Текст книги "Narrativa Breve"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Estaba escribiendo esta carta cuando ha ocurrido una terrible desgracia. Ella estaba sobre la mesa cuando Natalia Petrovna la ha empujado al pasar. Ha caído al suelo y se ha roto una pierna por encima de la rodilla, y el tronco. Alex dice que puede arreglarse con un pegamento a base de clara de huevo. Si tal receta se conoce en Moscú, envíamela, por favor.
Los tres staretzi [27]
Y orando, no habléis inútilmente, como los paganos, que piensan que por su parleria serán oídos. No os hagáis, pues, semejantes a ellos, porque vuestro padre sabe de que cosas tenéis necesidad, antes de que vosotros le pidáis.
SAN MATEO, VI, 7 y 8
El arzobispo de Arcángel navegaba hacia el monasterio de Solovski. Iban en el buque varios peregrinos que se dirigían al mismo lugar para adorar las sagradas reliquias que allí se custodian. El viento era favorable, el tiempo magnífico y el barco se deslizaba serenamente.
Algunos peregrinos se habían recostado, otros comían; otros, sentados, conversaban en pequeños grupos. El arzobispo subió al puente y comenzó a pasearse. Al acercarse a la proa vio un grupito de pasajeros y en el centro un mujik que hablaba señalando un punto en el horizonte. Los demás lo escuchaban con atención.
El arzobispo se detuvo y miró en la dirección que señalaba el mujik; pero sólo vio el mar, cuya bruñida superficie resplandecía a la luz del sol. El arzobispo se acercó al corro y prestó atención. El mujik, al verlo, se descubrió y calló. Los demás lo imitaron, descubriéndose respetuosamente.
—No os violentéis, hermanos míos —dijo el prelado—. Yo también quiero oír lo que cuenta el mujik.
—Pues bien —dijo un comerciante que parecía menos intimidado que los demás componentes del grupo—, nos contaba la historia de los tres staretzi. (Así llaman en Rusia a los religiosos de avanzada edad.) – ¡Ah! – dijo el arzobispo—. ¿Y qué historia es ésa?
Y, acercándose a la borda, se sentó sobre un cajón.
—Habla —agregó, dirigiéndose al campesino—, yo también quiero oírte. ¿Qué señalabas, hijo mío?
—Aquel islote —respondió el campesino, mostrando, a su derecha, un punto del horizonte—.
Justamente en ese islote los tres staretzi trabajan por la salvación de su alma.
—Pero, ¿dónde está el islote?
—Mire usted en la dirección de mi mano. ¿Ve esa nubecilla? Pues bien, algo más bajo, a la izquierda. Esa especie de faja gris.
El arzobispo miraba con atención, pero como el agua centelleaba y él no tenía costumbre, nada alcanzaba a ver.
—Pues no veo nada —dijo—. Mas, ¿quiénes son esos staretzi y cómo viven?
—Son hombres de Dios —contestó el campesino—. Hace ya mucho que oí hablar de ellos, pero hasta el verano pasado no tuve oportunidad de verlos.
El mujik reanudó su relato. Un día que había salido a pescar, un temporal lo arrastró hasta aquel islote desconocido. Echó a caminar y descubrió una minúscula cabaña, junto a la cual estaba uno de los staretzi. Poco después aparecieron los otros dos. Al ver al campesino, pusieron sus ropas a secar y lo ayudaron a reparar su barca.
—¿Y cómo son? – preguntó el arzobispo.
—Uno de ellos es encorvado, pequeño y muy viejo. Viste una raída sotana y parece tener más de cien años. Su blanca barba empieza a adquirir una tonalidad verdosa. Es sonriente y apacible como un ángel del cielo. El segundo, un poco más alto, lleva un andrajoso capote. Su luenga barba gris tiene reflejos amarillos. Es muy vigoroso: puso mi barca boca abajo como si se tratara de una cáscara de nuez, sin darme tiempo a ayudarlo. El también parece siempre contento. El tercero es muy alto: su barba es blanca como el plumaje del cisne y le llega hasta las rodillas. Es un hombre melancólico, de hirsutas cejas, que sólo cubre su desnudez con un trozo de tela hecha de fibras trenzadas, que se sujeta a la cintura.
—¿Y qué te dijeron? – preguntó el sacerdote.
—Oh, hablaban muy poco, aun entre ellos. Les bastaba una mirada para entenderse. Le pregunté al más anciano si hacía mucho tiempo que vivían allí y él no sé qué me respondió con tono de fastidio. Pero el más pequeño lo tomó de la mano, sonriendo, y el alto enmudeció.
«El viejecito dijo solamente: «Haznos el favor…
«Y sonrió.»
Mientras hablaba el campesino, el barco se había acercado a un grupo de islas.
—Ahora se divisa perfectamente el islote —observó el comerciante—. Mire usted, Ilustrísima —añadió, extendiendo el brazo.
El arzobispo vio una faja gris. Era el islote. Permaneció inmóvil un largo rato, y después, pasando de proa a popa, dijo al piloto: – ¿Qué islote es aquél?
—Uno de tantos. No tiene nombre.
—¿Es cierto que allí trabajan los staretzi por la salvación de su alma?
—Eso dicen, mas no sé si es cierto. Los pescadores aseguran haberlos visto. Pero a veces se habla por hablar.
—Me gustaría desembarcar en el islote para ver a los staretzi —dijo el arzobispo—. ¿Es posible?
—Con el buque, no —respondió el piloto—. Para eso hay que utilizar el bote, y sólo el capitán puede autorizarnos a lanzarlo al agua.
Se dio aviso al capitán.
—Quiero ver a los staretzi —dijo el arzobispo—. ¿Puede llevarme?
El capitán intentó disuadirlo.
—Es fácil —dijo—, pero perderemos mucho tiempo. Y casi me atrevería a decir a Su Ilustrísima que no vale la pena verlos. He oído decir que esos ancianos son unos necios, que no entienden lo que se les dice y casi no saben hablar.
—Sin embargo, quiero verlos. Pagaré lo que sea. Pero le ruego disponer que me lleven a verlos.
La cosa quedó resuelta. Se realizaron los preparativos necesarios, se cambiaron las velas, el piloto viró de bordo y el buque enfiló hacia la isla. Colocaron a proa una silla para el arzobispo, quien sentado en ella clavó la mirada en el horizonte. Los pasajeros también se reunieron para ver el islote de los staretzi. Los que tenían buena vista divisaban ya las rocas de la isla y mostraban a los demás la diminuta choza. Bien pronto uno de ellos descubrió a los tres staretzi.
El capitán trajo un anteojo, miró y lo pasó al arzobispo.
—Es cierto —dijo—. A la derecha, junto a un gran peñasco, se ven tres hombres.
El arzobispo enfocó el largavista en la dirección señalada, y vio, efectivamente, tres hombres: uno muy alto, otro más bajo y el tercero muy pequeño. Estaban de pie, junto a la orilla, tomados de la mano.
—Aquí debemos anclar el buque —dijo el capitán al arzobispo—. Su Ilustrísima debe embarcar en el bote. Nosotros lo esperaremos.
Echaron el ancla, recogieron las velas y el barco empezó a cabecear. Botaron la canoa, saltaron a ella los remeros y el arzobispo descendió por la escala.
Se sentó en un banco de popa y los marinos remaron en dirección del islote. Pronto llegaron a tiro de piedra. Se distinguía perfectamente a los tres staretzi: uno muy alto casi desnudo, salvo por un trozo de tela ceñido a la cintura y hecho de fibras entrelazadas; otro más bajo, con un capote harapiento, y por último el más viejo, encorvado y vestido con sotana. Estaban los tres tomados de la mano.
Llegó el bote a la orilla, saltó a tierra el arzobispo y bendiciendo a los staretzi, que se deshacían en reverencias, les habló así: – He sabido que trabajan aquí por la eterna salvación de vuestra alma, amados staretzi, y que rezáis a Cristo por el prójimo. Yo, indigno servidor del Altísimo, he sido llamado por su gracia para apacentar sus ovejas. Y puesto que servís al Señor, he querido visitaros para traeros la palabra divina.
Los staretzi callaron, se miraron y sonrieron.
—Decidme cómo servís a Dios —prosiguió el arzobispo.
El staretzi que estaba en el centro suspiró y miró al viejecito.
El staretzi más alto hizo un gesto de fastidio y también se volvió hacia el anciano.
Este sonrió y dijo: – Servidor de Dios, nosotros no podemos servir a nadie sino a nosotros mismos, ganando nuestro sustento.
—Pues entonces —dijo el arzobispo—, ¿cómo rezáis?
—Nuestra oración es ésta: «Tú eres tres, nosotros somos tres. Concédenos tu gracia».
Y no bien el viejecillo pronunció estas palabras los tres staretzi alzaron la mirada al cielo y repitieron: – Tú eres tres, nosotros somos tres. Concédenos tu gracia.
Sonrió el arzobispo y dijo: – Evidentemente habéis oído hablar de la Santísima Trinidad, más no es así como se debe rezar. Os he tomado afecto, venerables staretzi, porque advierto que queréis complacer a Dios. Pero ignoráis cuál es la forma de servirlo. Esa no es la manera de rezar. Oídme, que yo os la enseñaré. Lo que os diré está en las Sagradas Escrituras de Dios, que dicen cómo debemos dirigirnos a El.
Y el arzobispo les explicó cómo Cristo se reveló a los hombres y les explicó el misterio de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. Después agregó: – El Hijo de Dios descendió a la Tierra para salvar al género humano, y a todos nos enseñó a rezar. Atended y repetid conmigo —y el arzobispo empezó—: – Padre nuestro…
Y el primer staretzi repitió: – Padre nuestro…
Y el segundo dijo asimismo: – Padre nuestro…
Y el tercero: – Padre nuestro…
—Que estás en los Cielos… – prosiguió el arzobispo.
Y los staretzi repitieron: – Que estás en los Cielos…
Pero el que estaba en el medio se equivocaba y decía una palabra por otra; el más alto no podía seguir porque los bigotes le tapaban la boca, y el viejecito, que no tenía dientes, pronunciaba muy mal.
El arzobispo recomenzó la oración y los staretzi volvieron a repetirla. El prelado se sentó en una piedra y los staretzi hicieron círculo alrededor de él, mirándolo fijamente y repitiendo todo lo que decía.
Todo el día, hasta la llegada de la noche, el arzobispo luchó con ellos, repitiendo la misma palabra diez, veinte, cien veces, y tras él los staretzi se atascaban, él los corregía y vuelta a empezar.
El arzobispo no se separó de los staretzi hasta que les hubo enseñado la divina oración. La repitieron con él, y después solos. El staretzi del medio la aprendió antes que los otros, y la dijo él solo. Entonces el arzobispo se la hizo repetir varias veces, y sus compañeros lo imitaron.
Empezaba a oscurecer y la luna se levantaba sobre el mar cuando el arzobispo se incorporó para volver al buque. Se despidió de los staretzi, quienes lo saludaron inclinándose hasta el suelo. El los hizo incorporarse, los besó a los tres, recomendándoles que rezaran como él les había enseñado. Después se instaló en el banco del bote que se dirigió hacia el buque.
Mientras bogaban, seguía oyendo a los staretzi que recitaban en alta voz la plegaria del Señor.
Pronto llegó el bote junto al barco. Ya no se oía la voz de los staretzi, pero aún se los veía en la orilla, los tres a la luz de la luna, el viejecito en medio, el más alto a su derecha y el otro a la izquierda.
El arzobispo llegó al buque y subió al puente. Levaron anclas, el viento hinchó las velas y la nave se puso en marcha continuando el viaje interrumpido.
El arzobispo se sentó a popa, con la mirada clavada en el islote. Aún se divisaba a los tres staretzi. Después desaparecieron y sólo se vio la isla. Y por último ésta también se desvaneció en lontananza y quedó el mar solo y cintílate bajo la luna.
Se recogieron los peregrinos y el silencio envolvió el puente. Pero el arzobispo aún no quería dormir. Solo en la popa, contemplaba el mar, en dirección del islote, y pensaba en los buenos staretzi. Recordaba la dicha que habían experimentado al aprender la plegaria y agradecía a Dios que lo hubiera señalado para ayudar a aquellos santos varones, enseñándoles la palabra divina.
Esto pensaba el arzobispo, con la mirada fija en el mar, cuando vio algo que blanqueaba y fulguraba en la estela luminosa de la luna. Será una gaviota o una vela blanca. Miró con más atención, y se dijo: sin duda es una barca de vela que nos sigue. ¡Pero cuán veloz avanza!
Hace un instante estaba lejos, muy lejos, y ahora ya está cerca. Además, no se parece a ninguna de las barcas que yo he visto, y esa vela tampoco parece una vela.
No obstante, aquello los sigue y el arzobispo no atina a descubrir qué es. ¿Un buque, un ave, un pez? También parece un hombre, pero es más grande que un hombre. Y, además, un hombre no podría caminar sobre el agua.
Se levantó el arzobispo y fue adonde estaba el piloto.
—¡Mira! – le dijo—. ¿Qué es eso?
Pero en ese instante advierte que son los staretzi que se deslizan sobre el mar y se acercan a la nave. Sus níveas barbas lanzan un intenso resplandor.
El piloto deja la barra y grita: – ¡Señor, los staretzi nos persiguen sobre el mar, y corren por las olas como por el suelo!
Al oír estos gritos, los pasajeros se levantaron y lanzáronse hacia la borda. Entonces todos vieron a los staretzi que se deslizaban por el mar, tomados de la mano y que los de los extremos hacían señas de que el buque se detuviera.
Aún no habían tenido tiempo de detener la marcha, cuando los tres staretzi llegaron junto al barco, y levantando los ojos dijeron: – Servidor de Dios, ya no sabemos lo que nos enseñaste. Mientras lo repetíamos lo recordábamos, pero una hora después olvidamos una palabra, y no podemos recitar la plegaria. Enséñanosla otra vez.
El arzobispo se persignó y dijo inclinándose hacia los staretzi: – Vuestra oración llegará igualmente al Señor, santos staretzi. No soy yo quien debe enseñaros. ¡Rogad por nosotros, pobres pecadores!
Y el arzobispo los saludó con veneración. Los staretzi permanecieron un instante inmóviles, después se volvieron y se alejaron sobre el mar.
Y hasta el alba se vio un gran resplandor del lado por donde habían desaparecido.
Melania y Akulania
Aquel año llegó pronto la Semana Santa.
Apenas se había terminado de viajar en trineo, la nieve cubría aún los patios y por la aldea, fluían algunos riachuelos. En un callejón, entre dos patios, se había formado una charca. Dos chiquillas de dos casas distintas —una pequeña y la otra un poco mayor– se encontraban en la orilla.
Ambas tenían vestidos nuevos: azul, la más pequeña; y amarillo, con dibujos, la mayor. Y las dos llevaban pañuelos rojos en la cabeza. Al salir de misa, corrieron a la charca y, tras enseñarse sus ropas, se habían puesto a jugar. La pequeña quiso entrar en el agua sin quitarse los zapatos; pero la mayor le dijo:
—No hagas eso, Melania; tu madre te va a retar. Me descalzaré; descálzate tú también.
Se quitaron los zapatos, se metieron en la charca y se encaminaron una al encuentro de la otra. A Melania le llegaba el agua hasta los tobillos.
—Esto está muy hondo; tengo miedo, Akulina.
—No te preocupes, la charca no es más profunda en ningún otro sitio. Ven derecho hacia donde estoy.
Cuando ya iban juntas, Akulina dijo:
—Ten cuidado, Melania, anda despacio para no salpicarme.
Pero, apenas hubo pronunciado estas palabras, Melania dio un traspié y salpicó el vestidito de su amiga. Y no sólo el vestidito sino también sus ojos y su nariz. Al ver su ropa nueva manchada, Akulina se enojó con Melania y corrió hacia ella, con intención de pegarle.
Melania tuvo miedo; comprendió que había hecho un desaguisado y se precipitó fuera del charco, con la intención de correr hacia su casa. En aquel momento pasaba por allí la madre de Akulina. Al reparar en que su hija tenía el vestido manchado, Le gritó:
—¿Dónde te has puesto así, niña desobediente?
—Ha sido Melania. Me ha salpicado a propósito.
La madre de Akutina agarró a Melania y le propinó un golpe en la cabeza. La pequeña alborotó con sus gritos toda la calle y no tardó en acudir su madre.
—¿Por qué pegas a mi hija? – exclamó, y se puso a discutir con su vecina. Las dos mujeres se insultaron. Los campesinos salieron de sus casas y la gente se aglomeró en la calle. Todos gritaban, pero nadie escuchaba al otro. En la pelea, se empujaron entre sí y ya era inminente una batalla, cuando intervino una vieja, la abuela de Akulina. Se adelantó hacia el grupo de los campesinos y comenzó a suplicarles que se calmasen.
—¿Qué hacen? En un día tan sagrado, deberían regocijarse en vez de pecar de este modo.
Pero nadie hizo caso de la viejecita y poco faltó para que la derribaran. Nada hubiera podido conseguir, a no ser por Akulina y Melania. Mientras las mujeres se peleaban, Akulina había limpiado las manchas del vestido y había salido de nuevo hacia la charca. Tomó una piedra y con ella apartó la tierra para que el agua corriera por la calle. Melania se acercó a ayudarla con una astillita. Así, el agua llegó al sitio en que la andana trataba de separar a los contendientes. Las niñas venían corriendo a ambos lados del arroyo:
—¡Alcánzala! ¡Melania, alcánzala! – gritaba Akulina. La pequeña no podía replicar, ahogada por la risa. Y las dos niñas siguieron corriendo, divertidas con la astillita que el agua arrastraba. Llegaron junto a los campesinos. Al verlas, la vieja exclamó, dirigiéndose a estos:
—¡Teman a Dios! Están peleando precisamente por causa de estas dos niñas, cuando ellas se han olvidado de todo hace rato y juegan en amor y compañía. Son más inteligentes que todos ustedes.
Los hombres miraron a las niñas y se avergonzaron de su proceder. Luego, se burlaron de sí mismos y cada cual se volvió a su casa.
«Si no sois como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos.»
El origen del mal
En medio de un bosque vivía un ermitaño, sin temer a las fieras que allí moraban. Es más, por concesión divina o por tratarlas continuamente, el santo varón entendía el lenguaje de las fieras y hasta podía conversar con ellas.
En una ocasión en que el ermitaño descansaba debajo de un árbol, se cobijaron allí, para pasar la noche, un cuervo, un palomo, un ciervo y una serpiente. A falta de otra cosa para hacer y con el fin de pasar el rato, empezaron a discutir sobre el origen del mal.
—El mal procede del hambre —declaró el cuervo, que fue el primero en abordar el tema—.
Cuando uno come hasta hartarse, se posa en una rama, grazna todo lo que le viene en gana y las cosas se le antojan de color de rosa. Pero, amigos, si durante días no se prueba bocado, cambia la situación y ya no parece tan divertida ni tan hermosa la naturaleza. ¡Qué desasosiego! ¡Qué intranquilidad siente uno! Es imposible tener un momento de descanso. Y si vislumbro un buen pedazo de carne, me abalanzo sobre él, ciegamente. Ni palos ni piedras, ni lobos enfurecidos serían capaces de hacerme soltar la presa. ¡Cuántos perecemos como víctimas del hambre! No cabe duda de que el hambre es el origen del mal.
El palomo se creyó obligado a intervenir, apenas el cuervo hubo cerrado el pico.
—Opino que el mal no proviene del hambre, sino del amor. Si viviéramos solos, sin hembras, sobrellevaríamos las penas. Más ¡ay!, vivimos en pareja y amamos tanto a nuestra compañera que no hallamos un minuto de sosiego, siempre pensando en ella "¿Habrá comido?», nos preguntamos. "¿Tendrá bastante abrigo?» Y cuando se aleja un poco de nuestro lado, nos sentimos como perdidos y nos tortura la idea de que un gavilán la haya despedazado o de que el hombre la haya hecho prisionera. Empezamos a buscarla por doquier, con loco afán; y, a veces, corremos hacia la muerte, pereciendo entre las garras de las aves de rapiña o en las mallas de una red. Y si la compañera desaparece, uno no come ni bebe; no hace más que buscarla y llorar. ¡Cuántos mueren así entre nosotros! Ya ven que todo el mal proviene del amor, y no del hambre.
—No; el mal no viene ni del hambre ni del amor —arguyó la serpiente—. El mal viene de la ira. Si viviésemos tranquilos, si no buscásemos pendencia, entonces todo iría bien. Pero, cuando algo se arregla de modo distinto a como quisiéramos, nos arrebatamos y todo nos ofusca. Sólo pensamos en una cosa: descargar nuestra ira en el primero que encontramos.
Entonces, como locos, lanzamos silbidos y nos retorcemos, tratando de morder a alguien. En tales momentos, no se tiene piedad de nadie; mordería uno a su propio padre o a su propia madre; podríamos comernos a nosotros mismos; y el furor acaba por perdernos. Sin duda alguna, todo el mal viene de la ira.
El ciervo no fue de este parecer.
—No; no es de la ira ni del amor ni del hambre de donde procede el mal, sino del miedo. Si fuera posible no sentir miedo, todo marcharía bien. Nuestras patas son ligeras para la carrera y nuestro cuerpo vigoroso. Podemos defendernos de un animal pequeño, con nuestros cuernos, y la huida nos preserva de los grandes. Pero es imposible no sentir miedo. Apenas cruje una rama en el bosque o se mueve una hoja, temblamos de terror. El corazón palpita, como si fuera a salirse del pecho, y echamos a correr. Otras veces, una liebre que pasa, un pájaro que agita las alas o una ramita que cae, nos hace creer que nos persigue una fiera; y salimos disparados, tal vez hacia el lugar del peligro. A veces, para esquivar a un perro, vamos a dar con el cazador; otras, enloquecidos de pánico, corremos sin rumbo y caemos por un precipicio, donde nos espera la muerte. Dormimos preparados para echar a correr; siempre estamos alerta, siempre llenos de terror. No hay modo de disfrutar de un poco de tranquilidad.
De ahí deduzco que el origen del mal está en el miedo.
Finalmente intervino el ermitaño y dijo lo siguiente:
—No es el hambre, el amor, la ira ni el miedo, la fuente de nuestros males, sino nuestra propia naturaleza. Ella es la que engendra el hambre, el amor, la ira y el miedo.
¿Cuánta tierra necesita un hombre?
Erase una vez un campesino llamado Pahom, que había trabajado dura y honestamente para su familia, pero que no tenía tierras propias, así que siempre permanecía en la pobreza.
«Ocupados como estamos desde la niñez trabajando la madre tierra —pensaba a menudo– los campesimos siempre debemos morir como vivimos, sin nada propio. Las cosas serían diferentes si tuviéramos nuestra propia tierra.»
Ahora bien, cerca de la aldea de Pahom vivía una dama, una pequeña terrateniente, que poseía una finca de ciento cincuenta hectáreas. Un invierno se difundió la noticia de que esta dama iba a vender sus tierras. Pahom oyó que un vecino suyo compraría veinticinco hectáreas y que la dama había consentido en aceptar la mitad en efectivo y esperar un año por la otra mitad.
«Qué te parece —pensó Pahom– Esa tierra se vende, y yo no obtendré nada.»
Así que decidió hablar con su esposa.
—Otras personas están comprando, y nosotros también debemos comprar unas diez hectáreas. La vida se vuelve imposible sin poseer tierras propias.
Se pusieron a pensar y calcularon cuánto podrían comprar. Tenían ahorrados cien rubios.
Vendieron un potrillo, y la mitad de sus abejas, contrataron a uno de sus hijos como peón y pidieron anticipos sobre la paga. Pidieron prestado el resto a un cuñado, y así juntaron la mitad del dinero de la compra. Después de eso, Pahom escogió una parcela de veinte hectáreas, donde había bosques, fue a ver a la dama e hizo la compra.
Así que ahora Pahom tenía su propia tierra. Pidió semilla prestada, y la sembró, y obtuvo una buena cosecha. Al cabo de un año había logrado saldar sus deudas con la dama y su cuñado. Así se convirtió en terrateniente, y talaba sus propios árboles, y alimentaba a su ganado en sus propias pasturas. Cuando salía a arar los campos, o a mirar sus mieses o sus prados, el corazón se le llenaba de alegría. La hierba que crecía allí y las flores que florecían allí le parecían diferentes de las de otras partes. Antes, cuando cruzaba esa tierra, le parecía igual a cualquier otra, pero ahora le parecía muy distinta.
Un día Pahom estaba sentado en su casa cuando un viajero se detuvo ante su casa. Pahom le preguntó de dónde venía, y el forastero respondió que venía de allende el Volga, donde había estado trabajando. Una palabra llevó a la otra, y el hombre comentó que había muchas tierras en venta por allá, y que muchos estaban viajando para comprarlas. Las tierras eran tan fértiles, aseguró, que el centeno era alto como un caballo, y tan tupido que cinco cortes de guadaña formaban una —avilla. Comentó que un campesino había trabajado sólo con sus manos, y ahora tenía seis caballos y dos vacas.
El corazón de Pahom se colmó de anhelo.
"¿Por qué he de sufrir en este agujero —pensó– si se vive tan bien en otras partes? Venderé mi tierra y mi finca, y con el dinero comenzaré allá de nuevo y tendré todo nuevo».
Pahom vendió su tierra, su casa y su ganado, con buenas ganancias, y se mudó con su familia a su hueva propiedad. Todo lo que había dicho el campesino era cierto, y Pahom estaba en mucha mejor posición que antes. Compró muchas tierras arables y pasturas, y pudo tener las cabezas de ganado que deseaba.
Al principio, en el ajetreo de la mudanza y la construcción, Pahom se sentía complacido, pero cuando se habituó comenzó a pensar que tampoco aquí estaba satisfecho. Quería sembrar más trigo, pero no tenía tierras suficientes para ello, así que arrendó más tierras por tres años.
Fueron buenas temporadas y hubo buenas cosechas, así que Pahom ahorró dinero. Podría haber seguido viviendo cómodamente, pero se cansó de arrendar tierras ajenas todos los años, y de sufrir privaciones para ahorrar el dinero.
«Si todas estas tierras fueran mías —pensó—, sería independiente, y no sufriría estas incomodidades.»
Un día un vendedor de bienes raíces que pasaba le comentó que acababa de regresar de la lejana tierra de los bashkirs, donde había comprado seiscientas hectáreas por sólo mil rubios.
—Sólo debes hacerte amigo de los jefes —dijo– Yo regalé como cien rubios en vestidos y alfombras, además de una caja de té, y di vino a quienes lo bebían, y obtuve la tierra por una bicoca.
«Vaya —pensó Pahom—, allá puedo tener diez veces más tierras de las que poseo. Debo probar suerte.»
Pahom encomendó a su familia el cuidado de la finca y emprendió el viaje, llevando consigo a su criado. Pararon en una ciudad y compraron una caja de té, vino y otros presentes, como el vendedor les había aconsejado. Continuaron viaje hasta recorrer más de quinientos kilómetros, y el séptimo día llegaron a un lugar donde los bashkirs habían instalado sus tiendas.
En cuanto vieron a Pahom, salieron de las tiendas y se reunieron en torno del visitante. Le dieron té y kurniss, y sacrificaron una oveja y le dieron de comer. Pahom sacó presentes de su carromato y los distribuyó, y les dijo que venía en busca de tierras. Los bashkirs parecieron muy satisfechos y le dijeron que debía hablar con el jefe. Lo mandaron buscar y le explicaron a qué había ido Pahom.
El jefe escuchó un rato, pidió silencio con un gesto y le dijo a Pahom:
—De acuerdo. Escoge la tierra que te plazca. Tenemos tierras en abundancia.
—¿Y cuál será el precio? – preguntó Pahom.
—Nuestro precio es siempre el mismo: mil rubios por día.
Pahom no comprendió.
—¿Un día? ¿Qué medida es ésa? ¿Cuántas hectáreas son?
—No sabemos calcularlo —dijo el jefe– La vendemos por día. Todo lo que puedas recorrer a pie en un día es tuyo, y el precio es mil rubios por día.
Pahom quedó sorprendido.
—Pero en un día se puede recorrer una vasta extensión de tierra —dijo.
El jefe se echó a reír.
—¡Será toda tuya! Pero con una condición. Si no regresas el mismo día al lugar donde comenzaste, pierdes el dinero.
—¿Pero cómo debo señalar el camino que he seguido?
—Iremos a cualquier lugar que gustes, y nos quedaremos allí. Puedes comenzar desde ese sitio y emprender tu viaje, llevando una azada contigo. Donde lo consideres necesario, deja una marca. En cada giro, cava un pozo y apila la tierra; luego iremos con un arado de pozo en pozo. Puedes hacer el recorrido que desees, pero antes que se ponga el sol debes regresar al sitio de donde partiste. Toda la tierra que cubras será tuya.
Pahom estaba alborozado. Decidió comenzar por la mañana. Charlaron, bebieron más kurniss, comieron más oveja y bebieron más té, y así llegó la noche. Le dieron a Pahom una cama de edredón, y los bashkirs se dispersaron, prometiendo reunirse a la mañana siguiente al romper el alba y viajar al punto convenido antes del amanecer.
Pahom se quedó acostado, pero no pudo dormirse. No dejaba de pensar en su tierra.
"¡Qué gran extensión marcaré! – pensó—. Puedo andar fácilmente cincuenta kilómetros por día. Los días ahora son largos, y un recorrido de cincuenta kilómetros representará gran cantidad de tierra. Venderé las tierras más áridas, o las dejaré a los campesinos, pero yo escogeré la mejor y la trabajaré. Compraré dos yuntas de bueyes, y contrataré dos peones más.
Unas noventa hectáreas destinaré a la siembra, y en el resto criaré ganado.»
Por la puerta abierta vio que estaba rompiendo el alba.
—Es hora de despertarlos —se dijo—. Debemos ponernos en marcha.
Se levantó, despertó al criado (que dormía en el carromato), le ordenó uncir los caballos y fue a despertar a los bashkirs.
—Es hora de ir a la estepa para medir las tierras —dijo.
Los bashkirs se levantaron y se reunieron, y también acudió el jefe. Se pusieron a beber más kurniss, y ofrecieron a Pahom un poco de té, pero él no quería esperar.
—Si hemos de ir, vayamos de una vez. Ya es hora.
Los bashkirs se prepararon y todos se pusieron en marcha, algunos a caballo, otros en carros. Pahom iba en su carromato con el criado, y llevaba una azada. Cuando llegaron a la estepa, el cielo de la mañana estaba rojo. Subieron una loma y, apeándose de carros y caballos, se reunieron en un sitio. El jefe se acercó a Pahom y extendió el brazo hacia la planicie.
—Todo esto, hasta donde llega la mirada, es nuestro. Puedes tomar lo que gustes.
A Pahom le relucieron los ojos, pues era toda tierra virgen, chata como la palma de la mano y negra como semilla de amapola, y en las hondonadas crecían altos pastizales.
El jefe se quitó su gorra de piel de zorro, la apoyó en el suelo y dijo:
—Esta será la marca. Empieza aquí, y regresa aquí. Toda la tierra que rodees será tuya.
Pahom sacó el dinero y lo puso en la gorra. Luego se quitó el abrigo, quedándose con su chaquetón sin mangas. Se aflojó el cinturón y lo sujetó con fuerza bajo el vientre, se puso un costal de pan en el pecho del jubón y, atando una botella de agua al cinturón, se subió la caña de las botas, empuñó la azada y se dispuso a partir. Tardó un instante en decidir el rumbo.
Todas las direcciones eran tentadoras.
—No importa —dijo al fin—. Iré hacia el sol naciente.
Se volvió hacia el este, se desperezó y aguardó a que el sol asomara sobre el horizonte.
«No debo perder tiempo —pensó—, pues es más fácil caminar mientras todavía está fresco.»