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Los hermanos Karamazov
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Текст книги "Los hermanos Karamazov"


Автор книги: Федор Достоевский



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—¡Mírenlo! ¡Qué sacudidas! ¡Qué convulsiones! —dijo Varvara Nicolaievna, todavía encolerizada.

—Y esa que ha golpeado el suelo con el pie y me ha llamado payaso es también un ángel encarnado. Me ha dado el nombre que merezco. Vamos, Alexei Fiodorovitch: pongamos fin a este asunto.

Y, cogiendo a Aliocha del brazo, lo condujo a la calle.

CAPÍTULO VII



Al aire libre



—Aquí el aire es puro. En cambio, en nuestra habitación no lo es, en ningún concepto. Andemos un poco, señor. Me encantaría atraerme su interés.

—Tengo algo importante que decirle —manifestó Aliocha—. Pero no sé cómo empezar.

—Lo sospechaba. No era lógico que hubiera venido usted únicamente para quejarse de mi hijo. A propósito: en casa no he querido describirle la escena y voy a hacerlo ahora. Verá usted. Hace ocho días, el «estropajo» estaba más poblado. Me refiero a mi barba; la llaman así, sobre todo los chiquillos. Pues bien, cuando su hermano me cogió de la barba y me arrastró hasta en medio de la calle y allí siguió zarandeándome, todo por una nimiedad, era precisamente la hora en que los niños salían del colegio, y con ellos iba Iliucha. Apenas me vio en una situación tan desdichada, vino hacia mí gritando: «¡Papá, papá!» Se abraza a mí, me aprieta, pretende libertarme, grita a mi agresor: «¡Déjelo, déjelo! ¡Es mi padre! ¡Perdónelo!» Y lo rodeó con sus bracitos y le besó la mano, la misma mano que... Jamás olvidaré la expresión que tenía su carita en aquel momento.

—Le aseguro —exclamó Aliocha– que mi hermano le expresará su arrepentimiento con toda sinceridad. Si es preciso, se arrodillará en el mismo lugar de la agresión. Le obligaré a ello. Si no lo quiere hacer, dejará de ser mi hermano.

—¡Bah, bah! Eso no es más que un buen deseo. No ha salido de él, sino de usted, que es noble y generoso. Usted debió decírselo enseguida. Ahora permítame que le explique el espíritu caballeresco que su hermano demostró aquel día. Soltando mi barba, dejó de arrastrarme y me dijo: «Tú eres oficial y yo también. Si puedes encontrar como testigo un caballero, envíamelo. Me batiré contigo, aunque seas un bribón.» Ya lo ve: un espíritu verdaderamente caballeresco, ¿no? Iliucha y yo nos marchamos, y esta escena quedó grabada para siempre en la memoria del pobre niño. ¿De qué nos sirve pertenecer a la nobleza? Por otra parte, juzgue usted mismo. Acaba usted de salir de mi casa. ¿Qué ha visto usted en ella? Tres mujeres, de las que una está impedida y ha perdido el juicio; otra, inválida y jorobada, y la tercera, que está completamente sana, es demasiado inteligente: es estudiante y está deseando volver a Petersburgo para descubrir en las orillas del Neva los derechos de la mujer rusa. Y no hablemos de Iliucha. No tiene más que nueve años, y si yo muriese quedaría completamente solo, pues dígame usted qué sería de mi hogar si yo faltase. ¿Qué ocurriría si me batiera con su hermano y él me matara? ¿Qué sería de toda mi familia? Y si me dejara solamente lisiado, sería aún peor, pues yo no podría trabajar y no tendríamos qué comer. ¿Quién me alimentaría? ¿Quién nos alimentaría a todos? En vez de mandar a Iliucha a un colegio, tendríamos que enviarlo a pedir limosna. He aquí, señor, lo que para mí significaría batirme con su hermano. Sería un verdadero disparate.

—Le pedirá perdón, se arrojará a sus pies en medio de la calle —exclamó una vez más Aliocha con ardiente vehemencia.

—Pensé denunciarlo —continuó el capitán—, pero abra usted nuestro código y dígame si puedo esperar una justa satisfacción de mi agresor. Además, Agrafena Alejandrovna me amenazó así: «Si lo denuncias, no pararé hasta que todo el mundo sepa que te castigó por la granujada que le hiciste. Y entonces serás tú el perseguido por la justicia.» Sólo Dios sabe quién fue el verdadero autor de esa granujada; sólo Dios sabe que obré por orden de ella y de Fiodor Pavlovitch. Aún me dirigió nuevas amenazas Agrafena Alejandrovna. «Además, te despediré y ya no podrás ganarte nada trabajando para mí. Y también te despedirá mi comerciante (así llama a su viejo), porque yo se lo diré.» Y si ella y su comerciante dejan de darme trabajo, ¿cómo me ganaré la vida? Son los dos únicos protectores que me quedan, ya que Fiodor Pavlovitch me ha retirado su confianza por otro motivo, e incluso pretende requerirme judicialmente, presentando mis recibos. Por estas razones no he dado ningún paso y me he quedado quieto en mi retiro, ese retiro que usted acaba de ver. Ahora dígame: ¿le ha hecho mucho daño Iliucha con su mordisco? No he querido hacerle esta pregunta en su presencia.

—Sí, me ha hecho mucho daño. Estaba indignadísimo. Ahora comprendo perfectamente que se ha vengado en mí, un Karamazov, de la agresión de otro Karamazov contra usted. ¡Si lo hubiera visto usted batirse a pedradas con sus compañeros...! Estas pedreas son muy peligrosas. Los niños no saben lo que hacen. Una pedrada en la cabeza puede ser fatal.

—Él ha recibido una, si no en la cabeza, en el pecho, encima del corazón. Ha entrado en casa gimiendo y llorando y, como ha visto usted, está enfermo.

—Ha sido el primero en atacar. Lo que le ha ocurrido a usted lo ha impulsado al mal. Sus compañeros me han dicho que ha herido en un costado con un cortaplumas a un niño llamado Krasotkine.

—Ya lo sé. Su padre sirvió aquí como funcionario, y esto puede traernos complicaciones.

—Le aconsejo —dijo Aliocha con vehemencia– que no lo envíe al colegio en una temporada..., hasta que se tranquilice, hasta que le pase el arrebato de ira.

—Usted lo ha dicho —manifestó el capitán—: ha sido un arrebato de ira, un ataque de tremenda cólera en un pequeño ser... Usted no lo sabe todo. Permítame que se lo explique detalladamente. Después del suceso, sus compañeros empezaron a zaherirle, a llamarle «Barbas de Estropajo». Los niños de esta edad son despiadados. Tratados individualmente son unos ángeles, pero cuando se reúnen son crueles, sobre todo en el colegio. Iliucha, al verse perseguido, notó que se despertaba en él un noble sentimiento. Un chico corriente, siendo débil como es él, se habría resignado, se habría avergonzado de la humillación sufrida por su padre. Pero él se irguió contra todos para defender a su padre, a la justicia, a la verdad. Lo que ese muchacho ha sufrido desde que besó la mano de su hermano gritándole: «¡Perdone a mi padre, perdone a mi padre!», sólo Dios y yo lo sabemos. Así es como nuestros hijos, no los de ustedes; los nuestros, los de las personas indigentes, pero de noble corazón, descubren la verdad a la edad de nueve años. ¿Cómo pueden descubrirla los ricos? Los ricos no penetran nunca tan profundamente. En cambio, mi Iliucha ha sondeado la verdad en toda su magnitud en el momento en que besaba la mano que me estaba golpeando. Esta verdad ha penetrado en él y ha dejado en su alma una impresión imborrable —exclamó el capitán con vehemencia y semblante extraviado, mientras se golpeaba la mano izquierda con el puño derecho, como si quisiera dar una prueba material del impacto que la verdad había producido en Iliucha—. Aquel día tuvo fiebre y deliró por la noche. Guardó silencio durante toda la jornada. Observé que me miraba desde su rincón. Fingía estar estudiando, pero su pensamiento estaba lejos del estudio. Al día siguiente, yo me sentía tan triste, que me olvidé de muchas cosas. Mi mujer, a la que tanto quiero, empezó a llorar como de costumbre. Entonces fue tanto mi dolor, que me emborraché con mis últimas monedas. No me desprecie, señor. En Rusia, los peores borrachos son las mejores personas, y viceversa. Yo estaba acostado y no pensaba en Iliucha, pero aquel día los chiquillos estuvieron divirtiéndose a costa de él desde por la mañana. «¡Eh, “Barba de Estropajo”! —le dijo uno—. Cogieron a tu padre de la barba y lo sacaron a rastras de la taberna. Y tú corrías alrededor de él pidiendo clemencia.» Tres días después volvió del colegio pálido y abatido. «¿Qué tienes?», le pregunté. Él no me contestó. No podíamos hablar en casa. Su madre y sus hermanas se habrían mezclado en la conversación enseguida. Las chicas se habían enterado de todo poco después de haber ocurrido. Varvara Nicolaievna empezó a gruñir:

»—¡Bufones, payasos! Sois incapaces de portaros decentemente.

»—Es verdad, Varvara Nikolaievna: somos incapaces de portarnos decentemente.

»Esta vez logré salir del paso. Al atardecer me fui a pasear con el niño. Ha de saber que desde hace algún tiempo salimos a pasear todas las tardes por este mismo camino y llegamos hasta aquella enorme y solitaria roca que hay allá lejos, junto al seto donde empiezan los pastos comunales. Es un lugar desierto y encantador. Íbamos cogidos de la mano como de costumbre. Tiene unas manos pequeñas, de dedos delgados y fríos, pues sufre del pecho.

»—Papá —me dijo—. Papá...

»—¿Qué? —le pregunté. Sus ojos llameaban.

»—¡Cómo te trató!

»—¿Qué le vamos a hacer, Iliucha?

»—No hagas las paces con él, papá; no las hagas. Mis compañeros dicen que te ha dado diez rublos para que calles.

»—No, hijo mío. Por nada del mundo aceptaré dinero de él ahora.

»Él empezó a temblar. Cogió mi mano entre las suyas y me abrazó...

»—Papá, desafíalo. En el colegio me dicen que eres un cobarde, que no te batirás con él, que aceptarás sus diez rublos.

»—No puedo desafiarlo, Iliucha —le respondí.

»Y le expliqué en cuatro palabras lo que acabo de decirle a usted sobre esto. Él me escuchó hasta el fin.

»—De todos modos, papá, no hagas las paces con ese hombre. Cuando yo sea mayor, lo desafiaré y lo mataré.

»En sus ojos había un resplandor intenso. Sin embargo, soy su padre y tuve que decirle la verdad.

»—Matar, incluso en duelo, es un pecado, Iliucha.

»—Papá, cuando yo sea un hombre, lo tiraré al suelo, lo desarmaré, me arrojaré sobre él con el sable en alto y le diré: “Podría matarte, pero te perdono.”

»Ya ve usted, señor, lo que ha absorbido ese espíritu infantil durante estos días. No hace más que pensar en la venganza, y sin duda ha hablado de ella durante su delirio. Anteayer, cuando volvió del colegio con las huellas de haber sido cruelmente golpeado, me enteré de todo. Tiene usted razón. No volverá nunca al colegio. Se enfrenta con todos los alumnos, a todos los desafía. Está desesperado. Su corazón arde de odio. Temo por él. Reanudamos nuestro paseo.

»—Papá —me dijo—, ¿son los ricos las personas más poderosas del mundo?

»—Sí, Iliucha: no hay nada más poderoso que un rico.

»—Pues yo me haré rico, papá. Seré oficial y venceré a todos los enemigos. El zar me recompensará, y entonces vendré a reunirme contigo y ya nadie se atreverá a...

»Guardó silencio unos instantes. Después, con los labios temblorosos como hacía un momento, dijo:

»—Papá, ¡qué vil es nuestra ciudad!

»—Sí, Iliucha, es una ciudad vil.

»—Vámonos a vivir a otra parte, papá. A donde nadie nos conozca.

»—Eso me parece bien, Iliucha. Pero necesitamos dinero.

»Me complacía poder distraerlo así de sus sombríos pensamientos. Empezamos a hacer cábalas sobre nuestro traslado a otra ciudad. Tendríamos que comprar un caballo y un carro.

»—Tu madre y tus hermanas irán en el carro. Las taparemos bien y nosotros iremos a pie al lado. De vez en cuando, tú subirás al carro, pero yo seguiré yendo a pie, pues no hay que cansar al caballo. Así viajaremos.

»Él estaba encantado, sobre todo de tener un caballo. Como usted sabe muy bien, para un muchacho ruso no hay nada mejor que un caballo. “Alabado sea Dios —pensé—. Lo has distraído y lo has consolado.” Pero ayer volvió del colegio más abatido que nunca. Por la tarde, durante el paseo, no despegaba los labios. Hacía viento, el sol se ocultó. Se percibía el otoño en la penumbra que nos rodeaba. Los dos estábamos tristes.

»—Bueno, muchacho; vamos a hacer los preparativos para el viaje.

»Intentaba reanudar la charla del día anterior. Él no dijo ni una palabra, pero su menuda mano temblaba en la mía. “Malo —me dije—. Algo nuevo ha ocurrido.” Llegamos hasta esta piedra que ahora estamos viendo. Yo me senté en ella. En el aire se veían lo menos treinta cometas que el viento azotaba sonoramente. Es ahora el tiempo de remontarlas.

»—También nosotros podríamos hacer volar las cometas del año pasado, Iliucha. Las repararé. ¿Qué has hecho de ellas?

»Él seguía mudo y volvía la cara para no mirarme. De pronto, el viento empezó a zumbar, levantando nubes de tierra. Iliucha se arrojó sobre mí, me rodeó el cuello con los brazos y me estrechó entre ellos. Así suele ocurrir, señor. El niño taciturno y orgulloso retiene largo tiempo sus lágrimas, pero cuando, al fin, la fuerza del dolor las hace brotar, corren en torrentes. Sus lágrimas ardientes inundaron mi rostro. Sollozaba entre convulsiones, me apretaba contra su pecho.

»—¡Papá —exclamó—, mi querido papá! ¡Cómo te humilló ese hombre!

» Entonces yo también me eché a llorar, y los dos sollozamos abrazados sobre esta gran piedra. Nadie nos vela: sólo Dios. Tal vez me lo tenga en cuenta. Dé las gracias a su hermano, Alexei Fiodorovitch. No, no azotaré a mi hijo por el mal que le ha hecho a usted.

Así terminó su extraña y enrevesada confidencia. Aliocha, tan conmovido que sus ojos estaban húmedos de lágrimas, comprendía que aquel hombre tenía confianza en él y que no se habría franqueado con cualquiera.

—¡Cómo me gustaría hacer las paces con su hijo! —exclamó—. Si usted quisiera intervenir...

—Lo haré —murmuró el capitán.

—Pero no es eso lo que nos interesa ahora. Escuche. Tengo un encargo para usted. Mi hermano Dmitri ha ofendido también a su novia, una muchacha noble de la que usted debe de haber oído hablar. Tengo derecho a revelarle esta afrenta; es más, tengo el deber de hacerlo, pues esa joven, al enterarse de la humillación sufrida por usted, me ha encargado hace un momento... de entregarle un dinero de su parte, no en nombre de Dmitri, que la ha abandonado, ni de mí, su hermano, ni de nadie; de ella y únicamente de ella. Le suplica a usted que acepte su ayuda... A los dos los ha ofendido la misma persona. Esa joven ha pensado en usted únicamente porque ella ha recibido una afrenta tan grave como la que usted ha sufrido. Es como una hermana que acude en ayuda de su hermano. Me ha pedido que le convenza a usted de que acepte estos doscientos rublos de su parte, como los aceptaría de una hermana que conociera su desdichada situación. Nadie se enterará; no tiene usted que temer a las murmuraciones de los malintencionados. He aquí los doscientos rublos. Acéptelos, créame. De lo contrario, habría que admitir que en el mundo sólo tenemos enemigos. Y eso no es verdad: hay también hermanos... Usted debe comprenderlo porque tiene un alma noble.

Y Aliocha le ofreció dos billetes de cien rublos completamente nuevos. El capitán y él estaban entonces precisamente junto a la gran roca cercana al seto. No había nadie en torno a ellos. Los billetes produjeron en el capitán profunda impresión. Se estremeció, aunque al principio el estremecimiento fue sólo de sorpresa: de ningún modo esperaba que el suceso tuviera semejante desenlace; jamás había ni siquiera soñado que pudiera recibir ayuda alguna. Cogió los billetes y durante casi un minuto fue incapaz de responder. Una expresión nueva apareció en su rostro.

—¡Doscientos rublos! ¿Es para mí todo este dinero? ¡Dios Santo! Hacía cuatro años que no veía doscientos rubios juntos. Ha dicho que es como una hermana mía. ¡Vaya si lo es!

—Le juro que todo lo que le he dicho es la pura verdad —afirmó Aliocha.

El capitán enrojeció.

—Escuche, señor, escuche: si acepto, ¿no seré un cobarde, no se lo pareceré a usted? Escuche, escuche —repetía a cada momento, tocando a Aliocha—: usted me pide que acepte el dinero, ya que es una «hermana» quien me lo envía; pero si lo tomo, ¿no me despreciará usted, aunque no lo manifieste?

—¡No y mil veces no! ¡Se lo juro por la salvación de mi alma! Además, esto no lo sabrá nadie nunca, nadie más que nosotros: usted, ella, yo... y una dama que es gran amiga suya.

—Todo eso importa muy poco. Óigame, Alexei Fiodorovitch; es indispensable que me oiga. Usted no puede comprender lo que representan para mí estos doscientos rublos —continuó el infortunado capitán, del que se había ido apoderando poco a poco una tremenda exaltación y que se expresaba con la impaciencia del que teme que no le dejen decir todo lo que desea—. Dejando aparte el hecho de que este dinero es de procedencia limpia, ya que viene de una respetable «hermana», ha de saber usted que ahora podré cuidar a mi esposa y a Nina, mi angelical jorobadita. El doctor Herzenstube vino a mi casa desinteresadamente, impulsado por la bondad de su corazón; la estuvo reconociendo durante una hora y me dijo: «No comprendo nada en absoluto.» Sin embargo, el agua mineral que recetó a mi mujer la alivia mucho. También le prescribió baños de pies con ciertos remedios. Las botellas de agua mineral valen treinta copecs cada una, y se ha de beber unas cuarenta. Yo cogí la receta y la puse en la mesita que hay debajo del icono. Allí está. A Nina le ordenó baños calientes en una solución especial, dos veces al día, mañana y tarde. ¿Cómo es posible seguir semejante tratamiento viviendo realquilados y sin servidumbre, sin agua, sin los utensilios necesarios y sin la ayuda de nadie? La pobre Nina está imposibilitada por el reumatismo. No se lo había dicho todavía, ¿verdad? Por las noches siente fuertes dolores en todo un costado y sufre horriblemente, pero disimula para no inquietarnos, y, para que no nos despertemos, de sus labios no se escapa la menor queja. Comemos lo que buenamente llega a nuestras manos. Pues bien, ella se queda con el último bocado, algo que ni los perros querrían. Es como si dijera: «Ni siquiera este bocado merezco, pues os privo de él a vosotros, a cuya costa vivo.» Eso dice con su mirada de ángel. La atendemos, y ello le pesa. «No merezco estos cuidados. Soy una persona inútil.» ¡No merecerlos ella, cuya dulzura angelical es una bendición para todos! Sin su dulce presencia, nuestra casa sería un infierno. Ha conseguido incluso suavizar el carácter de Varvara. No condene a Varvara. Es también un ángel, un ser desgraciado. Llegó a casa el verano pasado con dieciséis rublos que había ganado dando lecciones y estaban destinados a pagar su regreso a Petersburgo en el mes de septiembre, es decir, ahora. Pero nos hemos comido su dinero y no podía marcharse: ésta es la causa de su mal humor. Por otra parte, no se podía ir, porque está tan ocupada en la casa, que parece una condenada a trabajos forzados. Hemos hecho de ella una acémila. Se ocupa en todo: remienda, lava, barre, acuesta a su madre. Y su madre es caprichosa y llorona, en fin, una perturbada... Ahora, con estos doscientos rublos, podremos tener una sirvienta y no faltarán cuidados a esos dos seres a los que tanto quiero. Enviaré a Varvara a Petersburgo, compraré carne, estableceré un nuevo régimen de vida. ¡Señor, si esto parece un sueño!

Aliocha estaba encantado de haber sido portador de tanta felicidad y de ver que aquel pobre diablo admitía aquel medio de ser feliz.

—Espere, Alexei Fiodorovitch, espere —continuó el capitán, aferrándose a un nuevo sueño—. Sepa que Iliucha y yo podremos llevar a cabo nuestro proyecto. Compraremos un caballo y un carro; un caballo negro, pues así lo quiere él, y nos marcharemos, como decidimos anteayer los dos. Conozco a un abogado en la provincia de K..., un amigo de la infancia. Me he enterado por una persona digna de crédito de que, si me presentara allí, me daría una plaza de secretario. A lo mejor, es verdad que me la da... Mi mujer y Nina irían dentro del carro, Iliucha conduciría y yo iría a pie. Así viajaríamos toda la familia. ¡Señor! Si yo supiera que iba a tener una credencial, esto bastaría para que hiciéramos el viaje.

—¡Lo harán, lo harán! —exclamó Aliocha—. Catalina Ivanovna le enviará más dinero, tanto como usted quiera. Yo también tengo dinero. Acepte lo que le haga falta. Se lo ofrezco como se lo ofrecería a un hermano, a un amigo. Ya me lo devolverá, pues usted se hará rico. No se le ha podido ocurrir nada mejor que este viaje. Será la salvación de ustedes, sobre todo la de su hijo. Deben marcharse enseguida, antes del invierno, antes de los fríos. Ya nos escribirá desde allí; seguiremos siendo hermanos... ¡No, esto no es un sueño!

Aliocha estaba tan contento, que de buena gana habría abrazado al capitán. Pero al fijar la vista en él, quedó paralizado. El capitán, con el cuello estirado y la boca saliente, pálido y lleno de exaltación el semblante, movía los labios, como si quisiera hablar, pero sin emitir ningún sonido.

—¿Qué le ocurre? —preguntó Aliocra con un repentino estremecimiento.

—Alexei Fiodorovitch..., le voy a... —balbuceó el capitán mirando a Aliocha con un gesto extraño y feroz, el gesto del hombre que va a lanzarse al vacío, al mismo tiempo que sus labios plasmaban una sonrisa—. Le voy a... ¿Quiere usted que le haga un juego de manos? —murmuró acto seguido, con acento firme y como obedeciendo a una súbita resolución.

—¿Un juego de manos?

—Ahora verá —dijo el capitán, crispados los labios, guiñando el ojo izquierdo y taladrando a Aliocha con la mirada.

—¿Qué le pasa? —exclamó Alexei, francamente aterrado—. ¿Qué dice usted de juegos de manos?

—¡Mire! —gritó el capitán.

Le mostró los dos billetes, que mientras hablaba había sostenido entre los dedos pulgar a índice, y de pronto los estrujó cerrando el puño.

—¿Ve usted, ve usted? —exclamó, pálido, frenético. Levantó la mano y, con todas sus fuerzas, arrojó los estrujados billetes al suelo.– ¿Ve usted? —vociferó nuevamente, señalándolos con el dedo—. ¡Ahí los tiene!

Empezó a pisotearlos con furor salvaje. Jadeaba y exclamaba a cada pisotón:

—Mire lo que yo hago con su dinero. ¡Mire, mire!

De súbito dio un salto atrás y se irguió mirando a Aliocha. De todo su cuerpo emanaba un orgullo indecible.

—¡Vaya a decir a los que le han enviado que el «Barbas de Estropajo» no vende su honor! —exclamó con el brazo extendido.

Después giró rápidamente sobre sus talones y echó a correr. Cuando había recorrido unos cinco pasos se volvió y dijo adiós a Aliocha con la mano. Avanzó cinco pasos más y se detuvo de nuevo. Esta vez su rostro no estaba crispado por la risa, sino sacudido por el llanto. En un tono gimiente, entrecortado, farfulló:

—¿Qué habría dicho a mi hijo si hubiese aceptado el pago de nuestra vergüenza?

Dicho esto, echó a correr de nuevo, ya sin volverse. Aliocha le siguió con una mirada llena de profunda tristeza. Comprendió que hasta el último momento el desgraciado no supo que estrujaría y arrojaría los billetes. Aliocha no quiso perseguirlo ni llamarlo. Cuando perdió de vista al capitán, cogió los billetes, arrugados y hundidos en la tierra, pero intactos todavía. Incluso crujieron cuando Aliocha los alisó. Luego los dobló, se los guardó en el bolsillo y fue a dar cuenta a Catalina Ivanovna del resultado de su gestión.

LIBRO V



PRO Y CONTRA


.


CAPÍTULO PRIMERO



Los esponsales



Esta vez, Aliocha fue recibido por la señora Khokhlakov, que estaba atareadísima. La crisis de Catalina Ivanovna había terminado con un desvanecimiento, seguido de una profunda extenuación. En aquel momento estaba delirando, presa de alta fiebre. Se había enviado en busca de sus tías y el doctor Herzenstube. Éstas habían llegado ya. La enferma yacía sin conocimiento. En torno de ella reinaba una ansiosa expectación.

Mientras explicaba todo esto, la dama tenía una expresión grave e inquieta. «Es algo serio; esta vez es algo serio», repetía a cada palabra, como si nada de lo que había ocurrido anteriormente tuviera importancia alguna. Aliocha la escuchaba con visible pesar. Quiso contarle su aventura con el capitán, pero ella le interrumpió enseguida. No podía escucharle; se tenía que marchar. Le rogó que, entre tanto, hiciera compañía a Lise.

—Mi querido Alexei Fiodorovitch —le murmuró casi al oído—, hace un momento, Lise me ha sorprendido y enternecido. Por eso, porque me enternece, mi corazón se lo perdona todo. Apenas se ha marchado usted, ha empezado a lamentarse sinceramente de haberle hecho blanco de sus burlas ayer y hoy. Sin embargo, sólo han sido bromas inocentes. Incluso lloraba, cosa que me ha sorprendido de veras. Nunca se había arrepentido de veras de sus burlas, de las que soy su víctima a cada momento. Pero ahora habla en serio. Su opinión le importa mucho, Alexei Fiodorovitch. Trátela con solicitud, si le es posible, y no le guarde rencor. Yo tengo con ella toda clase de miramientos. ¡Es tan inteligente! Hace un momento me decía que usted es su mejor amigo de la infancia. Tiene sentimientos y recuerdos conmovedores, frases, expresiones que surgen cuando menos se espera. Hace un momento ha dicho una verdadera sutileza a propósito de un pino. Cuando ella era muy pequeña todavía, había un pino en nuestro jardín. Pero sin duda aún está allí: no sé por qué hablo de él como de una cosa del pasado. Los pinos no son como las personas; viven mucho tiempo sin hacer ningún cambio. «Mamá —me ha dicho—, me acuerdo de ese pino como en sueños, sosna kak so sna...» [29]. Pero no, debe de haber dicho otra cosa, porque esto no tiene sentido. Estoy segura de que ha dicho algo original e ingenioso que yo no he sabido interpretar. Además, no me acuerdo de lo que ha dicho... Bueno, adiós; esto es para perder la cabeza. Sepa usted, Alexei Fiodorovitch, que he estado loca dos veces y me han curado. Vaya al lado de Lise. Reconfórtela como sólo usted sabe hacerlo. ¡Lise —gritó acercándose a la puerta—, te envío a tu víctima Alexei Fiodorovitch! No está enojado contigo, palabra. Por el contrario, le sorprende que hayas podido creer eso de él.

Merci, maman. Pase, Alexei Fiodorovitch.

Aliocha entró. Lise le miró, confusa, y enrojeció hasta las orejas. Como suele hacerse en casos semejantes, empezó por abordar un tema que le era indiferente, pero por el que fingió gran interés.

—Mamá acaba de explicarme, Alexei Fiodorovitch, la historia de los doscientos rublos y la misión que le han confiado a usted respecto a ese pobre capitán... Me ha contado la humillante y horrible escena de la taberna, y aunque mamá cuenta muy mal las cosas, de un modo deshilvanado, me ha hecho llorar. Bueno, explíqueme: ¿qué ha hecho ese desgraciado al ver el dinero?

—No se lo ha quedado —repuso Aliocha—. Ha ocurrido algo extraordinario.

Alexei Fiodorovitch simulaba también tener concentrado su interés en este asunto. Sin embargo, Lise leía en su mirada que su pensamiento estaba en otra parte.

Aliocha se sentó y empezó su relato. Apenas pronunció las primeras palabras, dejó de sentirse cohibido y logró cautivar a Lise. Hallándose aún bajo la influencia de las emociones que acababa de experimentar, refirió su visita con gran número de detalles impresionantes. En Moscú, cuando Lise era todavía una niña, a él le encantaba ir a verla para contarle su última aventura, algo que había leído y le había impresionado, o para recordar algún episodio de la infancia. A veces soñaban al unísono y componían verdaderas novelas, generalmente alegres. En aquel momento estaban reviviendo escenas de su vida de dos años atrás. Lise se sintió profundamente impresionada ante el relato de Aliocha. Éste pintó a Iliucha con vigorosos rasgos, y cuando le describió con todo detalle la escena en que el desgraciado había pisoteado los billetes, Lise enlazó las manos y exclamó:

—Entonces, ¿no le ha dado el dinero, le ha dejado usted que se fuera? Debió usted correr detrás de él, alcanzarlo...

—No, Lise: es mejor que haya ocurrido así —replicó Aliocha levantándose y empezando a pasear por la estancia con un gesto de preocupación.

—¿Cómo puede haber sido mejor? ¿Por qué? Se van a morir de hambre.

—No, no se morirán, pues tendrán los doscientos rublos. Ese hombre los aceptará mañana.

Aliocha se detuvo de pronto ante la joven.

—He cometido un error —dijo—, pero esta equivocación ha tenido felices consecuencias.

—¿Por qué?

—Ahora mismo se lo voy decir. Ese hombre es un cobarde, un ser débil, un corazón agotado. No ceso de preguntarme por qué razón se ha sulfurado tan de repente. Pues estoy seguro de que hasta el último momento no le ha pasado por la imaginación pisotear el dinero. Pues bien, creo haber descubierto más de una explicación a su conducta. Ante todo, no ha sabido disimular la alegría que ha sentido al ver el dinero. Si hubiera hecho remilgos, como es corriente en tales casos, al fin se habría resignado a aceptarlo; pero después de haber manifestado tan francamente su alegría, no ha podido menos de dar un respingo. Como ve usted, en tales casos la sinceridad no tiene utilidad alguna. El infeliz hablaba con voz tan débil y con tal rapidez, que daba la impresión de estar llorando sin cesar. Ciertamente, ha llorado de alegría... Me ha hablado de sus hijas, de cierto empleo que podrían darle en otra ciudad, y, después de haberse expansionado, ha sentido una repentina vergüenza de haber mostrado su alma al desnudo. Inmediatamente me ha detestado. Es uno de esos seres que se avergüenzan de cualquier cosa, pero que tienen un orgullo excesivo. Sobre todo, le ha mortificado el hecho de haberme considerado enseguida como amigo. Después de haberse arrojado sobre mí para intimidarme, me ha abrazado y cubierto de amabilidades al ver los billetes. Y cuando, pensando en esto, se sentía profundamente humillado, yo he cometido un grave error: le he dicho que si no tenía bastante dinero para trasladarse a otra ciudad, le darían más y que yo mismo contribuiría a ello con mis propios recursos. Esto le ha herido. ¿Por qué acudía yo también en su socorro? Pues ha de saber, Lise, que nada hay más molesto para un desgraciado que ver que todos sus semejantes se consideran bienhechores. Se lo he oído decir al starets. No sé qué explicación puede tener esto, pero lo he observado muchas veces, e incluso yo mismo lo siento. Aunque él ha ignorado hasta el último momento que pisotearía los billetes, lo presentía. Y esto acrecentaba su júbilo. Pero, por enojoso que esto parezca, es lo mejor que ha podido ocurrir.

—Esto es incomprensible —exclamó Lise mirando a Aliocha con gesto de estupor.

—Oiga, Lise: si en vez de pisotear los billetes los hubiera aceptado, es casi seguro que una hora después, al llegar a casa, habría llorado de humillación. Y mañana hubiese venido a arrojármelos a la cara, y tal vez los habría pisoteado como acaba de hacer. Ahora, en cambio, se ha marchado triunfalmente, aun sabiendo que va a su perdición. Pues bien, nada es más fácil en estos momentos que obligarle a aceptar esos doscientos rublos, y mañana mismo, no más tarde, pues ha satisfecho su honor pisoteando el dinero. Necesita urgentemente esta cantidad y, por orgulloso que sea, no dejará de pensar en la ayuda de que él mismo se ha privado. Sobre todo, pensará en ello, e incluso lo soñará, esta noche. Tal vez mañana por la mañana venga a verme y a excusarse. Entonces yo le diré: «Es usted un hombre digno, bien lo ha demostrado. Ahora acepte el dinero y perdónenos.» Y él lo aceptará.


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