Текст книги "Narrativa Breve"
Автор книги: Leon Tolstoi
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—¿Por qué me habrá reñido tanto ese cochero? ¿Acaso le solté los caballos adrede? Yo no suelo hacer daño a nadie. No tenía que haber ido a buscarlos. Lo único que va a conseguir es extraviarse y reventarlos. Habrían vuelto solos –exclamó el mujik.
—¿Qué es eso? –pregunté, al divisar algo negro delante de nosotros.
—Un convoy –contestó el cochero—. ¡Así da gusto viajar! –prosiguió cuando hubimos llegado junto a unos enormes carros de ruedas, cubiertos con harpilleras, que avanzaban en fila india—. Fíjese, no se ve un solo hombre, todos duermen. Los caballos son muy listos. No hay cuidado de que se desvíen del camino. Lo sé, porque yo también he viajado en convoyes.
Resultaba extraño ver aquellos enormes carros, cubiertos de nieve de arriba abajo, que avanzaban completamente solos. En el de delante, se entreabrió la harpillera y, por un momento, asomó una cabeza cuando los cascabeles de nuestra troika sonaron junto al convoy.
Y uno de los caballos, un gran caballo pío que caminaba con el cuello estirado y el lomo en tensión, moviendo acompasadamente la cabeza, enderezó una de sus orejas, cubiertas de nieve, en el momento en que pasamos a su lado.
Al cabo de media hora de silencio, el cochero volvió a hablarme.
—¿Cree que vamos bien, señor?
—No lo sé.
—Antes, el viento soplaba por ese lado y, en cambio, ahora no lo notamos. Sin duda, nos hemos perdido –dijo, en tono tranquilo.
Era evidente que, aún cuando era un hombre cobarde, se había tranquilizado por completo desde el momento en que ya no debía ser el guía, ni pesaba sobre él la responsabilidad. Con toda calma, empezó a hacer observaciones sobre los errores que cometía el cochero que iba al frente, como si aquello no tuviera nada que ver con él. En efecto, observé que, a veces, la primera troika se ponía ante nosotros de perfil del lado izquierdo; a veces, del derecho, e incluso me pareció que estábamos dando vueltas en un espacio muy pequeño. Claro que eso podía ser debido a una ilusión óptica, lo mismo que cuando se me figuraba que subíamos a una montaña o que bajábamos por una pendiente, ya que la estepa era llana por doquier.
Al cabo de un rato, divisé una franja negra muy larga que se movía en el horizonte, según me pareció. Pero no tardé en comprender que se trataba del convoy que habíamos dejado atrás. Lo mismo que antes, la nieve seguía cayendo encima de las ruedas, que chirriaban, y algunas de ellas ni siquiera giraban ya; los hombres dormían tranquilamente bajo las harpilleras y el caballo pío, abriendo mucho las ventanas de la nariz, olfateaba el camino y enderezaba las orejas.
—¿Lo ve usted? ¡Venga a dar vueltas, venga a dar vueltas y estamos de nuevo en el mismo sitio! –exclamó el cochero en tono descontento—. Los caballos del correo son muy buenos;
hace mal en acuciarlos inútilmente. En cuanto a los nuestros, se negarán a avanzar como sigamos así toda la noche –concluyó, tosiendo—. Es mejor que volvamos, señor.
—¿Por qué? Ya llegaremos a algún sitio.
—Tendremos que pasar la noche en la estepa. ¡Ay Señor, qué borrasca!… Sin duda, el cochero que iba a la cabeza había perdido el camino y la dirección. Me extrañó que, en lugar de buscarlos, siguiera al trote, acuciando alegremente a los caballos; pero, de todos modos, ya no quería separarme de las troikas.
—Síguelas‑dije.
El cochero obedeció, pero dejó de hablarme y animó a los caballos con desgana.
IV
La borrasca se intensificaba por momentos y caía una nieve menudita. Probablemente había empezado a helar. Sentí frío en la nariz y en las mejillas. La corriente de aire que penetraba cada vez con más frecuencia bajo mi pelliza me obligó a arrebujarme bien. A ratos, el trineo se deslizaba por una capa de hielo de la que el viento había barrido la nieve. Como había recorrido seiscientas verstas sin haber parado en ningún sitio para pernoctar, involuntariamente cerraba a los ojos y me quedaba adormilado, a pesar del deseo que tenía por salir de aquel atolladero. Una de las veces en que abrí los ojos, me hirió una luz muy viva, que, según creí en el primer momento iluminaba la blanca estepa. El horizonte, que antes pareciera estar bajo y negro, había desaparecido. Por doquier, veíanse blancas líneas oblicuas que formaba la nieve al caer. Pude distinguir mejor las troikas que iban delante y, cuando miré hacia arriba, se me figuró que las nubes se habían disipado y que el cielo estaba velado sólo por la nieve. Pude ver con toda claridad mi trineo, a los caballos, al cochero y también las tres troikas que nos precedían: la primera, la del correo, cuyo cochero iba en el pescante lo mismo que antes, se deslizaba veloz; en la segunda, había dos hombres, cubiertos con un armiak (abrigo de campesino); habían soltado las riendas y fumaban en pipa, lo que se deducía por las chispas que saltaban; en la tercera, no distinguía a nadie, sin duda el cochero dormía. El que iba a la cabeza, detenía a ratos a los caballos para buscar el camino. En cuanto nos parábamos, se oía más el aullido del viento y se apreciaba mejor la enorme cantidad de nieve que revoloteaba por el aire. A la luz de la luna, velada por el torbellino, distinguíase la silueta del cochero, el cual avanzaba y retrocedía, hundiendo el mango del látigo en la nieve.
Luego, volvía y montaba al pescante de un salto. En medio del monótono aullar del viento, se destacaban sus gritos y el tintineo de los cascabeles. Cada vez que el cochero bajaba, con la esperanza de encontrar algunas huellas o haces de heno, desde el segundo trineo, resonaba la voz firme y potente de uno de los hombres que le gritaba: “¡Ignashka, nos hemos metido demasiado a la izquierda! ¡Tira hacia la derecha! ¡Hacia la derecha!» “¿Qué haces, hombre?
Desengancha el pío y suéltalos. El te llevará al camino. Es mejor que lo sueltes…»
Pero el que daba los consejos no se molestaba en desenganchar al caballo de varas, ni se bajaba del trineo para buscar el camino, ni siquiera asomaba las narices del armiak con que se cubría. Ignashka le propuso que guiase, ya que sabía hacerlo; replicó que si llevase el correo sabría dar con el camino.
—Nuestros caballos no quieren ir a la cabeza cuando hay borrasca. No sirven para eso – gritó.
—Entonces, no te metas en lo que no te importa –exclamó Ignashka, silbando jovialmente.
El hombre que iba con el que daba consejos no decía nada a Ignashka; sin embargo, me di cuenta de que no dormía, porque llevaba la pipa encendida. Además, cuando nos deteníamos, llegaba hasta mí su monótona cháchara. Estaba contando un cuento. Pero, a la sexta o séptima parada, sin duda molesto por la interrupción, gritó a Ignashka:
—¿Para qué te paras otra vez? Si no vas a dar con el camino. Con esta borrasca no podría encontrarlo ni un agrimensor… Debemos seguir, mientras los caballos quieran andar. No creo que nos helemos del todo…
—Pues el año pasado se heló un cartero –intervino mi cochero.
El de la tercera troika no se despertó en todo el tiempo. De pronto, el que daba consejos, empezó a llamarlo:
—¡Filip! ¡Filip! –y, al no tener respuesta, dijo: ¿Se habrá helado? Ignashka: debías ir a ver lo que pasa…
Ignashka estaba en todo. Se acercó al trineo y zarandeó al que dormía.
—¡Si te has helado, dilo de una vez!
El del trineo masculló unas palabras.
—¡Está vivo! –exclamó el cochero; y nos pusimos de nuevo en camino.
Íbamos tan de prisa que el pequeño caballo bayo de mi troika, fustigado sin cesar, corrió al galope más de una vez.
V
Creo que era casi medianoche cuando nos alcanzaron el viejecito y Vasili. Nunca podrá comprender cómo lograron capturar a los caballos ni encontrarnos con aquella borrasca en la oscura y desierta estepa. Balanceando los brazos y las piernas, el viejo venía al trote montado sobre el caballo de tiro (los otros dos estaban atados a su collera; cuando hay borrasca no se puede dejar sueltos a los caballos). Al llegar junto a mí, empezó a reñir de nuevo a mi cochero:
—¡Vaya con el estúpido ese! Te aseguro que dan ganas de…
—¡Tío Mitrich! ¿Vienes santo y salvo? Pues, anda, vente aquí con nosotros –gritó el que contaba el cuento.
El viejo no le contestó y continuó riñendo a mi cochero. Sólo cuando juzgó que le había regañado bastante, se acercó al segundo trineo.
—¿Los cogiste a todos? –le preguntaron.
—¡Desde luego! ¡No faltaría más!
El viejo saltó a tierra sin detener al caballo, corrió en pos del trineo y, una vez que hubo saltado dentro, se instaló con las piernas colgado por encima del borde. Lo mismo que antes, Vasili, el cochero alto, subió en silencio en el primer trineo, junto a Ignashka, para ayudarle a buscar el camino.
—¡Qué manera de regañar! ¡Ay Señor! – rezongó mi cochero.
Después de esto, seguimos adelante bajo la fría luz tenue y vacilante. Cada vez que abría los ojos, veía ante mí el gorro deforme del cochero, su espalda cubierta de nieve, las riendas, la cabeza del caballo de tiro, con sus crines negras que el viento azotaba siempre por el mismo lado, y el caballo bayo, con su cola atada. Abajo, veía sin cesar la misma nieve seca que el trineo levantaba a su paso y que el viento se llevaba obstinadamente en la misma dirección.
Delante, y siempre a la misma distancia, se deslizaba el trineo que iba a la cabeza.
A derecha e izquierda, todo aparecía blanco, deslumbrante. En vano buscan los ojos algún objeto, no se ve nada: ni postes, ni haces de heno, ni valla alguna. Todo lo que se divisa es blanco y movible. Ora el horizonte parece estar inmensamente lejos; ora, se diría que está a dos pasos; otra desaparece para resurgir delante y huye cada vez más veloz, hasta que se pierde de vista. Al mirar hacia arriba, se creería que todo aparece claro, que se vislumbran estrellas a través de la bruma; pero éstas se elevan tanto, que no queda sino la nieve que cae ante los ojos, cubriéndome la cara y el cuello de la pelliza. El cielo está claro, incoloro, movible por doquier. El viento parece cambiar de dirección: tan pronto sopla de frente y la nieve me ciega; tan pronto me levanta el cuello de la pelliza por un lado y me azota la cara;
tan pronto, por detrás y penetra por todas las rendijas del trineo. Incesantemente, se oye el ruido de los cascos de los caballos, el de los trineos y el tintineo de los cascabeles, que se extingue cuando pasamos por sitios donde la nieve alcanza gran altura. De cuando en cuando, si el viento viene de frente y nos deslizamos por una llanura helada, sin nieve, se perciben distintamente los enérgicos silbidos de Ignashka y el sonido vibrante de los cascabeles con la quinta trémula. Al principio, estos sonidos rompen el triste carácter de la estepa; pero, al cabo de un rato, resultan monótonos, y se repite con una precisión insoportable la melodía que, involuntariamente, espero oír. Uno de mis pies empieza a helarse. Cuando me muevo tara taparme mejor, la nieve de mi gorro y la del cuello de mi pelliza se me deslizan por el escote, y me obligan a estremecerme. Sin embargo, como estoy bien arrebujado, me encuentro a gusto y el sueño me vence.
VI
Los recuerdos se suceden con rapidez creciente en mi imaginación.
“¿Cómo será el mujik que grita sin cesar dando consejos desde el segundo trineo?
Probablemente es pelirrojo, robusto y de piernas cortas. Debe de parecerse a Fiodor Filipovich, nuestro viejo mozo de comedor», pienso. Entonces, se me representa la escalera de nuestra gran casa; cinco criados avanzan pesadamente sobre unas bayetas, arrastrando un piano que han traído del pabellón; Fiodor Filipovich, con las mangas de la librea remangadas y un pedal en la mano, corre delante de ellos, abriendo puertas, arreglando aquí, empujando allá, pasando entre las piernas de los hombres y molestando a todos. Grita con tono preocupado:
—¡Eh, vosotros, los de delante, cargadlo sobre la espalda! ¡Así! Con la cola hacia arriba…
¡Más, más arriba! Entrad por la puerta ahora, esto es… así…
—Perdone, Fiodor Filipovich; pero estoy solo de este lado y no puedo… – objeta tímidamente el jardinero.
Lo han aprisionado contra la barandilla de la escalera; está sofocado por el esfuerzo que hace para sostener el extremo del piano. Y Fiodor Filipovich sigue afanándose.
“¿Qué significa eso? –me preguntaba—. Se imagina ser útil e indispensable o, sencillamente, ¿está satisfecho porque Dios le ha concedido esa elocuencia que despilfarra sin más ni más? Probablemente es esto último.»
Luego, sin saber por qué, veo el estanque. Con el agua hasta las rodillas, los criados arrastran la red y Fiodor Filipovich, con una regadera en la mano, corretea por la orilla, dando instrucciones. A ratos, sujeta los dorados pececillos, suelta el agua turbia y echa agua clara.
Es un mediodía del mes de julio. Camino por un prado, que acaban de segar, bajo los ardientes rayos del sol. Soy muy joven. Tengo la sensación de que falta algo, de que deseo algo. Voy al estanque, a mi lugar preferido. Está entre unos rosales silvestres y un paseo de álamos blancos. Me echo a dormir. Recuerdo la sensación que me embargó mientras permanecí mirando a través de los tallos rojizos, cubiertos de pinchos de los rosales, la tierra negra y reseca, y el estanque de un azul intenso, que semejaba un espejo. Sentí una satisfacción ingenua mezclada de tristeza. Todo en torno mío era bello e influía sobre mí de tal modo que me consideré bueno y me molestó que nadie me admirase. Hacía calor. Procuré dormir para consolarme; pero las insoportables moscas no me dejaron en paz, ni siquiera en ese lugar. Reunidas en torno mío, daban saltitos sobre mi frente y mis manos. A la hora de más calor, una abeja zumbó cerca de mí y varias mariposas de alas amarillas revolotearon de una brizna de hierba a otra. Miré hacia arriba. El sol me hirió en los ojos. Eran demasiado resplandecientes los rayos que se filtraban a través de las rizosas ramas del abedul que se mecía suavemente en lo alto, por encima de mi cabeza. Me cubrí el rostro con un pañuelo.
Hacía un calor sofocante. Tuve la sensación de que las moscas se me quedaban pegadas en las sudorosas manos. Había una infinidad de gorriones entre los rosales. Uno de ellos saltó al suelo, a un arshin de distancia de mí, picoteó la tierra y voló, lanzando un alegre trino. Otro hizo lo mismo; y, tras de levantar la colita, siguió a su compañero, raudo como una flecha.
Desde el estanque se oyó golpear ropa mojada con palas de madera. También se percibieron las risas y las zambullidas de los bañistas. Una ráfaga de viento rumoreó entre las copas de los árboles, agitó las hojas de los rosales y, llegando hasta mí, levantó un extremo del pañuelo con que me había cubierto la sudorosa cara y me hizo cosquillas. Una mosca que se había deslizado bajo el pañuelo, se debatió asustada junto a mi boca. Sentí que una rama seca se me incrustaba en la espalda. No podía seguir acostado; tenía que ir a bañarme. De pronto, se oyeron unos pasos apresurados y una vez femenina asustada:
—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Será posible que no se encuentre un hombre?
—¿Qué pasa? –pregunto, saliendo al encuentro de la mujer que se lamenta.
Esta se limita a volver la cabeza; hace un gesto y sigue corriendo. Luego, aparece Matriona. Es una anciana de ciento cinco años. Se sujeta el pañuelo de la cabeza con una mano y avanza a saltitos, arrastrando uno de sus pies enfundados en medias de lana. Se dirige hacia el estanque. Dos niñas corren de la mano y un chiquillo, como de diez años, que lleva una levita de adulto, probablemente de su padre, apenas si puede seguirlas.
—¿Qué ha ocurrido? –pregunto.
—Se ha ahogado un mujik.
—¿Dónde?
—En el estanque.
—¿Un mujik de los nuestros?
—No; uno que pasaba por aquí.
El cochero Iván camina presuroso por la hierba recién segada, haciendo crujir sus botazas, seguido del grueso administrador Yakov, que está sin aliento. Van hacia al estanque y yo los sigo.
Recuerdo que una voz interior me decía: «Arrójate al agua para salvar al mujik y todos se sorprenderán de tu proceder.» Eso es precisamente lo que deseo.
—¿Dónde está? ¿Dónde? –pregunto a un grupo de criados que se han reunido en la orilla.
—Allá, al fondo, junto a la otra ribera, cerca de la caseta de baños –dice la lavandera, mientras recoge la ropa mojada.
Veo al mujik que tan pronto aparece en la superficie como desaparece. Una de las veces, al resurgir, grita: “¡Padrecitos, me ahogo!» Y se va al fondo. Ya no se distingue más que una serie de burbujas. Entonces comprendo que se está ahogando y vocifero: “¡Padrecitos, este mujik se ahoga!»
Tras de echarse al hombro el hatillo de ropa mojada, la lavandera se aleja por el sendero, moviendo las caderas.
—¡Qué fastidio! –exclama Yakov Ivanovich, el administrador, con desesperación—.
¡Cuántas molestias vamos a tener con el Juzgado!
Un mujik se abre paso entre las mujeres agolpadas en la otra orilla. Y, después de colgar en la rama de un sauce la guadaña que trae en la mano, empieza a descalzarse lentamente.
—¿Dónde se ha ahogado? –pregunto, deseoso de arrojarme en el lugar que haya sido y hacer algo extraordinario.
Me señalan la superficie lisa del estanque, que el vientecillo riza ligeramente a ratos. No comprendo cómo ha podido ahogarse ese hombre. El agua por encima de él sigue siendo bella, tersa y serena, con sus reflejos dorados bajo el sol de mediodía. Me parece que no puedo hacer nada extraordinario, ni sorprender a nadie, sobre todo porque nado muy mal. El mujik se está quitando la camisa; no tardará en echarse al agua. Todos lo miran esperanzados, con el corazón en un hilo. Pero, una vez que se adentra en el estanque, cuando el agua le llega al cuello, vuelve lentamente a la orilla y se pone la camisa: no sabe nadar.
Acude gente sin cesar, la multitud aumenta. Las mujeres se sujetan unas a otras. Pero nadie presta ayuda a la víctima. Los recién llegados dan consejos, lanzan suspiros y sus semblantes reflejan miedo y horror. Algunos, cansados de estar en pie, se sientan en la hierba y otros se van. La vieja Matriona pregunta a su hija si ha echado la llave de la estufa; el chiquillo de la levita larga se entretiene tirando guijarros al agua.
De pronto, veo a Trezorka, el perro de Fiodor Filipovich. Baja de un cerro a todo correr, ladrando y volviendo la cabeza. Y, entre los rosales, surge la figura de su amo, que también acude presuroso.
—¿Qué hacéis? –vocifera, quitándose la levita, sin dejar de correr—. ¡Se está ahogando un hombre y estáis ahí, pasmados! ¡Traed una cuerda!
Esperanzados y temerosos, todos miran a Fiodor Filipovich, que, apoyándose en el hombro de un criado servicial, se quita la bota derecha con la punta de la izquierda.
—Está allí, donde se ve aquel grupo de gente, a la derecha del sauce –le dice alguien.
—¡Ya lo sé! –contesta el administrador.
Frunce el ceño ante las muestras de pudor de las mujeres mientras se quita la camisa y la cruz que lleva al cuello: se las entrega a un chiquillo que, permanece inmóvil ante él y se dirige al estanque, pisando enérgicamente la hierba segada.
Preguntándose sin duda el motivo de la rapidez de movimientos de su amo Trezorka se detiene junto a la multitud, mordisquea algunas briznas de hierba de la ribera, mira interrogativamente al administrador; y después de lanzar un alegre ladrido, se arroja al agua con él. Al principio, sólo se ve la espuma, y las salpicaduras llegan hasta nosotros. Pero, al cabo de un momento, echando los brazos hacia delante con gesto gracioso y alzando y bajando uniformemente la blanca espalda, el administrador nada hacia la orilla. En cambio, Trezorka vuelve jadeante, se sacude junto a la multitud y se frota contra la hierba. En el momento preciso en que Fiodor Filipovich alcanza la orilla opuesta, dos cocheros se acercan corriendo al sauce con una red enrollada en una vara. No se sabe por qué, Fiodor Filipovich levanta los brazos y bucea tres veces seguidas. Cuando reaparece en la superficie, echa agua por la boca y sacude la cabellera con gesto elegante, sin contestar a las preguntas que llueven sobre él por todas partes. Finalmente, sale a la orilla y, por lo que puede deducirse, da órdenes para echar las redes. Pero, cuando las extraen, no hay nada en el cope sino cieno y unos cuantos pececillos que se debaten. Mientras vuelen a echar las redes, paso al otro lado del estanque.
No se oye más que la voz de Fiodor Filipovich que da órdenes, el chapoteo de las cuerdas sobre el agua y suspiros de horror. Y cada vez se divisan más cerca las cuerdas que salen, cubiertas de hierbas.
—¡Ahora, tirad todos a una! –grita Fiodor Filipovich.
—Hemos debido de pescar algo. La red pesa mucho –dice una voz.
Los dos extremos de la red salen poco a poco sobre la ribera, mojando y magullando la hierba. A través de la superficie del agua agitada, se distingue algo blanco de las redes. En medio del silencio sepulcral, un grito de horror recorre la multitud.
—¡Tirad todos a una! ¡Sacadlo a la orilla! –exclama Fiodor Filipovich, con todo resuelto.
Los hombres llevan al ahogado al pie del sauce, arrastrando las redes por los tallos del lúpulo y de la bardana recién segados.
En eso, veo a mi tía. Es una viejecita de aspecto bondadoso. Lleva un vestido de seda y una sombrilla de color lila que, no se sabe por qué, desentona con esta escena de muerte, terrible por su sencillez. Está a punto de echarse a llorar. Recuerdo su decepción al comprobar que en aquel caso no le serviría para nada el árnica; y también la dolorosa sensación que experimenté cuando me dijo, con ese ingenuo egoísmo, debido al cariño:
—Vámonos, querido. ¡Esto es horrible! ¡Y tú, que te bañas siempre solo…!
El sol abrasa la tierra reseca bajo nuestros pie y juguetea en la superficie del agua; las carpas grandes se agitan junto a las orillas y una multitud de pececillos hacen ondular el agua;
un buitre revolotea por encima de una bandada de patos que se dirigen al centro del estanque a través de los cañaverales; jirones de nubes blancas, que presagian tormenta, se condensan en el horizonte; el cieno que han sacado las redes a la orilla va secándose poco a poco. Al pasar por el malecón, oigo de nuevo los golpes de una pala sobre ropa mojada.
Pero es como si fuesen dos palas, porque suenan a la tercera. Ese sonido me atormenta, sobre todo porque sé que se trata de un cascabel y que Fiodor Filipovich no le mandará callar.
Lo mismo que un instrumento de tortura, esa pala me oprime un pie, que se me está helando…
Me despertaron dos voces que hablaban junto a mí. El trineo se deslizaba veloz.
—¡Ignat! ¡Ignat! ¡Escucha! –dice mi cochero—. ¿Quieres encargarte de llevar a este señor?…
De todos modos, tienes que hacer el viaje; en cambio yo, lo hago especialmente…
La voz de Ignat contesta junto a mí.
—¿A santo de qué voy a cargar con un viajero? ¡Si al menos me pagaras media botellita!…
—¡No pides casi nada!… Tendrás que conformarte con un vaso.
—¿Por un vaso de vodka vas a cansar a los caballos? –interviene otra vez.
Abro los ojos. Sigue nevando. Los insoportables copos de nieve revolotean ante mi vista;
ahí están los mismos cocheros y los mismos caballos; pero diviso además otro trineo, junto al mío. Mi cochero ha alcanzado a Ignat y, durante un buen rato, vamos a su lado. A pesar de que, desde otro trineo, una voz le aconseja que no acepte menos de media botella, Ignat detiene su troika.
—¡Qué le vamos a hacer! Traslada las cosas del barin. Pero ya sabes, ¿eh? En cuanto lleguemos, tienes que pagarme el vaso… ¿Lleva mucho equipaje?
Mi cochero salta a la nieve con una viveza que le es impropia, se inclina y me ruega que me traslade al trineo de Ignat. Accedo. Sin embargo, está tan contento que siente necesidad de manifestarme su agradecimiento: me hace una serie de reverencias y me da las gracias, así como a Aliosha y a Ignat.
—¡Gracias a Dios! De otro modo ¿qué iba a ser de nosotros? ¡Ay Señor! Media noche viajando sin saber adónde vamos. Padrecito, Ignat lo llevará. Mis caballos no pueden seguir.
Están rendidos.
Y el cochero saca mis cosas con una actividad redoblada.
Mientras tanto, impelido por el viento, me acerco al segundo trineo. Está cubierto de un palmo de nieve, sobre todo por un lado. Los dos cocheros han colgado una pelliza para preservarme del viento y dentro se está muy bien. El viejecito sigue con las piernas colgando, lo mismo que antes; y, el del cuento dice: «Cuando el general fue al cuarto de María, en nombre del rey, ésta le dijo: «General, no eres tú a quien amo, no puedo amarte; estoy enamorada del príncipe… Y cuando…» –continúa, pero, al verme, calla un instante y se pone a encender la pipa.
—¿Qué hay, barin? ¿Viene a escuchar el cuentecito? –preguntó uno de los hombres, el que daba consejos.
—¡Qué bien estáis aquí! –comento.
—¡Vaya! Es para no aburrirnos… Así, al menos, uno no piensa…
—¿Sabéis dónde estamos?
Me parece que esta pregunta no agrada a los cocheros.
—¿Quién podría saberlo? A lo mejor, en la tierra de los calmucos –replica el de los consejos.
—¿Qué vamos a hacer? –pregunto.
—Pues, nada. Seguir avanzando. Tal vez lleguemos a algún sitio –me contesta uno de ellos, en tono descontento.
—¿Y si los caballos se nos paran en medio de la estepa? ¿Qué pasará?
—¡Pues nada!…
—¿Nos helaríamos?
—Desde luego. Además, ni siquiera se ven haces de heno. Eso quiere decir que estamos en la tierra de los calmucos… No nos queda más remedio que guiarnos por la nieve…
—¿Es posible que tengas miedo de helarte, barin? –me pregunta el viejecito, con voz trémula.
A pesar de que parece burlarse de mí, se ve que está completamente aterido.
—Sí, empieza a apretar el frío –digo.
—Deberás darte una carrerita como yo… Así entrarías en calor.
—Lo mejor es correr detrás de los trineos –interviene el de los consejos.
VII
—Haga el favor de venir; todo está dispuesto –me gritó Aliosha desde el primer trineo.
La borrasca arreciaba con furia. Encorvándome y sujetando con ambas manos los bajos de mi capote, a duras penas pude recorrer los pocos pasos que me separaban del trineo. La nieve estaba blanda y el viento la levantaba bajo mis pies. Mi cochero estaba arrodillado en el centro del trineo vacío. Al verme, se quitó la gorra para pedirme una propina; una ráfaga de aire le levantó los cabellos. Probablemente no esperaba que se la diera porque mi negativa no lo disgustó en absoluto. Tras de darme las gracias, y mientras se ponía la gorra, exclamó:
—¡Dios le proteja, barin!
Luego, tiró de las riendas, chascó la lengua y se puso en camino. Acto seguido, Ignashka acució a los caballos. De nuevo, el sonido que producían los cascos sobre la nieve, los gritos de los cocheros y el tintineo de los cascabeles, sustituyeron el ulular del viento, que se había dejado oír con particular fuerza mientras estuvimos parados.
Durante un cuarto de hora, permanecí despierto, entreteniéndome en examinar la figura de mi nuevo cochero y los caballos. Ignashka se mantenía erguido en actitud valiente. Sin cesar, blandía el látigo, animaba a los animales, daba golpecitos con un pie contra otro y, echándose hacia delante, arreglaba la retranca del caballo de varas, que se deslizaba hacia la derecha. No era un hombre alto; pero, sin duda, estaba bien constituido. Encima de una pelliza corta, llevaba un armiak desabrochado y echado hacia atrás, lo que le dejaba el cuello al descubierto. Sus botas eran de cuero y no de fieltro. Tenía la cabeza cubierta con un gorro muy pequeño, que constantemente se quitaba para arreglárselo, y se protegía las orejas únicamente con los cabellos. Sus movimientos no sólo denotaban energía, sino, según me pareció, también deseos de provocarla. Cuanto más avanzábamos, tanto más a menudo cambiaba de postura, daba saltitos, se golpeaba un pie contra el otro y nos dirigía la palabra a mí y a Aliosha. Me pareció que temía desanimarme. Y no le faltaban motivos. Los caballos eran buenos, desde luego; pero el camino se ponía cada vez más difícil y era evidente que corrían cada vez con mayor desgana. Ya era preciso fustigarlos. El de varas, un animal grande y peludo, había tropezado dos veces. El de la derecha –lo observaba sin querer– esperaba a que lo acuciaran; pero, como se trataba de un caballo fogoso, parecía irritarse de su debilidad, y bajaba y alzaba la cabeza, como pidiendo que soltaran las riendas. Era terrible ver que la borrasca y la helada se intensificaban, que el camino se ponía más difícil y que se debilitaban los caballos. Decididamente, no sabíamos dónde estábamos, ni por dónde ir para llegar, no ya a una estación de postas, sino a cualquier refugio. Resultaba extraño y ridículo, al mismo tiempo, oír los cascabeles que sonaban de un modo tan alegre, tan libre, y la hermosa voz de Ignashka. Era como si paseáramos en invierno por las calles de una aldea, en un mediodía festivo y soleado. Sobre todo, se hacía raro pensar que seguíamos avanzando, que avanzábamos veloces, alejándonos del lugar en que nos encontrábamos.
Ignashka entonó una canción en un falsete desagradable. Cantaba muy alto y silbaba con toda su alma durante las prolongadas pausas que hacía, de manera que, oyéndolo, hubiera sido ridículo tener miedo.
—Oye, Ignat. ¿Para qué te destrozas la garganta? – se dejó oír la voz del que daba consejos—.
¡Para un momento!
—¿Qué dices?
—¡Que pa‑a‑a‑res!
Ignat detuvo el trineo. Volvió a oírse el aullar del viento. Formando remolinos, la nieve empezó a caer más espesa sobre el trineo. El que daba consejos se acercó a nosotros.
—¿Qué hay?
—Ya vez… ¿Hacia dónde debemos tirar…?
—¿Quién diablo puede saberlo?
—¿Por qué das esos golpes? ¿Es que se te han helado los pies?
—Completamente.
—A lo mejor, aquello que vemos allí es un campamento de calmucos. Debías ir a ver… Así te entrarían en calor los pies…
—Bueno. Sujeta los caballos… Ten.
Ignat corrió en dirección que le había indicado el cochero.
—Hay que buscar el camino; entonces se encontrará. No podemos seguir adelante, a la buena de Dios. ¡Los caballos están rendidos!
Durante la ausencia de Ignat –fue tan larga que hasta temí que se hubiese extraviado– el cochero me explicó cómo se debe proceder durante una borrasca. Dijo que era mejor desenganchar a un caballo y soltarlo: «Dios es testigo de que el animal encuentra siempre el camino.»
Añadió también que era posible guiarse por las estrellas y que de haber ido él a la cabeza, hacía mucho que hubiéramos llegado a la estación.