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Los hermanos Karamazov
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Текст книги "Los hermanos Karamazov"


Автор книги: Федор Достоевский



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Los sollozos se escaparon del pecho de Mitia, que cogió la mano de Aliocha:

—Sí, Aliocha, en la humillación. Así ocurre también en nuestros días. El hombre sufre sobre la tierra males sin cuento. No creas que soy solamente un fantoche vestido de oficial, que lo único que sabe es beber y hacer el crápula. La humillación, herencia del hombre: tal es casi el único objeto de mi pensamiento. Dios me preserva de mentir y de envanecerme. Pienso en ese hombre humillado, porque soy yo mismo.


»Para que el hombre pueda salir de su abyección

mediante el impulso de su alma,

ha de establecer una alianza eterna

con su antigua madre: la tierra.


»¿Pero cómo establecer esta alianza eterna? Yo no fecundo a la tierra abriendo su seno, porque no soy labrador. Tampoco soy pastor. Avanzo sin saber hacia dónde: si hacia la luz radiante o hacia la más denigrante vileza. Esto es lo malo: todo es denigrante en este mundo. Cada vez que me he hundido en la más baja degradación, cosa que ha sido casi constante, he releído estos versos sobre Ceres y la miseria del hombre. ¿Pero han servido para corregirme? No. Porque soy un Karamazov; porque cuando caigo al abismo, caigo de cabeza. Y te advierto que me gusta caer así: este modo de caer tiene cierta belleza a mis ojos. Y desde el seno de la abyección entono un himno. Soy un hombre maldito, vil y degradado, pero beso el borde de la túnica de Dios. Sigo el camino diabólico, pero sin dejar de ser tu hijo, Señor, y te amo, y siento esa alegría sin la cual el mundo no podría subsistir.


»La alegría eterna anima

el alma de la creación.

Transmite la llama de la vida

mediante la fuerza misteriosa de los gérmenes;

ella es la que ha hecho brotar la hierba

y convertido el caos en soles

dispersos en los espacios

insumiso al astrónomo.


Todo lo que respira

extrae la alegría del seno de la naturaleza;

arrastra en pos de ella a los hombres y a los pueblos;

ella nos ha dado amigos en la adversidad,

el jugo de los racimos, las coronas de las Gracias;

a los insectos la sensualidad...

Y el ángel se mantiene ante Dios.


»Pero basta de versos. Déjame llorar, Que todos menos tú se rían de mi tontería. Veo brillar tus ojos. Basta de versos. Ahora quiero hablarte de los «insectos», de esos a los que Dios ha obsequiado con la sensualidad. Yo mismo soy uno de ellos. Nosotros, los Karamazov, somos todos así. Ese insecto vive en ti, levantando tempestades. Pues la sensualidad es una tormenta, y a veces más que una tormenta. La belleza es algo espantoso. Espantoso porque es indefinible, y no se puede definir porque Dios sólo ha creado enigmas. Los extremos se tocan; las contradicciones se emparejan. Mi instrucción es escasa, hermano mío, pero he pensado mucho en estas cosas. ¡Cuántos misterios abruman al hombre! Penetra en ellos y sale intacto. Penetra en la belleza, por ejemplo. No puedo soportar que un hombre de gran corazón y de elevada inteligencia empiece por el ideal de la Virgen y termine por el de Sodoma. Pero lo más horrible es que, llevando en su corazón el ideal de Sodoma, no repudie el de la Virgen y se abrase en él como en los años de su juventud inocente. El espíritu del hombre es demasiado vasto: me gustaría reducirlo. Así no hay medio de que nos conozcamos. El corazón humano, el de la mayoría de los hombres, halla la belleza incluso en actos vergonzosos como el ideal de Sodoma. Es el duelo entre Dios y el diablo: el corazón humano es el cameo de batalla. Además, se habla del sufrimiento... Pero vayamos al asunto.

CAPITULO IV



Confesión de un corazón ardiente. Anécdotas



—Yo llevaba una vida disipada, y nuestro padre se escudó en ello para afirmar que despilfarraba miles de rublos en la seducción de doncellas. Es una idea muy propia de un puerco. Mentía, pues mis conquistas no me han costado jamás un céntimo. Para mí, el dinero es sólo una cosa accesoria, la mise en scène. Hoy era el amante de una gran dama; mañana, el de una mujer de la calle. Yo las distraía a las dos, tirando el dinero a manos llenas, con música de tzigánes. Si necesitaban dinero, se lo daba, pues, ciertamente, el dinero no les desagrada: te dan las gracias cuando lo reciben. No todas las damiselas se me rendían, pero sí muchas. Yo adoraba las callejas, las encrucijadas desiertas y sombrías, que son escenario de aventuras y sorpresas y, a veces, de perlas en el barro. Te hablo con imágenes, hermano: esas callejuelas no existen sino en un sentido figurado. Si tú te parecieras a mí, me comprenderías. Yo adoraba el libertinaje por su misma abyección; yo adoraba la crueldad. ¿No soy un ser corrompido, un insecto pernicioso, es decir, un Karamazov? Una vez organizamos una comida en el cameo y salimos en siete troikas [24]. Era invierno y el tiempo estaba muy oscuro. Durante el viaje cubrí de besos a mi vecina de asiento en el trineo, la hija de un funcionario sin fortuna, encantadora y tímida, y en la oscuridad me toleró caricias de un atrevimiento extraordinario. La pobrecilla se imaginaba que al día siguiente iría a pedir su mano, pues me tenía por novio suyo; pero pasaron cinco meses sin que le dijera nada. A veces, cuando nos encontrábamos en algún baile, la veía en un rincón de la sala, siguiéndome con una mirada entre indignada y tierna. Este juego excitaba mi perversa sensualidad. A los cinco meses se casó con un funcionario y desapareció, furiosa y tal vez amándome todavía. Ahora el matrimonio vive feliz. Te advierto que nadie sabe nada de esto y que su reputación está incólume: a pesar de mis viles instintos y de mi amor a la bajeza, no soy descortés. Enrojeces; tus ojos centellean. Lo comprendo: es que te da náuseas tanto lodo. Tengo un buen álbum de recuerdos, hermano mío. ¡Que Dios guarde a todas esas encantadoras criaturas! En el momento de la ruptura evité siempre las discusiones. Yo no traicioné ni comprometí a ninguna. Pero basta de este tema. No creas que te he llamado solamente para explicarte esta sarta de horrores. Te he llamado para contarte algo más interesante. Y es que no siento vergüenza ante ti; por el contrario, estoy a mis anchas.

Aliocha manifestó de pronto:

—Has hablado de mi rubor. Pues bien, no son tus palabras ni tus actos lo que me ha hecho enrojecer. Me sonrojo porque me parezco a ti.

—¿Tú? Exageras, Aliocha.

—¡No, no exagero! —exclamó con vehemencia.

Era evidente que hablaba de algo que sentía desde hacia tiempo. Continuó:

—La escala del vicio es la misma para todos. Yo estoy en el primer escalón; tú estás más arriba, en el escalón trece o cosa así. Yo creo que esto es igual: una vez se ha puesto el pie en el primero, se suben todos los escalones.

—Lo mejor es resistir.

—Desde luego, pero no siempre es esto posible.

—¿Para ti lo es?

—Creo que no.

—¡Calla, Aliocha; calla, querido! Me dan ganas de besarte la mano. ¡Esa bribona de Gruchegnka conoce a los hombres! Una vez me dijo que un día a otro se te zampará... Bueno, me callo. Y dejemos este terreno manchado por las moscas y hablemos de mi tragedia, en la que también pululan las moscas, es decir, toda clase de degradaciones. Aunque el viejo mintió cuando dijo que yo despilfarraba el dinero persiguiendo a las doncellas, esto ocurrió una vez, una sola. Pero él, que me acusaba de faltas inexistentes, no sabía ni sabe nada de este caso. No se lo he contado a nadie. Tú eres el primero que lo vas a saber..., mejor dicho, el segundo, pues si que se lo he contado a otro, hace ya mucho tiempo: a Iván. Pero Iván permanecerá mudo como una tumba.

—¿Como una tumba?

—Sí.

Aliocha escuchó más atentamente.

—Aunque era abanderado de un batallón destacado en una pequeña ciudad, se me vigilaba como si fuera un deportado. Pero fui bien acogido en la localidad. Despilfarraba el dinero; se me tenía por rico y yo creía serlo. Además, debía de ser grato a aquella gente por otras razones. Aunque sacudiendo la cabeza ante mis calaveradas, se me tenía afecto.

»Mi teniente coronel, que era ya un viejo, me tomó ojeriza. Empezó a perseguirme, pero yo no me dormí y toda la ciudad se puso a mi favor, por lo cual no podía hacerme mucho daño. Mi falta consistía en que, llevado de mi orgullo, no le rendía los honores a los que tenía derecho. El obstinado viejo era una buena persona en el fondo, un hombre hospitalario. Se había casado dos veces y era viudo. Su primera esposa, mujer de baja condición, le había dado una hija tan vulgar como ella. La joven tenía entonces veinticuatro años y vivía con su padre y una tía materna. Lejos de tener la candidez silenciosa de su tía, la suya iba acompañada de una gran vivacidad. Jamás he conocido un carácter de mujer tan encantador. Se llamaba nada menos que Ágata, Ágata Ivanovna. Era bonita para el gusto ruso, alta, con buenas carnes y unos hermosos ojos, aunque de expresión un poco vulgar. Permanecía soltera a pesar de haber tenido dos peticiones de matrimonio, y conservaba su carácter alegre. Trabé amistad con ella, pero con toda castidad y todo honor, pues has de saber que he tenido más de una amistad femenina perfectamente pura.

»Tenía con ella las más atrevidas conversaciones, y ella no hacía más que reírse. A muchas mujeres les encanta esta libertad de lenguaje, obsérvalo. Esto era sumamente divertido tratándose de una muchacha como ella. Otro rasgo: no se la podía calificar de señorita. Tanto su tía como ella vivían en una especie de estado de humildad voluntario, sin igualarse con el resto de la sociedad. Todo el mundo la quería y alababa su habilidad costurera, trabajo que hacía gratis, como un obsequio a las amigas, aunque no rechazaba el dinero que se le ofrecía.

»En cuanto al teniente coronel, era una de las personalidades del lugar. Llevaba una vida de hombre distinguido. Toda la población era recibida en su casa, donde los invitados cenaban y bailaban. Cuando ingresé en el batallón, en la ciudad sólo se hablaba de la próxima llegada de la segunda hija del teniente coronel. Se la consideraba una belleza y estaba a punto de salir de un pensionado aristocrático de la capital. Esta joven era Catalina Ivanovna, hija de la segunda esposa del teniente coronel, mujer noble, perteneciente a una casa ilustre, pero que no había aportado al matrimonio dote alguna: lo sé de buena tinta. Promesas, tal vez, pero nada en efectivo. Sin embargo, cuando llegó la joven, toda la población se puso en movimiento, como galvanizada. Las damas más distinguidas, entre las que figuraban dos excelencias, una de ellas coronela, se la disputaban. Se daban fiestas en su honor, era la reina de los bailes y de las comidas campestres, se organizaban representaciones de cuadros vivientes a beneficio de no sé qué instituciones.

»En lo que a mí concierne, no decía palabra y continuaba mi alegre vida. Entonces hice una jugada de mi estilo, que dio que hablar a toda la población. Una noche, en casa del comandante de la batería, Catalina Ivanovna me miró de arriba abajo. Yo no me acerqué a ella: desprecié la ocasión de conocerla. Algún tiempo después, en otra velada, la abordé, y ella apenas se dignó mirarme con una mueca desdeñosa. “¡Ah!, ¿sí? —me dije—. Me vengaré.” Yo era entonces especialista en abatir arrogancias. Me di cuenta de que Katineka, lejos de ser una ingenua colegiala, tenía carácter, orgullo, virtud y, sobre todo, inteligencia e instrucción, que era lo que a mí me faltaba por completo. ¿Crees que quería pedir su mano? Nada de eso. Solamente quería vengarme de su indiferencia. Entonces me corrí una gran juerga, y el viejo teniente coronel me impuso tres días de arresto. Durante esos días, el viejo me envió seis mil rublos a cambio de la renuncia en toda regla a mis derechos y aspiraciones sobre la fortuna de mi madre. Yo no entendía nada de esto entonces. Hasta mi llegada aquí, hasta estos últimos días y tal vez hasta ahora mismo, yo no he comprendido nada de estos asuntos de dinero entre mi padre y yo. ¡Pero que se vaya todo esto al diablo! Ya hablaremos de ello más adelante. El caso es que, cuando ya había recibido yo los seis mil rublos, un amigo me enteró por carta de algo sumamente interesante: estaban descontentos del teniente coronel sospechoso de malversación de fondos, y sus enemigos le preparaban una sorpresa. Así fue: el jefe de la división se presentó y le reprendió duramente. Poco después, el teniente coronel hubo de dimitir. No contaré todos los detalles de este asunto. En él influyó desde luego, la acción de sus enemigos. La población entera mostró una súbita frialdad hacia la familia del teniente coronel. Todo el mundo se apartaba de ella. Entonces hice mi primera jugada. Al encontrarme un día con Ágata Ivanovna, de la que seguía siendo amigo, le dije:

»—A su padre le faltan cuatro mil quinientos rublos en la caja.

»—¿Cómo es posible? Cuando vino el general, hace poco, no faltaba nada.

»—Entonces no faltaba, pero ahora sí.

»Ágata Ivanovna se estremeció:

»—No me asuste. ¿De dónde ha sacado usted eso?

»—Tranquilícese —repuse—. No diré nada a nadie. Para estas cosas soy mudo como una tumba. Sólo le he dicho esto para que esté prevenida. Cuando reclamen a su padre esos cuatro mil quinientos rublos que faltan en la caja, no espere a que, a su edad, lo lleven a los tribunales: envíeme a su hermana en secreto. Acabo de recibir dinero. Le entregaré los cuatro mil quinientos rublos y nadie se enterará de nada.

»—¡Qué villano es usted! ¡Qué miserable villano! ¿Cómo tiene valor para proponer esas cosas?

»Se fue, roja de indignación, y yo le dije a voces que todo quedaría en el mayor secreto.

»Ágata y su tía eran dos verdaderos ángeles. Adoraban a la altiva Katia y la servían humildemente. Ágata informó a su hermana de nuestra conversación, como supe enseguida. Era precisamente lo que yo deseaba.

»Entre tanto, llegó un nuevo jefe de división. El viejo teniente coronel se puso enfermo. Hubo de guardar cama durante dos días y no presentó las cuentas. El doctor Kravtchenko aseguró que la enfermedad no fue simulada. Pero yo sabía a ciencia cierta y desde hacía tiempo lo siguiente: después de las inspecciones de estos jefes, el teniente coronel retiraba cierta cantidad de la caja: así lo venía haciendo desde cuatro años atrás. Esta suma la prestaba a un hombre de confianza llamado Trifinov, que era viudo y barbudo y usaba lentes de oro. Éste negociaba con el dinero en las ferias y lo devolvía enseguida al militar, acompañado de una buena comisión y de un regalo. Pero esta vez, al regresar de la feria, Trifinov no había devuelto nada, de lo cual me enteré casualmente por un hijo suyo, un mozalbete que era un ejemplar de perversión. El teniente coronel fue a pedirle el dinero, y el muy bribón le contestó que no había recibido nunca nada de él. Mi desgraciado jefe se encerró en su casa, abrumado. Llevaba la frente vendada y las tres mujeres le aplicaban hielo en el cráneo. En esto recibió la orden de entregar la caja al término de dos horas. Él firmó: lo sé porque vi más tarde su firma en el registro. Se puso en pie, dijo que iba a ponerse el uniforme y entró en su dormitorio. Una vez allí, cogió su rifle de caza y lo cargó, descalzó su pie derecho, apoyó el cañón del arma en su pecho y empezó a tantear con el pie en busca del gatillo. Pero Ágata, que se acordaba de lo que yo le había dicho, sospechó algo y le acechaba. Se arrojó sobre él, lo rodeó con sus brazos por la espalda y el disparo se perdió en el aire sin herir a nadie. Las otras dos mujeres acudieron y le quitaron el arma.

»Yo estaba entonces en mi casa, a punto de marcharme. Era el atardecer. Me había acabado de vestir. Estaba peinado y me había perfumado el pañuelo. Incluso había cogido la gorra... De pronto se abrió la puerta y vi entrar a Catalina Ivanovna.

»A veces ocurren cosas extrañas. Nadie se había fijado en ella en la calle cuando venía a mi casa; nadie la había conocido. Yo vivía entonces en casa de dos mujeres de edad, esposas de funcionarios, serviciales y atentas conmigo, y que, a petición mía, guardaron sobre este asunto un secreto absoluto.

»Cuando vi a Katia comprendí al instante lo que pretendía. Entró con la mirada fija en mí. Sus sombríos ojos expresaban resolución, incluso audacia, pero la mueca de sus labios revelaba perplejidad.

»—Mi hermana me ha dicho que usted me daría cuatro mil quinientos rublos si venía a buscarlos yo misma. Pues bien, aquí estoy: deme el dinero.

»El temor la ahogaba; su voz era apenas perceptible; sus labios temblaban... Aliocha, ¿me escuchas o estás durmiendo?

—Dime toda la verdad, Dmitri —dijo Aliocha con profunda emoción.

—Cuenta con ello: seré franco. Mi primer pensamiento fue el propio de un Karamazov. Un día, hermano mío, me picó un ciempiés y tuve que guardar cama durante quince días, con fiebre. Pues bien, en aquel momento sentí en mi corazón la picadura de un ciempiés; un mal bicho, ¿sabes? Miré a Katia de pies a cabeza. ¿La has visto? Es una beldad. Pero entonces estaba hermosa por la nobleza de su corazón, por su grandeza de alma y su devoción filial, junto a mí, que soy una persona vil y repugnante. En aquel momento ella dependía de mí enteramente, en cuerpo y alma. Te confieso que el pensamiento inspirado por el ciempiés se apoderó de mi corazón con tal intensidad, que creí morir de angustia. No me parecía posible luchar: no veía más solución que conducirme vilmente, como una maligna tarántula, sin sombra de piedad... Desde luego, al día siguiente habría ido a pedir su mano, para poner un fin noble a mi proceder, y nadie se habría enterado de nada. Pues aunque tengo bajos instintos, soy una persona cortés. Pero, de pronto, oigo murmurar a mi oído: «Mañana, cuando vayas a pedir su mano, ella no querrá verte y te hará echar por el cochero. Dirá que no le importa que vayas pregonando su deshonor por toda la ciudad.» La miré para ver si esta voz decía la verdad, y advertí que la expresión de su rostro no dejaba lugar a dudas: me echarían a la calle. La cólera se apoderó de mí. Sentí el deseo de proceder con ella del modo más vil, de jugarle una mala pasada de tendero, de mirarla irónicamente mientras permanecía plantada ante mí y decirle con ese tono que sólo saben emplear los tenderos:

»—¿Cuatro mil quinientos rublos? Fue una broma. Usted ha contado con ellos demasiado pronto, señorita. Doscientos rublos, bueno: se los daría enseguida y de buen grado. Pero cuatro mil quinientos es demasiado dinero, una cifra que no se da así como así. Se ha tomado usted una molestia inútil.

»Desde luego, lo habría perdido todo, porque ella habría salido huyendo; pero esta venganza diabólica habría sido para mí una compensación más que suficiente. Le habría hecho esta jugada aunque después hubiera tenido que lamentarla toda la vida.

»En semejantes circunstancias, puedes creerlo, yo no he mirado nunca a una mujer, fuera de la índole que fuere, con odio. Pues bien, lo juro sobre la cruz que durante unos segundos miré a Katia con un odio intenso, con ese odio que sólo por un cabello está separado del amor más ardiente.

»Me acerqué a la ventana y apoyé la frente en el cristal helado. Recuerdo que aquel frío me produjo el efecto de una quemadura. Tranquilízate: no la retuve mucho tiempo. Me acerqué a mi mesa, abrí un cajón y saqué una obligación de cinco mil rublos al portador, que estaba entre las páginas de mi diccionario de francés. Sin decir palabra, se la mostré, la doblé y se la di. Luego abrí la puerta y me incliné profundamente. Ella se estremeció de pies a cabeza, me miró fijamente unos instantes, se puso blanca como un lienzo y, sin despegar los labios, sin ninguna brusquedad, sino con dulce y suave ternura, se prosternó a mis pies hasta tocar el suelo con la frente, no como una señorita educada en un pensionado, sino al estilo ruso. Después se levantó y huyó.

»Cuando se hubo marchado, saqué mi espada y estuve a punto de clavármela. ¿Por qué? No lo sé. Tal vez en un arranque de entusiasmo. Desde luego, habría sido un acto absurdo. ¿Comprendes que un hombre se pueda matar de alegría...? Pero me limité a besar la hoja y la introduje de nuevo en la funda...

»Podría haberme callado todo esto. Por otra parte, me parece que me he extendido demasiado, jactanciosamente, al explicarte las luchas de mi conciencia. ¡Pero qué importa! ¡Al diablo todos los espías del corazón humano! He aquí mi aventura con Catalina Ivanovna. Sólo tú e iván la conocéis.

Dmitri se levantó, dio unos pasos vacilantes, sacó el pañuelo, se enjugó la frente y se volvió a sentar, pero en otro sitio, en el banco que corría junto a la otra pared, de modo que Aliocha tuvo que volverse por completo para poder mirarlo.

CAPÍTULO V



Confesión de un corazón ardiente. La cabeza baja



—Bien —dijo Aliocha—; ya conozco la primera parte de la historia.

—Es decir, un drama que ocurrió allá lejos. La segunda parte será una tragedia y se desarrollará aquí.

—No comprendo en absoluto lo que puede ser esa segunda parte.

—¿Crees que yo comprendo algo?

—Oye, Dmitri, hay en esto un punto importante: ¿eres todavía su novio?

—Yo no me puse en relaciones con ella enseguida, sino tres meses después. Al día siguiente, me dije que el asunto estaba liquidado, que no tendría continuación. Ir a pedirla en matrimonio me pareció una bajeza. Ella, por su parte, no dio señales de vida en las seis semanas que todavía pasó en nuestra ciudad. Sólo al día siguiente de su visita, su doncella vino a mi casa y, sin decir palabra, me entregó un sobre dirigido a mí. Lo abrí y vi que contenía el sobrante de los cinco mil rublos. Se habían restituido los cuatro mil quinientos, y las pérdidas en la venta de la obligación rebasaban los doscientos. Me devolvió... creo que doscientos sesenta, no lo recuerdo exactamente, y sin una sola palabra explicativa. Busqué en el sobre un signo cualquiera, una señal en lápiz, pero no había nada. Me gasté alegremente las sobras de mi dinero, tan alegremente, que el nuevo jefe del batallón me tuvo que reprender. El teniente coronel había presentado la caja intacta, ante el estupor general, pues nadie creía que esto fuera posible. Después cayó enfermo, estuvo tres semanas en cama y, finalmente, murió en cinco días a causa de un reblandecimiento cerebral. Se le enterró con todos los honores militares, pues aún no se le había retirado. Diez días después de los funerales, Catalina Ivanovna se fue a Moscú con su hermana y con su tía. Yo no había vuelto a ver a ninguna de ellas. El día de la partida recibí un billete azul, con esta única línea escrita en lápiz:

» “Le escribiré. Espere. C.”

»En Moscú se le arreglaron las cosas de un modo rápido e inesperado, como en un cuento de Las mil y una noches. La principal pariente de Catalina Ivanovna, una generala, perdió en una sola semana, a consecuencia de la viruela, a dos sobrinas que eran sus herederas más próximas. Trastornada por el dolor, empezó a tratar a Katia como si fuera su propia hija, viendo en ella su única esperanza. Rehízo el testamento en su favor y le entregó en mano ochenta mil rublos como dote, para que dispusiera de ellos a su antojo. Es una mujer histérica: tuve ocasión de observarla más adelante en Moscú.

»Una mañana recibí por correo cuatro mil quinientos rublos, lo que me sorprendió sobremanera, como puedes suponer. Tres días después llegó la carta prometida. Todavía la tengo y la conservaré mientras viva. ¿Quieres que te la enseñe? No dejes de leerla. Katia se ofrece espontáneamente a compartir mi vida.

»Te amo locamente, me dice. Si tú no me amas, no me importa: me basta con que seas mi marido. No temas, que no te causaré molestia alguna. Seré uno de tus muebles, la alfombra que pisas. Quiero amarte eternamente y salvarte de ti mismo.

»Aliocha —continuó Dmitri—, no soy digno de transmitirte estas líneas en mi vil lenguaje y en el tono del que jamás he podido corregirme. Desde entonces esta carta no ha cesado de traspasarme el corazón, y ni siquiera hoy me siento tranquilo. Le contesté enseguida, pues me era imposible trasladarme entonces a Moscú. Le escribí con lágrimas. Me avergonzaré eternamente de haberle dicho que entonces ella era rica y yo estaba sin recursos. Debí contenerme, pero mi pluma me arrastró. Escribí también a Iván, que entonces estaba en Moscú, y le expliqué todo lo que me fue posible en una carta de seis páginas, en la que le pedía que fuera a verla. ¿Por qué me miras? Ya sé que Iván se enamoró de Katia y que sigue enamorado de ella. Hice una tontería desde el punto de vista de la gente, pero tal vez esa tontería nos salve a todos. ¿No ves que ella le admira y le aprecia? ¿Crees que ahora que nos ha comparado puede querer a un hombre como yo, y menos después de lo que pasó aquí?

—Estoy seguro —dijo Aliocha– de que es a ti a quien ella debe amar, y no a un hombre como Iván.

—Es a su propia virtud a quien ella ama y no a mí —dijo Dmitri como a pesar suyo, irritado.

Se echó a reír y sus ojos empezaron a brillar de súbito. Enrojeció y descargó en la mesa un fuerte puñetazo.

—¡Te lo juro, Aliocha! —exclamó en un arrebato de sincero furor contra sí mismo—. Puedes creerme o no creerme, pero, tan verdad como Dios es santo y Cristo es Dios, y aunque yo me haya burlado de sus nobles sentimientos..., tan verdad como esto es que yo no dudo de su angelical sinceridad, y que sé que mi alma es un millón de veces más vil que la suya. En esta certidumbre estriba la tragedia. Una bella desgracia que se presta al tono declamatorio. Yo declamo y, sin embargo, soy completamente sincero. En cuanto a Iván, tan inteligente, creo que debe de estar maldiciendo a la naturaleza... ¿Quién ha sido el preferido? Un monstruo como yo, que no he podido corregirme del libertinaje, siendo el blanco de todas las miradas, y cuando sabía que mi propia prometida lo observaba todo. Sí yo he sido el preferido. ¿Por qué? ¡Porque esa joven, llevada de su gratitud, quiere sacrificarse a mí para toda su vida! Esto es absurdo. Yo no he hablado nunca de esto a Iván, y él tampoco ha hecho a ello la menor alusión. Pero el destino se cumplirá. Cada cual tendrá lo que merece: el réprobo se hundirá definitivamente en el cieno que le atrae. Estoy diciendo muchos desatinos, mis palabras no responden a mis pensamientos, pero lo que pienso se realizará: yo me hundiré en el lodo y Katia se casará con Iván.

—Escucha, Dmitri —dijo Aliocha en un estado de agitación extraordinario—. Hay un punto que tú no me has explicado todavía. Sigues siendo su prometido. ¿Cómo puedes romper si ella se opone?

—Cierto que soy su prometido. Ya hemos recibido la bendición oficial en Moscú, con gran ceremonia, ante los iconos. La generala nos bendijo e incluso felicitó a Katia. «Has elegido bien —le dijo—. Leo en su corazón.» Iván no le fue simpático: no le dirigió ningún cumplido. En Moscú tuve largas conversaciones con Katia. Me describía a mi mismo tal como era, con toda sinceridad. Ella me escuchó atentamente.


»Fue una turbación encantadora.

hubo tiernas palabras...


»También hubo palabras altivas. Me arrancó la promesa de que me corregiría. Y a esto se redujo todo.

—Bueno, ¿y ahora qué?

—Acuérdate de que te he llamado y te he traído aquí para enviarte hoy mismo a casa de Catalina Ivanovna y...

—¿Para qué?

—Para decirle que no volveré a ir a verla nunca y la saludes de mi parte.

—¿Es posible?

—No, es imposible: me es imposible ir yo mismo. Por eso te ruego que vayas tú en mi lugar.

—¿Y tú adónde irás?

—Volveré a mi cenagal.

—¡Es decir, a Gruchegnka! —exclamó tristemente Aliocha, enlazando las manos—. O sea, que Rakitine tenía razón. ¡Y yo que creía que esto era solamente un capricho pasajero!

—¡Un prometido tener un enredo! ¿Es esto posible, siendo la novia quien es, y a la vista de todo el mundo? No he perdido todo el honor. Desde el momento en que me uní a Gruchegnka dejé de ser novio y hombre honesto: me di de ello perfecta cuenta. ¿Por qué me miras? La primera vez que fui a su casa iba con el propósito de pagarle. Me había enterado, y ahora sé positivamente que era verdad, de que aquel capitán que representaba a mi padre había enviado a Gruchegnka un pagaré firmado por mí. Pretendían perseguirme judicialmente, con la esperanza de asustarme y obtener mi renuncia. Yo ya sabía algo de Gruchegnka. Es una mujer que no impresiona desde el primer momento. Conozco la historia de ese viejo mercader que es su amante. No vivirá mucho tiempo y le dejará una bonita suma. Yo sabía que era codiciosa, que prestaba dinero con usura, que era una trapacera y una bribona sin corazón. Fui, pues, a su casa con ánimo de darle su merecido... y me quedé. Esa mujer es la peste. Yo me he contaminado de ella y siento como si la llevara en la piel. Todo ha terminado para mí; no tengo otro camino. El ciclo del tiempo está trastornado. Ya ves mi situación. Como hecho expresamente, yo tenía entonces tres mil rublos en el bolsillo. Nos fuimos a Mokroie, que está a veinticinco verstas de aquí. Llamé a una orquesta y obsequié con champán a los campesinos y a todas las mujeres del lugar. Tres días después no me quedaba un céntimo. ¿Crees que obtuve alguna compensación de ella? Ninguna. Es una mujer todo repliegues, palabra. ¡La muy bribona! Su cuerpo recuerda el de una culebra. Hasta el dedo meñique de su pie izquierdo lleva este sello. Lo vi y lo besé, pero esto fue todo, te lo juro. Entonces ella me dijo: «¿Quieres que me case contigo porque eres pobre? Pues bien, si me prometes no pegarme y dejarme hacer todo lo que quiera, tal vez me decida.» Y se echó a reír. Hoy todavía se ríe.

Dmitri Fiodorovitch se puso en pie, presa de una especie de desesperación. Tenía el aspecto de estar bebido. Sus ojos estaban rojos de sangre.

—En serio, ¿estás decidido a casarte con ella?

—Si accede, me casaré enseguida; si me rechaza, seguiré con ella, aunque sea como criado. En cuanto a ti, Aliocha...

Se detuvo ante él, lo cogió por los hombros y empezó a sacudirlo violentamente.

—En cuanto a ti, has de saber que todo esto es una locura que ha de terminar en tragedia. Oye, Aliocha, yo soy un hombre perdido, de bajas pasiones; pero yo, Dmitri Karamazov, no seré nunca un estafador ni un vulgar ratero. Pues bien, Aliocha, he sido una vez un estafador, un vulgar ratero. Cuando me disponía a ir a casa de Gruchegnka para vapulearla, Catalina Ivanovna me llamó y me pidió secretamente, aunque no sé por qué, que fuera a la capital del distrito y enviara tres mil rublos a su hermana, que estaba en Moscú. En la localidad nadie debía saberlo. Me fui a casa de Gruchegnka con los tres mil rublos en el bolsillo, y me sirvieron para pagar nuestra excursión a Mokroie. Después fingí que me trasladaba a la capital del distrito. En cuanto al recibo, «me olvidé» de llevárselo, a pesar de que se lo había prometido. ¿Qué te parece? ¿Tú irás a decirle:


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