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Los hermanos Karamazov
  • Текст добавлен: 10 октября 2016, 05:12

Текст книги "Los hermanos Karamazov"


Автор книги: Федор Достоевский



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—No llores, mamá. La vida es un paraíso. Lo que pasa es que no queremos verlo. Si quisiéramos verlo, la tierra entera sería un paraíso para todos.

Estas palabras sorprendieron a cuantos las escucharon, por su extraño sentido y su acento de resolución. Los oyentes estaban tan conmovidos, que les faltaba poco para echarse a llorar.

Nuestras amistades venían a casa.

—Mis queridos amigos —les decía mi hermano—, ¿qué he hecho yo para merecer vuestro afecto? ¿Cómo podéis quererme tal como soy? Antes yo ignoraba vuestra estimación: no sabía apreciarla.

A los sirvientes que entraban en su habitación les decía:

—Amigos míos, ¿por qué me servís? Si Dios me concediera la gracia de vivir, os serviría yo a vosotros, pues todos debemos servirnos mutuamente.

Mi madre, al oírle, movía la cabeza.

—Es tu enfermedad, hijo mío, lo que te hace hablar de esta manera.

—Mi querida madre, ya sé que ha de haber amos y servidores, pero yo quiero servir a mis criados como ellos me sirven a mí. Y aún te diré más, madre mía: todos somos culpables ante los demás por todos y por todo, y yo más que nadie.

Al oír esto, mi madre sonrió a través de sus lágrimas.

—¿Cómo puedes tener tú más culpa que todos ante los demás? Hay asesinos, bandidos... ¿Qué pecados has cometido tú que sean más graves que los de todos tus semejantes?

—Mi querida mamá, mi adorada madrecita —solía decir entonces estas cosas dulces, inesperadas—, te aseguro que todos somos culpables ante todos y por todo. No sé explicarme bien, pero veo claramente que es así, y esto me atormenta. ¿Cómo se puede vivir sin comprender esta verdad?

Cada día se despertaba más enternecido, más feliz, más vibrante de amor. El doctor Eisenschmidt, un viejo alemán, lo visitaba.

—Dígame, doctor —bromeaba a veces—, ¿viviré un día más?

—Vivirá usted mucho más de un día —respondía el médico—: vivirá meses, años...

Y él exclamaba:

—¿Meses, años? Al hombre le basta un día para conocer la felicidad... Mis queridos y buenos amigos: ¿por qué hemos de reñir, por qué guardarnos rencor? Vamos al jardín a pasear, a solazarnos. Bendeciremos la vida y nos abrazaremos.

—Su hijo no puede vivir —decía el médico a mi madre cuando ella le acompañaba a la puerta—. La enfermedad le hace desvariar.

Su habitación daba al jardín, donde crecían árboles añosos. Los retoños habían brotado; llegaban bandadas de pájaros; algunos cantaban ante su ventana, y para él era un placer contemplarlos. Un día empezó a pedirles perdón también a ellos.

—Pájaros de Dios, alegres pájaros: perdonadme, pues también contra vosotros he pecado.

Nosotros no lo comprendimos. Él lloraba de alegría.

—La gloria de Dios me rodeaba: los pájaros, los árboles, los prados, el cielo... Y yo llevaba una vida vergonzosa, insultando a la creación, sin ver su belleza ni su gloria.

—Exageras tus pecados —suspiraba a veces su madre.

—Mi querida madre, lloro de alegría, no de pesar. Quiero ser culpable ante ellos... No sé cómo explicártelo... Si he pecado contra todos, todos me perdonarán, y esto será el paraíso. ¿Acaso no estoy ya en él?

Y aún dijo muchas cosas más que he olvidado. Recuerdo que un día entré solo en su habitación. Era el atardecer; el sol poniente iluminaba el aposento con sus rayos oblicuos. Me dijo por señas que me acercara, apoyó sus manos en mis hombros, estuvo mirándome en silencio durante un minuto y al fin dijo:

—Ahora vete a jugar. Vive por mí.

Yo salí de la habitación y me fui a jugar. Andando el tiempo, me acordé muchas veces de estas palabras llorando. Todavía dijo muchas más cosas desconcertantes, admirables, que no pudimos comprender entonces. Murió tres semanas después de Pascua, con todo el conocimiento, y aunque últimamente ya no hablaba, siguió siendo el mismo hasta el fin. La alegría brillaba en sus ojos, nos buscaba con ellos, nos sonreía, nos llamaba. Incluso en la ciudad se habló mucho de su muerte. Yo era un niño entonces, pero todo esto dejó en mi corazón una huella imborrable que se había de manifestar posteriormente.


b) Las Sagradas Escrituras en la vida delstarets Zósimo


Mi madre y yo quedamos solos. Buenos amigos de casa le hicieron ver que debía enviarme a Petersburgo, que si me retenía a su lado entorpecería mi carrera. Le aconsejaron mi ingreso en el cuerpo de cadetes, a fin de que pudiera entrar enseguida en la guardia. Mi madre dudó largamente; no se decidía a separarse de su único hijo. Al fin se avino a ello, por considerar que obraba en beneficio mío, pero no sin derramar abundantes lágrimas. Me llevó a Petersburgo y consiguió para mí el puesto que le habían dicho. No la volví a ver: murió después de tres años de tristeza y ansiedad.

Sólo recuerdos excelentes conservo de la casa paterna. Estos recuerdos son los más preciosos para el hombre, con tal que un mínimo de amor y concordia hayan reinado en la familia. Es más: puede conservarse un buen recuerdo de la peor familia, siempre que se tenga un alma sensible. Entre estos recuerdos ocupan un puesto importante las historias santas, que me interesaban extraordinariamente a pesar de mis pocos años. Poseía entonces un libro de magníficos grabados titulado Ciento cuatro historias santas extraídas del Antiguo Testamento y del Nuevo. Este libro, en el que aprendí a leer, lo conservo todavía como una reliquia. Pero aun antes de saber leer, cuando sólo tenía ocho años, experimentaba —lo recuerdo perfectamente– cierta sensación de las cosas espirituales. El Lunes Santo, mi madre me llevó a misa. Era un día despejado. Me parece estar viendo aún el incienso que subía lentamente hacia la bóveda, mientras a través de una ventana que había en la cúpula bajaban hasta nosotros los rayos del sol, que parecían fundirse con las nubes de incienso. Yo lo miraba todo enternecido, y por primera vez mi alma recibió conscientemente la semilla de la palabra divina..

Un adolescente avanzó hasta el centro del templo con un gran libro; tan grande era, que me pareció que al chico le costaba trabajo transportarlo. Lo colocó en el facistol, lo abrió, empezó a leer..., y yo comprendí que la lectura se realizaba en un templo consagrado a Dios.

Había en el país de Hus un hombre justo y piadoso que poseía cuantiosas riquezas: infinidad de camellos, ovejas y asnos. Sus hijos se solazaban; él los quería mucho y rogaba a Dios por ellos, pensando que tal vez en sus juegos pecaran. Y he aquí que el diablo subió hasta Dios al mismo tiempo que los hijos de Dios y le dijo que había recorrido la tierra de un extremo a otro.

—¿Has visto a mi siervo Job? —preguntó el Señor.

E hizo ante el diablo un gran elogio de su noble siervo. El diablo sonrió al oírle.

—Entrégamelo y verás como tu siervo murmura contra ti y maldice tu nombre.

Entonces Dios entregó a Satán a aquel hombre justo y amado por Él. El diablo cayó sobre los hijos de Job y aniquiló sus riquezas en un abrir y cerrar de ojos. Entonces Job desgarró sus vestidos, se echó de bruces al suelo y gritó:

—Salí desnudo del vientre de mi madre, y desnudo volveré a la tierra. Dios me lo había dado todo; Dios todo me lo ha quitado. ¡Bendito sea su nombre ahora y siempre!

Padres míos, perdonadme estas lágrimas, pero toda mi infancia resurge ahora ante mí. Me parece que vuelvo a tener ocho años y que, como entonces, estoy asombrado, turbado, pensativo. Los camellos se grabaron en mi imaginación, y me impresionó profundamente que Satán hablase a Dios como le habló, y que Dios permitiera la ruina de su siervo, y que éste exclamara: «¡Bendito sea tu nombre, a pesar de tu rigor!» Y también los dulces y suaves cánticos que después se elevaron en el templo... «¡Escucha mi ruego, Señor!» Y otra vez el incienso y los rezos de rodillas.

Desde entonces —y esto me ocurrió ayer mismo– no puedo leer esta historia santa sin echarme a llorar. ¡Qué grandeza, qué misterio tan profundo hay en ella! He oído decir a los detractores y a esos que de todo se burlan:

—¿Cómo pudo entregar el Señor al diablo a un hombre justo y querido por Él, quitarle los hijos, cubrirle de llagas, reducirlo a limpiar sus úlceras con un cascote, todo ello para decir vanidosamente a Satán: «Ahí tienes lo que es capaz de soportar por mí un hombre santo»?

Pero en esto estriba precisamente la grandeza del drama: en el misterio, en que la apariencia terrenal se confronta con la verdad eterna y aquélla ve como ésta se cumple. El Creador, aprobando su obra como en los primeros días de la Creación, mira a Job y se enorgullece de nuevo de su fiel criatura. Y Job, al alabarlo, presta un servicio no sólo al Señor, sino a la Creación entera, generación tras generación y siglo tras siglo. Y es que era un predestinado. ¡Qué libro, qué lecciones, Señor! ¡Qué fuerza milagrosa dan al hombre las Escrituras! Son como una representación del mundo, del ser humano y de su carácter. ¡Cuántos misterios se resuelven y se desvelan en ellas! Dios vuelve a proteger a Job y le restituye sus riquezas. Pasan los años. Job tiene más hijos y los quiere... ¿Cómo podía amar a estos nuevos hijos después de haber perdido a los primeros? ¿Podía ser completamente feliz recordando a aquéllos, por mucho que amase a éstos?... Pues sí, podía ser feliz. El antiguo dolor se convierte poco a poco, misteriosamente, en una dulce alegría; al ímpetu juvenil sucede la serenidad de la vejez. Bendigo todos los días la salida del sol y mi corazón le canta un himno como antaño; pero prefiero el sol poniente, con sus rayos oblicuos, evocadores de dulces y tiernos recuerdos, de queridas imágenes de mi larga y venturosa vida. Y, por encima de todo, la verdad divina que calma, reconcilia y absuelve. Estoy en el término de mi existencia, lo sé, y día tras día noto como mi vida terrenal se va enlazando con la vida eterna, desconocida, pero muy cercana, tanto que, al percibirla, vibra mi alma de entusiasmo, se ilumina mi pensamiento y se enternece mi corazón...

Amigos y maestros, he oído decir, y ahora se afirma con más insistencia que nunca, que los sacerdotes, sobre todo los del campo, se quejan de su estrechez, de la insuficiencia de su sueldo. Incluso dicen que no pueden explicar a gusto las Escrituras al pueblo debido a sus escasos recursos, pues si llegan los luteranos y estos heréticos empiezan a combatirlos, ellos no podrán defenderse por carecer de medios para luchar. Su queja está justificada, y yo deseo que Dios les conceda el sueldo que tan importante es para ellos, ¿pero no tenemos nosotros nuestra parte de culpa en este estado de cosas? Aun admitiendo que el sacerdote tenga razón, que esté abrumado de trabajo y también bajo la responsabilidad de su ministerio, bien tendrá una hora libre a la semana para acordarse de Dios. Además, no está ocupado todo el año. Una vez por semana, al atardecer, puede reunir en su casa primero a los niños. Pronto se enterarán sus padres y acudirán también. No hace falta tener un local especial para esto: el sacerdote puede recibirlos a todos en su casa. No se la ensuciarán por estar una hora en ella.

Leedles la Biblia sin fruncir el ceño ni adoptar actitudes doctorales, con amable sencillez, con la alegría de ser comprendidos y escuchados, haciendo una pausa cuando convenga explicar un término oscuro para las gentes incultas. Podéis estar seguros de que acabarán por comprenderos, pues los corazones ortodoxos todo lo comprenden. Leedles la vida de Abraham y de Sara, de Isaac y de Rebeca; leedles el episodio de Jacob, que fue a casa de Labán y luchó en sueños con el Señor, al que dijo: «Este sitio es horrible.» Y así llegaréis al corazón piadoso del pueblo. Contad, sobre todo a los niños, que José, futuro intérprete de sueños y gran profeta, fue vendido por sus hermanos, que mostraron sus ropas ensangrentadas a su padre y le dijeron que lo había destrozado una fiera. Explicadles que después los impostores fueron a Egipto en busca de trigo, y que José, al que no reconocieron y que desempeñaba allí un alto cargo, los persiguió, los acusó de robo y retuvo a su hermano Benjamín, pues recordaba que sus hermanos le habían vendido a unos mercaderes junto a un pozo, en el desierto ardiente, a pesar de que él lloraba y les suplicaba, enlazando las manos, que no le vendieran como esclavo en tierra extranjera. Al verlos tantos años después, de nuevo sintió por ellos un profundo amor fraternal, pero, a pesar de quererlos, los persiguió y los mortificó. Se retiró al fin, incapaz de seguir conteniéndose, se arrojó sobre su lecho y rompió a llorar. Después se secó las lágrimas, volvió al lado de ellos y les dijo, alborozado:

—Soy vuestro hermano José.

¡Qué alegría la del viejo Jacob al enterarse de que su querido hijo vivía! Se fue a Egipto, abandonando a su patria, y murió en tierra extranjera, legando al mundo una gran noticia que, con el mayor misterio, había llevado guardada durante toda su vida en su tímido corazón. Y este secreto era que sabía que de su raza, de la tribu de Judá, saldría la esperanza del mundo, el Reconciliador, el Salvador.

Padres y maestros, perdonadme que os cuente como un niño lo que vosotros me podríais explicar con mucho más arte. El entusiasmo me hace hablar así. Perdonad mis lágrimas. ¡Es tanto mi amor por la Biblia! Si el sacerdote derrama lágrimas también, verá que sus oyentes comparten su emoción. La semilla más insignificante produce su efecto: una vez sembrada en el alma de las personas sencillas, ya no perece, sino que vive hasta el fin entre las tinieblas y la podredumbre del pecado, como un punto luminoso y un sublime recuerdo. Nada de largos comentarios ni de homilías: si habláis con sencillez, vuestros oyentes lo comprenderán todo. ¿Lo dudáis? Leedles la conmovedora historia de la hermosa Ester y de la orgullosa Vasti, o el maravilloso episodio de Jonás en el vientre de la ballena. No os olvidéis de las parábolas del Señor, sobre todo de las que nos relata el evangelio de San Lucas, que son las que yo he preferido siempre, ni la conversión de Saúl (esto sobre todo), que se refiere en los Hechos de los Apóstoles. Y tampoco debéis olvidar las vidas del santo varón Alexis y la sublime mártir María Egipcíaca. Estos ingenuos relatos llegarán al corazón del pueblo y sólo habréis de dedicarles una hora a la semana. Entonces el sacerdote advertirá que nuestro piadoso pueblo, reconocido, le devuelve centuplicados los bienes recibidos de él. Recordando el celo y las palabras emocionadas de su pastor, le ayudará en su campo y en su casa, lo respetará más que antes, y con ello aumentarán sus emolumentos. Esto es una verdad tan evidente, que a veces no se atreve uno a exponerla por temor a las burlas. El que no cree en Dios, no cree en su pueblo. Quien cree en el pueblo de Dios, verá su santuario, aunque antes no haya creído. Sólo el pueblo y su fuerza espiritual futura pueden convertir a nuestros ateos separados de su tierra natal. Además, ¿qué es la palabra de Cristo sin el ejemplo? Sin la palabra de Dios, el pueblo perecerá, pues su alma anhela esta palabra y toda noble idea.

En mi juventud —pronto hará de esto cuarenta años—, el hermano Antimio y yo recorrimos Rusia pidiendo limosna para nuestro monasterio. En cierta ocasión, pasamos la noche con unos pescadores a la orilla de un gran río navegable. Un joven campesino de mirada dulce y límpida, que era un buen mozo y tenía unos dieciocho años, vino a sentarse a nuestro lado. Había de llegar a la mañana siguiente a su puesto, donde tenía que halar una barca mercante. Era una hermosa noche de julio, apacible y cálida. Las emanaciones del río nos refrescaban. De vez en cuando, un pez aparecía en la superficie. Los pájaros habían enmudecido y en torno de nosotros todo era como una plegaria llena de paz.

El joven campesino y yo éramos los únicos que no dormíamos. Hablábamos de la belleza y del misterio del mundo. Las hierbas, los insectos, la hormiga, la dorada abeja, todos conocen su camino con asombrosa seguridad, por instinto; todos atestiguan el misterio divino y lo cumplen continuamente. Vi que el corazón de aquel joven se inflamaba. Me dijo que adoraba los bosques y los pájaros que los habitan. Era pajarero y distinguía los cantos de todas las aves. Además, sabía atraerlas.

—Nada vale tanto como la vida en el bosque —dijo—, aunque a mi entender todo es perfecto.

—Cierto —le respondí—; todo es perfecto y magnífico, pues todo es verdad. Observa al caballo, noble animal que convive con el hombre; o al buey, que lo alimenta y trabaja para él, encorvado, pensativo. Mira su cara; ¡qué dulzura hay en ella, qué fidelidad a su dueño, a pesar de que éste le pega sin piedad; qué mansedumbre, qué confianza, qué belleza! Es conmovedor saber que están libres de pecado, pues todo es perfecto, inocente, excepto el hombre. Y Jesucristo es el primero que está con los animales.

—¿Es posible —pregunta el adolescente– que Cristo esté también con los animales?

—¿Cómo no ha de estar? —repuse yo—. El Verbo es para todos. Todas las criaturas, hasta la más insignificante hoja, aspiran el Verbo y cantan la gloria de Dios, y se lamentan inconscientemente ante Cristo. Éste es el misterio de su existencia sin pecado. Allá en el bosque habita un oso terrible, feroz, amenazador. Sin embargo, está libre de culpa.

Y le conté que un gran santo que tenía su celda en el bosque recibió un día la visita de un oso. El ermitaño se enterneció al ver al animal, lo abordó sin temor alguno y le dio un trozo de pan. «Vete —le dijo– y que Dios te acompañe.» Y el animal se retiró dócilmente, sin hacerle ningún daño.

El joven se conmovió al saber que el ermitaño salió indemne del encuentro y que Jesús estaba también con los osos.

—¡Todas las obras de Dios son buenas y maravillosas!

Y se sumió en una dulce meditación. Advertí que había comprendido. Y se durmió a mi lado con un sueño ligero e inocente. ¡Que Dios bendiga a la juventud! Rogué por mi joven amigo antes de que se durmiera. ¡Señor, envía la paz y la luz a los tuyos!


c) Recuerdos de juventud delstarets Zósimo. El duelo


Pasé casi ocho años en Petersburgo, en el Cuerpo de Cadetes. Esta nueva educación ahogó en mis muchas impresiones de la infancia, pero sin hacérmelas olvidar. En cambio, adquirí un tropel de costumbres y opiniones nuevas que hicieron de mí un individuo casi salvaje, cruel y ridículo. Adquirí un barniz de cortesía y modales mundanos, al mismo tiempo que el conocimiento del francés, lo que no impedía que considerásemos a los soldados que nos servían en el Cuerpo como verdaderos animales, y yo más que mis compañeros, pues era el más impresionable de todos. Desde que fuimos oficiales estuvimos dispuestos a verter nuestra sangre por el honor del regimiento. Pero ninguno de nosotros tenía la más remota idea de lo que era el verdadero honor, y si hubiésemos adquirido esta noción de pronto, nos habríamos reído de él. Nos enorgullecíamos de nuestro libertinaje, de nuestro impudor, de nuestras borracheras. No es que fuéramos unos pervertidos. Todos teníamos buen fondo. Sin embargo, nos portábamos mal, y yo peor que todos. Como me hallaba en posesión de mi fortuna, me entregaba a la fantasía con todo el ardor de la juventud, sin freno alguno. Navegaba a toda vela. Pero me ocurría algo asombroso: a veces leía, y con verdadero placer; no abría la Biblia casi nunca, pero no me separaba de ella en ningún momento; la llevaba conmigo a todas partes; aun sin darme cuenta de ello, conservaba este libro «para el día y la hora, para el mes y el año» precisos. Cuando llevaba cuatro años en el ejército, llegué a la ciudad de K..., donde se estableció mi regimiento para guarnecer la plaza. La sociedad de la población era variada, divertida, acogedora y rica. Fui bien recibido en todas partes, a causa de mi carácter alegre. Además, se me consideraba hombre acaudalado, lo que nunca es un perjuicio para relacionarse con el gran mundo. Entonces ocurrió algo que fue el punto de partida de todo lo demás. Me sentí atraído hacia una muchacha encantadora, inteligente, distinguida y de noble carácter. Sus padres, ricos e influyentes, me dispensaron una buena acogida. Me pareció que esta joven sentía cierta inclinación hacia mí, y ante esta idea mi corazón se inflamaba. Pero pronto me dije que seguramente, más que verdadero amor, lo que yo experimentaba por ella era la respetuosa admiración que forzosamente tenía que inspirarme la grandeza de su espíritu. Un sentimiento de egoísmo me impidió pedir su mano. Yo no quería renunciar a los placeres de la disipación, a mi independencia de soltero joven y rico. Deslicé algunas insinuaciones sobre el particular, pero dejé para más adelante dar el paso decisivo. Entonces me enviaron con una misión especial a otro distrito. Al regresar, tras dos meses de ausencia, me enteré de que la muchacha se había casado con un rico hacendado de los alrededores. Este caballero tenía más edad que yo, pero era todavía joven y estaba relacionado con lo mejor de la sociedad, cosa que yo no podía decir. Era un hombre fuerte, amable e instruido, cualidades que yo no poseía tampoco. Tan inesperado desenlace me consternó hasta el punto de trastornarme profundamente, y más cuando supe que aquel hombre era novio de mi adorable amiga desde hacía tiempo. Me había encontrado muchas veces con él en la casa y no me había dado cuenta del noviazgo: la fatuidad me ponía una venda en los ojos. Esto fue lo que más me mortificó. ¿Cómo se explicaba que yo no estuviese enterado de una cosa que sabía todo el mundo? De pronto me asaltó un pensamiento intolerable. Rojo de cólera, recordé que más de una vez había declarado, o poco menos, mi amor a aquella joven, y como ella, ni me había prevenido, ni había hecho nada por detenerme, llegué a la conclusión de que se había burlado de mí. Después, como es natural, me di cuenta de mi error, al recordar que la joven cortaba, bromeando, tales temas de conversación; pero los primeros días fui incapaz de razonar y ardía en deseos de venganza. Ahora recuerdo, sorprendido, que mi animosidad y mi cólera me repugnaban, pues mi carácter ligero no me permitía estar enojado con una persona durante mucho tiempo. Sin embargo, me enfurecía superficialmente hasta la extravagancia. Esperé la ocasión, y un día conseguí ofender a mi rival ante numerosa concurrencia, sin razón alguna, riéndome de su opinión sobre ciertos sucesos entonces importantes [37]—era el año —1826– y burlándome de él con palabras que me parecieron ingeniosas. Acto seguido le exigí una explicación por sus manifestaciones, y lo hice tan groseramente, que él me arrojó el guante, a pesar de que yo era más joven que él, insignificante y de clase inferior. Algún tiempo después supe de buena fuente que aceptó mi provocación, en parte, por celos. Mis relaciones anteriores con la mujer que ya era su esposa le habían molestado, y ahora, ante mi provocación, se dijo que si su mujer se enteraba de que no había replicado debidamente a mis insultos, le despreciaría, aun sin quererlo, y que su amor hacia él sufriría grave quebranto. Pronto encontré un padrino, un compañero de regimiento que tenía el grado de teniente. Aunque los duelos estaban prohibidos entonces, tenían entre los militares el auge de una moda, de tal modo arraigan y se desarrollan los prejuicios más absurdos. El mes de junio llegaba a su fin. El encuentro se fijó para el día siguiente a las siete de la mañana, en las afueras de la capital. Pero antes me ocurrió algo verdaderamente fatídico. Por la noche, al regresar con un humor de perros, me enfurecí con mi ordenanza, Atanasio, y lo golpeé con tal violencia, que su cara empezó a sangrar. Hacía poco que estaba a mi servicio y ya le había maltratado otras veces, pero nunca de un modo tan salvaje. Pueden creerme, mis queridos amigos: han pasado cuarenta años desde entonces y todavía recuerdo esta escena con vergüenza y dolor. Me acosté, y cuando desperté, al cabo de tres horas, ya era de día. Como no tenía sueño, me levanté. Me asomé a la ventana, que daba a un jardín. El sol había salido, era un día hermoso, trinaban los pájaros... «¿Qué me pasa? —me pregunté—. Tengo la sensación de que soy un infame, un ser vil. ¿Se deberá esto a que me dispongo a derramar sangre? No, no es eso. ¿Será el temor a la muerte, el temor a que me maten? No, de ningún modo...» Y de pronto advertí que el motivo de mi inquietud eran los golpes que había dado a Atanasio la noche anterior. Mentalmente reviví la escena como si en realidad se repitiese. Vi al pobre muchacho de pie ante mí, en posición de firmes, mientras yo lanzaba mi puño contra su rostro con todas mis fuerzas. Mantenía la cabeza en alto, los ojos muy abiertos, y, aunque se estremecía a cada golpe, ni siquiera levantaba el brazo para cubrirse. ¡Que un hombre permaneciera así mientras le pegaba otro hombre! Esto era sencillamente un crimen. Sentí como si una aguja me traspasara el alma. Estaba como loco mientras el sol brillaba, el ramaje alegraba la vista y los pájaros loaban al Señor. Me cubrí el rostro con las manos, me arrojé sobre el lecho y estallé en sollozos. Me acordé de mi hermano Marcel y de las últimas palabras que dirigió a la servidumbre: «Amigos míos, ¿por qué me servís, por qué me queréis? ¿Merezco que me sirváis?» Y me dije de pronto: «Si, ¿merezco que me sirvan?» Ciertamente, ¿a título de qué merecía yo que me sirviera otro hombre, creado, como yo, a imagen y semejanza de Dios? Fue la primera vez que este pensamiento atravesó mi mente. «Madre querida, en verdad, cada uno de nosotros es culpable ante todos y por todos. Pero los hombres lo ignoran. Si lo supieran, el mundo sería un paraíso.» Y me dije llorando: «Señor, yo soy el más culpable de todos los hombres, el peor que existe.» Y de súbito apareció en mi imaginación, con toda claridad y todo su horror, lo que iba a hacer: iba a matar a un hombre de bien, de corazón noble, inteligente, sin que hubiera recibido de él la menor ofensa. Y, por mi culpa, su mujer sería desgraciada para siempre, viviría en una incesante tortura, moriría... Me hallaba tendido de bruces, con la cara en la almohada, y había perdido toda noción del tiempo. De pronto entró mi compañero, el teniente, que venía a buscarme con las pistolas. «Me alegro de que estés ya despierto —dijo—, pues es la hora. Vamos.» Me sentí trastornado, confundido. Pero seguí a mi padrino y nos encaminamos al coche. «Espera un momento —le dije—. Vengo enseguida. Se me ha olvidado el portamonedas.» Volví a todo correr a mi alojamiento y entré en la habitación de mi asistente. «Atanasio, ayer te di dos tremendos golpes en la cara. ¡Perdóname!» Él se estremeció; parecía asustado. Yo consideré que mis palabras no eran suficientes y me arrodillé a sus pies y volví a pedirle perdón. Mi asistente se quedó petrificado. «¿Cree usted que merezco tanto, señor...?» Y se echó a llorar, como me había echado yo hacía un momento. Se cubrió la cara con las manos y se volvió hacia la ventana, sacudido por los sollozos. Corrí a reunirme con mi compañero y el coche se puso en marcha.

—¡Mírame, amigo! —exclamé—. Tienes ante ti a un vencedor.

Me sentía alborozado. Hablaba continuamente, no sé de qué. El teniente me miraba.

—¡Bravo, camarada! Eres un valiente. Ya veo que mantendrás el honor del uniforme.

Llegamos al terreno del desafío, donde ya nos esperaban. Nos colocaron a doce pasos uno de otro. Mi adversario dispararía primero. Yo permanecía frente a él, alegremente, sin parpadear y dirigiéndole una mirada afectuosa. Tiró, y el disparo no tuvo más consecuencia que levantarme la piel de la mejilla y la oreja.

—¡Alabado sea Dios! —exclamé—. No ha matado usted a un hombre.

Acto seguido arrojé al suelo mi pistola y dije a mi adversario:

—Caballero, perdone a este estúpido joven que lo ha ofendido y obligado a disparar contra él. Es usted superior a mí. Repita estas palabras a la persona que usted respeta más que a ninguna otra en el mundo.

Apenas hube terminado de hablar, mi adversario y los dos padrinos empezaron a lanzar exclamaciones.

—Oiga —dijo mi rival, indignado—: si no quería usted batirse, nos podríamos haber ahorrado todas estas molestias.

Le respondí alegremente:

—Es que ayer era un necio. Hoy soy más razonable.

—Creo lo de ayer. En cuanto a lo de hoy, me es más difícil admitirlo.

—¡Bravo! —exclamé; aplaudiendo—. Estoy completamente de acuerdo con usted. Merezco lo que me ha dicho.

—Oiga, señor: ¿quiere disparar o no quiere disparar?

—No lo haré. Vuelva usted a tirar si quiere. Pero será mejor que no lo haga.

Los padrinos empezaron a vociferar. El mío sobre todo:

—¡Deshonrar a su regimiento pidiendo perdón sobre el terreno! ¡Si yo lo hubiese sabido...!

Yo dije entonces gravemente y dirigiéndome a todos:

—Pero, señores, ¿tan asombroso resulta en nuestra época encontrar a un hombre que se arrepienta de su necedad y reconozca públicamente sus errores?

—No es asombroso, pero eso no debe hacerse en el terreno del desafío —dijo mi compañero de regimiento.

—Mi deber era pedir perdón apenas llegamos aquí, antes de que mi adversario disparase, para evitar que pudiera incurrir en pecado mortal. Pero nuestros hábitos son tan absurdos, que no me era posible obrar de ese modo. Mis palabras sólo podían tener valor para ese caballero dichas después de su disparo a doce pasos de distancia. Si las hubiese pronunciado antes, él me habría creído un cobarde indigno de ser escuchado.

Y exclamé con todo mi corazón:

—¡Contemplen las obras de Dios! El cielo es claro; el aire, puro; la hierba, tierna; los pájaros cantan en la naturaleza magnífica e inocente. Sólo nosotros, impíos y estúpidos, no comprendemos que la vida es un paraíso. Bastaría que lo quisiéramos comprender para que este paraíso apareciera ante nosotros. Y entonces nos abrazaríamos los unos a los otros llorando...

Mi propósito era seguir hablando, pero no pude: la respiración me faltaba; jamás había sentido una felicidad tan grande.

—Discretas y piadosas palabras —dijo mi adversario—. Desde luego, es usted un hombre original.

—¿Se burla usted? —pregunté sonriendo—. Algún día me alabará.

—Lo alabo ahora mismo y le ofrezco mi mano, pues me parece usted verdaderamente sincero.

—No, no me dé la mano ahora; ya lo hará más adelante, cuando yo sea mejor y me haya ganado su respeto. Entonces hará bien en estrechármela.


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