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Los hermanos Karamazov
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Текст книги "Los hermanos Karamazov"


Автор книги: Федор Достоевский



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Ruego al lector que no se precipite a reírse de la simplicidad de nuestro joven. No solamente no considero que haya que pedir perdón por la ingenuidad de su fe, debida a su juventud, a los escasos progresos realizados en sus estudios y a otras causas parecidas, sino que declaro que su modo de sentir me infunde respeto. Es muy posible que otro joven, acogiendo con reservas los impulsos de su corazón, tibio y no ardiente en sus afectos, leal pero demasiado juicioso para sus años, es muy posible que este joven no hubiera hecho lo que hizo el mío. Pero en ciertos casos es más digno dejarse llevar de un impulso ciego, provocado por un gran amor, que oponerse a él. Y especialmente cuando se trata de la juventud, pues yo creo que un joven juicioso en todo momento no vale gran cosa.

—Pero —razonarán los más sensatos– no todos los jóvenes deben tener tales prejuicios. El suyo no es un modelo para los demás.

A lo que yo respondo:

—Mi joven posee una fe total, profunda. No pediré perdón para él.

A pesar de que acabo de declarar (acaso con excesiva precipitación) que mi héroe no necesita excusas ni justificaciones, advierto que se impone una explicación para que se comprendan ciertos hechos futuros de mi relato. Aliocha no esperaba con frívola impaciencia que se produjeran milagros. No los necesitaba para afirmar sus convicciones, ni para el triunfo de ninguna idea preconcebida sobre otra. No, de ningún modo. Ante todo, aparecía a su vista, en primer plano, la figura de su amado starets, de aquel justo al que profesaba verdadera devoción. Sobre él se concentraba a veces, y con sus más vivos impulsos, todo el amor que llevaba en su corazón joven «hacia todos y hacia todo». En verdad, este ser encarnaba a sus ojos desde hacía tiempo su ideal, que aspiraba a imitarle con todo su anhelo juvenil, y este afán le absorbía hasta el punto de que a veces se olvidaba de «todos y de todo». (Entonces se acordó de que en aquel funesto día se había olvidado de su hermano Dmitri, que tanto le había preocupado el día anterior, y también de llevarle los doscientos rublos al padre de Iliucha, como había prometido.) No era que echaba de menos los milagros, sino sólo la «justicia suprema», que a su juicio había sido violada, lo que llenaba su alma de aflicción. ¿Qué importa que esta justicia que Aliocha esperaba tomase, debido a las circunstancias, la forma de un milagro a través de los restos mortales del que había sido su idolatrado director espiritual? En el monasterio, todos pensaban en estos milagros y los esperaban; todos, incluso aquellos a los que él reverenciaba, como el padre Paisius. Aliocha conservaba intacta su fe, pero compartía las esperanzas de los demás. Un año de vida monástica lo había habituado a pensar así, a permanecer en aquella actitud de espera. Pero no tenía sed de milagros, sino de justicia. Aquel de quien él esperaba que se elevara por encima de todos, estaba humillado y cubierto de vergüenza. ¿Por qué? ¿Quiénes eran ellos para juzgar lo sucedido? Estas preguntas atormentaban a su alma inocente. Se sentía ofendido e indignado al ver al más justo de los justos entre las risas malignas de seres frívolos muy inferiores a él. Que no se hubiera producido ningún milagro, que hubieran sufrido una decepción los que esperaban, podía pasar. ¿Pero por qué aquella vergüenza, aquella descomposición, tan rápida que se había adelantado a la naturaleza, como decían los malos monjes? ¿Por qué aquella «advertencia» que representaba un triunfo para el padre Teraponte y sus seguidores? ¿Por qué se creían autorizados a exteriorizar semejante actitud? ¿Dónde estaba la Providencia? ¿Por qué se había retirado en el momento decisivo, como sometiéndose a las leyes ciegas e implacables de la naturaleza?

El corazón de Aliocha sangraba. Como ya hemos dicho, el staretsZósimo era el ser al que nuestro héroe más quería en el mundo. Y ahora lo veía ultrajado y difamado. Las lamentaciones de Aliocha eran triviales y absurdas, pero —lo repito por tercera vez y confieso que acaso demasiado ligeramente– me complace que mi protagonista no se mostrara juicioso en aquel momento, pues el juicio llega a su tiempo, a menos que el hombre sea tonto. En cambio, ¿cuándo llegará el amor si no existe en un corazón joven en ciertas ocasiones excepcionales? No obstante, hay que mencionar un fenómeno extraño, aunque pasajero, que se manifestó en el ánimo de Aliocha en aquel momento crítico. A veces se revelaba como una impresión dolorosa, a consecuencia de la conversación que había mantenido el día anterior con su hermano Iván y que ahora lo obsesionaba. Sus creencias fundamentales estaban incólumes. A pesar de sus quejas, amaba a Dios y creía firmemente en Él. Sin embargo, en su alma surgió un confuso y penoso sentimiento de aversión que trataba de imponerse con fuerza creciente.

Al anochecer, Rakitine, cuando se dirigía al monasterio a través del bosque de pinos, vio a Aliocha, echado de bruces debajo de un árbol. Estaba inmóvil; parecía dormido. Rakitine se acercó a él y le preguntó:

—¿Eres tú, Alexei? ¿Pero es posible que...?

No terminó la pregunta. Quería decir: «¿Es posible que estés aquí?» Aliocha no volvió la cabeza, pero hizo un movimiento que indicó a Rakitine que el joven lo oía y lo comprendía.

—¿Qué te pasa? —siguió preguntando en un tono de sorpresa. Pero enseguida apareció en sus labios una sonrisa irónica—. Oye, te estoy buscando desde hace dos horas. Has desaparecido repentinamente. ¿Qué haces aquí? Mírame al menos.

Aliocha levantó la cabeza. Luego se sentó, apoyando la espalda en el tronco del árbol. No lloraba, pero en su semblante había una expresión de sufrimiento y en sus ojos se leía la indignación. No miraba a Rakitine, sino hacia un lado.

—Tu cara no es la de siempre. Tu famosa dulzura ha desaparecido. ¿Estás enojado con alguien? ¿Has sufrido alguna afrenta?

—¡Déjame! —dijo de pronto Aliocha, todavía sin mirarlo y con un gesto de hastío.

—¡Hay que ver! ¡Un ángel gritando como un simple mortal! Con toda franqueza, Aliocha, estoy asombrado. Yo, que no me asombro de nada. Te creía más cortés.

Aliocha le miró al fin, pero distraídamente, como si no lo comprendiera.

—Y todo —dijo Rakitine, sinceramente sorprendido—, porque lo viejo huele mal. ¿De veras creías que podía hacer milagros?

—Creía, creo y siempre creeré —respondió Aliocha, indignado—. ¿Qué más quieres?

—Nada, querido. Sólo decirte que ni los colegiales creen lo que crees tú. Estás furioso; te rebelas contra Dios... El caballero no ha recibido ningún ascenso, ninguna condecoración. ¡Qué ignominia!

Aliocha lo observó largamente con los ojos entornados. Por ellos pasó un relámpago. Pero no de cólera contra Rakitine.

—Yo no me rebelo contra Dios —dijo con un esbozo de sonrisa—. Es que no acepto su universo.

—¿Que no aceptas su universo? —preguntó Rakitine tras un instante de reflexión—. ¿Qué galimatías es ése?

Aliocha no contestó.

—Bueno, dejemos estas naderías y vamos a lo positivo. ¿Has comido hoy?

—No me acuerdo. Creo que sí.

—Tienes que recobrarte. Estás agotado. Da pena verte. Por lo visto, no has dormido en toda la noche. Además, esa agitación, esa tensión... Estoy seguro de que llevas muchas horas sin probar un solo bocado. Tengo en el bolsillo un salchichón que me he comprado en la ciudad, por lo que pudiera ocurrir. Pero me parece que tú no querrás.

—Sí que quiero.

—¡Caramba! ¡Esto es la guerra abierta, las barricadas! Bien, hermano; no hay tiempo que perder... De buena gana me beberé un vaso de vodka para tomar fuerzas. Tú no quieres vodka, ¿verdad?

—Sí, dame también.

—¡Esto es extraordinario! —exclamó Rakitine, dirigiéndole una mirada de estupor—. En verdad, pase lo que pase, ni el salchichón ni el vodka son dos cosas despreciables.

Aliocha se levantó sin pronunciar palabra y echó a andar en pos de Rakitine.

—Si tu hermano Iván te viera, se quedaría boquiabierto. A propósito, ¿sabes que ha salido esta mañana para Moscú?

—Sí, lo sé —dijo Aliocha en tono indiferente.

De pronto, la imagen de Dmitri surgió en su mente por un instante. Entonces recordó vagamente que tenía cierto asunto urgente, cierto deber que cumplir. Pero este recuerdo no le produjo ninguna impresión, apenas rozó su pensamiento, se esfumó inmediatamente. Tiempo después, permanecería largamente en su memoria.

«Tu hermano Iván —se dijo Rakitine en su fuero interno– me llamó una vez “estúpido liberal”. Tú mismo me diste a entender un día que yo era una persona sin escrúpulos... Bien; ahora veremos hasta dónde llega vuestro talento y vuestra honestidad.»

Y dijo en voz alta:

—Oye, no vayamos al monasterio. Este camino nos lleva derechos a la ciudad... Tengo que pasar por casa de la Khokhlakov. Le he escrito explicándole los acontecimientos, y ella, que se pirra por escribir, me ha enviado una nota a lápiz en la que dice textualmente: «No esperaba que un staretstan respetable como el padre Zósimo se condujera así.» Como ves, también ella está indignada. Todos sois iguales... Oye, Aliocha.

Se había detenido de pronto, apoyando la mano en el hombro del joven. Su acento era insinuante y le miraba a los ojos. Era evidente que se hallaba bajo la impresión de una idea súbita que no se atrevía a expresar, pese a su ligereza, tanto le costaba creer en la nueva actitud de Aliocha.

—¿Sabes adónde podríamos ir?

—No me importa. Iré adonde tú quieras.

—Pues podríamos ir a ver a Gruchegnka, ¿no te parece?

Rakitine esperó la respuesta, temblando de emoción. Aliocha contestó tranquilamente:

—Ya te he dicho que iré adonde quieras.

Poco faltó para que Rakitine diera un salto atrás, tan inesperada le pareció la respuesta de Aliocha.

«¡Magnífico!», estuvo a punto de exclamar. Pero no lo hizo. Se limitó a coger a su amigo del brazo y a llevárselo rápidamente, temiendo que cambiara de opinión.

Fueron un buen rato en silencio. Rakitine no se atrevía a hablar.

«Se alegrará mucho», iba a decir, pero se contuvo a tiempo.

No era cierto que Rakitine pensara en dar una alegría a Gruchegnka al llevarle a Aliocha. Los hombres como él sólo obran por interés. Perseguía un doble fin: en primer lugar, presenciar la probable caída de Aliocha, del santo convertido en pecador, lo que le producía un placer anticipado. En segundo lugar, perseguía una ventaja material de la que hablaremos más adelante.

«No hay que perder esta oportunidad», se decía con perverso júbilo.

CAPÍTULO III



La cebolla



Gruchegnka vivía en el barrio más animado de la ciudad, cerca de plaza de la Iglesia, en casa de la viuda del comerciante Morozov, en cuyo patio ocupaba un reducido pabellón de madera. El edificio Morozov era una construcción de piedra de dos pisos, vieja y fea. Su propietaria era una mujer de edad que vivía con dos sobrinas solteras y ya entradas en años. No tenía necesidad de alquilar ninguna habitación, pero había admitido a Gruchegnka como inquilina (cuatro años atrás) para complacer al comerciante Samsonov, pariente suyo y protector oficial de la muchacha.

Se decía que el celoso viejo había instalado allí a su protegida para que la viuda de Morozov vigilara su conducta. Pero esta vigilancia fue muy pronto inútil, ya que la viuda no veía casi nunca a Gruchegnka; de aquí que dejase de importunarla con su espionaje.

Cuatro años habían transcurrido ya desde que el viejo había sacado de la capital del distrito a aquella muchacha de dieciocho años, tímida, delicada, flacucha, pensativa y triste, y desde entonces había pasado mucha agua por debajo de los puentes. En nuestra ciudad no se sabía nada de ella con exactitud, y siguió sin saberse, a pesar de que muchos empezaron a interesarse por la espléndida belleza de la mujer en que se había convertido Agrafena Alejandrovna. Se contaba que a los diecisiete años había sido seducida por un oficial que la había abandonado enseguida para casarse, dejando a la desgraciada con su vergüenza y su miseria. También se decía que Gruchegnka procedía de una familia honorable y de profundo espíritu religioso. Era hija de un diácono que no ejercía, o algo parecido. En cuatro años, la desgraciada, tímida y enfermiza se había convertido en una belleza rusa, espléndida y sonrosada; en una persona de carácter enérgico, altivo, audaz; en una mujer avara y astuta que manejaba con habilidad el dinero y había conseguido reunir cierto capital con más o menos escrúpulos. De lo que no había ninguna duda era de que Gruchegnka se mantenía inexpugnable, de que, aparte el viejo, nadie había podido envanecerse durante aquellos cuatro años de haber conseguido sus favores. El hecho era indudable. Sobre todo en los dos últimos años, había tenido muchos galanteadores, pero todos fracasaron, y algunos hubieron de batirse en retirada, envueltos en el ridículo, ante la resistencia de la enérgica joven.

Se sabía también que se dedicaba a los negocios, especialmente desde hacía un año, y que demostraba tal aptitud para este trabajo, que algunos habían llegado a tacharla de judía. No prestaba dinero con usura, pero se sabía que durante algún tiempo se había dedicado, en compañía de Fiodor Pavlovitch Karamazov, a comprar pagarés por un precio insignificante, incluso por la décima parte de su valor, y que había conseguido cobrar algunos por la totalidad al cabo de poco tiempo. Desde hacía un año, el viejo Samsonov apenas se sostenía sobre sus hinchados pies. Era viudo y trataba tiránicamente a sus hijos, que eran ya hombres hechos y derechos. Poseía una fortuna y la avaricia le cegaba. Sin embargo, había caído bajo el dominio de su protegida, a la que al principio pasaba una cantidad irrisoria, tanto que algunos bromistas decían que la tenía a pan y agua. Gruchegnka había conseguido emanciparse sin dejar de inspirarle una confianza sin límites acerca de su fidelidad. Este viejo y consumado hombre de negocios poseía un carácter inflexible. En su avaricia, era duro como la piedra. A pesar de que estaba subyugado por Gruchegnka hasta el punto de que no podía pasar sin ella, nunca le había dado sumas de dinero importantes. Aunque su amada protegida le hubiera amenazado con dejarlo, él no se habría ablandado. Al fin, le entregó ocho mil rublos, cosa que sorprendió a todo el que lo supo.

—No eres tonta —le dijo—. Negocia con este dinero. Pero te prevengo que de ahora en adelante sólo recibirás la asignación anual de siempre y no heredarás de mí un solo céntimo.

Y mantuvo su palabra. Cuando murió, sus hijos, a los que había tenido siempre en su casa con sus mujeres y sus niños, se repartieron toda la herencia. A Gruchegnka no se la mencionó para nada en el testamento.

Para la joven fueron de gran valor los consejos que le dio Samsonov acerca del modo de sacar provecho de sus ocho mil rublos. El viejo incluso le recomendó ciertos «negocios».

Cuando Fiodor Pavlovitch Karamazov, que había conocido a Gruchegnka con motivo de una de sus operaciones comerciales, se enamoró de ella hasta el punto de perder la razón, Samsonov, que tenía ya un pie en la tumba, se echó a reír de buena gana. Pero cuando apareció en escena Dmitri Fiodorovitch se le cortó la risa.

—Si has de escoger entre los dos —dijo, muy serio, a la joven—, quédate con el padre; pero siempre que este viejo granuja se case contigo y, antes de hacerlo, te asigne cierto capital. No hagas caso al capitán. Si lo eliges a él, no obtendrás ningún provecho.

Así habló el viejo libertino, presintiendo su próximo fin. No se equivocaba, pues murió al cabo de cinco meses. Digamos de paso que, aunque la grotesca y absurda rivalidad entre Dmitri y su padre no fue ningún secreto para buena parte de los habitantes de la ciudad, muy pocos sabían la clase de relaciones que padre a hijo sostenían con Gruchegnka. Incluso las sirvientas (tras el drama de que hablaremos) atestiguaron, como era justo, que Agrafena Alejandrovna recibía a Dmitri Fiodorovitch sólo por temor, ya que él la había amenazado de muerte. Las domésticas eran dos: una cocinera de edad avanzada, que estaba desde hacía mucho tiempo al servicio de la familia, mujer llena de achaques y sorda, y la nieta de ésta, avispada doncella de veinte años.

Gruchegnka habitaba en un modesto interior compuesto de tres piezas, en las que todos los muebles eran de caoba y de estilo 1820. Cuando llegaron Rakitine y Aliocha, era ya casi de noche, pero aún no se había encendido ninguna luz en la casa. La joven estaba en la salita, tendida en su canapé de cabecera de caoba forrada de un cuero ya desgastado y agujereado, y apoyada la cabeza en dos almohadas. Echada boca arriba y con las manos en la nuca, permanecía inmóvil. Llevaba una bata de seda negra y en la cabeza un gorro de encajes que le sentaba a maravilla. Cubría sus hombros con un pañuelo sujeto por un broche de oro macizo. Esperaba a alguien con visible impaciencia, pálida la tez, los labios y los ojos ardientes, y golpeando con su piececito el canapé como para medir el tiempo. Al oír entrar a los visitantes, saltó al suelo, a la vez que profería un grito de terror.

—¿Quién es?

La doncella se apresuró a tranquilizarla.

—No es él; no se asuste.

«¿Qué le habrá pasado?», se dijo Rakitine, mientras cogía del brazo a Aliocha y lo conducía a la sala.

Gruchegnka permanecía de pie. Aún quedaba un gesto de pánico en su semblante. Un grueso mechón de su cabello castaño se había escapado del gorro y le caía sobre el hombro derecho; pero ella ni lo advirtió ni volvió él mechón a su sitio hasta que reconoció a sus visitantes.

—¡Ah! ¿Eres tú, Rakitka? ¡Qué susto me has dado! ¿Con quién vienes...? ¡Válgame Dios! —exclamó al ver a Aliocha.

—Di que enciendan la luz —dispuso Rakitine, con el acento de quien es de casa y tiene derecho a dar órdenes.

—Ahora mismo. Fenia, trae una bujía. Ahora ya puedes ir por ella.

Saludó a Aliocha con un movimiento de la cabeza y se arregló el pelo en el espejo. Parecía contrariada.

—¿He sido inoportuno? —preguntó Rakitine, sintiéndose de pronto ofendido.

—Me has asustado, Rikitka: eso es todo.

Gruchegnka se volvió hacia Aliocha. Sonreía.

—No me tengas miedo, querido Aliocha. Estoy encantada de tu inesperada visita. Creí que era Mitia; me pareció que quería entrar a la fuerza. Lo he engañado; me ha jurado que me creía y yo le he mentido. Le he dicho que iba a la casa del viejo Kuzma Kuzmitch para ayudarle a hacer sus cuentas y que estaría con él toda la tarde. En efecto, voy una vez por semana. Cerramos con llave y él hace números y yo escribo en los libros. No se fía de nadie más que de mí. Me extraña que Fenia os haya dejado entrar. Fenia, ve a la puerta de la calle y mira si el capitán ronda por aquí. Puede estar escondido, espiándonos. Estoy muerta de miedo.

—No hay nadie cerca de la casa, Agrafena Alejandrovna. Lo he mirado todo bien. Voy a cada momento a atisbar por las rendijas. Yo también tengo miedo.

—¿Están cerrados los postigos? Fenia, corre las cortinas para que no pueda ver que hay luz en la casa. Hoy tengo verdadero pánico a tu hermano Mitia, Aliocha.

Gruchegnka hablaba con voz estridente. Estaba inquieta, nerviosa.

—¿A qué viene ese pánico? —preguntó Rakitine—. Nunca has temido a Mitia. Lo tienes dominado.

—Hoy espero algo que lo hará cambiar todo. Estoy segura de que Mitia no cree que me haya quedado en casa de Kuzma Kuzmitch. Ahora debe de estar al acecho en el jardín de Fiodor Pavlovitch. Bien mirado, esto es una suerte, pues, mientras vigile, no pensará en venir. He ido a casa del viejo, y Mitia lo sabe, porque me ha acompañado. Le he dicho que fuera a buscarme a la medianoche y él me lo ha prometido. Diez minutos después, salí de la casa y vine aquí corriendo. Temblaba sólo de pensar que podía encontrarme con él.

—¿Por qué estás tan arreglada? Llevas un gorro curiosísimo.

—Más curioso eres tú, Rakitka. Te repito que estoy esperando algo. Apenas lo reciba, saldré como un rayo y ya no me volverás a ver. Por eso estoy arreglada.

—¿Adónde piensas ir?

—Si alguien te lo pregunta, le contestarás que no lo sabes.

—¡Qué alegre eres! Nunca te había visto así. Estás tan compuesta como si tuvieras que ir a un baile.

Mientras hablaba así, Rakitine la miraba boquiabierto.

—¿De modo que sabes lo que son los bailes?

—¿Tú no?

—Sólo he visto uno. De esto hace tres años. Fue cuando se casó un hijo de Kuzma Kuzmitch. Yo asistí como espectadora... Pero no sé por qué demonio estoy hablando contigo cuando tengo un príncipe en mi casa... Querido Aliocha, no puedo creer lo que veo. Me parece mentira que hayas venido. Francamente, no lo esperaba: nunca creí que vinieras. Has elegido un mal momento. Sin embargo, estoy muy satisfecha de verte aquí. Siéntate en el canapé, querido... Aún no he salido de mi sorpresa... ¡Ah, Rakitka! ¿Por qué no lo trajiste ayer o anteayer...? En fin, el caso es que me alegro de verte aquí... y tal vez sea mejor que hayas llegado en este momento...

Se sentó al lado de Aliocha y se quedó mirándole con una expresión de éxtasis. No mentía: estaba verdaderamente contenta. Sus ojos fulguraban y en sus labios había una sonrisa llena de bondad. Aliocha no esperaba que Gruchegnka le recibiera con aquella bondadosa simpatía. Tenía de ella un pésimo concepto. Dos días atrás, la terrible réplica de Gruchegnka a Catalina Ivanovna le había producido una ingrata impresión. Estaba asombrado al verla tan distinta. Aun sin querer, y pese a las penas que lo abrumaban, la observó atentamente. Sus maneras habían mejorado. Las palabras dulzonas y los movimientos indolentes habían desaparecido casi por completo, cediendo su puesto a la simpatía, a los gestos espontáneos y sinceros. Sin embargo, era presa de gran excitación.

—¡Qué cosas tan extrañas me pasan hoy! ¿Por qué me hace tan feliz tu presencia, Aliocha? Lo ignoro.

—¿De veras? —dijo Rakitine, sonriendo—. Pues antes no cesabas de insistir en que te lo trajera. Para algo querrías verle.

—Sí, pero el motivo ya no existe. Ha pasado el momento. Ahora voy a darte el buen trato que mereces. Soy mejor de lo que era, Rakitka. Siéntate. Pero ya no es posible rectificar. Ya lo ves, Aliocha: está resentido porque no le he invitado a sentarse antes que a ti. Es muy susceptible. No te enfades, Rakitka. Ya te he dicho que ahora soy buena. ¿Por qué estás triste, Aliocha? ¿Me tienes miedo?

Gruchegnka sonreía maliciosamente, mirándole a los ojos.

—Está apenadísimo. Ha sufrido una decepción.

—¿Una decepción?

—Sí; su staretshuele mal.

—Tú siempre con tus bromas. Aliocha, deja que me siente en tus rodillas. Así.

Se sentó. Como una gata mimosa, rodeó el cuello de Aliocha con su brazo derecho.

—Ya verás como consigo hacerte reír, mi piadoso amigo.

¿Puedo seguir sentada en tus rodillas? ¿No te disgusta? Si te molesta, no tienes más que decirlo y me levanto enseguida.

Aliocha guardaba silencio. Permanecía inmóvil y no respondía a las palabras de Gruchegnka. Pero sus sentimientos no eran los que suponía Rakitine, que lo observaba con ojos suspicaces. Su profunda aflicción ahogaba todas las demás sensaciones. Si le hubiera sido posible analizar las cosas, habría advertido que estaba acorazado contra las tentaciones.

A pesar de la insensibilidad en que le tenía sumido su abrumadora tristeza, experimentó una sensación extraña que le produjo gran asombro: aquella desenvuelta joven no le inspiraba el temor que en su alma iba siempre unido a la imagen de la mujer; por el contrario tenerla sentada en sus rodillas y rodeándole el cuello con el brazo despertaba en él un sentimiento inesperado, una cándida curiosidad que no tenía relación alguna con el temor. Esto era lo que le sorprendía.

—¡Bueno, basta de hablar por hablar! —exclamó Rakitine—. Ahora venga el champán. Me lo prometiste.

—Es verdad, Aliocha: le prometí invitarle a champán si te traía... Fenia, trae la botella que nos ha dejado Mitia. Date prisa. Aunque no soy despilfarradora, los invitaré. No lo hago por ti, Rakitine, pues tú sólo eres un pobre diablo, sino por Aliocha. No tengo humor para nada, pero beberé con vosotros.

—¿Qué es lo que esperas, si puede saberse? —preguntó Rakitine, como si no advirtiese la mordacidad de Gruchegnka.

—Es un secreto, pero tú estás al corriente —repuso Gruchegnka, preocupada—. Mi oficial está a punto de llegar.

—Eso he oído decir. ¿Está ya cerca de aquí?

—En Mokroie. Desde allí me enviará un mensajero. Acabo de recibir una carta suya y espero su mensaje.

—¿Y qué hace en Mokroie?

—La explicación es larga. Confórmate con lo que te he dicho.

—¿Lo sabe Mitia?

—No sabe ni una palabra. Si lo supiera, me mataría. Por lo demás, ya no le tengo miedo. Bueno, Rakitka; no quiero oír hablar de Mitia. Me ha hecho demasiado daño. Prefiero dedicar todos mis pensamientos y miradas a Aliocha... Sonríe, querido; no pongas esa cara de mal humor... ¡Oh! Ha sonreído. ¡Y con qué dulzura me mira! Yo creía que me detestabas por mi escena de ayer con esa... esa señorita. Estuve muy grosera. En fin, eso ya ha pasado —añadió Gruchegnka pensativa y con una sonrisita perversa—. Mitia me ha dicho que esa joven gritaba: «¡Merecería que la azotasen!» La ofendí gravemente. Quiso seducirme con sus golosinas... En fin, sucedió lo mejor que podía suceder.

Volvió a sonreír.

—Lo que sentiría es haberte disgustado a ti.

—Ya lo ves, Aliocha —dijo Rakitine, sinceramente sorprendido—. Te teme, teme a un tierno polluelo como tú.

—Como un tierno polluelo lo tratarás tú, que no tienes conciencia. Yo lo quiero. Créelo, Aliocha: te quiero con toda mi alma.

—¿Has visto qué desvergonzada? Se te ha declarado, Aliocha.

—Bueno, ¿y qué? Lo quiero.

—¿Y el oficial? ¿Y esa feliz noticia que esperas de Mokroie?

—Son cosas muy distintas.

—Ésta es la lógica de las mujeres.

—No seas pesado, Rakitine. Ya te he dicho que son cosas diferentes. Quiero a Aliocha de otro modo. Te confieso, Aliocha, que no me eras simpático. Soy mala y violenta. Pero, a veces, veía en ti mi conciencia. En ciertos momentos, me decía: «¡Cómo debe de despreciarme!» Esto es lo que pensaba cuando salí de casa de esa señorita. Hace mucho tiempo que me fijé en ti, Aliocha. Mitia lo sabe y me comprende. Te aseguro que a veces me avergüenzo al mirarte. ¿Cuándo y por qué empecé a pensar en ti? No lo sé.

En esto apareció Fenia y depositó en la mesa una bandeja con una botella descorchada y tres vasos llenos.

—¡Ha llegado el champán! —exclamó Rakitine—. Estás excitada, Agrafena Alejandrovna. Cuando bebas, empezarás a bailar.

Luego exclamó:

—¡Qué contrariedad! Las copas están llenas y el champán se ha calentado. Además, la botella no tiene tapón.

Vació su vaso de un trago y lo volvió a llenar.

—¡Hay que aprovechar las ocasiones! —dijo, limpiándose los labios—. ¡Hala, Aliocha; coge tu vaso y bebe! ¿Pero por quién o por qué brindaremos? Levanta tu vaso, Grucha, y bebamos a las puertas del paraíso.

—¿Qué paraíso?

Alzó su vaso. Aliocha hizo lo mismo; pero tomó un sorbo y volvió a depositar el vaso en una bandeja.

—Prefiero no beber —dijo con una dulce sonrisa.

—Entonces, tu resolución de antes ha sido pura jactancia —exclamó Rakitine.

—Si no bebe Aliocha, tampoco yo beberé. Puedes acabar con la botella, Rakitka.

—Empiezan las efusiones —dijo Rakitine con sorna—. ¡Y la niña, sentada en sus rodillas! Él está afligido, y es natural; ¿pero a ti qué te pasa? Aliocha se ha rebelado contra Dios: ¡iba a comer salchichón!

—¿Por qué?

—Porque su starets, el viejo Zósimo, el santo, ha muerto.

—¿Ha muerto? —exclamó Gruchegnka, santiguándose—. ¡Dios mío! ¡Y yo sentada aquí!

Se levantó de un salto y se sentó en el canapé.

Aliocha la miró sorprendido. Su semblante se iluminó.

—No me irrites, Rakitine —dijo enérgicamente—. Yo no me he rebelado contra Dios. Yo no tengo ninguna animosidad contra ti. Sé más comprensivo; correspóndeme. He sufrido una pérdida que me afecta profundamente y tú no eres quién para juzgarme en estos momentos. Toma ejemplo de Gruchegnka. Ya ves lo noble que ha sido conmigo. Yo, dejándome llevar de mis peores sentimientos, he venido aquí convencido de que me enfrentaría con un alma perversa, y me he encontrado con un ser lleno de bondad, con una verdadera hermana... A ti me refiero, Agrafena Alejandrovna. Has regenerado mi alma.

Aliocha hubo de detenerse: estaba tan conmovido, que le temblaban los labios.

—Cualquiera diría que Gruchegnka te ha salvado —dijo Rakitine con una sonrisa burlona—. ¿Pero sabes que quería perderte?

—¡Basta, Rakitka! ¡Silencio los dos! Te lo digo a ti, Aliocha, porque tus palabras me sonrojan: me crees buena y soy mala. Y quiero que tú te calles, Rakitka, porque mientes. Yo me había propuesto perderlo, pero eso ya ha pasado. ¡No quiero volverte a oír hablar así, Rakitka!

Gruchegnka se había expresado con viva emoción.

—Están furiosos —murmuró Rakitine, mirándolos, perplejo—. Esto parece un manicomio. Pronto se echarán a llorar, no me cabe duda.

—Sí, lloraré —dijo Gruchegnka—. Me ha llamado hermana, y eso nunca lo podré olvidar. A pesar de lo mala que soy, Rakitka, he dado una cebolla.

—¿Una cebolla? ¡Demonio, están locos de verdad!

La exaltación de sus dos amigos asombraba a Rakitine. Sin embargo, era evidente que en aquellos momentos todo contribuía a impresionarlos mucho más de lo normal, cosa que Rakitine debía haber advertido. Pero Rakitine, que poseía gran agudeza para interpretar sus propios sentimientos y sensaciones, era incapaz de descubrir los ajenos, tanto por egoísmo como por inexperiencia juvenil.

—¿Has oído, Aliocha? —continuó Gruchegnka, con una risita nerviosa—. Me he jactado ante Rakitine de haber dado una cebolla. Voy a explicaros esto con toda humildad. Se trata de una leyenda que la cocinera me contaba cuando yo era niña... Había una mala mujer que murió sin dejar a su espalda la menor sombra de virtud. El demonio se apoderó de ella y la arrojó al lago de fuego. Su ángel guardián se devanaba los sesos para recordar alguna buena obra de la condenada y poder referírsela a Dios. Al fin, se acordó de una y le dijo al Señor: «Arrancó una cebolla de su campo para dársela a un mendigo.» Dios le contestó. «Toma esta cebolla y tiéndesela a la mujer del lago para que se aferre a ella. Si consigues sacarla, irá al paraíso; si la cebolla se rompe, la pecadora se quedará donde está.» El ángel corrió hacia el lago y le tendió la cebolla a la mujer. «Toma —le dijo—. Cógete fuerte.» Empezó a tirar con cuidado y pronto estuvo la mujer casi fuera. Los demás pecadores, al ver que sacaban a la mujer del lago, se aferraron a ella para aprovecharse de su suerte. Pero la mujer, en su maldad, empezó a darles puntapiés. «Es a mí a quien sacan y no a vosotros; la cebolla es mía y no vuestra.» En este momento, el tallo de la cebolla se rompió y la mujer volvió a caer en el ardiente lago, donde está todavía. El ángel se marchó llorando... Ésta es la leyenda, Aliocha. No me creas buena; soy todo lo contrario. Tus elogios me sonrojan. Deseaba tanto que vinieras, que prometí veinticinco rublos a Rakitka si te traía. Perdona un momento.


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