, soltando la copa, cayó sobre las manos.


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