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Los hermanos Karamazov
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Текст книги "Los hermanos Karamazov"


Автор книги: Федор Достоевский



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—Nada de eso —murmuró Aliocha—. Procuraré convencerlo... Tengo que hacerle un ruego de su parte —añadió resueltamente—. Desea que vaya usted a verle hoy mismo.

La miraba a los ojos. Katia se estremeció, palideció a hizo un leve movimiento de retroceso.

—No, no puedo.

—Puede y debe —replicó Aliocha con firmeza—. La necesita más que nunca. Si no estuviera seguro de que es así, no se lo habría dicho a usted, sabiendo que esto tenía que atormentarla. Está enfermo, parece haber perdido el juicio, no cesa de llamarla. No es que quiera reconciliarse con usted; lo que desea es sencillamente verla a la puerta de su habitación. Ha cambiado mucho desde aquel día fatal: ahora comprende los errores que ha cometido con usted. Pero no desea su perdón. «No se me puede perdonar», dice. Lo que quiere es simplemente verla en el umbral de su cuarto.

Katia balbuceó:

—¡Oh! No sé qué decirle... No esperaba una petición así en este momento... Sin embargo, sabía que vendría usted a pedírmelo, que él lo enviaría para que me lo pidiera... Pero... no puedo ir, no puedo ir.

—Aunque crea que no puede, vaya. Piense que es la primera vez que está arrepentido de lo injusto que ha sido con usted. Nunca se había dado cuenta de sus errores. Dice que si usted no va a verlo, será un desgraciado durante todo el resto de su vida. Fíjese en lo que esto significa: un hombre condenado a veinte años de presidio piensa aún en la felicidad. ¿No le da pena? Tenga en cuenta —añadió Aliocha en un tono de desafío– que Dmitri es inocente. Sus manos están limpias de sangre. Por los muchos sufrimientos que le esperan, le ruego que vaya a verlo. Condúzcalo a través de las tinieblas. Tiene usted el deber de hacerlo.

Aliocha dijo esto enérgicamente y subrayando la palabra «deber».

—Debo, pero no puedo —gimió Katia—. Me mirará a los ojos. ¡No, no puedo!

—Los dos deben mirarse a los ojos. No podrá usted vivir si no lo hace.

—Prefiero sufrir durante toda mi vida.

Pero Aliocha insistió tenazmente:

—Es preciso que vaya, es preciso.

—¿Pero por qué he de ir enseguida? Hoy me es imposible: no puedo dejar solo a Iván.

—Estará solo poco tiempo; pronto volverá usted. Si no va a verle, esta noche se pondrá enfermo. Le estoy diciendo la verdad. Compadézcase de él.

—Compadézcame usted a mí —replicó amargamente Katia. Y se echó a llorar.

—Ya veo que irá —dijo Aliocha, seguro de ello ante aquellas lágrimas—. Voy a decírselo.

—¡No, no se lo diga! —exclamó Katia, aterrada—. Iré, pero no se lo diga. A lo mejor, no me atrevo a pasar de la puerta... Aún no estoy decidida...

Su voz se apagó. Katia respiraba con dificultad. Aliocha se levantó y se dispuso a marcharse.

—Podría encontrarme con alguien —dijo Katia de pronto, volviendo a palidecer.

—Por eso debe usted ir enseguida. Ahora no hay gente. La esperamos.

Dicho esto en tono firme, se marchó.

CAPITULO II



Mentiras sinceras



Aliocha se dirigió a toda prisa al hospital donde estaba Mitia. Dos días después de celebrarse el juicio se había puesto enfermo y lo habían llevado al departamento de detenidos del hospital. El doctor Varvinski, a ruegos de Aliocha, de la señora Khokhlakov, de Lise y de otras personas, había hecho trasladar al enfermo a una habitación independiente, la misma que había ocupado Smerdiakov hacia poco. En el fondo del corredor había un centinela y la ventana estaba obstruida por barrotes de hierro. Por lo tanto, Varvinski no tenía nada que temer de las posibles consecuencias de su acto de protección un tanto ilegal. Era un hombre de buenos sentimientos que comprendía lo duro que habría sido para Dmitri entrar sin transición en el mundo de la delincuencia, y decidió habituarlo gradualmente. Aunque las visitas estaban autorizadas bajo mano por el doctor, el guardián e incluso el ispravnik, sólo Aliocha y Gruchegnka iban a ver a Mitia. Rakitine había intentado visitarlo dos veces, pero el enfermo había suplicado a Varvinski que no le permitieran entrar.

Aliocha encontró a su hermano sentado en la cama, envuelto en una bata y llevando en la cabeza, a modo de turbante, una toalla empapada de agua y vinagre. El enfermo tenía un poco de fiebre. Dirigió a Aliocha una vaga mirada en la que se percibía cierta inquietud.

Desde que lo habían condenado, Mitia estaba casi siempre pensativo. A veces, cuando conversaba con Aliocha, estaba un rato sin decir palabra. Sus meditaciones eran tan dolorosas y profundas, que incluso se olvidaba de su interlocutor. Y cuando salía de su abstracción, su vuelta a la realidad era tan repentina, tan imprevista para él, que empezaba a hablar de cosas que no tenían ninguna relación con el tema del diálogo. A veces miraba a su hermano como si lo compadeciera, y parecía estar menos a sus anchas con él que con Gruchegnka. No se mostraba muy hablador con ella, pero, apenas la vela entrar, su semblante se iluminaba.

Aliocha se sentó a su lado en silencio. Dmitri lo había esperado con impaciencia, pero no se atrevió a preguntarle sobre lo que tanto deseaba saber. Le parecía imposible que Katia hubiera aceptado su petición de que fuera a verle. Sin embargo, estaba seguro de que su dolor sería intolerable si se negaba a visitarlo. Aliocha adivinaba los sentimientos que agitaban el alma de su hermano.

—Trifón Borysitch —dijo febrilmente Mitia– casi ha echado abajo su fonda. Ha levantado todas las tablas del entarimado y ha destruido enteramente la galería, con la esperanza de encontrar el tesoro, esos mil quinientos rublos que el fiscal cree que escondí allí. Apenas regresó a Mokroie empezó a trabajar. No se merece nada mejor ese granuja. Todo esto me lo contó ayer un guardián que vive en Mokroie.

—Oye —dijo Aliocha—, Katia vendrá, pero no sé cuándo. Lo mismo puede venir hoy, que mañana, que dentro de unos días, pero vendrá, estoy seguro.

Mitia se estremeció. Estuvo a punto de contestar, pero se contuvo. La noticia lo había trastornado. Era evidente que, aunque deseaba conocer los detalles de la conversación de su hermano con Katia, no se atrevía a hacer preguntas. En aquel momento, una palabra cruel o desdeñosa de Katia habría sido para él como una puñalada.

—Entre otras cosas, me ha dicho que tranquilizara tu conciencia respecto a la evasión. Si Iván sigue enfermo, ella se encargará de todo.

—Eso ya me lo habías dicho —observó Mitia.

—¿Se lo has contado a Gruchegnka?

—Sí —repuso Dmitri, mirando tímidamente a su hermano—. Gruchegnka no vendrá hasta el atardecer. Cuando le hablé de la ayuda de Katia, estuvo un momento callada, con los labios apretados. Después exclamó: «¡Está bien!» Sin duda comprendió la importancia del asunto. Yo no me atreví a hacerle ninguna pregunta. Creo que está ya convencida de que Katia no me quiere a mí, sino a Iván.

—¿Tú crees?

—Tal vez me equivoque. Pero lo cierto es que Gruchegnka no vendrá esta mañana. Le he hecho un encargo... Oye, Aliocha: Iván es un hombre de inteligencia superior. Merece la vida más que nosotros. Estoy seguro de que se curará.

—Katia no duda tampoco de que Iván sanará. Sin embargo, llora.

—Entonces es que cree que morirá. Su convicción de que se curará es hija de su propio terror.

—Iván es fuerte. Yo también tengo esperanzas —dijo Aliocha.

—Aunque así sea, Katia está convencida de que morirá. Debe de sufrir mucho.

Hubo unos segundos de silencio. Era evidente que alguna grave preocupación atormentaba a Mitia.

—Aliocha —dijo de pronto Dmitri con voz temblorosa e impregnada de lágrimas—, quiero con delirio a Gruchegnka.

—Por eso debes pensar que no le permitirán que te acompañe al presidio.

—Tengo que decirte algo más —continuó Mitia con voz enérgica—. Si me azotan por el camino o en el penal, no lo podré sufrir. Mataré y me fusilarán. Además, estoy condenado a ¡veinte años! Los guardianes de aquí ya me tutean. Toda la noche he estado pensando en esto, y me he dado cuenta de que no lo puedo soportar. Es superior a mis fuerzas. Yo que pretendía cantar un himno, no puedo sufrir que los guardianes me tuteen. Por amor a Gruchegnka habría podido soportarlo todo... menos los azotes...; pero como no le permitirán venir conmigo...

Aliocha tuvo una de sus bondadosas sonrisas.

—Escucha, Mitia. Te voy a dar mi opinión sobre este asunto. Ya sabes que yo no miento nunca. Tú no estás preparado para llevar esa cruz: es demasiado pesada para ti. Además, no hay razón ninguna para que sufras semejante castigo. Si hubieras matado a tu padre, yo sería el primero en lamentar que eludieras la expiación. Pero eres inocente, y la cruz demasiado pesada para un hombre como tú. Querías sufrir para redimirte. Pues bien, ten siempre presente este deseo de regeneración, y eso bastará. El hecho de que hayas eludido la terrible prueba avivará en ti este afán, y este sentimiento contribuirá más a tu regeneración que si fueras a presidio. No, no soportarías los sufrimientos del penal. Protestarías y acabarías por decir a gritos que tienes derecho a ser libre. Tu defensor ha dicho la verdad cuando ha hablado de esto. No todos son capaces de soportar pesadas cargas: algunos sucumben... Querías conocer mi opinión; ya sabes cuál es. Si tu huida hubiera de costar cara a algunos oficiales y soldados del convoy, «no lo permitiría» —Aliocha sonrió de nuevo– que te escaparas. Pero el mismo jefe de la etapa ha dicho que si se hacen bien las cosas no habrá sanciones graves y que todos saldrán bien librados. Cierto que es una falta corromper las conciencias, incluso en un caso como éste, pero me guardaré mucho de juzgarte, pues si Iván y Katia me hubieran confiado un papel en este asunto, no habría vacilado en hacer use de la corrupción: te lo confieso porque quiero decirte toda la verdad. De modo que no soy quién para juzgar tu manera de proceder. Pero quiero que sepas que no te condenaré jamás. Además, ¿cómo puedo ser tu juez en este asunto? En fin, creo que ya he examinado todos los puntos de la cuestión.

—Tú no me condenarás —exclamó Mitia—, pero me condenaré yo mismo. Huiré; esto es cosa decidida. ¿Acaso Mitia Karamazov puede obrar de otro modo? Pero me condenaré y pasaré el resto de mi vida expiando esta falta... Creo que estamos hablando como hablan los jesuitas.

—Exacto —dijo alegremente Aliocha.

—Te quiero porque me dices siempre la verdad sin ocultarme nada —exclamó Mitia, radiante—. Así, pues, he sorprendido a mi hermano Aliocha en flagrante delito de jesuitismo. ¡Me dan ganas de abrazarte! En fin, sigue escuchándome: quiero terminar de explayarme. Te voy a explicar todo lo que tengo planeado. Si consigo huir con dinero y pasaporte a América, me consolará la idea de que no obro para conseguir la felicidad, sino para vivir tal vez peor que en el presidio. Te aseguro, Alexei, que estoy convencido de ello. ¡Odio a esa América del diablo! Cierto que Gruchegnka me acompañará; pero mírala bien y dime si tiene aspecto de americana. Es rusa, rusa hasta la médula de los huesos; sentirá la nostalgia de su país, y yo la veré sufrir continuamente por mi culpa; la veré cargada con una cruz que no merece. Tampoco yo podré soportar a aquella gente, aunque todos valgan más que yo. Detesto a los americanos. Podrán ser grandes técnicos y todo lo que se quiera, pero no son los míos. Quiero a mi patria, Alexei; aunque soy un bribón, quiero al Dios ruso. ¡No podré soportar aquella vida!

La voz le temblaba y sus ojos empezaron de pronto a relampaguear. Cuando se hubo calmado, continuó:

—Bueno, Alexei; verás lo que tengo planeado. Tan pronto como llegue allí con Gruchegnka, los dos nos dedicaremos a trabajar la tierra en algún lugar solitario y lejano, entre animales salvajes. También allí hay rincones perdidos. Dicen que aún quedan pieles rojas. Bien, pues a esta región iremos; viviremos con los últimos mohicanos. Inmediatamente empezaremos a estudiar gramática inglesa, y al cabo de tres años conoceremos el inglés a fondo. Entonces diremos adiós a América y volveremos a Rusia como ciudadanos norteamericanos. No temas, que no vendremos a esta pequeña ciudad; nos ocultaremos en algún lugar del norte o del sur. Yo habré cambiado y ella también. Me compraré una barba postiza antes de salir de América, o me saltaré un ojo, o me dejaré crecer mi propia barba, que será gris, porque los sufrimientos hacen envejecer deprisa. De modo que no será fácil que nadie me reconozca. Y si me reconocen, ¡qué le vamos a hacer! Me deportarán y aceptaré mi destino... También aquí, en Rusia, trabajaremos la tierra en un rincón perdido, y yo me haré pasar por norteamericano. Así podremos morir en nuestra patria. Ésta es mi decisión irrevocable. ¿La apruebas?

—Si —repuso Aliocha, que no quería llevarle la contraria.

Mitia permaneció un instante en silencio. De pronto exclamó:

—¡Buena me la han hecho en la audiencia! Los prejuicios los han cegado.

Aliocha lanzó un suspiro.

—Aunque no hubiera sido así, te habrían condenado.

—Sí, están hartos de mí —se lamentó Mitia—. Que Dios los perdone. Pero esto es muy duro.

Nuevo silencio.

—Aliocha, dime la verdad, por amarga que sea. ¿Vendrá Katia o no vendrá? ¡Habla! ¿Qué te ha dicho?

—Me ha prometido venir, pero no sé si vendrá hoy. Es un paso violento para ella.

Aliocha miraba tímidamente a su hermano.

—Ya lo sé, Aliocha, ya lo sé. Me voy a volver loco. Gruchegnka no cesa de observarme. Advierte mi inquietud. ¡Dios mío, tranquilízame! ¿Acaso sé lo que deseo? Quiero ver a Katia, pero ¿para qué? ¡Es el ímpetu de los Karamazov! No, no puedo soportar el sufrimiento. ¡Soy un miserable!

—¡Ahí viene! —exclamó Aliocha.

Katia apareció en el umbral. Se detuvo un instante y fijó en Mitia una mirada indefinible. Dmitri se levantó inmediatamente. Estaba pálido y en su semblante había una expresión de terror. Pero pronto se dibujó en sus labios una sonrisa tímida y suplicante, y de súbito, con un impulso irresistible, tendió los brazos a Katia. Ella corrió hacia él, le cogió de las manos, lo obligó a volverse a sentar en la cama y se sentó junto a él, sin soltarle las manos y apretándolas convulsivamente. Los dos intentaron varias veces hablar, pero no dijeron nada: se quedaron mirándose en silencio, con una extraña sonrisa. Así pasaron dos minutos.

—¿Me has perdonado? —preguntó al fin Mitia. Y volviéndose hacia Aliocha, le gritó triunfalmente—: ¿Has oído lo que le he preguntado? ¿Has oído?

—Te quiero —dijo Katia– por la generosidad de tu corazón. Ni tú necesitas que yo te perdone, ni yo necesito que me perdones tú. Me perdones o no, nuestro mutuo recuerdo será una llaga en nuestras almas. Así debe ser.

Se detuvo. Le faltaba la respiración. De pronto prosiguió, vehemente y exaltada:

—¿Sabes para qué he venido? Para besarte los pies, para estrujarte las manos hasta hacerte daño. Como en Moscú, ¿te acuerdas? He venido a decirte una vez más que eres mi dios, mi alegría, que te amo locamente...

Dijo esto último en un sollozo. Aplicó ávidamente sus labios a la mano de Mitia y sus lágrimas fluyeron. Aliocha guardó silencio, desconcertado: no esperaba esta escena.

—Nuestro amor se ha desvanecido, Mitia —continuó Katia—; pero amo con dolor nuestro pasado. No olvides esto.

Sonrió extrañamente, miró a Mitia con un fulgor de alegría en los ojos y continuó:

—Imaginémonos por un instante que es verdad lo que, aunque no lo sea, habría podido serlo. Ahora nuestro amor va hacia otros. Sin embargo, te seguiré amando siempre y tú me seguirás amando a mí. ¿Lo sabías? Óyelo bien: ¡quiéreme siempre!

En su voz trémula había un algo de amenaza.

—Sí, Katia —balbució Mitia penosamente, y añadió, deteniéndose después de pronunciar cada palabra—. Te querré siempre... Hace cinco días..., aquella tarde en que caíste desvanecida en la audiencia... y se te llevaron..., te quería... Y así será siempre... Toda la vida te querré.

Así era su diálogo. Cambiaban palabras absurdas, exaltadas, incluso mentían; pero eran sinceros y se creían el uno al otro sin reservas.

—Oye, Katia —exclamó Mitia de pronto—. ¿Crees que soy un asesino? No, ahora no lo crees, lo sé; pero ¿lo creías entonces, cuando lo dijiste ante el tribunal?

—No, nunca lo creí. Entonces te detestaba y conseguí convencerme momentáneamente de que eras culpable. Pero, apenas hube dicho al tribunal mi última palabra, dejé de creer en tu culpa.

Hizo una pausa y, de pronto, dijo en un tono que no tenía la menor semejanza con el acento cariñoso empleado hasta entonces:

—Me olvidaba de que he venido aquí para excusarme dignamente.

—Yo veo lo duro que es esto para ti.

—¡Basta ya! —exclamó Katia—. Volveré. Ahora no puedo más.

Se había puesto en pie. De pronto lanzó un grito y dio un paso atrás. Repentinamente, sin producir el menor ruido, cuando nadie la esperaba, Gruchegnka había entrado en la habitación. Katia corrió hacia la puerta, pero se detuvo ante la recién llegada y, pálida como la cera, musitó:

—¡Perdóneme!

Gruchegnka la miró a los ojos, guardó silencio un instante y exclamó con voz impregnada de amargura y de odio:

—Las dos somos malas. No nos podemos perdonar la una a la otra. Sin embargo, si lo salva, toda la vida oraré por usted.

—¿Cómo puedes negarte a perdonarla? —le reprochó Mitia vivamente.

—Tranquilícese: lo salvaré —dijo Katia. Y se marchó.

—¡Te ha pedido perdón y se lo has negado! —exclamó Mitia amargamente.

Aliocha se apresuró a intervenir.

—No puedes reprocharle nada, Mitia: no tienes ningún derecho.

—Es su orgullo y no su corazón el que habla —dijo Gruchegnka, despechada—. Que lo salve y se lo perdonaré todo.

Calló. Aún no se había repuesto de su sorpresa. Se había presentado casualmente, sin sospechar, ni mucho menos, que pudiera encontrarse con Katia.

—¡Corre tras ella, Aliocha! —dijo Mitia—. Dile lo que te parezca, pero no la dejes marcharse así.

—¡Volveré esta tarde! —gritó Aliocha, echando a correr para que Katia no se le escapase.

La alcanzó fuera del recinto del hospital. Katia tenía prisa. Dijo precipitadamente:

—No, no puedo humillarme ante esa mujer. Le he pedido perdón, porque quería apurar el cáliz. Ella me lo ha negado. Se lo agradezco.

Hablaba con voz anhelante y en sus ojos brillaba un odio feroz.

—Mi hermano —balbuceó Aliocha– no esperaba que se encontrasen ustedes. Estaba seguro de que esa joven no vendría esta mañana.

—Lo creo... Pero dejemos eso —dijo resueltamente—. Oiga: no puedo ir con usted al entierro. He enviado flores a la familia. Aún deben de tener dinero. Dígales que no los abandonaré nunca. Ahora le ruego que me deje. Se le va a hacer tarde. Ya suenan las campanas para la misa. Por favor, váyase.

CAPITULO III



El entierro de Iliucha. Alocución junto a la peña



En efecto, llegó con retraso. Lo esperaban y ya habían decidido llevar sin él a la iglesia el ataúd ornado de flores. El ataúd era el de Iliucha. El pobre muchacho había muerto dos días después de pronunciarse la sentencia contra Mitia. Aliocha fue recibido en la puerta de la calle por los compañeros de Iliucha. Eran doce y todos llevaban sus carteras en la espalda. «Mi padre llorará. Hacedle compañía», les había dicho Iliucha en el momento de morir. Y sus camaradas no lo habían olvidado. Al frente de ellos estaba Kolia Krasotkine.

—¡Cuánto me alegro de que hayas venido! —dijo éste, tendiendo la mano a Aliocha—. Es horrible lo que ocurre ahí dentro. Da pena ver a esta familia. Snieguiriov no ha bebido hoy, estamos todos seguros. Sin embargo, parece estar ebrio. Yo conservo la firmeza de siempre, pero esto es espantoso. Karamazov, si no te importa, quisiera hacerte una pregunta antes de que entre en la casa.

—Tú dirás, Kolia.

—¿Es inocente o culpable tu hermano? ¿Quién mató a tu padre: él o el criado? Creeré lo que tú me digas. He estado cuatro noches sin dormir, haciéndome esta pregunta.

—Fue Smerdiakov el asesino —repuso Aliocha—. Mi hermano es inocente.

—Es lo que yo creía —exclamó Smurov.

—¿De modo que es una víctima inocente que se sacrifica por la verdad? —exclamó Kolia—. ¡Qué sacrificio tan bello! ¡Lo envidio!

—¿De veras? —exclamó Aliocha, sorprendido.

—Sí. ¡Oh, si yo pudiera sacrificarme por la verdad! —dijo Kolia, exaltado.

—Pero no en un asunto como éste, no en circunstancias tan horribles, tan denigrantes...

—Pues sí; yo quisiera morir por la humanidad. La vergüenza pública no me afectaría. Perecen sólo nuestros nombres. Tu hermano me inspira respeto.

—¡Y a mí! —exclamó el muchacho que días atrás había dicho que sabía quiénes eran los fundadores de Troya. Y, lo mismo que entonces, se puso enseguida tan colorado como una amapola.

Aliocha entró en la casa. Iliucha estaba en un féretro azul orlado de una cinta blanca de encaje. Tenía las manos enlazadas y los ojos cerrados. Las facciones de su enjuto rostro apenas habían cambiado y, cosa extraña, el cadáver casi no olía. Su semblante tenía la expresión pensativa y grave. Sus manos, bellísimas, parecían talladas en marfil. Abundaban las flores. Todo el féretro estaba ornado de flores por dentro y por fuera. Las había enviado de buena mañana Lise Khokhlakov. En los últimos momentos habían llegado más flores: las de Catalina Ivanovna. Cuando Aliocha abrió la puerta, el capitán las estaba esparciendo sobre el cuerpo de su hijo. Las sacaba de una cesta con manos temblorosas.

Snieguiriov apenas miró a Aliocha. No era extraño, puesto que no prestaba atención a nadie, ni siquiera a su mujer, a «mamá», la loca que, bañada en lágrimas, se esforzaba por levantarse sobre sus piernas inertes para ver más de cerca a su hijo muerto. Nina estaba en su sillón al lado del ataúd. La habían transportado los compañeros de Iliucha y tenía la cabeza apoyada en el féretro. Sin duda, lloraba en silencio.

Snieguiriov estaba animado, pero, al mismo tiempo, se leía en su semblante una mezcla de perplejidad y desesperación. Había un algo de demencia en sus gestos, en las palabras que se le escapaban. «¡Hijo mío, mi adorado hijito!», decía a cada momento, fijando su mirada en Iliucha.

—Yo también quiero flores —dijo la pobre loca a su marido—; dame esa flor blanca que Iliucha tiene en las manos.

Tal vez la flor le gustara y se hubiera encaprichado de ella; acaso quisiera guardarla como recuerdo de su hijo. Lo cierto es que tendía las manos hacia ella, presa de gran agitación.

—No daré ninguna flor a nadie —dijo ásperamente el capitán—. Estas flores son suyas, no tuyas. ¡Todo es suyo, todo!

—Papá, dale una flor a mamá —dijo Nina, mostrando su rostro bañado en lágrimas.

—¡No daré nada a nadie, y menos a ella! Ella no lo quería: le quitó el cañón.

Y el capitán se echó a llorar al acordarse de la escena en que Iliucha había cedido el diminuto cañón a su madre.

La pobre loca prorrumpió en sollozos y ocultó la cara en sus manos.

Los colegiales, viendo que Snieguiriov no se apartaba del féretro y que ya era la hora de transportar al cadáver a la iglesia, rodearon el ataúd y empezaron a levantarlo.

Entonces Snieguiriov empezó a vociferar:

—¡No quiero que lo entierren en el cementerio! ¡Lo enterraré cerca de la peña, de nuestra peña! Así me lo pidió Iliucha. No permitiré que os lo llevéis.

Hacía tres días que Snieguiriov no cesaba de repetir que enterraría a su hijo junto a la peña. Para disuadirlo intervinieron Aliocha y Krasotkine, la patrona, su hermana y todos los compañeros de Iliucha. La patrona argumentó:

—No comprendo que quiera usted enterrar a su hijo en un lugar impuro, como si fuera un excomulgado. La tierra del cementerio está bendita. Si lo entierran en ella, el nombre de Iliucha se mencionará en las plegarias. Desde el cementerio se oyen los cantos de la iglesia: el diácono tiene una voz potente. Así, los cantos llegarán a él como si se entonaran junto a su tumba.

El capitán tuvo un gesto de desaliento que equivalía a decir: «¡Hagan lo que quieran!» Entonces, los muchachos levantaron el ataúd y se dirigieron a la puerta. Pero, al pasar junto a la madre, se detuvieron un momento para que pudiera dar su último adiós a Iliucha. La pobre demente, al ver de cerca el querido rostro que desde hacía tres días sólo había podido ver desde lejos, empezó a mover de un lado a otro la canosa cabeza.

—Mamá —le dijo Nina—, dale un beso y bendícelo.

Pero la madre siguió moviendo la cabeza como una autómata, sin decir palabra, con el rostro transfigurado por el dolor y golpeándose el pecho con el puño.

Los portadores del ataúd continuaron su camino hacia la puerta. Nina dio su último beso a su hermano. Aliocha, después de cruzar el umbral, suplicó a la patrona que velara por las dos mujeres. Ella le contestó, sin dejarlo terminar:

—Conocemos nuestros deberes. Nosotras también somos cristianas. No nos separaremos de ellas.

Al decir esto, la pobre vieja lloraba.

La iglesia estaba cerca, a no más de trescientos pasos. Era un día despejado, de temperatura soportable: la nieve apenas se había helado. Seguían sonando las campanas. Snieguiriov iba detrás del féretro, nervioso y desorientado, con su sombrero de anchas alas en la mano y envuelto en su viejo abrigo, demasiado ligero para andar por la nieve. Era presa de extraña inquietud. Unas veces iba al lado del féretro; otras se situaba delante de él y trataba de ayudar a los porteadores, consiguiendo únicamente entorpecerlos. Cayó una flor en la nieve y se apresuró a recogerla, como si se tratara de un objeto de gran valor.

—¡El pan! —exclamó de pronto, aterrado—. ¡Nos hemos olvidado del pan!

Pero los niños le recordaron que antes de salir de su casa había cogido un trozo de pan y se lo había guardado en el bolsillo. El capitán lo sacó y se tranquilizó al verlo.

—Es un deseo de Iliucha —explicó a Aliocha—. Una noche que estaba al lado de su cama, velándolo, me dijo de pronto: «Papá, cuando me entierren, echa migas de pan sobre mi sepultura. Así acudirán los gorriones, yo los oiré y será un consuelo para mi saber que no estoy solo.»

—Lo comprendo —dijo Aliocha—. Habremos de llevar con frecuencia migas de pan a su sepultura.

—¡Todos los días, todos los días! —exclamó el capitán, animándose.

Llegaron al fin a la iglesia y se colocó el ataúd en el centro. Los niños lo rodearon y observaron una actitud ejemplar durante la ceremonia. La iglesia era vieja y pobre. La mayoría de los iconos carecían de marco. Una de esas iglesias humildes en que los fieles se sienten más a sus anchas y son más sinceros en sus oraciones. Durante la misa, Snieguiriov se mostró más sereno; pero, de vez en cuando, le acometían sus preocupaciones inconscientes y se acercaba al ataúd para arreglar el patio mortuorio o el vientchik [92], o para volver a colocar en su sitio un cirio que se había caído de su candelero. Al fin, se calmó por completo y permaneció en la presidencia del duelo, perplejo y preocupado. Después de la epístola, dijo en voz baja a Aliocha que no se había leído comme il faut, aunque no explicó por qué. Empezó a cantar el himno de los querubines. Después, antes de terminar, se prosternó, se inclinó hasta apoyar la frente en el suelo, y permaneció así largo rato. Al fin, se dijo el responso y se distribuyeron los cirios. El capitán estuvo a punto de ceder a nuevos arrebatos, pero la majestad del canto fúnebre lo paralizó. Con la cabeza doblada sobre el pecho, empezó a llorar, primero ahogando los sollozos, después ruidosamente. En el momento de las despedidas, cuando se iba a cerrar definitivamente el ataúd, el capitán rodeó con sus brazos el cuerpo de su hijo y cubrió su rostro de besos. Se lo llevaron; pero de pronto volvió atrás y cogió algunas flores del ataúd. Al contemplarlas, surgió en su mente una nueva idea que le hizo olvidar todo lo demás por unos instantes. Poco a poco, fue quedando ensimismado. No opuso ninguna resistencia cuando se llevaron el féretro.

La sepultura estaba situada cerca de la iglesia y su precio era considerable. La había pagado Catalina Ivanovna. Después de los ritos habituales, los sepultureros introdujeron el ataúd en la fosa. Snieguiriov, con las flores en la mano, se inclinó tanto hacia delante en el borde de la cavidad, que los muchachos, asustados, se aferraron a su abrigo y tiraron de él hasta conseguir que el capitán retrocediera. Éste no parecía darse cuenta de lo que pasaba. Cuando rellenaron la fosa, señaló la tierra que se iba amontonando sobre ella y empezó a decir cosas ininteligibles. Pronto se calló. Entonces, alguien le recordó que había que desmigar el pan. El capitán se apresuró a sacarlo del bolsillo y desmenuzarlo sobre la sepultura, mientras murmuraba: «¡Acudid, pajarillos; venid, preciosos gorriones!» Uno de los muchachos le dijo que las flores le estorbaban y que debía confiárselas a alguien. Pero él no las quiso soltar, como si temiera que se las robaran. Y cuando observó que todo había terminado y que había desmigado todo el pan, echó a andar hacia su casa, primero con paso normal, después con prisa creciente. Los muchachos y Aliocha lo siguieron de cerca.

—¡Flores para «mamá», flores para «mamá»! —exclamó de pronto—. La hemos ofendido.

Alguien le dijo que se pusiera el sombrero; pues hacía frío. Pero él, como irritado por esta advertencia, lo arrojó a la nieve.

—¡No lo quiero, no lo quiero! —gritó.

Smurov recogió el sombrero. Todos los niños lloraban, especialmente Kolia y el descubridor de Troya.

El llanto no impidió a Smurov encontrar entre la nieve una piedra para arrojarla a una bandada de gorriones que venía hacia ellos. Naturalmente, erró el tiro y, sin dejar de llorar, corrió para alcanzar al grupo.

A medio camino, Snieguiriov se detuvo de pronto, como si se acordara de algo. Se volvió hacia la iglesia y echó a andar hacia la sepultura abandonada. Pero los niños corrieron hacia él, lo rodearon y lo sujetaron. El capitán rodó por la nieve tras una lucha agotadora y empezó a llorar, a debatirse, a gritar:

—¡Iliucha, hijo mío!

Kolia y Aliocha lo levantaron y procuraron calmarlo.

—¡Basta, capitán! —dijo Kolia—. Un hombre valeroso como usted debe soportarlo todo.

—Está aplastando las flores —dijo Aliocha—. Tenga en cuenta que las espera su esposa. Está llorando porque usted no le ha querido dar ninguna flor de Iliucha. Todavía está allí la cama de su hijo.

—Sí, vamos a ver a «mamá» —dijo de pronto Snieguiriov—. ¡Se pueden llevar la cama! —añadió, convencido de que se la podían llevar.

Se levantó y echó a correr hacia la casa. Como estaban cerca, todos llegaron pronto y al mismo tiempo. Snieguiriov abrió la puerta vivamente. Estaba arrepentido de haberse mostrado tan duro con su esposa.


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