355 500 произведений, 25 200 авторов.

Электронная библиотека книг » Федор Достоевский » Los hermanos Karamazov » Текст книги (страница 7)
Los hermanos Karamazov
  • Текст добавлен: 10 октября 2016, 05:12

Текст книги "Los hermanos Karamazov"


Автор книги: Федор Достоевский



сообщить о нарушении

Текущая страница: 7 (всего у книги 57 страниц)

—¿De dónde has sacado todo eso? ¿En qué te fundas para hablar con esa seguridad? —preguntó Aliocha, de súbito y frunciendo las cejas.

—¿Y por qué me interrogas temiendo por anticipado mi respuesta? Eso quiere decir que sabes que he dicho la verdad.

—A ti no te es simpático Iván. A Iván no le atrae el dinero.

—¿De veras? ¿Y tampoco la belleza de Catalina Ivanovna? No, no se trata únicamente de dinero, aunque sesenta mil rublos sea una cifra seductora.

—Iván tiene miras más altas. Los miles de rublos no le deslumbran. No busca el dinero ni la tranquilidad: lo que sin duda busca es el sufrimiento.

—¡Otra fantasía! ¡Vivís en el limbo!

—Micha, su alma es impetuosa y su espíritu está cautivo. Hay en él una gran idea de la que todavía no ha encontrado la clave. Es una de esas personas que no necesitan millones, sino la solución de su pensamiento.

—Eso es un plagio, Aliocha: repites las ideas de tu starets. Iván os ha planteado un enigma —exclamó con visible animosidad Rakitine, cuyo semblante se alteró mientras sus labios se contraían—. Un enigma estúpido en el que no hay nada que adivinar. Haz un pequeño esfuerzo y lo comprenderás todo. Su artículo es ridículo y necio. Le he oído perfectamente cuando ha desarrollado su absurda teoría. «Si no hay inmortalidad del alma, no hay virtud, lo que quiere decir que todo está permitido.» Recuerda que tu hermano Mitia ha dicho sobre esto que lo tendría presente. Es una teoría seductora para los bribones... No; para los bribones, no. Esta vehemencia me trastorna... Es seductora para esos fanfarrones dotados de «una profundidad de pensamiento insondable». Es un charlatán, y su teoría, una bobada. Por lo demás, aunque no crea en la inmortalidad del alma, la humanidad hallará en sí misma el vigor necesario para vivir virtuosamente. Esa fuerza se la proporcionará su amor a la libertad, a la igualdad y a la fraternidad.

Rakitine se había entusiasmado y apenas podía contenerse. Pero, de pronto, se detuvo como si se acordara de algo.

—¡Bueno, basta ya! —dijo con una sonrisa forzada—. ¿De qué te ríes? ¿Crees que soy tonto?

—No, eso ni siquiera me ha pasado por el pensamiento. Eres inteligente, pero... En fin, dejemos esto. He sonreído tontamente. Comprendo que te acalores, Micha. Tu vehemencia me ha hecho comprender que Catalina Ivanovna te gusta. Ya hace tiempo que lo sospechaba. Por eso Iván no te es simpático. Tienes celos.

—Llega hasta el final; di que los celos se deben también al dinero de ella.

—No, Micha; no quiero ofenderte.

—Lo creo, porque eres tú quien lo dice. Pero que el diablo os lleve a ti y a tu hermano Iván. Ninguno de los dos comprendéis que, dejando aparte a Catalina Ivanovna, Iván no es nada simpático. ¿Por qué he de quererle, demonio? Él me insulta. ¿No tengo derecho a devolverle la pelota?

—Nunca le he oído hablar ni bien ni mal de ti.

—¿No? Pues me han informado de que anteayer, en casa de Catalina Ivanovna, habló mucho de mí, tanto interesa este amigo tuyo y servidor. Después de esto, querido, no está claro quién está celoso de quién. Dijo que si no me resignaba a la carrera de archimandrita, si no visto el hábito muy pronto, partiré hacia Petersburgo, ingresaré en una gran revista como crítico y, al cabo de diez años, seré propietario del periódico. Entonces le imprimiré una tendencia liberal y atea, e incluso cierto matiz socialista, aunque tomando precauciones, es decir, nadando entre dos aguas y dando el pego a los imbéciles. Y tu hermano siguió diciendo que, a pesar de este tinte de socialismo, yo ingresaría mis beneficios en un Banco, especularía por mediación de un judío cualquiera y, finalmente, me haría construir una casa que me produjese una buena renta, además de servirme para instalar la redacción de mi revista. Incluso señaló el sitio donde se levantaría el inmueble: cerca del puente de piedra que se proyecta construir entre la avenida Litenaia y el barrio de Wyborg.

—¡Ah, Micha! —exclamó Aliocha, echándose a reír alegremente sin poderlo remediar—. A lo mejor, eso se cumple punto por punto.

—¡También tú te burlas, Alexei Fiodorovitch!

—¡No, no; ha sido simplemente una broma! Perdóname. Estaba pensando en otra cosa. Pero, oye: ¿quién te ha dado todos esos detalles? Porque tú no estabas en casa de Catalina Ivanovna cuando mi hermano habló de ti, ¿verdad?

—No, no estaba. Pero Dmitri Fiodorovitch refirió todo esto en casa de Gruchegnka y yo le oí desde el dormitorio, de donde no podía salir mientras estuviera allí Mitia.

—Comprendido. Ya no me acordaba de que Gruchegnka es parienta tuya.

—¿Parienta mía? ¿Gruchegnka parienta mía? —exclamó Rakitine, enrojeciendo hasta las orejas—. ¿Has perdido el juicio? ¡No sabes lo que dices!

—¿Cómo? ¿No es parienta tuya? Pues lo he oído decir.

—¿Dónde? ¡Ah señores Karamazov! Tenéis humos de alta y vieja nobleza, olvidándoos de que vuestro padre era un simple bufón en mesas ajenas, donde se ganaba un plato de comida. Yo no soy sino el hijo de un pope, nada a vuestro lado; pero no me insultéis con esos aires de alegre desdén. Yo también tengo mi honor, Alexei Fiodorovitch, y me avergonzaría de estar emparentado con una mujer pública.

Rakitine estaba excitadísimo.

—Perdóname, te lo ruego —dijo Aliocha, que se había puesto como la grana—. Jamás habría creído que fuera una mujer... así. Te repito que me dijeron que era pariente tuya. Vas con frecuencia a su casa, y tú mismo me has dicho que no hay nada entre vosotros... No me podía imaginar que la despreciaras tanto. ¿Lo merece verdaderamente?

—Tengo mis razones para ir con frecuencia a su casa: esto es todo lo que te puedo decir. En cuanto al parentesco, es en tu familia en la que podría entrar por medio de tu padre o de tu hermano. En fin, ya hemos llegado. Corre a la cocina... Pero, ¿qué es esto?, ¿qué ha pasado? ¿Es posible que nos hayamos retrasado tanto? No, no pueden haber terminado ya. A menos que los Karamazov hayan hecho alguna de las suyas. Eso debe de ser. Mira: ahí viene tu padre. Y tu hermano Iván le sigue. Han plantado al padre abad. ¿Ves al padre Isidoro en la escalinata gritando a tu padre y a tu hermano? Y tu padre agita los brazos, sin duda vomitando insultos. Mira a Miusov en su calesa, que acaba de arrancar. Y Maximov corre como un desalmado. Ha sido un verdadero escándalo. La comida no ha llegado a celebrarse. ¿Habrán sido capaces de pegarle al padre abad? ¿Los habrán vapuleado a ellos? Lo tendrían bien merecido.

Rakitine había acertado. Acababa de producirse un escándalo inaudito.

CAPITULO VIII



Un escándalo



Cuando Miusov e iván Fiodorovitch llegaron a las habitaciones del padre abad, Piotr Alejandrovitch, que era un hombre bien educado, estaba avergonzado de su reciente arrebato de cólera. Comprendía que, en vez de exasperarse, debió apreciar en su justo valor al deleznable Fiodor Pavlovitch y conservar enteramente su sangre fría.

«Nada se les puede reprochar a los monjes —se dijo de pronto; mientras subía la escalinata que conducía al departamento del padre abad—. Puesto que hay aquí personas distinguidas (el padre Nicolás y el abad pertenecen, según tengo entendido, a la nobleza), ¿por qué no me he de mostrar amable con ellos? No discutiré, incluso les llevaré la corriente, y me atraeré su simpatía. Así les demostraré que yo no tengo nada que ver con ese Esopo, ese bufón, ese saltimbanqui, y que he sido engañado como ellos.»

Decidió cederles definitiva e inmediatamente los derechos de tala y pesca, cosa que haría de mejor grado aún al tratarse de una bagatela.

Estas buenas intenciones se afirmaron en el momento en que los invitados entraban en el comedor del padre abad. Todo el departamento consistía en sólo dos piezas, pero éstas eran más espaciosas y cómodas que las del starets. En ellas no imperaba el lujo, ni mucho menos. Los muebles eran de caoba y estaban tapizados de cuero, según la antigua moda del año 1820; el suelo no estaba ni siquiera pintado. En compensación, todo resplandecía de limpieza y en las ventanas abundaban las flores de precio. Pero el principal detalle de elegancia consistía en aquel momento en la mesa, presentada incluso con cierta suntuosidad. El mantel era inmaculado, la vajilla estaba resplandeciente, en la mesa se veían tres clases de pan [19], todas perfectamente cocidas, dos botellas de vino, dos jarros de excelente aguamiel del monasterio y una gran garrafa llena de un kvass [20]famoso en toda la comarca. No había vodka. Rakitine refirió después que la minuta constaba de cinco platos: una sopa con trozos de pescado, un pescado en una salsa especial y deliciosa, un plato de esturión, helados y compota, y, finalmente, kissel [21].

Incapaz de contenerse, Rakitine había olfateado todo esto y echado una mirada a la cocina del padre abad, donde tenía amigos. Los tenía en todas partes: así se enteraba de todo lo que quería saber. Era un alma atormentada y envidiosa. Tenía pleno conocimiento de sus dotes indiscutibles y, llevado de su presunción, las exageraba. Sabía que estaba destinado a desempeñar un papel importante. Pero Aliocha, que sentía por él verdadero afecto, se afligía al ver que no tenía conciencia y que el desgraciado no se daba cuenta de ello. Sabía que no se apoderaría jamás de un dinero que tuviera a su alcance, y esto bastaba para que se considerase perfectamente honrado. Respecto a este punto, ni Aliocha ni nadie habría podido abrirle los ojos.

Rakitine era poco importante para participar en la comida. En cambio, el padre José y el padre Paisius habían sido invitados, además de otro religioso. Los tres esperaban ya en el comedor para recibir a sus invitados. Era un viejo alto y delgado, todavía vigoroso, de cabello negro que empezaba a cobrar un tono gris, y rostro alargado, enjuto y grave. Saludó a sus huéspedes en silencio, y ellos se inclinaron, solicitando su bendición. Miusov intentó incluso besarle la mano, pero el padre abad, advirtiéndolo, la retiró. Iván Fiodorovitch y Kalganov llegaron al fin del saludo, besándole la mano ruidosamente, al estilo de la gente del pueblo.

—Todos tenemos que presentarle nuestras excusas, reverendo padre —dijo Piotr Alejandrovitch con una fina sonrisa, pero en tono grave y respetuoso—, ya que llegamos solos, es decir, sin nuestro compañero Fiodor Pavlovitch, a quien usted había invitado. Ha tenido que renunciar a venir con nosotros, y no sin motivo. En la celda del padre Zósimo acalorado por su desdichada querella con su hijo, ha pronunciado algunas palabras totalmente fuera de lugar, en extremo inconvenientes..., de lo cual debe de tener ya conocimiento su reverencia —añadió mirando de reojo a los monjes—. Fiodor Pavlovitch, consciente de su falta y lamentándola sinceramente, se siente profundamente avergonzado y nos ha rogado, a su hijo Iván y a mí, que le expresemos su pesar, su contrición y su arrepentimiento... Espera repararlo todo inmediatamente. Por el momento, implora la bendición de su reverencia y le ruega que olvide lo sucedido.

Al llegar al final de su discurso, Miusov se sintió tan satisfecho de sí mismo, que incluso se olvidó de su reciente irritación. Experimentó de nuevo un sincero y profundo amor por la humanidad.

El padre abad, que le había escuchado atentamente, inclinó la cabeza y repuso:

—Lamento vivamente su ausencia. Si hubiera participado en esta comida, acaso nos habría tomado afecto, y nosotros a él. Señores, tengan la bondad de ocupar sus puestos.

Se situó ante la imagen y empezó a orar. Todos se inclinaron respetuosamente y Maximov incluso se colocó delante de los demás y enlazó las manos con un gesto de profunda devoción.

Fue entonces cuando Fiodor Pavlovitch completó su obra. Hay que advertir que su propósito de marcharse había sido sincero; que, tras su vergonzosa conducta en las habitaciones del starets, había comprendido que no debía ir a comer con el padre abad como si nada hubiera pasado. No se sentía avergonzado, no se hacía amargos reproches, sino todo lo contrario; pero consideraba que asistir a la comida era una inconveniencia.

Sin embargo, apenas su calesa de muelles chirriantes avanzó hasta el pie de la escalinata de la hospedería, y cuando ya iba a subir al coche, se detuvo. Se acordó de las palabras que había dicho al starets. «Cuando voy a ver a otras personas, siempre me parece que soy el más vil de todos, y que todos me miran como a un payaso. Entonces yo decido hacer de veras el payaso, por considerar que todos, desde el primero hasta el último, son más estúpidos y más viles que yo.»

Fiodor Pavlovitch quería vengarse de todo el mundo por sus propias villanías. Se acordó de pronto de que un día alguien le preguntó: «¿Por qué detesta usted tanto a ese hombre?» A lo que él había contestado en un arranque de procacidad bufonesca: «No me ha hecho nada, pero yo le hice a él una mala pasada y desde entonces empecé a detestarlo.» Este recuerdo le arrancó una risita silenciosa y maligna. Con los ojos centelleantes y los labios temblorosos, tuvo unos instantes de vacilación. Luego, de pronto, se dijo resueltamente: «No podría rehabilitarme. Me mofaré de ellos hasta el cinismo.»

Ordenó al cochero que esperase y volvió a grandes pasos al monasterio. Iba derecho a las habitaciones del padre abad. Ignoraba aún lo que haría, pero sabía que no era dueño de sí mismo, que al menor impulso cometería cualquier acto indigno, incluso algún delito del que habría de responder ante los tribunales. Hasta entonces, jamás había pasado de ciertos límites, lo que no dejaba de sorprenderle.

Apareció en el comedor en el momento en que, terminada la oración, todos iban a sentarse a la mesa. Se detuvo en el umbral, observó a la concurrencia, mirándolos a todos fijamente a la cara, y estalló en una risa larga y desvergonzada.

—¿Se creían que me había marchado? Pues aquí me tienen —exclamó con voz sonora.

Todos los presentes le miraron en silencio, y, de súbito, todos comprendieron que inevitablemente se iba a producir un escándalo. Piotr Alejandrovitch pasó repentinamente de la calma a la contrariedad. Su cólera volvió a inflamarse:

—¡No lo puedo soportar! —gruñó—. No puedo, no puedo de ningún modo.

La sangre le afluyó a la cabeza, y notó que se embarullaba, pero el momento no era para pensar en la dialéctica. Cogió el sombrero.

—¿Qué es lo que no puede soportar? —exclamó Fiodor Pavlovitch—. ¿Puedo entrar, reverendo padre? ¿Me admite usted como invitado?

—Le ruego de todo corazón que pase —respondió el padre abad, y añadió dirigiéndose a todos—: Señores, les suplico que olviden sus querellas y se reúnan con amor fraternal, implorando a Dios, en torno de esta mesa.

—¡No, no! Eso es imposible —exclamó Piotr Alejandrovitch fuera de sí.

—Lo que es imposible para Piotr Alejandrovitch, lo es también para mí. No me quedaré. He venido por estar con él. No me separaré de usted ni un paso, Piotr Alejandrovitch: si usted se va, me voy yo; si usted se queda, me quedo. Usted, padre abad, le ha herido al hablar de fraternidad: le mortifica ser mi pariente... ¿No es verdad, Von Shon? Miren: ahí tienen a Von Shon. ¡Buenas tardes, Von Shon!

—¿Me dice usted a mi? —preguntó Maximov, estupefacto.

—Sí, a ti. Reverendo padre, ¿sabe usted quién es Von Shon? El héroe de una causa célebre. Lo mataron en un lupanar, como creo que llaman ustedes a esos lugares, y, una vez muerto, lo desvalijaron. Después, a pesar de su respetable edad, lo metieron en un cajón y lo enviaron de Petersburgo a Moscú en un furgón de equipajes con una etiqueta. Y mientras lo embalaban, las rameras cantaban y tocaban el tímpano, es decir, el piano. Pues bien, ese hombre que ven ustedes ahí es Von Shon resucitado. ¿Verdad, Von Shon?

—¿Qué dice este hombre? —exclamaron varias voces entre los religiosos.

—Vámonos —dijo Piotr Alejandrovitch a Kalganov.

—¡No, esperen! —gritó Fiodor Pavlovitch, dando un paso hacia el interior—. Déjenme terminar. En la celda del staretsme han acusado ustedes de haberme conducido irrespetuosamente, y todo porque he hablado de gobios. A Piotr Alejandrovitch Miusov, mi pariente, le gusta que en las peroraciones haya plus de noblesse que de sincérité; a mi, por el contrario, me gusta que en mis discursos haya plus de sincérité que de noblesse, ¡y que se fastidie! ¿No es verdad, Von Shon? Escúcheme, padre abad: aunque yo sea un bufón y me mantenga en mi papel, soy un caballero de honor y tengo que explicarme. Sí, yo soy un caballero de honor, mientras que en Piotr Alejandrovitch no hay más que amor propio ofendido. He venido aquí para ver lo que pasa y exponerle mi modo de pensar. Mi hijo Alexei hace el noviciado en este monasterio. Soy su padre y mi obligación es preocuparme por su porvenir. Mientras yo actuaba como en un teatro, lo escuchaba todo, lo miraba todo con disimulo, y ahora quiero ofrecerle el último acto de la comedia. Generalmente, aquí, el que cae se queda tendido para siempre. Pero yo quiero levantarme. Padres, estoy indignado del modo de obrar de ustedes. La confesión es un gran sacramento que merece mi veneración y ante el cual estoy presto a prosternarme. Pues bien, allá abajo, en la ermita, todo el mundo se arrodilla y se confiesa en voz alta. ¿Está permitido confesarse en voz alta? En los tiempos más antiguos, los santos padres instituyeron la confesión secreta. Porque, por ejemplo, ¿puedo yo explicar ante todo el mundo que yo hago esto y lo otro y..., me comprende usted? A veces es una indecencia revelar ciertas cosas. ¡Esto es un escándalo! Permaneciendo entre ustedes, uno puede ser arrastrado a la secta de los Kblysty [22]. En cuanto tenga ocasión, escribiré al Sínodo. Entre tanto, retiro a mi hijo de este monasterio.

Como se ve, Fiodor Pavlovitch había oído campanas y no sabía dónde. Según ciertos rumores malignos llegados no hacía mucho a oídos de las autoridades eclesiásticas, en los monasterios donde subsistía la institución de los startsyse testimoniaba a éstos un respeto exagerado, en perjuicio de la dignidad del abad. Además, los startsyabusaban del sacramento de la confesión, etcétera, etcétera. Estas acusaciones infundadas no tuvieron éxito alguno en ninguna parte. Pero el demonio que Fiodor Pavlovitch llevaba dentro y que le empujaba cada vez más hacia un abismo de vergüenza le había inspirado esta acusación, de la que él, por cierto, no comprendía una palabra. Ni siquiera había acertado a hacerla oportunamente, ya que esta vez nadie se había arrodillado ni confesado en voz alta en la celda del starets. Por lo tanto, Fiodor Pavlovitch no había podido ver nada de lo que acababa de decir y se había limitado a repetir viejos comadreos que sólo recordaba a medias. Apenas terminó de exponer estas necedades, Fiodor Pavlovitch se dio cuenta de lo absurdo de sus palabras y experimentó enseguida el deseo de demostrar a su auditorio, y sobre todo a sí mismo, que no había en ellas nada de absurdo. Y aunque sabía perfectamente que todo lo que dijera no haría sino agravar las cosas, no se pudo contener y resbaló como por una pendiente.

—¡Qué villanía! —exclamó Piotr Alejandrovitch.

—Un momento —dijo de súbito el padre abad—. Antiguamente se dijo: «Se empieza a hablar demasiado de mi, e incluso a hablar mal. Después de haberlo escuchado todo, me he dicho: esto es un remedio que me envía Jesús para curar mi alma vanidosa.» Así, le damos humildemente las gracias, querido huésped.

Y se inclinó profundamente ante Fiodor Pavlovitch.

—¡Bah, bah! Todo eso son gazmoñerías, viejas frases y viejos gestos, viejas mentiras y puros formulismos como el del saludo hasta el suelo. Ya sabemos lo que son esos saludos. «Un beso en los labios y una puñalada al corazón», como en Los bandidos de Schiller. No me gusta la falsedad, padres míos; lo que quiero son verdades. Pero la verdad no está en los gobios, como ya he proclamado. ¿Por qué ayunan ustedes? ¿Por qué esperan una recompensa en el cielo? Por obtener esa recompensa, también ayunaría yo. No, santos monjes: sed virtuosos en la vida; servid a la sociedad sin encerraros en un monasterio, donde todo lo tenéis pagado, y sin esperar recompensa alguna. Esto sería más meritorio. Como ve usted, padre abad, yo sé también hacer frases... ¿Qué veo aquí? —añadió acercándose a la mesa—. Viejo oporto comprado en Fartori y otro exquisito vino procedente de los Hermanos Ielisseiev [23]. ¡Caramba, caramba, reverendos padres! Esto no se parece en nada a los gobios. ¡Y esas otras botellas! ¡Je, je! ¿Quién os ha dado todo esto? El campesino ruso, el trabajador que os trae sus ofrendas con sus manos callosas, quitándoselas a su familia y a las necesidades del Estado. Ustedes explotan al pueblo, reverendos padres.

—¡Eso es una falsedad indigna! —dijo el padre José.

El padre Paisius guardaba un obstinado silencio. Miusov salió del comedor precipitadamente, seguido de Kalganov.

—Bueno, mis reverendos padres; me voy en pos de Piotr Alejandrovitch. No volveré nunca, aunque me lo pidan ustedes de rodillas. ¡Nunca, jamás! Les envié mil rublos, y hay que ver cómo abrirían ustedes los ojos. ¡Je, je! Pero a este donativo no añadiré absolutamente nada. Quiero vengarme de las humillaciones que recibí de ustedes en mi juventud.

Dio un puñetazo en la mesa con fingida indignación y continuó:

—Este monasterio ha desempeñado un gran papel en mi vida. ¡Cuántas y cuán amargas lágrimas he derramado por culpa de él! Ustedes consiguieron que se volviera contra mí mi esposa, la endemoniada. Me cubrieron de maldiciones y me desacreditaron ante el vecindario. ¡Basta ya, reverendos padres! Vivimos en la época del ferrocarril y de los buques de vapor. No recibirán nada más de mí: ni mil rublos, ni cien, ni siquiera uno.

Observemos que el monasterio no había hecho nunca nada contra él y que Fiodor Pavlovitch no había tenido que derramar amargas lágrimas por culpa del convento. Sin embargo, Fiodor Pavlovitch se había indignado de tal modo ante estas supuestas lágrimas, que casi llegó a convencerse de que las había derramado. Incluso estuvo a punto de echarse a llorar. Pero comprendió que había llegado el momento de retirarse.

Por toda respuesta a su odiosa mentira, el padre abad inclinó la cabeza y dijo gravemente:

—También está escrito que hay que soportar pacientemente la calumnia y, sin dejarse turbar por ella, no detestar al calumniador. Así obraremos nosotros.

—¡Bonito galimatías! Ahí se quedan, padres míos: yo me voy. Me llevaré para siempre a mi hijo Alexei, haciendo use de mi autoridad paterna. Iván Fiodorovitch, mi amabilísimo hijo, permíteme que te ordene que me sigas. Von Shon, ¿para qué te has de quedar en esta casa? Ven a la mía, que sólo está a una versta de aquí. No lo pasarás mal. En vez de aceite de lino, te daré un cochinillo relleno de alforfón, coñac y otros licores, e incluso habrá allí una bonita muchacha. Vamos, Von Shon; no desprecies tanta felicidad.

Y salió lanzando gritos y agitando los brazos. En este momento fue cuando lo vio Rakitine y se lo señaló a Aliocha.

—¡Alexei —gritó a éste su padre desde lejos—, desde hoy vivirás en mi casa! ¡Coge tu almohada y tu colchón! ¡Que no quede nada tuyo aquí!

Aliocha se detuvo, petrificado, mirando a su padre atentamente y sin decir palabra.

Fiodor Pavlovitch subió a la calesa seguido de Iván Fiodorovitch, que, silencioso y sombrío, ni siquiera se volvió para saludar a su hermano.

Para que nada le faltase, se produjo una escena cómica y sorprendente. Maximov llegó corriendo y jadeante. En su impaciencia, puso un pie en el estribo, donde estaba todavía el de Iván Fiodorovitch, y, aferrándose al coche, trató de subir.

—¡Yo también voy! —exclamó con alegre risa y gesto beatífico—. Llévenme.

—¿Ves? —dijo Fiodor Pavlovitch, encantado—. ¿No decía yo que es Von Shon resucitado? ¿Cómo te las has arreglado para salir de allí? ¿Qué te propones? ¿Cómo es posible que hayas renunciado a la comida? Para proceder así hace falta tener una cara de bronce. Yo la tengo, pero me asombra que la tengas también tú, amigo mío. Sube, sube. Déjalo subir, Iván: nos divertiremos. Se sentará a nuestros pies, ¿no es verdad, Von Shon? ¿O prefieres instalarte en el pescante, junto al cochero? Sube al pescante, Von Shon.

Pero Iván Fiodorovitch, que se había sentado ya sin decir palabra, lo rechazó, dándole un fuerte golpe en el pecho que le hizo retroceder un par de metros. Maximov no llegó a caer por verdadero milagro.

—¡En marcha! —gritó Iván ásperamente al cochero.

—¿Pero por qué le tratas así? —censuró Fiodor Pavlovitch.

La calesa había partido ya. Iván no contestó.

—No te comprendo —dijo Fiodor Pavlovitch tras un largo silencio y mirando de reojo a su hijo—. Fue idea tuya hacer esta visita al monasterio; tú la provocaste y te parecía muy bien. ¿Por qué te enfurruñas ahora?

—¡Basta de insensateces! —replicó rudamente Iván—. Descansa un poco.

Fiodor Pavlovitch volvió a estar callado unos minutos. Al fin dijo con acento sentencioso:

—Un vasito de coñac me hará bien.

Iván no contestó.

—También tú tomarás una copa en cuanto lleguemos, ¿verdad?

Iván no dijo palabra.

Fiodor Pavlovitch volvió a esperar un par de minutos.

—Por mucho que te contraríe, amabilísimo Karl von Moor, retiré a Aliocha del monasterio.

Iván se encogió de hombros desdeñosamente, volvió la cabeza y se absorbió en la contemplación del camino.

No volvieron a pronunciar palabra hasta que llegaron.

LIBRO III



LOS SENSUALES


.


CAPITULO PRIMERO



En la antecámara



Fiodor Pavlovitch vivía bastante lejos del centro de la población, en una casa un tanto vieja pero todavía sólida. El edificio estaba pintado de gris y cubierto con un tejado metálico de color rojo. Era espacioso y cómodo. Tenía planta baja, entresuelo y numerosas escalerillas y rincones ocultos. Las ratas pululaban en él, pero Fiodor Pavlovitch no sentía ninguna aversión hacia ellas.

—Gracias a las ratas —decía—, las noches no son tan tediosas cuando uno está solo.

Y es que tenía la costumbre de enviar a los domésticos a dormir en el pabellón, quedándose él encerrado en la casa. Este pabellón estaba en el patio y era vasto y sólido. Fiodor Pavlovitch había hecho instalar la cocina en él: no le gustaba el olor a guisos. Así, tanto en verano como en invierno, había que transportar los platos de comida a través del patio.

Era una casa construida para una gran familia. Habría podido albergar un número de dueños y servidores cinco veces superior al que a la sazón la habitaba. En la época de nuestro relato, el cuerpo del edificio principal estaba ocupado exclusivamente por Fiodor Pavlovitch y su hijo Iván, y el pabellón, por tres domésticos: el viejo Grigori, su mujer —Marta– y un criado joven: Smerdiakov. Hemos de hablar con cierto detenimiento de estos tres personajes.

Ya conocemos a Grigori Vasilievitch Kutuzov. Era un hombre de firmeza inflexible, que marchaba hacia su fin con obstinada rectitud, con tal que ese fin le pareciera, aunque fuese por razones completamente ilógicas, un deber ineludible. Era un hombre incorruptible, en una palabra.

Su mujer, aunque había vivido siempre ciegamente sometida a su voluntad, le atormentaba, desde la abolición de la esclavitud, con el empeño de dejar a Fiodor Pavlovitch e irse a Moscú para abrir una modesta tienda, pues tenían sus ahorros. Grigori consideró con una resolución definitiva que su mujer estaba equivocada y que todas las mujeres pecaban entonces de deslealtad. No debían dejar a su amo de ningún modo, porque éste era su deber.

—¿Sabes lo que es el deber? —preguntó a Marta Ignatievna.

—Lo sé, Grigori Vasilievitch. Lo que no comprendo es por qué tenemos el deber de permanecer aquí —repuso firmemente Marta Ignatievna.

—Lo comprendas o no, aquí nos quedaremos. Por lo tanto, que no se hable más del asunto.

Y no se habló. Se quedaron, y Fiodor Pavlovitch les asignó un módico salario que les pagaba puntualmente.

Grigori sabía que ejercía sobre su dueño una influencia incontestable. Fiodor Pavlovitch era un payaso astuto y obstinado, de carácter de hierro para algunas cosas, como él mismo decía, pero pusilánime en otras, lo cual le producía verdadero asombro. En ciertos casos necesitaba un freno y, por lo tanto, un hombre de confianza a su lado. Pues bien, Grigori era de una fidelidad incorruptible. En más de una ocasión, Fiodor Pavlovitch había estado a punto de ser vapuleado, e incluso cruelmente. Y siempre había sido Grigori el que le había sacado del apuro, sin que nunca dejara de hacerle una serie de advertencias. Pero no eran los golpes lo que inquietaba a Fiodor Pavlovitch. Había otras cosas más graves, más delicadas, más complicadas, que, sin que él supiera la razón, le hacían desear tener una persona de confianza a su lado. Eran situaciones casi patológicas. Profundamente corrompido y lujurioso hasta la crueldad como un insecto pernicioso, Fiodor Pavlovitch, en los momentos de embriaguez, experimentaba una angustia atroz. «Entonces me parece que el alma me palpita en la garganta», decía a veces. En esos trances deseaba tener a su lado, o cerca de él, un hombre leal, enérgico, puro, que, aunque conociera su mala conducta y todos sus secretos, lo tolerase por devoción, sin hacerle reproches ni amenazarle con ningún castigo, en este mundo ni en el otro, y que le defendiese si era necesario. ¿Contra quién? Contra un ente desconocido pero temible. Necesitaba a toda costa tener cerca otro hombre, fiel desde hacía largo tiempo, al que poder llamar en aquellos momentos de angustia, aunque sólo fuera para contemplar su rostro o cambiar con él algunas palabras, por insignificantes que fueran. Si le veía de buen humor, se sentía aliviado; en el caso contrario, su tristeza aumentaba. A veces, aunque muy pocas, Fiodor Pavlovitch iba por las noches a despertar a Grigori para que fuera a sus habitaciones a hacerle compañía unos momentos. Cuando el criado llegaba, Fiodor Pavlovitch le hablaba de cosas sin importancia y luego, entre risas y bromas, lo despedía. Entonces él se metía en la cama y se quedaba dormido con el sueño de los justos.

Algo parecido ocurrió a la llegada de Aliocha. El joven lo veía todo y no censuraba nada. Es más, lejos de demostrar a su padre el menor desprecio, lo trataba con una afabilidad invariable y le daba continuas pruebas de sincero afecto. Esto pareció inaudito al viejo depravado y le traspasó el corazón. Al marcharse Aliocha al monasterio, Fiodor Pavlovitch hubo de confesarse que había comprendido algo que hasta entonces no había querido comprender.


    Ваша оценка произведения:

Популярные книги за неделю