Текст книги "Los hermanos Karamazov"
Автор книги: Федор Достоевский
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Классическая проза
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—Dame el paño que hay en la silla. Lo he echado hace un momento.
—Aquí no hay nada. Pero no te preocupes, que aquí veo uno.
Aliocha se refería a un paño limpio y seco que había visto junto al lavabo.
Iván lo cogió y lo observó atentamente, con una extraña expresión en los ojos. De pronto dijo, incorporándose:
—Hace un rato me he puesto en la cabeza este paño humedecido. Después lo he echado allí. ¿Cómo se explica que esté seco? No había otro.
—¿Estás seguro de que te has puesto este paño en la cabeza?
—Sí, y me he paseado por la habitación. ¿Cómo es que se han consumido las bujías? ¿Qué hora es?
—Pronto serán las doce.
—¡No, no ha sido un sueño! —exclamó Iván—. Estaba aquí, en ese diván. Cuando tú has llamado a la ventana, le he arrojado un vaso, ese mismo que está en la mesa. Escucha, no ha sido la primera vez. Pero no son sueños, es realidad. Aunque estoy como dormido, ando, hablo, veo... Él estaba aquí, en ese diván... ¡Qué tonto es, Aliocha! ¡Es tonto de remate!
Iván se echó a reír y empezó a pasear por la habitación.
—¿Quién es ese tonto? —preguntó ansiosamente Aliocha—. ¿De quién hablas?
—Del diablo. Viene a verme. Ha venido ya dos o tres veces. Está molesto conmigo. Cree que yo le desprecio por ser un simple diablo y no Satanás, el de las alas rojas, que aparece entre truenos y relámpagos. No es más que un impostor, un diablo de ínfima categoría. Va a los baños. Estoy seguro de que, si lo desnudáramos, le veríamos una cola leonada de un metro de largo y tan pelada como la de un perro danés... Estás helado, Aliocha; la nieve ha caído sobre ti. ¿Quieres un poco de té? Está frío; voy a preparar el samovar... C'est à ne pas mettre un chien dehors...
Aliocha mojó el paño en el lavabo a toda prisa, convenció a Iván de que volviera a sentarse y le puso el paño en la cabeza. Luego se sentó a su lado.
—¿Qué me decías hace un rato de Lise? —preguntó Iván, cuya locuacidad aumentaba por momentos—. Lise me gusta. Pienso en mañana con temor, sobre todo por Katia, por el porvenir. Mañana me aplastará y me abandonará. Cree que voy a perder a Mitia por celos. Lo cree, pero no es verdad. Mañana habrá una cruz, no una horca. No, no me ahorcaré. Bien sabes, Aliocha, que yo no me ahorcaré jamás. ¿Por cobardía? No; no soy un cobarde. No me mataré porque amo la vida. ¿Cómo sabía yo que Smerdiakov se había ahorcado? ¡Ah, sí; me lo ha dicho él!
—¿Estás seguro de que ha venido alguien aquí?
—Sí; estaba sentado en ese diván. Sin duda, lo has echado tú. Sí, tú lo has hecho huir: ha desaparecido cuando tú has llegado... Me gusta tu cara, Aliocha. ¿Lo sabías?... Oye, élsoy yo, yo mismo; éles todo lo que hay en mí de despreciable, de mezquino, de vil. Élsabe que soy un romántico; me lo dice como un insulto. Tiene la cabeza vacía; pero por eso mismo triunfa. Es astuto, brutalmente astuto, y sabe sacarme de mis casillas. Me ha herido diciéndome que creo en él, y así ha conseguido que lo escuchen. Me ha engañado como a un niño. Sin embargo, ha dicho por mi muchas verdades cosas que yo no me atreví a decirme a mí mismo jamás.
Iván bajó la voz y terminó, confidencialmente:
—Quisiera que fuese realmente ély no yo.
—Te ha fatigado —dijo Aliocha, compadecido.
—Me ha molestado con gran habilidad. Ha dicho: «¿Qué es la conciencia? La conciencia la he inventado yo. ¿Por qué se siente remordimiento? Por costumbre, una costumbre que tiene la humanidad desde hace siete mil años. Librémonos de esta costumbre y seremos dioses.» Así lo ha dicho.
—¡Pero no lo has dicho tú, no lo has dicho tú! —exclamó Aliocha con ojos resplandecientes—. En fin, no pienses en eso, olvídalo. ¡Que se lleve consigo todo lo que ahora estás maldiciendo y que no vuelva más!
—Es perverso —dijo Iván, estremeciéndose al recordar la ofensa—. Me ha calumniado de mil modos. Me ha calumniado en mi propia cara. «Vas a realizar una noble acción —me ha dicho—; vas a declarar que has sido tú el culpable del asesinato, que Smerdiakov mató a tu padre instigado por ti...»
—¡Cálmate, Iván! Eso no es cierto. Tú no eres culpable.
—Lo ha dicho él, y él lo sabe. «Vas a realizar una acción virtuosa y, sin embargo, no crees en la virtud: esto es lo que te irrita y te atormenta.» Así lo ha dicho.
—Lo has dicho tú y no él. Estás delirando.
—No, ha sido él, y él sabe lo que dice. «El orgullo va a dictar tus palabras. Dirás: “He sido yo quien lo ha matado. Ustedes mienten porque están horrorizados. Pero a mí no me importa la opinión de ustedes y me río de su horror”.» También me ha dicho: «Quieres atraerte la admiración pública, quieres que se diga: “Es un asesino, pero ¡qué nobleza de sentimientos la suya! Por salvar a su hermano se acusa a sí mismo”.» ¡Y eso no es verdad, Aliocha! —exclamó Iván con ojos centelleantes—. No quiero la admiración del vulgo. Te aseguro que ha mentido. ¡Por eso le he arrojado el vaso a la cara!
—¡Cálmate, cálmate!
Pero Iván continuó, como si no le hubiera oído:
—Es cruel y experto en el arte de torturar. Apenas lo he visto, he comprendido sus intenciones. Me ha dicho que iba a declararme culpable por orgullo, pero con la esperanza de que Smerdiakov fuera desenmascarado y enviado a presidio, de que Mitia quedara en libertad y de que a mí me condenaran unos, pero sólo moralmente, y otros me admirasen. Y al decir esto se reía. «Pero Smerdiakov se ha suicidado —ha añadido—. Te has quedado solo. ¿Quién te creerá ahora? Sin embargo, irás al juicio, has decidido ir. ¿Con qué fin, después de lo ocurrido?» ¡Qué extraño es todo esto, Aliocha! No puedo soportar semejantes preguntas...
—Óyeme, Iván —le interrumpió Aliocha, aterrado aunque sin perder la esperanza de que su hermano volviera a la razón—. ¿Cómo es posible que él te haya hablado de la muerte de Smerdiakov antes de mi llegada, cuando nadie lo sabía aún y él no había tenido tiempo de enterarse?
—¡Me ha hablado de ello, e incluso ha insistido! —afirmó Iván—. También ha repetido que yo no creía en la virtud, pero que obraría así por principio. «Eres un puerco que te mofas de la virtud, como se mofaba Fiodor Pavlovitch. ¿Para qué te has de sacrificar si tu sacrificio va a ser inútil? Es algo que ignoras tú mismo y que darías cualquier cosa por saber. Al parecer, estás decidido, pero no es así: pasarás la noche sopesando el pro y el contra. Sin embargo, irás, bien lo sabes, y también sabes que cualquier resolución que tomes no saldrá de ti. Irás porque no te atreves a obrar de otro modo. ¿Por qué no te atreverás? Adivínalo: es un enigma.» Entonces has llegado tú y él se ha marchado. Me ha llamado cobarde, Aliocha. Le mot de l’énigmees que soy un cobarde. Lo mismo me dijo Smerdiakov. Hay que matar a ese ser extraño. Katia me desprecia; hace un mes que lo noto. Lise empieza a despreciarme. «Irás para que te admiren...» ¡Es una detestable mentira! Y tú también me desprecias, Aliocha. Vuelvo a odiarte. Y también odio a ese monstruo. ¡Que se pudra en presidio! Iré mañana a escupirles en la cara a todos.
Iván se levantó, furioso, se quitó el paño húmedo de la cabeza y empezó a ir y venir por la habitación. Aliocha se acordó de que, hacía un momento, el enfermo le había dicho que a veces le parecía dormir despierto. «Ando, hablo, veo y, sin embargo, estoy dormido.» Poco después, Iván desvariaba por completo. Hablaba sin cesar. Se expresaba con incoherencia y articulaba mal las palabras. De pronto, su cuerpo vaciló, pero Aliocha llegó a tiempo para sostenerlo. Después de desnudar a su hermano mal que bien, lo metió en la cama. Iván se sumergió en un profundo sueño. La respiración era regular. Aliocha estuvo dos horas a su lado; luego cogió una almohada y se echó en el diván sin desnudarse. Antes de dormirse oró por sus hermanos. Empezó a comprender la enfermedad de Iván. «Son los tormentos de una resolución altiva, de una conciencia exaltada.» Iván no creía en Dios, pero la verdad divina se había impuesto en su corazón, todavía rebelde. «Muerto Smerdiakov, nadie creerá a Iván. Sin embargo, irá a declararse culpable: Dios vencerá —se dijo Aliocha con una dulce sonrisa. Y añadió amargamente—: Iván tiene dos caminos: o elevarse a la luz de la verdad, o sucumbir al odio, vengándose de sí mismo y de los demás por haber servido a una causa en la que no creía.»
Y rezó de nuevo por Iván.
LIBRO XII
UN ERROR JUDICIAL
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CAPÍTULO PRIMERO
El día fatal
A las diez de la mañana del día siguiente empezó la vista de la causa contra Dmitri Fiodorovitch.
Ante todo, advertiré que me es imposible relatar los hechos con todo detalle. Semejante exposición requeriría un grueso volumen. Ruego, pues, que no se me reproche que me limite a referir lo que me ha parecido más interesante. Tal vez haya tomado detalles secundarios por importantes y acaso haya suprimido algunos de éstos... Pero no tengo por qué excusarme: mi intención es hacer las cosas lo mejor posible, y estoy seguro de que los lectores lo advertirán.
Antes de entrar en la sala mencionaremos ciertos hechos que llamaron la atención de todos. Se sabía el interés que había despertado este juicio, la impaciencia con que se le esperaba, las discusiones y conjeturas que venía provocando desde hacía dos meses. No se ignoraba tampoco que el asunto era conocido en toda Rusia. Pero nadie esperaba que hubiera despertado un interés tan extraordinario fuera de nuestra localidad. Llegó gente no sólo de la capital del distrito, sino de otras ciudades, e incluso de Moscú y Petersburgo: juristas, personalidades de todas clases, damas... Las tarjetas de entrada se agotaron rápidamente. Para los visitantes de categoría se reservaron asientos, sillones detrás de la mesa del tribunal, cosa nunca vista. El elemento femenino era muy numeroso: lo menos la mitad del público estaba formado por damas. Los juristas abundaban también de tal modo, que no se sabía dónde colocarlos. Había sido necesario construir a toda prisa para ellos una especie de tribuna en el fondo de la sala, detrás del estrado. Algunos no tenían asiento, pero se felicitaban de haber podido entrar. Y lo mismo podía decirse del público que, en masa compacta, permanecía de pie en la sala, de la que se habían retirado todas las sillas, con objeto de que hubiera más espacio. Algunas damas aparecían en las tribunas ataviadas como para una ceremonia. Este caso se daba especialmente entre los forasteros. Pero la mayoría de ellas no se habían preocupado en absoluto por su atavío. En sus semblantes se leía una ávida curiosidad. Una de las particularidades más notables de este público femenino, particularidad que se evidenció en el curso de los debates, era la simpatía que la mayoría de las damas sentían por Dmitri, simpatía fundada, sin duda, por el éxito que el acusado había tenido siempre con las mujeres. El deseo general de las damas era que le declarasen inocente.
Se daba por segura la presencia de las dos rivales. Especialmente Catalina Ivanovna había despertado un interés general. Se decían cosas extraordinarias de ella, de su pasión avasalladora por Mitia aun después del crimen. Se hablaba de su orgullo (no visitaba a nadie) y de sus relaciones con el gran mundo. Se rumoreaba que Katia tenía el propósito de pedir al gobierno autorización para acompañar al criminal a presidio y casarse con él bajo tierra, en las minas. La aparición de Gruchegnka se esperaba con no menos interés. El encuentro de las dos rivales —la joven distinguida y la ramera– en la audiencia había despertado verdadera curiosidad. Las mujeres conocían mejor a Gruchegnka, que «había perdido a Fiodor Pavlovitch y a su hijo», y casi todos se extrañaban de que «una mujer tan ordinaria e incluso nada bonita» hubiera podido subyugar al padre y al hijo. Sé positivamente que en nuestra localidad se produjeron graves querellas familiares a causa de Mitia. Más de una mujer había disputado con su marido sobre el lamentable suceso, y es natural que estos esposos acudieran a la audiencia como enemigos del acusado. Hablando en términos generales, puede decirse que los hombres miraban al inculpado con hostilidad. Se veían rostros varoniles severos, ceñudos e incluso irritados. Y estos semblantes eran mayoría. Mitia había insultado a muchos hombres durante su estancia entre nosotros. No cabía duda de que algunos espectadores no sólo eran indiferentes a la suerte de Mitia, sino que se alegraban de verlo comprometido, aun estando interesados en el desenlace del asunto. La mayoría de ellos deseaban que se castigase al acusado, exceptuando a los juristas, que miraban el proceso desde el punto de vista jurídico, sin interesarse por el aspecto moral. La llegada del famoso Fetiukovitch causó sensación. No era la primera vez que iba a provincias para tomar parte en un proceso criminal resonante, de esos que no se olvidan fácilmente. Circulaban anécdotas sobre el procurador y el presidente del tribunal. Se decía que el procurador temía encontrarse con Fetiukovitch, con el que había tenido ciertas diferencias en Petersburgo al principio de su carrera. El susceptible Hipólito Kirillovitch, que se sentía mortificado porque no apreciaban debidamente su mérito, había cobrado nuevos ánimos al enfrentarse con el caso Karamazov y soñaba con fortalecer su debilitada reputación. Pero temía a Fetiukovitch. Estos rumores no eran del todo exactos. El procurador no era uno de esos hombres que se desalientan ante el peligro, sino todo lo contrario: ante el peligro, su amor propio aumentaba y le daba nuevos bríos. Era demasiado vehemente, demasiado impresionable. A veces ponía toda su alma en un asunto, como si de él dependieran su suerte y su fortuna. Este defecto hacía sonreír a sus compañeros del mundillo judicial, pero, gracias a él, nuestro procurador había adquirido una notoriedad superior a la que correspondía a su modesta posición en la magistratura. Lo que más hilaridad causaba era su pasión por la psicología. A mi entender, todos se equivocaban; su carácter era mucho más firme y serio de lo que se suponía. Lo que ocurría era que aquel hombre enfermizo no había sabido ponerse en su lugar ni al principio de su carrera ni después.
El presidente del tribunal era un hombre culto, humano, de espíritu abierto a las ideas más modernas. Toda su ambición se cifraba en que se le considerase como progresista. Estaba bien relacionado y era hombre rico. Pronto se advirtió que el caso Karamazov le interesaba vivamente, pero en líneas generales. Lo miraba como un fenómeno de nuestro régimen social, como una característica de la mentalidad rusa... El carácter particular del asunto, la personalidad de sus protagonistas, empezando por la del acusado, tenían para él un interés vago, abstracto..., cosa que, bien, mirado, tal vez convenía.
Desde mucho antes de comenzar la vista, la sala estaba repleta de público. Esta sala es la mejor de la localidad: la más espaciosa y bella, la de techo más alto y mejores condiciones acústicas. A la derecha de la plataforma del tribunal se habían colocado una mesa y dos hileras de sillas para el jurado. A la izquierda estaban los asientos del acusado y del defensor. En el centro, ante los jueces, había una mesa, en la que se exhibían los cuerpos del delito: la bata Blanca de seda, manchada de sangre, de Fiodor Pavlovitch; la mano de mortero de cobre, presunto instrumento del crimen; la camisa y la levita de Mitia, también manchadas de sangre, sobre todo la levita, en las proximidades del bolsillo en que Dmitri había guardado el pañuelo; este pañuelo, empapado de sangre que se había secado formando una costra; la pistola cargada por Mitia en casa de Perkhotine para suicidarse y que Trifón Borisytch le había quitado, sin que él se diera cuenta, en Mokroie; el sobre que había contenido los tres mil rublos destinados a Gruchegnka; la cinta rosa con que el sobre estuvo atado, y otros objetos que no puedo recordar. Más lejos, en el fondo de la sala, se habían colocado sillones para los testigos que debían quedarse después de declarar.
A las diez entró en la sala el tribunal, compuesto del presidente, un asesor y un juez de paz honorario. El fiscal, que no era sino nuestro procurador, llegó inmediatamente. El presidente era un hombre robusto, aunque de baja estatura. Tenía unos cincuenta años, congestionado el rostro y gris el cabello. Lucía varias condecoraciones. A todos les sorprendió la palidez del fiscal. Su cara era verdosa. A mí me pareció que había adelgazado súbitamente, pues lo había visto el día anterior.
El presidente preguntó al ujier si estaban presentes todos los jurados... Pero me es imposible continuar esta exposición minuciosa de los hechos, no sólo porque no recuerdo todos los detalles, sino también y principalmente porque no tengo tiempo ni espacio para hacer un relato detallado e integro. Diré solamente que la defensa y la acusación admitieron a casi todos los jurados. Éstos eran cuatro funcionarios, dos comerciantes y seis hombres más, entre campesinos y pequeños burgueses de nuestra localidad. Recuerdo que mucho tiempo antes de que se celebrase la vista, la formación del jurado se comentaba en las reuniones de sociedad y que, sobre todo las damas, decían: «Es inexplicable que un asunto de tanta complicación psicológica se someta a la resolución de simples funcionarios y personas de baja condición. ¿Qué criterio pueden tener?» Ciertamente, los cuatro funcionarios eran personas sin categoría y de edad madura —excepto uno—, poco conocidas en nuestra sociedad y que habían vegetado con un sueldo mezquino. Sin duda, tenían esposas viejas que no gustaban de exhibir y un enjambre de hijos que tal vez fueran descalzos. Su pasatiempo preferido eran los naipes, y jamás habían leído nada. Los dos comerciantes tenían aspecto de hombres sosegados, pero siempre estaban inmóviles y pensativos. Uno iba rasurado y vestido a la europea; el otro ostentaba una barba gris, y de su cuello pendía una medalla. Y no hablemos de los pequeños burgueses y campesinos de Skotoprigonievsk. Los primeros se parecían a los segundos y trabajaban tan rudamente como ellos. Dos de estos seis jurados iban vestidos a la europea, con lo que parecían más sucios y descuidados que los otros. De aquí que, al verlos, uno no pudiera menos de preguntarse: «¿Cómo pueden comprender esos hombres un asunto como éste?» Sin embargo, sus rígidos y huraños rostros tenían una expresión imponente.
Al fin, el presidente anunció el comienzo de la vista y ordenó que se introdujera en la sala al acusado. Se hizo un silencio tan profundo, que se habría podido oír el vuelo de una mosca. Mitia me produjo una impresión sumamente desfavorable. Se presentó como un dandy. Llevaba un traje nuevo, una camisa finísima y unos guantes flamantes. Después supe que, expresamente para esta ocasión, había encargado una levita nueva a un sastre de Moscú, a su sastre de siempre, que tenía sus medidas. Avanzó a largos pasos, el cuerpo rígido, mirando hacia enfrente, se sentó y permaneció inmóvil. Acto seguido apareció el defensor, el famoso Fetiukovitch. Un discreto murmullo recorrió la sala. Era un hombre alto y seco, de piernas delgadas, dedos largos y finos, cabello corto, cara lampiña, cuyos labios se torcían a veces en una sonrisa sarcástica. Aparentaba unos cuarenta años. Su rostro habría sido agradable si no lo hubieran afeado sus ojos, inexpresivos y demasiado juntos sobre la nariz, larga y delgada. En una palabra, una cara de pájaro. Iba de levita y corbata blanca. Recuerdo perfectamente el interrogatorio de identificación. Mitia contestó en voz tan alta, que sorprendió al presidente. Después se dio lectura a la lista de testigos y peritos. Faltaban cuatro: Miusov, que había regresado a Paris, pero cuya declaración figuraba en el expediente; la señora de Khokhlakov y el terrateniente Maximov, que estaban enfermos, y Smerdiakov, fallecido repentinamente, según informe de la policía. La noticia de la muerte de Smerdiakov produjo sensación, pues muchos ignoraban aún que se había suicidado. Lo que más sorprendió a todos fue la exclamación de Mitia cuando se reveló el fallecimiento del sirviente:
—¡Los perros mueren como perros!
El defensor lo hizo callar. El presidente le amenazó con tomar las más severas medidas si persistía en su actitud irrespetuosa. Mitia dijo varias veces a su abogado, aunque sin mostrar el menor arrepentimiento:
—No lo volveré a hacer. No he podido contenerme. Le aseguro que no lo volveré a hacer.
Este incidente no le favoreció a los ojos del público ni de los jurados. Era una muestra de su carácter. En este ambiente, el secretario empezó a leer el acta de acusación. Era muy concisa y se limitaba a exponer los principales cargos que pesaban sobre Dmitri. Sin embargo, a mí me impresionó profundamente. El secretario leyó con voz clara y sonora. A través del acta, la tragedia aparecía con todo su relieve, como si se proyectara sobre ella una luz implacable. Después el presidente preguntó a Mitia:
—¿Reconoce el acusado que es culpable?
Mitia se puso en pie.
—Reconozco que soy culpable de embriaguez, de disipación, de holgazanería —repuso, exaltado—. En el momento en que la adversidad se ensañó en mí estaba decidido a corregirme para siempre. Pero soy inocente de la muerte de ese viejo que era mi padre y mi enemigo. Tampoco le robé: soy incapaz de un acto semejante. Dmitri Fiodorovitch puede ser un libertino, pero no un ladrón.
Se sentó temblando. El presidente le dijo que debía limitarse a responder a las preguntas. Acto seguido se llamó a los testigos para que prestaran juramento, formalidad de la que se dispensó a los hermanos del acusado. Tras las exhortaciones del sacerdote y el presidente se hizo salir a los testigos. Ya se les iría llamando por turno.
CAPÍTULO II
Declaraciones adversas
Ignoro si los testigos de cargo y descargo habían sido agrupados por el presidente y si se había decidido hacerlos comparecer por un orden determinado. Probablemente, así fue. El caso es que los primeros en declarar fueron los testigos de la acusación.
He de repetir que no tengo el propósito de reproducir in extenso los debates. Por otra parte, no hay necesidad de ello, ya que los discursos del fiscal y de la defensa y las declaraciones de los testigos resumieron claramente los hechos. Anoté íntegramente algunos pasajes de estos dos notables discursos, que ofreceré al lector oportunamente, y también referiré un hecho inesperado que indudablemente influyó en la fatídica sentencia.
Todos advirtieron desde el principio la solidez de la acusación y la debilidad de la defensa. Se vio como los hechos se agrupaban, se acumulaban, y como el crimen, con todo su horror, iba surgiendo a la luz. Era evidente que la causa estaba ya fallada, que no había la menor duda acerca del resultado, que la culpa del acusado estaba archidemostrada y que la vista se celebraba por pura fórmula. Yo creo que incluso aquellas damas que esperaban con tanta impaciencia la absolución del interesante reo estaban convencidas de su culpabilidad. Es más, me parece que habrían lamentado que esta culpa fuera menos evidente, ya que ello habría aminorado el efecto del desenlace. Aunque parezca extraño, todas las mujeres creyeron hasta el último instante que se declararía inocente a Mitia. «Es culpable —se decían—, pero se le absolverá por humanidad, por respeto a las nuevas ideas.» Ésta era la razón de que hubieran acudido con el interés reflejado en el rostro.
A los hombres les interesaba especialmente la lucha entre el fiscal y el famoso Fetiukovitch. Todos se preguntaban qué podría hacer este letrado, a pesar de su fama, en una causa perdida de antemano. De aquí que fuera el centro de la atención general. Pero Fetiukovitch fue hasta el final un enigma. Los expertos presentían que se había trazado un plan, que perseguía un fin, pero no era posible deducir en qué consistía su estrategia. Su seguridad en sí mismo era evidente. Además, se observó con satisfacción que durante su breve estancia en nuestra ciudad se había puesto al corriente del asunto y lo había estudiado en todos sus detalles. Pronto pudo admirarse la habilidad con que desacreditó a los testigos de la acusación. Los desconcertó hasta el máximo y causó graves daños en su reputación moral y, por lo tanto, en sus declaraciones. Además, se suponía que esta táctica tenía algo de pasatiempo, de coquetería jurídica, por decirlo así, del deseo de exhibir todos sus recursos de abogado, pues nadie ignoraba, y él debía ser el primero en comprenderlo, que estos ataques no le proporcionaban ninguna ventaja positiva. Debía de tener alguna idea oculta, algún arma secreta que se proponía utilizar en el momento oportuno. En espera de este momento, se divertía, consciente de su fuerza.
Cuando se interrogó a Grigori Vasilievitch, el viejo sirviente de Fiodor Pavlovitch, que afirmaba haber visto abierta la puerta de la casa, el defensor aprovechó bien su turno, dirigiéndole una serie de preguntas extraordinariamente hábiles. Grigori Vasilievitch estaba perfectamente sereno; ni la majestad del tribunal ni la abundancia de público lo turbaban. Prestó su declaración con la misma naturalidad que si estuviera charlando con su mujer, sólo que más respetuosamente. No parecía posible confundirlo. El fiscal le hizo numerosas preguntas sobre la familia Karamazov. Las respuestas de Grigori interesaron a todos. Se veía claramente que el testigo era sincero e imparcial. A pesar del respeto que le inspiraba su difunto dueño, declaró que éste había sido injusto con Mitia. «No educaba a sus hijos como buen padre. Sin mis cuidados —añadió recordando la infancia del reo—, Dmitri Fiodorovitch habría sido una criatura harapienta y piojosa. Además, lo perjudicó en el reparto de los bienes legados por la madre.» El fiscal le preguntó en qué se fundaba para afirmar que Fiodor Pavlovitch había perjudicado a su hijo en la transmisión de la herencia materna, y el testigo, ante el asombro general, no aportó ningún argumento convincente. Pero insistió en su afirmación de que el padre había sido injusto, ya que Mitia debía haber recibido «algunos miles de rublos más». El fiscal interrogó sobre este punto, con especial insistencia, a todos los testigos que podían estar enterados de la cuestión, sin excluir a los hermanos de Mitia, y ninguno de ellos pudo dar informes precisos: afirmaban que era verdad lo dicho por Grigori, pero no podían apoyar sus palabras con la más leve prueba.
El relato de la escena en que Dmitri apareció de pronto y golpeó a su padre, amenazándolo luego con volver para matarlo, produjo sensación. En ello influyó sin duda la calma y concisión con que el viejo criado relató el suceso y también su pintoresco lenguaje, que produjo gran efecto. Después manifestó que había perdonado hacía tiempo la agresión de Mitia, que entonces lo abofeteó y derribó. De Smerdiakov —nombre que pronunció santiguándose– dijo que tenía excelentes cualidades, pero que estaba deprimido por su enfermedad y que su mayor defecto era ser un impío, lo que se debía a la influencia de Fiodor Pavlovitch y de su hijo mayor. Defendió calurosamente su honradez, y refirió el episodio del dinero hallado y devuelto por Smerdiakov a su dueño, lo que le valió una moneda de oro y la confianza de éste. Mantuvo obstinadamente su declaración de que estaba abierta la puerta que daba al jardín. Se le hicieron muchas preguntas más, pero fueron tantas, que no puedo acordarme de todas. Al fin le tocó el turno a la defensa, que empezó por hablar del sobre en que, «según se decía», Fiodor Pavlovitch había guardado tres mil rublos «para cierta persona». Y preguntó:
—¿Vio usted ese sobre? Usted lo pudo ver, ya que gozaba de la confianza de su dueño y estaba en continuo contacto con él.
Grigori repuso que no se enteró de la existencia de aquellos tres mil rublos «hasta que todo el mundo empezó a hablar de ellos».
Fetiukovitch preguntó a todos los testigos por este sobre con el mismo interés que el fiscal había demostrado en la aclaración del reparto de la herencia materna. Todos respondieron que no habían visto el sobre, aunque la mayoría habían oído hablar de él.
Fetiukovitch siguió preguntando a Grigori:
—¿Puede usted decirme de qué se componía aquel bálsamo, mejor dicho, aquella infusión con que se frotó los riñones al acostarse la noche del crimen, según se lee en el sumario?
Grigori miró al abogado como si no comprendiera y, tras unos instantes de silencio, murmuró:
—En la mezcla había una planta llamada salvia.
—¿Nada más?
—Y otra planta: llantén.
—Y pimienta, seguramente.
—Sí, también había pimienta.
—¿Y todo disuelto en vodka?
—No, en alcohol.
Se oyeron risas en la sala.
—¿De modo que no le faltaba alcohol? Y, después de frotarse la espalda, se bebió lo que quedaba en la botella, mientras su esposa murmuraba una oración que sólo ella conoce, ¿no es así?
—Así es.
—¿Bebió usted mucho? ¿Una copita, dos copitas?
—Un vaso, aproximadamente.
—¡Un vaso! Y a lo mejor fue vaso y medio.
Grigori no contestó. Empezaba a darse cuenta del significado de aquellas preguntas.
—¡Vaso y medio de alcohol puro no es cualquier cosa! ¿No cree usted? Con esa cantidad de alcohol en el cuerpo, uno puede ver abiertas todas las puertas, incluso las del paraíso.
Grigori siguió guardando silencio. En la sala se oyeron nuevas risas. El presidente se agitó en su sillón.
—¿Podría decirme —siguió preguntando Fetiukovitch– si estaba usted dormido cuando vio abierta la puerta del jardín?
—Estaba levantado.
—Eso no demuestra que no estuviera usted como dormido.
Nuevas risas.
—Si le hubieran preguntado en aquel momento en qué año estábamos, ¿habría usted podido contestar?
—No lo sé.
—Bien. Diga ahora en qué año estamos, a partir del nacimiento de Cristo. ¿Lo sabe?
Grigori estaba aturdido y miraba fijamente a su verdugo. Que ignorase el año en que vivía causó general sorpresa.
—Por lo menos, sabrá usted cuántos dedos tiene en las manos, ¿no?
—Estoy acostumbrado a obedecer —dijo Grigori súbitamente—. Si las autoridades quieren burlarse de mí, sé soportarlo.
Esta inesperada contestación desconcertó un poco a Fetiukovitch. El presidente le recordó que sus preguntas debían limitarse al asunto que se debatía. El abogado respondió respetuosamente que no tenía nada más que preguntar. Sin duda, la declaración de un hombre «que habría podido ver abiertas las puertas del paraíso» y que no sabía en qué año estaba despertó general desconfianza; por lo tanto, la defensa había logrado su objetivo.