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Los hermanos Karamazov
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Текст книги "Los hermanos Karamazov"


Автор книги: Федор Достоевский



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»—Un saludo de parte de mi hermano.

»Ella te preguntará:

»—¿Envió el dinero?

»Y tú le contestarás:

»—Es un hombre vil, sensual, incapaz de contenerse. En vez de mandar su dinero, no pudo resistir la tentación de malgastarlo.

»Si tú pudieras añadir:

»—Pero Dmitri Fiodorovitch no es un ladrón y le devuelve los tres mil rublos. Envíelos usted misma a Ágata Ivanovna y reciba las gracias de mi hermano...

»Si pudieras decirle esto, el mal no sería tan grave. En cambio, si ella te pregunta:

»—¿Dónde está el dinero?

Aliocha le interrumpió:

—Dmitri, has tenido una desgracia, pero no tan irremediable como crees. No te desesperes.

—¿Crees acaso que me voy a levantar la tapa de los sesos si no logro devolver esos tres mil rublos? De ningún modo: no tengo la resolución necesaria para hacer una cosa así. Más adelante, tal vez. Pero, por el momento, voy a casa de Gruchegnka, donde me dejaré hasta la piel.

—¿Pero qué harás allí?

—Hacerla mi esposa si ella quiere. Y cuando lleguen sus amantes, pasaré a la habitación de al lado. Estaré en la casa para dar cera a sus botas, para preparar el samovar, para hacer los recados...

—Catalina Ivanovna lo comprenderá todo —afirmó gravemente Aliocha—. Comprenderá tu profundo pesar y te perdonará. Es un alma generosa y verá que no hay en el mundo ser más desgraciado que tú.

—No me perdonará: he hecho algo que ninguna mujer perdona.

—¿Sabes qué sería lo mejor?

—¿Qué?

—Que devolvieras los tres mil rublos.

—¿Pero de dónde los puedo sacar?

—Escucha: yo tengo dos mil. Iván te dará mil, y habrás reunido la cantidad completa.

—¿Cuándo tendría en mi poder el dinero? Eres todavía un chiquillo... Aliocha, es preciso que rompas con ella en mi nombre hoy mismo, pueda o no pueda yo devolver el dinero. A tal extremo han llegado las cosas, que esa ruptura no admite retraso. Mañana sería demasiado tarde. Ve a casa del viejo.

—¿De nuestro padre?

—Sí, ve primero a verle a él y pídele los tres mil rublos.

—Nunca te los dará, Dmitri.

—Ya lo sé. ¿Pero sabes tú lo que es la desesperación?

—Sí.

—Escucha: legalmente, el viejo no me debe nada. He recibido ya mi parte, bien lo sé. ¿Pero acaso no tiene una deuda moral conmigo? Los veintiocho mil rublos de mi madre le sirvieron para ganar cien mil. Que me dé tres mil rublos, nada más que tres mil, y habrá salvado mi alma del infierno, y a él se le perdonarán muchos pecados. Te juro que me conformaré con esta cantidad y que el viejo ya no volverá a oír hablar de mí. Le ofrezco por última vez la oportunidad de ser un padre. En realidad, es Dios quien se la ofrece: díselo así.

—Dmitri, de ningún modo te dará ese dinero.

—Ya lo sé, estoy seguro. Y menos ahora. Estos días se ha enterado por primera vez en serio(fíjate bien en esta palabra) de que Gruchegnka no bromeaba cuando dejó entrever que podía volverle la espalda y casarse conmigo. Conoce muy bien el carácter de esa gata. ¿Cómo puede darme un dinero que favorecería mis planes, estando él loco por ella? Y esto no es todo. Escucha: hace cinco días que tiene apartados tres mil rublos en billetes de cien en un gran sobre lacrado con cinco sellos y atado con una cinta de color de rosa. Ya ves que estoy bien enterado. En el sobre hay esta inscripción: «Para Gruchegnka, mi ángel, si se decide a venir a mi casa.» Él mismo ha garabateado estas palabras a escondidas, y nadie sabe nada de este dinero, excepto Smerdiakov, su sirviente, del que está tan seguro como de sí mismo. Ya hace tres o cuatro días que espera que Gruchegnka acuda a buscar el sobre. Ella le ha dicho que tal vez vaya. Y si Gruchegnka va a casa del viejo, yo no podré casarme con ella. ¿Comprendes ahora por qué me oculto aquí y a quién acecho?

—¿A ella?

—Sí. Esas desgraciadas han cedido un cuartucho a Foma, que fue soldado de mi batallón. Foma está al servicio de ellas: monta guardia por la noche y tira a los gallos silvestres durante el día. Yo soy su huésped. Tanto él como esas mujeres ignoran mi secreto, o sea, que estoy aquí para vigilar.

—¿Lo sabe Smerdiakov?

—Sí. Y me advertirá si Gruchegnka visita al viejo.

—Lo del sobre, ¿lo sabes por Smerdiakov?

—Sí. Pero esto es un gran secreto. Ni siquiera Iván lo sabe. El viejo va a enviar a nuestro hermano a Tchermachnia para dos o tres días. Le ha salido un comprador para el bosque y le ofrece ocho mil rublos. El viejo ha pedido a Iván que le ayude, que vaya a ver al comprador en su nombre. Lo que en realidad desea es alejarlo para recibir a Gruchegnka.

—¿La espera hoy?

—No, hay ciertos indicios de que hoy no vendrá —repuso Dmitri—. Así lo cree también Smerdiakov. El viejo está ahora en la mesa, bebiendo en compañía de Iván. Ve a pedirle los tres mil rublos, Alexei.

Aliocha se levantó de un salto al ver el semblante extraviado de Dmitri. En el primer momento creyó que su hermano se había vuelto loco.

—¿Qué te pasa, Mitia?

—Nada. No creas que he perdido el juicio —respondió Dmitri, mirándole grave y fijamente—. No temas: sé muy bien lo que digo. Creo en los milagros, Aliocha.

—¿En los milagros?

—Sí, en los milagros de la Providencia. Dios lee en mi corazón, ve que estoy desesperado. ¿Crees que puede consentir que se realice tal monstruosidad? Ve, Aliocha. Creo en los milagros.

—Iré. ¿Me esperarás aquí?

—Sí. Sin duda, tardarás. No se puede abordar la cuestión de buenas a primeras. Ahora está bebido. Esperaré aquí tres, cuatro, cinco horas. Pero te advierto que hoy mismo, aunque sea a medianoche, has de ir a casa de Catalina Ivanovna, con el dinero o sin él, para decirle: «Dmitri Fiodorovitch me ha rogado que la salude en su nombre.» Deseo que repitas estas palabras exactamente.

—Oye, Mitia: ¿qué piensas hacer si Gruchegnka viene hoy, o mañana, o pasado mañana?

—¿Si viene Gruchegnka? Como vigilo, la veré. Entonces forzaré la puerta e impediré que el viejo se salga con la suya.

—Pero si él...

—Entonces mataré: no lo podré resistir.

—¿A quién matarás?

—Al viejo. A ella ni siquiera la tocaré.

—¿Qué dices, Mitia?

—No lo sé, no lo sé. Quizá la mate, quizá no. Pero temo no poder soportar la expresión de su cara en esos momentos. Odio su nuez, su nariz, sus ojos, su sonrisa impúdica. Todo eso me repugna. Ésta es la razón de mi inquietud: temo no poder contenerme.

—Voy a verlo, Mitia. Creo que Dios lo arreglará todo lo mejor posible y nos evitará todos estos horrores.

—Yo espero un milagro. Pero si no se produce...

Aliocha se dirigió, pensativo, a casa de su padre.

CAPITULO VI



Smerdiakov



Aliocha encontró a Fiodor Pavlovitch todavía en la mesa. Como de costumbre, la comida se había servido en el salón y no en el comedor. Era la pieza mayor de la casa y estaba amueblada con cierta presunción de estilo añejo. Los muebles, muy antiguos, eran de madera blanca y estaban tapizados con una tela roja, mezcla de seda y algodón. Se veían entrepaños con marcos ostentosos, esculpidos a la moda antigua y de tonos blancos y dorados. En los muros, cuyo blanco empapelado presentaba desgarrones aquí y allá, había dos grandes retratos: uno de un antiguo gobernador de la provincia, y otro de un prelado, fallecido hacia ya mucho tiempo. En el rincón que quedaba enfrente de la puerta de entrada había varios iconos, ante los cuales ardía una lamparilla durante la noche, menos por devoción que por dar luz a la estancia.

Fiodor Pavlovitch se acostaba muy tarde, a las tres o a las cuatro de la madrugada. Hasta entonces se paseaba por la casa o se absorbía en sus meditaciones, sentado en su sillón. Esto se había convertido en un hábito. Pasaba muchas noches solo, después de haber despedido a los criados, pero esta soledad era relativa, pues Smerdiakov, su sirviente, solía dormir en la antesala, echado sobre un largo arcón.

Al presentarse Aliocha, la comida llegaba a su fin: se habían servido ya los dulces y el café. A Fiodor Pavlovitch le gustaban las golosinas, acompañadas de coñac, después de las comidas.

En aquel momento, Iván estaba tomando el café con su padre. Los sirvientes Grigori y Smerdiakov permanecían al lado de la mesa. Señores y criados estaban, visiblemente, de excelente humor. Fiodor Ravlovitch reía a carcajadas. Desde el vestíbulo, Aliocha reconoció aquella risa estridente que le era tan familiar. Y se dijo que su padre, aunque todavía no estaba ebrio, se hallaba en excelente disposición de ánimo.

—¡Al fin ha llegado! —exclamó Fiodor Pavlovitch, encantado de la presencia de Aliocha—. Ven y siéntate con nosotros. ¿Quieres café? Está hirviendo y es exquisito. No te ofrezco coñac porque sé que eres abstemio. Sin embargo, si quieres... No, te daré un licor estupendo. Smerdiakov, ve al aparador. Lo encontrarás en el segundo anaquel, a la derecha. Toma las llaves. ¡Hala!

Aliocha rechazó el licor.

—Bueno, si tú no quieres, lo servirán para nosotros. Dime: ¿has comido?

Aliocha contestó que sí. En efecto, había comido un trozo de pan y bebido un vaso de kvassen la cocina del padre abad.

—Tomaré una taza de café.

—¡El muy bribón El café no lo rechaza. ¿Hay que calentarlo? No: está todavía hirviendo. Es el famoso café de Smerdiakbv. Es un maestro para el café, la sopa de pescado y las tortas. Has de venir un día a comer sopa de pescado con nosotros. Avísame antes. Pero, ahora que caigo, ¿no te he dicho que trajeras el colchón y las almohadas hoy mismo? ¿Dónde están?

—No los he traído —repuso Aliocha, sonriendo.

—¡Ah! Has tenido miedo; confiesa que has tenido miedo. ¿Es posible que me mires con temor, querido?... Oye, Iván, cuando me mira a los ojos sonriendo, no lo puedo resistir. Sólo de verlo, la alegría dilata mi corazón. ¡Lo quiero! Aliocha, ven a recibir mi bendición.

Aliocha se puso en pie, pero Fiodor Pavlovitch había cambiado de opinión.

—No. Me limitaré a hacer la señal de la cruz. Así. Anda, ve a sentarte. Oye, te voy a dar una alegría: la burra de Balaam ha hablado sobre cosas que a ti te llegan al corazón. Escúchalo un poco y te reirás.

La burra de Balaam era el sirviente Smerdiakov, joven de veinticuatro años, insociable, taciturno, arrogante y que parecía despreciar a todo el mundo. Ha llegado el momento de decir algunas palabras de este personaje. Criado por Marta Ignatievna y Grigori Vasilievitch, el rapaz —«naturaleza ingrata», según la expresión de Grigori– había crecido como un salvaje en su rincón. Le gustaba colgar a los gatos y enterrarlos con gran ceremonia: se echaba encima una sábana a guisa de casulla y cantaba, agitando un supuesto incensario sobre el cadáver, todo ello con el mayor misterio. Grigori lo sorprendió un día y le azotó duramente. Durante una semana el chiquillo estuvo acurrucado en un rincón, mirando de reojo.

—Este monstruo no nos quiere —decía Grigori a Marta—. Es más, no quiere a nadie.

Y un día dijo a Smerdiakov:

—¿Eres verdaderamente un ser humano? No, has nacido de la humedad del invernadero.

Smerdiakov, como se verá después, no le perdonó nunca estas palabras.

Grigori le enseñó a leer y le dio lecciones de historia sagrada desde que tuvo doce años. Fue un intento inútil. Un día, en una de las primeras lecciones, el rapaz se echó a reír.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Grigori, mirándolo por encima de los lentes.

—Nada. Que si Dios creó el mundo el primer día, y el cuarto hizo el Sol, la Luna y las estrellas, ¿de dónde salía luz el primer día?

Grigori se quedó perplejo. El chiquillo miraba a su maestro con un gesto lleno de ironía. Incluso parecía provocarlo con la mirada. Grigori no pudo contenerse.

—Ahora verás de dónde salía —exclamó. Y le dio una fuerte bofetada.

El niño no protestó, pero estuvo de nuevo en su rincón varios días. Una semana después tuvo su primer ataque de epilepsia, enfermedad que ya no le dejó en toda su vida. Fiodor Pavlovitch modificó inmediatamente su conducta con el chico. Hasta entonces le había mirado con indiferencia, aunque nunca le reñía y le daba un copec cada vez que se encontraba con él. Cuando estaba de buen humor, le enviaba postres de su mesa. La enfermedad del niño provocó su solicitud. Llamó a un médico y Smerdiakov siguió un tratamiento, pero su mal era incurable. Sufría un ataque al mes, por término medio y con intervalos regulares. Estas crisis eran de intensidad variable: unas ligeras, otras violentas. Fiodor Pavlovitch prohibió terminantemente a Grigori que le pegara y permitió al enfermo entrar en sus habitaciones. Le prohibió también el estudio hasta nueva orden. Un día —Smerdiakov tenía entonces quince años—, Fiodor Pavlovitch lo sorprendió leyendo los títulos de su biblioteca a través de los cristales. Fiodor Pavlovitch tenía un centenar de volúmenes, pero nadie le había visto nunca con ninguno en la mano. En seguida dio las llaves de su biblioteca a Smerdiakov.

—Toma —le dijo—, tú serás mi bibliotecario. Siéntate y lee. Esto será para ti mejor que estar sin hacer nada en el patio. Empieza por éste.

Y Fiodor Pavlovitch le entregó el libro Las tardes en la quinta próxima a Dikaneka.

Esta obra no gustó al muchacho. La terminó con un gesto de desagrado y sin haberse reído ni una sola vez.

—¿Qué? ¿No te ha hecho gracia? —le preguntó Fiodor Pavlovitch.

Smerdiakov guardó silencio.

—¡Responde, imbécil!

—Aquí no se cuenta más que mentiras —gruñó Smerdiakov sonriendo.

—¡Vete al diablo, cretino! Mira, aquí tienes la Historia universalde Smaragdov. Todo lo que aquí se dice es verdad.

Pero Smerdiakov no leyó más de diez páginas. La historia le pareció pesada. No había que pensar en la biblioteca. Poco tiempo después, Marta y Grigori informaron a Fiodor Pavlovitch de que Smerdiakov se había vuelto muy quisquilloso. Cuando le ponían delante el plato de sopa, la examinaba atentamente, llenaba la cuchara y la miraba a la luz.

—¿Algún gusano? —preguntaba a veces Grigori.

—¿O tal vez una mosca? —insinuaba Marta Ignatievna.

El escrupuloso joven no contestaba, pero hacia lo mismo con el pan, la carne y toda la comida. Pinchaba un trozo con el tenedor, lo examinaba a la luz como si lo mirara con el microscopio, y, tras un momento de meditación, se decidía a llevárselo a la boca.

—Como si fuera el hijo de un personaje —murmuraba Grigori, mirándole.

Cuando se enteró de semejante manía, Fiodor Pavlovitch afirmó al punto que Smerdiakov tenía vocación de cocinero y lo envió a Moscú para que aprendiera el arte culinario. Pasó allí varios años, y, cuando volvió, su aspecto había cambiado mucho. Estaba prematuramente envejecido. Su piel aparecía arrugada, amarilla. Semejaba un skopets [25]. En el aspecto moral, era casi el mismo que antes de su marcha: un salvaje que huía de la gente. Más tarde se supo que en Moscú apenas había despegado los labios. La ciudad le había interesado muy poco. Fue una noche al teatro y no le gustó. Su ropa, tanto la exterior como la interior, no presentaba la menor señal de negligencia. Cepillaba cuidadosamente su traje dos veces al día y lustraba sus elegantes botas de piel de becerro con un betún inglés especial que les daba un brillo de espejo. Se reveló como un excelente cocinero. Fiodor Pavlovitch le asignó un salario que él invertía casi enteramente en ropa, pomadas, perfumes, etcétera. Hacia tan poco caso de las mujeres como de los hombres. Se mostraba con ellas huraño e inabordable.

Fiodor Pavlovitch empezó a mirarlo desde un punto de vista algo distinto. Sus ataques eran más frecuentes. Marta Ignatievna tenía que sustituirlo en la cocina, y esto no convenía en modo alguno a su dueño.

—¿Por qué tus ataques son ahora más frecuentes que antes? —preguntó al nuevo cocinero, mirándole de hito en hito—. Debes casarte. ¿Quieres que te busque esposa?

Pero Smerdiakov, pálido de enojo, no contestó a esta pregunta. Fiodor Pavlovitch se encogió de hombros y se fue. Sabía que era honrado a carta cabal, incapaz de quitar a nadie un alfiler, y esto era para él lo más importante. Una vez, Fiodor Pavlovitch, estando embriagado, había perdido en el patio tres billetes de cien rublos que acababa de recibir. Hasta el día siguiente no se dio cuenta de la pérdida, y cuando estaba buscando en sus bolsillos, los vio encima de la mesa. El día anterior, Smerdiakov los había encontrado y se los había puesto allí.

—No he visto jamás nada semejante, mi buen Smerdiakov —dijo simplemente Fiodor Pavlovitch. Y le regaló diez rublos.

Hay que decir que, además de estimar su honradez, le tenía afecto, aunque él lo tratara con tan poca amabilidad como a todos. Quien lo observara y se preguntase: «¿Qué es lo que interesa a este hombre? ¿Cuáles son sus principales preocupaciones?», no habría sabido qué contestarse. Sin embargo, Smerdiakov permanecía a veces, estuviera en la casa, en el patio o en la calle, sumido en sus pensamientos durante diez minutos. En estos momentos, su semblante no habría revelado nada al mejor fisonomista. Por lo menos, éste no habría leído en él pensamiento alguno; solamente habría observado que Smerdiakov se hallaba en una especie de estado contemplativo. Hay un notable cuadro de Kramskoi titulado El contemplativo. Un bosque en invierno. En el camino hay un hombre del campo que lleva una hopalanda deshilachada y unas viejas botas, y que parece estar reflexionando. En realidad, no piensa: lo que hace es contemplar algo. Si lo tocarais, se estremecería y os miraría como si saliera de un sueño, sin comprender nada. Se tranquilizaría enseguida, pero si le preguntaseis en qué pensaba, seguramente no se acordaría, aunque volviera a experimentar las impresiones recibidas durante su estado contemplativo. Estas impresiones son para él valiosísimas y se van acumulando en su ser, sin que él se dé cuenta ni sepa con qué fin. Y puede ocurrir que un día, tras haberlas almacenado durante años, lo deje todo y se vaya a Jerusalén a salvar su alma, o que prenda fuego a su pueblo natal. También es posible que haga las dos cosas. Hay muchos contemplativos de esta índole en nuestro país. Smerdiakov era evidentemente un tipo de este género: almacenaba sus impresiones sin saber para qué.

CAPITULO VII



Una controversia



Pues bien, la burra de Balaam empezó a hablar de pronto, cuando se comentaba un suceso extraordinario.

Por la mañana, hallándose en la tienda de Lukianov, Grigori había oído referir al comerciante lo siguiente: un soldado ruso había caído prisionero en un lugar lejano de Asia, y el enemigo quiso obligarle, bajo la amenaza de la tortura y de la muerte, a abjurar del cristianismo y abrazar la religión del islam. El soldado se negó a traicionar a su fe y sufrió el martirio: se dejó despellejar y murió glorificando a Cristo. Este acto heroico se relataba en el periódico recibido aquella misma mañana. Grigori lo comentó en la sobremesa de Fiodor Pavlovitch. A éste le gustaba charlar y bromear en tales momentos, incluso con Grigori. En esta ocasión, Fiodor Pavlovitch se hallaba de un humor excelente y experimentaba una despreocupación sumamente agradable. Después de haber escuchado a Grigori, saboreando su copa de coñac, dijo que se debería canonizar al soldado y enviar su piel a un monasterio.

—El pueblo la cubriría de dinero.

Grigori frunció las cejas al ver que, lejos de enmendarse, Fiodor Pavlovitch seguía burlándose de las cosas santas.

En este momento, Smerdiakov, que estaba cerca de la puerta, sonrió. Ya hacía tiempo que se le admitía en el comedor en el momento de los postres, y, desde la llegada de Iván Fiodorovitch, no faltaba casi ningún día.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Fiodor Pavlovitch, comprendiendo que su sonrisa iba dirigida a Grigori.

Y Smerdiakov dijo de pronto, levantando la voz:

—Estoy pensando en ese valiente soldado. Su heroísmo es sublime, pero, a mi modo de ver, no habría cometido ningún pecado si, en un caso como éste, hubiese renegado del nombre de Cristo y del bautismo, para salvar la vida y poder dedicarse a hacer buenas obras, que le redimirían de su momentánea debilidad.

—¿De modo que crees que eso no sería pecado? —replicó Fiodor Pavlovitch—. Irás al infierno y te asarán como a un cordero.

En ese momento apareció Aliocha, lo que, como se ha visto, produjo gran satisfacción a Fiodor Pavlovitch.

—Estamos hablando de tu tema favorito —dijo el padre tras una alegre risita. E hizo sentar a Aliocha.

—Eso son tonterías —replicó Smerdiakov—. No tendré ningún castigo. No puedo tenerlo, porque sería injusto.

—¿Cómo injusto? —exclamó Fiodor Pavlovitch con redoblado regocijo y tocando a Aliocha con la rodilla.

—¡Es un granuja! —exclamó Grigori, dirigiendo a Smerdiakov una mirada colérica.

—¿Un granuja? —replicó Smerdiakov sin perder la sangre fría—. Reflexione. Si caigo en poder de unos hombres que torturan a los cristianos y se me exige que maldiga el nombre de Dios y reniegue de mi bautismo, mi razón me autoriza plenamente a hacerlo, pues no puede haber en ello ningún pecado.

—Eso ya lo has dicho —exclamó Fiodor Pavlovitch—. No lo repitas: pruébalo.

—¡Marmitón! —murmuró Grigori en un tono de desprecio.

—Tan marmitón como usted quiera, Grigori Vasilievitch; pero, en vez de insultar, piense en esto. Apenas digo a los verdugos: «Yo no soy cristiano y maldigo al verdadero Dios», quedo excomulgado por la justicia divina, apartado de la santa Iglesia, como un pagano. Y no sólo en el momento de pronunciar estas palabras, sino antes, cuando tomo la decisión de decirlas. ¿Es esto verdad o no lo es, Grigori Vasilievitch?

Smerdiakov se dirigía a Grigori con satisfacción evidente aunque contestaba a las palabras de Fiodor Pavlovitch. Fingía creer que era Grigori el que había hablado, aunque sabía perfectamente que era Fiodor Pavlovitch.

Éste pidió a Iván que se inclinara hacia él y le susurró al oído:

—Habla para ti. Busca tus elogios. Complácelo.

Iván escuchó gravemente la observación de su padre.

—Espera un momento, Smerdiakov —dijo Fiodor Pavlovitch—. Iván, acerca el oído otra vez.

Iván obedeció, conservando la seriedad.

—No creas que no te quiero —le dijo su padre—. Te quiero tanto como a Aliocha. ¿Un poco de coñac?

—Sí, gracias.

Y se preguntó en su fuero interno, mirando fijamente a su padre: «¿Qué querrá de mí?»

Luego observó a Smerdiakov con profunda curiosidad.

—¡Tú estás ya excomulgado! —estalló Grigori—. ¿Cómo te atreves a discutir, cretino?

—No insultes, Grigori. Cálmate —dijo Fiodor Pavlovitch.

—Tenga un poco de paciencia, Grigori Vasilievitch, pues no he terminado todavía. En el momento en que reniego de Dios, en ese mismo instante, me convierto en una especie de pagano. Mi bautismo se borra, queda sin efecto. ¿No es así?.

—Termina pronto, muchacho —le dijo Fiodor Pavlovitch mientras paladeaba con fruición un sorbo de coñac.

—Cuando contesto a la pregunta de los verdugos diciendo que ya no soy cristiano, yo no miento, pues ya estoy «descristianizado» por el mismo Dios, que me ha excomulgado apenas he pensado decir que no soy cristiano. Por lo tanto, ¿con qué derecho se me pedirían cuentas en el otro mundo como cristiano, por haber abjurado de Cristo, si en el momento de abjurar ya no era cristiano? Si no soy cristiano, no puedo abjurar de Cristo, puesto que ya lo he hecho anteriormente. ¿Quién, incluso desde el cielo, puede reprochar a un pagano no haber nacido cristiano e intentar castigarlo? ¿No dice el proverbio que no se puede desollar dos veces al mismo toro? Si el Todopoderoso pide cuentas a un pagano a su muerte, supongo que, ya que no lo puede absolver del todo, lo castigará ligeramente, pues no sé cómo puede acusarle de ser pagano habiendo nacido de padres paganos. ¿Puede el Señor coger a un pagano y obligarle a ser cristiano aunque no lo sienta? Esto sería contrario a la verdad, y no es posible que el que reina sobre los cielos y la tierra diga la mentira más insignificante.

Grigori se quedó mirando al orador con ojos desorbitados y expresión estúpida. Aunque no comprendía del todo lo dicho por Smerdiakov, había captado una parte de aquel galimatías y tenía el gesto del hombre que acaba de dar una cabezada contra la pared. Fiodor Pavlovitch apuró su copa y se echó a reír ruidosamente.

—¡Qué hombre, Aliocha, qué hombre! Es un casuista. Sin duda tiene tratos frecuentes con jesuitas, ¿verdad, Iván? Hueles a jesuita, Smerdiakov. ¿Quién te ha enseñado esas cosas? Pero mientes desvergonzadamente, casuista; mientes y divagas. No te aflijas, Grigori: lo vamos a hacer polvo. Responde a esto, burro: admito que no faltas ante los verdugos, pero has abjurado interiormente y tú mismo has reconocido que al instante ha caído sobre ti la excomunión. Pues bien, no creo que en el infierno acaricien la cabeza a un excomulgado. ¿Qué dices a eso, mi buen padre jesuita?

—Es indudable que he abjurado desde el fondo de mi corazón; sin embargo, si hay pecado en ello, el pecado es muy venial.

—¡Eso es falso, maldito! —dijo Grigori.

—Escúcheme y juzgue por usted mismo, Grigori Vasilievitch —continuó Smerdiakov impertérrito, consciente de su victoria, pero como mostrándose generoso con un adversario vencido—. Juzgue por usted mismo. En las Escrituras se dice que si uno tiene fe, aunque sea por el valor de un grano, y ordena a una montaña que se precipite en el mar, la montaña obedecerá sin la menor vacilación. Pues bien, Grigori Vasilievitch, ya que yo no soy creyente y usted cree serlo hasta tal punto de insultarme sin cesar, pruebe a decir a una montaña que se arroje, no ya al mar, que está muy lejos de aquí, sino simplemente a ese río infecto que pasa por detrás de nuestro jardín, y verá usted como la montaña no se mueve ni se produce el menor cambio en ella, por mucho que usted grite. Esto quiere decir, Grigori Vasilievitch, que usted no tiene verdadera fe y que, para desquitarse, abruma a su prójimo con sus invectivas. Supongamos que nadie en nuestra época, nadie absolutamente, desde la persona de más elevada posición hasta el último patán, puede arrojar las montañas al mar, exceptuando a uno o dos hombres que hacen vida de santos en los desiertos de Egipto, donde no se les puede encontrar. Si es así, si todos los demás carecen de verdadera fe, ¿es posible que éstos, es decir, la población del mundo entero, excepto los dos anacoretas, reciban la maldición del Señor? ¿Es posible que el Señor no perdone a ninguno de ellos, a pesar de su misericordia infinita? No es posible, ¿verdad? Por lo tanto, espero que se me perdonen mis dudas cuando derrame lágrimas de arrepentimiento.

—¿De modo —exclamó Pavlovitch en el colmo del entusiasmo– que tú crees que hay dos hombres capaces de mover las montañas? Observa este detalle, Iván: toda Rusia está con él.

—Exacto: es un rasgo característico de la fe popular de nuestro país —dijo Iván Fiodorovitch con una sonrisa de aprobación.

—Si estás de acuerdo conmigo, eso prueba que mi observación es exacta. ¿Verdad, Aliocha? Eso se ajusta perfectamente a la fe rusa.

—No, Smerdiakov no posee la fe rusa —repuso Aliocha con acento grave y firme.

—No me refiero a su fe, sino a ese detalle, a esos dos anacoretas. ¿No es un detalle muy ruso?

—Sí, ese detalle es completamente ruso —concedió Aliocha sonriendo.

—Esa observación merece una moneda de oro, burra de Balaam, y hoy mismo te la enviaré. Pero todo lo demás que has dicho es falso. Has de saber, imbécil, que si nosotros no tenemos más fe es por pura frivolidad: los negocios nos absorben; los días no tienen más que veinticuatro horas; uno no tiene tiempo no ya para arrepentirse, sino ni para dormir sus libaciones. Pero tú has abjurado ante los verdugos, cuando lo único que tenías que hacer era pensar en la fe y en el momento que era preciso demostrarla. Me parece, joven, que esto constituye un pecado, ¿no?

—Sí, pero un pecado venial. Juzgue por usted mismo, Grigori Vasilievitch. Si yo hubiese creído entonces de verdad, tal como se debe creer, hubiera cometido un verdadero pecado al no querer sufrir el martirio y preferir convertirme a la maldita religión de Mahoma. Pero si hubiese tenido verdadera fe, tampoco habría sufrido el martirio, pues me habría bastado decir a una montaña que avanzara y aplastase al verdugo, para que ella se hubiera puesto al punto en movimiento y hubiese dejado a mis enemigos como viles gusanos pisoteados. Y entonces yo me habría marchado como si nada hubiera ocurrido, glorificando y loando a Dios. Pero si lo hubiese intentado, si hubiese gritado a la montaña que aplastara al verdugo y ella no lo hubiese hecho, ¿cómo habría sido posible impedir que me asaltara la duda en aquel momento de espanto mortal? En tal caso, yo sabría ya que no iba a ir al reino de los cielos, puesto que la montaña no había obedecido a mi voz, lo que demostraba que mi fe no gozaba de gran crédito allá arriba y que la recompensa que me esperaba en el otro mundo no era demasiado importante. ¿Y quiere usted que, sabiendo esto, me dejara despellejar? La montaña no habría obedecido a mis gritos ni siquiera cuando estuviese despellejado hasta media espalda. En tales momentos, no sólo puede asaltarnos la duda, sino que el terror puede volvernos locos. En consecuencia, ¿puedo sentirme culpable si, no viendo por ninguna parte provecho ni recompensa, decido salvar al menos la vida? He aquí por qué, confiando en la misericordia divina, espero que se me perdone.

CAPITULO VIII



Tomando el coñac



La discusión había terminado, pero —cosa extraña– Fiodor Pavlovitch, tan alegre hasta entonces, se puso de pronto de mal humor. Se bebió una nueva copa que ya estaba de más.

—¡Marchaos, jesuitas; fuera de aquí! —gritó a los sirvientes—. Vete, Smerdiakov; recibirás la moneda de oro que te he prometido. No te aflijas, Grigori. Ve a reunirte con Marta; ella te consolará y te cuidará.

Y cuando los sirvientes se fueron, añadió:

—Estos canallas no le dejan a uno tranquilo. Smerdiakov viene ahora todos los días después de comer. Eres tú quien lo atraes. Alguna carantoña le habrás hecho.

—Nada de eso —repuso Iván Fiodor Pavlovitch—. Es que le ha dado por respetarme. Es un granuja. Formará parte de la vanguardia cuando llegue el momento.

—¿De la vanguardia?

—Sí. Habrá otros mejores, pero también muchos como él.

—¿Cuándo llegará ese momento?

—El cohete arderá, pero no hasta el fin. Por ahora, el pueblo no presta atención a estos marmitones.

—Desde luego, esta burra de Balaam no cesa de pensar, y sabe Dios adónde le llevarán sus pensamientos.

—Almacena ideas —observó Iván sonriendo.

—Oye: yo sé que no me puede soportar. Ni a mí ni a nadie. Y a ti tampoco, aunque creas que le ha dado por respetarte. A Aliocha lo desprecia. Pero no es un ladrón ni un chismoso. No va contando por ahí lo que aquí ocurre. Además, hace unas excelentes tortas de pescado... ¡En fin, que se vaya al diablo! No vale la pena hablar de él.


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