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Los hermanos Karamazov
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Автор книги: Федор Достоевский



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—Es alto y lleva el cabello largo. Este verano se le vio mucho por esta plaza.

—¿Pero para qué quiero yo a ese Tchijov?

—¿A mí me lo preguntas?

—¿Cómo podemos nosotras saber para qué lo quieres, si no lo sabes tú? —dijo otra—. ¿Tanto gritar y no lo sabes? Te hablaban a ti y no a nosotras, cabeza dura. ¿Lo conoces?

—¿A quién?

—A Tchijov.

—¡Que el diablo se lleve a ese Tchijov y a ti! ¡Le daré una paliza, palabra! ¡Se ha burlado de mí!

—¿Tú pegarle a Tchijov? ¡Él sí que te dará una paliza a ti!

—No me refiero a Tchijov, carcoma, sino a ese rapaz que se ha burlado de mí. ¡Que me lo traigan, que me lo traigan!

Las mujeres se echaron a reír. Kolia estaba ya lejos y seguía avanzando con humos de vencedor. Smurov se volvió varias veces para observar al grupo vociferante. También él se divertía, a pesar de su terror a mezclarse en una aventura de Kolia.

—¿A qué Sabaniev te has referido? —preguntó, sospechando lo que Kolia le iba a contestar.

—A ninguno. Ahora van a estar disputando hasta la noche. Me gusta burlarme de los imbéciles, cualquiera que sea su condición social. Ese hombre es un bobo de remate. Dicen que «no hay peor tonto que un tonto francés», pero hay rusos que no se quedan atrás. Mira la cara de ese infeliz. ¿No lleva escrito en ella que es un imbécil?

—Déjalo tranquilo, Kolia. Sigamos nuestro camino.

—¡Bah!... ¡Buenos días, buen mozo!

Se dirigía a un hombre robusto, de cara redonda e ingenua y barba gris, que parecía bebido. Levantó la cabeza y miró al colegial.

—Buenos días, si no bromeas —respondió con calma.

—¿Y si bromeo? —preguntó Kolia echándose a reír.

—Bromea si tal es tu deseo. Siempre se puede bromear. Con eso no se hace mal a nadie.

—Perdóname, pero estoy bromeando.

—Entonces, que Dios te perdone.

—¿Y tú, me perdonas?

—De todo corazón. Sigue tu camino.

—No tienes aspecto de tonto.

—Desde luego, lo soy menos que tú —repuso el desconocido con perfecta seriedad.

—Lo dudo —dijo Kolia, un tanto desconcertado.

—Sin embargo, es la pura verdad.

—Al fin y al cabo, es muy posible.

—Sé lo que digo.

—Adiós, buen mozo.

—Adiós.

—Hay mentecatos de muchas clases —dijo Kolia a Smurov tras una pausa—. Yo no me podía imaginar que había tropezado con un hombre inteligente.

Dieron las doce en el reloj de la iglesia. Los colegiales aceleraron el paso y ya no hablaron apenas, aunque todavía tuvieron que andar un buen rato.

Cuando estuvieron a unos veinte pasos de la casa, Kolia se detuvo y dijo a Smurov que fuera delante y llamara a Karamazov.

—Hay que informarse primero —dijo.

—¿Para qué hacer venir a Karamazov? —replicó Smurov—. Entremos en la casa. Te recibirán encantados. ¿A Santo de qué trabar conocimiento con una persona en la calle, haciendo tanto frío?

—Yo ya sé por qué lo hago venir a pesar del frío —dijo Kolia en el tono despótico que solía emplear con los «pequeños».

Smurov corrió a ejecutar la orden de Krasotkine.

CAPITULO IV



Escarabajo



Adoptando una actitud de hombre importante, Kolia se apoyó de espaldas en la empalizada, y así esperó la llegada de Aliocha Había oído hablar mucho de él a sus compañeros, y siempre los había escuchado con una indiferencia despectiva. Sin embargo, interiormente anhelaba conocerlo. ¡Había tantos detalles simpáticos en la conducta de este Karamazov!

El paso que iba a dar tenía gran importancia para Kolia. Juzgaba que debía mostrarse digno y evidenciar su independencia. «De lo contrario, creerá que soy una criatura, como todos estos compañeros míos de colegio. ¿Qué concepto tendrá de estos chiquillos? Se lo preguntaré cuando nos conozcamos. ¡Qué lástima que yo sea un chico bajo! Tuzikov tiene menos edad que yo y me lleva la mitad de la cabeza. No soy guapo, sino que mi cara bien puede calificarse de fea; pero soy inteligente. No debo mostrarme demasiado expansivo: si me arrojara enseguida en sus brazos, creería que... ¡Qué vergüenza si lo creyera!»

Así se inquietaba Kolia, aunque se esforzaba por mostrar un aire de despreocupación. Su falta de estatura lo atormentaba más todavía que su supuesta fealdad. Desde hacía un año, cada dos meses marcaba con una raya de lápiz su altura en una de las paredes de la casa y, con el corazón palpitante, comprobaba lo que había crecido. El crecimiento, ¡ay!, era tan lento, que Kolia se desesperaba. Su rostro no era feo, como él decía, sino todo lo contrario: tenía un encanto singular. Su pálida tez estaba salpicada de pecas. Sus ojos, grises y vivos, miraban francamente, y a veces brillaban de emoción. Tenía los pómulos un poco anchos; los labios, pequeños y delgados, pero muy rojos; la nariz, respingona. «¡Completamente chata!», murmuraba Kolia cuando se miraba al espejo y se retiraba indignado. «Ni siquiera debo de tener el aspecto de persona inteligente», se decía a veces, dudando incluso de esto. Pero sería un error creer que la preocupación por su cara y su escasa estatura lo absorbía por completo. Por el contrario, por muy humillado que se sintiera al mirarse al espejo, olvidaba pronto la humillación para «dedicarse por entero a sus ideas y a la vida real, como él mismo definía sus actividades.

Pronto apareció Aliocha y avanzó rápidamente hacia Kolia. Éste advirtió desde lejos que el rostro de Karamazov tenía una expresión radiante.

«¿Es posible que se alegre tanto de verme?», se dijo Kolia con profunda satisfacción.

Digamos de paso que Aliocha había cambiado mucho desde que lo vimos por última vez. Había suprimido el hábito y llevaba una levita de buen corte, un sombrero de fieltro gris y el cabello corto. Había ganado mucho con el cambio. Entonces era un apuesto joven. Su simpático semblante irradiaba siempre alegría, una alegría apacible, dulce. Kolia se sorprendió al verle sin abrigo. Sin duda, había salido de la casa precipitadamente. Tendió la mano al colegial.

—¡Al fin has venido! —exclamó—. Te esperábamos con impaciencia.

—Ya te explicaré las causas de mi retraso —dijo Kolia un poco cohibido—. Desde luego, estoy encantado de conocerte. Esperaba esta ocasión. Me han hablado mucho de ti.

—De todas formas, habríamos terminado por conocernos. También yo he oído hablar de ti. Has tardado demasiado en venir.

—Dime: ¿cómo van las cosas por aquí?

—Iliucha está muy mal. No saldrá de ésta.

—¡Es horrible! —exclamó Kolia indignado—. No me negarás que la medicina es una ciencia infame.

—Iliucha te ha nombrado muchas veces, incluso en sus momentos de delirio. Por lo visto, te quería mucho antes del incidente del cortaplumas. Además de este incidente, debe de haber existido otra causa... ¿Es tuyo este perro?

—Sí. Es Carillón.

Aliocha miró tristemente a Kolia.

—¿Entonces, es verdad que Escarabajoha desaparecido?

Kolia respondió con una sonrisa enigmática:

—Ya sé que quisierais tener a Escarabajo: Me lo han contado todo... Escucha, Karamazov: te voy a explicar muchas cosas. Precisamente te he hecho venir, antes de entrar en la casa, para darte estas explicaciones. La primavera pasada —continuó Kolia con gran animación– ingresó Iliucha en el preparatorio. Ya sabes lo que son los alumnos de esta clase: verdaderos críos. En seguida empezaron a mortificarlo. Yo les aventajaba en dos clases y, naturalmente, los mantenía a distancia, aunque no dejaba de observarlos. Así vi que Iliucha, un muchachito endeble, no se acobardaba, sino que daba la cara y combatía. Es orgulloso. Sus ojos fulguran. Esta clase de personas me gustan.

«Sus compañeros lo zaherían cada vez más. Él llevaba entonces un traje que daba pena verlo. Lo peor era el pantalón, que le venía muy corto, y unos zapatos llenos de agujeros. Otro motivo para burlarse de él. Esto me soliviantó y salí en su defensa. Di a los otros una buena lección. Pues, ¿sabes una cosa, Karamazov? Les pego y ellos me adoran...

Kolia dijo esto con orgullo y vehemente franqueza.

—La verdad es —continuó– que me gustan los críos. Ahora acabo de tener dos en mis brazos, por decirlo así. Ellos han tenido la culpa de mi retraso... Bueno, el caso es que tomé bajo mi protección a Iliucha y dejaron de molestarlo. Desde luego, es un chico orgulloso, pero acabó por tratarme con una devoción servil. Acataba todas mis órdenes, me obedecía como a Dios y hacía todo lo posible por imitarme. En los ratos de recreo venía a reunirse conmigo y paseábamos juntos. Los domingos, igual. Los alumnos de nuestro colegio se burlan de los chicos mayores que alternan con los pequeños, pero esto son prejuicios. A mí me complacía y no tenía por qué dar explicaciones a nadie. ¿No te parece?

»Oye, Karamazov: tú te has aliado con todos estos rapazuelos para influir en la nueva generación, para formarla, y, de este modo, prestar un servicio a la humanidad. ¿No es así? Te confieso que este rasgo de tu carácter, que sólo conozco por referencias, me ha interesado más que ningún otro... Pero vayamos a lo principal. Observé que ese muchacho se iba convirtiendo en un ser cada vez más sensible, más sentimental, y yo, por naturaleza, detesto los sentimentalismos, las “ternuras de cordero”. Por otra parte, su conducta era contradictoria. Unas veces me demostraba una servil adhesión; otras, discrepaba de mis opiniones, discutía, se enojaba, y sus ojos echaban fuego. Yo veía claramente que no era que rechazara mis ideas, sino que se revolvía contra mi persona porque respondía a sus ternuras con la frialdad. A fin de fortalecerlo, cuanto más tierno se mostraba él, más frío me mostraba yo. Lo hacía con pleno convencimiento de que mi plan daría resultado. Mi propósito era formar su carácter, igualarlo, hacer de él un hombre... En fin, ya me comprendes. De pronto, varios días después lo vi pensativo y consternado, pero no por motivos sentimentales, sino por alguna otra causa más poderosa. “¿Qué le habrá ocurrido?”, me preguntaba. Estrechándolo a preguntas, me enteré de todo. Iliucha había trabado amistad con Smerdiakov, el criado de tu difunto padre, que entonces aún vivía. Smerdiakov le enseñó una broma estúpida, cruel y ruin. Se trataba de coger una miga de pan, introducir en ella un alfiler y arrojar el pan a uno de esos perros hambrientos que tragan sin masticar, para ver lo que sucedía. Prepararon, pues, la miga y la echaron a Escarabajo, un perro vagabundo al que nadie alimentaba y que se pasaba el día ladrando al viento. ¿No te molestan esos estúpidos ladridos, Karamazov? Yo no los puedo sufrir... Pues bien, el animal se arrojó sobre la miga de pan, se la tragó, lanzó un gemido, dio varias vueltas, y al fin echó a comer. “Corría aullando y siguió corriendo hasta desaparecer”, me explicó Iliucha. Lloraba, se apretaba contra mí, lo sacudían los sollozos. “¡Corría y gemía!”, repetía una y otra vez, tanto le había impresionado la cruel escena. Tenía remordimiento. Yo tomé la cosa en serio. Mi intención era enseñarle a vivir, prepararlo para su conducta ulterior. Empleé la astucia, lo confieso, y fingí una indignación que estaba muy lejos de sentir. “Has cometido una acción indigna —le dije—. Eres un miserable. No contaré a nadie lo que has hecho, pero por ahora suspendo mis relaciones contigo. Reflexionaré y, por medio de Smurov (el chico que me ha acompañado hasta aquí y que tiene por mí verdadera devoción), te diré cuál es mi actitud definitiva.” Iliucha estaba consternado. Me di cuenta de que había ido demasiado lejos, pero ya no podía volverme atrás. Al día siguiente le envié a Smurov con el recado de que “no le hablaría más”, que es la expresión corriente entre nosotros cuando rompemos con un compañero. Mi propósito secreto era tenerlo varios días a distancia y después, en vista de su arrepentimiento, tenderle la mano. Pero he aquí que, al oír a Smurov, sus ojos centellearon y exclamó: “¡Dile a Krasotkine de mi parte que ahora echaré migas de pan con alfileres a todos los perros que vea! ¡A todos, a todos!” Yo me dije: “Es un insolente. Hay que corregirlo.” Y empecé a demostrarle el mayor desprecio, a volver la cabeza o sonreír irónicamente cuando me encontraba con él. Entonces se produjo el incidente de tu hermano con su padre, el capitán: ya debes de saber quién es. Así se comprende que Iliucha estuviera desesperado. Al ver que yo me apartaba de él, sus compañeros empezaron a asediarlo. Entonces comenzaron las riñas, que yo lamentaba de veras, y creo que una vez lo molieron a golpes. En cierta ocasión Iliucha se arrojó contra sus enemigos al salir del colegio. Yo estaba a unos diez pasos de él y lo miraba. No recuerdo haberme reído entonces. Seguramente no lo hice, porque el pobre me daba pena, tanta, que estuve a punto de intervenir en su favor. Su mirada se encontró con la mía. Ignoro lo que se imaginaría. El caso es que sacó su cortaplumas, se arrojó sobre mí y me lo clavó en la pierna derecha. Yo ni me moví siquiera. Cuando se presenta la ocasión, sé no hacer el ridículo. Me limité a mirarle con desprecio, como diciéndole: “¿Quieres repetir tu hazaña en recuerdo de nuestra amistad? Estoy a tu disposición.” Pero él no me volvió a agredir, no pudo mantener su actitud, sintió miedo, arrojó el cortaplumas y huyó llorando. Desde luego, no lo denuncié, y dije a todos que se callaran para que el incidente no llegara a oídos de los profesores. Tampoco dije nada a mi madre hasta que la herida estuvo cicatrizada y tenía el aspecto de un simple arañazo. Pronto me enteré de que el mismo día había sostenido un combate a pedradas y le había mordido un dedo. Ese mordisco le demostrará el estado en que se hallaba. Cuando cayó enfermo, cometí el error de no ir a perdonarle, mejor dicho, a reconciliarme con él. Ahora lo lamento. Pero entonces se me ocurrió cierta idea... Bueno, ya lo he contado todo... Conste que reconozco que he cometido un error.

Aliocha estaba visiblemente impresionado.

—Es una verdadera lástima —manifestó– que no haya conocido antes tus relaciones con Iliucha. De haberlo sabido, hace tiempo que te habría rogado que vinieras a verlo. Incluso cuando delira a causa de la fiebre, habla de ti. Yo no sabía que te quería tanto. No puedo creer que no hayas intentado encontrar a ese Escarabajo. El padre y los compañeros de Iliucha lo han buscado por todas partes. Créeme: desde que está enfermo, Iliucha ha repetido tres veces delante de mí y llorando: «Estoy enfermo por haber matado a Escarabajo. Esto es un castigo de Dios.» No hay medio de quitarle esta idea de la cabeza. Si le hubieras traído a Escarabajo, si él hubiera visto que el pobre animal vivía, creo que la alegría le habría devuelto la salud. Todos contábamos contigo para esto.

—¿Por qué esperabais que fuera yo el que encontrase a Escarabajo? —preguntó Kolia con anhelante curiosidad—. ¿Por qué habéis contado conmigo y no con otro?

—Porque ha corrido el rumor de que lo buscabas y lo traerías. Así lo dijo Smurov. Todos nos hemos esforzado en hacer creer a Iliucha que Escarabajoestá vivo, que lo han visto. Sus compañeros le trajeron una liebre. Él la miró con una débil sonrisa y pidió que la soltaran. Así lo hicimos. Su padre acaba de traerle un cachorro de moloso. Creía que esto sería un consuelo para Iliucha, pero a mí me parece que ha sido todo lo contrario...

—Oye, Karamazov: ¿qué clase de hombre es su padre? Yo lo conozco, pero quiero saber lo que opinas tú de él. ¿Es un payaso?

—¡Oh, no! Es una de esas personas de buen corazón que están abrumadas por su mala suerte. Sus payasadas son una especie de mordaz ironía hacia aquellos a los que no se atreve a decir la verdad a la cara a causa de la timidez y la humillación que lo mortifica desde hace largo tiempo. Créeme, Krasotkine: esas payasadas suelen ser extremadamente trágicas. Ahora Iliucha lo es todo para ese hombre, y si su hijo se muere, él perderá la razón o se matará. Me basta ver su cara para estar convencido de que su final será éste.

—Comprendido, Karamazov: ya veo que conoces a ese hombre.

—Al verte con un perro, he creído que era Escarabajo.

—Escucha, Karamazov; tal vez encontremos a Escarabajo, pero éste es Carillón. Voy a hacerlo entrar; tal vez le guste más a Iliucha que el cachorro de moloso... Oye, Karamazov; te voy a decir una cosa...

Pero de pronto exclamó:

—¡Dios mío! ¿En qué estaba yo pensando? Hace frío, no llevas gabán y te estoy reteniendo en la calle. Soy un egoísta. Todos somos unos egoístas, Karamazov.

—No te preocupes. Hace frío, pero yo no soy friolero. Sin embargo, vamos a la casa. Oye, ¿cuál es tu nombre? Yo sólo sé que te llamas Kolia.

—Nicolás, Nicolás Ivanovitch Krasotkine, o, como se dice en el lenguaje administrativo, Krasotkine hijo.

Kolia sonrió y añadió:

—Excuso decirte que me es odioso mi nombre de pila.

—¿Por qué?

—Por su vulgaridad.

—Tienes trece años, ¿verdad? —preguntó Aliocha.

—Cumpliré catorce dentro de quince días. Voy a empezar por confesarte una debilidad de mi carácter para que comprendas enteramente mi manera de ser: no me gusta que me pregunten qué edad tengo... Se me ha calumniado haciendo correr el rumor de que la semana pasada jugué a los ladrones con los pequeños del preparatorio. Ciertamente jugué, pero no porque me gustara, como se pretende: en esto estriba la calumnia. Tengo motivos para creer que estás enterado de esto. Pues bien, te aseguro que no lo hice por mí, sino por ellos, porque no son capaces de idear nada sin mí... Aquí sólo se oyen tonterías: es la ciudad de los chismes.

—Y aunque hubieras jugado porque te gustase, ¿qué importaría?

—¿Es que tú jugarías a los caballos?

Aliocha replicó en el acto:

—Ten presente que las personas mayores van al teatro, donde se representan las aventuras más diversas, en las que los héroes lo mismo pueden ser guerreros que bandidos. ¿No es esto algo parecido a lo que vemos en los juegos infantiles? Cuando los niños juegan durante el recreo, se entregan a un arte naciente, a una necesidad artística que germina en sus almas jóvenes. Y a veces estos juegos aventajan artísticamente a las representaciones teatrales. La única diferencia entre unos y otras es que en el teatro los actores representan un papel, mientras que los niños representan el papel de los actores. Esto último es mucho más natural.

—¿Tú crees? ¿Estás seguro? —preguntó Kolia, mirándolo fijamente—. Es una idea muy interesante. Pensaré en todo eso cuando esté solo.

Y añadió con expansiva sinceridad:

—Ya sabía yo que de ti se pueden aprender muchas cosas. Precisamente por eso he venido: quiero aprender cosas de ti.

—Y yo de ti.

Aliocha sonrió y le estrechó la mano. Kolia estaba encantado. Lo que más le seducía era sentirse como un igual ante aquel joven que le hablaba como si se dirigiera a una persona mayor.

—Ahora verás una escena teatral, Karamazov, una representación —dijo Kolia con una risita nerviosa—. A eso he venido.

—Primero entraremos en las habitaciones de la izquierda, las del propietario. En ellas han dejado sus abrigos tus compañeros, pues en la habitación de Iliucha hay poco espacio y hace calor.

—Como estaré poco tiempo, no me quitaré el abrigo. Carillónme esperará en el vestíbulo. ¡Aquí, Carillón; échate y no te muevas! ¿Ves? Está inmóvil como un muerto. Yo entraré en la habitación y, cuando llegue el momento, le silbaré. «¡Aquí, Carillón!» Y verás como entra corriendo. Pero es necesario que Smurov no se olvide de abrir la puerta en ese instante. Le daré instrucciones y presenciarás una escena curiosa.

CAPITULO V



Junto al lecho de Iliucha



Aquel día había muy poco espacio libre en el departamento del capitán Snieguiriov. Aunque los muchachos que estaban allí habrían negado, y Smurov el primero, que Aliocha los había reconciliado con Iliucha después de conducirlos a su casa, era lo cierto que así había sucedido. Aliocha había empleado la hábil táctica de ir llevándolos uno a uno a casa del enfermo sin recurrir al sentimentalismo, como por casualidad. Esto había atenuado en gran medida los sufrimientos de Iliucha. El afecto que le demostraban los que habían sido sus enemigos lo conmovió profundamente. Sólo faltaba Krasotkine, su defensor y único amigo, al que había herido con su cortaplumas.

Smurov comprendió esta amargura. Era un muchacho inteligente y había sido el primero en ir a reconciliarse con Iliucha. Pero Krasotkine, al que Smurov había insinuado vagamente que Aliocha deseaba verlo para tratar de cierto asunto, había puesto fin al intento de un modo tajante, enviando a Karamazov la respuesta de que él ya sabía lo que tenía que hacer, no necesitaba consejos de nadie y, si visitaba a un enfermo, lo haría por su propio impulso y en cumplimiento de sus propios planes. Esto sucedió quince días antes de aquel domingo. He aquí por qué Aliocha no había ido en busca de Krasotkine, aunque había pensado hacerlo. Sin embargo, mientras esperaba, Karamazov había enviado a Krasotkine dos nuevos recados por medio de Smurov, y las dos veces había obtenido una respuesta seca y negativa: si iba a buscarlo, no iría nunca a casa de Iliucha, y le rogaba que lo dejase en paz.

Incluso Smurov había ignorado hasta el último momento que Kolia había decidido ir a casa de Iliucha. El día anterior, al separarse, Kolia le había dicho de pronto que lo esperase en su casa a la mañana siguiente, pues pensaba acompañarle a casa del capitán Snieguiriov, pero que no dijera a nadie ni una palabra de su visita, pues quería dar a Iliucha una sorpresa. Smurov obedeció. Tenía la esperanza de que Krasotkine se presentase con el desaparecido Escarabajo, ya que un día le había dicho que eran todos unos asnos si Escarabajovivía y no lo habían sabido encontrar. Pero Smurov aludió tímidamente una vez a esta posibilidad hablando con Kolia, y éste había enrojecido de ira. «¿Cómo crees que puedo cometer la necedad de ir a buscar por las calles un perro teniendo a Carillón? Por otra parte, ¿quién puede confiar en que viva un animal que se ha tragado un alfiler? Todo esto no es más que sentimentalismo borreguil.» Iliucha llevaba dos semanas sin levantarse apenas de su camita, que estaba en un rincón cerca de varias imágenes. No había vuelto a clase desde el día en que mordiera un dedo a Aliocha. De entonces databa su enfermedad. Sin embargo, durante el primer mes pudo levantarse de vez en cuando para ir por la habitación y el vestíbulo. Al fin, las fuerzas lo abandonaron y ya le fue imposible dar un paso sin la ayuda de su padre. Éste estaba desesperado por la enfermedad de Iliucha. Incluso dejó de beber. El terror de perder a su hijo lo volvía loco, y a veces, después de haberle ayudado a dar unos pasos por la habitación, huía al vestíbulo. Allí se refugiaba en un rincón oscuro, apoyaba la frente en la pared y ahogaba convulsivamente los sollozos para que no le oyese el enfermito.

Después volvía a la habitación de su adorado hijo y se dedicaba a distraerlo y divertirlo, contándole cuentos y anécdotas cómicas, parodiando a tipos graciosos conocidos e incluso imitando los gritos de los animales. Pero las muecas y payasadas de su padre desagradaban profundamente a Iliucha. Aunque procuraba disimular la pena que ello le producía, se daba cuenta, con el corazón oprimido, de que su padre era tratado con desprecio por la sociedad, y el recuerdo de la espantosa escena en que el capitán fue arrastrado y vapuleado lo obsesionaba. La hermana inválida de Iliucha, la dulce Nina, detestaba también las payasadas de su padre. Varvara Nicolaievna estaba estudiando en Petersburgo desde hacía tiempo. Sólo la madre, la infeliz perturbada, se divertía y reía de buena gana las contorsiones y muecas grotescas de su esposo. Éste era su único consuelo. Transcurridos estos instantes de alegría, no hacía más que llorar y lamentarse de que todos la tuviesen olvidada, nadie se cuidase de ella, etc., etc.

Pero últimamente pareció cambiar. Observaba con frecuencia a Iliucha y después quedaba pensativa. Empezó a mostrarse más reposada y silenciosa. Cuando lloraba, lo hacía quedamente, para que nadie la oyera. El capitán advirtió este cambio con dolorosa perplejidad, pero, poco a poco, los gritos y las diversiones de los niños fueron divirtiéndola a ella también y terminaron por encantarla hasta el extremo de que no habría podido pasar sin ellos. Viéndolos jugar, reía, aplaudía y llamaba a algunos para abrazarlos. Al que más quería era a Smurov.

Al capitán, las visitas de los niños le causaban profunda alegría. Incluso le inspiraron la esperanza de que su hijito dejaría de sufrir y se pondría bien muy pronto. A pesar de su inquietud, hasta los últimos días estuvo convencido de que su hijo recobraría la salud. Acogió a los muchachos con respeto y se puso a su servicio. Incluso empezó a llevarlos a caballo sobre su espalda. Pero estos juegos no gustaron a Iliucha y cesaron muy pronto. Les compraba golosinas, pan de especias y nueces y les daba té con tostadas. Debemos advertir que el dinero no le faltaba. Como Aliocha había previsto, había aceptado los doscientos rublos de Catalina Ivanovna. La generosa joven se informó más exactamente de la situación de la familia y de la enfermedad de Iliucha y fue a visitarlos y a conocerlos a todos, incluso a la pobre demente, que quedó encantada de su visita. Desde entonces, la ayuda de la magnánima joven fue continua. El capitán, aterrado ante la idea de perder a su hijo, ya no era el hombre orgulloso de antes y admitía humildemente la caridad de su protectora.

El doctor Herzenstube visitaba cada dos días al enfermo a instancias de Catalina Ivanovna, y aunque atiborraba al paciente de medicamentos, los resultados dejaban mucho que desear. Aquel domingo, el capitán esperaba la visita de un nuevo médico procedente de Moscú, donde había alcanzado gran renombre. Catalina le había rogado que se pusiera en camino, con todos los gastos pagados, por motivos de los que hablaremos más adelante. De paso, el famoso doctor visitaría a Iliucha, de lo que ya estaba advertido el capitán. Éste ignoraba por completo que iba a recibir también la visita de Krasotkine. Hacía mucho tiempo que el capitán anhelaba que Kolia los visitara, al advertir lo mucho que su ausencia atormentaba al enfermo.

Cuando Kolia entró en la habitación, todos los colegiales estaban alrededor del lecho contemplando a un minúsculo moloso nacido el día anterior. El capitán tenía concertada la compra del cachorro desde hacía una semana. Creía que este regalo distraería y consolaría a Iliucha, ya que el enfermito estaba amargamente obsesionado por la desaparición de Escarabajo, al que daba por muerto. Iliucha estaba enterado desde hacía tres días de que le iban a regalar un moloso auténtico (este último detalle era muy importante), y aunque sus nobles sentimientos le llevaron a decir que el regalo le encantaba, su padre y sus amigos advirtieron que el cachorrito despertaba en él el recuerdo del pobre Escarabajo, al que tanto había hecho sufrir. La bestezuela rebullía a su lado y él la acariciaba con su blanquísima mano. El perrito le gustaba —de esto no cabía duda—. ¡Pero no era Escarabajo! Si hubiera tenido a los dos juntos, habría sido completamente feliz.

—¡Krasotkine! —exclamó el primer muchacho que vio aparecer a Kolia.

La impresión fue general. Los chicos se apartaron a ambos lados de la cama, permitiendo que el recién llegado viera perfectamente al enfermo. El capitán corrió hacia el visitante.

—¡Bienvenido a esta casa! ¡Iliucha, Krasotkine viene a verte!

Krasotkine le tendió la mano y demostró seguidamente su buena educación. Primero se volvió hacia la esposa del capitán, como siempre sentada en su sillón —renegando de que los niños, al rodear la cama de Iliucha, le impidieran ver al perrito—, y le hizo una gentil reverencia. Después dirigió a Nina un saludo igual. Esta cortesía impresionó a la perturbada.

—¡En seguida se ve que es un chico bien educado! —exclamó abriendo los brazos—. Es muy distinto de los demás: éstos entran el uno sobre el otro.

El capitán exclamó un tanto inquieto:

—¿El uno sobre el otro? ¿Qué quieres decir?

—Lo que he dicho. Se detienen en el vestíbulo, el uno se monta en los hombros del otro y de este modo se presentan a una familia honorable. ¿Te parece bonito?

—¿Pero quién ha entrado así, mamá?

—Mira, aquél es uno de los que ha llevado a caballo a otro, y también aquellos dos...

Kolia estaba ya junto al lecho de Iliucha. El enfermo palideció, se irguió y miró fijamente a Kolia. Éste, que no había visto a Iliucha desde hacía dos meses, apenas pudo disimular su consternación. No esperaba ver un rostro tan pálido, tan demacrado; ni unos ojos tan ardientes, tan agrandados por la fiebre; ni unas manos tan frágiles. Con dolorosa sorpresa advirtió que la respiración de Iliucha era difícil y precipitada y que sus labios estaban resecos. Le tendió la mano y le preguntó con cierta turbación:

—¿Qué hay, querido? ¿Cómo va eso?

Su voz se apagó, sus facciones se contrajeron, sus labios temblaron ligeramente. Kolia le pasó la mano por la cabeza.

—Bastante bien —repuso Iliucha maquinalmente.

Los dos estuvieron callados unos instantes.

—¿De modo que tienes un perro? —preguntó Kolia con indiferencia.

—Sí —repuso Iliucha jadeante.

—Tiene el hocico negro. Es una prueba de que será malo.

Hablaba gravemente, como si se tratara de una cosa de extraordinaria importancia. Hacía grandes esfuerzos para dominar su emoción y no echarse a llorar como un chiquillo. Lo consiguió.

—Cuando sea mayor, habrá que ponerle una cadena, no cabe duda.

—¡Será un perrazo! —exclamó uno de los niños.

—Desde luego: los molosos llegan a ser casi tan grandes como terneros.

—Si —apoyó el capitán—, como verdaderos terneros. Yo he escogido uno de ésos, aunque ya sé que será muy malo. Sus padres son también enormes y feroces... Siéntate en la cama de Iliucha, o en el banco si lo prefieres. Bienvenido a esta casa. Hace tiempo que te esperábamos. ¿Has venido con Alexei Fiodorovitch?

Krasotkine se sentó en la cama, junto a los pies de Iliucha.

Por el camino había preparado el modo de iniciar la conversación, pero ahora no sabía cómo hacerlo.

—No; he venido con Carillón. Tengo un perro que se llama así. Me espera en el vestíbulo. Le silbo y acude inmediatamente. Sí, yo también tengo un perro.

Se volvió hacia Iliucha y le preguntó a quemarropa:

—¿Te acuerdas de Escarabajo, querido?

La carita de Iliucha se alteró. El enfermo miró a Kolia con una expresión de angustia. Aliocha, que estaba cerca de la puerta, frunció el ceño y, por señas y disimuladamente, dijo a Kolia que no hablara a Iliucha de Escarabajo. Pero Krasotkine no lo comprendió o fingió no comprenderlo.


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