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Los hermanos Karamazov
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Текст книги "Los hermanos Karamazov"


Автор книги: Федор Достоевский



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—¿Cómo? Satanas sum et nihil humani... Eso no es una tontería... para haberlo dicho el diablo.

—Me alegro de haber conseguido al fin tu aprobación en algo.

—Eso no ha sido cosa mía. Jamás he tenido ese pensamiento. Es extraño...

—C'est du nouveau, n'est ce pas? Esta vez voy a proceder lealmente y a explicártelo todo. Óyeme. En los sueños, sobre todo en esas pesadillas que proceden de un trastorno gástrico o de otra causa cualquiera, el hombre tiene a veces visiones tan bellas, presencia escenas de la vida tan complicadas, es testigo de una sucesión tan extraordinaria de acontecimientos y peripecias, de hechos de gran importancia y sucesos vulgares, que ni el mismo León Tolstoi las podría imaginar. Sin embargo, estos sueños los tienen no los grandes escritores, sino las personas corrientes: los funcionarios, los folletinistas, los popes... Un ministro me ha confesado que las mejores ideas acuden a él cuando sueña. Así ocurre ahora. Estoy diciendo cosas originales, que nunca han pasado por tu imaginación y que en este momento capta tu imaginación como a través de una pesadilla. Ten presente que yo soy sólo una alucinación tuya.

—Estás desvariando. Tú mismo dices que eres un sueño, y pretendes convencerme de que existes.

—Amigo mío, hoy he adoptado un método especial. Ya te lo explicaré... ¿Qué iba a decirte? ¡Ah, sí! Me he enfriado, pero no aquí, sino... allá.

Iván, desesperado, exclamó:

—¿Allá? ¿Dónde?... Oye, ¿tardarás todavía mucho tiempo en marcharte?

Se sentó de nuevo en el diván y se cogió la cabeza con las manos. Luego se quitó el paño húmedo y lo tiró con ademán despectivo.

—¡Qué mal tienes los nervios! —dijo el gentleman, con cierta insolencia, pero en tono amistoso—. Estás indignado conmigo porque me he enfriado. Pero no lo he podido evitar. Tenía que acudir a una velada diplomática que se celebraba en casa de una gran dama de Petersburgo y a la que habían de asistir ministros vestidos de etiqueta, con guantes y corbata blanca. Pero entonces estaba... muy lejos y, para llegar a la tierra, tenía que cruzar el espacio. Desde luego, esto es para mí cuestión de un instante, aunque la luz del sol tarda ocho minutos. Sin embargo, mi levita y mi chaleco escotado abrigaban poco. Los espíritus no se hielan, pero como yo estoy encarnado... En una palabra, que he obrado a la ligera. En él espacio, en el éter, en el agua, hace tanto frío, que llamarle frío es poco. ¡Ciento cincuenta grados bajo cero! Todo el mundo conoce la broma de las lugareñas. Cuando la temperatura es de treinta grados bajo cero, las aldeanas proponen a algún bobalicón que lama un hacha. La lengua se hiela instantáneamente y se deja la piel en el hacha. ¡Eso sólo a treinta grados bajo cero! A ciento cincuenta, bastaría, sin duda, tocar un hacha con un dedo para que éste desapareciera... Claro que para eso sería preciso que hubiera un hacha en el espacio...

—¿Pero es posible eso? —preguntó Iván Fiodorovitch, que luchaba con todas sus fuerzas para hacer frente a su delirio y no dejarse arrastrar a la locura.

—¿A qué te refieres? —dijo el visitante, sorprendido—. ¿A que haya un hacha en el espacio?

—Sí, ¿qué le pasaría a ese hacha si estuviera allí? —insistió Iván, obstinado y furioso.

—¡Un hacha en el espacio! Quelle idée! Si estuviera a la distancia debida, creo que empezaría a dar vueltas alrededor del planeta como un satélite. Los astrónomos calcularían las horas de su salida y de su puesta, y Gatsouk [83]la registraría en su almanaque.

—¡Eso es una necedad, una tremenda necedad! Di mentiras más ingeniosas o dejaré de escucharte. Quieres vencerme con procedimientos realistas, convenciéndome de que existes. ¡Pero yo no lo creo!

—Sin embargo, no miento; te estoy diciendo la pura verdad. Por desgracia, la verdad no es casi nunca ingeniosa. Advierto que esperas de mí cosas grandes, tal vez hermosas. Lo siento, pero yo sólo doy lo que puedo dar.

—¡Basta de filosofías, asno!

—¿Crees que puedo filosofar teniendo todo el costado derecho casi paralizado por el reúma? He ido a la consulta de la facultad de medicina. Allí hay médicos que dan magníficos diagnósticos y explican perfectamente las enfermedades, pero son incapaces de curar. Un estudiante entusiasta me dijo: «Si se muere, sabrá usted con exactitud cuál es la enfermedad que padece.» Tienen la manía de enviar a los enfermos a los especialistas. «Nosotros nos limitamos a diagnosticar. Vaya a ver a Fulano y él lo curará.» Ya no se encuentran médicos que traten todas las enfermedades, como los que había antes. Ahora sólo hay especialistas que utilizan la publicidad. Si uno está enfermo de la nariz, te envían a un gran especialista de la capital francesa. Éste le examina la nariz y le dice: «Sólo le puedo curar la fosa nasal derecha, pues las fosas nasales izquierdas no entran en mi especialidad. Vaya a Viena, donde hay un especialista de fosas nasales izquierdas.» En vista de ello, he recurrido a los remedios de vieja. Un médico alemán me aconsejó que, después del baño, me frotara con una mezcla de miel y sal. Cuando iba a los baños por puro placer, me embadurnaba. El tratamiento fue inútil. Desesperado, escribí al conde Mattei, de Milán, el cual me envió un libro y unas píldoras. ¡Que Dios lo perdone! Al fin, me curé con el extracto de malta de Hoff. Lo compré al azar, tomé frasco y medio, y sané completamente. Por gratitud, decidí hacer público este éxito, pero esto fue harina de otro costal: ningún periódico quería insertar mi escrito. En uno me dijeron: «Esto es demasiado reaccionario. Nadie lo creerá, ya que le diable n'existe point. Publíquelo sin firma.» Pero, ¿qué fuerza puede tener un escrito anónimo? Bromeé con los empleados. «En nuestra época —dije—, lo reaccionario es creer en Dios. Yo soy el diablo.» «Desde luego, todo el mundo se cree el diablo, pero lo que usted nos propone podría ser un perjuicio para nuestro programa. A menos que usted diera al asunto un tono humorístico.» Pero yo me dije que proceder así sería una indelicadeza. Y mi testimonio no se hizo público. Uno de los mejores sentimientos, el de la gratitud, quedaba anulado por una posición social.

—Vuelves a caer en la filosofía —dijo Iván, indignado.

—¡Dios me libre! Lo que ocurre es que, a veces, uno no puede menos de quejarse. Se me calumnia. Me estás llamando imbécil a cada momento. Bien se ve que eres joven. Amigo mío, en todo esto no hay más que humor. La naturaleza me ha proporcionado un corazón bondadoso y alegre. «Yo también he escrito vodeviles» [84]. Yo creo que me tomas por un viejo Mestakov, pero mi destino es mucho más serio. Por una especie de decreto incomprensible, tengo la misión de negar. Sin embargo, soy bueno e inepto para la negación. Me dicen: «Es preciso que niegues. Sin negación no hay crítica y, ¿qué sería de las revistas sin la crítica? Sólo quedaría de ellas un hosanna. Pero en la vida esto no es suficiente; es necesario que este hosannapase por el crisol de la duda, etc., etc.» Por otra parte, yo no tengo ninguna responsabilidad en todo esto; yo no he inventado la crítica. Fui un simple emisario; se me obligó a hacer crítica, y la vida empezó entonces. Pero yo, que comprendo esta comedia, deseo desaparecer. «No —me replican—; es necesario que vivas, pues sin ti nada existiría. Si todo fuera buen juicio en la tierra, no pasaría nada. Sin tu intervención no se producirían acontecimientos, y los acontecimientos son necesarios.» Por eso, aun contra mi voluntad, cumplí mi misión de producir acontecimientos, y obedezco la orden de ir contra la razón. La gente toma esta comedia en serio, a pesar de su evidente humorismo. Para la gente es una tragedia. El sufrimiento de esos seres es indudable. En compensación, viven una vida real, no imaginaria, pues el sufrimiento es la vida. ¿Qué placer podría ofrecernos la vida si el sufrimiento no existiera? Parecería un tedéum interminable. Esto es santo, pero tedioso. Yo, en cambio, sufro, pero no vivo. Soy la X de una ecuación desconocida, el espectro de la vida que ha perdido la noción de las cosas y olvida hasta su nombre. ¿Te ríes? No, no te ríes, estás enojado, como de costumbre. Siempre te faltará el humor. Pues bien, te lo repito: daría toda mi vida sideral, todos los grados y todos los honores, por encarnar en el alma de un comerciante obeso e ir a encender cirios en las iglesias.

—Tú tampoco crees en Dios —dijo Iván, con una sonrisita de odio.

—¿Hablas en serio?

—¡Contesta! —exclamó Iván, furioso—. ¿Existe Dios, o no existe?

—Ya veo que hablas en serio. Amigo mío, Dios es testigo de que de eso no sé nada. Es todo lo que puedo decirte.

—¡Tú sí que no existes! ¡Eres yo mismo y nada más! ¡Eres una quimera!

—Reconozco que mi filosofía es la misma que la tuya. Je pense, donc je suis. Pero, respecto a los demás, a esos otros mundos..., a Dios, al mismo Satán, no tengo ninguna prueba. ¿Poseen una existencia propia o son únicamente una emanación de mi ser, una expansión de mi yo, que existe temporalmente como persona?... No sigo, porque veo en tu cara que sientes deseos de pegarme.

—Será preferible que me cuentes una anécdota.

—Precisamente tengo una que se ajusta perfectamente al tema de nuestra conversación, pues es más una leyenda que una anécdota. Me reprochas mi incredulidad, pero no soy el único incrédulo. En mi mundo todos están trastornados a causa del progreso de vuestras ciencias. Cuando sólo se habla de átomos, de los cinco sentidos, de los cuatro elementos, la cosa podía pasar. Los átomos ya eran conocidos en la antigüedad. Pero últimamente habéis descubierto la molécula química, el protoplasma, y sabe el diablo cuántas cosas más. Al enterarse de todo esto, los nuestros se asustaron y hubo una verdadera epidemia de chismes y supersticiones. Tuvimos tantos como vosotros o más. Tampoco faltaron las delaciones. Y organizamos una sección de investigaciones secretas, en la que eran bien recibidas las informaciones de los particulares. Pues bien, esta leyenda de nuestra época medieval, de la nuestra, no de la vuestra, sólo halla algún crédito entre los comerciantes poderosos, los nuestros, no los vuestros. Todo lo que existe entre vosotros, lo tenemos nosotros también. Te revelo este secreto por amistad, rompiendo una rigurosa prohibición. La leyenda se refiere al paraíso. En la tierra había cierto filósofo que lo negaba todo: las leyes, la conciencia, la fe y, esto especialmente, la vida futura. Cuando murió, creyó que se iba a encontrar en las tinieblas de la nada, y he aquí que se vio ante la vida futura. Se asombró y se indignó. «Esto va contra mis convicciones», dijo. Y se le condenó por estas palabras... Perdóname, pero te lo cuento como me lo contaron a mí... Se le condenó a recorrer en las tinieblas un cuatrillón de kilómetros (también nosotros medimos por kilómetros ahora). Y cuando haya acabado este recorrido, las puertas del paraíso se le abrirán y se le perdonará todo.

—¿Qué tormentos hay en el otro mundo además del «cuatrillón»? —preguntó Iván con una animación extraña.

—¡No me hables! Antes los había para todos los gustos; ahora se recurre cada vez más al sistema de las torturas morales, al remordimiento y otras trivialidades por el estilo. Esto es lo que debemos a vuestra ocurrencia de suavizar las costumbres. ¿Quién se beneficia de ello? Sólo los que no tienen conciencia, ya que se ríen del remordimiento. En cambio, las personas rectas, las que poseen el sentimiento del honor, padecen. Éste es el resultado de esas reformas realizadas sin la debida preparación y copiadas de instituciones extranjeras. Es un sistema sencillamente lamentable. Era preferible el fuego de antaño. Pues bien, el condenado al «cuatrillón» mira en todas direcciones y luego se echa en el camino. «Por principio, me niego a andar.» Toma el alma de un ateo ruso esclarecido, mézclala con la del profeta Jonás, que estuvo tres días y tres noches gruñendo en el vientre de una ballena, y obtendrás el tipo de nuestro recalcitrante pensador.

—¿Sobre qué se echó?

—Puedes estar seguro de que encontró algo en donde echarse.

—¡Bien! —exclamó Iván, que seguía muy animado y escuchaba con inusitada curiosidad—. ¿Y estará siempre echado?

—No. Mil años después, se levantó y echó a andar.

—¡Qué tonto!

Sonrió nervioso, y quedó pensativo.

—¿Acaso no es igual estar echado eternamente que recorrer un cuatrillón de kilómetros? En esto se tardaría un billón de años.

—Tal vez más. Si tuviéramos lápiz y papel, podríamos calcularlo. Terminó su viaje hace ya mucho tiempo. Y aquí empieza la anécdota.

—¿Pero cómo ha podido llegar? ¿De dónde ha sacado el billón de años?

—Hablas como si sólo hubiera existido la tierra actual. La tierra se ha reproducido lo menos un millón de veces. Se heló, se agrietó, se disgregó, se descompuso en sus elementos y de nuevo la cubrieron las aguas. Después volvió a ser un cometa, y luego un sol, de donde salió el globo. Este ciclo se ha repetido infinidad de veces del mismo modo, con todos sus detalles. Esto es horriblemente tedioso...

—Bueno, ¿qué ocurrió cuando el pensador hubo recorrido el cuatrillón de kilómetros?

—Entró en el paraíso, y apenas habían transcurrido dos segundos, reloj en mano (aunque creo que su reloj se descompondría en sus elementos durante el viaje), exclamó que por aquellos dos segundos se podían recorrer no sólo un cuatrillón de kilómetros, sino un cuatrillón de cuatrillones. En una palabra, que cantó el hosannay exageró hasta el punto de que los pensadores más austeros le negaron el saludo durante algún tiempo. Se había pasado al conservadurismo con demasiada rapidez. Así es el temperamento ruso. Te repito que esto es una leyenda. Ya ves las ideas que corren sobre esas materias en nuestro país.

—¡Ya te tengo! —exclamó Iván con alegría infantil y como si recobrase de pronto la memoria—. ¡Esa leyenda del cuatrillón de kilómetros la ideé yo mismo! Entonces tenía diecisiete años y se me ocurrió en el colegio. En Moscú se la conté a un camarada llamado Korovkine. Es una leyenda muy característica. La había olvidado, pero la he recordado inconscientemente. No ha salido de ti. Algo semejante ocurre a los que van al suplicio y a los que sueñan: un aluvión de hechos pasados acude a su memoria. Tú eres sólo un sueño.

—La violencia de tus negaciones prueba que crees en mí —dijo el caballero alegremente.

—¡De ningún modo! ¡No te concedo ni una centésima de crédito!

—¿Tampoco una milésima? Las dosis homeopáticas son a veces muy fuertes. Confiesa que me concedes, por los menos, una diezmilésima.

—¡No! —replicó Iván, irritado—. Sin embargo, quisiera creer en ti.

—¡Eso es toda una confesión! Como soy generoso, voy a ayudarte. Yo sí que te tengo a ti. Te he contado esta leyenda para desengañarte definitivamente respecto a mí.

—Mientes. La finalidad de tu aparición ha sido convencerme de tu existencia.

—Precisamente. Pero las vacilaciones, las inquietudes, la lucha entre la duda y la fe suelen ser tan atormentadoras, que pueden llegar a hacer desear la muerte a un hombre tan escrupuloso como tú. Al saber que crees un poco en mi, te he contado esta leyenda para sumirte definitivamente en la duda. Tengo mis motivos para hacerte oscilar entre la incredulidad y la fe. Es un nuevo método que he adoptado. Te conozco y sé que cuando dejes de creer en mí por completo, empezarás a decir que no soy un sueño, que existo verdaderamente. Entonces habré alcanzado mi objetivo. Un objetivo noble, pues depositaré en ti un minúsculo germen de fe, del que nacerá una encina, una encina tan grande que será tu refugio. Entonces cumplirás tu vivo y secreto deseo de ser un anacoreta. Y vivirás en el desierto y te dedicarás de lleno a la salvación de tu alma.

—¿Tú interesarte por mi salvación, miserable?

—Hay que hacer alguna buena obra de vez en cuando. ¿Acaso te molesta?

—¡Eres un bufón! ¿Pretendes hacerme creer que has tentado alguna vez a los que oran diecisiete años en el desierto, se alimentan de saltamontes y se cubren de musgo?

—No he hecho otra cosa en mi vida. Uno se olvida de todo cuando se encuentra ante una de esas almas que son verdaderos tesoros, estrellas que valen por constelaciones enteras. También nosotros tenemos nuestra aritmética. Triunfar en estos casos es una gran victoria. Aunque no lo creas, algunos de esos solitarios te aventajan en intelecto. Pueden contemplar simultáneamente tales abismos de fe y de duda, que están a punto de sucumbir.

—Pero tenías que retirarte con un palmo de narices.

—Amigo mío —replicó sentenciosamente el visitante—, más vale tener las narices largas que no tener nariz. Así lo decía recientemente un marqués enfermo (sin duda, estaba en manos de un especialista) al confesarse con un padre jesuita. Yo presencié la confesión. Fue muy divertido. «Devuélveme la nariz», decía el marqués, golpeándose el pecho. «Hijo mío —repuso el padre—, todo está regulado por los decretos insondables de la providencia. Un mal visible conduce a veces a un bien oculto. Un destino cruel lo ha privado de su nariz, pero esto supone para usted la ventaja de que nadie podrá decirle que tiene la nariz demasiado larga.» El marqués repuso, desesperado: «¡Eso no es un consuelo, padre mío! Por el contrario, me encantaría tener las narices largas, con tal que no me faltasen.» El padre suspiró y dijo: «Hijo mío, no se pueden pedir todos los bienes a la vez. Ha murmurado de la providencia, y ella, ni aun así lo ha abandonado, pues si usted desea, como acaba de decir, tener una nariz larga, su deseo se ha cumplido indirectamente, ya que, por el hecho mismo de carecer de nariz, tiene largas las narices...»

—¡Eso es una estúpida incongruencia! —exclamó Iván.

—Amigo mío, sólo pretendía hacerte reír. Te aseguro que ésta es la casuística de los jesuitas y que todo lo que te he contado es verdad. El caso, como te he dicho, es reciente, y me causó muchas preocupaciones. Ya en su casa, el desgraciado marqués estuvo toda la noche torturándose el cerebro, y yo no te abandoné hasta el último instante... Los confesionarios de los jesuitas son para mí una grata distracción en los momentos de pesar. He aquí una anécdota de estos últimos días. Una joven normanda, rubia, de veinte años, se presenta a un viejo padre para confesarse. La muchacha es una belleza y tiene un cuerpo magnífico. Se arrodilla, y, a través del enrejado, confiesa su pecado en voz baja. El padre exclama: «¿Cómo has podido volver a caer, hija mía? ¡Y con otro, Virgen santa! ¿Hasta cuándo va a durar esto? ¿No te da vergüenza?» Y la pecadora responde entre lágrimas: « Ah, mon pére, ça lui a fait tant de plaisir et a moi si peu de peine!» Analiza esta respuesta. Es un grito de la naturaleza y vale más que la inocencia más pura. Le dio la absolución, y ya me disponía a marcharme, cuando oí que citaba a la joven para aquella misma noche. Cualquiera que fuese su resistencia al pecado, el viejo había cedido a la tentación. La naturaleza, la verdad, se vengaron. ¿Por qué pones esa cara? ¿Todavía estás enojado? No sé qué hacer para serte agradable.

—Déjame. Me obsesionas como una pesadilla —exclamó Iván vencido por su alucinación—. Me aburres y me atormentas. Daría cualquier cosa por poder alejarte de mí.

—Ten calma —dijo el caballero, con acento cautivador—. Modera tus exigencias, no me pidas nada grande ni hermoso, y verás cómo llegamos a ser buenos amigos. Sin duda, te molesta que me haya presentado a ti como lo he hecho: no he aparecido envuelto en una luz roja, entre truenos y relámpagos, y con unas alas de color de fuego, sino modestamente vestido. Esto ha sido una ofensa, primero para tus gustos estéticos y después para tu orgullo. ¡Un gran hombre como tú recibir la visita de un diablo tan vulgar! Posees esa fibra romántica que ha ridiculizado Bielinski. ¡Qué le vamos a hacer! Hace un momento, viniendo hacia aquí, se me ha ocurrido, por puro pasatiempo, presentarme bajo la apariencia de un consejero de estado retirado. Me proponía lucir las condecoraciones de las órdenes del León y del Sol en vez de las medallas de la estrella Polar o de Sirio! Continuamente me estás llamando tonto. Desde luego, no pretendo tener tu inteligencia. Mefistófeles, al aparecerse a Fausto, afirma que desea el mal y sólo hace el bien. A mí me ocurre lo contrario. Yo soy tal vez el único ser en el mundo que ama la verdad y desea sinceramente el bien. Yo estaba presente cuando el Verbo crucificado subió al cielo, llevándose el alma del buen ladrón. Oí las aclamaciones gozosas de los querubines que cantaban el hosannay los himnos de los serafines que hacían temblar el universo. Pues bien; te juro por lo más sagrado que de buena gana me habría unido a los coros y gritado « Hosanna!» Poco faltó para que lo hiciera. Ya sabes que soy muy sensible, e impresionable desde el punto de vista estético. Pero el buen sentido, que es la más desdichada de mis cualidades, me contuvo, y no aproveché el momento propicio. Y es que pensé qué sucedería si yo cantaba el hosanna. Todo se extinguiría en el mundo; nunca volvería a pasar nada. He aquí como los deberes de mi cargo y mi posición social me obligaron a rechazar un noble impulso y a continuar sumergido en la infamia. Otros se atribuyen todo el honor del bien; a mí sólo me dejan la infamia. Pero no envidio el honor de vivir a expensas del prójimo. No soy ambicioso. ¿Por qué he de ser yo la única criatura condenada a recibir las maldiciones de las personas honorables e incluso sus puntapiés, ya que, al haberme encarnado, he de sufrir reveses de esta índole? En esto hay un misterio. Nadie me lo quiere revelar por temor a que entone el hosanna, lo que motivaría que las indispensables imperfecciones desaparecieran. Esto significaría el fin de todo, incluso de los periódicos y revistas, que se quedarían sin abonados. Sé perfectamente que al fin me reconciliaré, recorreré el cuatrillón de kilómetros y se me revelará el secreto. Pero, entre tanto, cumplo, gruñendo y contra mi voluntad, mi misión de perder a miles de hombres para salvar a uno solo. Por ejemplo, ¡cuántas almas fue necesario perder y cuántas reputaciones hubo que manchar para obtener aquel hombre justo que se llamó Job y que utilizaron tan malignamente para atraparme, hace ya mucho tiempo! Hasta que se me revele el secreto, sólo habrá para mí dos verdades: la de allá lejos, la luz, que ignoro por completo, y la mía. Ya veremos cuál es la más pura... ¿Te has dormido?

—No —gimió Iván—. Estoy pensando que todo lo malo que hay en mí, todo lo que hace ya mucho tiempo digerí y eliminé como un excremento, tú me lo presentas como una novedad.

—Entonces, he fracasado. Pretendía cautivarte con mi elocuencia. Lo del hosannaen el cielo no está del todo mal. ¿Y qué me dices de mi sarcasmo a lo Heine?

—Yo no he tenido jamás espíritu de lacayo. No comprendo cómo ha podido producir mi alma un ser tan vil como tú.

—Amigo mío, conozco a un simpático joven ruso, amante de la literatura y el arte, que ha escrito un prometedor poema titulado El Gran Inquisidor. A ese joven me dirigía.

—¡Te prohíbo que hables de El Gran Inquisidor! —exclamó Iván, rojo de vergüenza.

—Y el cataclismo geológico... ¿Te acuerdas?

—¡Calla o te mato!

—No, no me mates antes de que te explique algunas cosas. Precisamente he venido para procurarme este placer. ¡Oh, cómo me seducen los sueños de mis amigos jóvenes, fogosos, sedientos de vida! La primavera pasada, cuando te disponías a venir aquí, decías: «Allí viven hombres nuevos que lo quieren destruir todo y volver a la antropofagia. Esos necios no me han consultado. A mi juicio, lo único que hay que destruir es la idea de Dios en la mente del hombre. Por aquí hay que empezar. ¡Qué ciegos son! ¡No comprenden nada! Cuando la humanidad entera prefiere el ateísmo (yo creo que esta era llegará a su debido tiempo, lo mismo que fueron llegando las épocas geológicas), desaparecerá, sin que haya que pasar por la antropofagia, la antigua concepción del mundo y, sobre todo, la antigua moral. Los hombres se unirán para extraer de la vida todos los goces posibles, pero sólo goces de este mundo. El espíritu humano se elevará hasta alcanzar un orgullo titánico: será como una humanidad divinizada. El triunfo continuo y grandioso y de la naturaleza, mediante la ciencia y la energía, constituirá para el hombre una alegría tan incesante e intensa, que sustituirá sobradamente en él a las alegrías del cielo. Todos sabrán que son perecederos sin esperanza de resurrección, y se resignarán a morir, con sereno orgullo, como dioses. Por dignidad, se abstendrían de murmurar de la brevedad de la vida y amarán al prójimo desinteresadamente. El amor sólo proporcionará una satisfacción limitada, pero el mismo sentimiento de su limitación reforzará su intensidad, tanto como ahora se debilita al diseminarse en la esperanza de un amor eterno, de ultratumba...» Etc., etc. ¡Era magnífico!

Iván se había tapado los oídos, miraba al suelo y temblaba de pies a cabeza. El visitante continuó:

—El joven pensador seguía diciendo: «Pero nos preguntamos si esta época llegará. En caso afirmativo, todo quedará resuelto, y la humanidad se organizará definitivamente. Pero como, dada la necedad inveterada de la especie humana, esto tal vez no se realice hasta dentro de miles de años, todo hombre consciente de la verdad tiene derecho a reglamentar su vida como le plazca, ajustándola a los nuevos principios. Admitido esto, habrá que admitir también que ese hombre tiene derecho a todo. Es más: incluso aunque esta época no haya de llegar nunca, el hombre nuevo, sabiendo que Dios y la inmortalidad no existen, puede convertirse en un hombredios, aun en el caso de que sea el único que viva así. Ese hombre podría hacer caso omiso, sin la menor preocupación, de las reglas tradicionales de la moral, esas reglas a las que el ser humano está sujeto como un esclavo. Para Dios no hay leyes. En cualquier parte en que se encuentre, está en su sitio. En cualquier parte donde yo esté, me encontraré en el primer puesto... En una palabra: tengo derecho a todo.» Es un razonamiento encantador. Claro que si uno quiere trampear, ¿para qué necesita la verdad? Pero el ruso contemporáneo es así: adora de tal modo la verdad, que no se decide a utilizar el engaño como no pueda apoyarse en ella...

Arrastrado por su elocuencia, el visitante levantaba cada vez más la voz y miraba irónicamente a Iván Fiodorovitch. Pero no pudo continuar: Iván cogió de pronto un vaso que había sobre la mesa y se lo arrojó al orador.

—Ah, mais c'est bête enfin! —exclamó éste, levantándose de un salto y secándose las ropas salpicadas de té—. Sin duda, te has acordado del tintero de Martín Lutero. Pretendes ver en mí un sueño, pero esto no te impide arrojarme un vaso. Es un acto propio de una mujer. Ya me parecía a mí que fingías taparte los oídos y que, en realidad, me estabas escuchando.

En este momento alguien llamó a la ventana insistentemente. Iván Fiodorovitch se levantó.

—¿Oyes? —dijo el visitante—. Abre. Es tu hermano Aliocha, que viene a darte una noticia inesperada. Créeme.

—¡Calla, impostor! —exclamó Iván—. Sabía que era Aliocha el que llamaba. No necesitaba que me lo dijeses. Lo presentía, y es natural que traiga alguna noticia: no va a venir por nada.

—Entonces, ve a abrirle. Es tu hermano y está nevando. Monsieur sait-il le temps qu'il fait? C'est à ne pas mettre un chien dehors...

Seguían llamando. Iván quería correr hacia la ventana, pero seguía paralizado. Hacía grandes esfuerzos para romper las ligaduras que lo inmovilizaban; no lo conseguía. Los golpes en la ventana eran cada vez más fuertes. Al fin, las ligaduras se rompieron e Iván Fiodorovitch quedó en libertad.

Las dos bujías estaban llegando a su fin. El vaso que había arrojado al visitante volvía a estar sobre la mesa. En el diván de enfrente no había nadie. Se oían aún los golpes en la ventana, pero no tan fuertes como antes le habían parecido a Iván. Incluso podían calificarse de discretos.

—¡No ha sido un sueño! ¡No, no ha sido un sueño! Todo ha sucedido realmente.

Corrió hacia la ventana y la abrió.

Al ver a su hermano, le gritó, furioso:

—¿Por qué has venido, Aliocha? ¡Te prohibí que vinieras! Dime en dos palabras qué quieres. En dos palabras, ¿oyes?

—Smerdiakov se ha ahorcado —dijo Aliocha.

—Ve a la puerta. Voy a abrir.

Y salió corriendo de la habitación.

CAPÍTULO X



«Él me lo ha dicho»



Aliocha explicó a Iván que, hacia aproximadamente una hora, María Kondratievna se había presentado en su casa para decirle que Smerdiakov se acababa de suicidar. Al entrar en su habitación con el samovar, lo había visto colgado de un clavo. Aliocha le preguntó si había denunciado el hecho, y ella le respondió que no había hablado con nadie antes de verle a él. Temblaba como una hoja. Aliocha la acompañó a su casa y vio a Smerdiakov colgado del clavo. En la mesa había un papel con estas palabras: «Pongo fin a mi vida por mi propia voluntad. Que no se culpe a nadie de mi muerte.» Aliocha dejó el papel en la mesa y se dirigió a casa del ispravnik.

—Y de allí he venido aquí —terminó, mirando a Iván fijamente.

La expresión del rostro de su hermano le preocupaba. De pronto dijo:

—Tú estás enfermo, Iván. Me miras como si no comprendieras lo que te estoy diciendo.

—Has hecho bien en venir —dijo Iván, pensativo y como si no hubiera oído las últimas palabras de Aliocha—. Sabía que Smerdiakov se había ahorcado.

—¿Por quién lo has sabido?

—No lo sé, pero lo cierto es que lo sabía... ¡Ah, ya sé por quién lo he sabido! Me lo ha dicho él. Sí, él me lo acaba de decir.

Iván estaba en medio de la habitación, abstraído, con la vista en el suelo.

—¿Quién es él? —preguntó Aliocha, mirando involuntariamente en todas direcciones.

—Se ha ido.

Iván levantó la cabeza y sonrió dulcemente.

—Ha huido de ti porque te teme. Eres un querubín. Así te llama Dmitri: querubín. ¡Ah, el grito ensordecedor de los serafines!... ¿Qué es un serafín? Tal vez toda una constelación. Y una constelación acaso no sea más que una molécula química... Oye, ¿sabes si existen las constelaciones del León y del Sol?

—Siéntate, Iván —dijo Aliocha, inquieto—, siéntate en el diván, haz el favor. Estás delirando. Échate y apoya la cabeza en el cojín. Así. ¿Quieres que te ponga una toalla húmeda en la cabeza? Esto te aliviará.


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