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Narrativa Breve
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Автор книги: Leon Tolstoi



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—¡El coche de Ana Fiodorovna Zaitsova! –gritó.

Un alto carruaje de cuatro plazas se puso en marcha, en dirección al la entrada de la casa.

—¡Para! –ordenó Turbin al cochero y corrió hacia el coche, hundiéndose en la nieve hasta las rodillas.

—¿Qué desea? –preguntó aquél sin detenerse.

—¡Espera, que voy a subir! –replicó Turbin, abriendo la portezuela—. ¡Te digo que pares!

¡Condenado! ¡Majadero!

—¡Para, Vaska! –gritó el cochero, dirigiéndose al postillón, y detuvo a los caballos—. ¿Por qué quiere subir a este coche? Es de Ana Fiodorovna…

—¡Calla, estúpido! Toma un rublo, baja y cierra la portezuela –ordenó el conde.

Como el cochero no le hiciera caso, Turbin mismo recogió el estribo y cerró la portezuela, sacando la mano por la ventanilla.

Lo mismo que en todos los carruajes viejos, sobre todo en los adornados de pasamanería amarilla, en el interior olía a podrido y a cuerdas quemadas. Turbin tenía las piernas empapadas dentro de las finas botas, y el cuerpo aterido. El cochero empezó a refunfuñar desde el pescante; sin duda se disponía a apearse. Pero Turbin no oía ni sentía nada. Le ardía la cara y le latía el corazón. Se agarró convulsivamente a la correa amarilla y, asomándose a una de las ventanillas laterales, esperó. La espera no fue larga. Se oyó gritar desde la escalinata: «El coche de la señora Zatsova.» El cochero tiró de las riendas. El coche se balanceó sobre los altos muelles y las ventanas iluminadas de la casa pasaron corriendo una tras otra ante la ventanilla.

—¡Como le digas al lacayo que estoy aquí, te mataré, bandido! En cambio, si me guardas el secreto, te daré diez rublos –dijo Turbin, asomándose a la ventanilla de delante.

Apenas le dio tiempo de cerrarla, sintió una fuerte sacudida y el coche se detuvo.

Turbin se agazapó en un rincón. Tenía tanto miedo de echar a perder las cosas que hasta contuvo el aliento y cerró los ojos. Se abrieron las portezuelas y el estribo cayó con gran estrépito. Se percibió el rumor de un vestido femenino, penetró un perfume de jazmín, subieron unos piececitos ligeros y Ana Fiodorovna, enganchando los bajos de su capa en los pies del conde, se dejó caer en el asiento, respirando fatigosamente.

Nadie hubiera podido decir, ni siquiera ella misma, si había visto o no al conde. Cuando él le tomó la mano, diciendo: «Por fin puedo besarla», casi no se mostró asustada. No dijo nada, abandonándole la mano que Turbin cubrió de besos. El coche partió.

—Dime algo. ¿Estás enfadada? –murmuraba Turbin.

Ana Fiodorovna se retiró silenciosamente a un rincón del coche. De pronto, sin saber por qué, se echó a llorar, apoyando la cabeza en el pecho de Turbin.

VI


El comisario de Policía reelegido con su tertulia, el oficial de caballería y otros nobles, llevaban ya bastante rato escuchando cantar a los gitanos en la nueva posada, cuando llegó Turbin. Venía con una pelliza de piel de oso, forrada de paño azul, que había pertenecido al difunto marido de Ana Fiodorovna.

—¡Padrecito! ¡Le esperábamos con impaciencia! –le dijo un gitano bizco, pelinegro, cuyos dientes eran de un blanco deslumbrador, saliendo a recibirle a la escalinata y desviviéndose por ayudarle a quitarse la pelliza—. No le hemos vuelto a ver desde que estuvimos en Lebedián… Stioshka le ha echado de menos.

Stioshka, una gitana jovencita de tez cobriza, profundos y brillantes ojos negros de largas pestañas y mejillas color rojo ladrillo, se precipitó a saludar a Turbin.

—¡Oh! ¡Conde! ¡Cuánto me alegra verle! –exclamó, risueña.

También Iliushka salió al encuentro de Turbin y fingió alegrarse mucho de verle. Los presentes, incluso las viejas, se pusieron en pie para rodear al recién llegado. Turbin dio un beso en los labios a las gitanas jóvenes; las viejas y los hombres lo besaron en el hombro y en la mano. Los nobles manifestaron gran contento al verlo aparecer, porque la orgía, que había llegado a su apogeo, empezaba a decaer. Todos comenzaban a experimentar hastío: el vino había perdido ya el poder de excitar los nervios y sólo producía molestias en el estómago.

Todos habían agotado su caudal de energías: todos se habían examinado unos a otros, y se había terminado el repertorio de canciones, dejando una impresión de ruido y desenfreno. Ya podía uno hacer la cosa más rara del mundo: a nadie le parecía interesante ni divertido. El comisario de Policía, tendido en una postura indecorosa a los pies de una vieja, empezó a agitar los pies y a gritar:

—¡Champaña!… ¡Champaña!… Prepararé el baño de champaña para bañarme… ¡Señores, me gusta la distinguida sociedad de la nobleza!… ¡Stioshka, cante El senderito!

El oficial de caballería estaba también borracho; pero le había dado por otra cosa. Se hallaba sentado en el diván, muy arrimado a Liubasha, una hermosa gitana. Abría y cerraba los ojos sin cesar, a causa de la borrachera, movía la cabeza y repetía las mismas palabras:

suplicaba a la muchacha que huyese con él. Liubasha lo escuchaba, risueña, como si le hiciera mucha gracia lo que le decía; pero, al mismo tiempo, lanzaba miradas un tanto tristes a su marido, Sashka, el bizco, que se hallaba frente a ella. Y, como respuesta a las declaraciones de amor del oficial, le decía al oído que le comprara cintas y perfumes sin que se enterase nadie.

—¡Hurra! –gritó el oficial cuando entró Turbin.

El joven apuesto paseaba por la habitación con pasos firmes y expresión preocupada, canturreando una melodía de El rapto del desarrollo.

Un viejo padre de familia, que había ido a escuchar a las gitanas, gracias a los insistentes ruegos de los señores de la nobleza –le habían dicho que sin él se echaría a perder la fiesta– se hallaba tendido en un diván, en el que se había dejado caer cuando llegó, sin que nadie le hiciera caso.

Sentado en la mesa, con los pies puestos encima, un funcionario, en mangas de camisa, se desmelenaba los cabellos para demostrar que se divertía mucho. Al ver a Turbin, se desabrochó el cuello de la camisa y subió aún más las piernas. En una palabra con la llegada del conde, la orgía se animó.

Las gitanas, que se habían dispersado por la estancia, volvieron a sentarse en corro. El conde instaló en sus rodillas a Stioshka, la solista; y ordenó que sirvieran champaña.

Iliushka se colocó junto a Stioshka, con la guitarra en las manos, y empezó el baile, es decir, se dio comienzo a las canciones gitanas: Cuando voy por la calle, Los húsares, Escucha y entiéndeme… y otras por el orden establecido. Stioshka cantaba muy bien. Su sonora voz de contralto que brotaba del pecho, sus sonrisas, sus ojos de expresión apasionada, su piececito, que se movía llevando el compás, los gritos salvajes que lanzaba al entrar el coro, todo esto hacía vibrar una cuerda sensible que rara vez se conmueve. Era evidente que Stioshka vivía lo que cantaba. Iliushka la acompañaba con la guitarra, expresando su compenetración por medio de sonrisas, movimientos de espalda y de pies, y con todo su ser. Tenía la mirada clavada en Stioshka, como si oyera por primera vez esas canciones, y llevaba el compás con expresión atenta y preocupada. Al dar la última nota, se erguía; y, como si creyese estar por encima de todo el mundo, daba la vuelta a la guitarra con gesto altivo, sacudía la cabellera y se volvía hacia el coro, con el ceño fruncido. Luego, empezaba a bailar, y enteramente parecía que bailaban todas las fibras de su cuerpo, desde la cabeza hasta la planta de los pies… Veinte voces potentes y enérgicas cantaban de la manera más asombrosa. Las gitanas viejas daban saltitos en las sillas, agitaban pañuelos y, mostrando sus dientes, lanzaban gritos al compás de la canción. Los bajos, en pie tras de las sillas, emitían sus voces graves, con las cabezas inclinadas y los cuellos en tensión.

Cuando Stioshka daba una nota aguda, Iliushka se acercaba más a ella con la guitarra, y el joven apuesto exclamaba entusiasmado que cantaba «con bemoles».

Empezaron a ejecutar una pieza bailable. Moviendo los brazos y el pecho, Duniashka evolucionó ante Turbin, que se levantó de un salto, se quitó la guerrera y, quedando en mangas de camisa, se puso a dar vueltas al compás de la música. Realizó unos pasos tan complicados, que los gitanos se miraron sonriendo con aprobación.

El comisario de Policía se sentó al estilo turco; y, dándose un golpe en el pecho, gritó:

“¡Viva!» Después, asiendo a Turbin por un pie, le dijo que, de sus dos mil rublos, le quedaban quinientos y que podía hacer lo que quisiera, siempre que se lo permitiera el conde. El padre de familia, que se había despertado, quiso marcharse; pero no lo dejaron. El joven apuesto suplicaba a una gitana que bailara un vals con él. Deseoso de hacer alarde de su amistad con Turbin, el oficial de caballería se levantó y fue a abrazarlo.

—Querido amigo, ¿por qué te fuiste y nos abandonaste? ¿Eh?

El conde guardaba silencio, sin duda pensando en otra cosa.

—¿Dónde has estado? ¡Eres un bribón! Yo sé adónde has ido…

A Turbin le desagradaron estas muestras de intimidad. Muy serio, miró en silencio al rostro de Zavalshevsky; y, de pronto, le espetó una injuria espantosa. El otro no supo si debía tomarla como ofensa o como broma. Optó por lo último; y, siempre risueño, volvió junto a su gitana para asegurarle que se casaría con ella después de Pascua.

Cantaron otra canción y luego volvieron a bailar. Todos encontraban aquello muy divertido. El champaña no se agotaba. Turbin bebió mucho. Sus ojos se cubrieron de un velo húmedo, pero se mantenía firme sobre las piernas; bailaba mejor que antes, hablaba con sensatez e incluso cantó con el coro. En medio de aquella orgía, el dueño de la fonda rogó a los asistentes que se fueran, pues eran cerca de las tres.

Agarrándolo por el cuello, Turbin le ordenó que bailara en cuclillas. Como el dueño se negara, lo puso de cabeza en el suelo, mandó que lo sujetaran y, ante la risa general, vació lentamente encima de él una botella de champaña.

Amanecía. Excluyendo al conde, todos estaban pálidos y agotados.

—¡Ya es hora de que me vaya a Moscú! –exclamó Turbin, levantándose—. Venid conmigo muchachos. Me acompañaréis… y tomaremos té.

Todos accedieron, salvo el propietario, que se quedó en la fonda, dormido. Apretándose unos contra otros, se instalaron en los tres trineos que esperaban junto a la entrada, y partieron al hotel.

VII


—¡Que preparen el coche! –gritó Turbin al entrar en la sala del hotel, acompañado de sus invitados y de los gitanos—. ¡Sashka! No llamo al gitano, sino a mi criado. Di al maestro de postas que lo mataré si son malos los caballos. ¡Tráenos té! Zavalshevsky, ocúpate de servirlo, mientras entro al ver cómo está Ilin –añadió, saliendo al pasillo.

Hacía un momento que Ilin había terminado de jugar y había perdido hasta el último céntimo. Tendido boca abajo en un diván rojo, arrancaba las crines, que mordiscaba y escupía Sobre la mesita de juego, cubierta de cartas, ardían dos velas de sebo, una de las cuales se estaba consumiendo, y su débil luz se confundía con la del amanecer, que se filtraba por las ventanas. El ulano no pensaba en nada. La pasión del juego provocaba en él una especie de niebla que velaba sus capacidades anímicas; ni siquiera estaba arrepentido. Había hecho un esfuerzo para reflexionar sobre su situación. ¿Cómo se iría de allí sin un céntimo? ¿Cómo pagaría los quince mil rublos del Tesoro? ¿Qué diría al comandante del regimiento, a su madre y a sus compañeros? Sintió que lo invadía un terror tal y una repulsión tan grande hacia sí mismo que, para distraerse, se levantó y empezó a recorrer la habitación procurando pisar sólo las rendijas del entarimado. Recordó los detalles más insignificantes que habían tenido lugar durante el juego: se había imaginado que iba a recuperar su dinero cuando puso el rey de piques contra dos mil rublos; pero surgió una dama y un as y… todo se echó a perder. De haber salido un seis a la derecha y un rey a la izquierda, habría ganado y habría vuelto a jugar, ganando otros quince mil rublos. En este caso, hubiera comprado un caballo de los del comandante del regimiento, un coche con un par de caballos y ¿qué más? ¡Qué bien, si hubiera ganado!

Volvió a echarse en el diván y se puso a mordisquear las crines.

“¿Por qué cantarán en la habitación siete? –se preguntó– ¡Ah! Sin duda, Turbin está divirtiéndose. Estoy por ir allí a emborracharme.»

En aquel momento, Turbin entró en la habitación del ulano.

—¿Qué hay, amigo? ¿Has perdido?

«Fingiré dormir. De otro modo, tendré que hablar con él, y la verdad es que tengo sueño», se dijo Ilin.

—Dime, amigo, ¿has perdido? –insistió el conde, acercándose y acariciando la cabeza del joven.

Pero éste no contestó. Entonces, Turbin lo zarandeó por un brazo.

—¡Pues sí, he perdido! ¿Y a ti qué te importa? –murmuró Ilin, al fin, con voz adormilada e indiferente, sin cambiar de postura.

—¿Todo?

—Sí. Lo he perdido todo. No tiene nada de particular. Eso no te incumbe.

—Escúchame, Ilin. Dime la verdad como a un compañero –instó el conde, que seguía acariciando la cabeza de su amigo. El vino lo había predispuesto a la ternura—. Te he tomado afecto. Dime la verdad. Si has perdido dinero del Tesoro, te ayudará. No vaya a ser que luego sea demasiado tarde… ¿Tenías dinero del Tesoro?

Ilin se levantó de un salto.

—Ya que me obligas a ello, te diré que me dejes en paz, porque… Te ruego que no te metas en lo que no te importa… La única solución que me queda es pegarme un tiro – exclamó con acento desesperado; y, cayendo de bruces, se deshizo en lágrimas, pese a que sólo un momento antes pensara tranquilamente en comprarse un caballo.

—¡Enteramente una damisela! ¿Quién no ha pasado por un trance así? Esto tiene remedio.

Espérame –dijo el conde, abandonando la estancia.

—¿La habitación del comerciante Lujnov? –preguntó a un camarero y entró en ella, a pesar de que su criado le advirtiera que el señor iba a acostarse.

Lujnov estaba en bata. Sentado junto a la mesa contaba un fajo de billetes ante una botella de vino del Rin, al que era muy aficionado. Se había permitido ese lujo gracias a que acababa de ganar en el juego. Miró a Turbin a través de sus lentes con expresión fría y severa, como si no lo reconociera.

—Me parece que no me reconoce usted –dijo éste, mientras se acercaba a la mesa con pasos resueltos.

—¿Qué desea? –preguntó Lujnov, reconociendo a Turbin.

—Quiero jugar una partidita con usted –replicó el conde, sentándose en el diván.

—¿Ahora?

—Sí.

—En otra ocasión, con mucho gusto; pero ahora estoy cansado. Me disponía a echar un sueñecito. ¿Quiere tomar una copa? Este vino es excelente.

—Lo que quiero es jugar.

—No tengo intención de jugar más por hoy. Tal vez encuentre a alguien que quiera jugar con usted; yo no estoy dispuesto. Le ruego que me perdone.

—Entonces, ¿no accede?

Con movimiento de hombros, Lujnov expresó que sentía no poder satisfacer el deseo del conde.

—¿No accede por nada del mundo?

Lujnov volvió a hacer el mismo gesto.

Reinó un silencio.

—¿Qué? ¿Se decide? –preguntó de nuevo el conde.

Reinó otro silencio. Lujnov echó una mirada por encima de sus lentes al rostro de Turbin, que empezaba a fruncir el ceño.

—¿Va a jugar? ¿Sí o no? –gritó éste, con voz sonora, al tiempo que daba un puñetazo tan fuerte en la mesa que cayó la botella, derramándose el vino—. ¡Ha hecho trampa! ¿Accede a jugar conmigo? Se lo pregunto por centésima vez.

—Le he dicho que no, conde. Es extraño su proceder. Además, es incorrecto ponerle a una persona el puñal en el pecho –arguyó Lujnov, sin levantar la vista.

A estas palabras siguió un breve silencio, durante el cual sintió un terrible golpe en la cabeza. Al desplomarse sobre el diván, se esforzó en coger el dinero de la mesa y empezó a gritar desaforadamente. Nadie hubiera podido esperar que fuese capaz de gritar así ese hombre sereno y grave. Turbin recogió el dinero que quedaba y, tras de empujar al criado que había acudido para auxiliar a su amo, abandonó la estancia con pasos rápidos.

—Si quiere una satisfacción, estoy dispuesto a dársela. Estaré en mi cuarto media hora – exclamó, volviendo a la puerta.

—¡Bandido! ¡Ladrón! –gritó una voz desde dentro—. ¡Mandaré que lo detengan!

Ilin no había creído en la promesas del conde. Siguió echado en el diván, ahogado por lágrimas de desesperación. Pese a los sentimientos, ideas y recuerdos que embargaban su alma y pese a la ternura y la compasión que le mostrara el conde, estaba consciente de la realidad. Ya no le quedaba esperanza alguna. Lo había perdido todo: el honor, el respeto de la sociedad y la ilusión por el amor y la amistad. El manantial de sus lágrimas empezaba a agotarse y se iba apoderando de él con mayor fuerza una sensación de tranquilidad. La idea del suicidio, que ya no despertaba en él horror ni repulsión, acudíale cada vez más a menudo.

En aquel momento, oyó los firmes pasos de Turbin. Su rostro conservaba aún huellas de ira y le temblaban ligeramente las manos; pero sus bondadosos ojos resplandecían de satisfacción y alegría.

—¡Toma! Los he recuperado jugando –exclamó, mientras echaba varios fajos de billetes en la mesa—. Cuéntalos, a ver si están todos. Ven a la sala; pero no tardes, porque me voy en seguida –añadió, como sin darse cuenta de la terrible agitación, causada por la alegría y el agradecimiento, que expresó el semblante del ulano.

Y abandonó la estancia, silbando la melodía de una canción gitana.

VIII


Sashka, que se había ceñido con su cinturón, anunció que los caballos estaban dispuestos.

Pero quería ir a toda costa a recoger la pelliza del conde, que había costado trescientos rublos, y devolver la pelliza azul, que no valía nada, al canalla que se había atrevido a cambiarla por la de su amo. Turbin dijo que no había necesidad de hacerlo y entró en su cuarto para cambiarse de ropa.

El oficial de caballería hipaba, sentado al lado de una gitana. El comisario de Policía había ordenado que sirvieran vodka y había invitado a los presentas a desayunar a su casa, prometiendo que su mujer en persona bailaría con las gitanas. El joven apuesto explicaba a Iliushka con toda seriedad que el piano es un instrumento que tiene alma y que, en cambio, en la guitarra no se «pueden dar los bemoles». El funcionario tomaba té en actitud tristona en un rincón de la estancia. A la luz del día parecía avergonzarse de su libertinaje. Los gitanos discutían en su lengua; algunos insistían en divertir a los señores, a lo que se oponía Stioshka, diciendo que el barorai (en lengua gitana, conde, príncipe o, con más exactitud, gran señor) estaba enfadado. Empezaba a extinguirse la última chispa de la orgía.

—¡Venga una canción de despedida! Después, cada cual se irá a su casa –exclamó el conde, entrando en la sala. Venía lozano, alegre y más apuesto que nunca, con su indumentaria de viaje.

Los gitanos se disponían a empezar a cantar cuando entró Ilin con un fajo de billetes en la mano, y llamó al conde.

—Yo tenía quince mil rublos del Tesoro, y me has dado dieciséis mil trescientos, de manera que éstos son tuyos –dijo.

—Está bien, dámelos.

Mientras Ilin tendía el dinero a Turbin, lo miró tímidamente, abriendo la boca para decir algo; pero se cubrió de rubor hasta el punto de que se le saltaron las lágrimas. Se limitó a apoderarse de la mano de Turbin y estrechársela con fuerza.

—¡Déjame! Oye, Iliushka, te doy ese dinero; pero has de acompañarme cantando hasta las puertas de la ciudad.

Al decir esto, Turbin arrojó sobre la guitarra los mil trescientos rublos. En cambio, se olvidó de devolver al oficial de caballería los cien que éste le diera la víspera.

Eran ya las diez de la mañana. El sol se había remontado por encima de los tejados.

Deshelaba. Hacía un rato que habían abierto las tiendas; se veía bastante gente por las calles;

algunas señoras deambulaban por el mercado, y pasaban coches con nobles y funcionarios, cuando los gitanos, el comisario, el oficial, el joven apuesto, Ilin y el conde, con la pelliza de piel de oso, salieron a la escalinata del hotel. Tres trineos se acercaron a la entrada. Los caballos de cortas colas atadas chapoteaban en el barro líquido. Y todos, muy alegres, empezaron a acomodarse. El conde, Ilin, Stioshka, Iliushka y Sashka, el asistente, ocuparon el primer trineo. Fuera de sí, Blucher movía el rabo, ladrando al caballo de varas. Los demás se instalaron en los dos trineos siguientes, acompañados también de gitanos de uno y otro sexo.

En cuanto arrancaron, los tres vehículos se pusieron al mismo nivel y los gitanos entonaron una canción.

De esta suerte atravesaron la ciudad, hasta llegar a sus puertas, obligando a apartarse hacia las aceras a todos los coches con que se cruzaban.

Los transeúntes, sobre todo los que los conocían, se sorprendieron mucho al ver esos nobles que iban por las calles de la ciudad en pleno día, cantando en compañía de unos gitanos borrachos.

En las puertas de la ciudad, los trineos se detuvieron y todos empezaron a despedirse del conde.

Ilin había bebido mucho en la despedida. De pronto, le dio lástima de que se fuera el conde y le rogó que se quedara un día más. Al convencerse de que no conseguía nada, se puso a besarlo con lágrimas en los ojos. Le dijo que, en cuanto llegara, pediría que lo trasladaran al cuerpo de húsares, al regimiento en que servía él. Turbin estaba particularmente alegre; dio un empujón al oficial de caballería, que desde aquella mañana se había decidido a tutearle, y lo tiró a la nieve; azuzó a Blucher contra el comisario de Policía y cogió en brazos a Stioshka como para llevársela a Moscú. Finalmente, montó al trineo y obligó al perro a que se sentara a su lado, a pesar del empeño que tenía de permanecer en pie.

Tras de pedir al oficial de caballería que recogiera la pelliza de su amo y se la enviase, Sashka subió al pescante. El conde gritó: “¡Vámonos!» Luego, se quitó la gorra y, agitándola por encima de la cabeza, silbó a los caballos igual que un cochero. Los trineos se pusieron en marcha.

Delante, en la lejanía, veíase una llanura uniforme cubierta de nieve por la cual serpenteaba el camino formando una línea de un amarillento sucio. Los rayos del sol jugueteaban sobre la nieve helada y transparente que empezaba a derretirse y calentaba de un modo agradable. Los sudorosos caballos despedían vaho. Sonaban los cascabeles. Un mujik, que llevaba una carga en un pequeño trineo, corría chapoteando con los pies calzados con lapti por la nieve deshelada. Al cruzarse con el trineo de Turbin, se apartó presuroso, tirando de las riendas. Luego seguía otro trineo. Venía en él una campesina gruesa y coloradota, con una criatura en el regazo, a la que había envuelto en su propia pelliza de piel de cordero.

Fustigaba a su rocín blanco de sedosa cola con las puntas de las riendas. De pronto, el conde recordó a Ana Fiodorovna.

—¡Volvamos! –gritó al cochero.

Este no comprendió.

—¡Volvamos a la ciudad! ¡Rápido! –repitió Turbin.

El trineo franqueó de nuevo las puertas de la ciudad y no tardó en detenerse ante la casa de la señora Zaitsova. El conde subió presurosamente la escalera y cruzó el vestíbulo y el salón. La viudita estaba durmiendo. Turbin la cogió en brazos, la incorporó y, después de cubrir de besos sus ojos adormilados, se fue corriendo. Ana Fiodorovna se preguntó entre sueños: “¿Qué ha sucedido?», mientras Turbin montaba en el trineo y ordenaba al cochero que se pusiera en marcha. Esta vez abandonó la ciudad de K*** para siempre, sin acordarse más de la viudita, de Lujnov, ni de Stioshka. Pensaba en lo que le esperaría en Moscú.

IX


Han transcurrido aproximadamente veinte años. Mucha agua ha corrido desde entonces;

han muerto muchas personas; muchas otras han nacido; muchas han llegado a mayores y muchas han envejecido. Pero han sido aún más numerosas las ideas que han nacido y han muerto; han desaparecido muchas cosas malas y buenas de los tiempos antiguos y han aparecido muchas nuevas y magníficas.

Hacía tiempo que el conde Turbin había muerto en un duelo con un extranjero, al que había azotado con la fusta en plena calle. Su hijo, que se parecía a él como se parecen dos gotas de agua, era ya un oficial de caballería de veintitrés años. Sus cualidades morales eran muy diferentes a las de su padre. No tenía la menor sombra de las inclinaciones turbulentas, pasionales y, a decir verdad, depravadas de la pasada generación. Sus rasgos características eran la inteligencia, la cultura, el talento y, junto con eso, el buen sentido y la previsión.

Estaba haciendo una carrera brillante: a los veintitrés años era ya teniente. Al empezar las operaciones militares, creyendo que para ascender era más ventajoso pasar al ejército activo, había ingresado en un regimiento de húsares con el grado de capitán, en donde no tardaron en ponerle al mando de un escuadrón.

En el mes de mayo de 1848, el regimiento de húsares de S*** iba de expedición. Pasó por la provincia de K*** y el escuadrón que mandaba el joven conde Turbin tuvo que pernoctar en Morozovka, la aldea de Ana Fiodorovna. Esta vivía aún, pero ya ni ella misma se consideraba joven, lo cual significa mucho para una mujer. Había engordado mucho y, aunque se suele decir que eso rejuvenece, sus profundas arrugas eran muy patentes. Ya no iba a la ciudad e incluso le costaba trabajo montar en coche. Pero seguía siendo tan bondadosa y tan poco inteligente como antes, lo que se podía reconocer ya, pues no lo compensaba con su belleza. Vivía con su hija Liza, una bella campesinota de veintitrés años, y con su hermano, el oficial de caballería a quien conocemos. Debido a su buen corazón, éste había despilfarrado todos sus bienes, y, al llegar a viejo, se había refugiado en casa de Ana Fiodorovna. Tenía los cabellos canosos y el labio superior caído; pero eso no le impedía teñirse el bigote. Tenía la frente, las mejillas y hasta la nariz y el cuello surcados de arrugas y se le había encorvado la espalda; mas, a pesar de esto, sus débiles piernas adoptaban posturas de oficial de caballería veterano.

La familia se hallaba reunida en el pequeño salón de la vieja casita, cuyo balcón y ventanas abiertas daban al antiguo jardín de tilos, plantados en forma de estrella. Ana Fiodorovna, con una toquilla de color lila echada por los hombros, estaba sentada en el diván ante una mesa de caoba ovalada, haciendo solitarios. Su hermano llevaba unos pantalones blancos impecables y una levita azul. Sentado junto a la ventana, hacía una cadeneta de algodón blanco, labor que le había enseñado su sobrina y que le gustaba mucho. Ya no podía trabajar y sus ojos eran demasiado débiles para los periódicos. Pimochka, una niña recogida por Ana Fiodorovna, estudiaba sus deberes bajo la dirección de Liza, que hacía unas medias de lana para su lío.

Como siempre en esta época, el sol poniente arrojaba, a través de la alameda de tilos, sus oblicuos rayos sobre la última ventana y sobre la estantería colocada junto a ella. Reinaba un silencio absoluto tanto en el jardín como en el salón; podía oírse el rumor de las alas de una golondrina junto a las ventanas, los débiles suspiros de Ana Fiodorovna y los gemidos del anciano cuando se ponía una pierna sobre la otra.

—¿Cómo es esto, Lizanka? Siempre se me olvida –dijo de pronto Ana Fiodorovna, interrumpiendo los solitarios.

Sin dejar la labor de las manos, Liza se acercó a su madre.

—Te has confundido, querida mamá –exclamó, cambiando las cartas de sitio—. Debías haberlas puesto así. Pero no te preocupes; de todas formas se cumplirá lo que has pensado – añadió mientras quitaba una carta con disimulo.

—Siempre me engañas…

—Nada de eso. Te aseguro que se cumplirá. Ha salido bien.

—Bueno, bueno, zalamera. ¿No es hora de tomar el té?

—Ya he mandado que preparen el samovar. Voy a ver. ¿Lo sirvo aquí…? Pimochka, termina pronto tus deberes para que vayamos acorrer un poco.

Tras de decir esto, Liza abandonó la estancia.

—¡Lizochka! ¡Lizochka! –exclamó el tío mirando fijamente su labor—. Me parece que me vuelto a equivocar. Haz el favor de ayudarme, querida.

—Ahora voy, ahora voy. Sólo voy a sacar el azúcar para que lo partan.

Al cabo de tres minutos aproximadamente, la muchacha entró corriendo en la habitación y, acercándose a su tío, le tiró de una oreja.

—¡Ahí tienes! ¡Para que no vuelvas a equivocarte! –dijo, echándose a reír.

—¡Basta! ¡Basta! Arréglame esto, por favor. Aquí se ha hecho un nudito.

Liza cogió su labor, se quitó un alfiler de la mantilla que un soplo de aire agitó ligeramente y, tras de coger un punto caído, se la devolvió a su tío.

—Ahora, dame un beso por haberlo hecho –dijo presentando al viejo una de sus coloradas mejillas, mientras clavaba el alfiler en la mantilla—. Hoy, por ser viernes, te daré el té con ron.

Luego, la muchacha se dirigió a la salita donde solían tomar el té.

—Tío, ven a ver. Por ahí pasan unos húsares –se oyó que decía desde allí con su voz sonora.

Para ver a los húsares, Ana Fiodorovna y su hermano entraron en la salita, cuyas ventanas daban a la aldea. Pero no se los veía bien; tan sólo se divisaba, a través de una nube de polvo que avanzaba, una muchedumbre.

—Es lástima, hermana, que estemos tan estrechos aquí y que no esté acabado el pabellón.

Hubiéramos podido invitar a los oficiales. Los húsares suelen ser simpáticos y alegres; así, al menos, podríamos verlos de cerca.

—Me encantaría invitarlos, pero ya sabes que no disponemos más que del dormitorio, del salón y de esta salita, en que duermes tú. ¿Dónde los íbamos a instalar? Mijail Matvejev ha preparado con este objeto la isba del starosta. Dice que está muy limpia.

—Tendríamos que buscar entre los húsares un novio para ti, Lizochka –declaró el viejo.

—No; prefiero a un ulano. Tú has servido en el cuerpo de ulanos, ¿verdad, tío?… No tengo ningún interés en conocer a esos húsares. Dicen que son unos calaveras.

Al decir esto, Liza se ruborizó ligeramente, y volvió a echarse a reír con su risa sonora.

—Ahí viene Ustiushka. Vamos a preguntarle qué ha visto –dijo.

Ana Fiodorovna mandó que llamaran a la muchacha.

—¡No piensas más que en zafarte del trabajo! ¿Quién te manda correr a mirar a los soldados? Por cierto, ¿dónde se han alojado los oficiales?

—En casa de Eremkin, señora. Hay dos muy guapos; dicen que uno es conde.


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