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Los hermanos Karamazov
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Текст книги "Los hermanos Karamazov"


Автор книги: Федор Достоевский



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No es éste el lugar a propósito para describir la gran pasión de Iván Fiodorovitch, una pasión que influyó decisivamente en su vida. En ella hay materia para una obra aparte, que tal vez escriba algún día. Me limitaré, pues, a hacer constar que cuando Iván dijo a Aliocha, al salir de casa de Catalina Ivanovna, que ésta no le gustaba, se mentía a sí mismo. Iván sentía por ella un amor inmenso, aunque a veces la odiaba hasta el extremo de experimentar el deseo de matarla.

Esta pasión había nacido por diversas causas. Trastornada por la tragedia, Catalina Ivanovna se había arrojado sobre Iván Fiodorovitch como se arroja sobre su salvador el que está perdido. Se sentía ofendida y humillada, y he aquí que en esto veía aparecer al hombre que tanto la había amado —estaba segura de ello– y cuya inteligencia y sentimientos había apreciado siempre. Pero ella, inflexible en el cumplimiento de sus compromisos, no le había entregado enteramente su corazón, a pesar del ímpetu pasional, propio de un Karamazov, de su pretendiente y de la fascinación que ejercía sobre ella. Además, se reprochaba constantemente haber traicionado a Mitia, y así se lo decía a Iván, con toda franqueza, en sus frecuentes disputas. A esto se refería Iván cuando, hablando con Aliocha, había dicho que todo era una farsa entre ellos. Efectivamente había mucho de farsa en sus relaciones, lo que exasperaba a Iván Fiodorovitch. Pero no nos anticipemos.

Durante algún tiempo, Iván casi se olvidó de Smerdiakov. Sin embargo, quince días después de su primera visita al enfermo volvieron a atormentarle extrañas ideas. Se preguntaba con frecuencia por qué la última noche que pasó en casa de Fiodor Pavlovitch, antes de emprender el viaje, había salido en silencio, como un ladrón, a la escalera, para oír lo que hacía su padre en la planta baja. A la mañana siguiente, cuando se acercaba a Moscú se había acordado de esto, había sentido una repentina angustia y se había dicho: «Soy un miserable.» ¿Por qué se acusaba a sí mismo?

Un día en que estaba dando vueltas en su imaginación a estos ingratos recuerdos y se decía que eran capaces de hacerle olvidar a Catalina Ivanovna, se encontró con Aliocha. Inmediatamente le preguntó:

—¿Te acuerdas de aquella tarde en que llegó de pronto Dmitri y golpeó a nuestro padre? Después, en el patio, te dije que me reservaba «el derecho de desear». Dime: ¿pensaste entonces que yo deseaba la muerte de nuestro padre?

—Si —repuso sencillamente Aliocha.

—Verdaderamente, no era difícil deducirlo. ¿Pero pensaste también que yo deseaba que los reptiles se devorasen entre sí, o sea que Dmitri matara a nuestro padre? ¿Que yo incluso estaba dispuesto a ser su cómplice?

Aliocha palideció y fijó su mirada en los ojos de Iván.

—¡Habla! —gritó Iván—. ¡Quiero conocer tu pensamiento! ¡Necesito saber toda la verdad!

Jadeaba, miraba a su hermano con anticipada hostilidad.

—Perdóname, pero también pensé eso —murmuró Aliocha, sin añadir ninguna palabra atenuante.

—Gracias —dijo secamente Iván. Y continuó su camino.

Desde entonces, Aliocha observó que su hermano lo miraba con aversión y rehuía su trato, por lo que decidió no volver a visitarlo.

Inmediatamente después de su encuentro con Aliocha, Iván fue a ver de nuevo a Smerdiakov.

CAPITULO VII



Segunda entrevista con Smerdiakov



Smerdiakov había salido ya del hospital. Vivía en aquella casita de techo bajo habitada por María Kondratievna. La vivienda tenía dos habitaciones, y entre ellas un vestíbulo. María Kondratievna y su madre ocupaban una de las habitaciones, y la otra Smerdiakov. Nadie sabía exactamente con qué títulos habitaba el epiléptico en aquella casa. Al fin se supuso que era el prometido de María Kondratievna y que no pagaba alquiler alguno. Tanto la madre como la hija le tenían gran afecto y lo consideraban superior a ellas.

Cuando le abrieron la puerta, Iván, siguiendo las indicaciones de María Kondratievna, se dirigió a la habitación de la izquierda, que era la ocupada por Smerdiakov. Una estufa de barro despedía un calor sofocante. Las paredes estaban cubiertas de un papel azul lleno de desgarrones y bajo el cual corrían las cucarachas con un rumoreo continuo. El mobiliario era muy simple: dos bancos a ras de las paredes y dos sillas junto a la mesa, sencilla y cubierta por un mantel rameado de color de rosa. Geranios en las ventanas: en un rincón, imágenes santas. En la mesa había un abollado samovar de cobre, una bandeja y dos tazas. El samovar estaba apagado; Smerdiakov se había tomado ya el té. Estaba sentado en un banco, escribiendo en un cuaderno. A su lado había un frasquito de tinta y una bujía en un candelero de metal. Al ver a Smerdiakov, Iván tuvo la impresión de que estaba completamente restablecido. Tenía la cara más llena y más lozana; el cabello, lustroso y bien peinado. Llevaba una bata de vivos colores, acolchada y no muy vieja. Usaba lentes, y este detalle irritó a Iván Fiodorovitch, que lo ignoraba. «¡Llevar lentes ese desgraciado!»

Smerdiakov levantó la cabeza, miró al visitante y se quitó los lentes. Después se puso en pie sin apresurarse, menos por respeto que por observar las reglas de la urbanidad. Iván advirtió al punto estos detalles y, sobre todo, la hostilidad y altivez que había en su mirada. «¿A qué vienes? —parecía decir—. Tú y yo ya nos pusimos de acuerdo.» Iván Fiodorovitch apenas podía contenerse.

—¡Qué calor hace aquí! —dijo desabrochándose el abrigo.

—Quíteselo —sugirió Smerdiakov.

Iván Fiodorovitch se lo quitó. Después, con manos temblorosas, retiró un poco una de las sillas que había junto a la mesa y se sentó. Smerdiakov había ocupado ya su asiento.

—Ante todo, una pregunta —dijo Iván—. ¿Pueden oírnos?

—No; ya habrá visto usted que entre esta habitación y la otra hay un vestíbulo.

—Bien, escucha. Cuando me despedí de ti en el hospital, me dijiste que si yo no hablaba de tu habilidad para fingir ataques, tú no explicarías nuestra conversación en el portal. ¿Qué querías decir? ¿Era una amenaza? ¿Crees que existe un pacto entre nosotros? ¿Supones acaso que te temo?

Iván Fiodorovitch hablaba con indignación. Daba a entender claramente que detestaba los subterfugios y que le gustaba el juego limpio. Por la mirada de Smerdiakov pasó una nube maligna. Su ojo izquierdo empezó a parpadear nerviosamente. Parecía decirse: «¿Quieres que hablemos claro? Pues te voy a complacer.»

—Lo que entonces quise decir fue que usted, aun previendo el asesinato de su padre, se marchó, dejándolo sin defensa. Y le prometí callar para evitar juicios desfavorables sobre sus sentimientos... y sobre otras cosas.

Smerdiakov pronunció estas palabras sin precipitarse, en el tono del que es dueño de sí mismo, pero también con provocativa aspereza. Luego se quedó mirando a Iván Fiodorovitch con insolencia.

—¿Qué dices? ¿Estás en tu juicio?

—Sí, por completo.

—¿De modo que, según tú, yo sabía que se iba a asesinar a mi padre? —exclamó Iván dando un formidable puñetazo sobre la mesa—. ¿Qué significa eso de «sobre otras cosas»? ¡Habla, miserable!

Smerdiakov enmudeció. Seguía mirando a Iván con insolencia.

—¿Qué otras cosas son ésas, canalla?

—Pues bien son... que usted tal vez deseara, anhelara, la muerte de su padre.

Iván Fiodorovitch se levantó y lanzó su puño con violencia contra un hombro de Smerdiakov. Este retrocedió hasta la pared tambaleándose, mientras las lágrimas bañaban su rostro.

—¡Eso no está bien, señor! ¡Agredir a un hombre que no puede defenderse!

Se cubrió el rostro con su sucio pañuelo a cuadros y empezó a sollozar.

—¡Basta! —dijo Iván volviendo a sentarse—. ¡Deja ya de llorar y no me saques de quicio!

Smerdiakov apartó el pañuelo de sus ojos. Su rígido semblante expresaba un profundo rencor.

—¿De modo, miserable, que tú crees que yo deseaba ponerme de acuerdo con Dmitri para matar a mi padre?

—Yo no sabía lo que usted pensaba, y precisamente para sondearlo me detuve a hablar con usted.

—¿Para sondearme? ¿Qué pretendías averiguar?

—Sus intenciones respecto a su padre, es decir, si usted deseaba su inmediata muerte.

Lo que más irritaba a Iván Fiodorovitch era el tono impertinente de Smerdiakov.

—¡Fuiste tú quien lo mató! —exclamó de pronto.

Smerdiakov sonrió desdeñosamente.

—Usted sabe perfectamente que no fui yo. Y me extraña que un hombre inteligente como usted insista en semejante acusación.

—¿Por qué sospechaste de mí?

—Ya lo sabe usted: por miedo. Yo, debido a mi estado, desconfiaba de todo el mundo, y quería sondearlo a usted para saber si estaba de acuerdo con su hermano, ya que entonces me quedaría sin protección.

—Hace quince días no hablabas así.

—Pero le di a entender lo mismo con medias palabras, creyendo que usted prefería esto a que habláramos francamente.

—¡Es el colmo!... Insisto en que me aclares una cosa: ¿cómo pudo tu alma vil concebir esas innobles sospechas?

—Usted era incapaz de matar a su padre con sus propias manos, pero podía desear que otro lo hiciera.

—¡Con qué aplomo hablas! ¿Pero por qué había de sentir yo ese deseo?

—¿Cómo que por qué? —exclamó Smerdiakov pérfidamente—. Por la herencia. La muerte de su padre suponía para cada uno de ustedes cuarenta mil rublos o más. En cambio, si daban tiempo a que Fiodor Pavlovitch se casara con Agrafena Alejandrovna, ésta, que no tiene un pelo de tonta, se habría apresurado a poner el dinero de su padre a su nombre, y no habría quedado nada para ustedes tres. Esto estuvo a punto de ocurrir. Habría bastado una palabra de Agrafena Alejandrovna para que Fiodor Pavlovitch la hubiese llevado al altar.

Iván Fiodorovitch tenía que hacer grandes esfuerzos para contenerse.

—Bien —dijo al fin—. Como ves, ni te he pegado ni te he matado. Por lo tanto, puedes continuar. ¿De modo que, según tú, yo contaba con mi hermano Dmitri y le había encargado ese trabajo?

—Sí. Al ser un asesino, perdería todo sus derechos, se le degradaría y se le deportaría. Entonces su hermano Alexei Fiodorovitch y usted heredarían su parte, y ya no serían cuarenta mil rublos, sino sesenta mil, lo que les tocaría a cada uno. Es, pues, muy natural que usted pensara en Dmitri Fiodorovitch.

—¡No sé cómo puedo contenerme! Óyeme, cretino: si yo hubiese tenido que contar con alguien, habría contado contigo, no con Dmitri. Y lo juro que presentí que cometerías alguna infamia: recuerdo que tuve esta impresión.

—También yo pensé que usted contaba conmigo —dijo irónicamente Smerdiakov—. O sea que cada vez se desenmascara usted más. Pues si usted se marchó a pesar de tener este presentimiento, esto equivalía a decir: «Puedes matar a mi padre: no me opongo.»

—¡Miserable! ¿Eso creíste?

—Razonemos. Usted quería marcharse a Moscú, y, a pesar de los ruegos de su padre, se negaba a ir a Tchermachnia. Pero de pronto, accediendo a mis ruegos, decide ir a ese lugar cercano. Para proceder de este modo era necesario que esperase usted algo de mí.

—¡Eso no! ¡Lo juro! —gritó lván, rechinando los dientes.

—¿Cómo que eso no? Usted era el hijo del dueño de la casa. En vez de atender a mis ruegos, debió entregarme a la policía, hacerme azotar o pegarme usted mismo en el acto. Pero usted ni siquiera se enfadó. Y se marchó, en vez de quedarse para defender a su padre. ¿Qué podía yo deducir de este proceder?

Iván tenía el semblante sombrío y los puños crispados sobre las rodillas.

—Desde luego, siento no haberte dado una paliza —dijo con una sonrisa amarga—. No me era posible llevarte a la policía, pues no me habrían creído sin pruebas. Pero fue un error no molerte a golpes; aunque esté prohibido que uno se tome la justicia por su mano, debí hacerte trizas la cara.

Smerdiakov le observó con visible deleite.

—En los casos corrientes —dijo con evidente satisfacción y en un tono doctoral, como cuando hablaba de cuestiones religiosas con Grigori Vasilievitch—, tomarse la justicia por las propias manos está vedado por la ley. Sí, se han terminado estas brutalidades. Pero en los casos excepcionales, no sólo en nuestro país, sino en todo el mundo, incluso en la República Francesa, se siguen empleando los puños, como en los tiempos de Adán y Eva. Y siempre será así. Pero usted, ni siquiera en uno de estos casos excepcionales se atrevió a hacer use de la acción directa.

—¿Esto es lo que aprendes de las frases francesas que escribes ahí? —preguntó Iván señalando el cuaderno que estaba sobre la mesa.

—¿Por qué no? Estoy completando mi instrucción. Pienso que tal vez tenga que visitar algún día los hermosos países de Europa.

—Escucha, monstruo —dijo Iván, temblando de cólera—, me tienen sin cuidado tus acusaciones. Declara contra mí todo lo que quieras. Si no te he dado ya una paliza es porque sospecho que eres un asesino y voy a entregarte a la justicia. Lo haré cuando consiga desenmascararte.

—Yo creo que será mejor para usted callarse. ¿Qué puede usted decir contra un inocente? ¿Y quién lo creería? Además, si usted me acusa, yo lo contaré todo. Tengo que defenderme.

—¿Crees acaso que te temo?

—Aun admitiendo que la justicia no me crea, el público sí que me creerá, y esto no será nada agradable para usted.

—Ahora comprendo por qué dijiste que da gusto hablar con un hombre inteligente —dijo Iván, apretando las mandíbulas.

—Sí, y usted debe demostrar su inteligencia.

Iván Fiodorovitch se levantó temblando de indignación, se puso el abrigo y, sin contestar a Smerdiakov, sin ni siquiera mirarlo, salió a toda prisa de la casa. El aire fresco de la noche lo despejó. Brillaba la luna. Las ideas y las sensaciones hervían en él. «¿Debo ir a denunciar a Smerdiakov? ¿Para qué, si es inocente? Si lo hiciera, sería él quien me acusaría a mí. ¿Cómo justificar mi viaje a Tchermachnia? Sin duda tiene razón: yo esperaba algo.» Por enésima vez se acordó de que la última noche que pasó en casa de su padre salió a la escalera para acechar, y esto le produjo una sensación tan dolorosa, que se detuvo en seco, como paralizado por una puñalada. «Sí, yo esperaba que ocurriera lo que ocurrió. ¡Ésta es la verdad! ¡Yo deseaba que se cometiera el asesinato!... Bueno, no sé lo que deseaba... ¡Es preciso que mate a Smerdiakov! ¡Si no tengo valor para hacerlo, no merezco vivir!»

Iván se fue derecho a casa de Catalina Ivanovna, que se asustó al ver su trastornado semblante. Iván le refirió, palabra por palabra, toda su conversación con Smerdiakov. Aunque Katia trataba de calmarlo, él iba y venía por la habitación, murmurando palabras incoherentes. Al fin se sentó, apoyó los codos en la mesa y la cabeza en las manos a hizo esta extraña reflexión:

—Si no fue Dmitri, sino Smerdiakov, yo soy su cómplice, puesto que lo impulsé a cometer el crimen. ¿Pero lo impulsé verdaderamente? No lo sé todavía... Sin embargo, si es él el culpable y no Dmitri, también yo soy un asesino.

Al oír estas palabras, Catalina Ivanovna se levantó en silencio, se dirigió a su escritorio y sacó de una arquilla un papel que colocó ante Iván. Era la carta de que éste había hablado a Aliocha, diciéndole que era una prueba decisiva contra Dmitri. Mitia la había escrito en estado de embriaguez la tarde en que se encontró con Aliocha, cuando éste volvía del monasterio después de la escena en que Gruchegnka había insultado a su rival. Apenas se separó de Aliocha, Mitia corrió a casa de Gruchegnka. Ignoramos si la vio, pero lo cierto es que terminó la velada en la taberna «La Capital», donde bebió hasta emborracharse. En este estado, pidió pluma y papel y escribió una carta prolija, incoherente, digna de un borracho. Era como el hombre que llega a su casa cargado de alcohol y empieza a contar a su mujer y a cuantos la rodean que se ha encontrado con un canalla que le ha insultado, a él que es tan correcto, y que el atrevido sujeto se las pagará. El bebedor no cesa de hablar, reforzando su incoherente discurso con una serie de puñetazos en la mesa y llorando de emoción.

El papel de cartas que dieron a Mitia en la taberna era una hoja áspera y sucia, con operaciones aritméticas en el dorso. Como no tenía espacio suficiente para su palabrería de borracho, Mitia había tenido que llenar los márgenes y escribir las últimas líneas cruzadas sobre el texto. He aquí lo que decía la carta:


Fatal Katia: Mañana tendré dinero y te devolveré los tres mil rublos que te debo. Adiós, mujer iracunda. Y otro adiós para mi amor. ¡Hemos terminado! Mañana pediré dinero a todo el mundo. Y si nadie me lo da, palabra de honor que iré en busca de mi padre, le abriré la cabeza y le quitaré el dinero que tiene escondido debajo de la almohada. Así lo haré si Iván ha salido de viaje. ¡Iré a presidio, pero te devolveré tus tres mil rublos! ¡Adiós! Me inclino ante ti hasta besar el suelo. Soy un miserable. Perdóname. Pero no, no me perdones. Si no me perdonas, viviremos más a gusto los dos. Prefiero el presidio a tu amor, pues amo a otra. La has conocido hoy. No, no puedes perdonarme. ¡Mataré al que me ha robado! Os dejaré a todos para irme a Oriente. No quiero ver a nadie, ni siquiera a ella, pues no eres tú sola la que me hace sufrir. ¡Adiós!

Tu esclavo y enemigo,


D. KARAMAZOV.


P. D. – Te maldigo, pero te adoro. Siento latir mi corazón. En él queda una cuerda que vibra por ti. ¡Ah, que estalle cuanto antes! Me mataré, pero antes mataré al monstruo. Le quitaré los tres mil rublos y te los devolveré. Me podrás mirar como a un miserable, pero no como a un ladrón. Te daré los tres mil rublos. Están en casa de ese maldito perro. Los tiene debajo del colchón, atados con una cinta de color de rosa. No se me podrá acusar de ladrón, pues mataré al hombre que me ha robado. No me desprecies, Katia: Dmitri será un asesino, pero no un ladrón. Dmitri matará a su padre y se perderá porque no puede soportar tu altivez. Y para no tener que amarte.


P. D. – Te beso los pies. ¡Adiós!


P. D. – Katia, pide a Dios que alguien me dé el dinero. Si me lo dan, no tendré que derramar sangre. Si no me lo dan, la derramaré.


Después de haber leído esta carta, Iván quedó convencido de que había sido su hermano y no Smerdiakov el que había cometido el crimen. Y si no había sido Smerdiakov, tampoco había sido él. Iván vio en este documento una prueba irrefutable: ya no tenía la menor duda de que el asesino había sido Mitia. Y como no podía admitir la complicidad entre Dmitri y Smerdiakov, ya que no estaba de acuerdo con los hechos, su tranquilidad fue completa. Al día siguiente, el recuerdo de Smerdiakov y sus ironías le producía un profundo desprecio. Transcurridos varios días, incluso se extrañó de haberse sentido tan mortificado por las sospechas del epiléptico. Y decidió no volver a pensar en él.

Así pasó un mes. Entonces Iván se enteró de que Smerdiakov estaba enfermo de cuerpo y de espíritu.

—Este hombre se volverá loco —había dicho el doctor Varvinski.

En los últimos días de aquel mes, Iván se sintió también muy mal y consultó al médico que Catalina Ivanovna había traído de Moscú. Las relaciones entre Katia e iván se habían agriado extraordinariamente. Eran como dos enemigos enamorados el uno del otro. Los «retornos» de Catalina Ivanovna a Mitia, pasajeros pero violentos, exasperaban a Iván. Aunque parezca extraño, Iván no había oído durante todo el mes una palabra de duda en labios de Catalina Ivanovna respecto a la culpabilidad de Mitia, a pesar de aquellos «retornos» que tanto le mortificaban. Estas dudas sólo las había expresado en la última escena que ambos tuvieron con Aliocha cuando éste regresaba de su visita a la cárcel. Otro detalle curioso era que Iván, cuyo odio hacia Mitia crecía sin cesar, se daba perfecta cuenta de que detestaba a su hermano no por los «retornos» de Catalina Ivanovna, sino por haber matado a su padre.

A pesar de este odio, diez días antes del juicio había ido a visitar a Mitia y le había propuesto un plan de evasión evidentemente estudiado hacía mucho tiempo. Este proceder se debía en parte al deseo de desmentir la insinuación de Smerdiakov de que él, Iván, tenía interés en que condenaran a su hermano, ya que así su parte en la herencia, lo mismo que la de Aliocha, aumentaría en veinte mil rublos. Y había decidido gastar treinta mil para facilitar la huida de Dmitri. Tras su visita a la cárcel, Iván estaba triste y amargado. Tuvo la súbita impresión de que no deseaba la evasión de Mitia solamente para salir al paso de la acusación de Smerdiakov. «¿Será también —se preguntó– porque, en el fondo, soy un asesino?» Se sentía vagamente inquieto y amargado. Durante aquel mes, su orgullo había recibido fuertes embates... Pero ya hablaremos de esto.

Cuando Iván Fiodorovitch, después de su conversación con Aliocha y ya a la puerta de su casa, decidió de pronto ir a ver a Smerdiakov por tercera vez, obedeció a una indignación repentina. Se acababa de acordar de que Catalina Ivanovna había exclamado en presencia de Aliocha: «¡Tú me has convencido de que el asesino es Mitia!» Al recordar esto, Iván se quedó petrificado. No sólo no había dicho jamás a Catalina Ivanovna que el culpable era Mitia, sino que se había acusado a sí mismo en presencia de ella al volver de casa de Smerdiakov. Y había sido ella la que le habla demostrado a él la culpabilidad de Mitia poniendo ante sus ojos la carta comprometedora. Luego Katia dijo que había ido a visitar a Smerdiakov. ¿Cuándo? Iván no sabía nada de esta visita, que demostraba que la convicción de Catalina Ivanovna no era muy firme. ¿Qué le habría dicho Smerdiakov? Iván tuvo un arrebato de ira. No comprendía cómo, hacia media hora, había podido oír las palabras de Katia sin replicar violentamente. Soltó el cordón de la campanilla y se dirigió a casa de Smerdiakov.

«¡Esta vez puedo llegar incluso a matarlo!», se iba diciendo por el camino.

CAPÍTULO VIII



Tercera y última entrevista con Smerdiakov



Se levantó un fuerte viento, idéntico al que había soplado por la mañana, acompañado de una nevada fina, abundante y seca. La nieve caía sin adherirse al suelo, el viento la arremolinaba; pronto se desencadenó una verdadera tormenta. En la parte de la ciudad donde habitaba Smerdiakov apenas había faroles. Iván avanzaba en la oscuridad, guiándose por el instinto. Le dolía la cabeza, las sienes le latían, su pulso se había acelerado. Poco antes de llegar a la casita de María Kondratievna se encontró con un borracho que llevaba un caftán remendado. Iba haciendo eses y lanzando juramentos. A veces dejaba de vociferar para cantar con voz ronca:


—Para Piter [82]ha partido Vanka;

ya no lo esperaré.


Invariablemente, después del segundo verso interrumpía el canto y reanudaba las invectivas. Poco después, Iván Fiodorovitch sintió, sin saber por qué, un odio profundo hacia aquel hombre. Se dio cuenta de ello de pronto. Inmediatamente le asaltó un deseo irresistible de golpearlo. Precisamente en ese momento estaban el uno al lado del otro. El borracho, en uno de sus vaivenes, tropezó violentamente con Iván, y éste respondió con un furioso empujón. El del caftán cayó de espaldas sobre la helada tierra, donde, tras proferir un gemido, quedó mudo, inmóvil, inconsciente. «¡Se helará!», pensó Iván mientras reanudaba su camino.

Acudió a abrirle María Kondratievna con una bujía en la mano. Ya en el vestíbulo, María le dijo en voz baja que Pavel Fiodorovitch —es decir, Smerdiakov– estaba muy enfermo. Incluso había rechazado el té.

—Supongo que no cesará de vociferar —dijo Iván.

—Al contrario: nunca ha estado más tranquilo. No le entretenga demasiado.

Iván entró en la habitación.

Estaba tan caldeada como de costumbre, pero se observaban en ella algunos cambios: uno de los bancos había sido sustituido por un gran canapé de imitación a caoba, guarnecido de cuero y convertido en cama, con almohadas perfectamente limpias. Smerdiakov, vestido con su vieja bata, estaba sentado en el canapé, ante la mesa, trasladada allí. Estos cambios habían reducido el espacio libre. Sobre la mesa se veía un gran libro de tapas amarillas. Smerdiakov recibió a Iván con una mirada larga y silenciosa y no demostró la menor sorpresa al verlo. También su aspecto había cambiado, y mucho: tenía el rostro pálido y enjuto; los ojos, hundidos; los párpados inferiores, amoratados.

—¿Estás verdaderamente enfermo? —inquirió Iván Fiodorovitch—. No te molestaré mucho tiempo. Ni siquiera me quito el abrigo. ¿Dónde puedo sentarme?

Acercó una silla a la mesa y se sentó.

—¿Por qué estás tan callado? Sólo tengo que hacerte una pregunta. Pero te advierto que no me marcharé sin que me contestes. ¿Ha venido a verte Catalina Ivanovna?

Smerdiakov respondió con un ademán indolente y volvió la cabeza.

—¿Qué quieres decir?

—Nada.

—¿Cómo que nada?

—¡Bueno, pues sí: Catalina Ivanovna ha venido a verme! ¿Y qué? ¡Déjeme en paz!

—Eso no lo esperes. Di: ¿cuándo vino?

—No me acuerdo.

Smerdiakov dijo esto con una sonrisita desdeñosa. De pronto, ahora, se encaró con Iván y le dirigió una mirada cargada de odio, como la que le había dirigido hacia un mes.

—También usted está muy enfermo —dijo—. Tiene la cara chupada, y su aspecto es el de un hombre agotado.

—No te preocupes por mi salud y responde a mi pregunta.

—Tiene los ojos amarillos. No cabe duda de que algo le atormenta.

Tuvo una risita sarcástica. Iván exclamó, irritado:

—¡Ya te he dicho que no me marcharé sin una respuesta!

—No comprendo su insistencia —dijo Smerdiakov—. ¿Por qué se obstina en torturarme?

—¡Lo que a ti te ocurra no me importa lo más mínimo! Contesta a mi pregunta y me voy.

—No tengo ninguna respuesta.

—Te advierto que te obligaré a contestar.

—¿Por qué está tan inquieto? —preguntó Smerdiakov, mirando a Iván con más contrariedad que desdén—. ¿Porque mañana se verá la causa contra su hermano? Esto no significa ninguna amenaza contra usted. De modo que cálmese. Váyase usted a su casa y duerma tranquilo. No tiene nada que temer.

—No te comprendo —dijo Iván, sorprendido y repentinamente aterrado—. ¿Por qué he de temer al juicio de mañana?

Smerdiakov lo miró de pies a cabeza.

—¿De veras no me comprende? ¡Lo incomprensible es que un hombre inteligente finja como usted está fingiendo!

Iván lo miró en silencio. La arrogancia con que le hablaba su antiguo criado era algo inaudito.

—Le repito que no tiene nada que temer. No hay pruebas y no declararé contra usted... Sus manos tiemblan. ¿Por qué? Vuelva a su casa. Usted no es el asesino.

Iván se estremeció y se acordó de Aliocha.

—Ya sé que no lo soy —murmuró.

—¿De veras lo sabe?

Iván se levantó y cogió a Smerdiakov por un hombro.

—¡Habla, víbora! ¡Dilo todo!

Smerdiakov no se asustó lo más mínimo, sino que miró a Iván con un odio feroz.

—Pues bien; ya que lo desea, se lo diré —repuso, furioso—. Usted mató a Fiodor Pavlovitch.

Iván volvió a sentarse y quedó pensativo. Al fin, tuvo una sonrisa maligna.

—¿Es el mismo cuento que la otra vez?

—Sí, y usted lo comprendió entonces, como lo comprende ahora.

—Lo único que comprendo es que estás loco.

—Aquí estamos solos usted y yo. ¿Para qué fingir? ¿Para qué tratar de engañarnos? ¿Pretende usted cargarme a mí toda la culpa? Usted fue el autor del crimen, el principal culpable. Yo no fui más que su auxiliar, su dócil instrumento. Usted sugirió y yo cumplí.

—¿Cumpliste? Entonces..., ¡eres tú el asesino!,..

Sintió como un estallido en la cabeza; le pareció que una corriente helada recorría todo su cuerpo. Smerdiakov lo contemplaba asombrado, impresionado por el efecto, evidentemente real, que habían producido en Iván sus palabras.

—¿De modo que no lo sabía? —preguntó, receloso.

Iván lo seguía mirando fijamente. Parecía haber perdido el don de la palabra. De pronto, le pareció oír:


Para Piter ha partido Vanka;

ya no lo esperaré.


—¿Sabes que te temo como a un fantasma? —murmuró.

—Aquí no hay más fantasmas que usted, yo y... un tercero. Un tercero que sin duda está presente ahora.

—¿Cómo? ¿Un tercer fantasma? —exclamó Iván, aterrado, mirando en todas direcciones.

—El tercer fantasma es Dios, la Providencia. Está aquí. Pero es inútil que lo busque: no lo encontrará.

—¡Has mentido! —rugió Iván—. ¡Tú no eres el asesino! ¡Estás loco o te complaces en irritarme, como la otra vez!

Smerdiakov no experimentaba terror alguno: se limitaba a observar a su interlocutor atentamente; con visible desconfianza. Creía que Iván lo sabía todo y fingía ignorarlo, con objeto de que toda la culpa recayera sobre él.

—Espere un momento —dijo al fin, en voz baja.

Sacó la pierna de debajo de la cama y se subió el pantalón. Llevaba medias blancas y zapatillas. Con toda la parsimonia, se quitó las ligas e introdujo la mano en la media. Iván Fiodorovitch tuvo un repentino estremecimiento de pánico.

—¡Estás loco! —gritó.

Y, levantándose de un salto, retrocedió hasta tropezar con la pared, donde se quedó como clavado en el suelo, mirando fijamente a Smerdiakov. Éste, sin inmutarse, siguió rebuscando en su media. Al fin, Iván le vio sacar un paquete que depositó en la mesa.

—Ahí tiene —dijo en voz baja.

—¿Qué es eso?

—Mírelo.

Iván se acercó a la mesa y empezó a deshacer el paquete. De pronto, retiró las manos como si hubiera tocado un reptil repugnante y temible.

—Le tiemblan las manos —dijo Smerdiakov.

Y él mismo deshizo el envoltorio. Entonces aparecieron tres fajos de billetes de cien rublos.

—Están los tres mil rublos; no hace falta contarlos.

Y añadió, señalando los billetes:

—Tome los que quiera.

Iván se dejó caer en la silla. Estaba blanco como un cadáver.

—Me has asustado cuando has empezado a buscar en tu media —dijo con una extraña sonrisa.

—¿De veras no lo sabía usted?

—De veras. Yo creía que había sido Dmitri..., ¡mi hermano, mi hermano!

Ocultó la cara entre las manos y añadió:

—¿Lo hiciste sólo tú? ¿No te ayudó mi hermano?

—Lo hice sólo con usted. Dmitri Fiodorovitch es inocente.

—Bien bien; enseguida hablaremos de mí... No sé por qué tiemblo. Ni siquiera puedo articular las palabras.

—Antes era usted un hombre audaz. «Todo está permitido», decía. Y ahora tiembla de miedo. ¿Quiere una limonada? La voy a pedir. Pero antes tendremos que ocultar esto.

Se refería a los billetes. Se acercó a la puerta, llamó a María Kondratievna y le dijo que trajera limonada. Luego trató de esconder el dinero. Empezó por sacar el pañuelo, pero, al observar lo sucio que estaba, cogió el gran libro de tapas amarillas que Iván había visto al entrar en la habitación y que se titulaba Sermones de nuestro santo padre Isaac el Sirio, y lo puso sobre los billetes.


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