Текст книги "Narrativa Breve"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Los artilleros, lo mismo que siempre, se portaban admirablemente. Cargaban con rapidez, apuntaban con cuidado por entre el humo, bromeando tranquilamente entre sí. La infantería, inactiva y silenciosa, permanecía cerca de nosotros, esperando su turno. Los taladores continuaban su faena, las hachas resonaban en el bosque cada vez más rápidas y a intervalos, más cortos; sólo cuando se oía el silbido del proyectil, todo callaba de pronto y, en medio del silencio sepulcral, unas voces ligeramente emocionadas decían: “¡Apartaos, muchachos!.
Todas las miradas se fijaban en el obús, que tan pronto rebotaba contra las hogueras como contra los troncos cortados.
La niebla se había elevado y, adquiriendo formas de nubes, desaparecía poco a poco en el cielo, de un azul oscuro; el sol brillaba vivamente, formando alegres reflejos en el acero de las bayonetas, en el cobre de los cañones, en la tierra que empezaba a deshelarse y en la escarcha resplandeciente. En el aire se sentía el frescor de la helada matinal, juntamente con el calor de un sol de primavera; millares de sombras y de colores distintos se combinaban en las secas hojas del bosque, y en la carretera llana y brillante se destacaban claramente las huellas de las ruedas y de las herraduras de los caballos.
Entre los soldados, la agitación era cada vez mayor y más sensible. De todas partes aparecían con más frecuencia nubecillas de humo azulado. Los dragones, con banderolas ondeantes en las lanzas, salieron hacia delante; en las compañías de infantería se oyeron canciones, y el convoy de la leña empezó a retirarse hacia la retaguardia. El general dio la orden a mi sección de que se preparase para la retirada. Situándose entre los arbustos, frente a nuestro flanco izquierdo, el enemigo empezó a inquietarnos seriamente con sus descargas.
Desde el lado izquierdo del bosque, silbó una bala, que cayó en una cureña, después otra… y otra… La infantería, situada junto a nosotros, se levantó con gran alboroto y, cogiendo los fusiles, ocupó la línea. Los disparos aumentaban, volando los proyectiles cada vez con mayor frecuencia. Comenzó la retirada y, como sucede siempre en el Cáucaso, dio principio a la verdadera batalla.
Por todo se deducía que a los artilleros no les habían gustado los obuses a los infantes.
Antonov fruncía el ceño, Chikin imitaba el silbido de las balas y gastaba bromas, aunque se veía que no le agradaban. De una dijo: “¡Cómo se apresura!», a otra la llamó: «La abejita» y a la tercera, que había pasado por encima de nosotros silbando de un modo quejumbroso y prolongado: “¡Huérfana!», lo que provocó la hilaridad general.
El recluta, por su falta de costumbre, inclinaba la cabeza hacia un lado y estiraba el cuello a cada bala que pasaba, lo que también hacía reír a los demás soldados.
—¿Por qué la saludas? ¿Es que la conoces? –le decían.
Hasta Velenchuk, siempre sereno ante el peligro, se hallaba en un estado de ánimo alterado: al parecer, le irritaba que no respondiésemos con metralla a los disparos del enemigo. Varias veces dijo, con voz que denotaba su descontento:
—¿Vamos a dejar que él dispare contra nosotros sin más ni más? Si volviésemos hacia allá el cañón y los barriésemos con metralla, no os preocupéis, dejarían de disparar.
En efecto, había llegado el momento de hacerlo: di orden de disparar la última granada y de cargar con metralla.
—¡Metralla! –exclamó Antonov, con bravura, acercándose envuelto en humo al cañón con un escobillón en la mano, en cuanto hubimos hecho la primera descarga.
En aquel mismo momento oí detrás de mí el rumor rápido y seco de una bala que acababa de dar contra un cuerpo. Se me oprimió el corazón. «Ha alcanzado a alguno de los nuestros», pensé, temiendo volverme, bajo la influencia de un penoso presentimiento. En efecto, acto seguido se oyó la caída de un cuerpo pesado y un ¡ay! desgarrador.
—¡Me han herido, hermanos! –dijo con esfuerzo una voz que reconocí.
Era Velenchuk. Se había desplomado de espaldas entre el cañón y el avantrén. La mochila que llevaba había caído a un lado. Tenía la frente ensangrentada y unos hilillos de sangre espesa y rojo se salían de un ojo y de la nariz. Se le veía una herida en el vientre, pero casi no sangraba de ella, y al caer se había producido una lesión en la frente.
Todo esto lo comprendí después; en el primer momento, sólo vi una masa informe y, según me pareció, gran cantidad de sangre.
Ninguno de los soldados que cargaba el cañón pronunció una palabra; sólo el recluta murmuró algo así como: «Hay que ver cuánta sangre», y Antonov, frunciendo el ceño, rezongó enojado; pero, por todo, se veía perfectamente que la idea de la muerte acudió a todos nosotros. Todos continuaron cumpliendo su deber con más diligencia. El cañón quedó cargado en un instante; al traer la metralla, el polvorista dio un rodeo al lugar en el que yacía el herido, que continuaba quejándose.
VIII
Todos cuantos han tomado parte en un combate habrán experimentado probablemente ese extraño sentimiento de horror, nada lógico pero invencible, que produce el lugar donde alguien ha caído muerto o herido. Los soldados de mi sección se dejaron dominar visiblemente por este sentimiento, cuando tuvieron que levantar a Velenchuk y transportarlo al coche de la ambulancia que había llegado. Jdanov se acercó al herido con aire enojado y, sin hacer caso de sus gritos, que iban en aumento, lo asió por debajo de los brazos y lo incorporó.
—¿Qué esperáis? ¡Cogedlo! –gritó.
Inmediatamente rodearon al herido unos diez soldados que se prestaron a ayudar aunque no hacían falta.
Apenas lo movieron, Velenchuk empezó a debatirse y a gritar terriblemente.
—¿Por qué chillas como una liebre? –exclamó Antonov con brutalidad, sujetándolo por un pie—. Si no callas, te abandonaremos.
El herido calló; sólo de cuando en cuando decía:
—¡Oh, es la muerte, hermanos!
Cuando lo instalaron en el coche, incluso dejó de lamentarse y oí que hablaba con sus compañeros en voz baja, aunque inteligible.
En las batallas a nadie le gusta ver a un herido; instintivamente me alejé de aquel espectáculo. Ordené que llevaran pronto a Velenchuk al puesto de socorro y me acerqué a los cañones. Pero, al cabo de unos momentos, me dijeron que Velenchuk me llamaba y me dirigí al coche.
El herido yacía en el fondo de éste, agarrándose con ambas manos a los bordes. Su ancho y saludable rostro había cambiado por completo en unos segundos: parecía que había adelgazado y envejecido varios años; sus labios estaban delgados, exangües y apretados con visible esfuerzo; la expresión torpe de su mirada se había trocado en un momento en un brillo sereno y claro, y se percibía la huella de la muerte en su frente y en su nariz ensangrentadas.
A pesar de que el menor movimiento le producía insoportables dolores, pidió que le quitaran de la pierna el cheres (bolsita que los soldados llevan generalmente atada debajo de la rodilla) con el dinero.
Me produjo una impresión dolorosa ver su pierna blanca y sana, cuando le quitaban la bota y le desataban el cheres.
—Aquí hay tres rublos y cincuenta copecks –me dijo en cuanto cogí el cheres—.
Guárdeselos.
El coche se puso en marcha, pero Velenchuk lo detuvo.
—Le estaba confeccionando un capote a Sulimovsky. Me… entregó dos rublos. Compré botones por valor de rublo y medio y los tengo guardados, con los cincuenta copecks que sobraron, en la mochila.
—Bien, bien –dije—. ¡Que te mejores, hermano!
No me contestó. El coche se puso en marcha y Velenchuk empezó a gemir y a lanzar ayes con una voz terrible y desgarradora. Era como si, después de dejar arregladas las cosas de este mundo, no hallase motivos para contenerse y considerase que se le permitía ese alivio.
IX
—¿Adónde vas? ¡Vuelve! ¿Adónde vas? –le grité al recluta que, con la mecha de reserva debajo del brazo y con una varita en la mano, se disponía a seguir tranquilamente la ambulancia que se llevaba al herido.
Pero el recluta se limitó a mirarme con expresión negligente, masculló algo y siguió andando. Me vi obligado a enviar un soldado en busca suya. Se quitó el gorro rojo y, sonriendo estúpidamente, me miró.
—¿Adónde ibas? – le pregunté.
—Al campamento.
—¿Para qué?
—¿Cómo?… Han herido a Velenchuk –dijo, sonriendo de nuevo.
.¿Y a ti qué te importa? Debes quedarte aquí.
Mi miró, sorprendido; luego se volvió tranquilamente y, poniéndose el gorro, se fue a su puesto.
*** El combate, en general, había resultado satisfactorio; se decía que los cosacos habían realizado un ataque brillante; la infantería se había abastecido de leña sin tener más bajas que seis hombres heridos; la artillería perdió a Velenchuk y dos caballos. En cambio se habían talado unas tres verstas de bosque, dejando el lugar completamente desconocido: en vez de la linde del bosque, que formaba una masa compacta momentos antes, se habría una enorme pradera, cubierta de hogueras humeantes, por la que avanzaban las tropas hacia el campamento. A pesar de que el enemigo no cesó de perseguirnos con su fuego de artillería y de fusiles hasta el riachuelo y el cementerio que atravesamos por la mañana la retirada se llevaba a cabo felizmente. Empezaba ya a pensar en los schi (sopa de coles) y en las costillas de carnero con kasha (gachas) que me esperaban en el campamento, cuando llegó la noticia de que el general había ordenado construir un reducto en la orilla del río, para que acampara allí, hasta el día siguiente, el tercer batallón del regimiento de K*** y la sección de la cuarta batería. Los carros con la leña y los heridos, los cosacos, la artillería y la infantería con fusiles y cargas de leña al hombro, pasaron ante nosotros formando gran alboroto y cantando. En todos los rostros se veía la animación y el contento por haber pasado el peligro y por la esperanza de un descanso. Sólo nosotros, en compañía del tercer batallón, debíamos aplazar esos placeres hasta el día siguiente.
X
Mientras nosotros, los artilleros, nos afanábamos junto a los cañones disponiendo los armones y los avantrenes, la infantería había colocado los fusiles en pabellón y encendido las hogueras, y después de construir barracones con ramas y con hojas de maíz, preparaba la kasha.
Comenzaba a oscurecer. Se deslizaban por el cielo nubes de un blanco azulado. La niebla, que se había transformado en una ligera calina, mojaba la tierra y los capotes de los soldados;
el horizonte se iba estrechando y los alrededores adquirían un tinte sombrío. La humedad, que penetraba a través de mis botas, el incesante movimiento, la conversación en la que tomaba parte, el fango pegajoso en que se me hundían los pies, y mi estómago vacío, me pusieron en un estado de ánimo triste y desagradable después de un día de cansancio físico y moral. No podía dejar de pensar en Velenchuk. La sencilla historia de su vida de soldado perseguía mi imaginación.
Sus últimos momentos fueron tan serenos como toda su vida. Había vivido con excesiva honradez y de un modo demasiado sencillo para que su fe ingenua en la vida futura, en la vida celestial, pudiera quebrantarse en el momento decisivo.
—Señor –me dijo Nikolaiev, acercándose—. El capitán le invita a tomar el té.
Abriéndome paso con dificultad entre los pabellones de fusiles y las hogueras, me dirigí, en pos de Nikolaiev, a la tienda de Boljov, pensando con placer en un vaso de té caliente y en una alegre charla que disipara mis pensamientos sombríos.
—Qué, ¿has dado con él? –preguntó Boljov desde la tienda, construida con hojas de maíz, en la que brillaba una lucecita.
—¡Aquí lo traigo, mi capitán! –contestó Nikilaiev con su voz de bajo.
Boljov estaba sentado en la choza sobre un capote de fieltro seco, con el uniforme desabrochado y sin gorro. Junto a él hervía el samovar y había unos bocadillos colocados en un tambor. Una bayoneta, en cuyo mango ardía una vela, estaba clavada en la tierra.
—¿Qué le parece? –exclamó Boljov con aire de satisfacción, dirigiendo una mirada a la confortable estancia.
Se estaba tan bien en aquella choza que no tardé en olvidar la humedad, la oscuridad y la herida de Velenchuk. Hablamos de Moscú y de cosas que no tenían nada que ver con la guerra ni con el Cáucaso.
Después de uno de esos momentos de silencio que suelen interrumpir a veces las conversaciones más animadas, Boljov me miró risueño.
—Supongo que le habrá parecido a usted muy extraña la conversación que sostuvimos esta mañana –me dijo.
—No. ¿Por qué? Sólo opino que es usted demasiado sincero; hay cosas que nadie ignora, pero de las que no se debe hablar nunca.
—¿Por qué? ¡Nada de eso! Si hubiese alguna posibilidad de cambiar esta vida por otra, pobre y trivial, pero exenta de peligros y de servicios, la cambiaría sin vacilar en absoluto.
—¿Por qué no se trasladó usted a Rusia? – pregunté.
—¿Por qué? –repitió Boljov—. ¡Oh, hace mucho que he pensado en eso! Pero no puedo volver a Rusia hasta que me concedan las cruces de Ana y Vladimiro; la condecoración de Ana al cuello y el grado de comandante que esperaba conseguir cuando vine aquí.
—Pero ¿no se siente incapaz, como acaba de decir, para el servicio en el Cáucaso?
—¡Es que me siento aún menos capaz de volver a Rusia de lo que me sentía al venir aquí!
Otra de las tradiciones que existen en nuestro país, confirmada por Passek, Selptsov y otros, es que en cuanto llega uno al Cáucaso adquiere una infinidad de condecoraciones. Todo el mundo las espera y hasta las exige de nosotros; pero heme aquí desde hace dos años y, después de haber tomado parte en dos expediciones, aún no me han condecorado. Todo el mundo las espera y hasta las exige de nosotros; pero heme aquí desde hace dos años y, después de haber tomado parte en dos expediciones, aún no me han condecorado. No obstante, tengo tanto amor propio que no me he de marchar del Cáucaso por nada del mundo sin haber llegado a comandante, ni sin ostentar las cruces de Ana y de Vladimiro. Me he dejado arrastrar hasta tal punto por todo esto, que me encocora terriblemente cuando Gnilokishkin consigue alguna distinción y yo no. Además, ¿cómo presentarme en Rusia sin una sola condecoración ante mi starosta, el comerciante Kotiolnivov, a quien vendo trigo, ante mi tía de Moscú y ante todos aquellos señores, después de dos años de permanencia en el Cáucaso? Cierto es que todos esos señores no me interesan y, probablemente, tampoco ellos se preocupan de mí, pero así es el hombre: no me interesan y, sin embargo, por ellos echo a perder los mejores años de mi vida, mi felicidad y mi porvenir.
XI
En aquel momento se oyó fuera la voz del comandante del batallón.
—¿Con quién está usted, Nikolai Fiodorovich?
Boljov me nombró, y acto seguido entraron tres oficiales: el mayor Kirsanov, el ayudante de su batallón y el comandante del regimiento, Trosenko.
Kirsanov era un hombre grueso, de mediana estatura, de bigote negro, rostro colorado y ojos brillantes. Sus ojillos constituían el rasgo más llamativo de su fisonomía. Cuando reía, sus ojos no eran sino dos estrellitas húmedas y, juntamente con sus labios tirantes y su cuello estirado, adquirían a veces una expresión absurda. Kirsanov se conducía mejor que nadie en el regimiento: los subordinados no le injuriaban y los jefes lo respetaban, a pesar de que, según la opinión general, no era muy inteligente. Conocía bien el servicio, era exacto y activo, siempre disponía de dinero, poseía coche y cocinero propios, y sabía fingirse orgulloso con gran naturalidad.
—¿De qué hablaban ustedes, Nikolai Fiodorovich? – preguntó al entrar.
—De lo agradable que resulta el servicio en el Cáucaso.
Pero, en aquel momento, Kirsanov se fijó en mí y, como yo era junker, para demostrarme su importancia, fingió no oír la respuesta de Boljov y, mirando el tambor, dijo:
—¿Qué, está cansado, Nikolai Fiodorovich?
—No, nosotros… – empezó diciendo Boljov.
Pero, por lo visto, la dignidad del comandante exigía otra interrupción y otra pregunta:
—¿No le han parecido magníficas las operaciones de hoy?
El ayudante del batallón, un alférez muy joven que hacía poco había salido de la escuela de los junkers, era un muchacho modesto y tranquilo, de agradable rostro, tímido y bondadoso. Ya me había encontrado con él otras veces en casa de Boljov. Cuando venía, solía saludar y sentarse en un rincón, donde permanecía varias horas seguidas haciendo cigarrillos y fumándolos; después se levantaba, se despedía y se marchaba. Era el prototipo del noble ruso sin bienes, que elige la carrera de las armas como la única adecuada a su educación y que considera la graduación militar como la cosa más elevada del mundo. Un tipo ingenuo y simpático, a pesar de la bolsita para el tabaco, el batín, la guitarra y el cepillito para el bigote, objetos ridículos con los que nos lo imaginábamos. En el regimiento contaban que se enorgullecía de mostrarse justo, aunque muy severo con su asistente. Solía decir: «Castigo rara vez, pero cuando me obligan a ello, soy muy duro.» Una vez que su ordenanza, estando borracho, le robó y hasta le insultó, el alférez lo llevó al cuerpo de guardia y ordenó que preparasen todo para castigarle; pero, al ver los preparativos, se turbó tanto que sólo pudo decir: «Ya ves, ahora podría…» y, muy azorado, corrió a su casa. Desde entonces, tuvo miedo de mirar a los ojos a Chernov. Sus compañeros no le dejaban en paz y se burlaban de su proceder; varias veces oí que se defendía, asegurando que eso no era verdad, rojo hasta las orejas, lo mismo que un chiquillo ingenuo.
El tercero, el comandante Trosenko, era un viejo caucasiano en toda la extensión de la palabra; es decir, un hombre para quien el regimiento que mandaba había llegado a ser como su propia familia; la fortaleza, donde se encerraba la guarnición, su patria, y los cantores, el único placer de su vida. Para él, todo lo que no fuera el Cáucaso merecía desprecio; en cambio, el Cáucaso se dividía en dos partes: la nuestra y la otra. Adoraba a la primera y aborrecía con todas las fuerzas de su alma a la segunda. Ante todo, era un hombre de valor templado y sereno, de una bondad extraordinaria hacia sus compañeros y sus subalternos y de una rectitud rayana en crueldad hacia los ayudantes y los de buena estrella, a los que aborrecía sin saber por qué. Al entrar en la choza, estuvo a punto de romper el techo con la cabeza; pero después, de pronto, tomó asiendo en el suelo.
—¿Qué hay? –preguntó; pero al ver mi rostro, que le era desconocido, se interrumpió fijando en mí sus ojos turbios y penetrantes.
—¿De qué hablaban? –preguntó el mayor, sacando el reloj y consultando la hora. Yo estaba persuadido de que no tenía por qué hacerlo.
—Me preguntaba por qué estoy aquí.
—Lo que quiere Nikolai Fiodorovich es distinguirse en el Cáucaso y luego marcharse a su casa.
—Y usted, Abrahán Ilich, ¿por qué sirven en el Cáucaso?
—¿Yo? En primer lugar, porque todos tenemos obligación de servir. ¿Qué? –añadió, a pesar de que todos estábamos callados—. Ayer he recibido carta de Rusia, Nikolai Fiodorovich –continuó con evidentes deseos de cambiar de conversación—. Me escriben…, me hacen unas preguntas tan extrañas…
—¿Preguntas? –repitió Boljov.
Se echó a reír.
—Verdaderamente son muy extrañas… Me preguntan si pueden existir los celos sin amor… ¿Qué opinan ustedes? –inquirió, mirándonos a todos.
—¡Vaya! –exclamó Boljov sonriendo.
—¿Saben que en Rusia se está muy bien? –prosiguió como si sus frases se sucedieran naturalmente una a otra—. Cuando estuve en el año 52 en Tambor, me recibían en todas partes como si fuese ayudante de campo del emperador. No me creerán ustedes; una vez asistí a un baile que daba el gobernador… Me acogió inmejorablemente. La esposa del gobernador en persona conversó conmigo preguntándome por el Cáucaso, y todos…, yo no sabía… Todos miraban mi sable dorado, como si se tratase de una curiosidad. Me preguntaban por qué me habían concedido el sable, por qué la cruz de Ana, por qué la de Vladimiro, y yo lo explicaba todo… ¿Qué? Eso es lo bueno que tiene el Cáucaso, Nikolai Fiodorovich –añadió sin esperar respuesta—. En Rusia admiran mucho a los compañeros del Cáucaso. Un joven oficial del Estado Mayor, condecorado con las cruces de Ana y Vladimiro, está muy bien visto en Rusia… ¿No cree?
—Supongo que se habrá usted dado todo, Abrahán Ilich –observó Boljov.
—¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! – rió el aludido, con su estúpida risa—. Es preciso hacerlo ¿sabe? Además, ¡qué bien comí durante aquellos dos meses!
—¡Qué nos dice! Probablemente han tomado limonada. Si yo fuese allí, le demostraría cómo beben los caucasianos. No se desacreditaría nuestra fama. Ya les demostraría yo cómo bebemos… ¿Eh, Boljov? –agregó.
—Pero tú, amigo, llevas ya diez años en el Cáucaso –objetó Boljov—. ¿No recuerdas lo que dijo Ermolov? En cambio, Abrahán Ilich no lleva más que seis…
—¡Cómo diez! Pronto hará dieciséis.
—Oye, Boljov, ordena que nos traigan de beber. ¡Qué humedad! ¡Brrr! – añadió sonriendo—.
¿Quiere que bebamos, mayor?
Pero el mayor estaba descontento ya desde la primera vez que se dirigiera a él el viejo capitán, se encogió en aquel momento y buscó refugio en su propia grandeza. Tarareó una canción, consultando de nuevo el reloj.
—Pues yo no iré nunca allí –continuó Trosenko, sin hacer caso del comandante—. Hasta me he desacostumbrado de andar y de hablar al estilo ruso. Allí preguntarían. “¿Quién es ése?
¡Bueno, ya se sabe, viene de Asia!» Así, pues, Nikolai Fiodorovich, ¿qué puede representar para mí Rusia? De todas formas, llegará un día en que aquí me peguen un tiro. Y cuando pregunten: “¿Dónde está Trosenko?» Contestarán: «Le han pegado un tiro». ¿Qué hará usted entonces con la octava compañía? –añadió dirigiéndose siempre al mayor.
—¡Que se vaya el de guardia al batallón! –gritó Kirsanov, sin contestar al capitán aunque ya estaba nuevamente convencido de que no necesitaba dar ninguna orden—. Supongo, joven, que estará usted contento de recibir un salario doble –añadió, dirigiéndose al ayudante del batallón, después de unos veinte minutos de silencio.
—¡Cómo no! Estoy muy contento.
—Considero que nuestros sueldos son elevados en la actualidad, Nikolai Fiodorovich – continuó—. Un joven puede vivir muy bien de su sueldo y hasta permitirse algún pequeño lujo.
—Verdaderamente, Abrahán Ilich, no lo creo así –objetó con timidez el ayudante—. Aunque la paga sea doble, no… Es preciso que tengamos un caballo…
—¿Qué me dice usted, joven? Yo también he sido alférez, de manera que lo sé. Créame que con esas pagas se puede vivir ordenadamente. Verá usted, hagamos la cuenta –añadió, doblando el dedo meñique de la mano izquierda.
—Todos pedimos la paga por adelantado, ya tiene usted la cuenta hecha –intervino Trosenko, apurando una copa de vodka.
—Bueno… ¿y con eso, qué quiere usted…? ¿Qué?
En aquel momento, por la puerta de la caseta, asomó una cabeza blanca de nariz achaparrada y una voz bronca pronunció en alemán:
—¿Está usted ahí, Abrahán Ilich? El oficial de servicio pregunta por usted.
—¡Adelante, Kraft!
Un hombre alto con guerrera de Estado Mayor penetró por la puerta y estrechó la mano a todos los concurrentes con extraordinaria efusión.
—¡Ah querido capitán! ¿También usted se encuentra aquí? –exclamó, dirigiéndose a Trosenko.
—A pesar de la oscuridad, el nuevo huésped se deslizó hacia el capitán y, al parecer, con gran extrañeza y descontento de éste, lo besó en los labios.
«Es un alemán que pretende ser un buen compañero, pensé.
XII
Mi suposición se confirmó en el acto. El capitán Kraft pidió vodka a la que llamaba gorilka y echó la cabeza hacia atrás y carraspeó al tomársela.
—¿Qué, señores? Hemos corrido por los valles del Chechna… – empezó diciendo; pero, al ver al oficial de servicio, calló para dejar al comandante que diera la orden.
—¿Ha recorrido usted la línea?
—Sí, mi comandante.
—¿Se ha dado la consigna?
—Sí.
—Entonces, transmita a los jefes de las compañías la orden de que procedan con la mayor cautela.
—A sus órdenes, mayor.
Kirsanov entornó los ojos y se sumió en profundas reflexiones.
—Dígale a los soldados que pueden preparar la kasha.
—Ya lo están haciendo.
—Bueno, puede retirarse.
—Estábamos calculando lo que necesita un oficial –prosiguió Kirsanov, dirigiéndose a nosotros con sonrisa condescendiente—. Vamos a ver.
—Necesita guerrera y pantalón… ¿No es eso?
—Sí.
—Pongamos cincuenta rublos para dos años, es decir, veinticinco rublos al año para el uniforme; para comer hay que calcular ciento veinte, ¿verdad?
—Sí, y hasta es demasiado.
—Bueno, pero calculo eso. Los gastos del caballo, es decir, la silla y sus reparaciones, treinta rublos. Y eso es todo. Son veinticinco, ciento veinte y treinta; en total, ciento setenta y cinco rublos. Así, quedan para lujos, té, azúcar y tabaco, unos veinte rublos. ¿Lo ve usted?…
¿No es eso, Nikolai Fiodorovich?
—No; permítame, Abrahán Ilich –objetó con timidez el ayudante—. No queda nada para té ni para azúcar. Usted calcula unos pantalones para dos años, pero estando en campaña no se gana para pantalones. ¿Y las botas? Destrozo un par casi todos los meses y, además, se necesita ropa: camisas, toallas; todo eso hay que comprarlo. Si uno echa la cuenta ve que no le queda ningún dinero. Palabra, que esto es cierto, Abrahán Ilich.
—Pues yo le diré –observó Trosenko—, que, de cualquier modo que se echen las cuentas, siempre resulta que el militar no tiene ni para comer; pero, en realidad, todos vivimos, tomamos té, fumamos y bebemos vodka. Cuando lleve tanto tiempo de servicio como yo – prosiguió, dirigiéndose al alférez—, aprenderá a vivir. ¿Saben ustedes, señores, cómo trata a sus asistentes? –y Trosenko, muerto de risa, nos relató la historia del alférez y su asistente, a pesar de que la habíamos oído miles de veces—. ¿Por qué te has puesto como una amapola? dijo al alférez, que había enrojecido, sudaba y sonreía con una cara que daba pena verlo—. No te preocupes, amigo, también yo he sido como tú, y ahora soy un valiente. ¡Qué viniera al Cáucaso alguno de esos muchachos de Rusia, ya hemos tenido ocasión de verlos; no tardarán en padecer de reumatismo y espasmos; en cambio, yo me he establecido aquí y me encuentro como en casa, como en mi propia cama! Ya ven… – al decir estas palabras apuró otra copa de vodka—. ¿Eh? –añadió mirando fijamente a los ojos de Kraft.
—Siento gran respeto por usted. ¡Es usted un auténtico hombre del Cáucaso! Deme la mano –y Kraft, abriéndose paso entre todos nosotros, llegó hasta Trosenko y, cogiéndole la mano se la sacudió con gran efusión—. Podemos decir que en el Cáucaso hemos pasado de todo. En el año 45…, también estaba usted allí, ¿verdad, capitán? ¿Recuerda la noche del doce al trece, que la pasamos hundidos hasta la rodilla en un lodazal y el día siguiente en que fuimos a las trincheras? Entonces estaba yo con el comandante en jefe y tomamos quince trincheras en un solo día. ¿Lo recuerda, capitán?
Trosenko movió la cabeza afirmativamente y, alargando un poco el labio inferior, entornó los ojos.
—Verá usted… – empezó diciendo Kraft, muy animado, dirigiéndose al mayor y haciendo gestos intempestivos.
Pero Kirsanov, que seguramente había oído ese relato reiteradas veces, miró a su interlocutor poniendo los ojos tan turbios e inexpresivos que Kraft se volvió hacia mí y hacia Boljov, mirándonos tan pronto a uno como a otro. En cambio, durante todo su relato no dirigió ni una sola vez la vista a Trosenko.
—Pues verán ustedes: en cuanto salimos por la mañana, el comandante en jefe me dijo:
“¡Kraft, hay que tomar esas trincheras!» Ya saben ustedes, lo que es el servicio. Hay que obedecer sin replicar. «A la orden, excelencia.» En cuanto nos acercamos a la primera trinchera me volví y dije a los soldados: «Muchachos, ¡estad alerta! No tengáis miedo. No vacilaré en matar con mi propia mano al que quede rezagado.» Ya saben ustedes que a los soldados rusos hay que hablarles claramente. De pronto estalló una granada y ví que caía un soldado, luego otro, luego el tercero y las balas empezaron a silbar por todos lados. Dije:
“¡Adelante, muchachos, seguidme!» Cuando llegamos ví, ¿cómo se llama?…
Y Kraft gesticuló con ambas manos buscando la palabra.
—Un precipicio –apuntó Boljov.
—No… pero ¿cómo es eso? – – ¡Ah, sí, un precipicio! –dijo rápidamente—. Avanzamos con las bayonetas caladas… ¡Hurra! No había un solo enemigo. Como pueden figurarse eso nos asombró. Pues bien: seguimos adelante hasta la segunda trinchera. Aquello era otra cosa.
Estábamos ya muy excitados. Vimos que no se podía avanzar. Allí había… ¿cómo se llama eso?… Pero ¿cómo se llama eso?…
—Otro precipicio –apunté.
—Nada de eso –replicó enfadado—. No era ningún precipicio, sino… ¿cómo se llama? –e hizo con la mano un gesto vago—. ¡Oh Dios mío! ¿Cómo se llama eso?…
Se le veía tan atormentado que, involuntariamente, quería uno apuntarle.
.Tal vez fuese un río –dijo Boljov.
—No. Era un simple precipicio. En cuanto llegamos, no me lo creerán ustedes, vimos un fuego horroroso…, un infierno.
En aquel momento alguien me llamó desde fuera. Era Maximov. Después de escuchar cómo habían tomado dos trincheras, aún me quedaba que oír el relato de la toma de otras trece; por eso me alegró esa oportunidad para irme. Trosenko salió conmigo.
—Todo lo que dice es mentira. Ni siquiera estuvo en la toma de esas trincheras –me dijo cuando estuvimos a unos cuantos pasos de la choza.
Y se echó a reír tan de buena gana, que hasta me contagió.
XIII
Ya era noche cerrada y sólo las hogueras iluminaban el campamento cuando terminé mi faena y me acerqué a los soldados. Un gran tronco que ardía sin llama yacía sobre los carbones. Sólo tres hombres permanecían sentados alrededor de una hoguera: Antonov, que daba vueltas al puchero con el riabko (pan seco y tocino) sobre el fuego; Jdanov, que con expresión pensativa, quitaba la ceniza con una ramita, y Chikin, con su pipa eternamente apagada. Los demás se habían acostado ya unos, bajo los armones; otros, sobre el heno y algunos, junto a las hogueras. A la débil luz que producían los carbones distinguía las espaldas, las piernas y las cabezas que me eran conocidas. Entre los que estaban junto a las hogueras ví al recluta que, arrimado a la lumbre, parecía dormir. Antonov me hizo sitio. Me senté junto a él y encendí un cigarrillo. El olor de la niebla y del humo producido por la leña mojada, que se esparcía por el aire, irritaba los ojos, mientras la humedad caía del oscuro cielo.