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Los hermanos Karamazov
  • Текст добавлен: 10 октября 2016, 05:12

Текст книги "Los hermanos Karamazov"


Автор книги: Федор Достоевский



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Fue a abrir un cajón, sacó su portamonedas y extrajo de él un billete de veinticinco rublos.

—No hagas tonterías —dijo Rakitine, avergonzado.

—Toma, Rakitka, quiero quedar en paz contigo. No rechaces lo que me pediste.

Y le arrojó el billete.

—De acuerdo —dijo Rakitine, tratando de ocultar su confusión—. Los tontos existen para provecho de los listos.

—Cállate ya, Rakitka. Lo que tengo que decir no te interesa. Tú no nos quieres.

—¿Por qué he de quereros? —repuso Rakitine brutalmente.

Confiaba en que Gruchegnka le pagase sin que lo viese Aliocha. La presencia del joven lo abochornaba y lo irritaba. Hasta entonces, por pura conveniencia, había aceptado la actitud dominadora de Gruchegnka, a pesar de sus ironías. Pero ya no podía sobreponerse a su cólera.

—Se quiere por alguna razón. ¿Qué habéis hecho vosotros por mí?

—Se puede amar por nada, como hace Aliocha.

—¿De modo que él te ama? ¡Es chocante!

Gruchegnka estaba de pie en medio de la sala. Se expresaba con calor, con exaltación.

—¡Calla, Rakitka! Tú no comprendes nuestros sentimientos. Y no me tutees; te lo prohíbo. Siéntate en un rincón y no abras la boca. Ahora, Aliocha, voy a confesarme a ti, a ti solo, para que sepas quién soy. Yo quería perderte. Tanto lo deseaba, que compré a Rakitine para que te trajera. ¿Por qué tenía yo este deseo? Tú, ni sabías nada ni querías nada conmigo. Cuando pasabas por mi lado, bajabas los ojos. Yo preguntaba a la gente por ti. Tu imagen me perseguía. Yo pensaba: «Me desprecia. Ni siquiera quiere mirarme. Al fin, me pregunté, sorprendida: «¿Por qué temer a ese jovenzuelo? Haré de él lo que se me antoje.» Nadie podía faltarme al respeto, porque no tenía a nadie: sólo a ese viejo al que me vendí. No cabe duda de que fue Satán el que me unió a él. Estaba decidida a que fueses mi presa. Lo tomaba como un juego. Ya ves a qué detestable criatura has llamado hermana. Mi seductor ha llegado. Espero noticias suyas. Hace cinco años, cuando Kuzma me trajo aquí, el hombre que me sedujo lo era todo para mí. A veces me ocultaba para que nadie me viera ni me oyese. Lloraba como una tonta, me pasaba las noches en vela, diciéndome: «¿Dónde estará el monstruo? Debe de estar con otra, riéndose de mí. ¡Ah, si lo encuentro! Mi venganza será terrible.» Lloraba en la oscuridad, con la cabeza en la almohada, complaciéndome en torturarme. «¡Me las pagará!», gritaba. Y al pensar en mi impotencia, en que él se burlaba de mí, en que acaso me había olvidado por completo, saltaba del lecho y bañada en lágrimas, presa de una crisis nerviosa, empezaba a ir y venir por la habitación. Todo el mundo se me hizo odioso. Luego amasé un capital, me endurecí, engordé. Creerás que entonces era más comprensiva. Pues no. Aunque nadie lo sabe, muchas noches, como hace cinco años, rechino los dientes y exclamo entre sollozos: «¡Me vengaré!»... Ya lo sabes todo. ¿Qué piensas de mí? Hace un mes recibí una carta de él, anunciándome su llegada. Se ha quedado viudo y quiere verme. Esto me trastornó. ¡Dios mío, va a venir! Me llamará y yo acudiré, arrastrándome como un perro azotado, como quien ha cometido una falta. Pero ni yo misma estoy segura de que obraré así. ¿Cometeré la bajeza de correr hacia él? Últimamente he sentido contra mí misma una cólera más violenta que la que sentí hace cinco años. Ya ves lo desesperada que estoy, Aliocha. Te lo he confesado todo. Mitia sólo era para mí una diversión... Calla, Rakitka. Tú no eres quién para juzgarme. Antes de vuestra llegada, yo os estaba esperando y pensaba en mi porvenir. Nunca podréis imaginar cuál era mi estado de ánimo. Aliocha, dile a esa joven que no me tenga en cuenta lo que le dije. Nadie sabe lo que pasaba por mí entonces... A lo mejor, voy a verlo armada con un cuchillo. Aún no estoy segura.

Incapaz de poner freno a su emoción, Gruchegnka se detuvo, se cubrió el rostro con las manos y se desplomó en el canapé, llorando como un niño. Aliocha se levantó y se acercó a Rakitine.

—Micha —le dijo—, te ha dicho cosas muy duras, pero no te enfades. Ya la has oído. No se puede pedir demasiado a las almas. Hay que ser misericordiosos.

Aliocha pronunció estas palabras dejándose llevar de un impulso irresistible. Tenía necesidad de expansionarse y las habría dicho aunque hubiera estado solo. Pero Rakitine lo miró irónicamente y Aliocha enmudeció:

—Alexei, varón de Dios —dijo Rakitine con una sonrisa de odio—, tienes la cabeza llena de las ideas de tu staretsy me hablas como me hablaría él.

—No te burles de ese santo, Rakitine —dijo Aliocha con profundo pesar—. Era superior a todos en la tierra. No te hablo como un juez, sino como el último de los acusados. Yo no soy nadie ante esta joven. Yo he venido aquí con viles propósitos, para perderme. Pero a ella, aun después de cinco años de sufrimiento, le ha bastado oír unas palabras sinceras para perdonar, olvidarlo todo y llorar. Su seductor ha vuelto, la ha llamado, y ella, que lo ha perdonado, correrá hacia él alegremente, sin ningún cuchillo. Yo no soy así, Micha, e ignoro si tú lo eres. He recibido una lección. Gruchegnka es superior a nosotros. ¿Sabías lo que me acaba de contar? Estoy seguro de que no, pues, si lo hubieras sabido, te habrías mostrado comprensivo con ella desde hace tiempo. También la perdonará la joven que ha sido ofendida por ella cuando lo sepa todo. Es un alma que no se ha reconciliado con Dios todavía. Hay que guiarla. En ella hay tal vez un tesoro.

Aliocha se detuvo, falto de aliento. A despecho de su irritación, Rakitine lo miraba con un gesto de sorpresa. No esperaba semejante perorata del apacible Aliocha.

—Eres un gran abogado —exclamó entre insolentes carcajadas—. ¿Te habrás enamorado de ella? Agrafena Alejandrovna, has vuelto del revés el alma de nuestro asceta.

Gruchegnka levantó la cabeza y sonrió dulcemente a Aliocha. Tenía el rostro hinchado todavía por las lágrimas que acababa de derramar.

—Déjalo, Aliocha. Es un hombre mezquino. No merece que se le hable. Mikhail Ossipovitch, iba a pedirte perdón, pero me vuelvo atrás. Aliocha, ven a sentarte aquí.

Lo cogió de la mano mientras le dirigía una mirada radiante.

—Dime: ¿amo a mi seductor o no lo amo? Antes me estaba haciendo esta pregunta en la oscuridad. Ilumina mi pensamiento. Haré lo que tú me digas. ¿Debo perdonarlo?

—Lo has perdonado ya.

—Es verdad —dijo Gruchegnka, pensativa—. Soy cobarde. Voy a beber por mi cobardía.

Cogió un vaso, se lo bebió de un trago y después lo arrojó al suelo. Sonreía cruelmente.

—Tal vez no haya perdonado todavía —dijo con acento amenazador, los ojos bajos, y como hablando consigo misma—. Tal vez sea solamente que sueño con perdonar. Aliocha, eran mis cinco años de sufrimiento lo que me enternecía; mi dolor, no él.

—No quisiera estar en su pellejo —dijo Rakitine.

—No podrías estar nunca, Rakitka. Sólo puedes servirme para limpiarme los zapatos. Una mujer como yo no está hecha para ti. Y acaso tampoco para él.

—Entonces, ¿por qué te has compuesto tanto?

—No te burles de mi vestido, Rakitka. Tú no me conoces; tú no sabes por qué me lo he puesto. He pensado que podría ir a decirle: «¿Me has visto alguna vez tan hermosa?» Cuando me dejó, yo era una chiquilla de diecisiete años, enfermiza y llorona. Lo adularé y lo enardeceré. «Ya ves cómo soy ahora, querido. Bueno, basta de charla. Si esto te ha abierto el apetito, ve a saciarlo en otra parte.» Ya sabes, Rakitka, para lo que pueden servir todas estas galas... Estoy ciega de ira, Aliocha. Soy capaz de desgarrar este vestido, de desfigurarme e ir por las calles a mendigar. Soy capaz de quedarme en casa, de devolverle a Kuzma su dinero y sus regalos y ponerme a trabajar por un jornal. ¿Crees que no tendría valor para obrar así, Rakitka? Pues bastaría que me lo propusiera... Al otro lo despreciaré, me burlaré de él.

Después de referir estas palabras con vehemencia, se cubrió la cara con las manos y volvió a arrojarse sobre los cojines, llorando convulsivamente.

Rakitine se levantó.

—Es ya tarde. Nos exponemos a que no nos dejen entrar en el monasterio.

Gruchegnka se sobresaltó.

—¡Oh, Aliocha! ¿Vas a dejarme? —exclamó con amarga sorpresa—. Piensa en mi situación. Me has trastornado, y ahora que llega la noche me quedaré sola.

—No puede pasar la noche en tu casa —dijo Rakitine con maligna intención—. Pero si quiere quedarse, me iré solo.

—¡Calla, miserable! —exclamó Gruchegnka—. Tú no me has hablado jamás como él acaba de hablarme.

—No ha dicho nada extraordinario.

—No sé si ha dicho algo extraordinario o no, pero lo cierto es que me ha llegado al corazón... Ha sido el primero, el único, que me ha compadecido. ¿Por qué no viniste antes, querido?

Y, en un arrebato de fervor, cayó de rodillas ante Aliocha.

—Toda la vida he estado esperando que alguien como tú me trajera el perdón. Siempre he creído que se me podía querer a pesar de mi deshonor.

—¿Pero qué he hecho yo por ti? —dijo Aliocha, inclinándose hacia ella y cogiéndole las manos—. Te he tendido una cebolla y de las más pequeñas: esto es todo.

Los ojos se le llenaron de lágrimas. En ese momento se oyó un ruido. Alguien había entrado en la casa. Gruchegnka se puso en pie, atemorizada. Fenia irrumpió en la sala.

—¡Señora, señora mía —dijo alegremente, con respiración anhelante—, ha llegado la diligencia de Mokroie, conducida por Timoteo! Van a cambiar los caballos. ¡Ha traído esta carta, señora!

Y blandía el sobre. Gruchegnka se apoderó de él y lo acercó a la luz. Dentro había un lacónico billete. Gruchegnka lo leyó en un instante.

—¡Me llama! —exclamó.

Estaba pálida. En sus labios crispados había una sonrisa morbosa.

—¡Me ha silbado! El perro acudirá arrastrándose.

Estuvo un momento indecisa. De pronto, su rostro enrojeció.

—¡Me voy! ¡Adiós, mis cinco años de tormento! Adiós, Aliocha. La suerte está echada. ¡Apartad, marchaos todos! ¡No quiero volver a veros! Gruchegnka corre hacia una nueva vida... No me guardes rencor, Rakitka. Tal vez vaya hacia la muerte. ¡Oh, estoy como ebria!

Entró apresuradamente en su dormitorio.

—Ahora ya no nos necesita —gruñó Rakitine—. Vámonos. La monserga podría empezar de nuevo, y ya estoy de ella hasta la coronilla.

Aliocha se dejó conducir maquinalmente.

En el patio, todo eran idas y venidas a la luz de una linterna. Se estaba cambiando el tiro de tres caballos. Apenas habían salido los dos jóvenes, se abrió la ventana del dormitorio y se oyó la voz sonora de Gruchegnka.

—Aliocha, saluda de mi parte a tu hermano Mitia. Dile que no guarde mal recuerdo de mí. Repítele estas palabras: «Gruchegnka se ha ido con un hombre vil en vez de quedarse contigo, que eres una persona honorable.» Añade que le he querido durante una hora, sólo durante una hora; pero que se acuerde siempre de esta hora. Y que en lo sucesivo Gruchegnka... mandará en su pensamiento...

Los sollozos le impidieron continuar. Gruchegnka cerró la ventana.

Rakitine se echó a reír.

—Deja a Mitia hecho un guiñapo y quiere que la recuerde toda la vida. ¡Qué ferocidad!

Aliocha no dio muestra alguna de haberle oído. Avanzaba a paso rápido al lado de su compañero. En su semblante se leía una profunda confusión.

Rakitine tenía la sensación de que le hurgaban en una llaga: al conducir a Aliocha a casa de Gruchegnka, esperaba un resultado muy distinto. Estaba profundamente decepcionado.

—El oficial de Gruchegnka es polaco. Ahora ya no es oficial. Estaba empleado en la aduana de Siberia, en la frontera china. Debe de ser un pobre diablo. Dicen que ha perdido el empleo. Sin duda, se ha enterado de que Gruchegnka tiene sus ahorros y por eso ha venido. Esto lo explica todo.

Aliocha seguía, al parecer, sin comprender nada. Rakitine continuó:

—Has convertido a una pecadora; has encauzado por el buen camino a una mujer descarriada. Has expulsado a los demonios. O sea, que los milagros que esperábamos se han cumplido.

—¡Basta, Rakitine! —exclamó Aliocha, con el alma dolorida.

—Me desprecias por los veinticinco rublos que me ha dado Gruchegnka. He vendido a un amigo. Pero ni tú eres Cristo ni yo soy Judas.

—Te aseguro que no pensaba en eso. Lo había olvidado y me lo has recordado tú.

Pero Rakitine estaba furioso.

—¡Que el diablo se os lleve a todos! —exclamó—. No sé por qué demonio he hecho amistad contigo. De ahora en adelante, como si no nos conociéramos. Adiós; ya conoces el camino.

Dobló por una callejuela y Aliocha quedó solo en la oscuridad de la noche. Pero siguió adelante, salió de la ciudad y se dirigió al monasterio a campo traviesa.

CAPITULO IV



Las bodas de Caná



Era ya tarde, para el régimen del monasterio, cuando Aliocha llegó al recinto de la ermita. El hermano portero abrió una puertecilla lateral. Habían sonado las nueve: la hora del descanso tras un día tan agitado. Aliocha abrió tímidamente la puerta y entró en la celda donde estaba el cuerpo del staretsen su ataúd. Sólo había una persona en la celda: el padre Paisius, que leía los Evangelios junto al cadáver. Porfirio, el joven novicio, agotado por la conferencia de la noche anterior y las emociones de la jornada, dormía con el sueño profundo de la juventud echado en el suelo de la habitación vecina. El padre Paisius había oído entrar a Aliocha, pero ni siquiera volvió la cabeza. Aliocha se arrodilló en un rincón y empezó a rezar. Su alma estaba llena de sensaciones confusas que se perseguían unas a otras con una especie de movimiento giratorio uniforme. Experimentaba un extraño sentimiento de bienestar, que no le causaba ningún asombro. Contempló una vez más el cadáver de su querido starets, pero ya no sentía el pesar doloroso y sin consuelo que le había oprimido por la mañana. Al entrar, había caído de rodillas ante el féretro como se habría arrodillado ante un altar. Sin embargo, su alma estaba rebosante de alegría. Por la ventana abierta entraba un aire fresco. Aliocha pensó: «Han abierto la ventana porque el hedor ha aumentado.» Pero la idea de la corrupción ya no lo inquietaba ni lo irritaba. Oraba dulcemente. Pronto advirtió que lo hacía de un modo maquinal. En su cerebro surgían fragmentos de ideas semejantes a fuegos fatuos. En cambio, en su alma reinaba una certidumbre, una pasión de la que se daba perfecta cuenta. Oraba fervorosamente, lleno de gratitud y amor, pero pronto se desviaba su pensamiento, se entregaba a otras meditaciones, y al fin olvidaba las plegarias y las ideas que las habían interrumpido.

Prestó atención a la lectura del padre Paisius, pero la fatiga acabó por rendirlo y empezó a dormitar.

—Tres días después se celebró una boda en Caná, Galilea, y la madre de Jesús estaba allí.

Y Jesús fue también invitado a la boda, con sus discípulos.

Boda... Esta idea trastornó el alma de Aliocha.

«Gruchegnka es también feliz... Ha ido a un festín... Desde luego, no ha pensado en el cuchillo. Esto ha sido solamente un grito de rabia. Hay que perdonar a quienes lanzan esos gritos. Son un desahogo, un consuelo. El dolor sería insoportable si no se profirieran... Rakitine se ha ido por la callejuela. Mientras se sienta agraviado, irá por callejuelas... Pero al fin está la gran avenida recta, clara, resplandeciente, llena de sol... ¿Qué está leyendo el padre Paisius?»

—... Y el vino se terminó. La madre de Jesús le dijo: Ya no tienen vino...

«¡Ah, sí! No he oído el principio, y lo siento. Me gusta este pasaje: las bodas de Caná, el primer milagro... ¡Qué milagro tan hermoso! Se dedicó a la alegría, no al dolor... “El que ama a los hombres, ama también su alegría.” El staretsrepetía estas palabras a cada momento; era una de sus ideas fundamentales. “No se puede vivir sin alegría”, asegura Mitia. Todo lo que lleva consigo la verdad y la belleza, lleva también el perdón. Ésta era otra de las ideas del padre Zósimo.»

—...Jesús le dijo: Mujer, ¿qué hay entre tú y yo? Aún no ha llegado mi hora.

»Su madre dijo a los que servían: Haced todo lo que él os diga.

«Quería que alegrara a aquella pobre gente. Muy pobre tenía que ser para que faltara vino en una boda. Los historiadores cuentan que en torno del lago de Genezareth habitaba la población más pobre que imaginarse pueda. Y la madre de Jesús, con su gran corazón, sabía que su hijo no estaba allí solamente para cumplir su sublime misión, sino también para compartir la ingenua alegría de las sencillas e ignorantes personas que le habían invitado a sus humildes bodas. “Aún no ha llegado mi hora.” Lo dijo con una dulce sonrisa... Sí, debió de sonreírle tiernamente al hablarle... Verdaderamente, no se concibe que viniese a la tierra para multiplicar el vino en unas bodas pobres. Pero hizo lo que su madre le pidió que hiciera.

—...Jesús les dijo: Llenad de agua esas vasijas. Y ellos las llenaron hasta los bordes.

»Entonces Jesús les dijo: Sacad un poco de agua y llevadla al mayordomo. Y ellos se la llevaron.

»Cuando el mayordomo probó el agua convertida en vino, no sabiendo de dónde había salido este vino, aunque los servidores que habían sacado el agua lo sabían muy bien, llamó al esposo.

»Y le dijo: Todos los hombres sirven primero el vino bueno, y después, cuando ya se ha bebido bastante, sirven el vino menos bueno. Pero tú has reservado el buen vino para ahora.

«¿Pero qué sucede? ¿Por qué oscila la habitación...? ¡Ah, sí! Las bodas, la fiesta... No cabe duda de que a esto se debe todo... Ahí están los invitados, los jóvenes esposos, la alegre multitud. Pero, ¿dónde está el mayordomo...? ¿Qué pasa? La habitación oscila de nuevo... ¿Quién se levanta de la gran mesa? ¿Cómo? ¿También él está aquí? ¡Pero si estaba en el ataúd...! Se ha levantado, me ha visto, viene hacia mí... ¡Dios mío...!»

Sí, el viejecito seco, de rostro surcado de arrugas, se acerca a Aliocha, sonriendo dulcemente. El ataúd ha desaparecido. El staretsva vestido como el día anterior, cuando estaba reunido con sus visitantes. Tiene la cara descubierta, sus ojos brillan. ¿Es posible que también él tome parte en el festín, que le hayan invitado a las bodas de Caná?

El padre Zósimo dice con su dulce voz:

—Estás invitado, querido, en toda regla. No tienes por qué permanecer en este rincón donde nadie te ve... Ven a nuestro lado.

Es su voz, la voz del staretsZósimo. ¿Cómo no ha de ir Aliocha con él, cuando él se lo dice? El staretsle coge la mano y Aliocha se levanta.

—Alegrémonos —prosigue el anciano—. Bebamos el vino nuevo, el vino de la alegría. Mira a los invitados. Ahí tienes al novio y a la novia. Y al experto mayordomo que ha probado el vino nuevo. ¿Por qué te sorprende verme? He dado una cebolla y aquí estoy. La mayor parte de los que aquí ves, sólo han dado una cebolla, una diminuta cebolla. Éstas son nuestras obras hoy: dar una cebolla a un hambriento... Empieza tu obra, querido... ¿Ves nuestro sol? ¿Lo distingues?

—No me atrevo a mirarlo —balbuceó Aliocha– Tengo miedo.

—No le temas. Su majestad es terrible; su grandeza, abrumadora; pero su misericordia no tiene límites. Por amor se ha hecho semejante a nosotros y se divierte con nosotros. Convierte el agua en vino para que no cese la alegría entre los invitados. Espera a otros; los llama continuamente desde hace siglos... Mira, ya traen vino nuevo; ahí están las vasijas.

Aliocha sintió que el corazón se le inflamaba, que lo tenía colmado hasta el punto de parecerle que le iba a estallar. De sus ojos brotaron lágrimas de alegría. Tendió los brazos, profirió un grito y despertó...

Allí estaba el ataúd, la ventana abierta. Seguía la lectura lenta, grave, rítmica, del Evangelio. Se había dormido de rodillas y —cosa inaudita– se había despertado de pie. De pronto, como si le empujaran, se acercó al ataúd en tres rápidos pasos. Incluso dio un golpe con el hombro al padre Paisius sin advertirlo. El monje levantó la cabeza, pero enseguida volvió a la lectura. Había observado que el estado de Aliocha no era normal. El joven estuvo un momento con la vista fija en el ataúd, en el cadáver tendido en su interior, en el rostro cubierto, en el icono que el difunto tenía sobre el pecho, en la capucha rematada por la cruz de ocho brazos. Acababa de oír su voz: todavía resonaba en sus oídos. Prestó atención, esperó... De pronto dio media vuelta y salió de la celda.

Bajó los escalones del pórtico sin detenerse. Su alma tenía sed de espacio, de libertad. Sobre su cabeza, la bóveda celeste se extendía hasta el infinito. Las estrellas parpadeaban. La Vía Láctea destacaba con nitidez desde el cenit hasta el horizonte. La tierra estaba sumergida en la serenidad de la noche. Las torres blancas y las cúpulas doradas se recortaban en el zafiro del cielo. Alrededor de la casa, las magníficas flores de otoño se habían dormido para no despertar hasta el amanecer. Tengo despertar hasta el amanecer. La calma de la tierra se confundía con la del cielo. El misterio terrestre confinaba con el de las estrellas. Aliocha contemplaba todo esto inmóvil. De pronto, como segadas sus piernas por una hoz, cayó de rodillas.

Sin saber por qué, sentía un deseo irresistible de estrechar entre sus brazos a toda la tierra. La besó sollozando, empapándola de lágrimas, y se prometió a sí mismo, con ferviente exaltación, amarla siempre. «Riega la tierra con lágrimas de alegría y ámala.» Estas palabras resonaban dentro de él todavía. ¿Por quién lloraba? En su exaltación, lloraba incluso por las estrellas que temblaban en el cielo. Y se entregaba a esta emoción sin rubor alguno. Anhelaba perdonar a todos y por todo, y pedir perdón, no para él, sino para todos los demás y por todo. «Los demás pedirán el perdón para mí.» También acudieron a su memoria estas palabras. Con claridad creciente, de un modo casi tangible, advertía que un sentimiento firme, inquebrantable, penetraba en su alma; que de su mente se apoderaba una idea que no le abandonaría jamás. Al caer de rodillas, era un débil adolescente; se levantó convertido en un hombre resuelto a luchar durante todo el resto de su vida. Entonces tuvo conocimiento de su crisis. Y no olvidaría jamás este momento. «Mi alma recibió en este instante la visita reveladora», decía más tarde, con absoluta seguridad.

Tres días después, dejó el monasterio, de acuerdo con la voluntad del starets, que le había ordenado «permanecer en el mundo».

LIBRO VIII



MITIA


.


CAPITULO PRIMERO



Kuzma Samsonov



Dmitri Fiodorovitch, al que Gruchegnka había enviado su último adiós cuando partió para una nueva vida, con el deseo de que se acordara siempre de una hora de amor, estaba en aquellos momentos luchando con graves dificultades. Como él mismo dijo más tarde, pasó dos días bajo la amenaza de una congestión cerebral. Aliocha no había conseguido verle el día anterior, y Dmitri no había acudido a la cita que tenía con Iván en la taberna. Cumpliendo sus instrucciones, los dueños del piso donde se hospedaba guardaron silencio. Durante los dos días que precedieron a la catástrofe, su estado fue francamente crítico. Según sus propias palabras, «luchó con su destino por su salvación». Incluso estuvo ausente de la ciudad varias horas para resolver un asunto inaplazable, a pesar de su temor a dejar a Gruchegnka sin vigilancia. Las investigaciones posteriores determinaron con exactitud cómo había empleado el tiempo. Nosotros nos limitaremos a registrar los hechos esenciales.

Aunque le hubiera amado durante una hora, Gruchegnka lo atormentaba despiadadamente. Al principio no pudo saber nada sobre sus propósitos. No los podía averiguar ni por medio de la dulzura ni mediante la violencia. Si hubiera utilizado uno de esos dos procedimientos, ella se habría enojado y apartado de él inmediatamente. Mitia sospechaba que Gruchegnka se debatía en la incertidumbre, sin conseguir tomar una resolución. Suponía, no sin razón, que ella lo detestaba a veces, y no sólo a él, sino también a su amor apasionado. Tal vez era así, pero Mitia no podía comprender exactamente de dónde procedía la ansiedad de Gruchegnka. En realidad, todas sus inquietudes quedaban dentro de esta alternativa: él o Fiodor Pavlovitch.

Al llegar a este punto, es conveniente anotar un hecho indudable. Dmitri estaba seguro de que su padre ofrecería el matrimonio a Gruchegnka —si no se lo había ofrecido ya– y ni por pienso creía que el viejo libertino confiara en arreglarlo todo con sólo tres mil rublos. Conocía el carácter de Gruchegnka. Por eso consideraba que su inquietud procedía de que no sabía por qué lado inclinarse, al ignorar en cuál de los dos hallaría más ventajas.

En el próximo regreso del «oficial», del hombre que había desempeñado un papel tan implacable en la vida de Gruchegnka, regreso que la joven esperaba con una mezcla de alegría y temor, Mitia —cosa extraña– no pensaba lo más mínimo. Verdad es que Gruchegnka había guardado silencio sobre este punto los últimos días. Sin embargo, Mitia estaba enterado de que, hacía un mes, su pretendida había recibido una carta de su seductor e incluso había leído parte de ella. Gruchegnka se la había enseñado en un momento de indignación, y quedó sorprendida al ver que él no le daba importancia. No es fácil comprender el motivo de esta indiferencia. Acaso era simplemente que, abrumado por la rivalidad con su padre, no podía imaginarse que hubiese nada peor en aquellos momentos. No acababa de creer en un novio salido de no se sabía dónde, después de cinco años de ausencia, ni en su próxima llegada, anunciada en términos muy vagos. La carta era confusa, enfática, sentimental, y Gruchegnka le había ocultado las últimas líneas, que hablaban más claramente del regreso. Además, Mitia recordó después la actitud desdeñosa con que Gruchegnka había recibido este comunicado de Siberia. La joven no había explicado nada más acerca de este nuevo rival. No es, pues, extraño que Mitia acabara por olvidarlo.

Mitia sólo creía en la inminencia de un conflicto con Fiodor Pavlovitch. En el colmo de la ansiedad, esperaba a cada momento la resolución de Gruchegnka, y opinaba que surgiría pronto, como una inspiración. Si Gruchegnka se presentaba a él y le decía: «Aquí me tienes; soy tuya para siempre», todo habría terminado. Se la llevaría lo más lejos posible, si no al fin del mundo, sí al fin de Rusia. Se casarían y vivirían donde nadie les conociera, ignorados de todos. Entonces él empezaría una nueva vida, virtuosa, de regeneración, sueño que acariciaba ávidamente. El cenagal en que se había hundido voluntariamente le producía verdadero horror y, como tantos otros de los que están en su caso, deseaba sobre todo cambiar de ambiente. Alejarse de la gente que lo rodeaba, de la atmósfera en que vivía, perder de vista aquel lugar maldito, sería una renovación completa, una existencia transformada. He aquí los pensamientos que le absorbían.

El caso tenía otra solución posible, otro desenlace, éste espantoso para él. Si ella le decía de pronto: «Vete. He escogido a Fiodor Pavlovitch. Me casaré con él. No te necesito...», entonces..., entonces... Mitia ignoraba lo que entonces podría suceder. Y lo ignoró hasta el último momento; hay que reconocerlo, hay que hacerle justicia. No tenía ningún propósito definido: el crimen no fue premeditado. Se conformaba con acechar, con espiar. Se atormentaba, pero preveía un feliz desenlace. Todas las demás ideas las rechazaba. Entonces empezó una nueva tortura, entonces surgió una nueva circunstancia, secundaria, pero fatídica, insoluble...

En caso de que Gruchegnka le dijese: «Soy para ti. Llévame contigo», ¿cómo se las compondría para llevársela? Las rentas que obtenía de las entregas que regularmente le hacía su padre se habían agotado. Cierto que Gruchegnka tenía dinero, pero, sobre este particular, Mitia era de un amor propio inflexible. Quería llevársela y empezar una nueva vida con sus propios recursos, no con los de su amada. La simple idea de recurrir al capital de Gruchegnka le producía un profundo malestar. No me extenderé sobre este hecho, no lo analizaré: me limito a anotarlo para que se sepa cuál era su estado de ánimo en aquellos momentos.

Este estado de ánimo podía proceder del secreto remordimiento que experimentaba por haberse apropiado del dinero de Catalina Ivanovna. «Para Catalina soy un miserable —se decía—. También lo seré para Gruchegnka.» Así lo confesó más tarde. «Si Gruchegnka se entera —añadía para su fuero interno—, no querrá saber nada de un individuo como yo. Por lo tanto, he de obtener ese dinero. ¿Pero de dónde lo sacaré? Si no lo consigo, me hundiré en el fracaso. ¡Qué vergüenza!»

Tal vez sabía dónde podía encontrar el dinero. Por ahora no diré nada más sobre este punto. Todo se aclarará cuando llegue el momento. Lo que sí quiero explicar, aunque sea en un breve resumen, es en qué consistía para él la peor dificultad. Para procurarse los recursos que necesitaba, para tener derecho a apropiárselos, lo primero que tenía que hacer era devolver a Catalina Ivanovna sus tres mil rublos. «De lo contrario seré un estafador, un bribón, y no quiero empezar así mi nueva vida.» Y decidió alterar todos sus planes si era necesario, con tal de poder restituir a Catalina Ivanovna la cantidad que le debía. Tomó esta decisión en las últimas horas de su vida, después de la conversación que había tenido con su hermano Aliocha en la calle. Cuando éste le explicó los insultos que Gruchegnka había dirigido a su prometida, Dmitri reconoció que era un miserable y rogó a Aliocha que se lo dijera así a Catalina «si consideraba que esto la podía consolar». Aquella misma noche se dijo, en su delirio, que sería preferible matar y desvalijar a cualquiera que no dejar de pagar a Katia lo que le debía. «Prefiero ser un asesino y un ladrón para todo el mundo, prefiero ir a Siberia, a que Katia pueda decir que le he robado para huir con Gruchegnka y empezar una nueva vida.» Así razonaba Mitia rechinando los dientes. Estaba a punto de sufrir una congestión cerebral, pero no abandonaba la lucha.

En esta tenacidad había algo curioso. Lo lógico era que, habiendo tomado semejante resolución, se sintiera desesperado. ¿Pues de dónde podía sacar aquella suma un pobre diablo como él? Sin embargo, esperó hasta el último momento procurarse aquellos tres mil rublos. Estaba en la creencia de que caerían en sus manos de un modo o de otro, incluso llovidos del cielo. Así ocurre a los que, como Dmitri, sólo saben despilfarrar su patrimonio, sin tener la menor idea de cómo se adquiere el dinero.


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