Текст книги "Los hermanos Karamazov"
Автор книги: Федор Достоевский
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Классическая проза
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—Se lo preguntaré —murmuró Aliocha—. Yo creo que por tres mil rublos, Dmitri...
—No, no; ya no has de preguntarle nada. Lo he pensado mejor. Fue una locura que tuve ayer. No le daré nada, ni un céntimo. El dinero lo necesito para mí —repitió Fiodor Pavlovitch con expresivo ademán—. De todas formas, le aplastaré como a un gusano. No, no le digas nada. Y como aquí ya no tienes nada que hacer, vete. Oye: ¿tú crees que Catalina Ivanovna, esa novia que Dmitri me ha ocultado siempre con tanto temor, se casará con él? Ayer fuiste a verla, ¿verdad?
—No quiere dejarle de ningún modo.
—Tales son los hombres de que se enamoran esas ingenuas damiselas: los libertinos, los bribones. Esas pálidas criaturas son unas infelices. Si yo tuviera la juventud de Mitia y la presencia que tenía de joven, no la suya, pues a los veintiocho años yo valía más que él vale ahora, tendría el mismo éxito... ¡El muy canalla! Pero no tendrá a Gruchegnka, no la tendrá. Lo aniquilaré.
Otra vez perdió el humor.
—Y tú vete —dijo a Aliocha secamente—. Hoy no tienes nada que hacer en mi casa.
Aliocha se acercó a él para despedirse y le dio un beso en el hombro.
—¿Qué significa eso? —preguntó Fiodor Pavlovitch, sorprendido—. ¿Crees acaso que no nos vamos a ver más?
—No, no; lo he hecho sin pensar en nada.
—Yo también he hablado por hablar —dijo el viejo mirándole. Y gritó a sus espaldas—: ¡Oye, oye; vuelve pronto! ¡Te daré una sopa de pescado estupenda, no como la de hoy! Ven mañana, ¿oyes?
Apenas se hubo marchado Aliocha, volvió al aparador y se bebió medio vaso de coñac.
—¡Basta ya! —gruñó entre resoplidos.
Cerró el aparador y se guardó la llave en el bolsillo. Después, ya en el límite de sus fuerzas, se fue a la cama y enseguida se durmió.
CAPÍTULO III
Encuentro con un grupo de escolares
«Ha sido una suerte que mi padre no me haya hecho ninguna pregunta sobre Gruchegnka —se decía Aliocha mientras se dirigía a casa de la señora de Khokhlakov—. Si me hubiese preguntado, no habría tenido más remedio que contarle lo que pasó ayer.»
Juzgaba, no sin pesar, que durante la noche los adversarios habrían tomado fuerzas y sus corazones se habrían endurecido.
«Mi padre es irascible y malo. Continúa aferrado a su idea. Dmitri es también un intransigente y debe de tener algún plan. Es necesario que lo vea hoy mismo.»
Pero las reflexiones de Aliocha fueron interrumpidas por un incidente que, a pesar de su poca importancia, no dejó de impresionarle. Cuando estaba cerca de la calle de San Miguel, paralela a la Gran Vía, de la que está separada por un riachuelo —nuestra ciudad está llena de riachuelos—, distinguió en la parte baja, junto al puentecillo, un pequeño grupo de escolares de nueve a doce años como máximo. Regresaban a sus casas después de las clases. Unos llevaban la cartera en bandolera y otros a la espalda a modo de mochila; algunos llevaban abrigo; otros, una simple chaqueta. No faltaban los que llevaban botas con vueltas, esas botas que a los padres acomodados les gusta que exhiban sus mimados hijos. El grupo discutía acaloradamente, al parecer reunido en consejo. A Aliocha le habían encantado siempre los niños —como había demostrado en Moscú—, y aunque sus preferidos eran los pequeñuelos de no más de tres años, los escolares de diez a once también le atraían. De aquí que, a pesar de sus preocupaciones, decidiera abordarlos y entablar conversación con ellos. Al acercarse vio que tenían las caras congestionadas y una o dos piedras en la mano cada uno. Al otro lado del riachuelo, que se hallaba a unos treinta pasos, apoyada la espalda en una cerca, había otro colegial, con la cartera al costado. Tendría diez años a lo sumo. En su pálido semblante había una expresión de odio. Sus negros ojos llameaban. No apartaba la vista de sus camaradas —el grupo de seis escolares—, con los cuales estaba evidentemente enojado. Aliocha se acercó al grupo y, dirigiéndose a un muchacho de pelo rubio y rizado y cara colorada, que llevaba una chaqueta negra, le dijo:
—Cuando yo iba al colegio llevaba la cartera en el lado izquierdo. Así la podía abrir y cerrar con la mano derecha. Tú la llevas en el lado derecho, lo que me parece una incomodidad. Aliocha, aunque sin pensarlo, había iniciado la conversación con esta alusión a un detalle práctico. No debe proceder de otro modo el adulto que desee atraerse la confianza de un niño, y especialmente de un grupo de niños. Instintivamente, Aliocha había comprendido que había que hablar con toda seriedad y de cosas corrientes, a fin de colocarse en un plano de igualdad con aquellos muchachos.
—Es que es zurdo —contestó inmediatamente otro, que debía de frisar en los once años y cuya mirada expresaba resolución. Los otros cinco miraron a Aliocha.
—Tira las piedras con la mano izquierda —observó un tercero.
En este momento pasó una piedra junto a los niños, rozando al zurdo. Afortunadamente, aunque arrojada con destreza y vigor, no había dado en el blanco. La había lanzado el niño que estaba al otro lado del riachuelo.
—¡Hala, Smurov! —gritaron todos—. ¡A él!
El zurdo no necesitó más para replicar al agresor debidamente. Su piedra fue a dar en el suelo, lejos del objetivo. El adversario respondió con un guijarro que alcanzó a Aliocha en un hombro. A pesar de que el chiquillo estaba a treinta pasos de distancia, se veía que llevaba llenos de piedras los bolsillos de su gabán.
—Le ha tirado a usted porque usted es un Karamazov —dijeron los del grupo echándose a reír—. ¡Todos a la vez! ¡Fuego!
Volaron seis piedras al mismo tiempo. Alcanzado en la cabeza por una de ellas, el chiquillo cayó, pero se levantó al punto y respondió furiosamente. El bombardeo fue continuo por ambas partes. Casi todos los del grupo llevaban también los bolsillos llenos de piedras.
—¿No os da vergüenza, muchachos? —exclamó Aliocha—. ¡Seis contra uno! Lo vais a matar.
Y corrió a situarse delante del grupo, exponiéndose a los proyectiles, con objeto de proteger al muchacho del otro lado del río. Tres o cuatro suspendieron el combate momentáneamente.
—¡Es él quien ha empezado! —gritó agriamente el chico que llevaba una blusa roja—. Hace un rato, cuando estábamos en clase, ha herido a Krasotkine con un cortaplumas. Le ha hecho sangre. Krasotkine no ha querido decírselo al profesor. Hay que darle una paliza.
—¿Por qué, si a vosotros no os ha hecho nada?
—Además, le ha dado a usted una pedrada en el hombro —gritó uno de los niños—. Ahora le está mirando a usted para tirarle una piedra. ¡Hala! Todos contra él. ¡No falles, Smurov!
El bombardeo se reanudó, esta vez implacable. El combatiente solitario recibió una pedrada en el pecho. Lanzó un grito, se echó a llorar y huyó cuesta arriba, hacia la calle de San Miguel. Uno del grupo gritó:
—¡«Barbas de Estropajo» ha tenido miedo y ha echado a correr!
—Usted no sabe, Karamazov, lo traidor que es. Matarlo sería poco.
—¿Es un soplón?
Los chicos cambiaron miradas burlonas.
—Si va usted por la calle de San Miguel —continuó el mismo muchacho—, atrápelo. Mire: se ha parado y le está mirando. Le espera.
—Sí, le está mirando —dijeron los demás.
—Pregúntele si le gustan los estropajos de cáñamo. No deje de preguntárselo.
Todos los chicos se echaron a reír. Aliocha se quedó mirándolos y los niños lo miraron a él.
—No vaya; le hará algo malo —dijo noblemente Smurov.
—Amigos míos, no le hablaré de estropajos de cáñamo, pues sin duda es lo que vosotros le decís para mortificarlo. Lo que haré es procurar enterarme por él mismo de por qué le odiáis tanto.
—¡Entérese, entérese! —gritaron los niños entre risas.
Aliocha cruzó el riachuelo por el puentecillo y subió la cuesta bordeando la empalizada, en dirección al detestado colegial.
—¡Cuidado! —le gritó uno de los del grupo—. ¡Mire que no le teme! ¡Le atacará a traición como a Krasotkine!
El chico le esperaba sin moverse. Cuando llegó cerca de él, Aliocha se encontró ante un niño de nueve años, débil, endeble, de rostro ovalado, pálido y enjuto, cuyos ojos, oscuros y grandes, le miraban con odio. Llevaba un viejo abrigo que se le había quedado corto. Parte de sus brazos sobresalían de las mangas. En su pantalón, a la altura de la rodilla, había un gran remiendo, y en su zapato derecho, sobre el dedo pulgar, un agujero disimulado con tinta. Los bolsillos del abrigo reventaban de piedras. Aliocha se detuvo a dos pasos de él y le miró con expresión interrogadora. El rapaz, deduciendo de la mirada de Aliocha que éste no tenía intención de pegarle, se envalentonó y fue el primero en hablar.
—¡Yo solo contra seis! —exclamó con ojos centelleantes—. ¡Les zumbaré a todos!
—Has recibido una pedrada que debe de haberte hecho daño —dijo Aliocha.
—También yo le he acertado a Smurov en la cabeza —replicó el chiquillo.
—Me han dicho que tú me conoces y que la pedrada que me has dado la has dirigido adrede contra mí.
El niño le miraba con expresión huraña.
—Yo no te conozco —siguió diciendo Aliocha—. ¿Me conoces tú acaso?
—¡Déjame en paz! —exclamó de pronto el niño, con voz áspera y mirada hostil.
Pero no se movía del sitio. Parecía esperar algo.
—Bien. Ya me voy —dijo Aliocha—. Pero conste que no te conozco y que no te quiero molestar, aunque me sería fácil, porque tus compañeros me han explicado cómo lo podría hacer.
—¡Vete al diablo con tus sotanas! —gritó el niño, siguiendo a Aliocha con su mirada provocativa y llena de odio.
Acto seguido se puso a la defensiva, creyendo que el novicio se iba a arrojar sobre él. Pero Aliocha se volvió, lo miró y siguió su camino. Aún no había dado tres pasos cuando recibió en la espalda la piedra más grande que el niño había encontrado en el bolsillo de su gabán.
—Conque por la espalda, ¿eh? Ya veo que es verdad lo que me han dicho: que atacas a traición.
Aliocha, que se había vuelto hacia el niño, vio que éste le arrojaba una piedra apuntándole a la cara. Hizo un rápido movimiento para eludir el disparo y la piedra le dio en el codo.
—¿No te da vergüenza? —gritó—. ¿Qué te he hecho yo?
El rapaz esperaba, silencioso y con gesto agresivo, seguro de que esta vez Aliocha iba a contestarle. Pero viendo que su víctima no se movía, se enfureció y se lanzó sobre él. Antes de que Aliocha pudiera hacer el menor movimiento, la fierecilla se había apoderado de su mano izquierda y le había clavado los dientes en un dedo. Aliocha profirió un grito de dolor y trató de retirar la mano. El chiquillo le soltó al fin y volvió al sitio donde antes estaba. El mordisco, próximo a la uña, era profundo. Brotaba la sangre. Aliocha sacó su pañuelo y se envolvió fuertemente la mano herida.
En esto empleó cerca de un minuto. Sin embargo, el bribonzuelo seguía esperando. Aliocha le miró con sus apacibles ojos.
—Bueno —dijo—, ya ves la dentellada que me has dado. Creo que es suficiente, ¿no? Ahora dime qué te he hecho yo.
El niño le miró asombrado. Aliocha continuó con su calma de siempre:
—Yo no te conozco: es la primera vez que te veo. Pero sin duda te he molestado en algo: no es posible que me hayas agredido sin ninguna razón. Anda, dime qué es lo que te he hecho, qué falta he cometido contigo.
Por toda respuesta, el niño se echó a llorar y huyó. Aliocha le siguió lentamente por la calle de San Miguel y pudo ver que corrió un buen trecho sin cesar de llorar y sin volverse.
Se prometió a sí mismo buscar a aquel chiquillo cuando tuviera tiempo, a fin de aclarar el enigma.
CAPITULO IV
En casa de los Khokhlakov
Aliocha no tardó en llegar a casa de la señora de Khokhlakov. Esta casa, de piedra y de dos pisos, era una de las mejores de nuestra ciudad. La señora de Khokhlakov habitaba con más frecuencia una finca que poseía en otro distrito o en su casa de Moscú. La que tenía en nuestra población era una antigua propiedad de familia. Por lo demás, la mayor de sus tres haciendas estaba en nuestro distrito, pero la propietaria la había visitado muy pocas veces hasta entonces. Corrió al encuentro de Aliocha en el vestíbulo.
—¿Ha recibido usted la carta en que le explico el nuevo milagro? —preguntó nerviosamente.
—Sí, la he recibido.
—¿Ha hecho correr la noticia? ¡Ha devuelto un hijo a su madre!
—Seguramente morirá hoy —dijo Aliocha.
—Ya lo sé. Estaba deseando hablar de esto con usted o con otro... No, con usted, con usted... ¡Qué contrariedad! ¡No poder ir a verlo!... Toda la ciudad está en tensión, esperando... Oiga, ¿sabe usted que Catalina Ivanovna está aquí, en nuestra casa?
—¡Me alegro! —exclamó Aliocha—. Tenía que ir a verla hoy.
—Lo sé, lo sé. Me han contado detalladamente lo que ocurrió ayer en su casa..., la horrible escena con esa... mujer. C'est tragique. En su lugar, yo no sé lo que habría hecho. Y su hermano Dmitri..., ¡qué hombre, Dios mío! ¡Oh Alexei Fiodorovitch, estoy aturdida! No le he dicho que su hermano está aquí. No me refiero a ese hombre terrible, sino al otro, a Iván. Está hablando de cosas importantes con Catalina Ivanovna... ¡Si usted supiera lo que les sucede a los dos! ¡Es espantoso, desgarrador, increíble! ¡Se atormentan a conciencia! Lo saben, pero encuentran en ello una acerba satisfacción. Le esperaba a usted, estaba sedienta de su presencia. No puedo seguir soportando esta situación. Se lo voy a contar todo... ¡Ah! Me olvidaba de lo más importante. Lise sufre una crisis nerviosa. ¿Por qué? Está así desde que ha sabido que ha llegado usted.
—Eres tú la que tiene los nervios de punta, mamá; no yo —dijo de pronto la voz de Lise desde la habitación vecina, a través de la estrecha abertura de la puerta.
Era una voz aguda que al parecer ocultaba un violento deseo de reír. Aliocha había visto aquella rendija y supuesto que por ella le observaba Lise desde su sillón.
—Desde luego, tus caprichos podrían ocasionarme un ataque de nervios. Lo cierto es, Alexei Fiodorovitch, que ha estado enferma toda la noche... Fiebre, gemidos y... ¡qué sé yo! ¡Con qué impaciencia he esperado que se hiciera de día y viniese el doctor Herzenstube! El doctor ha dicho que no sabe lo que tiene y que hay que esperar. Siempre dice lo mismo. Cuando usted ha llegado, Lise ha lanzado un grito y ha dicho que la llevaran a su habitación.
—Mamá, yo no sabía que había venido Alexei Fiodorovitch. Si he dicho que me llevaran a mi habitación no ha sido para huir de él.
—Eso no es verdad, Lise. Julia estaba espiando y se ha apresurado a anunciarte la llegada de Alexei Fiodorovitch.
—No está bien que digas eso, mamaíta. Mejor sería que le dijeses a nuestro amable visitante que ha demostrado tener muy poca cabeza viniendo a esta casa después de lo ocurrido ayer. Todo el mundo se burló de él.
—Te estás pasando de la raya, Lise. Te aseguro que tomaré medidas rigurosas. Nadie se burla de Alexei Fiodorovitch. Y me alegro de veras de que haya venido, pues no sólo lo necesito, sino que me es indispensable. ¡Oh Alexei Fiodorovitch! ¡Qué desgraciada soy!
—¿Por qué, mamaíta? ¿Qué te pasa?
—Me están matando tus caprichos, tu inconstancia, tu enfermedad, tus horribles noches de fiebre, ese espantoso doctor Herzenstube que siempre dice lo mismo..., en fin, todo, todo... Además, ese milagro... ¡Cómo me ha impresionado, mi querido Alexei Fiodorovitch! ¡Cómo me ha conmovido!... ¡Y esa tragedia que se ha desarrollado en el salón..., mejor dicho, esa comedia!... Dígame: ¿cree que el staretsZósimo vivirá todavía mañana?... ¿Pero qué me ocurre, Dios mío? A cada momento cierro los ojos y me digo que esto es absurdo, completamente absurdo...
—Le agradeceré —dijo de pronto Aliocha– que me dé un trapito para envolverme este dedo. Me he herido y me hace mucho daño.
Aliocha descubrió su dedo mordido y dejó ver el pañuelo manchado de sangre. La señora de Khokhlakov profirió un grito y cerró los ojos.
—¡Dios santo, qué herida tan espantosa!
Apenas vio el dedo de Aliocha por la rendija, Lise abrió la puerta por completo.
—¡Venga aquí! —le ordenó—. ¡Basta ya de tonterías! ¿Por qué ha tardado usted tanto en decirlo? Habría podido desangrarse, mamá... ¿Cómo se ha hecho eso?... Ante todo hay que traer agua para lavar la herida. Meterá el dedo en agua fría para calmar el dolor y lo tendrá dentro del agua un buen rato... ¡Pronto, mamá: agua en una taza! ¡Pronto, pronto!
Hablaba con nerviosa celeridad. La herida de Aliocha la había impresionado profundamente.
—¿Y si enviáramos en busca del doctor Herzenstube? —preguntó la señora de Khokhlakov.
—¡Acabarás conmigo, mamá! ¿Para qué quieres que venga el doctor? ¿Para que diga que no comprende nada? ¡El agua, mamá; el agua, por el amor de Dios! Ve a ver qué hace Julia que no la trae. Esa mujer nunca llega a tiempo. ¡Corre, mamá!
—¡Pero si no es nada! —dijo Aliocha, asustado ante la inquietud de Lise y su madre.
Llegó Julia con el agua. Aliocha sumergió el dedo.
—¡Por favor, mamá; trae hilas y esa agua turbia que usamos para los cortes! No recuerdo cómo se llama. ¡Tenemos, mamá, tenemos! ¿Sabes dónde está? En tu dormitorio, en el armario, a la derecha. Allí hay un gran frasco. Y también están las hilas.
—Ya voy, Lise, ya voy. Pero no grites, no te exaltes. Observa la serenidad con que Alexei Fiodorovitch soporta el dolor. ¿Cómo se ha hecho eso, Alexei Fiodorovitch?
Y se marchó sin esperar la respuesta. Lise no deseaba otra cosa.
—Ante todo —dijo la joven rápidamente—, contésteme a esta pregunta: ¿dónde se ha herido? Después hablaremos de otras cosas. ¡Hable!
Aliocha comprendió que no había tiempo que perder, a hizo un relato exacto, aunque resumido, de su encuentro con los colegiales. Lise le escuchó sin interrumpirle. Luego enlazó las manos.
—¿Cómo se le ha ocurrido, y más vistiendo ese hábito, mezclarse con unos chiquillos? —exclamó, indignada, como si tuviera algún derecho sobre él—. Me ha demostrado usted que es más chiquillo que ellos. Sin embargo, no deje de enterarse de quién es ese rapaz de malos instintos y cuéntemelo todo después. Ahí debe de haber algún secreto. Ahora, a otra cosa. ¿Puede usted hablar cuerdamente de nimiedades a pesar del dolor?
—¡Claro que sí! Además, el dolor no es muy fuerte.
—Porque tiene usted el dedo en el agua. Por cierto, que hay que cambiarla enseguida, antes de que se caliente. Julia, ve a buscar un poco de hielo a la cueva y otro tazón de agua... Ya se ha marchado. Voy a decirle lo que le quería decir. Mi querido Alexei Fiodorovitch, hágame el favor de devolverme inmediatamente mi carta. Mi madre volverá de un momento a otro y no quiero que...
—No la llevo encima.
—Eso no es verdad; sí que la lleva. Sabía que me daría usted esa contestación. Toda la noche he estado arrepintiéndome de mi estúpida broma. Devuélvame la carta enseguida. ¡Devuélvamela!
—Me la he dejado en mi habitación.
—Sin duda, después de la tontería que he cometido, usted habrá pensado que soy una niña. Perdóneme. Y devuélvame la carta. Si es de verdad que no la lleva encima, tráigamela hoy mismo.
—Hoy me es imposible, pues he de volver al monasterio y quedarme allí. No podré venir a verla de nuevo hasta dentro de dos, de tres o tal vez de cuatro días. El staretsZósimo...
—¿Cuatro días? ¡Qué disparate! Dígame: ¿se ha reído mucho de mí?
—Nada absolutamente.
—¿Por qué?
—Porque creo ciegamente lo que me dice en la carta.
—Me ofende usted.
—Apenas la leí, me dije que todos sus deseos se realizarían. Cuando el staretsZósimo muera, tendré que dejar el monasterio. Luego acabaré mis estudios, me examinaré y, cuando tengamos la edad que señala la ley, nos casaremos. La querré mucho. Aunque no he tenido tiempo de pensar en ello, he comprendido que nunca hallaré una esposa mejor que usted. Tengo que casarme porque el staretsme lo ha ordenado.
—Soy una persona anormal, un monstruo —objetó Lise riendo y con las mejillas arreboladas—. Han de llevarme en un sillón de ruedas.
—Yo mismo empujaré el sillón. Pero estoy seguro de que entonces ya estará usted completamente bien.
—¿Está usted loco? —exclamó Lise nerviosamente—. ¡Forjar planes sobre una simple broma!... Aquí llega mamá. Oportunamente, por cierto... ¿Cómo has tardado tanto, mamá? Y aquí tenemos también a Julia con el agua.
—¡Por todos los santos, Lise, no grites! La cabeza me va a estallar... La culpa de que haya tardado tanto es tuya: has cambiado de sitio las hilas... He estado mucho tiempo buscándolas... Sin duda lo has hecho expresamente.
—¿Expresamente? ¿Es que yo sabía que Alexei vendría con un mordisco en un dedo? ¡Qué cosas tan chocantes dices, mamá!
—Admito que sean chocantes; pero te aseguro que hablo con el corazón, al ver ese dedo de Alexei Fiodorovitch y todo lo demás que aquí está sucediendo. Mi querido Alexei Fiodorovitch, no son los detalles por separado lo que me trastorna, no es ese Herzenstube por si solo el que me inquieta, sino el conjunto. Esto es lo que no puedo soportar.
—Deja en paz a Herzenstube, mamá —dijo Lise riendo alegremente—, y dame el agua y las hilas. Esto es agua blanca, Alexei Fiodorovitch: ahora me acuerdo del nombre. ¡Un excelente remedio! Mamá, ¿sabes lo que ha hecho?: pelearse con unos chiquillos en la calle. Uno de ellos le ha mordido. ¿No te parece que esto demuestra que también él es un chiquillo? ¿Y crees que un joven que hace estas cosas puede casarse? Pues se quiere casar, ¿sabes? ¡Alexei casado! ¡Es para morirse de risa!
Y Lise reía con su risita nerviosa, mientras miraba a Aliocha maliciosamente.
—¿Qué dices, Lise? No debes hablar así. Y menos teniendo en cuenta que ese bribonzuelo que le ha mordido puede estar rabioso.
—¡Como si hubiera niños rabiosos!
—¡Pues claro que los hay! A ese muchacho puede haberle mordido un perro rabioso. Entonces él ha contraído la rabia y ha mordido como el perro... ¡Qué bien lo ha curado mi hija, Alexei Fiodorovitch! Yo no habría sabido hacerlo como ella. ¿Le duele?
—Muy poco.
—¿No le da miedo el agua? —preguntó la joven.
—¡Pero Lise! Porque se me ha ocurrido, sin duda imprudentemente, recordar que existe la hidrofobia, al hablar de ese muchacho, sólo Dios sabe lo que has supuesto... Oiga, Alexei Fiodorovitch: Catalina Ivanovna se ha enterado de su llegada y tiene gran interés en verle.
—¡Oh mamá! Ve tú sola. Él no puede: le duele mucho la herida.
—No me duele en absoluto —protestó Aliocha—. Puedo ir perfectamente.
—¿Conque quiere marcharse? Está bien.
—Cuando haya terminado con ella, volveré y charlaremos cuanto le plazca. Quiero ver enseguida a Catalina Ivanovna, porque así podré regresar antes al monasterio.
—¡Llévatelo, mamá! Alexei Fiodorovitch, no se moleste en venir a verme después de haber hablado con Catalina Ivanovna. Váyase enseguida al monasterio, pues allí está su vocación. Además, estoy deseando irme a dormir: no he pegado los ojos en toda la noche.
—Ya veo que no hablas en serio, Lise —dijo su madre—. Sin embargo, te convendría dormir un poco.
—Si usted quiere —balbuceó Aliocha—, me estaré aquí tres o cuatro minutos más, hasta cinco.
—¡Llévatelo enseguida, mamá! ¡Es un monstruo!
—¡Lise! ¿Has perdido el juicio? Vámonos, Alexei Fiodorovitch. Hoy está demasiado nerviosa y no quiero que se acalore más. Una mujer nerviosa es una verdadera desgracia... Pero acaso sea verdad que quiere dormir. Ha sido una suerte que su presencia haya bastado para que sienta sueño.
—Eres muy amable, mamá. Te mando un beso por lo que acabas de decir.
—Te lo devuelvo, Lise.
Y murmuró a Aliocha con acento misterioso, mientras se alejaban:
—Alexei Fiodorovitch, no quiero anticiparle nada para no influir en usted. Usted mismo lo verá: es algo espantoso, el drama más desgarrador que se puede concebir. Catalina Ivanovna está enamorada de su hermano Iván y quiere convencerse a sí misma de que ama a Dmitri. Le acompañaré y, si me lo permiten, me quedaré.
CAPÍTULO V
Escena en el salón
En el salón había terminado la conferencia. Catalina Ivanovna estaba agitadísima, pero conservaba su actitud resuelta. Cuando Aliocha y la señora Khokhlakov aparecieron, Iván Fiodorovitch se puso en pie para marcharse. Estaba un poco pálido. Su hermano le miró, inquieto. Acababa de hallar la solución de un enigma que le atormentaba desde hacía algún tiempo. En el mes último le habían insinuado varias veces que su hermano Iván estaba enamorado de Catalina Ivanovna y, sobre todo, decidido a «birlar» la novia a Mitia. Al principio, esto pareció a Aliocha una monstruosidad y le inquietó profundamente. Quería a sus dos hermanos y le intranquilizaba su rivalidad. Sin embargo, Dmitri le había dicho el día anterior que Iván le hacia un gran favor siendo su rival y que esta oposición le hacía feliz. ¿Por qué? ¿Porque se podría casar con Gruchegnka? Esto era un anhelo desesperado. Además, hasta la tarde anterior, Aliocha había creído firmemente en el amor vehemente y obstinado de Catalina Ivanovna por Dmitri. Juzgaba que Catalina Ivanovna no podía querer a un hombre como Iván y que amaba a Dmitri tal como era, a pesar de lo que este amor tenía de extraño. Pero a raíz de su escena con Gruchegnka había cambiado de opinión.
La señora de Khokhlakov había empleado la expresión «drama desgarrador», y Aliocha se estremeció al oírla, pues aquella mañana, al despertarse cuando amanecía, él había pronunciado dos veces la palabra «desgarradora», seguramente obsesionado por sus sueños de aquella noche, que habían girado alrededor de la escena provocada por Gruchegnka. La afirmación categórica de la dama de que Catalina Ivanovna amaba a Iván y que su amor por Dmitri no era sino una ilusión, un penoso deber que se imponía a sí misma por gratitud había impresionado profundamente a Aliocha, que se decía que tal vez fuera verdad. Pero, entonces, ¿en qué situación quedaba Iván? Aliocha se decía que una mujer del carácter de Catalina Ivanovna necesitaba dominar, y este dominio lo podía ejercer sobre Dmitri, pero no sobre Iván. Dmitri podría someterse algún día a ella por su propia felicidad, y Aliocha deseaba que así fuese. En cambio, Iván, ni se sometería, ni esta sumisión podía hacerle feliz, según el concepto que Aliocha tenía de él.
Aliocha entró en el salón acosado por estos pensamientos. De súbito acudió a su mente otra idea: ¿y si Catalina Ivanovna no quisiera a ninguno de los dos? Hagamos constar que Aliocha se avergonzaba de estos pensamientos, que le asaltaban de vez en cuando desde hacía unas semanas. «¿Cómo puedo hacer estas deducciones no entendiendo nada del amor ni de las mujeres?», se decía cada vez que pensaba en ello. Sin embargo, la reflexión se imponía, y Aliocha comprendía que su rivalidad tenía una importancia capital en el destino de sus dos hermanos. «Los reptiles se devoran unos a otros», había dicho Iván el día anterior en un momento de irritación, refiriéndose a su padre y a su hermano. Así, tal vez desde hacía mucho tiempo, Dmitri era un reptil para Iván. ¿No habría nacido en él esta idea cuando conoció a Catalina Ivanovna? Sin duda, la frase se le había escapado, pero esto aumentaba su gravedad. En estas condiciones, ¿qué paz podía haber en la familia cuando surgieran nuevos motivos de odio? ¿Y a quién podía compadecer? Los quería a todos por igual, ¿pero qué podía desear a cada uno de ellos en aquel laberinto de contradicciones? Aliocha se perdía en aquel dédalo y su corazón no podía soportar la incertidumbre que lo agitaba, pues su amor tenía siempre un carácter activo. Al ser incapaz de querer pasivamente, su cariño se traducía siempre en ayuda. Mas para prestar esta ayuda era necesario tener una finalidad, saber lo que convenía a cada cual y obrar en consecuencia. Y él no podía encontrar ningún fin en medio de aquella confusión. Le habían hablado del afán de torturarse uno mismo. Pero tampoco esto lo comprendía. Decididamente, la clave del enigma no estaba a su alcance.
Al ver a Aliocha, Catalina Ivanovna dijo vivamente a Iván Fiodorovitch, que se había levantado para marcharse:
—¡Un momento! Quiero conocer la opinión de su hermano, en quien tengo plena confianza. Catalina Osipovna —añadió dirigiéndose a la señora de Khokhlakov—, quédese usted también.
Ésta se situó al lado de Iván Fiodorovitch, y Aliocha enfrente, junto a Catalina Ivanovna.
—Ustedes son amigos míos, los únicos que tengo en el mundo —empezó a decir la joven con voz ardiente, empañada de un dolor sincero que le atrajo de nuevo las simpatías de Aliocha—. Usted, Alexei Fiodorovitch, presenció ayer aquella escena horrible. Ignoro lo que habrá pensado de mí, pero sé que si tal situación se repitiera, mi conducta y mis palabras serían las mismas. Usted recordará que tuvo que contenerme —y al decir esto enrojeció y brillaron sus ojos—. Le confieso, Alexei Fiodorovitch, que estoy en un mar de confusiones. ¿Le quiero? Lo ignoro. Le compadezco, y esto es un mal indicio para el amor. Si todavía le amara, no sería piedad lo que ahora sentiría por él, sino odio.
Su voz temblaba; las lágrimas brillaban en sus pestañas. Aliocha estaba emocionado. «Esta muchacha es noble, sincera —se decía—, y no quiere a Dmitri.»
—Exacto, exacto —exclamó la señora de Khokhlakov.
—Un momento, mi querida Catalina Osipovna. Aún no le he dicho lo más importante: la resolución que he tomado esta noche. Me doy cuenta de que esta decisión puede ser terrible para mí, pero advierto también que no la modificaré por nada del mundo. Iván Fiodorovitch, que es para mí un generoso y amable consejero, un confidente y el mejor amigo, ha aprobado enteramente y alabado mi resolución.
—Sí, la apruebo —dijo Iván Fiodorovitch en voz baja pero firme.
—No obstante, quiero que Aliocha..., ¡oh, perdone que le haya llamado así!..., quiero que Alexei Fiodorovitch me diga delante de ustedes si obro bien o mal.
Y exaltada, cogiendo con su ardiente mano la fría del joven, añadió:
—Estoy segura, Aliocha, hermano mío (pues un hermano es usted para mí), de que su juicio, su aprobación, me tranquilizará, que sus palabras me traerán la calma y la resignación.
—No sé lo que usted me pregunta —respondió Aliocha enrojeciendo—. Lo único que puedo decirle es que cuenta usted con mi estimación y que deseo para usted más felicidad que para mí. Pero le advierto que no entiendo de esas cosas —se apresuró a decir sin saber por qué.
—Lo principal en todo esto es el honor y el deber y también algo más elevado que supera tal vez al deber mismo. Mi corazón me ha impuesto un sentimiento pavoroso que me arrastra irresistiblemente. En una palabra, que he tomado una resolución irrevocable. Aunque se case con esa... mujer, a la que yo no podré perdonar nunca, no le abandonaré. ¡No, no le abandonaré jamás! —exclamó, presa de una exaltación morbosa—. Pero no crean ustedes que tengo la intención de perseguirle, de imponerle mi presencia, de importunarle. ¡No, de ningún modo! Me iré a otra parte, a otra población cualquiera, y desde allí no dejaré de interesarme por él. Cuando sea desgraciado con la otra, cosa que no tardará en ocurrir, podrá volver a mi lado y encontrará en mí una amiga, una hermana... Sí, sólo una hermana, y para toda la vida, una hermana que le querrá y sacrificará por él su existencia entera. A fuerza de perseverancia, conseguiré que al fin me tenga afecto y me lo cuente todo sin sonrojarse.