Текст книги "Los hermanos Karamazov"
Автор книги: Федор Достоевский
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Классическая проза
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—Cierto; yo pienso como usted. Todo el mundo se siente inclinado al crimen, pero no sólo en algunos momentos, sino siempre. A mí me parece que debió de celebrarse alguna vez una asamblea general para tratar de este asunto, y se llegó al acuerdo de mentir. Desde entonces todos mienten: dicen que odian el mal, y lo quieren en sí mismos.
—Usted sigue leyendo malos libros.
—Sí. Mi madre se los esconde debajo de la almohada, pero yo se los quito.
—¿No se da usted cuenta de que se está destruyendo a si misma?
—Quiero destruirme. En nuestra ciudad hay un chico que se echó entre los raíles y esperó a que le pasara un tren por encima. Lo envidio. Escuche: se va a juzgar a su hermano por haber matado a su padre. Pues bien, todo el mundo está contento de que lo haya matado.
—¿Contento de que haya matado a su padre?
—Sí, todos están contentos. Dicen que es espantoso, pero en el fondo están contentísimos. Y yo la primera.
—En sus palabras hay algo de verdad —dijo lentamente Aliocha.
—¡Oh, qué ideas tan magníficas tiene usted! —exclamó Lise, entusiasmada—. ¡Y el que habla así es un monje! ¡No sabe usted cuánto lo respeto, Aliocha! ¡Usted no miente jamás! Oiga, quiero contarle algo ridículo: a veces, en sueños, veo a los demonios. Es de noche. Estoy sola en mi habitación, donde arde una vela. De pronto, salen los diablos de todos los rincones y de debajo de la mesa. Abren la puerta. Allí hay muchos más, que desean entrar para apresarme. Ya avanzan, ya se arrojan sobre mí. Pero me santiguo, y todos retroceden aterrados. No se van, se quedan en los rincones y en la puerta. De pronto, siento un irresistible deseo de blasfemar; empiezo a hacerlo y ellos avanzan en masa, alegremente. De nuevo ponen sus manos sobre mí; pero yo vuelvo a santiguarme y todos vuelven a retroceder. Es tan divertido, tan emocionante, que pierdo la respiración.
—Yo también he tenido ese sueño —dijo Aliocha.
—¿Es posible? —exclamó Lise, asombrada—. Oiga, Aliocha; no bromee; esto es muy importante. ¿Puede ser que dos personas tengan un mismo sueño?
—Sí, puede ser.
—Le repito que esto es muy serio, Aliocha —dijo Lise en el colmo de la sorpresa—. No es el sueño lo que importa, sino el hecho de que usted haya tenido el mismo sueño que yo. Usted que no miente nunca, no miente ahora. ¿Habla en serio? ¿No bromea?
—Hablo completamente en serio.
Lise estaba atónita. Guardó silencio un instante.
—Aliocha —dijo en tono suplicante—, venga a verme con más frecuencia.
—Vendré siempre, toda la vida —respondió firmemente Aliocha.
—No puedo confiar en nadie más que en usted; usted es la única persona del mundo en quien puedo confiar. Le hablo con más sinceridad que a mí misma. No siento ninguna vergüenza ante usted, Aliocha, ninguna. ¿Por qué será? Aliocha, ¿es verdad que los judíos roban y estrangulan niños en las Pascuas?
—No lo sé.
—Yo tengo un libro donde se explica un proceso contra un judío que, después de cortar los dedos a un niño de cuatro años, lo clavó, lo crucificó en una pared. El culpable declaró ante el tribunal que el niño murió rápidamente, al cabo de cuatro horas. En verdad, es una muerte rápida. El niño no cesaba de gemir, mientras el asesino permanecía ante él, contemplándolo. ¡Esto está bien!
—¿Bien?
—Sí. A veces me imagino que soy yo quien lo ha crucificado. El niño gime. Yo me siento ante él y me pongo a comer compota de piña. Es un dulce que me gusta mucho. ¿A usted no?
Aliocha la miraba en silencio. De pronto, el rostro, de un amarillo pálido, de Lise se transfiguró y sus ojos llamearon.
—Después de haber leído esa historia, me pasé llorando toda la noche. Creía oír los gritos y los lamentos del niño. ¿Cómo no había de gritar si sólo tenía cuatro años? Y la idea de la compota no se apartaba de mi pensamiento. A la mañana siguiente envié una carta a cierta persona, rogándole que viniera a verme sin falta. Vino y le conté todo lo referente al niño y a la compota, absolutamente todo. Luego le dije: «Esto está bien.» Él se echó a reír. Le pareció que, en efecto, estaba bien. Luego, al cabo de cinco minutos, se marchó. ¿Obró así porque me despreciaba? Diga, Aliocha: ¿cree usted que me despreciaba?
Se irguió en su sillón. Sus ojos centelleaban. Perdiendo la calma, Aliocha preguntó:
—¿De modo que usted llamó a esa «cierta persona»?
—Sí.
—¿Le envió la carta?
—Sí.
—¿Lo hizo venir para contarle lo del niño?
—No precisamente para eso pero cuando lo vi entrar se lo conté. Él se echó a reír y luego se fue.
—Obró sinceramente —dijo Aliocha con calma.
—¿Pero cree usted que me despreció? Ya le he dicho que se echó a reír.
—No la despreció. A lo mejor, también él admite lo de la compota de piña. Está muy enfermo, Lise.
—Sí, admite lo de la compota —afirmó Lise con ojos fulgurantes.
—No desprecia a nadie —dijo Aliocha—. Pero tampoco confía en nadie. Y yo me digo que si no confía, desprecia.
—¿También a mí?
—También a usted.
—En eso hay un bien —exclamó Lise, furiosa—. Cuando se marchó riéndose, advertí que en el desprecio había algo bueno. Tener los dedos cortados como ese niño es un bien; ser despreciado es igualmente un bien.
Miró a Aliocha con una sonrisita aviesa.
—Oiga, Aliocha, yo querría... ¡Oh, sálveme!
Se irguió, se inclinó hacia él, lo estrechó en sus brazos.
—¡Sálveme! —gimió—. ¡A nadie le he dicho lo que acabo de decirle a usted! ¡He dicho la verdad, la pura verdad! Todo me es ingrato. ¡Me mataré, no quiero vivir! ¡Todo me inspira aversión, todo! ¡Oh Aliocha! ¿Por qué no me quiere usted? ¿Por qué no me quiere ni siquiera un poco?
—¡Pero si yo la quiero! —dijo Aliocha con vehemencia.
—¿Me llorará usted?
—Sí.
—¿Pero no sólo porque no he querido casarme con usted, sino por todo?
—Sí.
—Gracias. Me basta con sus lágrimas. Y que todos, absolutamente todos los demás, me torturen y me pisoteen. No quiero a nadie. ¿Lo oye? ¡A nadie! Por el contrario, los odio a todos... Y ahora váyase a ver a su hermano. Ya es hora de que se vaya.
Se retiró; ya no lo aprisionaba con sus brazos.
—No puedo dejarla en ese estado —dijo Aliocha, inquieto.
—Vaya a ver a su hermano. Se le hace tarde; no lo van a dejar entrar. Aquí tiene su sombrero. ¡Váyase, váyase! Dé un beso a Mitia de mi parte.
Empujó a Aliocha hacia la puerta. Él la miraba, apenado y perplejo. En esto notó que Lise ponía en su mano un papel doblado. Vio que era un sobre cerrado y leyó este nombre en él: «Iván Fiodorovitch Karamazov.» Luego dirigió una rápida mirada a Lise. Y vio que en su semblante había una sombra de amenaza.
—¡No deje de entregárselo! —exclamó con una exaltación que la hacía temblar—. ¡Lo ha de recibir hoy mismo, enseguida! ¡Si no lo recibe, me envenenaré! Por eso lo he hecho venir.
Y le echó la puerta a la cara. Aliocha se guardó la carta en el bolsillo y se dirigió a la salida, sin despedirse de la señora de Khokhlakov, de la que ni siquiera se acordaba.
Cuando Aliocha hubo desaparecido, Lise entreabrió la puerta, puso un dedo en la abertura y volvió a cerrar con todas sus fuerzas. Luego retiró la mano, y, lentamente, fue a sentarse en su sillón. Se miró el dedo ennegrecido y manchado de la sangre que salía de debajo de la uña. Los labios le temblaban. Se dijo a sí misma una y otra vez:
—Vil, vil, vil...
CAPÍTULO IV
El himno y el secreto
Era ya tarde (y los días son cortos en noviembre) cuando Aliocha llamó a la puerta de la cárcel. Anochecía, pero él estaba seguro de que le permitirían entrar. En nuestra pequeña ciudad ocurría lo que ocurre en todas. Al principio, una vez instruido el sumario, las entrevistas de Mitia, tanto con sus familiares como con los demás visitantes, se celebraban con arreglo a las normas establecidas. Pero pronto se exceptuaron de estas formalidades a algunos de los que iban a verlo asiduamente. Éstos llegaron a poder conversar con el preso sin trabas de ninguna índole. Bien es verdad que eran sólo tres los que gozaban de estas licencias: Gruchegnka, Aliocha y Rakitine.
El ispravnikMikhail Makarovitch miraba con buenos ojos a Gruchegnka. Estaba arrepentido de la dureza con que le había hablado en Mokroie. Después, cuando estuvo bien informado de todo, su juicio sobre la joven había cambiado por completo. Por otra parte, aunque parezca extraño, aun estando seguro de que Mitia era culpable, lo trataba con cierta indulgencia desde que estaba encarcelado. Se decía: «Tal vez no tenga mal fondo; puede ser que el alcohol y la disipación lo hayan perdido.» En su alma había sucedido la piedad al horror. El ispravniktenía gran afecto a Aliocha, al que conocía desde hacía mucho tiempo. Rakitine, otro de los que visitaban con frecuencia al preso, tenía gran amistad con las «señoritas del ispravnik», como él las llamaba. Además, daba lecciones en casa del inspector de la cárcel, viejo bonachón, aunque militar riguroso. Aliocha conocía desde hacía tiempo a este inspector, para el que no había nada mejor que él acerca de la «suprema sabiduría». El viejo respetaba, e incluso temía, a Iván Fiodorovitch, y especialmente a sus razonamientos, aunque también él era un gran filósofo... a su manera. Por Aliocha sentía una simpatía profunda. Llevaba un año estudiando los Evangelios apócrifos y daba cuenta de sus impresiones a su joven amigo. Cuando Aliocha estaba en el monasterio, iba a verle y estaba horas enteras conversando con él y con los religiosos. O sea, que si Aliocha llegaba demasiado tarde a la cárcel, pasaba antes por casa del inspector, y todo arreglado. Por otra parte, todo el personal, hasta el último guardián, estaba acostumbrado a verlo. El centinela, por supuesto, no le ponía ninguna dificultad: sabía que tenía el pase reglamentario, y esto le bastaba. Cuando alguien preguntaba por Mitia, éste bajaba al locutorio.
Al entrar en esta pieza, Aliocha vio que Rakitine se estaba despidiendo de su hermano. Los dos hablaban en voz alta. Mitia se reía y el otro parecía malhumorado. Sobre todo últimamente a Rakitine le desagradaba encontrarse con Aliocha. Hablaba poco con él e incluso lo saludaba con cierta frialdad. Al verlo entrar, frunció el entrecejo, desvió la vista y fingió absorberse en la tarea de abrocharse el abrigo de cuello de piel. Después empezó a buscar su paraguas.
—No sé si se me olvida algo —dijo, no sabiendo qué decir.
—No debes olvidar nada, con tal que sea tuyo —dijo Mitia, echándose a reír.
Rakitine se enfureció.
—¡Eso recomiéndaselo a los Karamazov, familia de explotadores! —exclamó, temblando de cólera.
—No te pongas así. Ha sido una broma.
Y añadió, dirigiéndose a Aliocha y señalando a Rakitine, que se dirigía a la puerta a toda prisa:
—Todos son iguales. Se reía, estaba contento, y, de pronto, ya ves cómo se pone... Ni siquiera te ha saludado. ¿Estáis reñidos?... ¿Por qué has tardado tanto? Te he estado esperando todo el día con impaciencia. Pero no importa: ahora nos desquitaremos.
—¿Por qué viene a verte con tanta frecuencia Rakitine? ¿Os habéis asociado?
—No. Es un bribón. Y me cree un miserable. No comprende las bromas. No hay nada en su alma; me recuerda las paredes de esta cárcel cuando las vi por primera vez. Pero no es tonto... Oye, Alexei: ¡estoy perdido!
Se sentó en un banco e invitó a Aliocha a que se sentara a su lado.
—Te comprendo, Mitia. Mañana se celebrará el juicio. ¿De veras no tienes ninguna esperanza?
—¿El juicio? —preguntó Dmitri como si no comprendiera—. ¡Ah, sí; el juicio! ¡Bah, eso no tiene importancia! Hablemos de lo que importa. Aunque me juzguen mañana, no pensaba en eso cuando he dicho que estoy perdido. No temo por mi cabeza, sino por lo que hay dentro. ¿Por qué me miras con ese gesto de desaprobación?
—No sé lo que has querido decir, Mitia.
—Me he referido a las ideas, si, a las ideas... ¡La ética! ¿Qué es la ética, Aliocha?
Alexei miró a Dmitri, desconcertado.
—¿La ética?
—Sí; sé que es una ciencia, ¿pero qué ciencia?
—Desde luego, hay una ciencia que lleva ese nombre. Pero te confieso que no puedo decirte de ella nada más.
—Rakitine sí que la conoce. Ese granuja es un sabio. No profesará. Piensa irse a Petersburgo y dedicarse a la crítica, una crítica de tendencia moral... Puede hacerse valer, llegar a ser alguien. ¡Con lo ambicioso que es!... Bueno, ¡al diablo la ética!... ¡Estoy perdido, Alexei, varón de Dios! Te quiero como no te quiere nadie; cuando pienso en ti, mi corazón se acelera... Oye, ¿quién es Carlos Bernard?
—¿Carlos Bernard?
—No; Carlos, no: Claudio, Claudio Bernard. Es químico, ¿no?
—He oído decir que es un sabio, pero esto es todo lo que sé de él.
—Yo tampoco sé nada. ¡Que se vaya al diablo! Seguramente está en la miseria. Todos los sabios están en la miseria. Pero Rakitine irá muy lejos. Se mete en todas partes. Es un Bernard en su género. Estos Bernard abundan.
—¿Pero qué tienes que ver con Rakitine?
—Pretende hacer su presentación como escritor con un artículo sobre mí. Por eso viene a verme: él mismo me lo ha dicho. Un artículo de tesis. «Tenía que matar: es una víctima del medio...», etcétera. Según me ha dicho, escribirá con cierta tendencia socialista. Me tiene sin cuidado. Detesta a Iván. Y tú no le eres simpático. Yo lo soporto porque tiene ingenio. ¡Pero qué orgulloso es! Hace un momento le he dicho: «Los Karamazov no somos cualquier cosa; somos filósofos, como todos los verdaderos rusos. Sin embargo, tú, con todo tu saber, no eres un filósofo, sino un patán.» Él ha sonreído, sarcástico. Y yo he añadido: De opinionibus non est disputandum. También yo conozco a los clásicos —terminó, echándose a reír.
—¿Pero por qué dices que estás perdido?
—Pues..., en el fondo..., observando el hecho en su conjunto, porque siento la falta de Dios.
—No sé lo que quieres decir.
—¿No? Verás. En la cabeza, mejor dicho, en el cerebro, hay nervios... Estos nervios tienen fibras, y cuando estas fibras vibran... Oye, cuando miro una cosa, las fibras empiezan a vibrar, y, apenas vibran, se forma una imagen. Bueno, no se forma enseguida, sino al cabo de un momento, de un segundo... Entonces aparece en la imaginación un momento..., no un momento, ¡qué disparates digo!..., aparece un objeto, una escena. Así se realiza la percepción. Y no podemos menos de decirnos que esto ocurre porque tenemos fibras, y no porque tenemos alma y estamos hechos a imagen y semejanza de Dios... Ayer mismo me habló de esto Mikhail. Y desde entonces me tortura esta idea. ¡La ciencia es magnífica, Alexei! El hombre progresa; esto es natural... Sin embargo, echo de menos a Dios.
—Eso es bueno —dijo Aliocha.
—¿Que eche de menos a Dios? ¡La química, hermano, la química! Perdóneme su reverencia, pero tendrá que apartarse un poco para dejar el paso libre a la química... Rakitine no ama a Dios; no, no lo ama. A todos los que son como él les ocurre lo mismo; pero lo disimulan, mienten. «¿Expondrás esas ideas en tus artículos?», le he preguntado. Y él me ha respondido, riendo: «No, no me lo permitirían.» Entonces yo le he dicho: «¿Qué será del hombre sin Dios y sin inmortalidad? Se dirá que, como todo se tolera, todo es licito.» Y él me ha contestado: «Al hombre inteligente, todo se le permite. ¿No lo sabías? Con su inteligencia, sale siempre del paso. En cambio, a ti, por haber matado, lo prendieron y ahora estás pudriéndote en una cárcel.» Esto me ha dicho ese villano. Antes, a semejantes cerdos los mandaba al diablo; ahora los escucho. Además, Rakitine dice cosas acertadas y escribe bien. Hace ocho días me leyó un artículo suyo y anoté tres líneas. Las tengo aquí. Voy a leértelas.
Mitia sacó del bolsillo un papel y leyó:
—«Para resolver esta cuestión hay que poner la propia persona frente a la propia actividad.»
»¿Comprendes esto? —preguntó Mitia.
—No, no lo comprendo.
Aliocha escuchaba atentamente a su hermano y lo miraba con curiosidad.
—Yo tampoco lo entiendo —dijo Dmitri—. No está claro. Pero es ingenioso. Él dice que todos escriben así ahora, que este modo de escribir es un producto del medio. También compone versos. Ha cantado los pies de la señora de Khokhlakov. ¡Ja, ja!
—Lo había oído decir.
—¿Conoces los versos?
—No.
—Te los leeré; los tengo aquí. Alrededor de esto hay una historia interesante. ¡El muy canalla! Hace tres semanas me dijo para mortificarme: «Te has hecho encarcelar como un imbécil por tres mil rublos, y yo voy a tener ciento cincuenta mil. Estoy dando pasos para casarme con una viuda. Compraré una casa en Petersburgo.» Me explicó que hacía la corte a la señora de Khokhlakov, de la que dijo que en su juventud tenía poca cabeza y que a los cuarenta años la había perdido por completo. «Es muy sensible; de esto me valdré para conquistarla. Me casaré con ella, nos iremos a Petersburgo y allí fundaré un periódico.» Se relamía de gusto, claro que no porque iba a ser dueño de la señora de Khokhlakov, sino porque iba a disponer de sus ciento cincuenta mil rublos. Estaba muy seguro de sí mismo. Venía a verme todos los días. «Su resistencia se va debilitando», me decía radiante. Y de pronto le echan de la casa. Perkhotine le puso una zancadilla. ¡Bien hecho! De buena gana daría un abrazo a esa viuda tonta por haberle puesto en la puerta. Entonces escribió la poesía. Me dijo: «Por primera vez me rebajo a componer versos para cautivar a una mujer, pero lo hago con una finalidad útil. Una vez en posesión de la fortuna de esa cabeza vacía, podré ser útil a la sociedad.» La utilidad pública es un buen pretexto para esos tipos. También me dijo que escribía mejor que Pushkin, ya que sabía expresar «en versos alegres su tristeza cívica». Comprendo que censure a Pushkin, pues, si verdaderamente tenía talento, no debió limitarse a describir los pies. ¡Qué orgulloso estaba de sus versos ese perfecto truhán! ¡El amor propio de los poetas! «Por la curación del pie del objeto amado.» Éste es el título que puso a sus versos ese loco de Rakitine. Escúchalos:
»Le produce gran dolor
su encantador piececito.
Aumentan el sufrimiento
los doctores que pretenden curarlo.
No me dan lástima los pies,
aunque los cante Pushkin;
son las cabezas las que compadezco,
las cabezas rebeldes a las ideas.
Ella empezaba a comprender
cuando el pie la distrajo.
¡Que sane pronto ese pie,
ya que entonces la cabeza comprenderá!
Rakitine es un villano, pero estos versos tienen gracia. Y, en verdad, ha mezclado con el humor una tristeza «cívica». Estaba furioso; sus dientes rechinaban.
—Ya se ha vengado —dijo Aliocha—. Ha publicado un artículo contra la señora de Khokhlakov.
Y puso a Mitia al corriente de la noticia aparecida en el periódico Rumores.
—Ha sido él —dijo Mitia, ceñudo—. ¡Seguro que ha sido él! Esas informaciones... ¡Cuántas infamias ha escrito! Contra Gruchegnka..., contra Katia...
Iba y venía por la habitación con semblante sombrío.
—Dmitri —dijo Aliocha tras una pausa—, no puedo estar más tiempo contigo. Mañana es un día de gran importancia para ti. Se cumplirá el juicio de Dios. Por eso me asombra que, en vez de hablar de cosas serias, hables de nimiedades.
—Pues no te debía sorprender. ¿Para qué hablar del asesino, de ese perro sarnoso? Ya he hablado bastante de él. No quiero oír nombrar a Smerdiakov, ese hijo hediondo de una mujer hedionda. ¡Dios lo castigará! Ya verás cómo lo castiga.
Se acercó a Aliocha y lo abrazó. Su emoción era sincera; sus ojos llameaban.
—Rakitine no comprendía esto, pero tú sí que lo comprenderás. Por eso te esperaba con tanta impaciencia. Hace tiempo que quería decirte muchos cosas entre estas inhóspitas paredes; pero cada vez que he hablado contigo me he callado lo principal, por parecerme que no había llegado aún el momento de sincerarme. He esperado hasta el último día para abrirte mi corazón. En este encierro, hermano mío, he sentido nacer en mí un nuevo ser. En mí existía un hombre nuevo que sólo podía manifestarse bajo el azote del infortunio. ¿Qué puede importarme trabajar hasta la extenuación en las minas durante veinte años? Esto no me asusta; lo que temo es otra cosa: que el hombre que acaba de nacer en mí me abandone... En las minas, en un forzado, en un asesino, podemos encontrar un hombre de corazón con el que entendernos; sí, también allá lejos podemos amar, vivir y sufrir; despertar el corazón dormido de un forzado y cuidarlo con solicitud; sacar de su oscura guarida y llevar a la luz a un alma grande regenerada por el sufrimiento; resucitar a un héroe. Hay centenares de seres así y todos somos culpables ante ellos. No soñé en vano con el «pequeñuelo»: fue una profecía. Por él iré a presidio. Todos somos culpables ante todos. Son muchos los niños desgraciados como aquél, aunque unos sean realmente niños y otras personas mayores. Iré a presidio por ellos; es necesario que se sacrifique uno por todos. No he matado a mi padre, pero acepto la expiación. Hasta que no he estado aquí, entre estas degradantes paredes, no me he dado cuenta de lo que te acabo de revelar. En el mundo hay centenares de hombres que empuñan el martillo. Nosotros viviremos encadenados, privados de libertad, pero, por obra de nuestro dolor, resucitaremos a la alegría, esa alegría sin la que el hombre no puede vivir ni Dios existir, ya que es Él quien nos la da, porque éste es su sublime privilegio. Señor, que el hombre se dedique a la oración en alma y vida. ¿Cómo podría yo vivir sin Dios en las profundas galerías de las minas? Rakitine miente. Si echan a Dios de la tierra, nosotros lo encontraremos bajo tierra. El hombre libre no puede pasar sin Dios; el forzado, menos aún. Los hombres subterráneos elevaremos un himno trágico a Dios y a su alegría. ¡Viva Dios y la alegría divina! ¡Amo a Dios!
Después de este extraño discurso, Mitia jadeaba. Estaba pálido, los labios le temblaban, las lágrimas fluían de sus ojos.
—Todo está lleno de vida; la vida es desbordante incluso bajo tierra... No puedes figurarte, Alexei, cómo anhelo la vida ahora, hasta qué extremo se ha apoderado de mí la sed de vivir, precisamente desde que estoy encerrado entre estas siniestras paredes. Rakitine no comprende esto; sólo piensa en construir una casa y llenarla de inquilinos. Pero yo te esperaba a ti. ¿El sufrimiento? No le temo, por cruel que sea. Antes le temía, pero ahora no le temo. Tal vez mañana no diga nada ante el tribunal. Siento en mí una energía que me permitirá hacer frente a todos los sufrimientos, con tal que pueda decirme a cada momento: «¡Existo!» Incluso en el tormento, aun en las convulsiones de la tortura, existo. Y atado a la picota, sigo existiendo; veo el sol, y si no lo veo, sé que brilla. Y saber esto es vivir plenamente. ¡Oh Aliocha, mi buen Aliocha; la filosofía es mi perdición! ¡Al diablo la filosofía! Nuestro hermano Iván...
Aliocha trató de cortar su discurso, pero Mitia no pareció oírlo y prosiguió:
—Antes no me asaltaban estas dudas. Las tenía bien encerradas en mi interior. Y tal vez precisamente por eso, porque dentro de mí hervían ideas ignoradas, me embriagaba, reñía con todos, me encolerizaba: era un modo de acallar esas ideas, de aplastarlas... Iván no es como Rakitine; Iván oculta sus pensamientos, no despega los labios, es una esfinge... Dios llena mi pensamiento, y esta idea me atormenta. ¿Qué ocurriría si Dios no existiera, si, como afirma Rakitine, fuera sólo un concepto creado por la humanidad? En este caso el hombre sería el rey de la tierra, del universo. Perfectamente. ¿Pero puede ser el hombre virtuoso sin Dios? ¿A quién amará? ¿A quién cantará himnos de agradecimiento? Rakitine se ríe de esto; dice que se puede amar a la humanidad sin Dios. Pero esto es algo que yo no puedo comprender. La vida es fácil para Rakitine. Hoy me ha dicho: «Lucha por la extensión de los derechos cívicos o por impedir que se eleve el precio de la carne. De este modo demostrarás más amor a la humanidad y le prestarás mejores servicios que con toda la filosofía.» A lo que yo he replicado: «Tú, al no creer en Dios, elevarás el precio de la carne y, si se te presenta la ocasión, ganarás un rublo por un copec.» Él se ha enojado. Pero dime, Alexei: ¿qué es la virtud? Yo no la concibo como los chinos. ¿Es una cosa relativa? Contesta: ¿lo es o no lo es? Es una pregunta inquietante. Te puedo asegurar que me ha quitado el sueño las dos noches últimas. No creo que se pueda vivir sin pensar en ello... Para Iván no hay Dios. Esta negación se funda en una idea que está fuera de mi alcance. Pero él no me dice qué idea es. Debe de ser masón. Se lo he preguntado y no me ha respondido. Me habría gustado poder beber en la fuente de su pensamiento, pero él lo oculta, se calla. Sólo una vez habló.
—¿Qué dijo?
—Yo le pregunté: «Entonces, ¿todo está permitido?» Y él me contestó: «Nuestro padre, Fiodor Pavlovitch, era un inmoral, pero también un hombre justo en sus razonamientos.» Éstas fueron sus palabras. Sin duda, es más franco que Rakitine.
—Cierto —dijo Aliocha amargamente—. ¿Cuándo vino?
—Ya hablaremos de eso. Hasta ahora apenas había mencionado a Iván ante ti. Ya te lo contaré todo cuando haya terminado el juicio y se haya pronunciado el fallo. Hay en esto algo terrible que tendrás que juzgar tú. Pero ahora, ni una palabra sobre esto. Me has hablado del juicio de mañana. Aunque te parezca mentira, no sé nada de él.
—Pero habrás hablado con tu abogado defensor.
—Sí, y no he adelantado nada. Es un fino bribón de capital, un Bernard. Supone que soy culpable; esto se ve a la legua. «Entonces, ¿por qué se ha encargado usted de mi defensa?», le he preguntado. Me gusta zaherir a estos tipos. Los médicos quieren hacerme pasar por loco, pero yo no lo permitiré. Catalina Ivanovna se propone cumplir con su deber hasta el fin. Es inflexible. —Mitia sonrió amargamente—. Es cruel como una gata. Sabe que dije en Mokroie que es propensa a los arrebatos de cólera. Alguien se lo ha contado. Las declaraciones se han multiplicado hasta el infinito. Grigori mantiene la suya. Es honrado, pero tonto. Hay muchas personas que son honradas por necedad. Así lo ha dicho Rakitine. Grigori va en contra de mí. En cambio, esa mujer quiere demostrarme su amistad y yo preferiría tenerla por enemiga. Me refiero a Catalina Ivanovna. Temo que explique en el juicio que se inclinó ante mí hasta casi besar el suelo cuando le presté los cuatro mil quinientos rublos. Querrá pagarme hasta el último céntimo. No quiero ver sus sacrificios. Me avergonzará en la sala de la audiencia. Ve a verla, Aliocha, y suplícale que no diga nada sobre esto. Tal vez no lo consigamos, pero entonces pasaré el bochorno y allá ella... El ladrón recibirá su merecido. Haré un discurso digno de escucharse, Alexei... —De nuevo sonrió amargamente—. ¡Pero en todo esto, Señor, está mezclada Gruchegnka! ¡No merece sufrir como está sufriendo! ¡No puedo pensar en ella sin sentirme morir!
Dmitri tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Estaba aquí hace un momento.
—Ya lo sé —dijo Aliocha—. Ella misma me lo ha contado. Estaba muy apenada.
—Sí, y la culpa ha sido mía, de mi maldito carácter. Le he hecho una escena de celos. Cuando se ha marchado, me he arrepentido. Le he dado un beso, pero no le he pedido perdón.
—¿Por qué?
Mitia se echó a reír alegremente.
—Que Dios te guarde, querido Alexei, de pedir perdón a la mujer amada. Por muy mal que te hayas portado con ella, no le pidas perdón. Tú no sabes cómo son las mujeres. Yo sí que lo sé. Si reconoces tus errores y les dices: «Perdóname; me he equivocado», en el acto recibirás una granizada de reproches. Nunca obtendrás el perdón sencilla y francamente. Primero, la mujer te humillará, te reprochará faltas que no has cometido, y sólo entonces te dará el perdón. La mejor de ellas no pasará por alto tus más insignificantes errores. Hasta ese extremo llega la ferocidad de las mujeres, de todas de todos esos ángeles sin los cuales no podemos vivir. Oye, querido; no olvides esto: todo hombre decente ha de vivir bajo la zapatilla de una mujer. Estoy convencido de ello, mejor dicho, siento que es así. El hombre ha de ser generoso. Esto no es humillante ni siquiera para un héroe de la altura de César. Pero no pidas nunca perdón a una mujer; ¡nunca, por ningún pretexto! Recuerda siempre este consejo de tu hermano Mitia, al que han perdido las mujeres. Repararé los errores que he cometido con Gruchegnka, pero no le pediré perdón. La venero, Alexei, aunque ella no sabe verlo. A su juicio, nunca la quiero lo suficiente. Su amor es para mí un sufrimiento. Antes me atormentaban sus pérfidos desvíos. Ahora tenemos una sola alma para los dos y, gracias a ella, soy un hombre de verdad. ¿Permaneceremos unidos? Si nos separamos, me moriré de celos... ¿Qué te ha dicho de mí?
Aliocha le repitió las palabras de Gruchegnka. Mitia lo escuchó atentamente y quedó satisfecho.
—¿O sea, que no se ha enfadado por mis celos? Así son las mujeres. Gruchegnka te ha querido demostrar que también ella sabe ser dura. Me gustan estos caracteres, aunque los celos me amargan la vida. Tal vez lleguemos a las manos, pero siempre la querré... ¿Se permite casarse a los presidiarios, Aliocha? Hermano mío, no puedo vivir sin ella.
Mitia iba y venía por el locutorio, con un pliegue entre las cejas. De pronto, se mostró inquieto.
—¿De modo que Grucha te ha dicho que en todo esto hay un secreto, una conspiración contra ella, de «Katka» y otras dos personas? Pues no es así. Gruchegnka se ha equivocado como una tonta... Aliocha, mi querido Aliocha, voy a revelarte nuestro secreto.
Mitia miró en todas direcciones, se acercó a su hermano y empezó a hablar, a susurrar, aunque nadie podía oírlos. El viejo guardián dormitaba en un banco y los soldados de servicio estaban demasiado lejos.
—Sí, voy a revelarte nuestro secreto —dijo, hablando precipitadamente—. Estaba deseando hacerlo, pues no puedo tomar una resolución sin que tú me aconsejes. Tú lo eres todo para mí. Iván es superior a nosotros, pero tú eres mejor que él. E incluso es posible que seas superior a Iván. Quiero que la decisión sea sólo tuya. Es un caso de conciencia, un problema tan importante, que no puedo resolverlo sin tu ayuda. Sin embargo, no es todavía el momento de que dictamines. Mañana, inmediatamente después del juicio, decidiré mi suerte. Te voy a exponer únicamente la idea; prescindiré de los detalles. Pero ni preguntas ni gestos, ¿entendido? ¡Ah!, me olvidaba de tus ojos: aunque no hables, leeré en ellos tu decisión... ¡Oh Aliocha; estoy asustado! Escucha: Iván me ha propuesto huir. Como te he dicho, prescindo de los detalles. El caso es que todo está previsto y el proyecto se puede realizar. Calla. Se trata de huir a América, con Grucha, ya que no puedo vivir sin ella... Hay que pensar en que tal vez no le permitan que me siga al penal. ¿Pueden casarse los forzados? Iván dice que no. ¿Qué haría yo sin Grucha bajo tierra y con el pico en la mano? El pico sólo me serviría para abrirme la cabeza... Pero frente a todo esto está la conciencia. Eludiría el sufrimiento, me alejaría del camino purificador que se me ofrece. Iván dice que un hombre de buena voluntad puede ser más útil en América que trabajando en las minas. ¿Pero qué será entonces de nuestro himno subterráneo? América es también vanidad, la huida a América es un acto innoble, porque significa renunciar a la expiación. He aquí, Aliocha, por qué lo he dicho que sólo tú me podías comprender. Cualquier otro me hubiera mirado como a un loco o a un necio cuando le hubiera hablado del himno subterráneo. Y no soy un loco ni un imbécil. Estoy seguro de que Iván sí que comprende lo del himno, pero no cree en él y se calla. No, no digas nada. Ya veo en tus ojos que has tomado una decisión. Perdóname, pero no puedo vivir sin Gruchegnka. Espera hasta después del juicio.