Текст книги "Los hermanos Karamazov"
Автор книги: Федор Достоевский
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Классическая проза
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Se acercó a Gruchegnka. La contempló, la escuchó... Gruchegnka estaba en extremo locuaz. Llamaba a alguna de las muchachas del coro, la besaba, le hacía a veces la señal de la cruz y la despedía. Estaba al borde de echarse a llorar. El «viejecito», como llamaba a Maximov, la divertía extraordinariamente. A cada momento iba a besarle la mano, y terminó por ponerse a danzar de nuevo, al ritmo de una vieja canción de gracioso estribillo:
—El cerdo, gron, gron, gron;
la ternera, mu, mu, mu;
el pato, cuau, cuau, cuau;
la oca, croc, croc, croc.
El polluelo corrla por la habitación
y se iba cantando: pío, pío, pío.
»Dale algo, Mitia. Es pobre. ¡Oh los pobres, los ofendidos! ¿Sabes una cosa, Mitia? Voy a entrar en un convento. Te lo digo en serio. Me acordaré toda la vida de lo que me ha dicho hoy Aliocha. Ahora bailemos. Mañana, el convento; hoy, el baile. Voy a hacer locuras, amigos míos. Dios me perdonará. Si yo fuera Dios, perdonaría a todo el mundo. «Mis queridos pecadores, os concedo el perdón a todos.» Os imploro que me perdonéis. Perdonad a esta ignorante, buena gente. Soy una fiera, una fiera y sólo una fiera... Quiero rezar. Una miserable como yo quiere orar... Mitia, no les impidas que bailen. Todo el mundo es bueno, ¿sabes?, todo el mundo. La vida es hermosa. Por malo que uno sea, le gusta vivir. Somos buenos y malos a la vez... Por favor, Mitia, dime: ¿por qué soy tan buena? Pues yo soy muy buena...
Así divagaba Gruchegnka, presa de una embriaguez creciente. Repitió que quería bailar y se levantó vacilando.
—Mitia, no me des más vino aunque te lo pida. El vino me trastorna. Todo me da vueltas, hasta la estufa. Pero quiero bailar. Vais a ver lo bien que bailo.
Estaba decidida a hacerlo. Sacó un pañuelo de batista, que cogió por una punta, para agitarlo mientras danzaba. Mitia se apresuró a colocarse en primera fila. Las muchachas enmudecieron, dispuestas a entonar, a la primera señal, las notas de una danza rusa.
Maximov, al enterarse de que Gruchegnka iba a bailar, lanzó un grito de alegría y empezó a saltar delante de ella mientras cantaba:
—Piernas finas, curvas laterales,
cola en forma de trompeta.
Gruchegnka lo apartó de si, golpeándolo con el pañuelo.
—¡Silencio! ¡Que todo el mundo venga a verme!... Mitia, ve a llamar a los de la habitación cerrada. ¿Por qué han de estar encerrados? Diles que voy a bailar, que vengan a verme...
Mitia golpeó fuertemente la puerta de la habitación donde estaban los polacos.
—¡Eh!... Podwysocki. Salid. Gruchegnka va a bailar y os llama.
—Lajdak—rugió uno de los polacos.
—¡Tú sí que eres un miserable! ¡Canalla!
—No ultrajes a Polonia —gruñó Kalganov, que estaba también embriagado.
—¡Oye, muchacho! Lo que he hecho no va contra Polonia. Un miserable no puede representarla. De modo que cállate y come bombones.
—¡Qué hombres! —murmuró Gruchegnka—. No quieren hacer las paces.
Avanzó hasta el centro de la sala para bailar. El coro inició el canto. Gruchegnka entreabrió los labios, agitó el pañuelo, dobló la cabeza y se detuvo.
—No tengo fuerzas —murmuró con voz desfallecida—. Perdónenme. No puedo. Perdón...
Saludó al coro; hizo reverencias a derecha e izquierda.
Una voz dijo:
—La hermosa señorita ha bebido demasiado.
—Ha cogido una curda —dijo Maximov, con una sonrisa picaresca, a las chicas del coro.
—Mitia, ayúdame... Sostenme...
Mitia la rodeó con sus brazos, la levantó y fue a depositar su preciosa carga en el lecho. «Yo me voy», pensó Kalganov. Y salió, cerrando a sus espaldas la puerta de la habitación azul.
Pero la fiesta continuó ruidosamente. Una vez acostada Gruchegnka, Mitia puso su boca sobre la de su amada.
—¡Déjame! —suplicó la joven—. No me toques antes de que sea tuya... Ya te he dicho que seré tuya... Perdóname... Cerca de él no puedo... Sería horrible.
—Tranquilízate. Ni siquiera te faltaré con el pensamiento. Amarnos aquí es una idea que me repugna.
Manteniendo sus brazos en torno a ella, se arrodilló junto al lecho.
—Aunque eres un salvaje, tienes un corazón noble... Tenemos que vivir decentemente de hoy en adelante... Seamos honestos y nobles; no imitemos a los animales... Llévame lejos de aquí, ¿oyes? No quiero estar en esta tierra; quiero irme lejos, muy lejos...
—Si —dijo Mitia estrechándola entre sus brazos—, te llevaré muy lejos, nos marcharemos de aquí... ¡Oh Gruchegnka! Daría toda mi vida por estar sólo un año contigo... y por saber si esa sangre...
—¿Qué sangre?
—No, nada —dijo Mitia rechinando los dientes—. Grucha, quieres que vivamos honestamente, y yo soy un ladrón. He robado a Katka. ¡Qué vergüenza!...
—¿A Katka? ¿A esa señorita? No, no le has robado nada. Devuélvele lo que le debes. Tómalo de mi dinero... ¿Por qué te pones así? Todo lo mío es tuyo. ¿Qué importa el dinero? Somos despilfarradores por naturaleza. Pronto iremos a trabajar la tierra. Hay que trabajar, ¿oyes? Me lo ha ordenado Aliocha. No seré tu amante, sino tu esposa, tu esclava. Trabajaré para ti. Iremos a saludar a esa señorita, le pediremos perdón y nos marcharemos. Si se enoja, peor para ella. Devuélvele su dinero y ámame. Olvídala. Si la amas todavía, la estrangularé, le vaciaré los ojos con una aguja...
—Es a ti a quien amo, sólo a ti. Te amaré en Siberia.
—¿Por qué en Siberia?... En fin, si quieres que sea en Siberia, allí será... Trabajaremos... En Siberia hay mucha nieve... Me gusta viajar por la nieve... Me encanta el tintineo de las campanillas... ¿Oyes? Ahora suena una... ¿Dónde?... Pasan viajeros... Ya ha dejado de sonar.
Cerró los ojos y quedó como dormida. En efecto, se había oído una campanilla a lo lejos. Mitia apoyó la cabeza en el pecho de Gruchegnka. No advirtió que el tintineo dejó de oírse y que en la casa sucedió un silencio de muerte al bullicio y a los cantos. Gruchegnka abrió los ojos.
—¿Qué ha pasado? ¿Me he dormido?... ¡Ah, sí! La campanilla... He empezado a pensar que viajaba por la nieve, mientras la campanilla tintineaba, y me he dormido... Íbamos los dos a un lugar lejano... Yo te besaba, me apretaba contra ti. Tenía frio, brillaba la nieve... No me parecía estar sobre la tierra... Y ahora me despierto y veo a mi amado junto a mí. ¡Qué felicidad!
—¡Junto a ti! —murmuró Mitia cubriendo de besos el pecho y las manos de Gruchegnka.
De pronto, Mitia observó que Gruchegnka miraba fija y extrañamente por encima de su cabeza. Su rostro expresaba sorpresa y temor.
—Mitia, ¿quién es ese que nos mira?—preguntó la joven en voz baja.
Mitia se volvió y vio la cara de alguien que había apartado la cortina y los observaba. Se levantó y avanzó a paso rápido hacia el indiscreto.
—Venga conmigo, se lo ruego —dijo una voz enérgica.
Mitia pasó al otro lado de la cortina y se detuvo al ver la habitación llena de personas que acababan de llegar. Se estremeció al reconocerlos a todos. Aquel viejo de aventajada estatura, que llevaba abrigo y ostentaba una escarapela en su gorra de uniforme, era el ispravnikMikhail Markarovitch. Aquel petimetre «tuberculoso, de botas irreprochables», era el suplente. «Tiene un cronómetro de cuatrocientos rublos. Me lo ha enseñado.» De aquel otro, bajito y con lentes, Mitia había olvidado el nombre, pero le conocía de vista: era el juez de instrucción recién salido de la Escuela de Derecho. También estaba allí el stanovoi [70]Mavriki Mavrikievitch, al que conocía. ¿Qué hacía allí toda aquella gente que lucía insignias de metal? Además, había varios campesinos. Y en el fondo, junto a la puerta, estaban Kalganov y Trifón Borisytch...
—¿Qué ocurre, señores? —empezó por preguntar Mitia. Y añadió enseguida con voz sonora—: ¡Ya comprendo!
El joven de los lentes avanzó hacia él y le dijo con un aire de superioridad y un tono de impaciencia:
—Tenemos que decirle dos palabras. Tenga la bondad de acercarse al canapé.
—¡El viejo! —exclamó Mitia, enloquecido—. ¡El viejo ensangrentado! Ahora comprendo...
Y se dejó caer en una silla.
—¿De modo que comprendes? —exclamó el ispravnikacercándose a Mitia. Fuera de sí, enrojecido el semblante, temblando de cólera, añadió—: ¡Parricida, monstruo! ¡La sangre de tu anciano padre clama contra ti!
—Pero eso es imposible —dijo el petimetre—. ¡Jamás habría esperado, Mikhail Makarovitch, que fuera usted capaz de proceder de este modo!
—¡Esto es el delirio, señores, el delirio! —continuó el ispravnik—. Miradlo: ebrio y manchado de la sangre de su padre, pasa la noche con una mujer alegre. ¡Esto es el delirio!
—Le ruego encarecidamente, mi querido Mikhail Makarovitch —dijo el hombrecillo «tuberculoso»—, que ponga freno a sus sentimientos. De lo contrario, me veré obligado a...
Interrumpiéndole, el joven juez de instrucción dijo con acento firme y grave:
—Señor teniente de la reserva Karamazov, debo advertirle que está usted acusado de ser el autor del asesinato de Fiodor Pavlovitch, cometido esta noche.
Dijo algo más. El suplente habló también. Pero Mitia no los comprendió: los miró a todos con una expresión de extravío.
LIBRO IX
LA INSTRUCCIÓN PREPARATORIA
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CAPÍTULO PRIMERO
Los comienzos del funcionario Perkhotine
Piotr Ilitch Perkhotine, a quien dejamos golpeando con todas sus fuerzas la puerta principal de la casa Mozorov, acabó, como es lógico, por conseguir que le abriesen. Al oír semejante alboroto, Fenia, todavía horrorizada, estuvo a punto de sufrir un ataque de nervios. Aunque había visto a Dmitri Fiodorovitch emprender el viaje, creyó que era él, que había vuelto, por juzgar que sólo un hombre como Mitia podía llamar de un modo tan insolente. Fenia corrió a ver al portero, al que el estrépito había despertado, y le suplicó que no abriese. Pero el portero, al oír el nombre del visitante y saber que deseaba hablar con Fedosia Marcovna de un asunto importante, decidió dejarlo pasar.
Piotr Ilitch empezó a interrogar a la joven y obtuvo enseguida el dato más importante: al salir en busca de Gruchegnka, Dmitri Fiodorovitch se había llevado una mano de mortero, y había vuelto con las manos vacías y manchadas de sangre.
—La sangre goteaba —dijo Fenia, recordando, en medio de su turbación, este horripilante detalle.
Piotr Ilitch había visto las manos ensangrentadas de Mitia y le había ayudado a lavárselas. A Piotr Ilitch no le importaba saber si se le habían secado rápidamente; lo importante para él era averiguar si Dmitri Fiodorovitch había ido a casa de su padre con la mano de mortero. Piotr Ilitch insistió sobre este punto, y aunque no logró obtener aclaraciones precisas, quedó casi convencido de que Dmitri Fiodorovitch había visitado la casa paterna y, por consiguiente, de que algo debía de haber pasado en ella.
Fenia añadió:
—Cuando volvió, yo se lo conté todo y le pregunté: «¿Por qué tiene las manos manchadas de sangre, Dmitri Fiodorovitch?» Él me respondió que la sangre era humana, que acababa de matar a una persona, y se fue corriendo como un loco. Yo pensé: «¿Adónde irá?» Y me respondí que sin duda se dirigiría a Makroie para matar a la señorita. Entonces salí corriendo en su busca para suplicarle que la perdonara. Al pasar ante la casa de los Plotnikov lo vi. Estaba preparado para partir y tenía las manos limpias...
La abuela confirmó el relato de la nieta. Piotr Ilitch salió de la casa todavía más confundido que cuando había entrado.
Lo más lógico era dirigirse inmediatamente a casa de Fiodor Pavlovitch para enterarse de si había ocurrido algo, y luego, sabiendo ya a qué atenerse, ir a visitar al ispravnik. Piotr Ilitch estaba decidido a proceder de este modo. Pero la noche era oscura, y la puerta de la casa, gruesa y maciza. No conocía apenas a Fiodor Pavlovitch. Si, a fuerza de dar golpes, conseguía que le abriesen y resultaba que no había ocurrido nada anormal, al día siguiente el malicioso Fiodor Pavlovitch iría contando por toda la ciudad —como quien cuenta una anécdota graciosa– que, a medianoche, el funcionario Perkhotine, al que no conocía, había llamado a su puerta para averiguar si lo habían matado. Sería un escándalo, y no había nada en el mundo que Piotr Ilitch detestara tanto como los escándalos. Sin embargo, los sentimientos que lo dominaban eran tan imperiosos, que, después de haber golpeado el suelo con la planta del pie para desahogar su cólera y de haberse insultado a sí mismo, se lanzó en otra dirección, hacia la casa de la señora de Khokhlakov. Si ésta, respondiendo a sus preguntas, decía que no había entregado tres mil rublos a Dmitri Fiodorovitch a hora tan intempestiva, él, Perkhotine iría a ver al ispravniksin pasar por la casa de Fiodor Pavlovitch. De lo contrario, lo dejaría todo para el día siguiente y se volvería a casa. Salta a la vista que la resolución del joven funcionario de presentarse a las once de la noche en casa de una mujer mundana a la que conocía, haciéndola, tal vez, levantar de la cama, para interrogarla sobre un asunto tan singular, podía motivar un escándalo semejante al que trataba de eludir. Pero es frecuente que las personas más flemáticas adopten en tales casos resoluciones parecidas. No obstante, en aquel momento, Piotr Ilitch no se parecía en nada a un hombre flemático. Recordó durante toda su vida que la turbación insoportable que se había apoderado de él llegó a tener carácter de verdadero suplicio y lo llevó a obrar contra su voluntad. Por el camino no cesó de hacerse reproches por el estúpido paso que iba a dar. «¡Pero iré hasta el fin!», se dijo una y otra vez, rechinando los dientes. Y cumplió su palabra.
Estaban dando las once cuando llegó a casa de la señora de Khokhlakov. Le fue fácil entrar en el patio, pero el portero no pudo decirle con certeza si la señora estaba ya acostada, aunque era su costumbre estarlo a aquella hora.
—Hágase anunciar, y ya verá si lo recibe o no.
Piotr Ilitch subió al piso, y entonces empezaron las dificultades. El criado no quería anunciarlo. Acabó por llamar a la doncella. Cortés pero firmemente, Piotr Ilitch rogó a la joven que dijera a su señora que el funcionario Perkhotine deseaba hablarle de un asunto importantísimo, tan importante, que justificaba que se permitiera molestarla a aquellas horas.
—Anúncieme en estos términos —concluyó.
Esperó en el vestíbulo. La señora de Khokhlakov estaba ya en su dormitorio. La visita de Mitia la había trastornado, y presentía una noche de jaqueca, como solía ocurrirle en casos semejantes. Se opuso, irritada, a recibir al joven funcionario, aunque la llegada de aquel desconocido despertaba su curiosidad femenina. Pero Piotr Ilitch se obstinó como un mulo. Al recibir la negativa, insistió imperiosamente, solicitando que se dijera a la señora, palabra por palabra, «que el asunto podía calificarse de grave y que era muy posible que la señora se arrepintiera de no haberle recibido». La doncella lo miró, asombrada, y fue a dar el recado. La señora de Khokhlakov se quedó estupefacta, reflexionó un momento y preguntó qué aspecto tenía el visitante. Así se enteró de que «era un hombre de buena presencia, joven y muy fino». Digamos de paso que Piotr Ilitch no carecía de belleza varonil y que él lo sabía. La señora de Khokhlakov se decidió a dejarse ver. Iba en bata y zapatillas y se había echado un pañuelo negro sobre los hombros. Se rogó al funcionario que pasara al salón. Apareció la señora. Miró al visitante con expresión interrogadora y, sin hacerlo sentar, le invitó a que dijera lo que tenía que decir.
—Me he permitido molestarla, señora —empezó Perkhotine—, para hablarle de una persona a la que los dos conocemos. Me refiero a Dmitri Fiodorovitch Karamazov...
Apenas hubo pronunciado este nombre, el semblante de su interlocutora reflejó una viva indignación. La dama ahogó un grito y lo interrumpió, iracunda:
—¡No me hable de ese horrible sujeto! Sólo oír su nombre es un tormento para mí. ¿Cómo se ha atrevido usted a molestar a estas horas a una dama a la que no conoce para hablarle de un individuo que hace tres horas y aquí mismo ha intentado asesinarme, ha pateado el suelo furiosamente y se ha marchado dando voces? Le advierto, señor, que presentaré una denuncia contra usted. ¡Salga de aquí inmediatamente! Soy madre y...
—¿De modo que quería matarla a usted también?
—¿Acaso ha matado ya a alguien? —preguntó en el acto la dama.
—Concédame unos minutos de atención, señora, y se lo explicaré todo —repuso en tono firme Perkhotine—. Hoy, a las cinco de la tarde, el señor Karamazov me ha pedido prestados diez rublos, y sé positivamente que en aquel momento no tenía un solo copec. Y a las nueve ha vuelto a mi casa con un fajo de billetes en la mano. Debía de llevar dos mil o tres mil rublos. Tenía el aspecto de un loco. Sus manos y su cara estaban manchadas de sangre. Le pregunté de dónde había sacado tanto dinero, y me contestó que se lo había dado usted, que usted le había adelantado la suma de tres mil rublos para que se fuera a las minas de oro. Éstas fueron sus palabras.
El semblante de la señora de Khokhlakov expresó una emoción súbita.
—¡Dios mío! —exclamó enlazando las manos—. ¡No cabe duda de que ha matado a su padre! ¡Yo no le he dado ningún dinero! ¡Corra, corra! ¡No diga nada más! ¡Vaya a casa del viejo! ¡Salve su alma!
—Escuche, señora: ¿está usted segura de no haber entregado a Dmitri Fiodorovitch ningún dinero?
—¡Ninguno, ninguno! No se lo he querido dar al ver que él no apreciaba mis sentimientos. Se ha marchado hecho una furia. Se ha arrojado sobre mí; he tenido que retroceder. ¿Sabe usted lo que ha hecho? Se lo digo porque no quiero ocultarle nada. ¡Me ha escupido!... Pero no esté de pie. Siéntese... Perdóneme que... ¿O prefiere usted ir a intentar salvar al viejo de una muerte espantosa?
—Pero si ya lo han matado...
—Cierto, Dios mío. ¿Qué podemos hacer? ¿Qué le parece a usted que hagamos?
Lo había obligado a sentarse y se había instalado frente a él. Piotr Ilitch le refirió brevemente los hechos de que había sido testigo; le habló de su reciente visita a Fenia y mencionó la mano de mortero. Estos detalles trastornaron a la dama, que profirió un grito y se cubrió los ojos con la mano.
—Sepa usted que he presentido todo esto. Tengo este don. Todos mis presentimientos se cumplen. ¡Cuántas veces he observado a ese hombre temible pensando: «Terminará por matarme»! Y al fin se han cumplido mis temores. Y si no me ha matado todavía como a su padre ha sido porque Dios se ha dignado protegerme. Además, la vergüenza lo ha frenado, pues yo le había colgado del cuello, aquí mismo, una medalla que pertenece a las reliquias de Santa Bárbara mártir... ¡Qué cerca estuve entonces de la muerte! Me acerqué a él para que me ofreciera su cuello. Mire usted, Piotr Ilitch (ha dicho usted que se llama así, ¿verdad?), yo no creo en los milagros; pero esa imagen..., ese prodigio evidente en mi favor, me ha impresionado y me inclina a renunciar a mi incredulidad... ¿Ha oído hablar del staretsZósimo?... ¡Ay, no sé dónde tengo la cabeza! Ese mal hombre me ha escupido aun llevando la medalla pendiente del cuello... Pero sólo me ha escupido, no me ha matado. Y luego ha echado a correr. ¿Qué hacemos? Dígame: ¿qué hacemos?
Piotr Ilitch se levantó y dijo que iba a contárselo todo al ispravnikpara que éste procediera como creyese conveniente.
—Lo conozco. Es una excelente persona. Vaya enseguida a verlo. ¡Qué inteligencia tiene usted, Piotr Ilitch! A mí no se me hubiera ocurrido nunca esa solución.
—Estoy en buenas relaciones con él, y esto es una ventaja —dijo Piotr Ilitch, visiblemente deseoso de librarse de aquella dama que hablaba por los codos y no le dejaba marcharse.
—Oiga, venga a contarme todo lo que averigüe: las pruebas que se obtengan, lo que puedan hacer al culpable... ¿Verdad que la pena de muerte no existe en nuestro país? No deje de venir aunque sea a las tres o las cuatro de la mañana... Diga que me despierten, que me zarandeen si es preciso... Pero no creo que haga falta, porque estaré levantada. ¿Y si fuera con usted?
—No, eso no. Pero si declarase por escrito que no ha entregado ningún dinero a Dmitri Fiodorovitch, esta declaración podría ser útil...
—¡Ahora mismo! —dijo la señora de Khokhlakov corriendo hacia su mesa de escribir—. Tiene usted un ingenio que me confunde. ¿Desempeña usted su cargo en nuestra ciudad? Me alegro de veras.
Sin dejar de hablar y a toda prisa había trazado unas líneas en gruesos caracteres.
Declaro que no he prestado jamás, ni hoy ni antes, tres mil rublos a Dmitri Fiodorovitch Karamazov. Lo juro por lo más sagrado.
KHOKHLAKOV.
—Mire; ya está —dijo volviendo al lado de Piotr Ilitch—. ¡Vaya, vaya a salvar su alma! Cumplirá usted una gran misión.
Hizo tres veces la señal de la cruz sobre él y lo condujo de nuevo al vestíbulo.
—¡Qué agradecida le estoy! ¡No puede usted imaginarse cuánto le agradezco que haya venido a verme antes que a nadie! Siento de veras que no nos hayamos conocido hasta hoy. De ahora en adelante le agradeceré que me visite. He comprobado con satisfacción que cumple usted sus obligaciones con una exactitud y una inteligencia extraordinarias. Por eso nadie puede dejar de comprenderlo, de estimarlo, y le aseguro que todo lo que yo pueda hacer por usted... ¡Oh! Adoro a la juventud, me tiene robada el alma... Los jóvenes son la esperanza de nuestra infortunada Rusia... ¡Vaya, corra!...
Piotr Ilitch se había marchado ya. De lo contrario, la señora de Khokhlakov no le habría dejado ir tan pronto.
Sin embargo, la viuda había producido a Piotr Ilitch excelente impresión, tan excelente, que incluso amortiguaba la contrariedad que le causaba haberse mezclado en un asunto tan complicado y desagradable. Todos sabemos que sobre gustos no hay nada escrito. «No es vieja ni muchísimo menos —se dijo—. Por el contrario, al verla, yo creí que era su hija.»
En cuanto a la señora de Khokhlakov, estaba en la gloria. «Un hombre tan joven, ¡y qué experiencia de la vida, qué formalidad!... Y, además, su finura, sus modales... Se dice que la juventud de hoy no sirve para nada. He aquí una prueba de que eso no es verdad.» Y seguía enumerando cualidades. Tanto, que llegó a olvidarse del espantoso acontecimiento. Ya acostada, recordó vagamente que había estado a punto de morir y murmuró: «¡Es horrible, horrible!...» Pero esto no le impidió dormirse profundamente.
Quiero hacer constar que no me habría entretenido en referir estos detalles insignificantes si tan singular encuentro del funcionario con una viuda todavía joven no hubiera influido en la carrera del metódico Piotr Ilitch. En nuestra ciudad todavía se recuerdan con asombro estos hechos, de los que tal vez digamos algo más al final de esta larga historia de los hermanos Karamazov.
CAPITULO II
La alarma
El ispravnikMikhail Makarovitch, teniente coronel retirado que había pasado a ser consejero de la corte [71], era una buena persona, y ya gozaba de las simpatías de todos por su tendencia a reunir a los elementos de la buena sociedad. Siempre tenía invitados en su casa, aunque sólo fuera un par de comensales en su mesa. Sin esto no habría podido vivir. Sus invitaciones se fundaban en los pretextos más diversos. La comida no era exquisita, pero sí copiosa; las tortas de pescado, excelentes; la abundancia de los vinos compensaba todas las deficiencias.
En la primera habitación había una mesa de billar, y en sus paredes, grabados de cameras inglesas con marcos negros, la que, como es sabido, constituye el ornamento de todas las salas de billar de los pisos de soltero.
Todas las tardes se jugaba a las cartas; pero lo corriente era que las clases distinguidas de nuestra localidad se reunieran en casa del consejero para entregarse al pasatiempo del baile. Las madres acudían con las hijas. Mikhail Makarovitch, aunque era viudo, vivía en familia, con una hija mayor, que era viuda también, y dos hijas menores. Éstas habían terminado ya sus estudios, y eran tan simpáticas y alegres, que, a pesar de no tener dote, atraían a su casa a la juventud distinguida de la ciudad.
Aunque su inteligencia era limitada y escasa su instrucción, Mikhail Makarovitch desempeñaba sus funciones tan bien como el primero. Cierto que se equivocaba al juzgar ciertas reformas del reinado de la época [72], pero esto se debía más a la indolencia que a la incapacidad, pues no las había estudiado. «Tengo alma de militar más que de paisano», decía. Aunque poseía tierras en el campo, no tenía una idea clara de la reforma agraria, y la iba comprendiendo poco a poco, por sus resultados y contra su voluntad.
Piotr Ilitch estaba seguro de que se encontraría en casa del consejero con más de un invitado, y, en efecto, allí estaban el procurador, que había ido a jugar una partida, y el doctor Varvinski, perteneciente al zemstvo [73]y que era un joven recién llegado de la Academia de Medicina de Petersburgo, donde había obtenido uno de los primeros puestos.
Hipólito Kirillovitch, el procurador —en realidad era el suplente, pero todos lo llamaban así—, era un hombre de personalidad poco corriente, todavía joven —treinta y cinco años—, predispuesto a la tuberculosis, que estaba casado con una mujer obesa y estéril, orgullosa e irascible, pero que poseía también excelentes cualidades. Para desgracia suya, se hacía demasiadas ilusiones respecto a sus méritos, lo que le mantenía en una inquietud constante. Tenía inclinaciones artísticas y cierta penetración psicológica respecto a los criminales y al crimen. Por eso estaba convencido de que no estimaban su valía en las altas esferas y consideraba que era víctima de una injusticia. En los momentos de decepción decía que iba a dedicarse a la abogacía criminalista. El asunto Karamazov lo galvanizó de pies a cabeza. Se dijo que era un caso que podía apasionar a toda Rusia... Pero no nos anticipemos.
En la habitación inmediata estaban las señoritas y el joven juez de instrucción Nicolás Parthenovitch Neliudov, llegado de Petersburgo hacía dos meses. Más tarde llamó la atención que los personajes citados estuvieran reunidos, como si lo hubiesen hecho adrede, en casa del poder ejecutivo la noche del crimen. Sin embargo, la reunión no podía ser más natural. La esposa de Hipólito Kirillovitch padecía desde el día anterior un fuerte dolor de muelas, y el procurador, para librarse de sus lamentos, se había ido a casa del ispravnik. El médico sólo pasaba a gusto las veladas ante una mesa de juego. Y Neliudov había decidido visitar aquella noche a Mikhail Makarovitch, fingiendo que lo hacía casualmente, a fin de sorprender a la hija menor del ispravnik, Olga Mikhailovna, que cumplía años aquel día, lo que mantenía en secreto, a juicio de Neliudov, para no verse obligada a ofrecer un baile: no quería revelar su edad, ya que era demasiado joven, y temía que la fiesta transcurriera entre alusiones burlonas. Y al día siguiente se hablaría de ello en toda la ciudad.
El apuesto Neliudov era un libertino. Así lo calificaban nuestras damas, sin que él se molestase. Pertenecía a la buena sociedad, a una familia honorable; se comportaba siempre con la mayor corrección, y, a pesar de su inclinación a los placeres, era completamente inofensivo. En sus frágiles dedos llevaba varias gruesas sortijas; era bajito y de complexión delicada. En el ejercicio de su cargo se comportaba con extrema gravedad, pues tenía un alto concepto de su misión y de sus obligaciones. Tenía la especialidad de confundir a los asesinos y malhechores de baja estofa en sus interrogatorios y provocaba en ellos cierto estupor, ya que no respeto a su persona.
Al llegar a casa del ispravnik, Piotr Ilitch advirtió que todo el mundo estaba al corriente de lo sucedido, lo que le sorprendió sobremanera. Se había suspendido el juego y se había entablado una discusión general sobre el suceso. Nicolás Parthenovitch mostraba una actitud belicosa. Piotr Ilitch se enteró, con profundo estupor, de que Fiodor Pavlovitch había sido asesinado aquella misma noche en su casa, asesinado y desvalijado. He aquí cómo se descubrió el trágico suceso.
Marta Ignatievna, la esposa de Grigori, se despertó de pronto de su profundo sueño, sin duda al oír los gritos de Smerdiakov, que se hallaba en la reducida habitación vecina. No había podido acostumbrarse a los gritos del epiléptico, aquellos gritos aterradores que precedían a los ataques. Todavía no despierta del todo, se levantó y entró en el cuarto de Smerdiakov. En la oscuridad, el enfermo respiraba penosamente y se debatía. Marta se asustó y llamó a su marido, pero en esto se acordó de que Grigori no estaba a su lado al despertar ella. Volvió a su habitación, tanteó el lecho y vio que estaba vacío. Corrió al soportal y llamó tímidamente a su esposo. La única respuesta que obtuvo fueron unos gemidos lejanos en el silencio de la noche. Aguzó el oído. Nuevos lamentos. Procedían del jardín... «¡Señor, parecen las quejas de Isabel Smerdiachtchaia!»
Bajó los escalones y vio que la puertecilla del jardín estaba abierta. «Por aquí debe de estar, el pobre.» Siguió avanzando y oyó claramente las llamadas de Grigori: «¡Marta, Marta!» Su voz era débil y estaba impregnada de dolor. «¡Ayúdame, Señor!», murmuró Marta Ignatievna mientras corría en busca de Grigori.
Lo encontró a unos veinte pasos del muro del jardín. Allí había caído. Al volver en sí, debió de ir arrastrándose largo trecho y perder el conocimiento varias veces. Marta se dio cuenta de pronto de que su marido estaba manchado de sangre y empezó a gritar. Grigori murmuró débilmente, con voz entrecortada: «Ha matado... matado a su padre... No grites:.. Corre, avisa...» Marta Ignatievna no se calmaba. En esto vio la ventana de la habitación de su dueño abierta e iluminada. Dirigió una mirada al interior de la habitación y descubrió un horrendo espectáculo: Fiodor Pavlovitch estaba tendido de espaldas, inerte. Su bata y su blanca camisa estaban impregnadas de sangre. La bujía que ardía sobre una mesa iluminaba la cara del muerto. Marta Ignatievna, enloquecida, salió corriendo del jardín, abrió la puerta principal y se dirigió como un rayo a casa de María Kondratievna. Las dos vecinas, madre a hija, estaban durmiendo. Los fuertes golpes dados en la ventana por la esposa de Grigori las despertaron. Con palabra incoherente, Marta Ignatievna les explicó lo ocurrido y les pidió ayuda. Foma, que tenía hábitos de vagabundo, dormía aquella noche en casa de las dos mujeres. Se le hizo levantar inmediatamente y todos se trasladaron al lugar del crimen.