Текст книги "Narrativa Breve"
Автор книги: Leon Tolstoi
сообщить о нарушении
Текущая страница: 20 (всего у книги 47 страниц)
Todos los momentos no apreciados de esa época se le aparecían uno tras otro; pero como el momento insípido del presente que huye, sino como imágenes que se paran y, agrandándose, van reproduciendo el pasado. Con infinita alegría las contemplaba y seguía; mas no por el tiempo pasado que hubiera podido emplear mejor, sino porque el tiempo pasado no vuelve jamás. Los recuerdos iban agolpándose a su mente, y el violín de Alberto continuaba diciendo siempre lo mismo; decía: «En ti ha pasado para siempre el tiempo de la fuerza, del amor y de la felicidad. Pasó para siempre. Llora lo pasado; llora, hasta morir, sobre lo pasado… ¡Ésta es la única felicidad que te queda!» Al final de la última variación, el rostro de Alberto se fue poniendo rojo; brillaban sus ojos extraordinariamente; gruesas gotas de sudor cayeron sobre sus mejillas; las venas de la frente se le hincharon, su cuerpo agitose cada vez con más fuerza;
sus labios pálidos no se volvieron a cerrar, y todo él parecía experimentar la avidez entusiasta del goce.
Con brusco movimiento del cuerpo y sacudiendo la cabellera, bajó el violín; y, con una sonrisa de majestuosa arrogancia y de felicidad inmensa, miró a los presentes. Después enarcó la espalda, bajó la cabeza, se plegaron sus labios, y, viendo con timidez a su alrededor, se dirigió hacia la otra sala.
III
Algo extraño ocurría entre los invitados y algo extraño había también en el silencio que siguió a la música de Alberto. Era como si cada uno hubiera querido y no hubiese podido expresar todo aquello.
¿Qué significaba una sala bien alumbrada y tibia, mujeres turbadoras, el alba asomando por las ventanas, la sangre agitada y la impresión pura de los sonidos? Nadie pretendía explicar aquello. Al contrario, casi todos, como no se sentían con fuerzas para salirse de tan profunda impresión, se rebelaban contra ella.
—En efecto, ejecuta perfectamente —dijo el oficial.
—¡Admirablemente! – respondió Delessov, que se había escondido mientras se enjugaba las mejillas con la manga.
—Sin embargo, señores, es hora de irnos —dijo, rehaciéndose un poco, el que estaba echado sobre el diván—. Tendremos que darle algo: hagamos una colecta.
Alberto estaba solo en la otra sala, sentado en el diván; tenía los codos apoyados en las rodillas huesosas, y con sus manos sucias se frotaba el rostro.
Sus cabellos estaban desgreñados y mostraba una sonrisa feliz.
La colecta fue fructuosa. Delessov se encargó de ponerla en sus manos. Además, le vino la idea a Delessov, en quien la música produjo una profunda impresión, de protegerle. Había pensado llevarle a su casa, vestirlo y hallarle un empleo cualquiera para arrancarlo de su triste situación.
—¿Estáis cansado? – le preguntó al acercársele.
Alberto sonrió.
—Sois un verdadero talento. Deberíais ocuparos seriamente de la música, tocar en público.
—Ahora bebería de muy buena gana —dijo Alberto como si despertase de un prolongado sueño.
Delessov le trajo vino; el músico apuró con avidez dos vasos.
—¡Qué buen trozo de música es esa melancolía! – dijo Delessov.
—¡Oh!, sí, sí —respondió Alberto sonriéndose Pero, permitidme… No sé a quién tengo el honor de hablar; quizá seáis un conde o un príncipe… ¿Podríais prestarme un poco de dinero?
—Callóse un momento—.
Yo no tengo nada… soy muy pobre… no podría devolvéroslo.
—Delessov se sonrojó, apresurándose a entregar al músico el dinero recogido.
—Muchísimas gracias —dijo Alberto cogiendo el dinero—. Y ahora, si os place, vamos a tocar música, yo tocaré tanto como queráis, pero os agradecería que me dieras algo de beber dijo levantándose.
Delessov le trajo otra vez vino y le instó para que se sentara a su lado.
—Me dispensaréis si os hablo con franqueza, dijo Delessov—. ¡Vuestro talento me ha interesado tanto!
Me parece que estáis en una situación muy difícil.
Alberto miraba, ya a Delessov, ya a la señora de la casa, que acababa de entrar en la estancia.
—Permitidme que os ofrezca el auxilio de mi amistad —Continuó Delessov —. Si necesitáis alguna cosa…; me causaréis una verdadera satisfacción si provisionalmente os intaláis en mi casa; yo vivo solo y podría seros muy útil.
Alberto sonrió sin responder.
—¿Por qué no le dais las gracias? – dijo la señora interviniendo—. Es un beneficio para vos…
Por mas que no os lo aconsejaría —dijo dirigiéndose a Delessov con un movimiento de cabeza que expresaba negación.
—Os lo agradezco mucho —dijo Alberto, estrechando entre sus húmedas manos las de Delessov—, mas ahora os ruego que vayamos a tocar música.
Los invitados estaban ya dispuestos a retirarse y, a pesar de las palabras de Alberto, fueron saliendo todos del salón.
Alberto se despidió de la señora, tomó su sombrero ya muy usado, de anchas alas, un casacón viejo de verano, su único abrigo, y fue bajando con Delessov la escalinata.
Cuando Delessov se hubo sentado en el coche al lado de su nuevo amigo, y sintió el olor repugnante de vino y de sudor que despedía el músico, empezó a lamentar el acto que había llevado a cabo, reprochándose la infantil ternura de su corazón y su falta de conocimiento. Por otra parte, la conversación de Alberto era tan vulgar y tan falta de sentido, y el aire libre había puesto tan de relieve su borrachera, que Delessov empezó a sentir aprensión. "¿Qué haré con él?», pensó.
Al cabo de un cuarto de hora Alberto se reclinó, el sombrero rodó a sus pies y, acomodado en un rincón del coche, empezó a roncar. Las ruedas rechinaban con regularidad sobre la nieve; la luz de la aurora penetraba débilmente por los cristales del carruaje.
Delessov contemplaba a su vecino. Este, envuelto en la capa, yacía cerca de él. Parecíale a Delessov que una cabeza alargada, con una gran nariz negra, se balanceaba sobre el cuerpo del músico, pero, mirándolo más de cerca, vio que lo que tomaba por la nariz y la cara eran los cabellos, y que su rostro estaba más abajo. Entonces la hermosura de la frente y de la boca cerrada de Alberto le impresionaron de nuevo. Bajo la influencia del cansancio, de los nervios, de la hora avanzada y de la música que había oído, Delessov, mirándole el rostro, se transportó de nuevo al mundo feliz entrevisto unas horas antes. Otra vez recordó el tiempo feliz de su juventud, y ya no se arrepentía de su acción. En aquel momento quería a Alberto con sinceridad y con vehemencia, y se prometía firmemente hacer por el cuanto le fuera posible.
IV
A la mañana siguiente, cuando Delessov se despertó para ir al servicio, vio con extrañeza en torno suyo el biombo, su viejo criado, y el reloj sobre la mesa. "¿No es acaso todo lo que quiero tener a mi lado?», preguntóse. Entonces se acordó de los negros ojos y de la sonrisa del músico, y del motivo de la Melancolía…, y toda la extraña noche de la víspera pasó por su imaginación.
Sin embargo, no tuvo tiempo de preguntarse si tenía o no razón para albergar al músico en su casa.
Mientras se arreglaba hizo mentalmente el reparto del día: tomó papel, dispuso lo necesario para la casa, y apresuradamente se calzó las botas y se envolvió en la capa. Al pasar por delante del comedor miró hacia adentro: Alberto, con la cara escondida entre los almohadones en desorden, con una camisa sucia y rota, dormía pesado sueño sobre el diván de tafilete donde le instalaron la noche anterior sin conocimiento.
«Hay algo que no va bien», pensó involuntariamente Delessov.
—Haz el favor de ir de parte mía a casa de Borazovski, y pídele el violín por dos días. Para éste… – dijo al criado—. Cuando despierte le haces tomar café y le das alguna ropa mía. Te ruego que en todo le satisfagas.
Cuando Delessov llegó por la noche a su casa, le sorprendió no encontrar a Alberto.
—¿A dónde ha ido? – preguntó al criado.
—Se fue después de comer —respondió éste—; cogió el violín y se fue prometiendo volver al cabo de una hora… y aún no ha vuelto.
—¡Eso sí que me molesta! – exclamó Delessov—.
¿Por qué le has dejado salir, Zakhar?
Zakhar era un criado petersburgués que servía a Delessov hacía ocho años. Éste, como soltero que vive solo, le confiaba, sin querer, sus intenciones, y le gustaba saber su opinión en todos sus asuntos.
—¿Cómo queríais que me hubiese atrevido a no dejarle salir? – respondió Zakhar, mientras jugaba con su gorro—; si me hubieseis dicho que le retuviese, yo habría podido entretenerlo en casa; pero me hablasteis tan sólo del vestido.
—¡Cuánto me contraría! ¿Qué hizo mientras yo estuve fuera?
Zakhar sonrió.
—Se puede decir que es un verdadero artista. Tan pronto como despertó, pidió vino Madera; después estuvo jugando un buen rato con la cocinera y el criado del vecino: ¡es muy bromista! Sin embargo, tiene buen carácter. Le llevé el té y la comida, pero no quiso comer nada, empeñado en invitarme siempre… ¡Qué bien sabe tocar el violín! Estoy seguro de que un artista así no se encuentra ni en casa de Igler. A un artista así sí vale la pena sostenerlo.
Cuando tocó «Boguemos río abajo en el Volga paternal»… parecería que un hombre llorara. ¡Hermosísimo!
Todos los criados de la casa entraron en la sala para escucharle.
—Bueno; ¿le diste ropa? – interrogó el amo.
—Sin duda; te he dado una de vuestras camisas de noche y mi abrigo. Se debe ayudar a un hombre así; es verdaderamente un buen muchacho. – Zakhar se sonrió—. Me ha estado preguntando el grado que tenéis, si tenías altas e importantes amistades, y el número de vuestros simos, – Está bien, está bien; ahora habrá que buscarle, y de aquí en adelante no darle nunca de beber, si no, se pondrá peor aún.
—Es verdad —interrumpió Zakhar—; es evidente que su salud está muy quebrantada. En casa, en casa de los amos, había un empleado que siempre estaba así… Delessov, que hacía tiempo conocía la historia del empleado, un borracho inveterado, no le dejó concluir, y le ordenó prepararlo todo para la noche, e ir en busca de Alberto y traérselo.
Se metió en cama, apagó la bujía, pero no pudo dormir pensando siempre en Alberto.
«Aunque esto les parezca extraño a muchos de mis amigos —pensaba Delessov—, es tan raro el poder hacer alguna acción desinteresada, que hay que dar las gracias a Dios cuando este caso se presenta; yo no dejaré de hacerlo. Haré todo, absolutamente todo lo que pueda para ayudarle. Quizá no esté loco y sea su extravío el efecto simplemente de la bebida. No me costará caro, porque donde come uno comen dos.
Por ahora que viva conmigo; después ya le encontraremos empleo para sacarle del banco de arena en que está encallado; más tarde ya veremos»…
Una agradable satisfacción de sí mismo le embargó después de estas reflexiones.
" Verdaderarnente no soy del todo malo; no, al contrario, soy muy bueno en comparación con los demás…» – pensó.
Estaba casi dormido cuando le distrajo el ruido de la puerta que se abría y de unos pasos en la antesala.
«Tendré que ser más severo con él; debo hacerlo y será mucho mejor» – se dijo.
Apoyó el dedo en el timbre y llamó.
—¿Qué, le has traído? – le preguntó a Zakhar, que entraba‑Ese hombre está en estado lastimoso –dijo Zakhar moviendo la cabeza con solemnidad y cerrando los ojos.
—Qué, ¿está ebrio?
—Está muy débil.
—Y el violín, ¿dónde está?
—Lo he traído; la señora me lo ha dado.
—Pues bien, te ruego que no le dejes pasar ahora, métele después en la cama y mañana por la mañana vigílale atentamente para que no salga de casa.
Pero aún no había salido Zakhar cuando Alberto entraba ya en la habitación.
V
—¿Ya queríais dormiros? – dijo Alberto sonriendo.
Estuve en casa de Anna Ivanovna; he pasado una velada agradable. Se tocó música; hubo para reírse; la reunión fue deliciosa. Permitidme que beba un poco —añadió cogiendo el jarro de agua que estaba encima de la mesa—; pero no es agua lo que deseo.
Alberto estaba como la víspera; la misma encantadora sonrisa en los labios, la frente despejada y los miembros débiles. El abrigo de Zakhar le caía admirablemente, y el cuello alto y limpio de la camisa de noche encuadraba de una manera pintoresca su cuello fino y blanco, dándole un aspecto señoril e inocente. Sentóse en la cama de Delessov y le miró en silencio con una sonrisa grata y alegre.
Delessov examinaba los ojos de Alberto, sintiéndose de nuevo atraído por el encanto de su sonrisa; olvidó el deseo de ser severo con él, y quiso, al contrario, distraerse, oír al músico y estar hablando amigablemente con él, aun hasta el amanecer. Delessov ordenó a Zakhar que trajese una botella de vino, algunos cigarros y el violín.
—¡Ah, de perlas! – dijo Alberto—. Aún es temprano, podemos tocar cuanto queráis.
Trajo Zakhar con gran satisfacción una botella de Laffite, dos vasos, algunos cigarrillos de los que fumaba Delessov, y el violín. Pero en vez de acostarse como su amo le ordenó, encendió un cigarro y se sentó en la sala contigua.
—Mejor es que hablemos —dijo Delessov al músico, que tomaba ya el violín.
Alberto se sentó con cuidado en la cama y volvió a sonreír alegremente.
—¡Oh!, sí —dijo, dándose una palmada en la frente y tomando una expresión curiosa e inquieta, pues en la expresión de su cara se leía siempre lo que pensaba.
—Permitidme que os pregunte… – Detúvose un momento– Este caballero que estaba con vos ayer noche… al que llamabáis N ¿no es el hijo del célebre N?
—Su propio hijo —respondió Delessov no comprendiendo lo que eso pudiera interesar a Alberto.
—Eso es —dijo sonriéndose con satisfacción. Le reconocí al momento en sus modales particularmente aristócratas. Me gusta mucho la aristocracia, porque hay en ella elegancia y belleza. ¿Y aquel oficial que bailaba tan bien? – preguntó—; también me gustó mucho; parecía tan noble, tan alegre… Es el ayudante del campo N. N.
—¿Cuál? – preguntó Delessov.
—Aquél con quien tropecé cuando bailábamos.
Debe se ser un corazón de oro.
—Es un libertino —respondió Delessov.
—¡Oh, no! – replicó calurosamente Alberto—. En él se nota algo muy agradable, y es un buen músico —añadió—. Tocó allí un trozo de ópera que desde hace mucho no había oído ni que me gustara tanto.
—Sí, toca bien; pero su estilo no me gusta –dijo Delessov, que quería obligar a su interlocutor a hablar de música—. No comprende la música clásica; y la música de Donizetti y de Bellini no es música buena. ¿No sois de esta opinión?
—¡Oh, no, no, dispensad! – dijo Alberto con expresión deferente. La música antigua es una y la nueva es otra. En la música nueva hay también trozos extraordinariamente hermosos: ¡La Sonámbula!…, ¡el final de Lucía! ¡Chopin!… ¡Roberto! He pensado muchas veces…. – paróse un momento concentrando el pensamiento—, que si Beethoven viviese, lloraría de placer escuchando La Sonámbula. En todas partes se encuentra lo bueno. La primera vez que oí La Sonámbula fue cuando vinieron la Viardot y Rubini; era…. ¡ah! – y brilláronle los ojos e hizo un gesto con las manos, como si hubiese querido arrancarse algo del pecho—; con un poquito más…
—Y ahora, ¿qué os parece la ópera? –preguntóle Delessov.
—Bozia es buena, muy buena, extremadamente elegante, pero no tiene nada aquí —dijo señalando su hundido pecho—. A un artista le hace falta pasión y ella no la siente. Como gustar ya gusta pero no entusiasma.
—¿Y Lablache?
—Le oí en París en el Barbero de Sevilla; en aquella época era el único; pero ahora ya es viejo. No puede ser actor, es demasiado viejo…
—Sí, es viejo, pero aún vale en la música de conjunto —dijo Delessov.
Este era su juicio respecto a Lablache.
—¿Cómo que qué importa que sea viejo? –Dijo Alberto con severidad—. No debiera serlo.
El artista no debe nunca ser viejo. Se necesitan muchas cosas para el cultivo del arte, pero principalmente el fuego sagrado —dijo con los ojos brillantes y levantando las manos.
En efecto un fuego devorador brillaba en todo él.
—¡Ah, Dios mío! – dijo de pronto—, ¿no conocéis a Petrov, el pintor?
—No —respondió sonriendo Delessov.
—Me gustaría en extremo que pudieseis conocerle.
¡Recibiríais un gran placer oyéndole hablar! ¡Cómo comprende el arte! Antes nos encontrábamos muchas veces en casa de Anna Ivannovna; pero ésta, por una cuestión baladí, se enfadó con él, y no ha ido más. Me gustaría mucho que trabarais amistad con él. Tiene mucho talento.
—¿Hace cuadros? – preguntó Delessov.
—No sé, creo que no…. ¡pero ha salido de la Academia! ¡Qué ideas tiene! Cuando habla, es sorprendente a veces lo que dice. ¡Oh!, Petrov es un gran talento, pero lleva una vida muy agitada, muy alegre…. ¡es lástima!, – añadió Alberto sonriendo; y cogiendo el violín se puso a templarlo.
—¿Hace mucho tiempo que salisteis de la ópera?
—Preguntó Delessov.
Alberto le miró y suspiró profundamente.
—¡Oh!, ya ni me acuerdo —dijo soltando el violín y cogiéndose la cabeza entre las manos;
después sentóse de nuevo al lado de Delessov.
—Os diré. ¡No puedo tocar allí…, porque no tengo nada! Ni ropa, ni albergue, ni violín.
¡Mala vida, mala vida! ¿Para qué allí?, ¿para qué? No hay necesidad.
¡Ah! ¡Don Juan! – dijo golpeándose la cabeza.
—Iremos un día juntos —dijo Delessov.
Alberto cogió sin contestar el violín y empezó a tocar el final del primer acto de Don Juan explicando al mismo tiempo el argumento de la ópera.
A Delessovse le erizaron los cabellos cuando tocó el trozo del comendador agonizante.
—No, no puedo tocar; hoy he bebido demasiado —dijo tirando el violín. Tan pronto como hubo acabado de decirlo, se acercó a la mesa, se sirvió un vaso de vino, y, bebiéndoselo de un trago, sentóse otra vez en la cama al lado de Delessov.
Este miraba a Alberto sin quitarle los ojos de encima.
El músico sonreía de vez en cuando y Delessov también. Los dos callaron, pero entre ellos se establecían, por la mirada y la sonrisa, relaciones cada vez más estrechas. Delessov sentía un afecto cada vez mayor hacia Alberto, y experimentaba en todo su ser una alegría inexplicable.
—¿Estáis enamorado? – le preguntó Delessov.
Alberto púsose pensativo por algunos segundos, y pocos momentos después su cara se iluminó con una sonrisa triste. Acercándose a Delessov, miróle fijamente a los ojos.
—¿Porqué me lo preguntáis? – murmuró—. Pero, os lo contaré todo porque me habéis agradado—, continuó, mirándolo mientras se volvía un poco—. Os tengo que decir la verdad; os lo contaré tal como sucedió.
Detúvose un momento y fijó los ojos en Delessov con mirada salvaje.
—Ya sabéis que soy un espíritu débil —dijo de pronto—. ¡Sí, sí, estoy seguro que Anna Ivannovna os lo ha contado todo, porque dice a todo el mundo que yo estoy loco! No es verdad. lo dice de broma; es una buena mujer, pero es cierto que hace algún tiempo no me encuentro muy bien. – Alberto callóse de bueno; sus ojos fijos y muy abiertos miraban hacia la puerta oscura—. ¿Me habéis preguntado si amaba? Sí, he amado. Hace mucho tiempo, cuando aún estaba empleado en el teatro. Era segundo violín en la ópera y ella venia al palco proscenio de la izquierda. – Alberto se levantó e inclinándose al oído de Delessov, dijo—: ¿Para qué nombrarla? Si duda la conocéis, todos la conocen… Yo trataba de no amarla porque no soy más que un pobre artista y ella era de la aristocracia; yo lo sabía, por eso me contentaba nada más que con mirarla, sin pensar en nada…
Alberto púsose pensativo, juntando sus recuerdos.
—Cómo sucedió, no lo puedo recordar; pero un día me mandó llamar para que la acompañara con el violín…. ¡yo, un pobre artista!… – dijo suspirando mientras levantaba la cabeza—. Pero no, no puedo explicarlo; no puedo. ¡Qué feliz fui entonces!
—Fuisteis muchas veces a su casa? – preguntó Delessov.
—Una vez, una sola vez… ¡pero fui muy culpable; me volví loco; yo, un pobre artista y, ella, una dama noble!… No le debía haber dicho nada, pero estaba loco y cometí una torpeza…
Desde entonces todo concluyó para mí. Petrov dijo la verdad: Más me hubiera valido verla solamente en el teatro…
—¿Qué hicisteis entonces? – preguntó Delessov.
—¡Ah! esperad, esperad… Eso no puedo explicarlo —y ocultando el rostro entre las manos, callóse un momento—. Llegué tarde a la orquesta por haberme entretenido bebiendo con Pretov, y me sentía muy turbado. Estaba ella en su palco hablando con un general, que no se quién seria; estaba sentada en la delantera y tenía la mano apoyada sobre la barandilla.
Llevaba un vestido blanco, en el cuello un collar de perlas. Mientras seguía hablando, me miró dos veces; su peinado era así… Yo no tocaba, estaba de pie cerca del bajo y la miraba…
Por primera vez en mi vida me sucedió una cosa extraña. Estaba hablando con el general y me miraba; comprendí que hablaba de mí; y de pronto me di cuenta de que no estaba en la orquesta, que estaba en su palco y que tenía sus manos entre las mías. ¿Que era aquello?
—exclamó Alberto, y calló…
—Vehemencias de la imaginación —dijo Delessov.
—Pero no… no puedo explicarlo —respondió Alberto crispándose todo—. Yo era ya un pobre, yo no tenía casa, y cuando iba al teatro muchas veces era para dormir… – ¿Cómo? ¿En el teatro? ¿En la sala de espectáculos, vacía, oscura? – ¡Oh!, yo no tengo miedo de esas tonterías.
Esperad.
Tan pronto como todos se habían marchado, iba al palco donde ella se sentaba y me dormía allí.
Esta era mi única alegría. ¡Qué noches he pasado en ese lugar! Una sola vez gocé de veras una noche parecida. Durante el sueño veía tantas cosas… pero no, no puedo explicároslo todo.
—Alberto bajó la cabeza y miró a Delessov y preguntó otra vez—.
¿Qué era aquello?
—Es muy extraño —exclamó Delessov.
—No, esperad, oídme —y acercándose a Delessov empezó a hablarle en voz baja—. Yo besaba su mano y lloraba a los pies de ella… Después le estuve hablando un buen rato, sintiendo el suave olor de perfumes, y el timbre de su voz; luego cogí el violín y me puse a tocar con suavidad y, según creo, admirablemente.
Nunca he tenido miedo de las tonterías que cree el vulgo, porque no creo en ellas; pero aquella noche pasó algo —dijo con extraña sonrisa y poniéndose las manos en la cabeza—.
Estaba asustado por mi pobre espíritu, porque me parecía que pasaba algo en mi cabeza.
Quizá no fuese nada; ¿cuál es vuestro parecer?
Quedáronse ambos silenciosos durante algunos minutos.
Aunque las nubes cubran el cielo, El sol brilla siempre claro… – cantó Alberto sonriendo dulcemente– ¿No es verdad?
También yo he vivido y he gozado.
¡Qué bien interpretaba todo eso Petrov!
Delessov estaba silencioso, mirando con espanto el pálido y emocionado semblante de su interlocutor.
VI
Zakhar acercóse de nuevo al comedor. Delessov oyó la voz dulce de su criado y la voz débil y suplicante de Alberto.
—¿Qué hay? – preguntó Delessov a Zakhar.
—Dice que se aburre; no ha querido levantarse; está muy triste; no hace otra cosa que pedirme vino.
—No, me lo ha prometido; hay que tener energía —dijo Delessov. Prohibió dar vino al artista y se puso otra vez a leer, escuchando de todas maneras lo que pasaba en el comedor.
Allí nada se movía, tan sólo de vez en cuando se oía una penosa tos de pecho seguida de expectoraciones. Pasaron dos horas; Delessov se vistió y antes de salir se decidió ir a ver a su huésped. Alberto estaba inmóvil, sentado cerca de la ventana, la cabeza apoyada entre las manos. Su cara estaba amarilla, arrugada, y no solamente triste, sino con señales de profunda desdicha. Trató de sonreír a guisa de saludo, pero su cara tomó una expresión aún más triste.
Hubiérase dicho que iba a llorar; levantóse con gran trabajo y saludó.
—Si fuera posible obtener una copita de aguardiente —dijo con voz suplicante—. Os lo ruego, porque estoy muy débil.
—Os aconsejo que toméis café; os irá mucho mejor.
La cara de Alberto perdió instantáneamente su expresión infantil. Miró a la ventana con la vista empañada y fría, y se dejó caer sobre la silla.
—Mejor sería que almozarais.
—No, gracias, no tengo apetito.
—Si queréis tocar el violín, no me estorbáis para nada —dijo Delessov, dejando el instrumento encima de la mesa.
Alberto miró el violín con aire despreciativo.
—Estoy débil y no puedo tocar —dijo rechazando el instrumento.
Después de esto, a todo lo que Delessov le proponía, ir al teatro, pasearse…. contestaba con un humilde saludo, guardando obstinadamente el silencio más absoluto.
Delessov salió a hacer algunas visitas, comió con los amigos y antes de ir al teatro entró en casa para cambiarse el traje y saber qué hacía el músico. Alberto estaba sentado en la antesala, complemente a oscuras; tenía la cabeza apoyada entre sus manos y contemplaba la estufa encendida. Se había lavado, peinado y vestido con mucha limpieza, pero sus ojos estaban velados y sin expresión; en todo su cuerpo se notaba más debilidad y más fatiga que por la mañana.
—Qué, ¿habéis comido? – preguntóle Delessov.
Alberto hizo un signo afirmativo con la cabeza, y mirando con desconfianza a Delessov, bajó la vista.
Delessov se sintió apenado.
—Hoy he visto al director, al cual he hablado de vos —dijo Delessov desviando la mirada—.
Tendrá mucha satisfacción en volver a veros. Si permitieseis que él os oyese…
—Muchas gracias, no puedo tocar– pronunció entre dientes Alberto y pasó a su habitación cerrando la puerta tras si.
Algunos momentos después volvió a salir de la habitación con el violín, dio una rápida y agresiva mirada a Delessov, dejó el violín sobre una silla y desapareció nuevamente.
Delessov se sonrió encogiéndose de hombros.
"¿Qué debo hacer? ¿De que soy culpable?» – pensó.
—¿Cómo está el músico? – fue la primera pregunta que hizo al entrar ya tarde en su casa.
—Está bastante mal —respondió brevemente y con voz sonora Zakhar—. Se pasa el tiempo tosiendo y suspirando sin decir una palabra. Varias veces me ha pedido aguardiente, y le he dado ya un vasito. De lo contrario era de temerse que le perdiéramos. Es como el empleado…
—¿Ha tocado el violín?
—Ni siquiera lo ha mirado; dos veces se lo llevé y cogiéndolo con cuidado me lo ha devuelto siempre —respondió Zakhar sonriendo—. ¿No ordenáis que se le dé de beber?
—No; esperemos un día y veremos lo que pasa.
¿Qué hace ahora?
—Está encerrado en el salón.
Delessov pasó a su despacho y tomó algunos libros en francés y el Evangelio en alemán.
—Mañana ponle estos libros en su cuarto, y cuidado con dejarle salir —le dijo a Zakhar.
A la mañana siguiente, Zakhar informó de que el músico no había dormido en toda la noche, y que había tratado de abrir las puertas, pero que gracias a sus cuidados estaban bien cerradas; díjole además que, haciéndose el dormido, había oído a Alberto hablar bajo, agitando con fuerza las manos.
Alberto volvióse de día en día más sombrío y más silencioso. Parecía como si le inspirase miedo Delessov, y cada vez que sus miradas se encontraban, se advertía en su rostro una sensación inusitada de espanto. No tocó ni los libros ni el violín, y guardaba el silencio más absoluto cuando se le preguntaba algo.
Algunos días después de haber dado albergue al músico, llegó Delessov a su casa bastante tarde, notándose en él mucho cansancio y contrariedad.
Durante todo el día había estado haciendo gestiones para cierto negocio que le pareció muy fácil y, como pasa casi siempre, a pesar de todo su cuidado, no había obtenido lo que deseaba. Además, en el club había perdido algo y estaba de muy mal humor.
—¡Que Dios le proteja! – respondió a Zakhar, el cual le explicaba la triste situación de Alberto—. Mañana le preguntaré definitivamente si quiere quedarse en casa y seguir mis consejos. Si no, peor para él; me parece que he hecho todo lo que he podido.
La palabra «todos» se refería los hombres en general y en particular a aquéllos con quienes había hablado por la mañana.
"¿Qué será de él ahora? ¿En qué piensa?, ¿qué es lo que le entristece? ¿Echa de menos el desarreglo y humillación en que vivía, la mendicidad de donde le he sacado?» Evidentemente ha caído muy bajo para que pueda acostumbrarse de nuevo a una vida honrada… «No, es una chiquillada —dijo Delessov—. ¿Por qué me he de meter a corregir a los demás? Que Dios me permita arreglarme a mi mismo.» Quiso dejarle marchar enseguida, pero reflexión ó un momento y lo dejó para el día siguiente.
Durante la noche, Delessov despertó con el ruido de una mesa que se había caído en la antesalas, y oyó voces y pasos en la misma. Encendió una bujía y escuchó con ansiedad…
—Esperad, que iré a llamar al amo —decía Zakhar.
Alberto murmuraba palabras incoherentes, Delessov saltó del lecho y con la bujía en la mano corrió a la antesala. Zakhar, en traje de noche, estaba de pie delante de la puerta.
Alberto, con el sombrero y el abrigo, trataba de apartarle de la puerta, gritando con voz quejumbrosa.
—No podéis impedirme el paso, tengo el pasaporte; yo no me llevo nada, podéis registrarme si queréis; iré al jefe de policía.
—Permitidme —dijo Zukhar a su amo, mientras continuaba defendiendo la puerta con la espalda—.
Se ha levantado esta noche, ha encontrado la llave de mi abrigo y se ha bebido una botella entera de aguardiente azucarado. ¿Está bien eso? Y ahora quiere marcharse.
—¡Nadie puede detenerme! No tenéis ese derecho —gritaba elevando cada vez más la voz.
—Quítate de ahí, Zakhar —dijo Delessov, y dirigiéndose a Alberto: – Yo no quiero ni puedo deteneros, pero os aconsejo quedaros hasta mañana.
—Nadie puede detenerme, iré a ver al jefe de policía —gritaba cada vez con más fuerza Alberto, dirigiéndose tan sólo a Zakhar y sin mirar a Delessov– ¡Ladrones! – gritó de pronto con espantosa voz.
—Pero, ¿por qué gritáis así? Nadie os detiene Zakhar abriendo la puerta.
Alberto cesó de gritar.
—¡No lo habéis logrado! ¿Queríais matarme? ¡Pues, no! – murmuró tomando sus zapatos de goma.
Sin decir adiós y mascullando palabras incomprensibles, salió; Zakhar le alumbró hasta la puerta y volvió.
—¡Gracias a Dios! Hubiera acabado mal —dijo a su amo—. Ahora hay que mirar los objetos de plata, a ver si están todos.
Delessov movió la cabeza sin responder. Acordábase de las dos primeras veladas pasadas con el músico; los días tristes que por su culpa había pasado Alberto, principalmente se acordaba del sentimiento mezclado de admiración, de amor y de piedad, que desde el primer momento le inspiró ese hombre extraño.
Empezaba a compadecerle. "¿Qué va hacer, sin dinero, sin ropa, solo en medio de la noche?…» Quiso mandar a Zakhar en su busca, pero ya era tarde.
—¿Hace mucho frío? – preguntó Delessov.
—Una helada muy fuerte —respondió Zakhar—. Había olvidado deciros que se tendrá que comprar leña antes de la primavera.