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Narrativa Breve
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Автор книги: Leon Tolstoi



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—Pero ¿se puede hacer de otra manera? —le pregunté interrumpiéndole. —¿Quiere que sean ellas las encargadas de hacer la petición matrimonial?

—¿Es que acaso lo sé yo? Pero sí que es cuestión de igualdad y de que ésta se haga realidad. Se ha hablado mucho y mal de los casamenteros y de los intermediarios, y nuestro sistema es cien veces peor. En aquel caso, los dos están en iguales condiciones, y nuestro sistema es mucho peor. En aquél los derechos y las esperanzas son iguales; en éste la mujer es una esclava a la que ofrecen porque no puede ofrecerse por sí misma. Empieza entonces esa otra mentira convencional que se llama «presentarse en sociedad», «divertirse», y que no es ni más ni menos que la caza del marido. Decidles la verdad desnuda a una madre o a una hija;

decidles que no tienen más que una preocupación: pescar un marido, y les haréis una grave ofensa. Y no obstante, ese es su único objeto, no pueden tener otro. Lo más tremendo en todo esto es que se ve a muchas jóvenes ingenuas e inocentes que obran de este modo sin saber lo que hacen.

¡Si al menos se hiciera con entera franqueza! Pero no son más que mentiras e hipocresía. —«¡Ah. qué cosa más interesante es ese libro nuevo del Origen de las especies! – exclama la mamá. —«¡Cuántos atractivos tiene la literatura! La pintura le gusta mucho a María. ¿Piensa ir hoy a la Exposición? ¿Pasea mucho en coche? La verdad es que admira lo mucho que entusiasma a mi Luisa la música. ¿Cómo es que no profesa esas ideas? ¡Ah, los paseos por el agua!…» Y al decir esto no las anima a todas más que un pensamiento:

«Tómame a mí; elige a mi Luisa. No, a mí, ¡prueba al menos!» ¡Oh! ¡Cuánta hipocresía!

¡Cuánto embuste!

IX


—¿Conoce la supremacía de la mujer‑me preguntó de pronto;—esa supremacía o dominación que tantos sufrimientos causa a todos? En lo que acabo de decir está la indicada causa.

—¡Cómo! ¡La supremacía de la mujer! —repliqué. —No lo comprendo, cuando se lamentan, por el contrario, de que no gozan de ningún derecho y de que son las víctimas!

—Ésa, precisamente, es la idea que quería expresar‑dijo con animación. —Eso es justamente lo que hace que se sostengan dos opiniones en apariencia contradictorias. Por una parte una tremenda humillación y de la otra un poder soberano. Pasa con la mujer lo mismo que con los judíos, que se vengan con el poder que les da su dinero del envilecimiento al que les condenamos. «¿Nos permitís que nos dediquemos al comercio? De acuerdo; pues por medio de los negocios nos convertiremos en amos vuestros,» dicen ellos. «¿No queréis ver en nosotras más que un objeto sensual?, sea, pues por los sentidos nos apoderaremos de vosotros,» dicen, a su vez las mujeres.

No es, pues, la privación del derecho de sufragio, ni el veto para ejercer determinadas magistraturas lo que constituye la ausencia de los derechos de la mujer, aparte de que pregunto: ¿esas ocupaciones, son realmente tales derechos? Lo que hay es una prohibición de acercarse a un hombre o de alejarse de él y de escogerlo a su antojo, en vez de ser escogida.

Esto le llama la atención, ¿no es así? Entonces, privad al hombre de esos derechos, puesto que goza de ellos, ya que se los negáis a su mujer. Para igualar todas las probabilidades, la mujer, dominada por la sensualidad, se hace dueña absoluta por medio de los sentidos, de tal manera que, siendo él quien en apariencia escoge, es en realidad ella la que elige. Y cuando posee a fondo el arte de seducir, abusa y adquiere un dominio extraordinario, un imperio terrible sobre la humanidad.

—Pero ¿dónde ve ese predominio tan extraordinario?

—¿Dónde? En todas partes. Vaya a esos grandes almacenes de sederías y tejidos que hay en las poblaciones de alguna importancia, y verá en ellos amontonados millones de francos y el producto de un trabajo que, por lo gigantesco, es casi incalculable. Dígame, ¿hay en la décima parte de esos almacenes alguna cosa que sea de uso del hombre?

Todo el lujo es para la mujer que lo busca, impulsándola siempre hacia adelante ¿Y las fábricas? En su mayor parte no hacen más que trabajar para la mujer, y millones de hombres, generaciones enteras de obreros, sucumben en esos trabajos hechos en condiciones semejantes a las de las penitencierías, para que ella se pueda engalanar. Lo mismo que si fuese una reina poderosísima, la mujer mantiene en la esclavitud y el trabajo a las nueve décimas partes de la humanidad. Y todo esto sucede, ni más ni menos, por negar a la mujer derechos iguales a los del hombre. Se venga excitando nuestros sentidos y procurando que caigamos en las celadas que nos tiende; y tal es la influencia que han llegado a ejercer sobre ellos que en su presencia pierden la calma no sólo los jóvenes de sangre caliente, sino hasta los viejos.

Y la mujer conoce tan bien esa influencia que no la oculta. Lo verá fácilmente si observa las sonrisas de triunfo en una fiesta popular, en un baile o en una reunión de etiqueta. En cuanto un joven se acerca a ella, cae en sus redes y ¡adiós razón!

Siempre experimenté cierto malestar al hallarme en presencia de una mujer en traje de corte, de una joven del pueblo con pañuelo rojo y traje endomingado, y de una señorita vestida para un baile. Y eso es todavía más terrible para mí hoy día. Veo en todo ello un peligro para los hombres, algo, en fin, contrario a la Naturaleza, y siento deseos de empezar a gritar llamando a la policía para alejar ese peligro: para hacer que aparten de mi vista un objeto dañino.

¡Y no me río! Estoy seguro de que ha de llegar un día, que quizás no esté muy lejano, en que se preguntarán con asombro cómo pudo haber un tiempo en que se permitían acciones capaces de producir tanto trastorno, turbando la tranquilidad de la sociedad, como lo consiguen las mujeres por medio de la excitación de los sentidos y los adornos con que engalanan su cuerpo. Es como si en los paseos públicos se pusiesen cepos por donde han de pasar los hombres, ¡y tal esto no sería tan peligroso como aquello!

—¿Por qué—pregunto‑prohibir los juegos de azar y permitir que las mujeres aparezcan medio desnudas en público, por más que esto sea mil veces más inmoral que el juego? ¡Qué extraña manera de juzgar las cosas!

X


—He aquí ahora cómo caí en el lazo. Era yo lo que se llama un enamorado, y no era a ella sola a la que consideraba como la perfección personificada, sino que yo mismo, durante el tiempo que fuimos novios, me creía el mejor de los hombres. No hay nadie en este mundo que, aun siendo malo, buscando con un poco de paciencia no encuentre a otro que sea peor que él (lo cual es origen de alegría y de orgullo). Este era el caso en que yo me hallaba. No me casé por el afán del dinero, al que no tenía apego, a diferencia de muchos conocidos míos que habían hecho del matrimonio un negocio, bien para procurarse un capital con la dote, bien para crearse una posición con las nuevas relaciones. Yo era rico y mi mujer pobre. ¿Qué me importaba eso a mí? Había, además, otra cosa que me enorgullecía, y era que, al contrario que los que al casarse no abandonan sus ideas de poligamia, yo me había jurado vivir siempre como monógamo en cuanto me casara. Era un miserable y me creía un ángel.

No fuimos novios durante mucho tiempo y no puedo evocar sin enrojecerme los recuerdos de aquella época, ¡que vergüenza y qué asco! Si hubiese sido un amor platónico, puesto que es de éste del que hablamos y no del sensual, habría debido manifestarse en conversaciones, en palabras; pero no hubo nada de eso. En nuestras entrevistas la conversación era penosa, un verdadero trabajo de gigantes. Apenas encontraba un tema, ya estaba, agotado, y vuelta buscar otro. Nos faltaban asuntos de los que hablar, habiendo agotado cuanto podíamos decir acerca de nuestro porvenir y establecimiento. ¿Qué nos quedaba? Si hubiésemos sido animales, sabido tuviéramos que no había de qué hablar; sin embargo, carecíamos de objeto, porque la cosa que a ambos nos preocupaba no era de las que tienen solución en una conversación. Añada a esto la deplorable costumbre de comer golosinas; luego, los preparativos de la boda; ver la habitación, las camas, las ropas que se han de usar durante el día, las de noche, la ropa blanca y los objetos de tocador, etc., etc. Ya está viendo que el que se casa al uso antiguo, con arreglo a los preceptos del Domostroy, como decía ese señor viejo que se fue, considera los edredones, las camas y la dote como otros tantos detalles que contribuyen a hacer del matrimonio algo sagrado. Pero para nosotros, que en la proporción de uno por diez no creemos, no, en ese algo sagrado, ¡y que se crea o no importa poco!, sino en las promesas que hacemos nosotros‑de los que apenas un uno por ciento no habrá ya tenido que ver con mujeres y de los que apenas uno de cada cincuenta no estará dispuesto a ser inmediatamente infiel a su mujer—, para nosotros, repito, que no vamos a la iglesia más que a cumplir con un requisito exigido antes de poseer a una determinada mujer, todos esos detalles no tienen más que un significado bien preciso. Es un contrato innoble. Se vende una virgen a un libertino y esa venta se verifica con la apariencia de las cosas más puras, adornándola con poéticos detalles.

XI


—Me casé como nos casamos todos. Si los jóvenes que ansían pasar la luna de miel supiesen las desilusiones que les esperan… porque no hay más que desilusiones en todas partes; y todos‑en verdad que ignoro por qué—se creen obligados a ocultarlo. Paseaba un día por una feria de París y entré en un barracón en el que enseñaban una foca y una mujer con barbas. La mujer era un hombre con traje descotado, y la foca ni más ni menos que un perro, cubierto, es verdad, con una piel de foca y que nadaba en una gran tina; el espectáculo tenía más bien poco atractivo. Cuando salí del barracón, el dueño me señaló al público diciendo: «Preguntadle a este señor si vale la pena pasar; ¡adelante, señoras y caballeros! ¡No cuesta más que un franco la entrada!» Me costaba gran trabajo, no podría decir por qué, contradecir a aquel hombre y contó con mi asentimiento. Lo mismo les sucede a los que por propia experiencia conocen el hastío de la luna de miel: que no quieren destruir las ilusiones de los demás.

Yo por mi parte no desvanecí los sueños de nadie, pero no veo motivo para que ahora me calle. En la luna de miel no hay nada agradable, sino todo lo contrario. Aquello es un continuo malestar, una vergüenza, un malhumor sombrío, y predomina sobre todo esto un aburrimiento, un tedio espantoso. No acierto a comparar esa situación más que con la del muchacho que empieza a fumar: siente náuseas, se traga el humo y, sin embargo, dice que experimenta un gran placer. Si el trabajo produce goces es para más adelante, y lo mismo sucede con el matrimonio. Antes de gozar, los esposos deben habituarse al vicio.

—¡Cómo! ¿Al vicio? —exclamé. —Está hablando de algo que es natural, instintivo.

—¡Algo natural! ¡Instintivo! No hay nada de eso. He llegado a convencerme de lo contrario, permitidme que os lo diga, y yo, hombre corrompido, libertino, entiendo que es contra naturaleza. ¡Y cuánto más arraigada no estaría esta convicción en mi ánimo si no estuviese tan pervertido! Es un acto contra la naturaleza para toda joven pura, igual que para un niño. Una hermana mía se casó, siendo muy joven, con un hombre que tenía doble edad que ella y que hasta entonces había llevado la vida propia de los libertinos, y recuerdo cuán grande fue nuestro asombro al ver que le abandonaba durante la noche de la bodas y que, pálida y temblorosa, nos dijo que por nada del mundo podría contarnos lo que exigían de ella.

¿Y llamáis natural a esto? Comer sí que es natural; comer es una satisfacción, una función agradable que puede llevarse a cabo sin que uno se avergüence, y en cuanto al otro acto, no hay más que repugnancia, vergüenza y dolor. No, no es natural, y adquirí la convicción de que una joven lo teme siempre. Una muchacha joven y pura desea hijos; hijos, sí, pero un hombre, no.

—Entonces —observé con mucho asombro—; ¿cómo perpetuar el género humano?

—¿Y acaso es necesario perpetuarlo? —replicó con brusquedad.

—Sin duda, porque de otro modo no existiríamos.

—¿Y para qué hace falta que existamos?

—¿Para qué? Pues para vivir.

—¿Para vivir? Schopenhauer, Hartmann y los budhistas sostienen que la verdadera felicidad está en no existir. Y tienen muchísima razón cuando aseguran que la dicha de la humanidad está en su destrucción. No lo dicen con tanta claridad; sostienen que la humanidad debe destruirse para ahuyentar el sufrimiento y que su objetivo o fin es su propia destrucción Esto es un error. El objetivo final de la humanidad no debe ser el de librarse del mal o del sufrimiento por el aniquilamiento de sí mismo, porque el mal es el resultado de la actividad, y el objetivo de ésta no puede ser el aniquilamiento de los efectos que produce. El fin del hombre, lo mismo que el de la humanidad entera, es la dicha, y para lograrla le han impuesto una ley a la que debe atenerse. Esa ley se basa en la unión de los seres que componen la humanidad. Las pasiones son las únicas que impiden esa unión, y por encima de todas las demás, la más fuerte, la peor, es el amor sensual, la voluptuosidad. Cuándo el hombre haya conseguido dominar sus pasiones y con ellas la que más le domina, el amor sensual, existirá ese amor, y la humanidad, una vez cumplido su objetivo, no tendrá ya razón de existir.

—¿Y hasta que llegue ese momento?

—La humanidad tiene una válvula de seguridad. El amor de los sentidos no es más que la señal del incumplimiento de la ley. Mientras ese amor exista, habrá una nueva generación para intentar realizarla. Si la primera no basta vendrán otras… hasta que se llegue al cumplimiento de esa ley… Cuando esto suceda, la humanidad dejará de ser, porque nos sería imposible explicarnos la vida si el género humano fuera perfecto.

XII


—¡Qué teoría más extraña! —exclamé.

—¿Por qué es extraña? Todas las religiones profetizan que la humanidad ha de tener un fin, y con arreglo a las conclusiones de la ciencia moderna, ese fin es también inevitable.

¿Qué tiene pues de particular que la filosofía moral presente esas mismas conclusiones?

Aquel que pueda comprenderlo que lo comprenda, dijo Cristo y veo bien claro su pensamiento. Para que el hombre tenga relaciones sexuales morales, es preciso que tenga por objeto la castidad completa. El hombre sucumbe en esa lucha y de ahí proviene el matrimonio moral; pero si el hombre, y este precisamente es el caso de la sociedad actual, se entrega antes de que llegue ese caso al amor sexual, el matrimonio no puede ser, a pesar de sus apariencias de moralidad, mas que un pretexto para la voluptuosidad, y la vida una vida completamente desprovista de sentido moral. Fue en esta última existencia en la que perecimos los dos, mi mujer y yo; en esa pretendida existencia moral a la que se llama vida de familia.

Comprenderá fácilmente a qué extremos pueden llegar las ideas cuando se oye tratar de miserable y ridículo lo que tiene de mejor el hombre, es decir, su libertad y su celibato. La situación ideal para la mujer, ese estado de pureza y de virginidad, asusta a la sociedad que se burla de él. Cuántas jóvenes sacrifican su doncellez a ese Moloch que es la opinión pública y se casan con el primer advenedizo para no ser doncellas, es decir, seres superiores. Se inmolan para no permanecer en esa condición de superioridad.

Hasta entonces no había comprendido que las palabras del Evangelio «aquél que mira a una mujer para desearla, ha cometido ya adulterio con ella en su corazón», se puede aplicar lo mismo a la mujer ajena que a la propia. No las había comprendido y me parecían sublimes todos los actos que ejecuté durante mi luna de miel, persuadido de que la satisfacción del deseo sensual con mi propia mujer era lo más natural y digno del mundo. Tan bien como yo, usted sabe que el viaje de boda, la soledad en que se deja a los recién casados, con permiso de sus padres, no son ni más ni menos que una excitación al libertinaje.

No veía yo en esto nada que fuese malo o vergonzoso y mi luna de miel me pareció una promesa de felicidad, pero esa esperanza pronto se desvaneció. Creo, empero, que hice todos los esfuerzos imaginables para lograrla; esfuerzos que fueron vanos, pues cuanto más andaba en pos de la dicha, más huía ésta de mí. Durante todo ese tiempo fui presa del malestar, la vergüenza y el tedio, y poco más tarde se presentaron la tristeza y los sufrimientos.

Si no recuerdo mal, fue al tercero o cuarto día cuando encontré triste a mi mujer, y, besándola, traté de inquirir lo que le sucedía. Creía que no podía querer más que besos. Con un gesto hizo que me apartase y se echó a llorar. ¿Por qué? No lo sabía; se encontraba mal, fatigada. La laxitud de sus nervios le reveló indudablemente la verdadera naturaleza de nuestras relaciones; pero no sabía cómo expresar sus sentimientos. La apremié haciéndole muchas preguntas, y al cabo me respondió que le inquietaba el recuerdo de su madre. No la creí y empecé a querer consolarla, sin hablarle de sus padres, no comprendiendo que éstos no eran más que un pretexto y que tenía el corazón oprimido. No me hizo caso y le eché en cara sus caprichos, burlándome de su tristeza. Dejó entonces de llorar y me contestó furiosa, llamándome egoísta y cruel. La miré cara a cara y vi que en la suya todo revelaba furor, cólera contra mí.

¿A qué venía aquella actitud inexplicable? ¿Era posible? ¡No era la misma mujer! Traté de calmarla y me estrellé contra una frialdad y una amargura tales que en un momento perdí mi sangre fría y nuestra conversación degeneró en disputa.

La impresión que me produjo este primer disentimiento fue terrible, ya que era la revelación del abismo que nos separaba. La satisfacción de los deseos de los sentidos mató nuestras ilusiones, y en realidad nos encontrábamos cara a cara como dos egoístas que tratan de obtener todo lo posible el uno del otro; como dos personas que no ven la una en la otra más que un instrumento de placer. Ese disentimiento fue nuestra constante, que se manifestó en cuanto quedaron saciados nuestros sentidos, si bien no comprendí en seguida que esa frialdad y esa hostilidad fuesen en adelante nuestro estado normal, porque no tardaron en adormecerse al despertarse nuestra voluptuosidad. Creí que se trataba de una disputilla que, una vez aplacada, no se reproduciría; pero durante la luna de miel se presentó otro nuevo período de saciedad, y con éste, como no nos necesitábamos el uno al otro, una segunda pelea que me asombró mucho más que la primera. ¿No habría sido ésta producto de la casualidad o de un malentendido? ¿O era inevitable, fatal?

Me asombré tanto más cuanto que la causa fue muy insignificante. Tuvo origen en una cuestión de dinero. No era avaro, y mucho menos tratándose de mi mujer. Recuerdo únicamente que tomó muy a mal una de mis constantes observaciones, y que imaginó estaba hecha con el propósito deliberado de dominarla por el dinero, única cosa que me hacía superior a ella, lo cual era estúpido y ridículo dado su carácter y el mío. Me incomodé y le eché en cara su falta de tacto. Como respuesta recibí algunos reproches, y empezó otra vez la disputa. En su rostro, lo mismo que en su mirada y en su lenguaje, se reveló otra vez aquel odio que tanto me había sorprendido. Antes de que me ocurriese esto había tenido discusiones con mis amigos, con mis hermanos y hasta con mi padre, y jamás observé en ellos esa expresión rencorosa que tanto me sorprendió. Pronto, sin embargo, ese rencor se ocultó tras los caprichos de nuestra voluptuosidad, y me consolé diciéndome que eran malentendidos que no tendrían consecuencias irreparables.

Sobrevinieron una tercera, una cuarta disputa y hube de reconocer que no se debían a malentendidos, sino que eran producto de una situación fatal, permanente. Me fui acostumbrando a esas escenas, y me pregunté por qué había de llevar yo, que me había casado tan esperanzado, una vida tan deplorable con mi mujer. En aquellos momentos ignoraba que lo mismo sucede en todos los matrimonios, que todos pensaban lo mismo que yo, que esa desdicha era general y que todos se la ocultaban a los demás, del mismo modo que se la disimulaban a sí mismos.

Después de haber empezado así, la situación fue empeorando de día en día, agravándose cada vez más. Durante las primeras semanas ya comprendía en mi fuero interno cuál era la desgracia que sobre mí pesaba, y que no era en verdad lo que yo esperaba. Comprendí entonces que el matrimonio, en vez de ser una dicha, es una carga muy pesada; pero, obrando como todos, me lo oculté a mí mismo y a los demás, y sin el desenlace que sobrevino seguiría ocultándomelo todavía. Lo que ahora me choca es que no haya acertado a explicarme en tanto tiempo la verdad acerca de mi situación, pues debería haberlo comprendido al apreciar la futilidad de los motivos que daban origen a semejantes rencillas, y de los que nos acordábamos una vez apaciguada la querella.

Nos resultaba imposible dar una apariencia razonable a esa hostilidad latente que existía entre nosotros, al igual que la gente joven y alegre, que cuando no tiene de qué reír se ríe de su propia risa. No teniendo razones para nuestro rencor, nos odiábamos para satisfacción del rencor que llenaba nuestras almas. Pero en todo esto había algo más extraordinario aún, y es que carecíamos de motivos para reconciliarnos. Algunas veces mediaban explicaciones, palabras, lágrimas; otras, lo recuerdo con asco, después de intercambiar las frases más duras, venían miradas tiernas, sonrisas y besos. ¡Qué horror! ¿Cómo es posible que no me haya dado cuenta antes de todas esas ignominias?

XIII


Tanto los hombres como las mujeres estamos, por nuestra educación, llenos de respeto hacia ese sentimiento que se llama amor. Preparado desde mi infancia para él, lo conocí durante mi juventud y no me produjo más que alegrías. Habían inculcado en mi espíritu la idea de que amar es la cosa más meritoria, la más noble y sublime del mundo. Cuando llega ese sentimiento tan deseado, el hombre se abandona; pero por desgracia ese amor, que es ideal, etéreo, en teoría, en la práctica es algo miserable y sucio de lo que no se puede hablar sin avergonzarse. Por algo lo hizo así la Naturaleza. Sean cuales fueran las vergüenzas y el asco que hace nacer en nuestro ánimo, nos vemos obligados a tomarlo tal cual es, y hacemos cuanto está a nuestro alcance para imaginar que esa suciedad y ese horror están revestidos de una belleza sublime.

Llamemos a las cosas por su nombre. ¿Cuáles fueron las primeras señales de mi amor? El abandono completo a mis instintos, sin delicadeza, sin orgullo y sin tener ni siquiera en cuenta lo que podía pasar en el ánimo de mi esposa… No se me ocurrió pensar en su vida física ni en su vida moral; no comprendí tampoco de dónde provenían sus frialdades, cuando con poco trabajo lo habría adivinado, pues no eran nada más que otras tantas protestas del alma contra la bestia que amenazaba convertirse en señora absoluta. Ese rencor, ese odio era el que experimentan y divide a dos cómplices de un crimen premeditado y cometido en común. ¿No era por, ventura un crimen la continuación de nuestras relaciones deshonestas, desde el primer mes en que ella estuvo encinta?

¿Crees que me estoy yendo por las ramas? Nada de eso. Todo esto es necesario para explicarle cómo llegué a cometer el asesinato de mi mujer. ¡Imbéciles! ¡Se creen que la maté el 5 de octubre con un cuchillo! Fue antes, mucho antes, cuando lo hice, lo mismo que todos, sí, al igual que todos asesinan hoy a sus esposas. Bien sabe que la idea más generalizada que circula por el mundo es la de que la mujer no es ni más ni menos que un objeto, origen de placeres para el hombre y viceversa. Lo supongo, porque no sé nada, y no hablo más que de mi propia experiencia. «El vino, las mujeres y las canciones.» dicen los poetas.

¡El vino, las mujeres y las canciones! ¿Será verdad? Fíjese en la poesía de todas las edades, en la pintura, en la escultura, en los ligeros versos de nuestros poetas, en las Frinés, en las Venus, en todas las desnudeces, en fin, y en todas y siempre, la mujer se nos presenta como una fuente de placer, lo mismo en los sitios de recreo más populares que en los bailes de la corte. Lo mismo en la Trouba que en la Gratchevka (2). Es una estratagema del demonio.

Primero vinieron los portaestandartes de la adoración de la mujer. ¡La adoran, y sin embargo no la consideran más que como un instrumento de placer! Luego, en nuestros días, apareció el respeto a la mujer, a la que se ensalza, aunque se recoge con ansia lo que deja caer, llegando algunos al extremo de reconocerle el derecho de sufragio, el de desempeñar ciertos cargos, etc. En el fondo, las opiniones siguen siendo las mismas; la mujer no es más que un instrumento de placer y ella no lo ignora. Y esto es para ella como la esclavitud, porque no es ni más ni menos que la explotación del trabajo de los unos para el goce de los demás. Si se quiere abolir la esclavitud, es preciso impedir esa explotación y hacer que sea considerada como una vergüenza y un pecado. Se han figurado que ha quedado abolida hoy en día, porque cambiaron las condiciones y se prohibió la venta de esclavos, y no se fijan en que, a pesar de eso, sigue subsistiendo. ¿Por qué? Porque hay siempre un impulso hacia la explotación, que parece equitativa y buena. Y la verdad es que, desde que esta opinión se abrió paso, se encuentran hombres que, siendo más astutos y más fuertes, se dedican a explotar a los demás.

Lo mismo sucede con la emancipación de la mujer. Su esclavitud consiste en que a los hombres les parece equitativo el deseo que experimentan de convertirla en instrumento de placer. Se emancipa a la mujer; se le conceden diversos derechos iguales al hombre; pero no se la deja de considerar como un ser consagrado al servicio del placer, y en ese sentido se la educa desde su infancia bajo la influencia de la opinión pública.

De este modo continúa en la humillación de la esclavitud, y el hombre sigue siendo el mismo amo, tan poco moral, tan libertino siempre. Para que semejante esclavitud se pudiese abolir, sería preciso que la opinión pública estigmatizase como la más grande de las ignominias el no ver en la mujer más que un instrumento de placer. No es en los establecimientos de enseñanza ni en los ministerios donde puede realizarse esa emancipación;

es en la familia y no en las casas de tolerancia donde se debe combatir eficazmente la prostitución. Emancipamos a la mujer en los elogios y en el trato social, y no obstante, no dejamos de considerarla como instrumento de placer.

Enseñad a la mujer a conocerse, como nos conocemos nosotros, y seguirá siendo un ser inferior, o con el auxilio de médicos poco escrupulosos procurará no concebir y llegará a ser, no ya un animal, sino un objeto, o bien, y éste es el caso más frecuente, será desgraciada, estará agotada por los nervios, y no tendrá esperanza alguna de emancipación moral.

—Pero ¿por qué? —pregunté.

—A mí lo que me extraña, más que nada, es que nadie quiere ver lo que salta a la vista: algo que todos los médicos saben y que callan en vez de proclamarlo en alta voz como tienen el deber de hacer. El hombre quiere gozar sin preocuparle la ley de la Naturaleza, los hijos. El nacimiento de éstos interrumpe el placer, y el hombre, que no ansía más que el placer, apela a todos los medios para evitar ese impedimento. No hemos llegado en este punto a lo que se hace en el resto de Europa, y especialmente en París; no conocemos el sistema de los «dos hijos» y no hemos hallado nada, porque no hemos buscado nada. Comprendemos que esos medios son malos, queremos conservar la familia, y nuestra manera de proceder es la peor.

La mujer, entre nosotros, es madre y querida al mismo tiempo, es decir, nodriza y amante a la vez, y sus fuerzas no bastan. A esto se deben las histéricas, las neuróticas, y en el campo, las poseídas. Y fijaos que no me refiero a las mujeres solteras, sino a las que están al lado de sus maridos. La razón es bien clara. De ahí es de donde procede la decadencia moral e intelectual de la mujer y su relajamiento. ¡Si se tuviese en cuenta el trabajo inmenso de la mujer mientras está encinta y amamanta a sus hijos!… En su seno se desarrolla el ser que debe ser un día el continuador de nuestra existencia y ocupar nuestro lugar. ¿Y quién es el que perturba la santidad de esa obra? ¿Para qué? ¡Horroriza pensarlo! ¡Y luego hablan de la libertad de la mujer y de sus derechos! Esto es lo mismo que si se pretendiese que los antropófagos, al engordar a sus cautivos para comérselos, lo hacen para cuidar exclusivamente de su libertad y de sus derechos.

Me llamó mucho la atención esa nueva teoría.

—¿Cómo debo entender lo que acaba de decir? —repuse. —El hombre, en las condiciones que acaba de expresar, no podría en realidad ser el marido de su mujer más que una vez cada dos años, y el hombre…

—No puede substraerse a esa necesidad, ¿no es cierto? Los sacerdotes de la ciencia lo han dicho, y lo cree así. Quisiera que esos distinguidos profetas desempeñasen el papel de esas mujeres que juzgan necesarias al hombre. ¿Qué es lo que dirían entonces? Decidle sin cesar a un hombre que el aguardiente, el tabaco o el opio son indispensables para su vida y acabará por creer que es verdad. De todo esto parece resultar que Dios no comprendió lo que hacía falta, puesto que, por no haber pedido consejo a esos profetas nuestros, no supo hacer bien el mundo. Admita que lo hizo muy mal.

¿Cómo puedo explicarlo? Encarémonos con nuestros profetas, que encontrarán alguna solución, si no la han encontrado ya. ¿Cuándo llegará el día en que se les eche en cara sus infamias y sus embustes? ¡Ya sería hora! ¡Ay! Los hombres van a parar a la locura, al suicidio, y siempre por la misma razón. ¿Y cómo no ha de ser así?

Los animales, que al parecer se dan cuenta de que la descendencia perpetúa la especie, siguen en esto una ley fija que el hombre es el único en no reconocer. El hombre, el rey de la Naturaleza, no tiene más que una idea: la de gozar continuamente. Para el hombre, la obra maestra de la ciencia es el amor, y en nombre del amor, es decir, de esa infamia, mata a la mitad del género humano, y a la mujer, que debía ayudarle a guiar a la humanidad hacia la justicia y hacia la dicha, la convierte, en nombre de su goce voluptuoso, en la causa de la destrucción del género humano. Y el obstáculo que en todas partes encuentra en su camino la humanidad es la mujer. ¿Por qué? Pues siempre por la misma razón.


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