Текст книги "Los hermanos Karamazov"
Автор книги: Федор Достоевский
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Классическая проза
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»—¡Hacedlo correr! —ordena el general.
»—¡Hala! ¡Corre! —le dicen los monteros.
»El niño echa a correr.
»El general profiere el grito con que acostumbra lanzar a la jauría en pos de las presas, y los perros se arrojan sobre el niño y lo destrozan ante los ojos de su madre.
»Al parecer, el general fue sometido a vigilancia. ¿Qué crees tú que merecía? ¿Se le debía fusilar? Habla, Aliocha.
—Si —respondió Aliocha a media voz, pálido, con una sonrisa crispada.
—¡Bravo! —exclamó Iván, encantado—. Cuando tú lo dices... ¡Ah, el asceta! En tu corazón hay un diablillo, Aliocha Karamazov.
—He dicho una tontería, pero...
—Sí, pero... Has de saber, novicio, que las tonterías son indispensables en el mundo, que está fundado sobre ellas. Si no se hicieran tonterías, no pasaría nada aquí abajo. Cada cual sabe lo suyo.
—¿Qué sabes tú?
—No comprendo nada de lo que te he dicho —dijo Iván como soñando—. Y no quiero comprender nada: me atengo a los hechos. Si los analizo, los transformo.
—¿Por qué me atormentas? —se lamentó Aliocha—. ¿Quieres decírmelo de una vez?
—Sí, te lo voy a decir. Te quiero demasiado para abandonarte en manos del staretsZósimo.
Iván se detuvo. En su semblante había aparecido de pronto una sombra de tristeza.
—Oye, Aliocha: me he limitado a hablar de los niños para ser más claro. No he hablado de las lágrimas humanas que saturan la tierra, para ser más breve. Confieso humildemente que no comprendo la razón de este estado de cosas. La culpa es sólo de los hombres. Se les dio el paraíso y codiciaron la libertad, aun sabiendo que serían desgraciados. Por lo tanto, no merecen piedad alguna. Mi pobre mente terrenal me permite comprender solamente que el dolor existe, que no hay culpables, que todo se encadena, que todo pasa y se equilibra. Éstas son las pataratas de Euclides, y yo no puedo vivir apoyándome en ellas. ¿En qué me puede satisfacer todo esto? Lo que necesito es una compensación; de lo contrario, desapareceré. Y no una compensación en cualquier parte, en el infinito, sino aquí abajo, una compensación que yo pueda ver. Yo he creído, y quiero ser testigo del resultado, y si entonces ya he muerto, que me resuciten. Sería muy triste que todo ocurriese sin que yo lo percibiera. No quiero que mi cuerpo, con sus sufrimientos y sus faltas, sirva tan sólo para contribuir a la armonía futura en beneficio de no sé quién. Quiero ver con mis propios ojos a la cierva durmiendo junto al león, a la víctima besando a su verdugo. Sobre este deseo reposan todas las religiones, y yo tengo fe. Quiero estar presente cuando todos se enteren del porqué de las cosas. ¿Pero qué papel tienen en todo esto los niños? No puedo resolver esta cuestión. Todos han de contribuir con su sufrimiento a la armonía eterna, ¿pero por qué han de participar en ello los niños? No se comprende por qué también ellos han de padecer para cooperar al logro de esa armonía, por qué han de servir de material para prepararla. Comprendo la solidaridad entre el pecado y el castigo, pero ésta no puede aplicarse a un niño inocente. Que éste sea culpable de las faltas de sus padres es una cuestión que no pertenece a nuestro mundo y que yo no comprendo. El malintencionado afirmará que los niños irán creciendo y llegarán a la edad de los pecados, pero el chiquillo que murió destrozado por los perros no tuvo tiempo de crecer... No estoy blasfemando, Aliocha. Comprendo cómo se estremecerá el universo cuando el cielo y la tierra se unan en un grito de alegría, cuando todo lo que vive o haya vivido exclame: «¡Tienes razón, Señor! ¡Se nos han revelado tus caminos!»; cuando el verdugo, la madre y el niño se abracen y digan con lágrimas en los ojos: «¡Tienes razón, Señor!» Sin duda, entonces se hará la luz y todo se explicará. Lo malo es que yo no puedo admitir semejante solución. Y procedo en consecuencia durante mi estancia en este mundo. Créeme, Aliocha: acaso viva hasta ese momento o resucite entonces, tal vez grite con todos los demás, cuando la madre abrace al verdugo de su hijo: «¡Tienes razón, Señor!», pero lo haré contra mi voluntad. Ahora que puedo, me niego a aceptar esta armonía superior. Opino que vale menos que una lágrima de niño, una lágrima de esa pobre criatura que se golpeaba el pecho y rogaba a Dios en su rincón infecto. Sí, esa armonía vale menos que estas lágrimas que no se han pagado. Mientras sea así, no se puede hablar de armonía. Borrar esas lágrimas es imposible. «Los verdugos padecerán en el infierno», me dirás. ¿Pero qué valor puede tener este castigo, cuando los niños han tenido también su infierno? Por otra parte, ¿qué armonía es esa que requiere el infierno? Yo deseo el perdón, el beso universal, la supresión del dolor. Y si el tormento de los niños ha de contribuir al conjunto de los dolores necesarios para la adquisición de la verdad, afirmo con plena convicción que tal verdad no vale un precio tan alto. No quiero que la madre perdone al verdugo: no tiene derecho a hacerlo. Le puede perdonar su dolor de madre, pero no el de su hijo, despedazado por los perros. Aunque su hijo concediera el perdón, ella no tiene derecho a concederlo. Y si el derecho de perdonar no existe, ¿adónde va a parar la armonía eterna? ¿Hay en el mundo algún ser que tenga tal derecho? Mi amor a la humanidad me impide desear esa armonía. Prefiero conservar mis dolores y mi indignación no rescatados, ¡aunque me equivoque! Además, se ha enrarecido la armonía eterna. Cuesta demasiado la entrada. Prefiero devolver la mía. Como hombre honrado, estoy dispuesto a devolverla inmediatamente. Ésta es mi posición. No niego la existencia de Dios, pero, con todo respeto, le devuelvo la entrada.
—Eso es rebelarse —dijo Aliocha con suave acento y la cabeza baja.
—¿Rebelarse? Habría preferido no oírte pronunciar esa palabra. ¿Acaso se puede vivir sin rebeldía? Y yo quiero vivir. Respóndeme con franqueza. Si los destinos de la humanidad estuviesen en tus manos, y para hacer definitivamente feliz al hombre, para procurarle al fin la paz y la tranquilidad, fuese necesario torturar a un ser, a uno solo, a esa niña que se golpeaba el pecho con el puñito, a fin de fundar sobre sus lágrimas la felicidad futura, ¿te prestarías a ello? Responde sinceramente.
—No, no me prestaría.
—Eso significa que no admites que los hombres acepten la felicidad pagada con la sangre de un pequeño mártir.
—Efectivamente, hermano mío, yo no estoy de acuerdo con eso —dijo Aliocha con ojos fulgurantes—. Antes has preguntado si hay en el mundo un solo ser que tenga el derecho de perdonar. Pues sí, ese ser existe. Él puede perdonarlo todo y puede perdonar a todos, pues ha vertido su sangre inocente por todos y para todos. Te has olvidado de Él, es Ése al que se grita: «¡Tienes razón, Señor! ¡Tus caminos se nos han revelado!»
—¡Ah, sí! El único libre de pecado, el que ha vertido su sangre... No, no lo había olvidado. Es más, me sorprendía que no lo hubieras sacado ya a relucir, pues vosotros soléis empezar vuestras discusiones mencionándolo... No te rías. ¿Sabes que compuse un poema el año pasado? Si me concedes diez minutos más, te contaré el asunto.
—¿Cómo? ¿Tú has escrito un poema?
Iván se echó a reír.
—¡Oh, no! En mi vida he escrito dos versos seguidos. Pero compuse con la imaginación ese poema, y lo recuerdo. Tú serás mi primer lector, mejor dicho, mi primer oyente. Quiero aprovecharme de tu presencia. ¿Me lo permites?
—Soy todo oídos.
—Mi poema se titula «El Gran Inquisidor». Es disparatado, pero quiero que lo conozcas.
CAPITULO V
«El gran inquisidor»
—Desde el punto de vista literario, es indispensable un preámbulo. La acción se desarrolla en el siglo dieciséis, época en que, como sabes, existía la costumbre de hacer intervenir en los poemas a los poderes celestiales. No me refiero a Dante. En Francia, los cleros de la basochey los monjes daban representaciones teatrales en las que aparecían la Virgen, los ángeles, los santos, Cristo y Dios Padre. Estos espectáculos eran por demás ingenuos. Según nos cuenta Victor Hugo en su Notre-Dame de Paris, durante el reinado de Luis XI, para celebrar el nacimiento del delfín, se ofreció en Paris una representación gratuita del misterio Le bon jugement de la tres sainte et gracieuse Vierge Marie. En esta obra aparece la Virgen y emite su bon jugement. En Moscú se daban de vez en cuando representaciones de este tipo, tomadas especialmente del Antiguo Testamento, antes de Pedro el Grande. Además, circulaban una serie de relatos y poemas en los que aparecían los santos, los ángeles y todo el ejército celestial. En nuestros monasterios se traducían y se copiaban esos poemas, e incluso se componían algunos originales, todo ello durante la dominación tártara. Uno de tales poemas, sin duda traducido del griego, es «La Virgen entre los condenados», que nos ofrece escenas de una audacia dantesca. La Virgen visita el infierno, conducida por el arcángel San Miguel. La Virgen ve a los condenados y sus tormentos. Le llama la atención una categoría de pecadores muy interesante que está en un lago de fuego. Algunos se hunden en este lago y no vuelven a aparecer. «Éstos son los olvidados incluso por Dios»: he aquí una frase profunda y vigorosa. La Virgen, desconsolada, cae de rodillas ante el trono de Dios y pide gracia para todos los pecadores sin distinción que ha visto en el infierno. Su diálogo con Dios es interesantísimo. La Virgen implora, insiste, y cuando Dios le muestra los pies y las manos de su Hijo horadados por los clavos y le pregunta: «¿Cómo puedo perdonar a esos verdugos?», la Virgen ordena a todos los santos, a todos los mártires y a todos los ángeles que se arrodillen como ella e imploren la gracia para todos los pecadores. Al fin consigue que cesen los tormentos todos los años desde el Viernes Santo a Pentecostés, y los condenados dan las gracias a Dios desde las profundidades del infierno y exclaman: «¡Señor, tu sentencia es justa!»... Mi poema habría sido algo así si lo hubiese concebido en aquella época. Dios aparecería y se limitaría a pasar sin decir nada. Han transcurrido quince siglos desde que prometió volver a su reinado, desde que su profeta escribió: «Volveré pronto. El día y la hora ni siquiera el Hijo la sabe, sólo mi Padre que está en los cielos» [31], repitiendo las palabras de Cristo en la tierra. Y la humanidad le espera con la misma fe de antaño, una fe más ardiente todavía, pues hace ya quince siglos que el cielo no ha cesado de conceder gajes al hombre.
—Cree lo que te dicte tu corazón,
pues los cielos ya no dan gajes.
»Verdad es que se producían entonces numerosos milagros: los santos realizaban curaciones maravillosas, la Reina de los Cielos visitaba a ciertos justos, según cuentan los libros. Pero el diablo no dormía: la humanidad empezaba a dudar de la autenticidad de tales prodigios. Entonces nació en Alemania una terrible herejía que negaba los milagros. «Una gran estrella, ardiente como una antorcha (la Iglesia, sin duda), cayó sobre los manantiales a hizo amargas sus aguas» [32]. Con ello se acrecentó la fe de los fieles. Las lágrimas de la humanidad se elevaban a Dios como en otras épocas: se le esperaba, se le quería, se cifraban en Él todas las esperanzas como en otros tiempos... Hace tantos siglos que la humanidad ruega con fervor: «Señor, dígnate aparecer ante nosotros», tantos siglos que dirige a Él sus voces, que Él, en su misericordia infinita, accede a descender al lado de sus fieles. Antes había visitado ya a justos y mártires, a santos anacoretas, según cuentan los libros. En nuestro país, Tiutchev, que creía ciegamente en sus palabras, ha proclamado que
»Abrumado bajo el peso de su cruz,
el Rey de los Cielos, bajo una humilde apariencia,
te ha recorrido, tierra natal,
en toda tu extensión, bendiciéndote.
»Pero he aquí que Él ha querido mostrarse, aunque sólo por un momento, al pueblo doliente y miserable, al pueblo corrompido por el pecado, pero al que Él ama ingenuamente. La acción se desarrolla en España, en Sevilla, en la época más terrible de la Inquisición, cuando a diario se encendían las piras y
»En magníficos autos de fe
se quemaban horrendos herejes
»No es así como Él prometió venir, al final del tiempo, en toda su gloria celestial, súbitamente, «como el relámpago que brilla desde Oriente hasta Occidente» [33]. No, no ha venido así; ha venido a ver a sus niños, precisamente en los lugares donde crepitan las hogueras encendidas para los herejes. En su misericordia infinita, desciende a mezclarse con los hombres bajo la forma que tuvo durante los tres años de su vida pública. Vedlo en las calles radiantes de la ciudad meridional, donde precisamente el día anterior el gran inquisidor ha hecho quemar un centenar de herejes ad majorem Dei gloriam, en presencia del rey, de los cortesanos y los caballeros, de los cardenales y las más encantadoras damas de la corte. Ha aparecido discretamente, procurando que nadie lo vea, y, cosa extraña, todos lo reconocen. Explicar esto habría sido uno de los más bellos pasajes de mi poema. Atraído por una fuerza irresistible, el pueblo se apiña en torno de Él y sigue sus pasos. El Señor se desliza en silencio entre la muchedumbre, con una sonrisa de infinita piedad. Su corazón se abrasa de amor, en sus ojos resplandecen la luz, la sabiduría, la fuerza. Su mirada, radiante de amor, despierta el amor en los corazones. El Señor tiende los brazos hacia la multitud y la bendice. El contacto con su cuerpo, incluso con sus ropas, cura todos los males. Un anciano que está ciego desde su infancia grita entre la muchedumbre: «¡Señor: cúrame, y así podré verte!» Entonces cae de sus ojos una especie de escama, y el ciego ve. El pueblo derrama lágrimas de alegría y besa el suelo que Él va pisando. Los niños arrojan flores en su camino. Se oyen cantos y gritos de « ¡Hosanna!». La multitud exclama: «¡Es Él, no puede ser nadie más que Él!» Se detiene en el atrio de la catedral de Sevilla, y en este momento llega un grupo de gente que transporta un pequeño ataúd blanco donde descansa una niña de siete años, hija única de un personaje. La muerta está cubierta de flores.
»De la multitud sale una voz que dice a la afligida madre:
»—¡Él resucitará a tu hija!.
»El sacerdote precede al ataúd y mira hacia la muchedumbre, perplejo y con las cejas fruncidas. De pronto, la madre lanza un grito y se arroja a los pies del Señor.
»—¡Si eres Tú, resucita a mi hija!
»Y le tiende los brazos.
»El cortejo se detiene y depositan el ataúd en las losas. El Señor le dirige una mirada llena de piedad y otra vez dice dulcemente: “Talitha koum.”Y la muchacha se levanta [34]. La muerta, después de incorporarse, queda sentada y mira alrededor, sonriendo con un gesto de asombro. En su mano se ve el ramo de rosas blancas que han depositado en su ataúd. Entre la multitud se ven rostros pasmados y se oyen llantos y gritos.
»En este momento pasa por la plaza el cardenal que ostenta el cargo de gran inquisidor. Es un anciano de casi noventa años, rostro enjuto y ojos hundidos, pero en los que se percibe todavía una chispa de luz. Ya no lleva la suntuosa vestidura con que se pavoneaba ante el pueblo cuando se quemaba a los enemigos de la Iglesia romana: vuelve a vestir su viejo y burdo hábito. A cierta distancia le siguen sus sombríos ayudantes y la guardia del Santo Oficio. Se detiene y se queda mirando desde lejos el lugar de la escena. Lo ha visto todo: el ataúd depositado ante Él, la resurrección de la muchacha... Su semblante cobra una expresión sombría, se fruncen sus pobladas cejas y sus ojos despiden uña luz siniestra. Señala con el dedo al que está ante el ataúd y ordena a su escolta que lo detenga. Tanto es su poder y tan acostumbrado está el pueblo a someterse a su autoridad, a obedecerle temblando, que la muchedumbre se aparta para dejar paso a los esbirros. En medio de un silencio de muerte, los guardias del Santo Oficio prenden al Señor y se lo llevan.
»Como un solo hombre, el pueblo se inclina hasta tocar el suelo ante el anciano inquisidor, que lo bendice sin pronunciar palabra y continúa su camino. Se conduce al prisionero a la vieja y sombría casa del Santo Oficio y se le encierra en una estrecha celda abovedada. Se acaba el día, llega la noche, una noche de Sevilla, cálida, bochornosa. El aire está saturado de aromas de laureles y limoneros. En las tinieblas se abre de súbito la puerta de hierro del calabozo y aparece el gran inquisidor con una antorcha en la mano. Llega solo. La puerta se cierra tras él. Se detiene junto al umbral, contempla largamente la Santa Faz. Al fin se acerca a Él, deja la antorcha sobre la mesa y dice:
»—¿Eres Tú, eres verdaderamente Tú?
»No recibe respuesta. Añade inmediatamente:
»—No digas nada; cállate. Por otra parte, ¿qué podrías decir? Demasiado lo sé. No tienes derecho a añadir ni una sola palabra a lo que ya dijiste en otro tiempo. ¿Por qué has venido a trastornarnos? Porque tu llegada es para nosotros un trastorno, bien lo sabes. ¿Qué ocurrirá mañana? Ignoro quién eres. ¿Eres Tú o solamente su imagen? No quiero saberlo. Mañana te condenaré y morirás en la hoguera como el peor de los herejes. Y los mismos que hoy te han besado los pies, mañana, a la menor indicación mía, se aprestarán a alimentar la pira encendida para ti. ¿Lo sabes?... Tal vez lo sepas.
»Y el anciano queda pensativo, con la mirada fija en el preso.
—No acabo de comprender lo que eso significa, Iván —dijo Aliocha, que le había escuchado en silencio—. ¿Es una fantasía, un error del anciano, un quid pro quoextravagante?
Iván se echó a reír.
—Quédate con esta última suposición si el idealismo moderno te ha hecho tan refractario a lo sobrenatural. Puedes elegir la solución que quieras. Verdad es que mi inquisidor tiene noventa años y que sus ideas han podido trastornarle hace ya tiempo. Tal vez es un simple desvarío, una quimera de viejo próximo a su fin y cuya imaginación está exacerbada por su último auto de fe. Pero que sea quid pro quoo fantasía poco importa. Lo importante es que el inquisidor revele al fin su pensamiento, que manifieste lo que ha callado durante toda su carrera.
—¿Y el prisionero no dice nada? ¿Se contenta con mirarlo?
—Sí, lo único que puede hacer es callar. El anciano es el primero en advertirle que no tiene derecho a añadir una sola palabra a las que pronunció en tiempos ya remotos. Éste es tal vez, a mi humilde juicio, el rasgo fundamental del catolicismo romano: «Todo lo transmitiste al papa: todo, pues, depende ahora del papa. No vengas a molestarnos, por lo menos antes de que llegue el momento oportuno.» Tal es su doctrina, especialmente la de los jesuitas. Yo la he leído en sus teólogos.
»—¿Tienes derecho a revelarnos uno solo de los secretos del mundo de que vienes? —pregunta el anciano, y responde por Él—: No, no tienes este derecho, pues tu revelación de ahora se añadiría a la de otros tiempos, y esto equivaldría a retirar a los hombres la libertad que Tú defendías con tanto ahínco sobre la tierra. Todas tus nuevas revelaciones supondrían un ataque a la libertad de la fe, ya que parecerían milagrosas. Y Tú, hace quince siglos, ponías por encima de todo esta libertad, la de la fe. ¿No has dicho muchas veces: “Quiero que seáis libres”? Pues bien —añadió el viejo, sarcástico—, ya ves lo que son los hombres libres. Sí, esa libertad nos ha costado cara —continúa el anciano, mirando a su interlocutor severamente—, pero al fin hemos conseguido completar la obra en tu nombre. Nuestro trabajo ha sido rudo y ha durado quince siglos, pero al fin hemos logrado instaurar la libertad como convenía hacerlo. ¿No lo crees? Me miras con dulzura y ni siquiera me haces el honor de indignarte. Pues has de saber que jamás se han creído los hombres tan libres como ahora, aun habiendo depositado humildemente su libertad a nuestros pies. En realidad, esto ha sido obra nuestra. ¿Es ésta la libertad que Tú soñabas?
—Tampoco esto lo comprendo —dijo Aliocha—. ¿Habla irónicamente, se burla?
—Nada de eso. El anciano se jacta de haber conseguido, en unión de los suyos, suprimir la libertad para hacer a los hombres felices. «Pues hasta ahora no se ha podido pensar en la libertad de los hombres, dice el cardenal, pensando evidentemente en la Inquisición. Y añade: «Los hombres, como es natural, se han rebelado. ¿Y acaso los rebeldes pueden ser felices? Se te advirtió, los consejos no te faltaron; pero Tú no hiciste caso: rechazaste el único medio de hacer felices a los hombres. Afortunadamente, al marcharte dejaste en nuestra mano tu obra. Nos concediste solemnemente el derecho de hacer y deshacer. Supongo que no pretenderás retirárnoslo ahora. ¿Por qué has venido a molestarnos?»
—¿Qué significa eso de que «se te advirtió, los consejos no te faltaron»? —preguntó Aliocha.
—Es el punto capital del discurso del anciano, que sigue diciendo:
»—El terrible Espíritu de las profundidades, el Espíritu de la destrucción y de la nada, te habló en el desierto, y la Sagrada Escritura dice que te tentó. No se podía decir nada más agudo que lo que se te dijo en las tres cuestiones o, para usar el lenguaje de las Escrituras, tres tentaciones que Tú rechazaste. No ha habido en la tierra milagro tan auténtico y magnífico como el de estas tres tentaciones. El simple hecho de plantearlas constituye un milagro. Supongamos que hubieran desaparecido de las Escrituras y que fuera necesario reconstituirlas, idearlas de nuevo para llenar este vacío. Supongamos que con este fin se reúnen todos los sabios de la tierra (hombres de Estado, prelados, filósofos, poetas) y se les dice: “Idead y redactad tres cuestiones que no solamente correspondan a la importancia del acontecimiento, sino que expresen en tres frases toda la historia de la humanidad futura.” ¿Crees que este areópago de la sabiduría humana lograría discurrir nada tan fuerte y profundo como las tres cuestiones que te planteó en tus tiempos el poderoso Espíritu? Estas tres proposiciones bastan para demostrar que te hallabas ante el Espíritu eterno y absoluto y no ante un espíritu humano y transitorio. Pues en ellas se resume y se predice toda la historia futura de la humanidad. En estas tres tentaciones están condensadas todas las contradicciones indisolubles de la naturaleza humana. Entonces no era posible advertirlo, ya que el porvenir era un misterio; pero ahora, quince siglos después, vemos que todo se ha realizado hasta el extremo de que es imposible añadirles ni quitarles una sola palabra. Ya me dirás quién tiene razón, si Tú o el que te interrogaba. Acuérdate de la primera tentación, no de las palabras, sino del sentido. Quieres ir por el mundo con las manos vacías, predicando una libertad que los hombres, en su estupidez y su ignominia naturales, no pueden comprender; una libertad que los atemoriza, pues no hay ni ha habido jamás nada más intolerable para el hombre y la sociedad que ser libres. ¿Ves esas piedras en ese árido desierto? Conviértelas en panes y la humanidad seguirá tus pasos como un rebaño dócil y agradecido, pero, al mismo tiempo, temeroso de que retires la mano y se acaben los panes. No quisiste privar al hombre de libertad y rechazaste la proposición, considerando que era incompatible con la obediencia comprada con los panes. Respondiste que no sólo de pan vive el hombre; pero has de saber que por este pan de la tierra el espíritu terrestre se revolverá contra ti, luchará y te vencerá; que todos le seguirán, gritando: "¡Nos prometió la luz del cielo y no nos la ha dado!" Pasarán los siglos, y la humanidad proclamará por boca de sus sabios que no se cometen crímenes y, en consecuencia, que no hay pecados, que lo único que hay es hambrientos. “¡Aliméntalos y entonces podrás exigirles que sean virtuosos!”: he aquí la inscripción que figurará en el estandarte de la revuelta que derribará tu templo. En su lugar se levantará un nuevo edificio, una segunda torre de Babel, que sin duda no se terminará, como no se terminó la primera. Habrías podido evitar a los hombres esta nueva tentativa y miles de años de sufrimiento. Después de haber luchado durante mil años para edificar su torre, vendrán a vernos. Nos buscarán bajo tierra, en las catacumbas, como antaño, donde estaremos ocultos (porque otra vez se nos perseguirá) y nos dirán: “Dadnos de comer, pues los que nos prometieron la luz del cielo no nos la han dado.” Entonces terminarán su torre, pues para ello sólo hace falta alimentarlos, y nosotros los alimentaremos, haciéndoles creer que hablamos en tu nombre. Sin nuestra ayuda, siempre estarían hambrientos. No existe ninguna ciencia que les dé pan mientras permanezcan libres; por eso acabarán por poner su libertad a nuestros pies diciendo: “Hacednos vuestros esclavos, pero dadnos de comer.” Habrán comprendido al fin que la libertad no se puede conciliar con el pan de la tierra, porque jamás sabrán repartírselo. Y, al mismo tiempo, se convencerán de su impotencia para vivir libremente, por su debilidad, su nulidad, su depravación y su propensión a la rebeldía. Tú les prometías el pan del cielo. Y vuelvo a preguntar si este pan se puede comparar con el de la tierra a los ojos de la débil raza humana, eternamente ingrata y depravada. Millares, decenas de millares de almas te seguirán para obtener ese pan, ¿pero qué será de los millones de seres que no tengan el valor necesario para preferir el pan del cielo al de la tierra? Porque supongo que Tú no querrás sólo a los grandes y a los fuertes, a quienes los otros, la muchedumbre innumerable, que es tan débil pero que te venera, sólo serviría de materia explotable. También los débiles merecen nuestro cariño. Aunque sean depravados y rebeldes, se nos someterán dócilmente al fin. Se asombrarán, nos creerán dioses, por habernos puesto al frente de ellos para consolidar la libertad que les inquietaba, por haberlos sometido a nosotros: a este extremo habrá llegado el terror de ser libres. Nosotros les diremos que somos tus discípulos, que reinamos en tu nombre. Esto supondrá un nuevo engaño, ya que no te permitiremos que te acerques a nosotros. Esta impostura será nuestro tormento, puesto que nos habrá obligado a mentir. Tal es el sentido de la primera tentación que escuchaste en el desierto. Y Tú la rechazaste por salvar la libertad que ponías por encima de todo. Sin embargo, en ella se ocultaba el secreto del mundo. Si te hubieras prestado a realizar el milagro de los panes, habrías calmado la inquietud eterna de la humanidad —individual y colectivamente—, esa inquietud nacida del deseo de saber ante quién tiene uno que inclinarse. Pues no hay para el hombre libre cuidado más continuo y acuciante que el de hallar a un ser al que prestar acatamiento. Pero el hombre sólo quiere doblegarse ante un poder indiscutible, al que respeten todos los seres humanos con absoluta unanimidad. Esas pobres criaturas se atormentan buscando un culto que no se limite a reunir a unos cuantos fieles, sino en el que comulguen todas las almas, unidas por una misma fe. Este deseo de comunidad en la adoración es el mayor tormento, tanto individual como colectivo, de la humanidad entera desde el comienzo de los siglos. Para realizar este sueño, los hombres se han exterminado unos a otros. Los pueblos crearon sus propios dioses y se dijeron en son de desafío: “¡Suprimid vuestros dioses y adorad a los nuestros! Si no lo hacéis, malditos seáis vosotros y vuestros dioses.” Y así ocurrirá hasta el fin del mundo, pues cuando los dioses hayan desaparecido, los hombres se arrodillarán ante los ídolos. Tú no ignorabas, no podías ignorar, este rasgo fundamental de la naturaleza humana. Sin embargo, rechazaste la única bandera infalible que se te ofrecía, la que habría movido a todos los hombres a inclinarse ante ti sin rechistar: la bandera del pan de la tierra. La rechazaste por el pan del cielo y por la libertad del hombre. Ya ves el resultado de haber defendido esta libertad. Te lo repito: no hay para el hombre deseo más acuciante que el de encontrar a un ser en quien delegar el don de la libertad que, por desgracia, se adquiere con el nacimiento. Mas para disponer de la libertad de los hombres hay que darles la tranquilidad de conciencia. El pan te aseguraba el éxito: el hombre se inclina ante quien se lo da (de esto no cabe duda); pero si otro se adueña de su conciencia, el hombre desdeñará incluso tu pan para seguir al que ha cautivado su razón. En esto acertaste, pues el secreto de la existencia humana no consiste sólo en poseer la vida, sino también en tener un motivo para vivir. El hombre que no tenga una idea clara de la finalidad de la vida, preferirá renunciar a ella aunque esté rodeado de montones de pan y se destruirá a si mismo antes que permanecer en este mundo. ¿Pero qué hiciste? En vez de apoderarte de la libertad humana, la extendiste. ¿Olvidaste que el hombre prefiere la paz e incluso la muerte a la libertad para discernir el bien y el mal? No hay nada más seductor para el hombre que el libre albedrío, pero también nada más doloroso. En vez de principios sólidos que tranquilizaran para siempre la conciencia humana, ofreciste nociones vagas, extrañas, enigmáticas, algo que superaba las posibilidades de los hombres. Procediste, pues, como si no quisieras a los seres humanos, Tú que viniste a dar la vida por ellos. Aumentaste la libertad humana en vez de confiscarla, y así impusiste para siempre a los espíritus el terror de esta libertad. Deseabas que se te amara libremente, que los hombres te siguieran por su propia voluntad, fascinados. En vez de someterse a las duras leyes de la antigüedad, el hombre tendría desde entonces que discernir libremente el bien y el mal, no teniendo más guía que la de tu imagen, y no previste que al fin rechazaría, e incluso pondría en duda, tu imagen y tu verdad, abrumado por la tremenda carga de la libertad de escoger. Al fin exclamaron que la verdad no estaba en ti, ya que sólo así se explicaba que hubieras podido dejarlos en una incertidumbre tan angustiosa, con tantos cuidados y problemas insolubles. Así llevaste a la ruina tu reinado; por lo tanto, no acuses a nadie de ella. ¿Acaso fue esto lo que se te propuso? Sólo hay tres fuerzas capaces de subyugar para siempre la conciencia de esos débiles revoltosos: el milagro, el misterio y la autoridad. Tú rechazaste las tres para dar un ejemplo. El Espíritu terrible y profundo lo transportó a la cúspide del templo y dijo: “¿Quieres saber si eres el hijo de Dios? Arrójate desde aquí, pues está escrito que los ángeles deben sostenerlo y llevárselo, de modo que no sufrirá el menor daño. Entonces sabrás que eres el hijo de Dios y, además, demostrarás que tienes fe en tu Padre.” Pero Tú rechazaste esta proposición: no te quisiste arrojar. Demostraste entonces una arrogancia sublime, divina; pero los hombres son seres débiles y rebeldes, no dioses. Tú sabías que al dar un paso, al hacer el menor movimiento para lanzarte, habrías tentado al Señor y perdido la fe en Él. Te habrías estrellado, para regocijo de tu tentador, sobre esta misma tierra que venias a salvar. ¿Pero hay muchos como Tú? ¿Puedes tener la más remota sospecha de que los hombres tendrían la entereza necesaria para hacer frente a semejante tentación? ¿Es propio de la naturaleza humana rechazar el milagro y en los momentos críticos de la vida, ante las cuestiones capitales, atenerse al libre impulso del corazón? ¡Ah! Tú sabías que tu entereza de ánimo se describiría en las Sagradas Escrituras, subsistiría a través de las edades y llegaría a las regiones más lejanas, y esperabas que, siguiendo tu ejemplo, el hombre no necesitara el milagro para amar a Dios. Ignorabas que el hombre no puede admitir a Dios sin el milagro, pues es sobre todo el milagro lo que busca. Y como no puede pasar sin él, se forja sus propios milagros y se inclina ante los prodigios de un mago o los sortilegios de una hechicera, aunque sea un rebelde, un hereje, un impío recalcitrante. No descendiste de la cruz cuando se burlaban de ti y te gritaban entre risas: “¡Baja de la cruz y creeremos en ti!” No lo hiciste porque de nuevo te negaste a subyugar al hombre por medio de un milagro. Deseabas una fe libre y no inspirada por lo maravilloso; querías un amor libre y no los serviles transportes de unos esclavos aterrorizados. Otra vez te forjaste una idea demasiado elevada del hombre, pues los hombres son esclavos aunque hayan nacido rebeldes. Examina los hechos y juzga. Después de quince siglos largos, ¿a quién has elevado hasta ti? Te aseguro que el hombre es más débil y más vil de lo que creías. En modo alguno puede hacer lo que Tú hiciste. El gran aprecio en que le tenías ha sido un perjuicio para la piedad. Has exigido demasiado de él, a pesar de que le amabas más que a ti mismo. Si le hubieses querido menos, le habrías impuesto una carga más ligera, más en consonancia con tu amor. El hombre es débil y cobarde. No importa que ahora se levante en todas partes contra nuestra autoridad y se sienta orgulloso de su rebeldía. Es el orgullo de los escolares amotinados que han apresado al profesor. La alegría de estos rapaces se extinguirá y la pagarán cara. Derribarán los templos e inundarán la tierra de sangre; pero esos niños estúpidos advertirán que su debilidad les impide mantenerse en rebeldía durante mucho tiempo. Llorarán como necios y comprenderán que el Creador, haciéndolos rebeldes, quiso tal vez burlarse de ellos. Entonces protestarán, sin poder contener su desesperación, y esta blasfemia les hará aún más desgraciados, pues la naturaleza humana no soporta la blasfemia y acaba siempre por vengarse. Así, las consecuencias de tu amarga lucha por la libertad humana fue la inquietud, la agitación y la desgracia para los hombres. Tu eminente profeta, en su versión simbólica, dice que vio a todos los seres de la primera resurrección y que había doce mil de cada tribu. A pesar de ser tan numerosos, eran más que hombres, casi dioses. Habían llevado tu cruz y soportado la vida en el desierto, donde se alimentaban de saltamontes y raíces. Ciertamente, puedes estar orgulloso de esos hijos de la libertad, del amor sin coacciones, de su sublime sacrificio en tu nombre. Pero ten presente que eran sólo unos millares, y casi dioses. ¿Y los demás qué? ¿Es culpa de ellos, de esos débiles seres humanos, no haber podido soportar lo que soportan los fuertes? El alma débil no es culpable de no poseer prendas tan extraordinarias. ¿Viniste al mundo sólo para los elegidos? Esto es un misterio para nosotros, y tenemos derecho a decirlo así a los hombres, a enseñarles que no es la libre decisión ni el amor lo que importa, sino el misterio, al que deben someterse ciegamente, incluso contra lo que les dicte su conciencia. Esto es lo que hemos hecho. Hemos corregido tu obra, fundándola en el milagro, el misterio y la autoridad. Y los hombres se alegran de verse otra vez conducidos como un rebaño y libres del don abrumador que los atormentaba. Dime: ¿no hemos hecho bien? ¿Acaso no es una prueba de amor a los hombres comprender su debilidad, aligerar su carga, incluso tolerar el pecado, teniendo en cuenta su flaqueza, siempre que lo hagan con nuestro permiso? Por lo tanto, no has debido venir a entorpecer nuestra obra. ¿Por qué callas, fijando en mí tu mirada tierna y penetrante? Prefiero que te enojes; no quiero tu amor, porque yo no te amo. No hay razón para que te lo oculte. Sé muy bien con quién estoy hablando, pues leo en tus ojos que sabes lo que voy a decirte. No tengo por qué ocultarte nuestro secreto. Tal vez quieras oírlo de mis labios. Pues lo vas a oír. Hace ya mucho tiempo que no estamos contigo, sino con él. Hace exactamente ocho siglos que hemos recibido de élaquel último don que Tú rechazaste indignado cuando élte mostró todos los reinos de la tierra. Aceptamos Roma y la espada de César, y nos proclamamos reyes únicos de la tierra, aunque hasta ahora no hayamos tenido tiempo de acabar nuestra obra. ¿Pero de quién es la culpa? La empresa está aún en su principio, su fin está todavía muy lejos, y la tierra tiene ante sí aún muchos padecimientos; pero alcanzaremos nuestro fin, seremos Césares, y entonces podremos pensar en la felicidad del mundo. Tú habrías podido empuñar la espada de César. ¿Por qué rechazaste este último don? Si hubieras seguido este tercer consejo del poderoso Espíritu, habrías dado a los hombres todo lo que buscan sobre la tierra: un dueño ante el que inclinarse, un guardián de su conciencia y el medio de unirse al fin cordialmente en un hormiguero común, pues la necesidad de la unión universal es el tercero y último tormento de la raza humana. La humanidad ha tendido siempre a organizarse sobre una base universal. En la historia ha habido grandes pueblos que, a medida que han ido progresando, han sufrido más y han experimentado más profundamente que los otros la necesidad de la unión universal. Los grandes conquistadores, como Tamerlán y Gengis-Kan, que recorrieron la tierra como un huracán, encarnaban también, sin darse cuenta de ello, la aspiración unitaria de los pueblos. Si hubieses aceptado la púrpura de César, habrías fundado el imperio universal y dado la paz al mundo. ¿Pues quién mejor para someter al hombre que aquel que domina su conciencia y dispone de su pan? Nosotros hemos empuñado la espada de César y, al empuñarla, te hemos abandonado para unirnos a él. Aún transcurrirán algunos siglos de licencia intelectual, de vanos esfuerzos científicos y de antropofagia, pues en esto caerán los hombres cuando hayan terminado su torre de Babel sin contar con nosotros. Entonces la bestia se acercará, arrastrándose, a nuestros pies, los lamerá y los empapará de lágrimas de sangre. Y nosotros cabalgaremos sobre ella y levantaremos una copa en la que habrá grabada la palabra «Misterio». Sólo entonces la paz y la felicidad reinarán sobre los hombres. Estás orgulloso de tus elegidos, pero éstos son sólo unos cuantos. En cambio, nosotros daremos la tranquilidad a todos los hombres. Además, entre los fuertes destinados a figurar en el grupo de los elegidos, ¡cuántos han llevado y cuántos llevarán todavía a otra parte las fuerzas de su espíritu y el ardor de su corazón! ¡Y cuántos acabarán por levantarse contra ti fundándose en la libertad que tú les diste! Nosotros haremos felices a todos los hombres, y las revueltas y matanzas inseparables de tu libertad cesarán. Ya nos cuidaremos de persuadirles de que no serán verdaderamente libres hasta que pongan su libertad en nuestras manos. ¿Será esto verdad o una mentira nuestra? Ellos verán que les decimos la verdad, pues recordarán la servidumbre y el malestar en que tu libertad los tuvo sumidos. La independencia, la libertad de pensamiento, la ciencia, los habrá extraviado en tal laberinto, colocado en presencia de tales prodigios y tales enigmas, que los rebeldes furiosos se destruirán entre sí, y los otros, los rebeldes débiles, turba cobarde y miserable, se arrastrarán a nuestros pies gritando: “¡Tenéis razón! Sólo vosotros poseéis su secreto. Volvemos a vuestro lado. Salvadnos de nosotros mismos.” Sin duda, al recibir de nuestras manos los panes, verán que nosotros tomamos los suyos ganados con su trabajo y que luego los distribuimos, sin realizar milagro alguno. Se darán perfecta cuenta de que no hemos convertido las piedras en panes, pero recibir el pan de nuestras manos les producirá más alegría que el simple hecho de recibir el pan. Pues se acordarán de que antaño el mismo pan, fruto de su trabajo, se les convertía en piedra, y verán que, al volver a nosotros, la piedra se transforma en pan. Entonces comprenderán el valor de la sumisión definitiva. Y mientras no lo comprendan serán desgraciados. ¿Quién ha contribuido más a esta incomprensión? ¿Quién ha dispersado el rebaño y lo ha enviado por caminos desconocidos? Pero el rebaño volverá a reunirse, volverá a la obediencia y para siempre. Entonces nosotros daremos a los hombres una felicidad dulce y humilde, adaptada a débiles criaturas como ellos. Y los convenceremos de que no deben enorgullecerse, cosa que les enseñaste tú al ennoblecerlos. Nosotros les demostraremos que son débiles, que son infelices criaturas y, al mismo tiempo, que la felicidad infantil es la más deliciosa. Entonces se mostrarán tímidos, no nos perderán de vista y se apiñarán en torno de nosotros amedrentados, como una tierna nidada bajo el ala de la madre. Experimentarán una mezcla de asombro y temor y admirarán la energía y la inteligencia que habremos demostrado al subyugar a la multitud innumerable de rebeldes. Nuestra cólera los hará temblar, los invadirá la timidez, sus ojos se llenarán de lágrimas como los de los niños y las mujeres, pero bastará que les hagamos una seña para que su pesar se convierta en un instante en alborozo infantil. Desde luego, los haremos trabajar, pero organizaremos su vida de modo que en las horas de recreo jueguen como niños entre cantos y danzas inocentes. Incluso les permitiremos pecar, ya que son débiles, y por esta concesión nos profesarán un amor infantil. Les diremos que todos los pecados se redimen si se cometen con nuestro permiso, que les permitimos pecar porque los queremos y que cargaremos nosotros con el castigo. Y ellos nos mirarán como bienhechores al ver que nos hacemos responsables de sus pecados ante Dios. Y ya nunca tendrán secretos para nosotros. Según su grado de obediencia, nosotros les permitiremos o les prohibiremos vivir con sus mujeres o con sus amantes, tener o no tener hijos, y ellos nos obedecerán con alegría. Nos expondrán las dudas más secretas y penosas de su conciencia, y nosotros les daremos la solución, sea el caso que fuere. Ellos aceptarán nuestro fallo de buen grado, al pensar que les evita la grave obligación de escoger libremente. Y millones de seres humanos serán felices. Sólo no lo serán unos cien mil, sus directores; es decir, nosotros, los depositarios de su secreto. Los hombres felices serán millones y habrá cien mil mártires abrumados por el maldito conocimiento del bien y del mal. Morirán en paz, se extinguirán dulcemente, pensando en ti. Y en el más allá sólo encontrarán la muerte. Pues si hubiera otra vida, es indudable que no se concedería a los seres como ellos. Pero nosotros los mantendremos en la ignorancia sobre este punto, los arrullaremos, prometiéndoles, para su felicidad, una recompensa eterna en el cielo... Se profetiza que volverás para vencer de nuevo, rodeado de tus poderosos y arrogantes elegidos. Nosotros diremos a los hombres que los tuyos sólo se han salvado a sí mismos, mientras que nosotros hemos salvado a todo el mundo. Se afirma que la ramera, que cabalga sobre la bestia y tiene en sus manos la copa del misterio, será envilecida, que los débiles se levantarán de nuevo, desgarrarán su púrpura y dejarán al descubierto su cuerpo impuro. Entonces yo me levantaré y te mostraré a los millares de seres felices que no han pecado. Yo, que por bien de ellos he cargado con sus faltas, me erguiré ante ti, diciendo: “No te temo. También yo he vivido en el desierto, alimentándome de saltamontes y raíces, también yo bendije la libertad con que Tú obsequiabas a los hombres, y me preparé para figurar entre tus elegidos, entre los fuertes, ardiendo en deseos de completar su número. Pero volví en mí y no quise servir a una causa insensata. Entonces me reuní con los que han corregido tu obra. Dejé a los orgullosos y vine al lado de los humildes para darles la felicidad. Lo que te he dicho se cumplirá, y entonces habremos construido nuestro imperio. Te lo repito: mañana, a una señal mía, verás a ese dócil rebaño traer los leños ardientes a la pira sobre la que te pondremos por haber venido a entorpecer nuestra obra. Pues nadie ha merecido más que Tú la hoguera. Mañana lo quemaré. Dixi. ”