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Los hermanos Karamazov
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Текст книги "Los hermanos Karamazov"


Автор книги: Федор Достоевский



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—¿Dónde está Escarabajo? —preguntó Iliucha amargamente.

—¡Ah, mi querido Iliucha! Tu Escarabajoha desaparecido.

Iliucha no dijo nada y miró otra vez a Kolia fijamente. Aliocha hizo nuevas señas a Krasotkine, pero éste volvió la cabeza, simulando no comprenderlo.

Escarabajohuyó sin dejar rastro —dijo Kolia, implacable, aunque jadeaba también de emoción—. No se podía esperar otra cosa después de haberse tragado aquella miga de pan. Pero aquí tienes a Carillón.

—No me interesa —dijo Iliucha.

—Pues has de verlo. Esto te distraerá. Por eso lo he traído. Tiene el pelo largo como el otro.

Y, presa de una agitación extraña, preguntó a la señora de Snieguiriov:

—¿Me permite que llame a mi perro?

—¡No! —gritó Iliucha con voz desgarrada—. No vale la pena.

Sus ojos tenían una expresión de reproche.

El capitán se levantó de pronto del baúl, arrimado a la pared, en que estaba sentado, e intervino:

—Debiste esperar...

Pero Kolia, inflexible, gritó a Smurov:

—¡Abre la puerta!

Apenas la hubo abierto Smurov, Kolia emitió un silbido y Carillónentró en el dormitorio.

—¡En pie, Carillón! —ordenó Kolia.

El perro se levantó sobre sus patas traseras y así permaneció junto al lecho de Iliucha. Entonces ocurrió algo imprevisto: Iliucha se estremeció, se inclinó sobre Carillóncon gran esfuerzo y lo examinó, extenuado.

—¡Es Escarabajo! —exclamó con una mezcla de dolor y alegría.

—¿Quién te creías que era? —gritó Krasotkine, triunfante.

Rodeó con un brazo al perro y lo levantó.

—Mira, querido: le falta un ojo y tiene la oreja izquierda partida. Éstas son las señas que me diste y que me han servido para buscarlo. Encontrarlo no fue difícil. No tiene dueño. Se había refugiado en casa de los Fedotov, en el patinillo que hay detrás del patio, y nadie le daba de comer. Es un perro vagabundo, fugitivo de algún pueblo próximo... Como ves, amigo Iliucha, no se tragó la miga de pan; si se la hubiera tragado, no estaría vivo. Debió de vomitarla sin que tú lo vieras. Tiene una herida en la lengua y esto explica sus lamentos. Echó a correr aullando y tú creíste que se había tragado la miga de pan. Al clavársele la aguja en la lengua, debió de sentir un dolor muy vivo, pues los perros tienen la boca muy delicada, más sensible que la del hombre.

Kolia hablaba en voz muy alta, enardecido y radiante de felicidad. Iliucha no podía decir nada; estaba blanco como la cal y miraba a Kolia con sus grandes ojos desmesuradamente abiertos. Si Kolia hubiera sabido el daño que podía hacer al enfermo recibir una impresión tan violenta, se habría abstenido de preparar y llevar a cabo aquella escena teatral. Pero en la habitación sólo había una persona capaz de darse cuenta de esto: Aliocha. El capitán se comportaba como un niño. Saltando de alegría, exclamó:

—¡ Escarabajo! ¡Es Escarabajo! ¡Iliucha, es Escarabajo, tu Escarabajo!

Y dirigiéndose a su esposa, repitió:

—¡Es Escarabajo!

Poco le faltaba para echarse a llorar.

—¡Y yo sin ni siquiera sospecharlo! —se lamentó Smurov—. Yo sabía que Krasotkine encontraría a Escarabajo. Ha cumplido su palabra.

—¡Sí, ha cumplido su palabra! —dijo una voz entusiasta.

—¡Bravo, Krasotkine! —exclamó un tercero.

—¡Bravo, Krasotkine! —repitieron todos los niños, prorrumpiendo en aplausos.

—¡Un momento! —exclamó Krasotkine, y añadió tan pronto como cesó el alboroto—: Os voy a contar cómo he hecho las cosas. Cuando encontré a Escarabajo, me lo llevé a casa y lo oculté a las miradas de todos. Smurov fue el único que lo vio. Esto ocurrió hace quince días. Yo le hice creer que era otro perro, Carillón, y él se tragó el anzuelo. Me dediqué a amaestrar a Escarabajo. Ahora vais a ver las cosas que sabe hacer. Quería traértelo amaestrado, Iliucha. ¿No tenéis un trocito de carne cocida? Si lo tenéis, os hará un juego que os moriréis de risa.

El capitán echó a correr hacia las habitaciones de los propietarios de la casa, donde estaban haciendo la comida. Sin esperar su regreso, Kolia llamó a Carillóny le ordenó que hiciera el muerto. El perro empezó a dar vueltas, se echó, se puso patas arriba y se quedó tan inmóvil como si fuese de piedra. Los niños se echaron a reír. Iliucha miraba al animal con una sonrisa dolorosa. La más feliz era «mamá», que lanzó una carcajada y empezó a llamar a Carillónchascando los dedos.

—¡Carillón! ¡Carillón!

—Por nada del mundo se levantará —dijo Kolia en tono triunfal y con justificado orgullo—. Ni aunque lo llamarais todos a la vez. En cambio, a una voz mía, se pondrá en pie en el acto. Ahora van a verlo. ¡Aquí, Carillón!

El perro se levantó y empezó a saltar y ladrar alegremente. El capitán volvió con el trocito de carne cocida.

—¿No estará caliente? —preguntó Kolia con acento de persona experta en la cuestión—. No, está bien. A los perros no les gusta la comida caliente... Bueno, mirad todos. Y tú también, Iliucha. ¿En qué estás pensando? ¡Lo he traído por él y no lo mira!

El nuevo juego consistió en colocar la carne sobre el hocico del perro, el cual debía sostenerla en equilibrio y sin moverse todo el tiempo que su amo quisiera, aunque fuese media hora. Esta vez la prueba sólo duró un minuto.

—¡Hala! —gritó Kolia. Y en un abrir y cerrar de ojos la carne pasó del hocico a la garganta del perro.

Como es natural, el público mostró una viva admiración.

—¿Es posible que hayas tardado en venir sólo para traer a Carillónamaestrado? —preguntó Aliocha en un tono de reproche involuntario.

—Así ha sido —dijo Kolia francamente—. Quería traer un perro que causara asombro.

¡Carillón!—le llamó Iliucha, chascando sus frágiles deditos. —No hace falta que lo llames. Verás como se sube a la cama de un salto. ¡Aquí, Carillón!

Kolia dio una palmada en el lecho, y el perro se lanzó como una flecha sobre Iliucha. Éste le cogió la cabeza con las dos manos, a lo que Carillón correspondió lamiéndole la cara. Iliucha lo estrechó en sus brazos, volvió a tenderse en la cama y su carita desapareció entre la espesa pelambre.

—¡Dios mío! —exclamó el capitán.

Kolia se volvió a sentar en la cama de Iliucha.

—Ahora te voy a enseñar otra cosa, Iliucha. Te he traído un cañón. ¿Te acuerdas de que te hablé una vez de un cañoncito y tú me dijiste que te encantaría verlo? Pues bien, te lo he traído.

Kolia se apresuró a sacar de su bolsa el cañoncito de acero. Esta prisa se debía a que también él se sentía feliz. En otra ocasión habría esperado a que pasara el efecto producido por las exhibiciones de Carillón, pero lo devoraba la impaciencia. «¿Eres feliz? Pues toma, más felicidad todavía.» Él mismo se sentía dichoso.

—Hace tiempo que había echado el ojo a ese juguete que estaba en casa de Morozov. Le había echado el ojo pensando en ti, querido, en ti. Para Morozov no tenía ninguna utilidad. Antes había sido de su hermano. Yo se lo cambié por un libro de la biblioteca de mi padre: Le cousin de Mahomet ou la folie salutaire. Es una obra libertina de hace cien años, cuando aún no había censura en Moscú. A Morozov le gustan estas cosas. Incluso me dio las gracias.

Kolia levantó el cañoncito de modo que todos lo pudieran ver y admirar. Iliucha se incorporó y, aunque seguía reteniendo a Carillóncon la mano derecha, contempló embelesado el juguete. El efecto llegó a su punto culminante cuando Kolia manifestó que el cañoncito podía disparar, si las damas no se asustaban, pues tenía también un poco de pólvora. «Mamá» pidió que le dejaran ver el juguete de cerca, y se le entregó en el acto. El cañoncito, con sus ruedas, la entusiasmó de tal modo, que empezó a hacerlo rodar sobre sus rodillas. Se le pidió permiso para dispararlo y ella accedió sin vacilar, aunque no tenía la menor idea de lo que iba a ver. Kolia mostró la pólvora y los perdigones. El capitán, con su experiencia de militar, se encargó de cargarlo. Tomó un poco de pólvora y dijo que se dejara la metralla para otra ocasión. Luego colocó el cañoncito en el suelo, apuntando a un espacio libre, introdujo la pólvora y le prendió fuego con una cerilla. La descarga fue perfecta. «Mamá» se sobresaltó, pero enseguida se echó a reír. Los niños guardaban un silencio solemne. El capitán dirigía a Iliucha una mirada de entusiasta agradecimiento. Kolia recogió el juguete y, con la pólvora y los perdigones, se lo ofreció al enfermo.

—Es para ti —le dijo, rebosante de felicidad—. Hace tiempo que pensaba regalártelo.

—¡No, es para mí! ¡Dámelo! —exclamó de pronto «mamá» con voz de niña caprichosa.

Estaba inquieta, como esperando una negativa. Kolia se quedó perplejo, sin saber qué hacer. El capitán perdió la calma.

—Oye, madrecita: el cañón es tuyo, pero lo guardará Iliucha, ya que se lo han dado a él. ¿Qué más da que lo tengáis él o tú? Iliucha te dejará jugar con él siempre que quieras. Será de los dos.

—No, no quiero que sea de los dos; quiero que sea sólo mío —replicó la infeliz, a punto de echarse a llorar.

—Tómalo, mamá; aquí lo tienes —dijo Iliucha—. ¿Puedo dárselo a mi madre, Krasotkine? —preguntó a éste en tono suplicante y temiendo ofenderlo al traspasar el regalo que él le había hecho.

—¡Pues claro que puedes! —repuso en el acto Kolia.

Y él mismo cogió el paquete de manos de Iliucha y se lo entregó a «mamá» con una gentil reverencia. Ella se conmovió tanto, que se echó a llorar. Luego exclamó en un arranque de ternura:

—¡Cuánto me quiere mi querido Iliucha!

Y de nuevo empezó a rodar el cañoncito sobre sus rodillas.

—Quiero besarte la mano, «mamá» —dijo el esposo, uniendo la acción a la palabra.

—El más amable de todos es ese simpático muchacho —dijo la agradecida dama señalando a Krasotkine.

—En cuanto a la pólvora, Iliucha —le advirtió Kolia—, puedo traerte tanta como quieras. La fabricamos nosotros mismos. Borovikov conoce la fórmula. Se toman veinticuatro partes de salitre, diez de azufre y seis de carbón de abedul; se pone todo junto, se echa agua y se amasa. Esta pasta se hace pasar por un tamiz de piel de asno. Y ya está hecha la pólvora.

—Ya me dijo Smurov que hacías así la pólvora —declaró Iliucha—. Pero mi padre dice que la verdadera no se hace así.

Kolia enrojeció.

—¿La verdadera? La nuestra arde. Claro que...

—Eso no tiene importancia —dijo el capitán, un tanto turbado—. En efecto, dije que la fórmula de la verdadera pólvora es distinta, pero también se puede hacer como tú dices.

—Usted sabe de esto más que yo; pero le advierto que pusimos un poco de nuestra pólvora en un tarro de piedra, le prendimos fuego y sólo quedó un insignificante residuo de hollín. E hicimos la prueba con la pasta; de modo que si la hubiéramos tamizado... En fin, repito que usted sabe de esto más que yo.

Y se volvió hacia Iliucha.

—Oye, ¿sabes que a Bulkine le pegó su padre por culpa de nuestra pólvora?

—Lo he oído decir —repuso Iliucha, que prestaba gran atención a Kolia.

—Fabricamos pólvora, la pusimos en un frasco y Bulkine escondió el frasco debajo de su cama. Su padre lo vio, dijo que podía haberse producido una explosión y dio una tunda a su hijo sin pérdida de tiempo. Me amenazó con ir a contar el caso al director del colegio. Ahora no permite a su hijo que venga conmigo. En el mismo caso está Smurov, y tantos otros...

Sonrió despectivamente y añadió:

—Tengo fama de influir perniciosamente en mis compañeros. Esto empezó a raíz de la aventura del ferrocarril.

—Los rumores de tu proeza han llegado a nuestros oídos —dijo el capitán—. ¿De veras no tuviste miedo cuando el tren pasó por encima de ti? Debió de ser algo espantoso.

El capitán se las ingeniaba para halagar a Kolia.

—No hubo tal espanto —repuso Krasotkine con un tonillo displicente—. Fue sobre todo aquel maldito ganso el culpable de mi mala reputación —añadió, dirigiéndose a Iliucha.

Pero, aunque procuraba mostrarse indiferente, no era dueño de sí mismo y no conseguía expresarse en el tono que deseaba.

—También he oído hablar de ese ganso —dijo Iliucha riendo—. Me lo contaron todo, pero algunas cosas no las comprendí. ¿De veras tuviste que ir al juzgado?

—Fue una tontería, una pequeñez de la que se ha hecho una montaña, como suele ocurrir en nuestra ciudad —empezó a explicar Kolia con desenvoltura—. Yo cruzaba la plaza, cuando vi llegar una manada de gansos. Un tal Vichniakov, mozo de reparto en casa de los Plotnikov, me mira y me pregunta: «¿Qué tienen esos gansos para que te pares a mirarlos?» Yo lo observo. Tiene la cara redonda y bobalicona, anda por los veinte años. Ya sabéis que yo nunca rechazo a la gente del pueblo, sino todo lo contrario: me gusta alternar con ella... El pueblo nos ha dejado a sus espaldas: esto no es un axioma... Te entran ganas de reír, ¿no, Karamazov?

—De ningún modo: te escucho con interés —dijo Aliocha con evidente franqueza.

El suspicaz Kolia cobró ánimos inmediatamente.

—Mi teoría, Karamazov, es clara y simple. Creo en el pueblo y me complace hacerle justicia, pero sin adularlo. Es el sine qua... Pero estábamos hablando de un ganso. Contesté al bobalicón:

»—Me estoy preguntando en qué pensará ese ganso.

ȃl me mira boquiabierto.

»—¿En qué pensará?

»—Observa ese carro cargado de avena. La avena asoma por la boca del saco, y el ganso, para picar el grano, alarga el cuello hasta ponerlo casi debajo de la rueda.

»—Ya lo veo.

»—Pues bien —le dije—; si hacemos avanzar un poco a ese carro, la rueda pasará por encima del cuello del ganso, ¿no es así?

»—Seguro que la rueda le cortará el cuello —dijo. Y una amplia sonrisa ensanchó su rostro.

»—Bien, muchacho: vamos a hacerlo.

»—Vamos a hacerlo —repitió él.

» La cosa fue fácil. Él se colocó junto a la brida como por casualidad, y yo al lado del ganso para dirigirlo. En este momento, el carretero estaba lejos, charlando; de modo que no pudo intervenir. El ganso alargó el cuello para picar la avena, junto a la rueda, por la parte de abajo. Hice una seña al joven, él tiró de la brida y, ¡crac!, la rueda partió el cuello del animal. Por desgracia, otros hombres nos vieron y empezaron a gritar:

»—¡Lo has hecho adrede!

»—¡Eso no es verdad! —repuso el mozo de reparto.

»—Sí, lo has hecho adrede.

»—¡Al juez de paz! —dijo otro.

»Me llevaron a mi también.

»—Tú estabas de acuerdo con él. Aquí, en el mercado, todos te conocemos.

»En efecto, soy muy conocido en el mercado —siguió explicando Kolia, con arrogancia, en el cuarto de Iliucha—. Fuimos todos al juzgado, cargados con el cadáver del ganso. Y he aquí que, de pronto, mi compañero se asusta y empieza a gritar y a llorar como una mujer. El carretero vociferaba:

»—¡Así se pueden matar tantos gansos como uno quiera!

»Como es natural, nos seguían los testigos. El juez pronunció enseguida su fallo. El mozo se quedaría con el ganso e indemnizaría al carretero con un rublo. La broma no debía repetirse.

»El mozo no cesaba de lamentarse.

»—¡La culpa no ha sido mía! ¡Ese chico me ha dicho que lo hiciera!

»Yo contesté sin inmutarme que no le había incitado a hacer nada, sino que había expresado una idea general, un plan de acción posible. El juez Nielfidov sonrió, aunque se arrepintió enseguida.

»—Enviaré un informe al director de su colegio —me dijo– para que de ahora en adelante no se dedique usted a exponer posibles planes de acción en vez de estudiar.

»No cumplió su amenaza, pero la aventura se divulgó y llegó a oídos de la dirección del colegio, que, como todos sabemos, tiene unas orejas de gran tamaño. El profesor Kolbasnikov fue el que más se enfureció contra mí. En cambio, Dardanelov volvió a salir en mi defensa. Kolbasnikov está indignado con todos nosotros. Ya habrás oído decir, Iliucha, que se ha casado. La esposa, hija de los Mikhailov, ha puesto en sus manos mil rublos de dote, pero es fea como un demonio. Los alumnos del tercero han compuesto un epigrama con este motivo. Los versos son graciosos; ya te los traeré. De Dardanelov sólo puedo hablar bien. Es un hombre que tiene valiosas amistades. Las personas como él me infunden respeto. Y conste que no lo digo porque me haya defendido.

—Sin embargo, lo pusiste en un brete con aquello de la fundación de Troya —observó Smurov, que estaba orgulloso de Krasotkine y al que la aventura del ganso había divertido en extremo.

—Fue increíble —intervino el capitán, adulador—. Porque os referís a la pregunta de Krasotkine sobre la fundación de Troya, ¿verdad? Ya estábamos enterados de eso. Iliucha nos lo contó.

—Lo sabe todo, papá. En todo el colegio no hay ningún alumno que sepa tanto como él. Habla como si fuera uno de tantos, pero es y ha sido siempre el número uno.

Y el enfermo miraba a Kolia con una expresión de infinita felicidad.

—¡Bah! Fue una tontería. No tenía ninguna importancia —dijo Kolia con un orgullo disfrazado de modestia.

Al fin había conseguido expresarse en el tono que deseaba, aunque estaba un poco turbado. Advertía que había referido la aventura del ganso con excesiva vehemencia y que Aliocha no había dicho palabra durante el relato. Su amor propio lo llevó a preguntarse si Karamazov lo despreciaría por parecerle que él, Kolia, hablaba para la galería, para conseguir un éxito, y esta idea lo irritó. «Si pensara así, yo...»

—Sí, una futileza —repitió Krasotkine con altivez.

—Yo sé quién fundó Troya —dijo repentinamente Kartachov, gentil muchachito de once años, que permanecía junto a la puerta, tímido y silencioso.

Kolia lo miró sorprendido. La fundación de Troya era un secreto para todo el colegio. Sólo podía conocerla el que hubiera leído a Smaragdov, y únicamente Krasotkine poseía la obra de este autor. Sin embargo, un día, aprovechando una ausencia de Kolia, Kartachov había visto el volumen de Smaragdov entre los libros de su compañero, lo abrió y tuvo la suerte de encontrar enseguida el pasaje que hablaba de la fundación de Troya. Hacía ya tiempo que Kartachov había tenido esta oportunidad, pero nunca se atrevió a decir que estaba en el secreto, por temor a que Kolia lo confundiese. Esta vez no había podido reprimir el deseo que desde hacía tiempo lo acuciaba.

—Bien; dilo si lo sabes —dijo Kolia dirigiéndole una mirada de superioridad.

En el semblante de Kartachov leyó que lo sabía, y se dispuso a afrontar las consecuencias. La emoción fue general.

—Troya fue fundada por Teucer, Dardanus, Ilius y Tros —dijo Kartachov de rutina y enrojeciendo de tal modo que daba pena verlo. Sus compañeros lo escucharon sin apartar la vista de él. Después, sus ojos se volvieron hacia Kolia, que seguía mirando al audaz con una frialdad despectiva.

—Bien —se dignó decir al fin—, ¿pero cómo lo hicieron? Y, generalizando, ¿cómo se funda una ciudad o un estado? ¿Acaso esos hombres se dedicaron a colocar ladrillos?

Se oyó un coro de risas. La cara del temerario pasó del rosa al púrpura. Kartachov no despegaba los labios; estaba a punto de echarse a llorar. Kolia lo tuvo así más de un minuto.

—Para interpretar los acontecimientos históricos, la fundación de un país, por ejemplo, hay que comprender lo que esto significa —dijo Krasotkine en tono doctoral—. Pero les advierto que yo no doy demasiada importancia a esos cuentos de vieja —y añadió displicente—: En conjunto, la historia universal no merece mi estimación.

—¿Es posible? —exclamó el capitán, escandalizado.

—Sí: no es más que el estudio de las estupideces de la humanidad. A mí sólo me interesan las matemáticas y las ciencias naturales.

Kolia dijo esto en un tono lleno de presunción y mirando a Aliocha a hurtadillas: su opinión era la única que le importaba. Pero Aliocha permanecía grave y silencioso. Si Karamazov hubiera hablado, las cosas habrían quedado en el punto en que estaban; pero no decía palabra, y Kolia pensaba, irritado, que su silencio podía ser desdeñoso.

—De nuevo se nos impone el estudio de las lenguas muertas. Esto es una verdadera locura. ¿No estás de acuerdo conmigo, Karamazov?

—No —repuso Aliocha, reprimiendo una sonrisa.

—Mi opinión es que las lenguas muertas son una medida de policía. Ésta es su única razón de ser.

La respiración de Kolia volvía a ser jadeante.

—Si se las ha incluido en los programas de estudio es por lo tediosas que son y por lo que embrutecen. ¿Qué se podía hacer para aumentar la ceguera y la estupidez reinantes? Ésta es la función de las lenguas muertas. Así pienso y espero pensar siempre.

Enrojeció ligeramente.

—Tienes razón —aprobó, convencido, Smurov, que había escuchado atentamente.

—Es el primero en latín —dijo uno de los colegiales.

—Sí, papá —confirmó Iliucha—; aunque hable de ese modo, es el primero de la clase de latín.

Aunque el elogio lo halagó, Kolia consideró necesario defenderse.

—Bueno, ¿y qué? Estudio con empeño el latín porque es preciso. He prometido a mi madre acabar mis estudios, y yo creo que cuando emprendemos algo hay que llegar hasta el fin. Pero en mi fuero interno siento un profundo desprecio por los estudios clásicos y toda esa bajeza. ¿Estás de acuerdo conmigo, Karamazov?

—¿Qué hay en eso de bajeza? —preguntó Aliocha con una sonrisa.

—Te lo explicaré. Como todos los clásicos se han traducido a todos los idiomas, no hace falta aprender el latín para estudiarlo. Es una medida de policía destinada a embotar los cerebros. ¿No es esto una bajeza?

—¿Pero quién te ha imbuido esas ideas? —exclamó Aliocha, sorprendido.

—En primer lugar, debes saber que soy capaz de comprender las cosas sin que nadie me las enseñe; en segundo, te diré que lo que acabo de explicar sobre las traducciones de los clásicos lo dijo delante de todos los alumnos de la tercera clase el profesor Koibasnikov.

—Ya está aquí el doctor —dijo Ninotchka, que había guardado silencio hasta entonces.

Efectivamente, acababa de detenerse ante la puerta un coche de la señora de Khokhlakov. El capitán, que había estado toda la mañana pendiente de la llegada del médico, corrió a su encuentro. «Mamá» adoptó un aire de gran dama para recibirlo. Aliocha se acercó a la cama del enfermo y arregló la almohada. Desde su sillón, Ninotchka observaba a Iliucha con visible inquietud. Los colegiales se marcharon a toda prisa, algunos prometiendo que volverían por la tarde. Kolia llamó a Carillón, que bajó enseguida de la cama.

—Yo me quedo —dijo precipitadamente a Aliocha—. Esperaré en el vestíbulo con Carillóny volveremos los dos cuando el doctor se haya marchado.

Entró el médico. Su aspecto era el de un hombre importante. Abrigo de pieles, largas patillas y mentón perfectamente rasurado.

Después de haber franqueado el umbral, se detuvo de pronto, desconcertado. ¿Se habría equivocado de casa? «¿Dónde estoy?», preguntó sin quitarse el abrigo ni el gorro de piel. El aspecto de los habitantes de la casa, la pobreza de la habitación, la ropa tendida en una cuerda lo sorprendieron desagradablemente. El capitán le hizo una profunda reverencia.

—No se ha equivocado, señor —le dijo con obsequiosa humildad—. Yo soy la persona a quien usted busca.

—Entonces, ¿usted es Snieguiriov, el señor Snieguiriov? —preguntó con grave acento.

—Sí, señor.

—¡Ah!

El doctor paseó una nueva mirada de desagrado por la habitación y se quitó el abrigo. El distintivo de un cuerpo oficial brillaba en su pecho. El capitán cargó con el abrigo. El médico se quitó también el gorro.

—¿Dónde está el paciente? —preguntó como quien da una orden.

CAPÍTULO VI



Desarrollo precoz



—¿Qué dirá el doctor? —preguntó Kolia—. Tiene una cara repelente, ¿verdad? La medicina es algo que no puedo sufrir.

—Mucha no tiene salvación: esto es lo que estoy temiendo que diga el doctor —repuso Aliocha con profunda tristeza.

—Los médicos son unos charlatanes... Oye, Karamazov: me alegro de haberte conocido; hace mucho tiempo que lo deseaba. Lo que me apena es que esta amistad haya empezado en circunstancias tan tristes.

Kolia habría deseado decir algo más expresivo, más afectuoso, pero estaba un poco turbado. Aliocha lo advirtió y le tendió la mano.

—Hace tiempo que te considero como un ser raro, pero respetable —siguió diciendo Kolia, aturdido—. Me han dicho que eres un místico, que has vivido en un monasterio. Pero esto no me importa. El contacto con la realidad te curará. Así les ocurre siempre a los que son como tú.

—¿A qué llamas un místico? ¿De qué me he de curar? —preguntó Aliocha un tanto sorprendido.

—Pues te has de curar de Dios y... de todo eso.

—¿Es que tú no crees en Dios?

—No tengo nada contra Él. En verdad, Dios no es más que una hipótesis. Sin embargo, reconozco que... que es necesario para ordenar la vida... y para otras cosas... Tanto —terminó Kolia, empezando a enrojecer—, que si Dios no existiera, habría que inventarlo.

De pronto, pensó que Aliocha podía creer que hablaba para darse importancia, para exhibir su erudición. «Sin embargo —se dijo, irritado—, nada más lejos de mi ánimo que alardear de cultura ante él.» Se sentía profundamente contrariado.

—Estas discusiones me repugnan —declaró—. Se puede amar a la humanidad sin creer en Dios. ¿Lo dudas? Voltaire no creía en Dios y amaba a la humanidad.

Y pensó: «¡Otra vez, otra vez!»

—Voltaire creía en Dios, aunque un poco fríamente. Y, al parecer, del mismo modo amaba a la humanidad —repuso Aliocha con toda naturalidad, como si hablara con una persona que tuviera la misma edad que él, o incluso que fuera mayor.

A Kolia le impresionó la falta de seguridad que demostraba Aliocha en su juicio sobre Voltaire, y también le llamó la atención que dejara en manos de él, que no era más que un muchacho, la solución de un asunto tan importante.

—Por lo visto —dijo Aliocha—, has leído a Voltaire.

—Sí, pero... sólo Candidetraducido al ruso... Una traducción antigua, pésima...

«¡Otra vez, otra vez!»...

—¿Lo entendiste?

—¡Pues claro! Lo comprendí todo... ¿Por qué dudas de que lo comprendiera? Hay pasajes graciosos... Puedes estar seguro de que soy capaz de entender una novela filosófica escrita para exponer una idea... Soy socialista, Karamazov —dijo de pronto, embrollándose definitivamente—, un socialista recalcitrante.

Aliocha se echó a reír.

—¿Socialista? ¿De dónde has sacado el tiempo para estudiar y adoptar el socialismo? Sólo tienes trece años.

Estas palabras hirieron a Kolia.

—En primer lugar, no tengo trece años, sino que dentro de quince días cumpliré los catorce —dijo impetuosamente—. Además, no comprendo qué relación tiene mi edad con lo que estamos discutiendo. Son mis convicciones y no mi edad lo que importa. ¿No es así?

—Cuando seas mayor verás la influencia que tiene la edad en las ideas. Eso no puede haber salido de ti.

Aliocha dijo esto con toda calma. Kolia, en cambio, le contestó, nervioso:

—Óyeme, tú eres partidario de la obediencia y del misticismo. No me negarás que el cristianismo sólo ha sido útil a los acaudalados, a los poderosos, para mantener a las clases inferiores en la esclavitud.

—Ya sé dónde has leído eso, ya sé quién te lo ha enseñado.

—¿Por qué crees necesario que lo haya leído? Nadie me ha inculcado estas ideas. Tengo capacidad para juzgar por mí mismo... Y te advierto que no soy enemigo de Cristo. Cristo tenía una personalidad enteramente humana. Si hubiera existido en nuestra época, estaría al lado de los revolucionarios y habría desempeñado un papel visible. De esto no cabe duda.

—¿Pero de dónde te has sacado todo eso? ¿A qué imbécil has escuchado? —exclamó Aliocha.

—No se puede ocultar la verdad. He tenido más de una ocasión para charlar con Rakitine. Y se dice que esta idea la ha expresado también el viejo Bielinski.

—¿Bielinski? No lo recuerdo. Desde luego, no lo ha escrito en ninguna parte.

—Tal vez no lo haya escrito, pero lo ha manifestado. Se lo he oído decir a... Bueno, eso no importa.

—¿Has leído a Bielinski?

—No, en verdad no lo he leído, ya que sólo conozco de él el pasaje en que comenta por qué Tatiana no parte con Onieguine.

—¿Por qué no parte con Onieguine? ¿Acaso lo has comprendido?

—Perdona, pero creo que me tomas por un chiquillo como Smurov —observó Kolia con una sonrisita que era una mueca de irritación—. Además, no vayas a creer que soy un gran revolucionario. A veces no estoy de acuerdo con Rakitine. No soy partidario de la emancipación de la mujer. Reconozco que la mujer es una criatura inferior nacida para la obediencia. Les femmes tricotent, dijo Napoleón, y por lo menos en este punto —Kolia sonrió– comparto la opinión del seudo gran hombre. También considero que es una cobardía emigrar a América, y más que una cobardía: una estupidez. ¿Para qué irnos a América cuando podemos trabajar en nuestra casa por el bien de la humanidad? Sobre todo ahora, tenemos a nuestra disposición un amplio campo de fecunda actividad. Esto es lo que respondí.

—¿Lo que respondiste? ¿A quién? ¿Es que alguien te ha propuesto ir a América?

—Sí, me lo han propuesto, pero yo no he aceptado. Te lo digo confidencialmente, Karamazov. Ni una palabra a nadie, ¿entiendes? Sólo tú lo sabes. No tengo el menor deseo de caer en las garras de la Tercera Sección para aprender las lecciones que se dan en el puente de las Cadenas [80].


» Te acordarás del edificio

próximo al puente de las Cadenas.


»¿Te acuerdas? ¡Es magnífico! ¿De qué te ríes? Supongo que no creerás que estoy hablando en broma.

Y Kolia se estremeció al pensar: «¡Si se enterase de que éste es el único número de La Campana [81]que tengo y no he leído ningún otro... !»

—¡Oh, no, no me río! —repuso Aliocha—. Y no puedo pensar que me hayas mentido, por la sencilla razón de que sé que lo que me has dicho es la pura verdad... Dime: ¿has leído «Eugenia Onieguine», el poema de Pushkin? Has hablado de Tatiana.

—No, aún no lo he leído, pero quiero leerlo. No tengo prejuicios, Karamazov; lo miraré por las dos caras. ¿Por qué me lo preguntas?

—Por nada.

Kolia se irguió ante Aliocha. Quería saber a qué atenerse.

—Dime, Karamazov: ¿me desprecias? Te agradeceré que me hables con franqueza.

Aliocha lo miró estupefacto.

—¿Despreciarte? ¿Por qué? No, no; me limito a lamentar que un chico que vale tanto como tú y que está en la aurora de la vida, se haya dejado descarriar, dando crédito a semejantes disparates.

—Dejemos a un lado mi valía —replicó Kolia con cierta arrogancia—. Soy suspicaz, estúpida y groseramente suspicaz. Hace un momento, me ha parecido que tu sonrisa...

—¡Bah! He sonreído por otra cosa. Te voy a explicar el motivo. No hace mucho leí la opinión de un extranjero, de un alemán establecido en Rusia, sobre la juventud actual. Este hombre ha escrito: «Si prestáis a un colegial ruso un mapa del firmamento, él, aunque sea el primero que ha visto en su vida, os lo devolverá al día siguiente corregido.» Ningún conocimiento y una presunción sin límites: esto es lo que el alemán reprocha a nuestros estudiantes.


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