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Narrativa Breve
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Автор книги: Leon Tolstoi



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Narrativa Breve


LEÓN NIKOLAEVICH TOLSTOI (1828–1910)


Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se marginó de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde más, con hazañas militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocación de escritor, unida a un misticismo religioso que con los años se ahondó, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.

Tolstoi nació el 28 de agosto de 1828 en Yasnaia Poliana (Gobierno de Tula, Rusia) y quedó huérfano muy pequeño. Con sus numerosos hermanos viajó permanentemente, en la infancia y la adolescencia, entre su pueblo natal, Moscú y Kazán. En esta última ciudad acude a las clases de la Facultad de Estudios Orientales, matriculándose después en Jurisprudencia.

Terminó estos estudios con muchas dificultades, ya que su conducta provocó su expulsión en numerosas oportunidades. A los 19 años comienza a escribir su diario de vida, que no dejaría hasta el día de su muerte. A esa misma edad abandona por unos años su vida en la ciudad y se retira al campo.

Aún joven, participó, como militar, en la guerra de Crimea, interviniendo en el histórico Sitio de Sebastopol. Los años vividos como oficial de artillería serían la base que después germinaría en La guerra y la paz. En aquellos años se mostraba como un hombre de carácter violento, irascible, activo, febril y de vida disipada. Terminando su carrera militar, se retiró a sus propiedades en Yasnaia Poliana, produciéndose en él una paulatina y profunda transformación.

Por una parte, se perfila su vocación de escritor, a través de la influencia de numerosas lecturas. Entre ellas, Las confesiones y La nueva Eloísa, ambas de Rosseau. Por otra parte, Tolstoi se transforma de una persona atea y nihilista, en un cristiano de profunda convicción.

En 1862 se casa con Sofía Bers, junto a quien afirma sus nuevas creencias.

Ya por aquella época había publicado, pero todavía faltaba la novela que le abriría el camino hacia la proyección universal. Igualmente, en esos años se interesa en la pedagogía y en los más desamparados de su país. Tolstoi, en realidad se transformó al cristianismo con una fuerza que incluso él desconocía. Fundó una escuela en su ciudad natal, dirigida a los hijos de los campesinos pobres, basada en la libertad de enseñanza y el permanente contacto con la naturaleza. Para dar a conocer su pensamiento sobre educación, funda también una revista en Yasnaia Poliana.

En septiembre de 1864, durante una partida de caza, Tolstoi cae del caballo y se rompe un brazo. Durante su convalecencia escribe las primeras páginas de La guerra y la paz, que le costó, según sus propias declaraciones, «cinco años de trabajo ininterrumpido y exclusivo».

La obra se da a conocer por entregas en el periódico El mensajero ruso, quedando impresa como novela definitiva en 1869, aunque mutilada por la censura de la época. La crítica de esos años y la posterior, coinciden señalarla como la más representativa de la vida del país, proyectada en un plano complejo y realista. La novela, llena de aventuras, anécdotas, caracteres y personajes, es un gran friso sobre el alma humana, sus pasiones y motivaciones más profundas. En el fondo de La guerra y la paz hay una visión tolstoiana de la fatalidad, la que produce un desencadenamiento de las fuerzas elementales y oscuras de la naturaleza. Para Tolstoi, la guerra es algo fatalmente unido a la Historia del Hombre: «La guerra me ha interesado siempre, pero desde el punto de vista de las combinaciones de los grandes capitanes. Lo que me interesaba era el hecho mismo de la guerra, el hecho de matar. ¿Bajo qué influencias se decide el hombre, sin interés visible, a exponerse al peligro y, lo que aun es más, a matar a sus semejantes?».

Hay en la narrativa de Tolstoi una permanente preocupación del ser humano preso de su naturaleza, y también una obsesión por el sufrimiento ajeno y de los más desposeídos.

Siempre se sintió culpable de las riquezas heredadas de su origen aristocrático y las puso al servicio de los pobres. A éstos los defendió permanentemente en sus textos, llegando a escribir incluso la obra de teatro El poder de las tinieblas, un alegato a favor de los campesinos rusos. La solidaridad, la comprensión, el desprecio por los bienes materiales y su antipatía por una civilización injusta, fueron sus predicamentos reiterativos, tanto en obra como en su vida.

En el aspecto religioso, mantenía la creencia de las ideas básicas: por un lado, la necesaria separación entre la intimidad religiosa, entre la creencia individual, y los poderes eclesiásticos. Tolstoi se convirtió en un mujik (campesino ruso) que predicaba de pueblo en pueblo, intentando volver a los orígenes cristianos primitivos, libres de Iglesia y Estado. En segundo lugar, creía en la supremacía espiritual del trabajo manual por sobre el intelectual.

Sus postulados los legó en dos textos famosos: Confesión y En qué consiste mi fe, censurados por la Iglesia y que mereció la condenación del Santo Sínodo Ruso. Su mezcla de naturalismo y racionalismo no gustó a las autoridades de su tiempo.

En 1910, Tolstoi, ya a estas alturas conocido escritor y místico, enferma gravemente y se retira a su pueblo natal. Disputa con su familia y decide irse a vivir a casa de su hermana, en Rostov. En el camino muere, sin alcanzar a llegar.

Era el siete de noviembre de 1910.

El legado de Tolstoi sigue manteniendo una vigencia asombrosa, sobre todo sus novelas La guerra y la paz, Anna Karenina, Sonata a Kreutzer y Resurrección, su legado narrativo más relacionado con el problema religioso. De la rica «edad de oro rusa», donde grandes autores estremecen a Europa, Tolstoi sigue ocupando un lugar de privilegio. La humanidad de sus personajes, la profundidad de sus dramas, el cuadro de todo un pueblo y la acabada composición de sus textos, hacen de su obra un material inagotable para las nuevas generaciones.

JUAN ANDRÉS PIÑA.

Cronología de las principales obras de León Tolstoi

NOVELAS:

1855 Sebastopol

1856 Dos húsares

1863 Los cosacos

1869 La guerra y la paz

1877 Ana Karenina

1886 La muerte de Iván Ilich

1891 Sonata a Kreutzer

1899 Resurrección

1902 Caudillo tártaro

ENSAYOS:

1882 Confesión

1891 En qué consiste mi fe

1898 ¿Qué es el arte?

Historia de un caballo


I


Se disipaban las nieblas de la noche.

Los primeros rayos de luz de la mañana matizaban de brillantes colores las gotas de rocío.

El disco de la luna palidecía, desapareciendo en el horizonte. La naturaleza entera se despertaba; la selva volvía a poblarse. En el patio inmenso de la casa señorial, volvía todo a la vida.

Oíanse por todas partes las voces de los aldeanos, los relinchos de los caballos y un zafarrancho continuo en las literas de paja en que los yegüeros habían pasado la noche.

–Bueno, ¿quieres terminar ya? –gritó el viejo guardián de la yeguada al abrir la puerta cochera.

–¡Vamos! ¿A dónde vas tú –dijo, jugando con la fusta, a una yegua joven que quiso aprovecharse de la apertura para escaparse.

Néstor, el viejo guardián de la yegua, vestía un casaquín ceñido al cuerpo por una correa adornada con placas de acero y llevaba el tal o a la espalda, un pedazo de pan en un pañuelo colgado del cinturón, una silla de montar y una brida en las manos.

Los caballos no mostraron ofensa ni resentimiento, ni dieron señales de susto por el tono burlón de su guardián; aparentaron no prestarle atención y se alejaron de la puerta a paso lento.

Sólo una yegua vieja, de pelo bayo oscuro y de largas crines, enderezó las orejas y se estremeció con todo su cuerpo.

Otra yegua joven, aprovechando la ocasión, fingió asustarse y dio un par de coces a un caballo viejo que permanecía inmóvil detrás de ella.

–¡Vamos! –gritó el viejo con voz terrible, dirigiéndose hacia el fondo del corral.

Entre tanta bestia, sólo un caballo, un caballo pío que permanecía aislado debajo del cobertizo, continuaba sin dar muestra alguna de impaciencia.

Con los ojos medio cerrados, lamía el pilar de encima del cobertizo, con aire pensativo y serio.

–Basta de lametones –gritó el guardián acercándose a él y colocando la montura y el sudadero sobre un montón de estiércol.

Detúvose el caballo pío y, sin moverse, miró con fijeza al viejo Néstor. No sonrió, ni se incomodó, ni se enfurruñó, pero adelantó un paso, suspiró con tristeza y trató de irse.

El guardián lo cogió con ambas manos por el cuello, con objeto de ponerle la brida.

–¿Qué tienes, que suspiras, viejo mío? –le dijo.

El caballo, por toda respuesta, meneó la cola como queriendo decir:

–No tengo nada, Néstor.

Este le puso el sudadero y la silla sobre el lomo; el caballo agachó las orejas como para expresar su descontento y fue tratado de bribón. Cuando el viejo quiso apretarle la cincha, hizo el caballo una gran aspiración, pero Néstor le sujetó la lengua con los dedos, le pegó un puntapié en el vientre y el caballo expelió el aire absorbido.

Aunque estuviese bien persuadido de que toda resistencia era inútil, el caballo había creído un deber manifestar su descontento.

Una vez ensillado, se puso a morder el freno, aunque debía de saber, por larga experiencia, que nada adelantaba con ello.

Montó en él Néstor. Empuñó el látigo, se arregló el casaquín, se sentó de lado en la silla a manera de los cazadores y de los cocheros, y tiró de las riendas.

El caballo levantó la cabeza, queriendo demostrar con ello que estaba pronto a obedecer, y esperó. Sabía de antemano que, antes de partir, tenía que dar el jinete muchas órdenes al joven guardián Vaska.

Y, efectivamente, Néstor gritó:

–¡Vaska! ¿Has soltado la yeguada? ¿A donde vas? ¡Duermes! Abre la puerta y deja salir primero las yeguas…

Rechinó la puerta.

Vaska, medio dormido y furioso, tenía en una mano las riendas de su caballo y dejaba que las yeguas fueran saliendo.

Estas desfilaron una tras otra resoplando sobre la paja, primero las jóvenes, después las paridas con sus potrancas, y en último término las llenas; éstas pasaban despacio por la puerta, balanceando su abultado vientre.

Las yeguas se reunían por parejas y a veces en mayor número; colocaban sus morros sobre las ancas de sus compañeras y, al llegar a la puerta, se atascaban; pero los golpes de látigo las hacían separarse bajando la cabeza.

Los potrillos se extraviaban, perdían de vista a sus madres, se ponían delante de otras yeguas, y respondían con relinchos a los que sus madres les daban llamándoles.

Una yegua joven y traviesa agachaba la cabeza, disparaba una coz y soltaba un sonoro relincho en cuanto se veía libre. No se atrevía, sin embargo, a ponerse delante de la vieja yegua Juldiba, que rompía siempre la marcha o iba al frente de la yeguada con paso grave y pavoneándose.

El corral, tan animado momentos antes, quedaba triste y solitario: no se veían en él más que los pilares y los montones de paja.

Aquel cuadro de desolación parecía entristecer al viejo caballo pío, a pesar de que estaba acostumbrado a verlo desde hacia largo tiempo. Levantó la cabeza; la bajó luego como si quisiera saludar; suspiró con tanta fuerza como le permitió la cincha, y después siguió, detrás de la yeguada, cojeando de las cuatro patas, viejas y estacadas, con Néstor encima.

«Sé lo que vas a hacer ahora –pensó el viejo caballo–; tan pronto como lleguemos al camino real, sacará la pipa del bolsillo, encenderá la yesca con el eslabón y la piedra, y se pondrá a fumar. Eso no me disgusta; el olor del tabaco es muy agradable en las primeras horas de la mañana, y, además, me recuerda mis buenos tiempos. Lástima que al fumar le dé al viejo por ponerse fanfarrón y que se cargue siempre sobre un lado, sobre el mismo lado, precisamente sobre el que me duele… Pero no importa; estoy acostumbrado a sufrir para que otros gocen, y hasta empiezo a sentir una satisfacción de caballo al sufrir por los demás.

Dejemos a ese pobre viejo Néstor que haga el fanfarrón conmigo. Después de todo, no puede permitirse fanfarronadas sino cuando nos encontramos a solas él y yo».

Así reflexionaba el viejo cuadrúpedo, marchando a paso lento por el camino.

II


Llegados a la orilla del río, en donde debía pacer la yeguada, Néstor bajó del caballo y le quitó la montura.

El ganado se fue dispersando poco a poco por el prado cubierto de rocío y de niebla que se elevaba con lentitud a medida que el sol brillaba con una mayor intensidad.

Después de quitarle la brida. Néstor rascó al viejo pío en el cuello, y el caballo cerró los ojos en señal de gratitud.

–Así me gusta, perro viejo –dijo Néstor.

Pero al caballo no le producía satisfacción alguna aquel halago, y únicamente por cortesía se mostraba encantado y bajó de nuevo la cabeza en señal de asentimiento.

Pero de pronto, y sin motivo, a no ser que Néstor creyese que el caballo tomaba como muestra de familiaridad aquella caricia, el guardián rechazó violentamente la cabeza del cuadrúpedo y le dio un latigazo con las riendas, tras lo cual fue a sentarse al pie del tronco de un árbol, donde acostumbraba a pasar el día.

Aquella brutalidad entristeció al caballo, pero no lo demostró, y se dirigió hacia el río mordisqueando la hierba y meneando la cola.

Sabía, por experiencia, que nada es tan bueno para la salud como beber agua fresca en ayunas, así que se fue hacia el sitio en que la margen del río tenía menor pendiente, sumergió los belfos en el agua y empezó a beber con avidez.

A medida que su cuerpo se henchía, experimentaba un dulce bienestar y agitaba con más satisfacción la desguarnecida cola.

Una pequeña yegua alazana, que se divertía agotando la paciencia del pobre viejo, se acercó a él, aparentando no verlo, con el único objeto de enturbiarle el agua que tan a gusto estaba bebiendo.

Pero el pío había terminado ya de beber; fingió no advertir la mala pasada que la pequeña yegua quiso jugarle. Levantó, uno después de otro, los cuatro cascos metidos en el agua;

sacudió los belfos, y se alejó para pacer tranquilamente a respetable distancia de la juventud.

Y pació seriamente durante tres horas, procurando estropear lo menos posible la hierba con sus cascos. Al cabo de las tres horas, apoyóse por igual sobre las cuatro patas y se durmió pacíficamente.

Hay vejeces de muchas clases: la vejez majestuosa, la vejez horrible, la vejez que nos inspira compasión; y hay otra que participa de la primera y de la última: la vejez majestuosa que nos inspira lástima.

A ésta pertenecía la de nuestro viejo caballo pío.

Era de mucha alzada; su pelo había sido negro en sus tiempos, pero las manchas negras se habían quedado ya de un color oscuro sucio.

Tenía tres grandes manchas: una en el lado derecho de la cabeza, que partía de la proximidad del belfo superior e iba a terminar en la mitad del cuello; la crin era entreverada, la mitad blanca y la otra mitad oscura; la segunda mancha se extendía por el costado derecho y descendía hasta la mitad del vientre; la tercera llenaba la grupa, la mitad de la cola y las dos patas traseras.

La cola era blanca.

La cabeza grande, huesuda, con dos huecos profundos sobre los ojos; el belfo inferior, negro y descolgado, hacia ya mucho tiempo, parecía hallarse suspendido de su cuello flaco y encorvado.

Por la desgajadura del belfo inferior se veía el extremo de la lengua, desviada hacia un lado y negruzca, y amarillos restos de sus dientes inferiores.

Las orejas, una de ellas hendida, pendían a ambos lados del cuello, y no las enderezaba sino muy rara vez para espantar las moscas importunas.

De su antigua cabellera ya no le quedaba más que un mechón de pelo que colgaba por detrás de su oreja izquierda.

La frente, descubierta, estaba llena de arrugas y la piel formaba hondos pliegues a lo largo de la cara, a uno y otro lado.

Las venas tomaban gruesos nudos a lo largo de la cabeza y del cuello, y aquellos nudos se estremecían cada vez que una mosca se posaba en ellos.

Ofrecía una expresión de dolor y de paciencia infinitos.

Sus dos brazos estaban encorvados y los tenía llenos de ampollas; lo mismo sucedía con los menudillos; en el izquierdo se le veía un gran sobrehueso por debajo de la articulación; las patas las tenía menos dañadas, pero, a fuerzas de rozarse con los cascos, habían perdido el pelo en la cara interna de su tercio inferior.

Con relación al cuerpo, sus patas parecían demasiado largas.

Los ijares, aunque llenos, estaban descarnados y cubiertos únicamente por la piel.

La cruz y la espaldas presentaban huellas de mataduras y golpes, y en el lomo, cerca de la grupa, se veía una bastante reciente.

Sobre el comienzo de la cola se destacaban las últimas vértebras; en la parte inferior de aquél había desaparecido hasta el último rastro de pelo.

En la misma grupa se extendía una úlcera antigua, recubierta de pelos blancos y gruesos, y a lo largo del omóplato derecho se percibía una cicatriz.

Los corvejones y el comienzo de la cola los tenía siempre sucios, por efecto de un continuo desate de vientre.

A pesar de su aspecto repugnante, cualquier persona inteligente hubiera reconocido en aquel penco un caballo de raza, y hubiera añadido que solo existe una raza de caballos en Rusia que tenga tan desarrollados los huesos, tan fuertes los cascos, tan curvado el cuello y una piel y un pelo tan finos.

Había algo de grandioso en el aspecto de aquel animal, en aquel conjunto formado por una fealdad repugnante y por la expresión de arrogancia y de seguridad que lo caracterizaba.

Era como una ruina viviente en medio de la verde pradera, rodeado del ganado joven que se había esparcido por todas partes llenando el aire con sus relinchos.

III


El sol se había elevado por encima de los árboles y bailaba con sus brillantes rayos la pradera y el río.

El rocío iba desapareciendo poco a poco; ya sólo se veían algunas notas esparcidas aquí y allá; los vapores de la mañana se desvanecían y únicamente se levantaba algún que otro jirón de niebla tenue en las orillas del río.

Ligeras nubecillas se agrupaban como nevados copos, y la calma reinaba en el espacio.

Más allá de la margen opuesta se divisaba un campo de trigo, verde y todavía fresco.

Las emanaciones de las flores y de la jugosa hierba embalsamaban la atmósfera.

A lo lejos se oía cantar al cuco, y Néstor, tendido de espaldas bajo el árbol, contó los años que le quedaban de vida.

Las alondras revoloteaban por los aires por encima del prado.

Una liebre, sorprendida por la yeguada, huyó a todo escape, se agazapó luego detrás de una mata y enderezó las orejas.

Vaska se durmió con la cabeza entre las hierbas.

Las yeguas, aprovechándose de su libertad, se desparramaron en todas direcciones. Las más viejas eligieron un sitio tranquilo dónde pacer sin que nada las molestase; pero ya no pacían: se limitaban a despuntar los tallos de la mejor hierba y a comérselos con marcada satisfacción.

Toda la yeguada fue dirigiéndose insensiblemente hacia el mismo lado.

Y volvió a encontrarse otra vez la vieja Juldiba al frente de sus compañeras, sirviéndoles de guía.

La joven Muchka, que había parido por primera vez, no cesaba de relinchar, jugando con su retoño.

La joven Atlasnaia, de piel fina como el satén, jugueteaba con la hierba bajando la cabeza de manera que el tupé le cubriese los ojos y la cara.

Arrancaba tallos de hierba, echándolos hacia arriba y golpeando el suelo con el casco.

Un potrillo de los mayores había inventado un juego nuevo para él, que consistía en correr alrededor de su madre, con la cola levantada en forma de penacho, y hacia ya su vigésimasexta vuelta sin descansar. Su madre pacía tranquilamente siguiéndole con el rabillo del ojo.

Otro de los potros más pequeños, negro y de cabeza voluminosa, con el tupé erizado entre ambas orejas y con la cola inclinada hacia el sitio donde estaba su madre, seguía con mirada entontecida las carreras de su camarada, como si tratara de explicarse a qué conducían aquellos alardes de resistencia. Otros potrillos parecían espantados.

Algunos, sordos al llamamiento de sus madres, corrían en dirección opuesta a ellas, relinchando con toda la fuerza de sus jóvenes pulmones.

Otros se divertían revolcándose en la hierba.

Los más fuertes imitaban a los caballos y pacían.

Dos yeguas preñadas se alejaron moviendo con trabajo sus patas y paciendo silenciosamente. Su estado inspiraba respeto a la yeguada; nadie se hubiera atrevido a molestarles.

Si alguna de las yeguas jóvenes, más atrevida que las demás, se les acercaba, era suficiente un movimiento de cola o de oreja para llamarlas al orden y mostrarles la inconveniencia de su conducta.

Los potrillos de un año, juzgándose ya demasiado grandes para mantenerse al nivel de los más pequeños, pacían con aire serio, encorvando sus graciosos cuellos y meneando sus nacientes colas a imitación de los mayores, y se revolcaban o se rascaban el lomo como éstos, uno contra otro.

El grupo más alegre era el de las yeguas de dos a tres años.

Estas se paseaban todas juntas como las señoritas, y se mantenían apartadas de las demás.

Se agrupaban apoyando sus cabezas en el cuello de las otras, resoplando y saltando: de pronto empezaban a dar brincos con la cola levantada y rompían al galope unas en torno a las otras.

La más hermosa y la más traviesa del grupo era una alazana.

Todas las demás imitaban sus juegos y la seguían a todas partes.

Era la que daba el tono a la reunión.

Estaba aquel día extraordinariamente alegre y dispuesta a divertirse.

Fue la que por la mañana enturbió el agua que bebía pacíficamente el caballo pío. Luego, aparentando asustarse, partió como un rayo, seguida de todo el grupo, y no fue poco el trabajo que le costó a Vaska hacerlas volver a aquella parte del prado.

Después de pastar, una vez satisfecha, se revolcó en la hierba, y, cansada de aquel juego, se dedicó tenazmente a molestar y a provocar a las yeguas viejas, corriendo por delante de ellas.

Asustó a un potrillo que estaba mamando con gran seriedad y se divirtió persiguiéndole y haciendo como si quisiera morderle. La madre, asustada, dejó de pacer. El pequeño empezó a relinchar quejumbrosamente; pero la traviesa alazana no le hizo daño, y contenta por haber distraído a sus compañeras que la miraban con interés, se alejó como si no hubiese hecho nada.

Después se le ocurrió trastornarle el juicio a un caballo gris que se veía a lo lejos, montado por un aldeano.

Se detuvo. Dirigió en torno suyo una mirada arrogante, volvió de lado su linda cabeza, se sacudió y lanzó un relincho dulce y apasionado.

Aquel relincho tenía la expresión de la ternura y de la tristeza unidas.

En él se adivinaban promesas de amor y deseos no satisfechos.

«El cuco llama a su amada en la selva; las flores se envían el polen en alas de la brisa; las codornices se requiebran de autores al pie de los erguidos juncos, y yo, que soy joven y hermosa, no he conocido aún el amor».

Esto es lo que quería decir aquel relincho que conmovió los aires y llegó hasta el caballo gris.

Este enderezó las orejas y se detuvo.

El jinete le dio un latigazo, pero el caballo, sugestionado y conmovido por el eco de aquella voz dulce y apasionada, no se movió y respondió al relincho de la yegua.

El jinete se enojó, y fue tan terrible el golpe que dio con ambos talones en los ijares del corcel, que éste se vio forzado a interrumpir su canción y a proseguir su camino.

Pero a la joven yegua le enterneció la canción, y estuvo escuchando durante mucho tiempo el eco de la respuesta interrumpida, los pasos del caballo y las imprecaciones del jinete.

Si sólo la voz de la joven alazana hizo que el caballo gris olvidara sus deberes, ¿qué hubiera sucedido si éste hubiese visto lo hermosa que era ella, el fuego que centelleaba en sus ojos, la dilatación de sus narices y el estremecimiento de su cuerpo?

Pero la locuela no era amiga de preocuparse demasiado.

Cuando la voz del caballo gris se hubo extinguido a lo lejos, relinchó en tono burlón, escarbó la tierra con sus lindos cascos y al ver, no lejos de ella, al viejo caballo pío que dormía pacíficamente, corrió hacia él para despertarlo y provocarlo.

El pobre caballo era el blanco, la víctima de la juventud caballar, que le hacía sufrir más aún que los hombres; y sin embargo, ni a aquélla ni a éstos les había hecho jamás daño alguno.

Los hombres le necesitaban, pero ¿por qué los caballos no le dejaban en paz?

Eso fue algo que nunca pudo comprender.

IV


El era viejo y ellas eran jóvenes.

El estaba flaco y ellas estaban gordas.

El estaba triste y ellas estaban alegres.

Era, pues, un extraño, un ser aparte, que no podía inspirarles sentimiento alguno de compasión.

Los caballos no se compadecen, sino de sí mismos.

Son egoístas.

¿Era culpa del caballo pío no parecerse a ellos y ser viejo, flaco y feo?

Parece que no debiera ser culpa suya, pero la lógica caballuna es muy distinta a la lógica humana.

Todas las culpas eran suyas y toda la razón estaba de parte de aquellos qué eran jóvenes, fuertes y dichosos; de aquellos ante los cuales se abría el porvenir; de aquellos que podían levantar la cola en forma de penacho y cuyos músculos se estremecían al contacto de la menor cosa.

En sus momentos de calma, quizás creyese el caballo pío que era objeto de una injusticia, que su vida llegaba a su término, y que debía pagar el precio de sus pasados goces; pero no era más que un caballo y no podía dejar de revolverse, en ciertos momentos, contra aquella juventud que le infligía castigos por lo que a ella misma le habría de suceder andando el tiempo.

Otra causa de la crueldad de aquella juventud, era sus humos aristocráticos que tenía.

Todos descendían, en línea más o menos recta, del célebre Smetanka.

El caballo pío era un extraño, de origen desconocido, comprado hacía tres años en una feria, por ochenta rublos.

La yegua alazana, fingiendo ir paseando, se acercó al pobre viejo y tropezó con él como por casualidad o distracción.

Comprendió éste de dónde venía el golpe; pero se limitó a dar un paso atrás sin abrir los ojos.

La yegua le volvió la grupa e inició un movimiento como si fuera a darle un par de coces.

El pío abrió los ojos y se alejó calmosamente.

Había perdido el sueño y se puso a pacer.

La yegua alocada no había quedado aún satisfecha.

Se acercó de nuevo al malaventurado caballo, seguida de sus compañeras.

Una yegüecita de dos años, muy torpe, que era una especie de mono de imitación, y que seguía paso a paso a la alazana, se acercó al caballo y, como todos los imitadores, rebasó los límites de la broma.

La yegua alazana, al acercarse, hacía siempre como que no veía al caballo, y pasaba y repasaba ante él con aire asustado, de forma que el viejo pío no sabía si incomodarse o no, viéndola tan graciosa y divertida pero su imitadora se echó sobre él de lleno y le asestó un golpe en el costado.

El pío abrió la boca, y con una prontitud que no se podía esperar de él, se arrojó sobre la imprudente y la mordió en un anca.

La agresora se revolvió y le golpeó con todas sus fuerzas dándole manotadas; rugió el viejo queriendo lanzarse otra vez sobre ella, pero luego, dando un profundo suspiro, se fue alejando de aquel sitio.

La juventud debió creer ofensiva para ella la conducta del viejo caballo pío y no le dejó en reposo el resto del día, a pesar de que el guardián intervino varias veces para hacer que todos entraran en razón.

Tan desgraciado se consideró el pobre caballo que, cuando llegó la hora de regresar a la yeguada, se acerco espontáneamente al viejo Néstor para que le pusiera la montura, y se consideró feliz llevándole en sus lomos.

Sólo Dios podía conocer los pensamientos que agitaban el cerebro de aquel pobre viejo cuando lo montó Néstor.

¿Pensaba con amargura en la crueldad de la juventud, o perdonaba sus ofensas con la indulgencia despreciativa que caracteriza a los viejos?

Imposible adivinarlo: tan impenetrables eran sus pensamientos.

Aquella noche fueron a ver a Néstor unos compadres suyos.

Al pasar por el pueblo vio su carro parado en la puerta de una choza.

Tenía prisa para reunirse con ellos, así es que, apenas hubo entrado en el corral, se apeó y se alejó sin desensillar el caballo, encargando a Vaska que lo hiciese en cuanto concluyese su faena.

¿Sería a causa de la ofensa inferida a la descendiente de Smetanka o a causa de su sentimiento aristocrático herido? Difícil sería determinarlo, pero lo cierto es que aquella noche todos los caballos, jóvenes y viejos, se pusieron a perseguir al caballo pío que, con la montura puesta, huía para evitar los golpes que le asestaban por todas partes.

Pero llegó un momento en que se agotaron sus fuerzas y, no pudiendo huir ya de sus perseguidores, se detuvo en medio del corral.

La impaciencia de la rabia se dibujó en su cara. Agachó las orejas y entonces ocurrió algo inesperado, un extraño fenómeno que calmó instantáneamente la excitación de toda la yeguada.

La yegua más vieja, Viasopurika, se acercó a él, le echó el resuello con fuerza y suspiró.

El viejo pío le contestó con otro suspiro igualmente profundo.

Aquel caballo viejo, cuadrado en medio del corral, con la montura puesta e iluminado por el resplandor de la luna, tenía algo de fantástico.

Los caballos le rodeaban en silencio y le miraban con interés, como si fueran a conocer algo muy importante para ellos.

Y he aquí, poco más o menos, lo que llegaron a conocer…

V Primera noche


Sí; soy hijo de Liubeski y de Babá.

«Mi nombre, según el árbol genealógico, es Mujik I, conocido en el mundo bajo el de Kolstomier (mediador), a causa de mi cola larga y poblada que no tenía rival en toda Rusia.

«Según mi genealogía, no hay caballo alguno más pura sangre que yo.

«No os lo hubiera dicho nunca.

«No lo hubierais sabido jamás de mi boca.

«Viasopurika, que estaba conmigo en Krienovo, tampoco me hubiera conocido ya.

«No me hubierais creído si ella no lo hubiera testificado.

«Yo hubiera seguido guardando silencio, porque ninguna necesidad tengo de la conmiseración caballuna.

«Pero vosotros lo habéis querido.

«Si; yo soy aquel Kolstomier que buscaban los inteligentes, y a quien el conde vendió por haber triunfado en las carreras de Liebed, sobre su caballo favorito.


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