Текст книги "Los hermanos Karamazov"
Автор книги: Федор Достоевский
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Классическая проза
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—¡Tres mil rublos! Eso es muy sospechoso.
—Una vez dijo en voz alta que mataría a su padre. Todos los que estábamos aquí lo oímos. Y entonces habló de tres mil rublos.
Piotr Ilitch se mostró lacónico desde este momento. No dijo nada de la sangre que manchaba la cara y las manos de Mitia, aunque tuvo la intención de hablar de ello cuando se dirigía al café. Empezó la tercera partida. Poco a poco fueron cesando los comentarios sobre Mitia. Cuando esta partida terminó, Piotr Ilitch dijo que ya estaba cansado de jugar. Dejó el taco en su sitio y se marchó sin cenar, aunque había llegado decidido a hacerlo.
Cuando estuvo en la calle, se quedó perplejo. ¿Debía ir a casa de Fiodor Pavlovitch para enterarse de si había ocurrido algo? «No —decidió—, no iré a despertar a la gente y a armar escándalo por una tontería como ésta. ¡Yo no soy al ayo de Dmitri, demonio!
Ya se dirigía a su casa, de muy mal humor por cierto, cuando se acordó de Fenia.
—¡Qué tonto he sido! —exclamó mentalmente—. Debí interrogarla. Así ya lo sabría todo.
Y experimentó un deseo tan vivo de ver a Fenia, de hablar con ella, de informarse de todo, que a medio camino cambió de rumbo y se dirigió a casa de la señora de Morozov, donde vivía Gruchegnka. Al llamar a la puerta, el golpe resonó en el silencio de la noche, lo que le produjo cierta irritación. Nadie contestó; todos los habitantes de la casa dormían profundamente.
—Voy a alarmar a todo el barrio —se dijo.
Esta idea le desagradó; pero Piotr Ilitch, lejos de marcharse, siguió llamando. Los golpes resonaban en toda la calle.
—¡Me han de abrir! —exclamó, indignado contra sí mismo y mientras repetía las llamadas con creciente violencia.
CAPITULO VI
¡Aquí estoy yo!
Entre tanto, Dmitri Fiodorovitch volaba hacia Mokroie. La distancia era de unas veinte verstas, y la troika de Andrés avanzaba tan velozmente, que no tardaría más de hora y cuarto en llegar al término de su viaje. La rapidez de la carrera tonificó a Mitia.
Soplaba un fresco vientecillo. El cielo estaba estrellado. Era la misma noche y tal vez la misma hora en que Aliocha, tendiendo los brazos sobre la tierra, juraba, exaltado, amarla siempre.
Mitia sentía una profunda turbación y una viva ansiedad. Sin embargo, en aquellos momentos sólo pensaba en su ídolo, al que quería ver por última vez. No tuvo un instante de duda. Parecerá mentira que aquel celoso no sintiera celos de aquel personaje recién llegado, de aquel rival surgido repentinamente. Tal vez no le habría ocurrido lo mismo con otro rival cualquiera, tal vez la sangre de éste habría manchado sus manos; pero por aquel primer amante no sentía odio, celos ni animosidad de ninguna especie. Verdad es que aún no lo había visto.
«Los dos tienen derecho a amarse, un derecho que nadie les puede discutir. Es el primer amor de Gruchegnka. Han transcurrido cinco años y ella no lo ha olvidado. Por lo tanto, durante este tiempo, Gruchegnka sólo lo ha amado a él. ¿Por qué habré venido a interponerme entre ellos?... ¡Apártate, Mitia! ¡Deja el camino libre! Por otra parte, todo ha terminado ya, todo habría terminado aunque ese oficial no hubiera existido.»
En estos términos había expresado sus sensaciones si hubiera podido razonar. Pero no estaba en condiciones de discurrir. Su resolución había sido espontánea. La había concebido y adoptado con todas sus consecuencias cuando Fenia había empezado a explicarle lo sucedido. Sin embargo, experimentaba una turbación dolorosa: aquella resolución no le había devuelto la calma. Lo atormentaban demasiados recuerdos. En algunos momentos esto le parecía incomprensible. Él mismo había escrito su sentencia: «Me castigo, expío»... El papel estaba en un bolsillo de su chaleco; la pistola, cargada. Había decidido terminar al día siguiente, cuando los primeros rayos de «Febo, el de los cabellos de oro», iluminaran la tierra. Pero no podía borrar su abrumador pasado, y esta idea lo desesperaba. Hubo un momento en que tuvo la tentación de detener el coche, bajar, sacar la pistola y acabar de una vez, sin esperar a que llegase el día. Pero fue una idea fugaz. La troika devoraba kilómetros, y cuanto más se acercaba al final del viaje, más enteramente se apoderaba del corazón de Mitia el recuerdo de Gruchegnka, desterrando de su mente todos los pensamientos tristes. Anhelaba verla aunque fuese desde lejos.
«Veré —se decía– cómo se porta ahora con él, con su primer amor. No necesito más.»
Nunca había amado tanto a aquella mujer fatal. Era un sentimiento nuevo, jamás experimentado, que iba desde la imploración, hasta el deseo de desaparecer ante ella.
—¡Y desapareceré! —profirió de pronto, como soñando.
Hacía ya una hora que habían partido. Mitia callaba. Andrés, aunque era hablador, no había dicho palabra. Se limitaba a estimular a sus caballos bayos, flacos, pero animosos.
De pronto, Mitia exclamó, profundamente inquieto:
—¿Y si están durmiendo, Andrés?
No había pensado en esta posibilidad.
—No sería extraño, Dmitri Fiodorovitch.
Mitia frunció el ceño. Mientras él viajaba con los más nobles sentimientos, los otros dormían tranquilamente... Incluso ella..., y, a lo mejor, con él. La cólera hervía en su corazón.
—¡Corre, Andrés! ¡Fustiga a los caballos!
—Podría ser que no se hubieran acostado todavía —dijo Andrés tras una pausa—. Hace un momento, Timoteo ha dicho que había allí mucha gente.
—¿En la posta?
—No, en el parador de los Plastunov.
—Mucha gente. ¿Pero qué gente?
La inesperada noticia había afectado profundamente a Mitia.
—Según Timoteo, todos son señores. Dos de la ciudad, que no sé quiénes son; dos forasteros, y me parece que otro. Creo que están jugando a las cartas.
—¿A las cartas?
—Por eso le digo tal vez que estén despiertos. No deben de ser más de las once.
—¡Fustiga, Andrés, fustiga! —insistió Mitia, nervioso.
Nuevo silencio. Al fin, dijo Andrés:
—Quisiera hacerle una pregunta, señor. Pero temo que se moleste.
—Habla.
—Hace un momento, Fedosia Marcovna le ha pedido de rodillas que no haga ningún daño a su señorita ni a otra persona; pero veo que no me parece usted muy dispuesto a hacer lo que Fedosia desea. Perdóneme, señor, si mi conciencia me ha llevado a decir una tontería.
Mitia lo aferró con violencia por los hombros.
—Tú eres el cochero, ¿no?
—Sí.
—Entonces debes saber que es necesario dejar el camino libre. Porque sea uno cochero y quiera pasar, no tiene ningún derecho a atropellar a la gente. No, cochero, no hay que atropellar a nadie, no hay que destrozar las vidas ajenas. Si tú lo has hecho, si tú has roto la vida de alguien, castígate a ti mismo, ¡vete de este mundo!
Mitia hablaba con exaltación inaudita. A pesar de su asombro, Andrés siguió conversando.
—Tiene usted toda la razón, Dmitri Fiodorovitch. No hay que hacer daño a nadie. Y tampoco a los animales, ya que también son criaturas de Dios. Pongamos los caballos como ejemplo. Hay cocheros que los maltratan brutalmente. No hay freno para su crueldad. Llevan una marcha infernal.
—¡Infernal! —exclamó Mitia lanzando una repentina carcajada, y, cogiendo de nuevo al cochero por los hombros, añadió—: Dime, Andrés, alma sencilla: ¿crees que Dmitri Fiodorovitch Karamazov irá al infierno?
—No lo sé. Eso depende de usted... Oiga, señor: cuando murió el Hijo de Dios en la cruz, se fue derecho al infierno y libertó a todos los condenados. Y el demonio gimió ante la idea de que ya no iría al infierno ningún pecador. Entonces Nuestro Señor le dijo: «No te lamentes; albergarás grandes señores, políticos de altura, jueces, personas opulentas. Como siempre. Y así será hasta que Yo vuelva.» Éstas fueron sus palabras.
—Bonita leyenda popular. ¡Fustiga al caballo de la izquierda!
—Ya sabe, señor, quiénes están destinados al infierno. A usted le miramos como a un niño pequeño. Es usted un hombre violento, pero Dios le perdonará por su simplicidad.
—¿Me perdonarás también tú, Andrés?
—¿Yo? Usted no me ha hecho nada.
—No me entiendes. Digo que si me perdonas tú solo en nombre de todos..., ahora, en el camino... Contesta, alma sencilla.
—¡Oh señor; qué cosas tan raras dice! Me da usted miedo.
Mitia ni siquiera lo oyó. Exaltado, siguió diciendo:
—Señor, recíbeme con toda mi iniquidad; no me juzgues. Permíteme pasar sin juicio, pues ya me he condenado yo mismo; no me juzgues, Dios mío, porque te amo. Soy vil, pero te amo. Incluso desde el infierno, si me envías allí, proclamaré este amor eternamente. Pero déjame terminar de querer aquí abajo..., sólo durante cinco horas más, hasta la salida de tu sol... Adoro a la reina de mi alma; es un amor que no puedo acallar. Tú me ves enteramente, tal como soy. Caeré de rodillas ante ella y le diré: «Tienes razón en querer seguir tu camino. Adiós; olvida a tu víctima; no te inquietes lo más mínimo por mí.»
—¡Makroie! —gritó Andrés señalando el pueblo con el látigo.
En medio de la oscuridad de la noche se percibía la masa negra de las casas, que ocupaban una extensión considerable. Makroie tenía dos mil habitantes, pero a aquella hora el pueblo dormía. Sólo algunas luces dispersas taladraban las sombras.
—¡Deprisa, Andrés; estamos llegando! —exclamó Mitia, delirante.
Andrés señaló el parador de los Plastunov, situado a la entrada del pueblo y cuyas seis ventanas, que daban a la calle, estaban iluminadas.
—Allí hay gente despierta —dijo.
—¡Sí, gente despierta! —afirmó Mitia, cada vez más excitado—. ¡Haz mucho ruido, Andrés! ¡A galope! ¡Que se oigan los cascabeles! ¡Que todo el mundo sepa que llego yo! ¡Yo, yo en persona!
Acuciado por Andrés, la troika empezó a galopar y llegó con gran ruido al pie del pórtico del parador, donde el cochero detuvo a los rendidos caballos.
Mitia se apeó de un salto. En este preciso momento, el dueño del parador, que iba a acostarse, se asomó para ver quién llegaba con tanta prisa.
Aunque había amasado ya una fortuna, Trifón Borisytch se aprovechaba de la alegre generosidad de los diáipadores. Recordaba que el mes anterior había ganado en un solo día trescientos rublos gracias a una de las francachelas de Dmitri Fiodorovitch con Gruchegnka. De aquí que ahora lo recibiera con alegría y servil amabilidad: presentía un nuevo negocio al ver la resolución con que Mitia se había dirigido a la entrada del parador.
—Dígame, Dmitri Fiodorovitch, ¿a qué se debe el honor de tenerlo de nuevo entre nosotros?
—Un momento, Trifón Borisytch. Ante todo quiero saber dónde está ella.
Trifón le dirigió una mirada penetrante. Comprendió la pregunta.
—Se refiere a Agrafena Alejandrovna, ¿verdad? Está aquí.
—¿Con quién?
—Con varios viajeros... Uno de ellos es un funcionario polaco. Se deduce de su modo de hablar. Éste debe de haber sido el que la ha hecho venir. Hay otro que, al parecer, es su compañero de viaje. Son todos muy correctos.
—¿Es gente rica? ¿Están de francachela?
—No, Dmitri Fiodorovitch.
—¿Quiénes son los demás?
—Dos señores de la ciudad, que se han detenido aquí al regresar de Tchernaia. El más joven es pariente del señor Miusov. No me acuerdo de su nombre. Al otro debe de conocerlo usted. Es el señor Maximov, ese propietario que fue en peregrinación al monasterio de la localidad en que usted vive.
—¿Eso es todo?
—Eso es todo.
—No necesito más, Trifón Borisytch. Ahora dígame: ¿qué hace ella?
—Acaba de llegar y está con ellos.
—¿Está contenta? ¿Se ríe?
—No; más que contenta, parece aburrida... Hace un momento acariciaba el pelo del más joven.
—¿Del polaco? ¿Del oficial?
—Ese no es joven ni oficial. No, no me refiero a él, sino al sobrino de Miusov. No recuerdo cómo se llama.
—¿Kalganov?
—Eso es: Kalganov.
—Bien, ya veremos lo que hago. ¿Están jugando a las cartas?
—Han jugado. Después han tomado té. El funcionario ha pedido licores.
—Con eso basta, Trifón Borisytch; con eso basta, querido. Ya veré lo que decido. ¿Hay cíngaros?
—No se ven por ninguna parte, Dmitri Fiodorovitch. Las autoridades los han expulsado. Pero hay judíos que tocan la cítara y el violín. Aunque es tarde, los puedo llamar.
—Eso: hazlos venir. Y que se levanten las chicas. Sobre todo, María, pero también Irene y Stepanide. Hay doscientos rublos para el coro.
—Por doscientos rublos sería yo capaz de traerle al pueblo entero, aunque todo el mundo está durmiendo a estas horas. Pero no vale la pena malgastar el dinero por semejantes brutos. Usted repartió cigarros entre nuestros mozos, y ahora apestan, los muy bribones. En cuanto a las muchachas, están llenas de piojos. Prefiero hacer levantar gratis a las mías, que acaban de acostarse. Las despertaré a puntapiés, y ellas le contarán todo lo que usted quiera. ¡A quien se le diga que dio champán a los mendigos...!
Trifón Borisytch no tenía queja de Mitia. La vez anterior le había escamoteado media docena de botellas de champán y se guardó un billete de cien rublos que vio abandonado sobre la mesa.
—¿Recuerda, Trifón Borisytch, que la otra vez me gasté más de mil rublos?
—¿Cómo no me he de acordar? Contando todas las visitas, usted se ha dejado aquí lo menos tres mil rublos.
—Pues bien, con una cantidad igual vengo esta vez. Mira.
Y puso ante los ojos de Trifón Borisytch su fajo de billetes de banco.
—Y oye lo que voy a decirte: dentro de una hora llegarán toda clase de provisiones, vinos y golosinas. Tendrás que llevar todo esto arriba. En el coche traigo una caja. La abriremos enseguida, para que todo el mundo beba champán. Y, sobre todo, que no falten las chicas. María es la primera que debe venir.
Sacó de debajo del asiento del coche la caja de las pistolas.
—Aquí tienes tu dinero, Andrés: quince rublos por el viaje y cincuenta de propina por tu buen servicio. Así te acordarás siempre del infantil Karamazov.
—Me da miedo, señor. Cinco rublos de propina son más que suficientes. No tomaré ni un céntimo más. Trifón Borisytch será testigo. Perdóneme estas necias palabras, pero...
—¿De qué tienes miedo? —le dijo Mitia mirándolo de pies a cabeza—. ¡Bien, ya que así lo quieres, toma y vete al diablo!
Le arrojó cinco rublos.
—Y ahora, Trifón Borisytch, llévame a un sitio desde donde pueda ver sin que me vean. ¿Dónde están? ¿En la habitación azul?
Trifón Borisytch miró a Mitia con inquietud, pero al fin decidió obedecerle. Lo condujo al vestíbulo, luego entró solo en una habitación inmediata a la que ocupaban sus clientes y retiró la bujía. Hecho esto, introdujo a Mitia y lo colocó en un rincón, desde donde podía observar al grupo sin ser visto. Pero a Mitia no le fue posible estar observando mucho tiempo. Apenas vio a Gruchegnka, su corazón se desbocó y se nubló su vista. La joven estaba sentada en un sillón cerca de la mesa. A su lado, en el canapé, el joven y encantador Kalganov. Gruchegnka tenía en la suya la mano de Kalganov y reía, mientras él hablaba, sin mirarla, con Maxilnov, que ocupaba otro asiento frente a la joven. En el canapé estaba él, y a su lado, en una silla, había otro hombre. El del canapé fumaba en pipa. Era de escasa estatura, pero fornido, de cara ancha y semblante adusto. Su compañero pareció a Dmitri un hombre de altura considerable... Pero Mitia no pudo seguir mirando. Le faltaba la respiración. No estuvo en su rincón más de un minuto. Dejó la caja de las pistolas sobre la cómoda y, con el corazón destrozado, pasó a la habitación azul.
Gruchegnka profirió un grito ahogado. Fue la primera que lo vio.
CAPITULO VII
El de antaño
Mitia se acercó a la mesa a grandes zancadas.
—Señores —empezó a decir en voz muy alta, pero tartamudeando a cada palabra—, yo... Bueno, no pasará nada; no tengan miedo.
Se volvió hacia Gruchegnka, que se había inclinado sobre Kalganov, aferrándose a su brazo, y repitió:
—Nada, no pasará nada... Voy de viaje... Me marcharé mañana, apenas se levante el día... Señores, ¿me permiten ustedes que permanezca en esta habitación, haciéndoles compañía; sólo hasta mañana por la mañana?
Dirigió estas últimas palabras al personaje sentado en el canapé. Éste retiró lentamente la pipa de su boca y dijo con grave expresión:
—Panie [42], esto es una reunión particular. Hay otras habitaciones.
—¡Pero si es Dmitri Fiodorovitch! —exclamó Kalganov—. ¡Bien venido! ¡Siéntese!
—¡Buenas noches, mi querido amigo! —dijo Mitia al punto, rebosante de alegría y tendiéndole la mano por encima de la mesa—. ¡Siempre he sentido por usted la más profunda estimación!
Kalganov profirió un «¡Ay!» y exclamó riendo:
—¡Me ha hecho usted polvo los dedos!
—Así debe estrecharse la mano —dijo Gruchegnka con un esbozo de sonrisa.
La joven había deducido de la actitud de Mitia que éste no armaría escándalo, y lo observaba con una curiosidad no exenta de inquietud. Había en él algo que la sorprendía. Nunca habría creído que se condujera de aquel modo.
—Buenas noches —dijo con empalagosa amabilidad el terrateniente Maximov.
Mitia se volvió hacia él.
—¿Usted aquí? ¡Encantado de verle!... Escúchenme, señores...
Se dirigía otra vez al pan de la pipa, por considerarlo el principal personaje de la reunión.
—Señores, quiero pasar mis últimas horas en esta habitación, donde he adorado a mi reina... ¡Perdóneme, panie!... Vengo aquí después de haber hecho un juramento... No teman. Es mi última noche... ¡Bebamos amistosamente, panie!... Nos traerán vino. Yo he traído esto...
Sacó el fajo de billetes.
—¡Quiero música, ruido...! Como la otra vez... El gusano inútil que se arrastra por el suelo va a desaparecer... ¡No olvidaré este momento de alegría en mi última noche!...
Se ahogaba. Su deseo era decir muchas cosas, pero sólo profería extrañas exclamaciones. El pan, impasible, miraba alternativamente a Mitia con su fajo de billetes y a Gruchegnka. Estaba perplejo. Empezó a decir:
—Jezeli powolit moja Krôlowa [43]....
Pero Gruchegnka lo atajó:
—Me crispa los nervios oír esa jerga... Siéntate, Mitia. ¿Qué cuentas? Te suplico que no me asustes. ¿Me lo prometes? ¿Sí? Entonces me alegro de verte.
—¿Yo asustarte? —exclamó Mitia levantando los brazos—. Tienes el paso libre. No quiero ser un obstáculo para ti.
De pronto, inesperadamente, se dejó caer en una silla y se echó a llorar, de cara a la pared y asido al respaldo.
—¿Otra vez la misma canción? —dijo Gruchegnka en son de reproche—. Así se presentaba en mi casa, y me dirigía discursos en los que yo no entendía nada. Ahora vuelve a las andadas... ¡Qué vergüenza! Si hubiera motivo...
Dijo estas últimas palabras subrayándolas y en un tono enigmático.
—¡Pero si no lloro! —exclamó Mitia—. ¡Buenas noches, señores! —añadió volviendo la cabeza. Y se echó a reír; pero no con su risa habitual, sino con una amplia risa nerviosa y que lo sacudía de pies a cabeza.
—Quiero verte contento —dijo Gruchegnka—. Me alegro de que hayas venido. ¿Oyes, Mitia? Me alegro mucho. —Y añadió imperiosamente, dirigiéndose al personaje que estaba en el canapé—: Quiero que se quede con nosotros; lo quiero, y si él se marcha, me marcharé yo también —terminó con ojos centelleantes.
—Los deseos de mi reina son órdenes para mí —declaró el pan besando la mano de Gruchegnka. Y añadió gentilmente, dirigiéndose a Mitia—: Ruego al pan que permanezca con nosotros.
Dmitri estuvo a punto de soltar una nueva parrafada, pero se contuvo y dijo solamente:
—¡Bebamos, panie!
Todos se echaron a reír.
—Creí que nos iba a enjaretar un nuevo discurso —dijo Gruchegnka—. Oye, Mitia; quiero que estés tranquilo. Has hecho bien en traer champán. Yo beberé. Detesto los licores. Pero todavía has hecho mejor en venir en persona, pues esto es un funeral. ¿Has venido dispuesto a divertirte?... Guárdate el dinero en el bolsillo. ¿De dónde lo has sacado?
Los estrujados billetes que Mitia tenía en la mano llamaban la atención, sobre todo a los polacos. Se los guardó rápidamente en el bolsillo y enrojeció. En este momento apareció Trifón Borisytch con una bandeja en la que había una botella descorchada y varios vasos. Mitia cogió la botella, pero estaba tan confundido, que no supo qué hacer. Kalganov llenó por él los vasos.
—¡Otra botella! —gritó Mitia a Trifón Borisytch.
Y olvidándose de chocar su vaso con el del pan, al que tan solemnemente había invitado a beber, se lo llevó a la boca y lo vació. Su semblante cambió inmediatamente: de solemne y trágico se convirtió en infantil. Mitia se humillaba, se rebajaba. Miraba a todos con tímida alegría, con risitas nerviosas, con la gratitud de un perro que ha obtenido el perdón tras una falta. Parecía haberlo olvidado todo y reía continuamente, con los ojos fijos en Gruchegnka, a la que se había acercado. Después observó a los dos polacos. El del canapé lo sorprendió por su aire digno, su acento y —esto sobre todo– por su pipa. «Bueno, ¿qué tiene de particular que fume en pipa?», pensó. Y le parecieron naturales el rostro un tanto arrugado del pan, ya casi cuadragenario, y su minúscula naricilla encuadrada por un fino y alargado bigote teñido que le daba una expresión impertinente. Ni siquiera dio importancia a la peluca confeccionada torpemente en Siberia y que le cubría grotescamente las sienes. «Sin duda es la peluca que necesita», se dijo.
El otro panera más joven. Sentado cerca de la pared, los miraba a todos con semblante provocativo y escuchaba las conversaciones con desdeñoso silencio. Éste sólo sorprendió a Mitia por su elevada talla, que contrastaba con la del pansentado en el canapé. Dmitri se dijo que este gigante debía de ser amigo y acólito del pan de la pipa, algo así como su guardaespaldas, y que el pequeño mandaba en el mayor. El «perro» no sentía ni sombra de celos. Aunque no había comprendido el tono enigmático empleado por Gruchegnka, notaba que lo había perdonado, ya que lo trataba amablemente. Al verla beber, se asombraba alegremente de su resistencia. El silencio general lo sorprendió. Paseé una mirada interrogadora por toda la concurrencia. «¿Qué esperamos? ¿Por qué estamos sin hacer nada?», parecía preguntar.
—Este viejo chocho nos divierte —dijo de pronto Kalganov señalando a Maximov, como si leyera el pensamiento de Mitia.
Dmitri los miró a los dos. Después se echó a reír con su risa seca y entrecortada.
—¿De veras?
—Palabra. Pretende que todos nuestros caballeros de los «años veinte» se casaron con polacas. Es absurdo, ¿verdad?
—¿Con polacas? —dijo Mitia, encantado.
Kalganov no tenía la menor duda acerca de las relaciones de Mitia con Gruchegnka y adivinaba las del pan; pero esto no le interesaba lo más mínimo. Todo su interés se concentraba en Maximov. Había llegado al parador casualmente y en él había trabado conocimiento con los polacos. Estuvo en una ocasión en casa de Gruchegnka, a la que no fue simpático. Aquella noche, la joven se había mostrado cariñosa con él antes de la llegada de Mitia, pero sin conseguir interesarlo.
Kalganov tenía veinte años, vestía con elegancia y su cara era simpática y agradable. Poseía un hermoso cabello rubio y unos bellos ojos azules, de expresión pensativa, a veces impropia de su edad, aunque su conducta podía calificarse de infantil en más de una ocasión, cosa que, por cierto, no le inquietaba. Era un muchacho un tanto extraño y caprichoso, pero siempre amable. A veces, su semblante adquiría una expresión de ensimismamiento; escuchaba y miraba al que hablaba con él como absorto en profundas meditaciones. Tan pronto se mostraba débil e indolente como se excitaba por la causa más fútil.
—Lo llevo a remolque desde hace cuatro días —continuó Kalganov, recalcando las palabras, pero sin la menor fatuidad—. Desde que su hermano, el de usted, no le permitió subir al coche. ¿Se acuerda? Me interesé por él y lo traje al campo. Pero no dice más que tonterías. Sólo de oírlo se avergüenza uno. Voy a devolverlo...
– Pan polskiej pani nie widzial [44], y dice cosas que no son ciertas —dijo el pande la pipa.
—Pero he tenido una esposa polaca —replicó Maximov echándose a reír.
—Lo importante es que sepamos si ha servido en la caballería —dijo Kalganov—. De eso debe usted hablar.
—Tiene razón. ¡Diga, diga si ha servido en la caballería! —exclamó Mitia, que era todo oídos y miraba a los interlocutores como si esperase que de sus labios salieran palabras maravillosas.
—No, no —dijo Maximov volviéndose hacia él—; yo quiero hablar de esas panienkique, apenas bailan una mazurca con un ulano, se sientan en sus rodillas como gatas blancas, con el consentimiento de sus padres. AI día siguiente, el ulano va a pedir la mano de la joven, y ya está hecha la jugarreta. ¡Ja, ja!
– Pan lajdak [45]—gruñó el pan de alta estatura cruzando las piernas.
Mitia sólo se fijó en su enorme y bruñida bota de suela gruesa y sucia. Los dos polacos tenían aspecto de ser poco limpios.
—¡Llamarle miserable! —exclamó Gruchegnka irritada—. ¿Es que no saben hablar sin insultar?
—Pan¡ Agrippina, este pan sólo ha conocido en Polonia muchachas de baja condición, no señoritas nobles.
– Mozesz a to rachowac [46]—dijo despectivamente el pande largas piernas.
—¿Otra vez? —exclamó Gruchegnka—. Déjenle hablar. Dice cosas que tienen gracia.
—Yo no impido hablar a nadie, pani—dijo el pande la peluca, acompañando sus palabras de una mirada expresiva.
Y siguió fumando.
Kalganov se acaloró de nuevo, como si se estuviera tratando de un asunto importante.
—El pantiene razón. ¿Cómo puede hablar Maximov no habiendo estado en Polonia? Porque usted no se casó en Polonia, ¿verdad?
—No. Me casé en la provincia de Esmolensco. Mi prometida había llegado antes que yo, conducida por un ulano y acompañada de su madre, una tía y otro pariente que tenía un hijo ya crecido. Todos eran polacos de pura cepa. El ulano me la cedió. Era un oficial joven y gallardo. Había estado a punto de casarse con ella, pero se volvió atrás al advertir que la joven era coja.
—Entonces, ¿se casó usted con una coja? —exclamó Kalganov.
—Sí. Los dos me ocultaron el defecto. Yo creía que andaba a saltitos llevada de su alegría.
—¿De su alegría de casarse? —preguntó Kalganov.
—Sí. Pero los saltitos obedecían a otras razones muy diferentes. Tan pronto como nos hubimos casado, aquella misma tarde, me lo confesó todo y me pidió perdón. Al saltar un charco siendo niña, se cayó y se quedó coja. ¡Ji, ji!
Kalganov se echó a reír como un niño, dejándose caer en el canapé. Gruchegnka se reía también de buena gana. Mitia estaba alborozado.
—Ahora no miente —dijo Kalganov a Mitia—. Se ha casado dos veces y lo que ha contado se refiere a la primera mujer. La segunda huyó y todavía vive. ¿Lo sabía usted?
—¿Es verdad eso? —dijo Mitia, volviéndose hacia Maximov con un gesto de sorpresa.
—Sí, tuve ese disgusto. Se escapó con un moussié. Antes había conseguido que pusiera mis bienes a su nombre. Me dijo que yo era un hombre instruido y que me sería fácil hallar el modo de ganarme la vida. Y entonces me plantó. Un respetable eclesiástico me dijo un día, hablando de esto: «Tu primera mujer cojeaba; la segunda tenía los pies demasiado ligeros.» ¡Ji, ji!
—Sepan ustedes —dijo Kalganov con vehemencia– que si miente lo hace únicamente para divertir a los que le escuchan. No hay en ello ningún bajo interés. A veces incluso lo aprecio. Es un botarate, pero también un hombre franco. Tengan esto en cuenta. Otros se envilecen por interés; él lo hace espontáneamente... Les citaré un ejemplo. Pretende ser un personaje de Almas muertas, de Gogol. Como ustedes recordarán, en esa obra aparece el terrateniente Maximov, que es azotado por Nozdriov, el cual es acusado «de agresión con vergajos al propietario Maximov, en estado de embriaguez». Dice que se trata de él y que lo azotaron. Pero esto no es posible. Tchitchikov [47]viajaba en mil ochocientos treinta a lo sumo. De modo que las fechas no concuerdan. En esa época no pudo ser azotado Maximov.
La inexplicable exaltación de Kalganov era sincera. Mitia, también con toda franqueza, opinó:
—De todos modos, si lo azotaron...
Se echó a reír.
—No es que me azotaran en realidad —dijo Maximov—. Pero fue como si me azotasen.
—¿Qué quiere usted decir? ¿Lo azotaron o no?
—Ktora godzina, panie? [48]—preguntó con un gesto de hastío el pan de la pipa al pan de largas piernas.
Éste se encogió de hombros. Ninguno de los reunidos llevaba reloj.
—Dejen hablar a los demás —dijo Gruchegnka en tono agresivo—. Que ustedes no quieran decir nada no es razón para que pretendan hacer callar a los otros.
Mitia empezaba a comprender. El panrepuso, esta vez con franca irritación:
– Pani, ja nic nie mowie przeciw, nic nie powiedzilem [49].
—Bien. Continúe —dijo el joven a Maximov—. ¿Por qué se detiene?
—¡Pero si no tengo nada que decir! —exclamó Maximov, halagado y fingiendo una modestia que estaba muy lejos de sentir—. Son tonterías. En Gogol, todo es alegórico, y los nombres, falsos. Nozdriov no se llama así, sino Nossov. Kuvchinnikov tiene un nombre que no se parece en nada al suyo, que es Chkvorniez. Fenardi se llama así, pero no es italiano, sino ruso. La señorita Fenardi está encantadora con sus mallas y su faldita de lentejuelas, y, desde luego, hace muchas piruetas, pero no durante cuatro horas, sino durante cuatro minutos... ¡Y todo el mundo encantado!
Kalganov bramó:
—¿Pero por qué lo azotaron?
—Por culpa de Piron —repuso Maximov.
—¿Qué Piron? —preguntó Mitia.
—El famoso escritor francés. Bebimos con otros hombres en una taberna. Me habían invitado y empecé a recordar epigramas. «¡Hola, Boileau! ¡Qué traje tan raro llevas!» Boileau responde que va a un baile de máscaras, es decir, al baño, ¡ji, ji!, y mis oyentes tomaron esto como una alusión. Me apresuré a citar otro pasaje, mordaz y que todas las personas instruidas conocen:
»Tú eres Safo y yo Faon, desde luego,
pero, y a fe que me pesa,
del mar ignoras el camino.
»Entonces se sintieron aún más ofendidos y empezaron a decirme estupideces. Lo peor fue que yo, queriendo arreglar las cosas, les conté que Piron, que no había conseguido que lo nombraran miembro de la Academia, hizo grabar en la losa de su tumba, para vengarse, este epitafio:
»Aquí yace Piron, que no fue nada,
ni siquiera académico.
»Entonces fue cuando me azotaron.
—¿Pero por qué?
—Por lo mucho que sé. Hay numerosos motivos para azotar a un hombre —terminó Maximov, sentencioso.
—Basta de tonterías —dijo Gruchegnka—. Estoy ya harta. ¡Y yo que creía que iba a divertirme!
Mitia, asustado, dejó de reír. El pan de las piernas largas se levantó y empezó a ir y venir por la habitación, con la arrogancia del hombre que se aburre con una compañía que no es de su agrado.