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Narrativa Breve
  • Текст добавлен: 24 сентября 2016, 06:27

Текст книги "Narrativa Breve"


Автор книги: Leon Tolstoi



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Por la noche volvió con el violín, efectivamente, y tocaron, pero al principio el conjunto no resultó, porque no estaban al mismo tono y mi mujer no sabía bastante música para cogerlo a la primera. Como me gusta apasionadamente la música me interesó mucho todo aquello, les ayudé en lo que pude y así pudieron tocar algunos trozos de romanzas sin palabras y una sonata corta de Mozart. En cuanto a él, debo confesar que tocaba de una manera admirable, uniendo la suavidad a una verdadera maestría; no había dificultades para él. En cuanto cogía el violín parecía como que cambiaba su rostro de expresión, animándose y haciéndose más simpático. Indudablemente era mucho más entendido que mi mujer, a la que dio algunos consejos con acento sencillo y natural, al mismo tiempo que con una exquisita cortesía alababa su método. Mi mujer parecía entregada completamente al placer de la música, y su actitud era muy natural y encantadora.

En cuanto a mí, durante la velada no hice más que fingir, y caí en mi propio fingimiento aparentando que no me interesaba nada más que la música, cuando en realidad me torturaban los celos; pues desde el primer momento en que se cruzaron sus miradas, comprendí él que no la contemplaba como a una mujer de aspecto desagradable, con la cual repugna entablar íntimas relaciones. Si mi alma hubiese sido pura, no habría escudriñado sus pensamientos, pero como yo obraba del mismo modo con las demás mujeres, comprendí lo que le pasaba, y al comprenderlo sufrí de una manera horrorosa. Lo que me hacía sufrir más era que yo tenía la seguridad de que mi mujer no tenía para mí más que un sentimiento de odio, interrumpido de vez en cuando por momentos de sensualidad. Aparte de esto, veía que aquel hombre debía de serle agradable por sus modales elegantes, por la novedad, su innegable talento musical, la mayor intimidad que imponían aquellos dúos y la impresión que produce la música, el violín sobre todo, en las naturalezas sensibles. No sólo le sería agradable, sino que además la debía de subyugar sin ningún esfuerzo y hacer de ella lo que quisiese. No era posible cerrar los ojos ante esa evidencia, ni dejar de comprenderlo así, sufriendo y experimentando las horribles torturas de los celos. Sí, estaba celoso, y sufría de una manera tal que no era posible encontrar palabras para decirlo. Y, sin embargo, quizá por eso, una fuerza invencible me obligaba a mostrarme cortés y hasta amable con aquel hombre. No sé si yo obraba de esta manera para darle a entender a mi esposa que no la temía o para engañarme a mí mismo. Para ahogar los deseos que a veces experimentaba de matarle, me veía obligado a mostrarme muy atento con él. En la mesa le escanciaba el vino o el licor, me mostraba asombrado de su método para tocar el violín y le hablaba de la manera más amable del mundo; luego le convidaba para que volviese el domingo siguiente en el que invitaría a algunos amigos más, que eran también aficionados, a fin de que le oyesen, y luego se despedía de nosotros.

A los dos o tres días de ocurrir esto, volví a mi casa en compañía de un amigo con el que iba charlando, y al entrar en el vestíbulo, sin acertar a explicarme el por qué, sentí como un gran peso en el corazón, como si me hubiese caído encima una gran piedra. Algo, no sé qué, me recordó a Troukhatchevsky. Hasta que estuve en mi cuarto no supe de qué se trataba, y volví al vestíbulo para ver si eran fundadas mis sospechas: sí, allí estaba su abrigo, no me había equivocado. Sin quererlo yo mismo, era un observador muy ladino en cuanto se refería a aquel hombre. Averigüé que estaba allí; atravesé los cuartos de los niños y vi a Lisa que estaba hojeando un libro y a la nodriza que acallaba al más pequeño, al que tenía en brazos como un juguete cualquiera. En el salón oí unos arpegios muy lentos. Hablaban en voz baja, y ella contestaba con una negativa: «No, eso no», y añadió algo que no pude entender. La música me impidió oír lo demás… Besos quizá, mientras tocaba con fuerza el piano. ¡Gran Dios! ¡Qué sentimientos y qué pensamientos se apoderaron de mí. No puedo recordar sin terror el huracán que se desencadenó en mí en aquellos momentos. Se me oprimió el corazón, dejó de latir y luego volvió a hacerlo con una fuerza extraordinaria. El sentimiento que me dominaba, lo mismo que en todas horas de cólera, era el de una gran compasión hacia mí mismo: «En presencia de los criados, —me dije, —y en la de mis hijos, me deshonra.» Quería dar un escándalo y no veía dónde ponía los pies. La nodriza me miró como si, comprendiendo lo que sucedía, quisiera aconsejarme que estuviese ojo avizor. Sin embargo, era necesario que entrara, y de una manera inconsciente abrí la puerta. Troukhatchevsky estaba sentado junto al piano y hacía arpegios con sus largos dedos, y mi mujer en pie a un lado teniendo delante unos cuantos cuadernos de música. Fue la primera que me oyó o vio entrar y me dirigió una mirada; ¿se quedó o no sorprendida, o aparentó que no lo estaba? Lo que sí es cierto, es que no se estremeció… enrojeció un poco, pero fue después.

—Celebro mucho que hayas venido, porque nosotros solos no podemos decidir qué tocar el domingo —me dijo en un tono que no era el natural ni el que usaba en nuestras conversaciones a solas.

Ese tono y ese «nosotros» me indignaron. Le saludé con mucha frialdad y me estrechó la mano de una manera que me pareció burlona, y en seguida me explicó que había llevado unas cuantas piezas de música a fin de ensayar para el domingo, pero que no estaban de acuerdo en la elección: ¿escogerían una sonata de Beethoven, alguna obra clásica y un tanto difícil o bien alguna otra cosa de una ejecución mucho más fácil? Y al decir esto, la consultó con la mirada.

Todo esto era tan natural que no pude en realidad incomodarme. Lo veía, lo comprendí; sin embargo, aquello no era más que hipocresía, y estaban de acuerdo en la manera de engañarme.

El tormento mas grande que puede sufrir un celoso (¿y quién no ha tenido celos en este mundo?) nace de esas conveniencias sociales que, bajo pretextos distintos, hacen que se acerque el uno al otro, un hombre y una mujer, y se establezca entre ellos una intimidad peligrosa. Uno se convertiría en motivo de irrisión para todos si tratase de oponerse a esas aproximaciones que producen los bailes, las visitas de los médicos a los enfermos, de los artistas entre sí, de los pintores y sobre todo de los músicos. Dos personas son aficionadas a la música, la más noble de todas las artes, se ponen de acuerdo para tocar juntos y esto exige naturalmente una intimidad que sólo parecerá vituperable a los ojos de un celoso estúpido. Un marido bien educado no puede ni debe tener esos pensamientos, y sobre todo, no tiene para qué mezclarse en esos asuntos. Y, no obstante, todo el mundo sabe que de ocupaciones de esa naturaleza, de la música sobre todo, es de las que nacen en nuestra sociedad la mayor parte de los adulterios.

Mi silencio, que duró algunos minutos, les molestó indudablemente. Me parecía a una botella vuelta al revés, de la que el agua no se escapa porque está demasiado llena. Quería arrojarle a la cara alguna frase ofensiva, echarle de allí, pero no hice nada; al contrario, me sentí culpable por haberlos estorbado. Fingí que lo aprobaba todo, y ese sentimiento que me dominaba me llevó hasta el extremo de mostrarme muy amable con él, a pesar del martirio que me causaba su presencia. Le contesté que nadie mejor que él para elegir, y que mi mujer, si quería seguir mi consejo, obraría de la misma manera, Permaneció allí el tiempo necesario para borrar la mala impresión que causó mi llegada brusca y mi rostro trastornado. Luego se marchó muy satisfecho, al parecer, con las decisiones tomadas para el día siguiente. En cuanto a mí, tenía la convicción de que todo lo que se refería a la música, estaba subordinado a otras preocupaciones que les atormentaban. Le acompañé hasta el vestíbulo dando muestras de gran cortesía—¡cómo puede dejarse de acompañar a un hombre que se presenta en vuestra casa para turbar la paz de la familia y aniquilarla para siempre! —y estreché con afectuosa amabilidad su mano blanca y bien cuidada.

XXII


—Durante el resto del día no dirigí la palabra a mi mujer; no pude hacerlo, y su permanencia a mi lado provocaba en mí un odio tal que tenía miedo de mí mismo. En la mesa y en presencia de mis hijos me preguntó cuándo deseaba emprender mi próximo viaje.

Efectivamente, la semana siguiente tenía que asistir a un Zemstvo o asamblea general. Le contesté y me preguntó qué era lo que necesitaba para el camino. No le contesté entonces ni una palabra, y en silencio me retiré a mi despacho. Por lo general, no acostumbraba a estar en él, sobre todo a aquellas horas. De pronto oí que se acercaba alguien y reconocí su paso. Un pensamiento terrible, innoble, se apoderó de mi alma. «¿Iba a verme a aquellas horas para ocultar, como la mujer de Urías, una falta ya cometida? ¿Iría realmente a mi cuarto?» Y los pasos se acercaban cada vez más. «Pero si se presentaba, ¿tendría yo razón?»

Se apoderó de mí un sentimiento de odio; los pasos se iban acercando, se acercaban cada vez más. ¿Pasaría por allí para ir al salón? No. La puerta rechinó sobre sus goznes y se presentó ella, con su estatura bien proporcionada, su talle esbelto y su aspecto gracioso, agradable. En los rasgos todos de su rostro, así como en sus miradas, se observaba una timidez, una expresión insinuante que quería disimular, pero que saltaba a los ojos y cuyo alcance comprendí en seguida. Me faltaba poco para ahogarme, de tal manera contuve la respiración, y sin dejar de mirarla tomé un cigarrillo y lo encendí.

—«¿Qué significa esto? Vengo a hablarte y enciendes un cigarro‑dijo sentándose a mi lado y apoyando la cabeza en mi hombro. Y yo me retiré para no tocarla. —Ya veo que te gustaría más que yo no tocase el domingo» —añadió. – «Pues estás equivocada» —contesté.

—«¿Te has figurado que no lo he comprendido?» – «Si lo comprendes, te felicito. Lo que estoy yo viendo es que te portas como una mujer de poco más o menos.» – «Si has de empezar a hablar de esa manera, me marcho» – «Está bien, márchate, pero ten presente que si el honor de la familia no es nada para ti, para mí es algo sagrado. ¡Ahora vete al diablo!» – «Pero ¿qué es lo que hay? ¿Qué pasa?» – «Vete, te lo pido por amor de Dios, ¡márchate!»

No se marchó. Fingiendo no comprenderme, o realmente no entendiéndome, lo cierto es que estaba ofendida y que se incomodó. – «Te estás volviendo insoportable‑me dijo;—ha de llegar día en que ni un ángel pueda vivir a tu lado‑y deseando por lo visto molestarme todo lo posible, añadió a continuación: —Después de tu conducta para con mi hermana, no me extrañará nada de cuanto puedas hacer conmigo.» —Con estas palabras aludía a una disputa que había tenido yo con su hermana, durante la cual perdí los estribos y le dije algunas groserías. Sabía que ese recuerdo me molestaba y procuró reavivar el dolor de la llaga– «Está bien‑pensé; —me veo ofendido, insultado y encima me hacen responsable.»

De pronto se apoderó de mí mi furor indecible, una rabia tal, cual nunca la había conocido, y por primera vez experimenté deseos de pasar del pensamiento al hecho. Me sobresalté, y en aquel momento me pregunté si estaba bien que me dejase arrastrar por aquel primer impulso. Me respondí afirmativamente, creyendo que así la intimidaría, y en vez de combatir, de dominar semejante acceso de rabia, lo aticé, considerándome dichoso al sentir que hervía en mi pecho. —«¡Vete o te reviento!» —grité presa de la ira y cogiéndola de un brazo; pero no por eso se alejó, y entonces se lo retorcí dándole un violento empellón.

– «Pero qué es lo que tienes, Vassia? —me preguntó. —¿Te marcharás de una vez‑aullé con, furia dirigiendo a todas partes miradas coléricas. —¡Vas a conseguir que me vuelva loco!

¡No respondo de mí! ¡Márchate!» y dejándome llevar por los impulsos de esa cólera, quería saber hasta qué extremo llegaría ejecutando algún acto de brutalidad. Experimentaba en aquellos momentos como una necesidad de pegarla, de machacarle los sesos; pero sabía que no podía hacerlo y me contuve. Acercándome precipitadamente a mi mesa, cogí un pisapapeles y lo estrellé en el suelo a sus pies, pero antes de tirarlo puse buen cuidado en que ella pudiese esquivarlo. Hacía todo aquello de manera que pudiese verlo. Cogí después un candelero y lo mandé a reunirse con el pisapapeles, luego arranqué un termómetro que estaba colgado en la pared y, sin dejar de gritar, la amenacé diciendo:

—¡Vete! ¡Sal de aquí! ¡No respondo de mí!

Se marchó y me calmé en el acto. A los pocos minutos se presentó la nodriza diciéndome que la señora tenía un ataque de histeria. Fui a verla y la encontré riendo, llorando, sollozando, sin poder pronunciar ni una sola palabra y temblando como una azogada. No lo fingía, sino que realmente estaba enferma. Llamamos al médico y durante la noche la asistí.

Al amanecer se calmó y nos reconciliamos bajo la influencia de ese sentimiento al que se da el nombre de amor. Al día siguiente le confesé que estaba celoso de Troukhatchevsky y no se apuró lo más mínimo; se echó a reír con el aire más natural del mundo, tan extraño le pareció el lance de que pudiese ceder a semejante hombre.

—Acaso una mujer honrada, —me dijo, —puede experimentar por ese tipo otra cosa más que la satisfacción de que la acompañe con el violín? Si te empeñas en ello, estoy dispuesta a no volverle a ver más en mi vida, ni siquiera el domingo, por más que ya se hayan repartido las invitaciones. Envíale una carta diciéndole que estoy enferma, y todo queda arreglado. Lo único que me enoja es que hayas podido considerarlo peligroso. Me hiere el orgullo, semejante idea. No mentía; creía realmente en lo que decía. Confiaba en que esas palabras harían nacer en mi corazón desdén hacía aquel hombre, pero no lo consiguió. Todo estaba en contra suya, hasta aquella condenada música. De este modo acabó la disputa, y el domingo se presentaron nuestros convidados, ante los que Troukhatchevsky y mi mujer tocaron una vez más.

XXIII


—Creo inútil decir que yo era muy vanidoso. ¿Qué objeto tiene hoy la vida sin la vanidad? Arreglé, pues, con tanto gusto como pude, todo lo referente tanto a la comida como a la velada musical del domingo. Hice preparar manjares exquisitos y extendí yo mismo las invitaciones. A eso de las diez empezaron a llegar los convidados. Troutkhatchevsky se presentó de frac y llevando en la pechera unos botones de brillantes de un gusto detestable y no dio pruebas de la menor cortedad. Respondió a todo con mucho ingenio y con sonrisa protectora, como si hubiese precisamente esperado lo que se acababa de hacer o decir. No dejé de observar con alegría todos sus defectos, y esto me tranquilizaba, porque me permitía creer que no ocuparía en el ánimo de mi mujer más que un lugar secundario y que, conforme había manifestado, nunca se rebajaría hasta él. Contuve mis celos, no tanto por las razones tranquilizadoras que me dio mi mujer, sino para evitar las horrendas torturas que me ocasionaban los celos. Y, sin embargo, durante la comida y la primera parte de la velada, mientras no empezó la música, mi actitud no fue natural respecto a él, porque, sin darme cuenta de ello, involuntariamente espié todos sus gestos y miradas.

La comida, como sucede en esos casos, fue de las más aburridas. Poco después empezó la música; Troukhatchevsky cogió el violín y mi mujer se acercó al piano, escogiendo las partituras. No he olvidado aún ni los menores detalles de aquella velada. Llegó con su caja, la abrió, sacó el violín de una bolsa de seda bordada por mano de mujer y lo templó. Veía a mi mujer hacer esfuerzos por aparecer indiferente, pero sobrecogida, y lo observé bien, por los mismos temores que tenía de no tocar bien. Se sentó y dio el la. Oigo aún los pizzicatos del violín, les veo disponer los papeles de música, dirigir una mirada a los concurrentes, decirse algunas palabras y empezar.

Empezaron al mismo tiempo y tocaron la Sonata a Kreutzer, de Beethoven. ¿Conoce su primer presto? ¿Lo conoce?… ¡Oh!… ¡Oh!…

Al llegar a este punto, Pozdnychev exhaló un profundo suspiro y se quedó callado durante largo tiempo.

—¡Qué cosa más espantosa es esa sonata! Y ese presto es la parte más terrible. Sin embargo, toda la música es espantosa. ¡Qué es, pues, la música? ¿Por qué produce esos efectos? Se dice que eleva al alma conmoviéndola. ¡Qué estupidez! ¡Qué embuste! Es cierto que sus efectos son muy poderosos, pero‑y conste que hablo por lo que a mí respecta‑no eleva el alma de ninguna manera; ni la eleva ni la envilece, únicamente la excita; ¿cómo explicárselo? La música hace que lo olvide todo, la verdadera situación en que me hallo y hasta a mí mismo; me hace creer en todo aquello que no creo y comprender lo que no comprendo dándome un poder que no tengo. Me produce el efecto de un bostezo o de una carcajada. Bostezo cuando veo que alguien lo hace en mi presencia, y río si se ríen a mi lado.

La música me pone un estado semejante a aquel en que se hallaba el que la escribió. Mi alma se confunde con la suya y le sigo en sus sentimientos. ¿Por qué? Lo ignoro. Pero Beethoven, por ejemplo, en la Sonata a Kreutzer, sabrá perfectamente de dónde procedía ese estado que le había impulsado a cometer ciertas acciones y que para él tenía un sentido, una razón de ser de la que carecía para mí. He ahí por qué la música produce una excitación que carece de resultado. Un pasodoble da deseos de moverse; una danza de bailar; la música sacra nos impulsa a orar, todo eso tiene un resultado… En una palabra, excitación, excitación pura que no tiene ningún objeto. De ahí precisamente es de donde provienen los peligros y a veces sus espantosas consecuencias.

En la China la música es monopolio del gobierno, y eso mismo debería suceder en todas partes. ¿Acaso debería permitirse que una persona sola pudiese hipnotizar a las demás y obtener en seguida todo lo que quisiera? ¿Debería consentirse que ese encantador sea el primero que llegue, un ser inmoral cualquiera? Hoy la música es un arma terrible en manos de algunos… Esa Sonata a Kreutzer, ese presto, y hay muchos que se le parecen, ¿por qué se ha de tocar en sociedad cuando se tiene a su alrededor damas más o menos escotadas y aplaudirlo para en seguida pasar a otra cosa? Convendría no tocar esas obras musicales más que en ciertas ocasiones importantes, es decir, cuando se quieren provocar acciones que estén en relación con el carácter de esa música; pero es muy peligroso y pernicioso en un grado heroico, suscitar sentimientos que no pueden ni deben traducirse en nada. La música ha producido en mí una impresión extraordinaria. Me parece, cuando la oigo, que me dominan nuevos sentimientos y que poseo un poder que desconocía. «Sí, esto es así y no como he visto y oído hasta ahora; sí, así,» me decía una voz desconocida en el fondo de mi alma. Sin darme cuenta de ese nuevo estado de mi alma que se revelaba en mí, me sentía muy satisfecho. En ese estado no cabían los celos y veía a los hombres bajo otro aspecto, pues la música me transportaba a un mundo en que los celos no se conocían. Los celos, con todo su acompañamiento, me parecía que eran otras tantas probabilidades que no merecen el trabajo de preocuparse por ellos.

Después del presto pasamos al andante, que es bello, pero de estilo antiguo; con algunas frívolas variaciones hasta llegar al final, que es más flojo. Luego, a petición de algunos invitados, tocaron una elegía de Ernezt y varias otras piezas, notables, sí, pero que no produjeron ni la centésima parte de la impresión producida por la primera. Durante toda la noche estuve muy alegre y satisfecho. En cuanto a mi mujer, nunca la había visto de aquel modo, con la mirada brillante, una notable expresión de dignidad mientras tocaba, y después una sonrisa dulce conmovedora e impregnada de felicidad.

Vi todo eso sin darle gran importancia, persuadido de que, tal como me había sucedido a mí, habían germinado en su alma sentimientos desconocidos hasta entonces. Durante la velada apenas sentí el corrosivo tormento de los celos.

Dos días después debía emprender el viaje para ir a la asamblea del Zemstvo, y en el momento en que Troutkhatchesky recogía sus papeles de música para marcharse, me preguntó cuándo pensaba regresar de mi viaje, porque, según dijo, quería despedirse de nosotros antes de marcharse de Moscú. Deduje que se daba cuenta de la imposibilidad de visitar mi casa mientras yo estuviese fuera, lo cual me contentó. Su salida de Moscú debía verificarse antes de mi regreso, por lo que no podríamos volver a vernos y nos despedimos definitivamente.

Por primera vez le estreché la mano con verdadera alegría, dándole las gracias por las distracciones que nos había proporcionado. Se despidió también de mi mujer, cuyos modales me parecieron muy sencillos y naturales. Todo marchaba a pedir de boca, y tanto mi mujer como yo estábamos muy satisfechos con el resultado de nuestra reunión, y hablamos en términos generales de las impresiones que nos había producido la música. Nos sentimos, lo que hacía muchísimo tiempo no nos sucedía, atraídos el uno hacia el otro y nos dimos pruebas de recíproca amabilidad.

XXIV


—Dos días después emprendí el viaje a fin de presentarme en la asamblea, y al separarme de mi mujer me hallaba en las mejores disposiciones de espíritu, y encontré el distrito muy animado, lleno de comerciantes que llevaban una vida muy distinta de la nuestra. Dos días seguidos celebramos sesiones que duraron diez horas, y el segundo día, al retirarme a mi alojamiento, me entregaron una carta de mi mujer. Me hablaba de los niños, del tío de la nodriza, de compras y, entre otras cosas y de la manera más natural del mundo, de una visita de Troukhatchevsky que le había llevado las obras musicales que le había prometido, al tiempo que le proponía que tocase con él, a lo que se negó. No recordaba que el violinista hubiese prometido semejantes obras, y me parecía por el contrario que se despedía definitivamente, por lo que esto me sorprendió de una forma desagradable. Volví a leer la carta y me pareció encontrar en ella algo como tímido, forzado. Confieso que la lectura de la carta me produjo una penosa impresión. Los celos rugieron en mí como que una fiera en su guarida, pronta a saltar; tuve, sin embargo, miedo y me contuve. ¡Qué sentimiento más abominable es el de los celos! ¿Podía haber cosa más natural que lo que me escribía mi esposa?, me dije y me acosté muy tranquilo, al menos en apariencia. Me puse a reflexionar sobre los asuntos del día siguiente y me quedé dormido sin acordarme de ella. Por lo general, mientras duraban las asambleas, me costaba mucho trabajo conciliar el sueño, y aquella noche me quedé dormido en seguida. Pero‑y esto es muy frecuente, —una súbita conmoción me desveló. Al despertar, mi primer pensamiento fue para ella, para el amor sensual que me inspiraba, y me acordé también del violinista, diciéndome que obraban de acuerdo. La rabia y el miedo se apoderaron otra vez de mí e intenté calmarme.

Me dije que aquello era una locura, ya que no había motivos para tener celos; no había nada, nada entre ellos. ¿Para qué envilecernos así, yo sobre todo, haciendo suposiciones semejantes? De un lado, un «violinista pagado» que tenía, era cierto, fama de don Juan, y del otro una mujer honrada, respetable, mi mujer. ¡Aquello era simplemente absurdo! No obstante, seguía repitiéndome: ¿por qué había de ser imposible algo semejante? ¿Por qué?

¿No mediaba allí el mismo sentimiento que me impulsó a casarme con ella, la misma y la única cosa que yo quería de ella, y que otros deseaban también, lo mismo que el músico? Era soltero, robusto… le había visto partir el hueso de una chuleta con los dientes y cómo humedecía ávidamente en el vino sus labios rojos. Bien alimentado y bien educado; si profesaba efectivamente algún principio, sería el de divertirse todo lo posible. La música, ese refinado excitante de la voluptuosidad, era el lazo que los unía. ¿Qué era lo que los contendría? Nada. Todo servía para atraerlos el uno hacia el otro. ¿Y ella? Ella seguía siendo, como siempre, un enigma viviente que continuaba siendo indescifrable para mí. No conocía de ella más que su naturaleza animal, y un animal ni debe ni puede ser contenido, ni se contiene tampoco.

Recordé entonces la expresión de sus rostros cuando, después de tocar la Sonata a Kreutzer, tocaron un fragmento musical, no sé de quién, que era excesivamente sensual.

¿Cómo había podido irme de viaje? —me dije acordándome de aquella expresión. —¿No estaba muy claro que se habían puesto de acuerdo aquella misma noche? ¿No aparecía con toda claridad que en adelante nada les separaba y que lo que había sucedido los puso a ambos, sobre todo a ella, en cierto apuro? Me parecía que la veía con su sonrisa dulce y venturosa, enjugándose el rostro coloreado y bañado en sudor. Sus miradas se esquivaban, y sólo fue durante la cena y en el momento en que él le sirvió un vaso de agua cuando cambiaron una mirada y una imperceptible sonrisa. Recordaba con terror la expresión de esa mirada y de esa sonrisa apenas perceptibles. «Es cosa hecha,» me decía una voz, mientras que otra voz contestaba: «Es una idea fija, una obsesión, algo imposible».

Me apenaba la obscuridad y encendí una luz, y al ver aquella habitación tan reducida, con sus cortinajes amarillos, se apoderó de mí una gran tristeza. Encendí un cigarrillo y, tal como sucede siempre que uno se arma un lío de ideas y de contradicciones, fumé cigarrillo tras cigarrillo para aturdirme y ocultarme esas contradicciones. No pude volver a quedarme dormido en toda la noche, y a eso de las cinco de la mañana, cuando aún no había amanecido, resolví, para no continuar sufriendo tantas incertidumbres, marcharme lo más pronto posible.

La hora de emprender el viaje era a las ocho; desperté al portero, le encargué que pidiera un coche, y envié una carta a la Asamblea, manifestando que tenía que regresar a Moscú para despachar un asunto urgente, y que nombrasen en mi lugar a uno de los suplentes. A las ocho tomaba asiento en el coche y emprendí el viaje.

XXV


—Tenía que recorrer treinta y cinco verstas en coche y ocho horas en tren. El viaje en coche fue delicioso. Estábamos en otoño y hacía un tiempo precioso, aunque frío; el sol brillaba en un cielo sin nubes. Las ruedas dejaban marcados profundos surcos en el camino.

El sol lo alegraba todo, y la brisa era fresca. Reclinado cómodamente en el fondo del tarantass, que era espacioso, me entretenía contemplando los caballos, los campos y a los caminantes, olvidándome por completo del sitio adonde iba. Me parecía muchas veces que daba un paseo sin rumbo y que de aquel modo iría hasta el fin del mundo. ¡Qué alegría más grande olvidarme así de todo! Y cuando me acordaba del objeto del viaje me decía: «Al menos así sabrás a qué atenerte; ¿para qué pensar, mientras tanto, en ello?» Al llegar a la mitad del camino me distrajo un incidente: el coche se rompió, pese a ser nuevo; la operación de buscar albergue, el cuidado del arreglo de los desperfectos, el té en la posada y la charla con el posadero, fueron para mí otros tantos motivos de agradable distracción. Por la noche, cuando estuvo todo arreglado, continué mi viaje, que tuvo muchos atractivos. Estaba la luna en su primer cuarto; escarchaba un poco, pero el camino seguía en buen estado, el postillón era charlatán y fogosos los caballos. De esa manera seguía distraído mi viaje, y me preocupaba poco lo que me esperara. Tal vez lo intuía y mi alegría procedía de que iba a despedirme de los placeres de la vida; pero esa calma, esa ausencia de preocupaciones, cesaron en cuanto me bajé del carruaje.

Tan pronto como tomé asiento en el tren todo cambió, ya que aquellas ocho horas fueron verdaderamente horrorosas para mí, y en mi vida las podré olvidar. Esto se debió a que, al subir al vagón, se apoderó de mí otra vez la idea de que iba a volver a mi casa, o quizá la trepidación del tren me produjo una excitación extraordinaria. Fuese una u otra la causa, el hecho es que en cuanto estuve en el tren me fue imposible dominar mi imaginación, que me hizo atravesar por entre las imágenes a cuál más cínica, todas distintas, aunque de igual naturaleza, haciendo desfilar por delante de mis celos, irritados en su más alto grado, las escenas que pasaban allá abajo durante mi ausencia. Me encendía la indignación al ver esas imágenes. La ira y no sé qué clase de embriaguez producida por la indignación me oprimían la garganta, y aquellas imágenes, que no podía alejar, me perseguían como una obsesión.

Cuanto más las veía, más creía en su realidad, olvidando que no tenían consistencia alguna.

No quería para prueba de su existencia más que la precisión de lo que veía. Se habría dicho que, contra mi voluntad, un demonio inventaba y me inspiraba las ficciones más horrendas.

Hasta sucedió que acudió a mi memoria el recuerdo de una conversación, hacía mucho olvidada, que un día sostuviera con un hermano de Troukhatchevsky. Me torturé el corazón, como quien se complace en ahondar la herida, relacionando esa conversación con el violinista y mi mujer. Sí, lo recordé; hacía mucho tiempo que la había sostenido. El hermano del violinista, al que preguntaba yo si frecuentaba las casas de lenocinio, me respondió que un hombre que se respeta no debe pisar esos sitios sucios y viles en los que se corre el riesgo de coger una enfermedad, cuando es tan fácil tener relaciones con una mujer decente, aunque sea algo madura o le falte un diente, o esté un poco obesa por los años; pero ¡bah! se toma lo que se encuentra. Le hacía él un favor tomándola por querida, y además no se exponía gran cosa.

Me repetí, con terror, que todo aquello era imposible y que no podía haber sucedido nada, aparte de que no tenía ningún fundamento serio sobre el que basar mis sospechas. ¿No me había dicho mi mujer que el solo pensamiento de que yo pudiese tener celos era una ofensa y una vergüenza para ella? Lo dijo, sí, pero mintió, me dijo una voz interior, y la lucha volvía a empezar. En el departamento de mi vagón no había más que dos viajeros; una señora de cierta edad y su esposo, que hablaban muy poco. A las pocas horas se apearon, dejándome solo. Me hallaba en la situación de una fiera enjaulada; unas veces me ponía en pie bruscamente, acercándomela portezuela; otras daba vueltas con paso inseguro, como si me figurase que con mis esfuerzos y movimientos aumentaba la velocidad del tren. Aquel vagón, con sus banquetas y sus cristales, llevaba una trepidación continua, lo mismo que éste.


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