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Narrativa Breve
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Текст книги "Narrativa Breve"


Автор книги: Leon Tolstoi



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Junto a nosotros se oían ronquidos regulares, el crujido de las ramas del fuego, conversaciones en voz baja y, de cuando en cuando, el entrechocar de los fusiles de la infantería. Por doquier llameaban las piras, que iluminaban en torno suyo las negras figuras de los soldados. Yo divisaba, en los lugares iluminados más cercanos, las figuras desnudas de los soldados que sacudían sus camisas por encima de las llamas. Aún había muchos soldados que no dormían, moviéndose y hablando en un espacio de quince sajenas cuadradas; la noche, oscura y tenebrosa, daba un carácter misterioso a todo aquel movimiento; era como si todos percibiesen aquel silencio sombrío y temiesen romper su serena armonía. Cuando empecé a hablar, observé que mi voz tenía un timbre distinto. Leí en los rostros de los soldados un estado de ánimo como el mío. Pensé que, antes de mi llegada, habían estado hablando del compañero herido; pero nada de eso: Chikin hablaba de la recepción de objetos de Tiflis y de los del Cuerpo de Aduana.

Siempre he observado, sobre todo en el Cáucaso, el tacto especial de nuestros soldados de callar ante el peligro y evitar cuanto pudiera tener una influencia desfavorable en el ánimo de sus compañeros. El espíritu del soldado ruso no es como el de los pueblos del Sur, que se dejan llevar por el entusiasmo y se enfrían en seguida. Al ruso es tan difícil inflamarlo como obligarle a perder el ánimo. No necesita grandes efectos, discursos, gritos guerreros, canciones ni tambores, sino, por el contrario, tranquilidad, orden y evitar todo lo que pueda ponerle en tensión. En el soldado ruso, en el verdadero soldado ruso, no se observa jamás petulancia, fanfarronería, deseo de cegarse ni de inflamarse durante el peligro; al contrario, sus rasgos característicos son la modestia, la sencillez y la capacidad de ver en el peligro algo muy distinto de lo que es en realidad. He visto a un soldado herido en una pierna que en el primer instante, sólo lamentaba que le hubieran roto la pelliza nueva, y a un jinete, cuyo caballo cayó muerto cuando lo montaba, desatando la cincha para quitar la silla. ¿Quién no recuerda aquel caso del sitio de Guerguebil? En el laboratorio se inflamó la espoleta de una bomba cargada y el polvorista ordenó a dos soldados que la arrojasen al barranco. Pero éstos no la tiraron allí; porque estaba cerca la tienda del coronel; y al llevarla más lejos ambos perecieron destrozados. También recuerdo que, en una expedición, en el año 1852, uno de los soldados jóvenes dijo, durante el combate, que la sección no saldría viva de allí; todos se le echaron encima llenos de ira, porque había pronunciado una frase que no querían ni oír.

Ahora, cuando en el alma de cada uno debía hallarse el recuerdo de Velenchuk y, cuando, de un momento a otro, podía llegar una descarga de los tártaros, todos escuchaban el relato de Chikin. Ninguno mencionaba el último combate, el peligro inminente, ni al herido, como si todos estos hechos hubiesen acontecido Dios sabe cuándo o no hubiesen ocurrido nunca. Sin embargo, me pareció que sus semblantes estaban algo más taciturnos que de ordinario y no escuchaban con mucha atención a Chikin, de lo que él mismo se daba cuenta aunque seguía hablando.

Maximov se acercó a la hoguera y se sentó junto a mí. Chikin le dejó sitio, guardó silencio y de nuevo empezó a dar chupadas a la pipa.

—Los de infantería han mandado a buscar vodka al campamento –dijo Maximov después de un silencio bastante prolongado—. Acaban de volver –escupió en la lumbre—. El suboficial dice que ha visto a nuestro herido.

—¿Vive aún? –preguntó Antonov, revolviendo en el puchero.

—No, ha muerto.

El recluta levantó de pronto su cabecita, tocada con el gorro rojo, y durante un momento nos miró fijamente a Maximov y a mí; luego bajó nuevamente la cabeza y se envolvió en el capote.

—¿Vez? No en vano fue la muerte a buscarlo cuando lo desperté en el parque –dijo Antonov.

—¡Qué tontería! –exclamó Jdanov, volviendo le leño que ardía lentamente.

Todos callaron. En medio del silencio general, se oyó un disparo tras de nosotros, en el campamento. Los tambores lo recibieron tocando a retreta. Cuando hubo tocado el último redoble. Jdanov se levantó y se quitó el gorro. Todos le imitamos.

En medio del profundo silencio de la noche se oyó un coro armonioso de voces masculinas:

«Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nos el tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. El pan nuestro de cada día dánosle hoy y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores y no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos de mal. Amen».

En el año 45, uno de nuestros soldados recibió una herida igual que la de éste –dijo Antonov cuando nos hubimos cubierto y sentado junto al fuego—. Durante dos días lo llevamos en nuestro cañón… ¿Recuerdas a Chevchenko, Jdanov?… Luego lo dejamos al pie de un árbol.

En aquel momento, un soldado de infantería, de enormes patillas y bigotes, se acercó a nuestra hoguera con su fusil y su mochila.

—Paisanos ¿me dan fuego para encender la pipa?

—Enciéndela. Hay bastante lumbre –replicó Chikin.

—Probablemente hablaba usted de Dargo –dijo el soldado a Antonov.

—Sí; me refería al año cuarenta y cinco, a la lucha que hubo allí –replicó Antonov.

El soldado movió la cabeza, entornó los ojos y se puso en cuchillas, junto a nosotros.

—¡Aquello fue tremendo! –observó.

—¿Por qué lo abandonaron? –le pregunté a Antonov.

—Le dolía mucho el vientre. Cuando estábamos parados, no sufría, pero en cuanto nos poníamos en marcha lanzaba gritos desgarradores. Nos pedía por Dios que lo dejáramos, pero nos daba lástima. En esto, él empezó a atacarnos en serio; cayeron tres soldados y un oficial de los nuestros. Y hasta nos separaron de nuestra batería. ¡Fue una desgracia! No podíamos llevarnos los cañones. Hubo mucho barro.

—Lo peor de todo es que había barro al pie del monte Indeisky –observó un soldado.

—Allí fue donde se puso mucho peor. Entonces Anoshenko –un viejo polvorista– y yo pensamos que no sobreviviría; y como nos pedía por Dios que lo dejáramos, así lo hicimos.

Allí había un árbol muy frondoso. Le dejamos pan seco remojado, del que llevaba Jdanov, lo apoyamos contra el árbol, le pusimos una camisa limpia y, después de despedirnos como es debido, lo dejamos allí.

—¿Era buen soldado?

—Sí, bastante bueno –replicó Jdanov.

—Sólo Dios sabe lo que habrá sido de él –continuó Antonov—. Muchos hermanos nuestros quedaron allí.

—¿En Dargo? –exclamó el infante, levantándose y sacudiendo la pipa. De nuevo entornó los ojos y moviendo la cabeza dijo—: ¡Aquello fue tremendo!

Y el soldado se alejó.

—¿Quedan aquí muchos de los que estuvieron en Dargo? –pregunté.

Pues Jdanov, yo, Patzan, el que está de permiso ahora, y otros seis. No creo que haya más.

—Parece que Patzan ha echado una cana al aire aprovechándose de su permiso –observó Chikin, extendiendo las piernas y apoyando la cabeza en un tronco—. Pronto va a hacer un año que está ausente.

—Y tú, ¿has tomado algún permiso? – le pregunté a Jdanov.

—No, no lo he hecho nunca –contestó de mala gana.

—Es agradable tomarse unas vacaciones –dijo Antonov—, cuando se es de una familia rica o cuando se tienen fuerzas para trabajar. Entonces es halagüeño y, además, la familia se alegra.

—¿Para qué va uno a ir a su casa cuando no tiene más que un hermano que apenas puede mantenerse? No se va a ocupar del soldado. Al cabo de veinticinco años, ni sabe uno si vive.

—¿No le escribe? –pregunté.

—¡Cómo no! He escrito dos cartas, pero no me ha contestado. O se ha muerto o no me contesta porque vive en la miseria. ¡Qué se le va a hacer!

—¿Hace mucho que le has escrito?

—Al llegar de Dargo le envié la segunda carta.

—¿Por qué no cantas Beriozochka? –preguntó Jdanov a Antonov, el cual, apoyándose en las rodillas, tarareaba algo.

Antonov entonó la canción que le pedía.

—Esta es la canción predilecta de Jdanov –me dijo Chikin en un susurro, tirándome del capote—. Si alguna vez Filip Antonovich la toca, se echa a llorar.

Al principio, Jdanov estaba completamente inmóvil con los ojos fijos en los carbones encendidos, y su semblante, iluminado por el rojo resplandor, parecía muy sombrío. Después, sus mandíbulas comenzaron a moverse cada vez más de prisa. Finalmente, Jdanov se levantó y, extendiendo el capote, se tendió. Tal vez diera vueltas y carraspeara, acomodándose para dormir, o tal vez la muerde de Velenchuk y ese tiempo tan triste influyeron en mí de este modo; pero lo cierto es que me pareció que lloraba. La parte inferior del tronco se había convertido en un carbón; de vez en vez se inflamaba, iluminando la figura de Antonov, con sus bigotes canosos, su rostro colorado y sus condecoraciones en el capote, que llevaba echado por los hombros, así como las botas, y la cabeza o la espalda de algún soldado. Del cielo caía una neblina triste y el aire olía a humedad y a humo; alrededor nuestro se veían los puntos luminosos que formaban las hogueras al extinguirse y se oían, en medio del silencio general, los sones de la melancólica canción de Antonov. Cuando éste callaba, le replicaban los rumores nocturnos del campamento, los ronquidos, el entrechocar de los fusiles de los centinelas y las conversaciones en voz baja.

—¡Segundo relevo! ¡Makatov y Jdanov! –gritó Maximov.

Antonov dejó de cantar, Jdanov se puso en pie, suspiró y, pasando por encima del tronco, se dirigió hacia los cañones.

Demasiado caro


(RELATO VERÍDICO INSPIRADO EN MAUPASSANT)

Existe un reino pequeñito, minúsculo, a orillas del Mediterráneo, entre Francia e Italia. Se llama Mónaco y cuenta con siete mil habitantes, menos que un pueblo grande. La superficie del reino es tan pequeña que ni siquiera tocan a una hectárea de tierra por persona. Pero, en cambio, tienen un auténtico reyecillo, con su palacio, sus cortesanos, sus ministros, su obispo y su ejército.

Este es poco numeroso, en total unos sesenta hombres; pero no deja de ser un ejército. El reyecillo tiene pocas rentas. Como por doquier, en ese reino hay impuestos para el tabaco, el vino y el alcohol y existe la capitación. Aunque se bebe y se fuma, el reyecillo no tendría medios de mantener a sus cortesanos y a sus funcionarios ni podría mantenerse él, a no ser por un recurso especial Ese recurso se debe a una casa de juego, a una ruleta que hay en el reino.

La gente juega y gana o pierde; pero el propietario siempre obtiene beneficios. Y paga buenas cantidades al reyecillo. Las paga, porque no queda ya en toda Europa una sola casa de juego de este tipo. Antes las hubo en los pequeños principados alemanes; pero hace cosa de diez años, las prohibieron porque traían muchas desgracias. Llegaba un jugador, se ponía a jugar, se entusiasmaba, perdía todo su dinero y, a veces, incluso el de los demás. Y luego, en su desesperación, se arrojaba al agua o se pegaba un tiro. Los alemanes prohibieron a sus príncipes que tuvieran casas de juego; pero no hay quien pueda prohibir esto al reyecillo de Mónaco: por eso sólo allí queda una ruleta.

Desde entonces, todos los aficionados al juego van a Mónaco, pierden su dinero y el beneficio es para el rey. Por medio de un trabajo honrado no puede uno construirse palacios.

El reyecillo de Mónaco sabe que eso no está bien, pero ¿qué hacer? Es necesario vivir. No es mejor mantenerse de los impuestos sobre el alcohol o el tabaco. Así es como vive ese reyecillo. Reina, amasa dinero y gobierna, desde su palacio, lo mismo que los grandes reyes.

Lo mismo que ellos, se corona, organiza desfiles y paradas, concede recompensas, ajusticia, indulta, celebra consejos, decreta y juzga. Gobierna como los auténticos reyes. La única diferencia es que en Mónaco todo es pequeño.

Una vez, hace cosa de cinco años, hubo un crimen en el reino. El pueblo de Mónaco es pacífico; y nunca había allí sucedido tal cosa. Se reunieron los jueces para juzgar al asesino.

En el tribunal había jueces, fiscales, abogados y jurados. Después de juzgarlo, lo condenaron, según la ley, a la última pena, a la decapitación. Presentaron la sentencia al rey. Este la confirmó. No había más remedio que ajusticiar al criminal. La única desgracia es que no hubiese en el reino guillotina ni verdugo. Después de pensarlo mucho, los ministros decidieron escribir al Gobierno francés, preguntándole si podía mandarles la máquina y el verdugo para cortar la cabeza al criminal. Al mismo tiempo, pidieron que los informase, a ser posible, de los gastos que esto supondría. Al cabo de una semana recibieron la contestación:

podían enviar la máquina y el verdugo: los gastos ascendían a dieciséis mil francos. Se lo comunicaron al reyecillo. Este meditó largo rato. ¡Dieciséis mil francos! “¡Ese bribón no vale tanto dinero! ¿No se podría arreglar el asunto más económicamente? Para obtener esa cantidad, todos los habitantes del reino tendrían que pagar dos francos de impuesto. Les parecería mucho. Podrían sublevarse», dijo. Celebraron consejo. ¿Cómo solucionar el problema? Se les ocurrió preguntar lo mismo al rey de Italia. Francia es una República, no respeta a los reyes; en cambio, como en Italia hay un rey, tal vez cobraría menos. Escribieron.

No tardaron en recibir contestación. El gobierno italiano les decía que con mucho gusto mandaría la máquina y el verdugo. El total de los gastos, con el viaje incluido, ascendería a doce mil francos. Era más barato; pero no dejaba de ser una cantidad elevada. Aquel canalla no varía tanto dinero. Cada habitante tendría que pagar casi dos francos de impuesto. Volvió a reunirse el Consejo. Pensaron en la manera de arreglar esto de una manera más económica.

Quizá algún soldado quisiera cortar la cabeza al criminal, de un modo rudimentario. Llamaron al general. “¿No habrá algún soldado que quiera decapitar al asesino? Sea como sea, cuando van a la guerra matan; y eso es lo que se les enseña.» El general habló con sus soldados.

¿Quería alguno cortar la cabeza al criminal? Todos se negaron. «No, no sabemos hacer esto;

no lo hemos aprendido», dijeron.

¿Qué hacer? Meditaron mucho, nombraron un comité, una Comisión y una Subcomisión.

Por fin hallaron el medio de arreglar el asunto. Había que conmutar la pena de muerte por la de cadena perpetua. De este modo, el rey demostraría su misericordia y al mismo tiempo habría menos gasto. El reyecillo se mostró de acuerdo; y resolvieron adoptar esa solución. La única desgracia era que no hubiese una prisión especial donde encerrar al criminal para toda la vida. Había pequeños calabozos en los que se encerraba temporalmente a los culpables; pero se carecía de una buena prisión. Finalmente, encontraron un lugar. Encerraron al criminal y le pusieron un guardián.

Este vigilaba al delincuente y le traía la comida de la cocina de palacio. Así transcurrieron doce meses. A fin de año, el reyecillo hizo el balance de los gastos y de los ingresos. Y se dio cuenta de que el criminal constituía un gasto bastante considerable. En un año había ascendido a seiscientos francos su comida y el sueldo del guardián. El criminal era joven y sano; tal vez viviera aún cincuenta años. No era posible seguir así. El reyecillo llamó a sus ministros: «Buscad el medio de que este canalla nos cueste menos dinero. Así nos resulta demasiado caro», les dijo. Los ministros se reunieron en Consejo y meditaron largo rato. Uno de ellos dijo: «Señores, creo que hay que suprimir el guardián.» «El criminal se escaparía», replicó otro. «Si se escapa, ¡al diablo!» Informaron al rey. Este se mostró de acuerdo.

Suprimieron al guardián y esperaron a ver qué pasaría.

Al llegar la hora de comer el criminal buscó al guardián; y, al no encontrarlo, se dirigió en persona a la cocina de palacio en solicitud de la comida. Cogió lo que le dieron, volvió a la prisión y cerró la puerta tras de sí. Al buscar la comida; pero no se escapaba. ¿Qué hacer?

Pensaron que debían decirle que no se le necesitaba para nada, que podía irse. El ministro de Justicia lo llamó. “¿Por qué no se va usted? Nadie lo vigila, puede marcharse libremente: al rey no le parecerá mal; pero yo no tengo adónde ir. ¿Dónde quiere que vaya? Me han cubierto de oprobio con la sentencia; ahora nadie querrá tratarme. Me he apartado de todo. Ustedes proceden injustamente conmigo. Eso no se puede hacer. En primer lugar, si me han condenado a muerte, tenían que haberme matado. Aunque no lo han hecho, no he protestado.

En segundo lugar, me condenaron a cadena perpetua y me pusieron un guardián para que me trajera la comida; pero no han tardado en quitármelo. Tampoco he protestado. He ido a buscarme la comida personalmente. Ahora me dicen que me vaya; pero esta vez, arréglenselas como quieran; no pienso irme», replicó el criminal.

De nuevo celebraron Consejo. ¿Qué hacer? ¿Qué solución tomar? El criminal no se iba.

Después de pensarlo mucho, decidieron asignarle una pensión. Era la única manera de librarse de él. Informaron al reyecillo. “¡Qué le hemos de hacer! Hay que terminar como sea», dijo éste. Asignaron al criminal una pensión de seiscientos francos y así se lo comunicaron.

«Bueno; si me pagan puntualmente, me iré.»

Así se decidió la cosa. Entregaron al criminal la tercera parte de la pensión por adelantado. Este se despidió de todos y abandonó el dominio del reyecillo. Viajó sólo un cuarto de hora por ferrocarril. Se instaló cerca del reino, compró una parcela de tierra, puso una huerta y un jardín y vive muy feliz.

En fechas determinadas, va a Mónaco a percibir su pensión. Después de cobrar, entra en la casa de juego y pone dos o tres francos. Algunas veces gana; otras pierde y vuelve a su casa. Vive apaciblemente.

Menos mal que no delinquió en un lugar donde no se repara en gastos para decapitar a un hombre ni para mantenerlo en la cárcel toda la vida.

Después del baile


—Usted sostiene que un hombre no puede comprender por sí mismo lo que está bien y lo que está mal, que todo es resultado del ambiente y que éste absorbe al ser humano. Yo creo, en cambio, que todo depende de las circunstancias. Me refiero a mí mismo.

Así habló el respetable Iván Vasilevich, después de una conversación en que habíamos sostenido que, para perfeccionarse, es necesario, ante todo, cambiar las condiciones del ambiente en que se vive. En realidad, nadie había dicho que uno mismo no puede comprender lo que está bien y lo que está mal; pero Iván Vasilevich tenía costumbre de contestar a las ideas que se le ocurrían y, con ese motivo, relatar episodios de su propia vida. A menudo, se apasionaba tanto, que llegaba a olvidar por qué había empezado el relato. Solía hablar con gran velocidad. Así lo hizo también estaba vez.

—Hablaré de mí mismo. Si mi vida ha tomado este rumbo no es por el ambiente, sino por algo muy distinto.

—¿Por qué? –preguntamos.

—Es una historia muy larga. Para comprenderla había que contar muchas cosas.

—Pues, cuéntelas.

Iván Vasilevich movió la cabeza, sumiéndose en reflexiones.

—Mi vida entera ha cambiado por una noche, o mejor dicho, por un amanecer.

—¿Qué le ocurrió?

—Estaba muy enamorado. Antes ya lo había estado muchas veces; pero aquél fue mi gran amor. Esto pertenece al pasado. Ella tiene y a hijas casadas. Se traba de B*** Sí de Varenka V***… – Iván Vasilevich nos dijo el apellido—. A los quince años era ya una belleza notable, y a los dieciocho esta encantadora: era esbelta, llena de gracia y majestad, sobre todo de majestad. Se mantenía muy erguida, como si no pudiera tener otra actitud. Llevaba la cabeza alta, lo que, unido a su belleza y a su estatura, a pesar de su extremada delgadez, le daba un aire regio que hubiera infundido respeto, a no ser por la sonrisa, alegre y afectuosa, de sus labios y de sus encantadores y brillantes ojos. Todo su ser emanaba juventud y dulzura.

.Qué bien la describe, Iván Vasilevich.

—Por mucho que me esmere, nunca podrá hacerlo de modo que comprendan ustedes cómo era. Lo que voy a contarles ocurrió entre los años 1840 y 1850. En aquella época, yo era estudiante de una universidad de provincia. No sé si eso estaba bien o mal; pero el caso esque, por aquel entonces, los estudiantes no tenían círculos ni teoría política alguna. Éramos jóvenes y vivíamos como le es propio a la juventud: estudiábamos y nos divertíamos. Yo era un muchacho alegre y vivaracho y, además, tenía dinero. Poseía un magnífico caballo, paseaba en trineo con las muchachas —aún no estaba de moda patinar—, me divertía con mis camaradas y bebía champaña. Si no había dinero, no bebíamos nada; pero no como ahora, que se debe vodka. Las veladas y los bailes constituían mi mayor placer. Bailaba perfectamente y era un hombre bien parecido.

—No se haga el modesto –lo interrumpió una dama, que estaba entre nosotros—. Hemos visto su fotografía de aquella época. No es que estuviera bastante bien; era un hombre muy guapo.

—Bueno, como quiera; pero no se trata de eso. Por aquel entonces estaba muy enamorado de Varenka. El último día de carnaval asistí a un baile en casa del mariscal de la nobleza de la provincia, un viejo chambelán de la corte, rico, bondadoso y muy hospitalario. Su mujer, tan amable como él, recibió a los invitados luciendo una diadema de brillantes y un vestido de terciopelo, que dejaba al descubierto su pecho y sus hombros, blancos y gruesos, que recordaban los retratos de la emperatriz Elizaveta Petrovna. Fue un baile magnífico. En la espléndida sala había un coro, una célebre orquesta compuesta por los siervos de un propietario aficionado a la música, un buffet exquisito y un mar de champaña. No bebía, a pesar de ser aficionado al champaña, porque estaba ebrio de amor. Pero, en cambio, bailé cuadrillas, valses y polkas, hasta extenuarme; y, como es natural, siempre que era posible, con Varenka. Llevaba un vestido blanco con cinturón rosa y guantes blancos de cabritilla, que le llegaban hasta los codos agudos, y escarpines de satín blancos. Un antipático ingeniero, llamado Anisimov, me birló la mazurca –aún no he podido perdonárselo– invitando a Varenka en cuanto entró en la sala; yo me había entretenido en la peluquería y en comprar un par de guantes. Bailé esa mazurca con una muchachita alemana, a la que antaño había cortejado un poco. Me figuro que aquella noche fui muy descortés con ella; no le hablé ni la miré, siguiendo constantemente la esbelta figura de Varenka, vestida de blanco, y su resplandeciente rostro encendido con hoyuelos en las mejillas y sus bellos ojos cariñosos. Y no era el único. Todos la contemplaban, tanto los hombres como las mujeres, a pesar de que las eclipsaba. Era imposible no admirarla.

Según las reglas, no bailé con Varenka aquella mazurca; pero, en realidad, bailamos juntos casi todo el tiempo. Sin turbarse atravesaba la sala, dirigiéndose a mí y yo me levantaba de un salto, antes que me invitara. Varenka me agradecía mi perspicacia con una sonrisa. Cuando no adivinaba mi «cualidad», mientras daba la mano a otro, se encogía de hombros y me sonreía con expresión compasiva, como si quisiera consolarme.

Cuando bailábamos algún vals, Varenka sonreía diciéndome, con respiración entrecortada: «Encore.» Y yo seguía dando vueltas y más vueltas sin sentir mi propio cuerpo.

—¿Cómo no lo iba a sentir? Supongo que, al enlazar el talle de Varenka, hasta sentiría el cuerpo de ella –dijo uno de los presentes .

Súbitamente, Iván Vasilevich enrojeció y exclamó, casi a voz en grito:

—¡Así son ustedes, los jóvenes de hoy día! No ven nada excepto el cuerpo. En nuestros tiempos era distinto. Cuanto más enamorado estaba, tanto más inmaterial era Varenka, para mí. Ustedes sólo ven los tobillos, las piernas y otras cosas; suelen desnudar a la mujer de la que están enamorados. En cambio, para mí, como decía Alfonso Karr– ¡qué buen escrito era! – el objeto de mi amor se me aparecía con vestiduras de bronce. En vez de desnudar a la mujer, tratábamos de cubrir su desnudez, lo mismo que el buen hijo de Noé. Ustedes no pueden comprender esto…

—No le haga caso; siga usted –intervino uno de nosotros.

—Bailé casi toda la noche, sin darme cuenta de cómo pasaba el tiempo. Los músicos ya repetían sin cesar el mismo tema de una mazurca, como suele suceder al final de un baile. Los papás y las mamás, que jugaban a las cartas en los salones, se habían levantado ya, en espera de la cena; y los lacayos pasaban, cada vez con mayor frecuencia, llevando cosas. Eran más de las dos de la madrugada. Era preciso aprovechar los últimos momentos. Volví a invitar a Varenka y bailamos por centésima vez.

—¿Bailará conmigo la primera cuadrilla, después de cenar? –le pregunté, mientras la acompañaba a su sitio.

—Desde luego, si mis padres no deciden irse en seguida –me replicó, con una sonrisa.

—No lo permitiré –exclamé.

—Devuélvame el abanico –dijo Varenka.

—Me da pena dárselo –contesté, tendiéndole su abanico blanco, de poco valor.

—Tenga; para que no le dé pena –exclamó Varenka, arrancando una pluma, que me entregó.

La cogí; pero únicamente pude expresarle mi agradecimiento y mi entusiasmo con una mirada. No sólo estaba alegre y satisfecho, sino que me sentía feliz y experimentaba una sensación de beatitud. En aquel momento, yo no era yo, sino un ser que no pertenecía a la tierra, que desconocía el mal y sólo era capaz de hacer el bien.

Guardé la pluma en un guante; y permanecí junto a Varenka, sin fuerzas para alejarme.

—Fíjese; quieren que baile papá –me dijo señalando la alta figura de su padre, un coronel con charreteras plateadas, que se hallaba en la puerta de la sala con la dueña de la casa y otras damas.

—Varenka, ven aquí –oímos decir a aquélla.

Varenka se acercó a la puerta y yo la seguí.

—Ma chère, convence a tu padre para que baile contigo. Ande, haga el favor, Piotr Vasilevich –añadió la dueña de la casa, dirigiéndose al coronel.

El padre de Varenka era un hombre erguido, bien conservado, alto y apuesto, de mejillas sonrosadas. Llevaba el canoso bigote à lo Nicolás I, y tenía las patillas blancas y el cabello de las sienes peinado hacia delante. Una sonrisa alegre, igual que la de su hija, iluminaba tanto su boca como sus ojos. Estaba muy bien formado; su pecho –en el que ostentaba alguna condecoraciones– y sus hombros eran anchos, y sus piernas, largas y delgadas. Era un representante de ese tipo de militar que ha producido la disciplina del emperador Nicolás.

Cuando nos acercamos a la puerta, el coronel se negaba diciendo que había perdido la costumbre de bailar. Sin embargo, pasando la mano al costado izquierdo, desenvainó la espada, que entregó a un joven servicial y, poniéndose el guante en la mano derecha –en aquel momento dijo con una sonrisa: «Todo debe hacerse según las reglas» —, tomó la mano de su hija, se volvió de medio lado y esperó para entrar al compás.

A las primeras notas del aire de la mazurca, dio un golpe con un pie, avanzó el otro y su alta figura giró en torno a la sala, ora despacio y en silencio, ora ruidosa e impetuosamente.

Varenka giraba y tan pronto acortaba, tan pronto alargaba los pasos, para adaptarlos a los de su padre. Todos los asistentes seguían los movimientos de la pareja. En cuanto a mí, no sólo los admiraba, sino que sentía un enternecimiento lleno de entusiasmo. Me gustaron sobre todo las botas del coronel, que no eran puntiagudas, como las de moda, sino antiguas, de punta cuadrada y sin tacones. Por lo visto, habían sido fabricadas por el zapatero del batallón. «Para poder vestir a su hija y hacerla alternar, se conforma con unas botas de fabricación casera y no se compra las que están de moda», pensé, particularmente enternecido por aquellas puntas cuadradas. Sin duda, el coronel había bailado bien en sus tiempos; pero entonces era pesado y sus piernas no tenían bastante agilidad para los bellos y rápidos pasos que quería realizar. Sin embargo, dio dos vueltas a la sala. Finalmente separó las piernas, volvió a juntarlas y, aunque con cierta dificultad, hincó una rodilla en tierra y Varenka pasó graciosamente junto a él con una sonrisa, mientras se arreglaba el vestido, que se le había enganchado. Entonces todos aplaudieron con entusiasmo. Haciendo un esfuerzo, el coronel se levantó; y, cogiendo delicadamente a su hija por las orejas, la besó en la frente y la acercó a mí, creyendo que me tocaba bailar con ella. Le dije que yo no era su pareja.

—Es igual, baile con Varenka –replicó, con una sonrisa llena de afecto, mientras colocaba la espada en la vaina.

Lo mismo que el contenido de un frasco sale a borbotones después de haber caído la primera gota, mi amor por Varenka parecía haber desencadenado la capacidad de amar, oculta en mi alma. En aquel momento, mi amor abarcaba al mundo entero, Quería a la dueña de la casa con su diadema y su busto semejante al de la emperatriz Elizaveta, a su marido, a los invitados, a los lacayos e incluso al ingeniero Anisimov, que estaba resentido conmigo. Y el padre de Varenka, con sus botas y su sonrisa afectuosa parecida a la de ella, me provocaba un sentimiento lleno de ternura y entusiasmo.

Terminó la mazurca; los dueños de la casa invitaron a los presentes a cenar; pero el coronel B*** no aceptó, diciendo que tenía que madrugar al día siguiente. Me asusté, creyendo que se llevaría a Varenka; pero ésta se quedó con su madre.

Después de cenar, bailamos la cuadrilla que me había prometido. Me sentía infinitamente dichoso; y, sin embargo, mi dicha aumentaba sin cesar. No hablamos de amor, no pregunté a Varenka ni me pregunté a mí mismo si me amaba. Me bastaba quererla a ella. Lo único que temía era que algo echase a perder mi felicidad.

Al volver a mi casa, pensé acostarme; pero comprendí que era imposible. Tenía en la mano la pluma de su abanico y uno de sus guantes, que me había dado al marcharse, cuando la ayudé a subir al coche, tras de su madre. Miraba estos objetos y, sin cerrar los ojos, veía a Varenka ante mí. Me la representaba en el momento en que, eligiéndome entre otros hombres, adivinaba mi «cualidad», diciendo con su voz agradable: “¿El orgullo? ¿No es eso?», mientras me daba la mano con expresión alegre; o bien, cuando se llevaba la copa de champaña a los labios y me miraba de reojo, con afecto. Pero, sobre todo, la veía bailando con su padre, con sus movimientos graciosos, mirando, orgullosa y satisfecha, a los espectadores que los admiraban. E involuntariamente, los unía en aquel sentimiento tierno y delicado que me embargaba.


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