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Los hermanos Karamazov
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Текст книги "Los hermanos Karamazov"


Автор книги: Федор Достоевский



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—Lo comprendo todo perfectamente, Iván: desearíamos amar con el corazón y con el vientre: lo has expresado a la perfección. Me encanta tu ardiente amor a la vida. A mi entender, se debe amar la vida por encima de todo.

—¿Incluso más que al sentido de la vida?

—Desde luego. Hay que amarla antes de razonar, sin lógica, como has dicho. Sólo entonces se puede comprender su sentido. He aquí lo que hace ya mucho tiempo que he entrevisto. La mitad de tu misión está cumplida, Iván: ya amas la vida. Dedícate a realizar la segunda parte: en ella está tu salvación.

—No te apresures tanto a salvarme. Acaso no esté todavía perdido. ¿En qué consiste esa segunda parte?

—En resucitar a tus muertos, que acaso tienen aún algo de vida. Dame una taza de té. Me encantada esta conversación, Iván.

—Veo que estás hablador. Me seducen estas professions de foien un novicio. Eres un carácter enérgico, Alexei. ¿Es verdad que te propones dejar el monasterio?

—Sí, mi staretsme ha enviado al mundo.

—Entonces, no nos volveremos a ver hasta que yo tenga treinta años y empiece a dejar la copa. Nuestro padre no quiere privarse de ella hasta que tenga setenta a ochenta años. Lo ha dicho con toda seriedad, aunque sea un payaso. Está aferrado a su sensualidad como a una roca. Ciertamente, acaso la vida no tenga otro atractivo para él desde hace treinta años, pero es una vileza que un hombre siga entregado a la sensualidad a los setenta. Es preferible poner término a ello a los treinta. Así se conserva una apariencia de dignidad, aunque uno se engañe a sí mismo. ¿No has visto a Dmitri hoy?

—No, pero he visto a Smerdiakov.

Y Aliocha hizo a su hermano un relato detallado de su encuentro con el sirviente.

Iván le escuchó pensativo y se hizo repetir algunos detalles.

—Me ha pedido —añadió Aliocha– que no cuente a Dmitri lo que me ha dicho de él.

Iván frunció las cejas: estaba visiblemente preocupado.

—¿Es Smerdiakov quien te preocupa?

—Sí. ¡Que se lo lleve el diablo! Quería ver a Dmitri —dijo Iván, y añadió contra su voluntad—: Pero ya es inútil.

—¿De veras te vas enseguida?

—Sí.

—¿Cómo terminará la querella entre Dmitri y nuestro padre? —preguntó Aliocha, inquieto.

—Esa idea te tiene obsesionado —replicó Iván sin ocultar su irritación—. ¿Qué puedo hacer en este asunto? ¿Acaso soy el guardián de Dmitri? —sonrió amargamente y añadió—: Es la respuesta de Caín a Dios. Esto estabas pensando, ¿verdad? Pero, ¡qué diablo!, yo no puedo quedarme aquí para vigilarlos. He terminado mis asuntos y me voy. Supongo que no creerás que envidio la suerte de Dmitri, ni que he estado intentando quitarle la novia durante estos tres meses. No, no; yo tenía aquí mis asuntos. Los he terminado y me voy. ¿Te has fijado en lo que ha ocurrido?

—¿Con Catalina Ivanovna?

—Sí. Me he deshecho de ella en un momento. No he tenido que preocuparme por Dmitri, porque esto no le afecta lo más mínimo. Yo tenía asuntos personales con Catalina Ivanovna. Ya sabe que Dmitri se ha conducido como si estuviera en connivencia conmigo. Yo no le he pedido nada. El mismo Dmitri me la cedió con su bendición. Es algo que mueve a risa. Tengo la sensación de que me han quitado un peso de encima. He estado a punto de pedir una botella de champán para celebrar estos primeros momentos de libertad. Casi seis meses de esclavitud, y de pronto me veo libre. Ayer no me imaginaba que fuera tan fácil terminar.

—¿Te refieres a tu amor, Iván?

—Llamémosle amor si quieres. La verdad es que me enamorisqué de una pensionista y esto representaba un sufrimiento para ella y para mí. Yo sólo pensaba en ella, y, de pronto, todo se viene abajo. Hace un rato he hablado con grave exaltación, pero te aseguro que después me reía a carcajadas. Ésta es la pura verdad.

—Todavía estás alborozado —dijo Aliocha, mirando el semblante de Iván.

—¿Cómo podía yo saber que no la quería? Sin embargo, así era. Pero es lo cierto que ayer, cuando pensaba en ella, me gustaba. E incluso ahora me gusta. Sin embargo, la dejo alegremente. ¿Crees que hablo así por jactancia?

—No; lo que creo es que tú no estabas enamorado.

Iván se echó a reír.

—Aliocha, no razones sobre el amor. Eso no te conviene. ¡Cómo saliste en mi defensa! Te mereces un abrazo. Ella me atormentaba, era para mí una verdadera tortura. Y es que sabía que me cautivaba. Es a mí y no a Dmitri a quien quiere —afirmó alegremente Iván—. Dmitri sólo le da disgustos. Lo que le dije es la pura verdad. Pero tal vez necesite quince o veinte años para darse cuenta de que me quiere a mí y no a Dmitri. A lo mejor, no lo comprende nunca, a pesar de la elección de hoy. Es lo mejor que ha podido suceder. La he dejado para siempre. A propósito, ¿qué ha ocurrido después de marcharme yo?

Aliocha le explicó que Catalina Ivanovna había sufrido un ataque de nervios y que estaba delirando.

—¿No mentirá la señora de Khokhlakov?

—No lo creo.

—Tenemos que enterarnos de cómo está. Nadie muere de una crisis nerviosa. Dios ha sido demasiado generoso con la mujer al dotarla de sus encantos. No iré a verla. ¿Para qué?

—Sin embargo, le has dicho que no te ha amado nunca.

—Lo he hecho deliberadamente, Aliocha. Voy a pedir champán. Bebamos por mi libertad. ¡Si supieras lo contento que estoy!

—No, Iván; no bebamos. Estoy triste.

—Sí, ya lo he observado: hace tiempo que estás triste.

—Entonces, ¿estás decidido a marcharte mañana por la mañana?

—Me marcharé mañana, pero no he dicho que me vaya a ir por la mañana... No obstante, puede ser que me vaya por la mañana. Aunque te cueste creerlo, hoy he comido aquí solamente para no ver al viejo, tan ingrata me es su compañía. Si estuviera él solo aquí, ya hace tiempo que me habría marchado. ¿Por qué te inquieta tanto que me vaya? Todavía nos queda mucho tiempo, casi una eternidad.

—¿Una eternidad, marchándote mañana?

—Eso no importa. Nos sobrará tiempo para tratar del asunto que nos interesa. ¿Por qué me miras con esa cara de asombro? Respóndeme a esto: ¿para qué nos hemos reunido aquí? ¿Para hablar del amor de Catalina Ivanovna, del viejo o de Dmitri? ¿Para hacer comentarios sobre la política extranjera, la desastrosa situación de Rusia, o el emperador francés? ¿Nos hemos reunido para esto?

—No.

—Entonces ya sabes para qué nos hemos reunido. Somos dos candorosos jovenzuelos cuya única finalidad es resolver las cuestiones eternas. Actualmente, toda la juventud rusa se dedica a disertar sobre estos temas, mientras los viejos se limitan a tratar de cuestiones prácticas. ¿Para qué me has estado observando durante tres meses sino para preguntarme si tenía fe o no? Esto es lo que decían tus miradas, Alexei Fiodorovitch, ¿verdad?

—Bien podría ser —dijo Aliocha sonriendo—. Pero oye: ¿no te estás burlando de mí?

—¿Burlarme de ti? Por nada del mundo causaría un pesar a un hermano que me ha estado escudriñando ansiosamente durante tres meses. Aliocha, mírame a los ojos. Soy un jovenzuelo como tú. La única diferencia es que tú eres novicio y yo no. ¿Cómo procede la juventud rusa o, por lo menos, buena parte de ella? Va a un cafetucho caliente, como éste, y se agrupa en un rincón. Estos jóvenes no se habían visto antes y estarán cuarenta años sin volverse a ver. ¿De qué hablan en el rato que pasan juntos? Sólo de cuestiones importantes: de si Dios existe, de si el alma es inmortal. Los que no creen en Dios hablan del socialismo, de la anarquía, de la renovación de la humanidad, o sea, de las mismas cuestiones enfocadas desde otros puntos de vista. Buena parte de la juventud rusa, la más singular, está fascinada por estas cuestiones, ¿no es verdad?

—Sí; para los verdaderos rusos, la existencia de Dios, la inmortalidad del alma, o, como tú has dicho, estas mismas cuestiones enfocadas desde otros puntos de vista, están en primer término. Afortunadamente.

Y al decir esto, Aliocha miraba a su hermano escrutadoramente y le sonreía.

—Aliocha, ser ruso no significa siempre ser inteligente. No hay nada más necio que las ocupaciones actuales de la juventud rusa. Sin embargo, hay un adolescente ruso que merece todo mi afecto.

—¡Qué bien has expuesto la cuestión! —dijo Aliocha riendo.

—Bien, dime por dónde debemos empezar. ¿Por la existencia de Dios?

—Como quieras. También puedes empezar por el otro punto de vista. Ayer afirmaste que Dios no existe.

Y Aliocha fijó su mirada en la de su hermano.

—Lo dije para irritarte. Vi como relampagueaban tus ojos. Pero ahora estoy dispuesto a hablar en serio contigo, pues no tengo amigos y quiero tener uno.

Iván se echó a reír y añadió:

—Admito que es posible que Dios exista. No lo esperabas, ¿verdad?

—Desde luego. A menos que hables en broma.

—Nada de eso. Aunque ayer, al reunirnos con el starets, se creyera que no hablaba en serio. Oye, querido Aliocha: en el siglo dieciocho hubo un pecador que dijo: Si Dieu n'existait pas, il faudrait l’inventer. En efecto, es el hombre el que ha inventado a Dios. Lo asombroso es, no que Dios exista, sino que esta idea de la necesidad de Dios acuda al espíritu de un animal perverso y feroz como el hombre. Es una idea santa, conmovedora, llena de sagacidad y que hace gran honor al hombre. En lo que a mí concierne, ya hace tiempo que he dejado de preguntarme si es Dios el que ha creado al hombre o el hombre el que ha creado a Dios. Desde luego, no pasaré revista a todos los axiomas que los adolescentes rusos han deducido de las hipótesis europeas, pues lo que en Europa es una hipótesis se convierte enseguida en axioma para nuestros jovencitos, y no sólo para ellos, sino también para sus profesores, que suelen parecerse a los alumnos. Así, yo renuncio a todas las hipótesis y me pregunto cuál es nuestro verdadero designio. El mío es explicar lo más rápidamente posible la esencia de mi ser, mi fe y mis experiencias. Por eso me limito a declarar que admito la existencia de Dios. Sin embargo, hay que advertir que si Dios existe, si verdaderamente ha creado la tierra, la ha hecho, como es sabido, de acuerdo con la geometría de Euclides, puesto que ha dado a la mente humana la noción de las tres dimensiones, y nada más que tres, del espacio. Sin embargo, ha habido, y los hay todavía, geómetras y filósofos, algunos incluso eminentes, que dudan de que todo el universo, todos los mundos, estén creados siguiendo únicamente los principios de Euclides. Incluso tienen la audacia de suponer que dos paralelas, que según las leyes de Euclides no pueden encontrarse en la tierra, se pueden reunir en otra parte, en el infinito. En vista de que ni siquiera esto soy capaz de comprender, he decidido no intentar comprender a Dios. Confieso humildemente mi incapacidad para resolver estas cuestiones. En esencia, mi mentalidad es la de Euclides: una mentalidad terrestre. ¿Para qué intentar resolver cosas que no son de este mundo? Te aconsejo que no te tortures el cerebro tratando de resolver estas cuestiones, y menos aún el problema de la existencia de Dios. ¿Existe o no existe? Estos puntos están fuera del alcance de la inteligencia humana, que sólo tiene la noción de las tres dimensiones. Por eso yo admito sin razonar no sólo la existencia de Dios, sino también su sabiduría y su finalidad para nosotros incomprensible. Creo en el orden y el sentido de la vida, en la armonía eterna, donde nos dicen que nos fundiremos algún día. Creo en el Verbo hacia el que tiende el universo que está en Dios, que es el mismo Dios; creo en el infinito. ¿Voy por el buen camino? Imagínate que, en definitiva, no admita este mundo de Dios, aunque sepa que existe. Observa que no es a Dios a quien rechazo, sino a la creación: esto y sólo esto es lo que me niego a aceptar. Me explicaré: puedo admitir ciegamente, como un niño, que el dolor desaparecerá del mundo, que la irritante comedia de las contradicciones humanas se desvanecerá como un miserable espejismo, como una vil manifestación de una impotencia mezquina, como un átomo de la mente de Euclides; que al final del drama, cuando aparezca la armonía eterna, se producirá una revelación tan hermosa que conmoverá a todos los corazones, calmará todos los grados de la indignación y absolverá de todos los crímenes y de la sangre derramada. De modo que se podrá no sólo perdonar, sino justificar todo lo que ha ocurrido en la tierra. Todo esto podrá suceder, pero yo no lo admito, no quiero admitirlo. Si las paralelas se encontraran ante mi vista, yo diría que se habían encontrado, pero mi razón se negaría a admitirlo. Ésta es mi tesis, Aliocha. He comenzado expresamente nuestra conversación del modo más tonto posible, pero la he conducido a mi confesión, pues sé que es esto lo que tú esperas. No es el tema de Dios lo que te interesa, sino la vida espiritual de tu querido hermano.

Iván acabó su discurso con una emoción singular, inesperada.

—¿Por qué has empezado «del modo más tonto posible»: —preguntó Aliocha, mirándolo pensativo.

—En primer lugar, por dar a la charla un tono típicamente ruso. En Rusia las conversaciones sobre este tema se inician siempre tontamente. Pero muy pronto la tontería llega al fin y desemboca en la claridad. La tontería deja la astucia y adquiere concisión, mientras que el ingenio empieza a dar rodeos y se esconde. El ingenio es innoble; en la tontería hay honradez. Cuanto más estúpidamente confiese la desesperación que me abruma, mejor para mí.

—¿Quieres explicarme por qué «no admites el mundo»?

—Desde luego. Esto no es ningún secreto, y te lo iba a explicar. Hermanito, mi propósito no es pervertirte ni quebrantar tu fe. Al contrario, lo que deseo es purificarme con tu contacto.

Iván dijo esto con una sonrisa infantil. Aliocha no le había visto nunca sonreír de este modo.

CAPITULO IV



Rebeldía



—Voy a hacerte una confesión —empezó a decir Iván—. Yo no he comprendido jamás cómo se puede amar al prójimo. A mi juicio es precisamente al prójimo a quien no se puede amar. Por lo menos, sólo se le puede querer a distancia. No sé dónde, he leído que «San Juan el Misericordioso», al que un viajero famélico y aterido suplicó un día que le diera calor, se echó sobre él, lo rodeó con sus brazos y empezó a expeler su aliento en la boca del desgraciado, infecta, purulenta por efecto de una horrible enfermedad. Estoy convencido de que el santo tuvo que hacer un esfuerzo para obrar así, que se engañó a sí mismo al aceptar como amor un sentimiento dictado por el deber, por el espíritu de sacrificio. Para que uno pueda amar a un hombre, es preciso que este hombre permanezca oculto. Apenas ve uno su rostro, el amor se desvanece.

—El staretsZósimo ha hablado muchas veces de eso —dijo Aliocha—. Decía que las almas inexpertas hallaban en el rostro del hombre un obstáculo para el amor. Sin embargo, hay mucho amor en la humanidad, un amor que se parece algo al de Cristo. Lo sé por experiencia, Iván.

—Pues yo no lo conozco todavía y no lo puedo comprender. Hay muchos en el mismo caso que yo. Hay que dilucidar si esto procede de una mala tendencia o si es algo inseparable de la naturaleza humana. A mi juicio, el amor de Cristo a los hombres es una especie de milagro que no puede existir en la tierra. Él era Dios y nosotros no somos dioses. Supongamos, para poner un ejemplo, que yo sufro horriblemente. Los demás no pueden saber cuán profundo es mi sufrimiento, puesto que no son ellos los que lo sufren, sino yo. Es muy raro que un individuo se preste a reconocer el sufrimiento de otro, pues el sufrimiento no es precisamente una dignidad. ¿Por qué ocurre así? ¿Tú qué opinas? Tal vez sea que el que sufre huele mal o tiene cara de hombre estúpido. Por otra parte, hay varias clases de dolor. Mi bienhechor admitirá el sufrimiento que humilla, el hambre por ejemplo, pero si mi sufrimiento es elevado, como el que procede de una idea, sólo por excepción creerá en él, pues, al observarme, verá que mi cara no es la que su imaginación atribuye a un hombre que sufre por una idea. Entonces dejará de protegerme, y no por maldad. Los mendigos, sobre todo los que no carecen de cierta nobleza, deberían pedir limosna sin dejarse ver, por medio de los periódicos. En teoría, y siempre de lejos, uno puede amar a su prójimo; pero de cerca es casi imposible. Si las cosas ocurrieran como en los escenarios, en los ballets, donde los pobres, vestidos con andrajos de seda y jirones de blonda, mendigan danzando graciosamente, los podríamos admirar. Admirar, pero no amar...

»Basta ya de esta cuestión. Sólo pretendía exponerte mi punto de vista. Te iba a hablar de los dolores de la humanidad en general, pero será preferible que me refiera exclusivamente al dolor de los niños. Mi argumentación quedará reducida a una décima parte, pero vale más así. Desde luego, salgo perdiendo. En primer lugar, porque a los niños se les puede querer aunque vayan sucios y sean feos (dejando aparte que a mí ningún niño me parece feo). En segundo lugar, porque si no hablo de los adultos, no es únicamente porque repelen y no merecen que se les ame, sino porque tienen una compensación: han probado el fruto prohibido, han conocido el bien y el mal y se han convertido en seres “semejantes a Dios”. Y siguen comiendo el fruto. Pero los niños pequeños no han probado ese fruto y son inocentes. Tú quieres a los niños, Aliocha. Sí, tú quieres a los niños, y, como los quieres, comprenderás por qué prefiero hablar sólo de ellos. Ellos también sufren, y mucho, sin duda para expiar la falta de sus padres, que han comido el fruto prohibido... Pero estos razonamientos son de otro mundo que el corazón humano no puede comprender desde aquí abajo. Un ser inocente no es capaz de sufrir por otro, y menos una tierna criatura. Aunque te sorprenda, Aliocha, yo también adoro a los niños. Observa que entre los hombres crueles, dotados de bárbaras pasiones, como los Karamazov, abundan los que quieren a los niños. Hasta los siete años, los niños se diferencian extraordinariamente de los hombres. Son como seres distintos, de distinta naturaleza. Conocí un bandido, un presidiario, que había asesinado a familias enteras, sin excluir a los niños, cuando se introducía por las noches en las casas para desvalijarlas, y que en el penal sentía un amor incomprensible por los niños. Observaba a los que jugaban en el patio y se hizo muy amigo de uno de ellos, que solía acercarse a su ventana... ¿Sabes por qué digo todo esto, Aliocha? Porque me duele la cabeza y estoy triste.

—Tienes un aspecto extraño —dijo el novicio, inquieto—. Tu estado no es el normal.

—Por cierto —dijo Iván como si no hubiera oído a su hermano—, que un búlgaro me ha contado hace poco en Moscú las atrocidades que los turcos y los cherqueses cometen en su país. Temiendo un levantamiento general de los eslavos, incendian, estrangulan, violan a las mujeres y a los niños. Clavan a los prisioneros por las orejas en las empalizadas y así los tienen toda la noche. A la mañana siguiente los cuelgan. A veces, se compara la crueldad del hombre con la de las fieras, y esto es injuriar a las fieras. Porque las fieras no alcanzan nunca el refinamiento de los hombres. El tigre se limita a destrozar a su presa y a devorarla. Nunca se le ocurriría clavar a las personas por las orejas, aunque pudiera hacerlo. Los turcos torturan a los niños con sádica satisfacción; los arrancan del regazo materno y los arrojan al aire para recibirlos en las puntas de sus bayonetas, a la vista de las madres, cuya presencia se considera como el principal atractivo del espectáculo. He aquí otra escena que me horrorizó: un niño de pecho en brazos de su temblorosa madre y, en torno de ambos, los turcos. A éstos se les ocurre una broma. Empiezan a hacer carantoñas al bebé hasta que consiguen hacerle reír. Entonces uno de los soldados le encañona de cerca con su revólver. El niño intenta coger el «juguete» con sus manitas, y, en este momento, el refinado bromista aprieta el gatillo y le destroza la cabeza. Dicen que los turcos aman los placeres.

—¿Para qué hablar de eso, hermano?

—Mi opinión es que si el diablo no existe, si ha sido creado por el hombre, éste lo ha hecho a su imagen y semejanza.

—¿Como a Dios?

—¡Qué bien sabes «devolver las palabras»!, como dice Polonio en Hamlet—dijo Iván riendo—. Te has aprovechado de las mías. Ciertamente, tu Dios es bello, aunque el hombre lo haya hecho a su imagen y semejanza. Me has preguntado hace un momento que por qué hablo de estas cosas. Te lo diré: me encanta coleccionar hechos y anécdotas. Los recojo en los periódicos, anoto lo que otros cuentan, y tengo una bonita colección. Naturalmente, los turcos no faltan en ella, y tampoco otros extranjeros, pero he anotado también casos nacionales que superan a todos. En Rusia, las vergas y el látigo ocupan un puesto de honor. No clavamos a las personas por las orejas, desde luego, porque somos europeos, pero tenemos la experiencia de azotar: en esto nadie nos aventaja. En el extranjero estos sistemas de castigo han desaparecido casi por completo a consecuencia de una mejora en las costumbres, o porque las leyes naturales impiden a un hombre azotar a su prójimo. En cambio, existe en ciertos países un hábito tan peculiar, que aunque se ha implantado también aquí, es impropio de Rusia, especialmente después del movimiento religioso que se ha producido en la alta sociedad. Poseo un interesante folleto traducido del francés, en el que se refiere la ejecución, realizada en Ginebra hace cinco años, de un asesino llamado Ricardo, que se convirtió al cristianismo antes de morir. Tenía entonces veinticuatro años y era un hijo natural al que, cuando tenía seis años, habían entregado sus padres a unos pastores suizos, que lo criaron con vistas a la explotación. El niño creció como un salvaje, sin estudiar ni aprender nada. Cuando tenía siete años lo enviaron a apacentar el ganado bajo el frio y la humedad, medio desnudo y hambriento. Sus protectores no experimentaban ningún remordimiento por tratarlo así. Por el contrario, creían ejercer un derecho, ya que les habían dado a Ricardo como quien da un objeto. Ni siquiera consideraban un deber alimentarlo. El mismo Ricardo declaró que de buena gana se habría comido entonces el amasijo que daban a los cerdos para engordarlos, lo mismo que el hijo pródigo del Evangelio, pero que no lo podía hacer porque se lo tenían prohibido y le pegaban si se atrevía a robar la comida de los animales. Así pasó su infancia y su juventud, y cuando fue hombre se dedicó al robo. Este salvaje se ganaba la vida en Ginebra como jornalero, se bebía el jornal, vivía como un monstruo y acabó por asesinar a un viejo para desvalijarlo. Lo detuvieron, lo juzgaron y lo condenaron a muerte. En Ginebra no se andan con sentimentalismos. En la prisión se ve enseguida rodeado de pastores protestantes, miembros de asociaciones religiosas y damas de patronatos. Entonces aprende a leer y escribir, le explican el Evangelio y, a fuerza de adoctrinarlo y catequizarlo, acaban por conseguir que confiese solemnemente su crimen. Dirigió al tribunal una carta en la que decía que era un monstruo, pero que el Señor se había, dignado iluminarlo y enviarle su gracia. Toda Ginebra se conmovió, toda la Ginebra filantrópica y santurrona. Todo lo que había de noble y recto en la capital acudió a la prisión. Lo abrazaban, lo estrujaban.

»—Eres nuestro hermano. Dios te ha concedido la gracia.

»Ricardo llora, enternecido.

»—Sí, Dios me ha iluminado. En mi infancia y en mi juventud deseaba la comida de los cerdos. Ahora se me ha otorgado la gracia y muero en el Señor.

»—Sí, Ricardo: has derramado sangre y debes morir. No es tuya la culpa si ignorabas la existencia de Dios cuando robabas la comida de los cerdos y te pegaban por obrar así (sin embargo, no procedías bien, pues está prohibido robar); pero has derramado sangre y debes morir.

» Llega el último día. Ricardo, abatido, llora y no cesa de repetir:

»—Hoy es el día más hermoso de mi vida, pues me voy al lado de Dios.

»—¡Sí —exclaman los religiosos y las damas de los patronatos—, es el día más bello de tu vida, pues vas a reunirte con Dios!

»La multitud se dirige al patíbulo, siguiendo al carro que transporta a Ricardo ignominiosamente. Todos llegan al lugar del suplicio.

»—¡Muere, hermano! —gritan a Ricardo—. ¡Muere en el Señor! ¡Su gracia está contigo!

»Y Ricardo sube al patíbulo entre besos. Lo tienden y cae su cabeza en nombre de la gracia divina.

»Es un suceso típico. Los luteranos de la alta sociedad han traducido el folleto al ruso y lo distribuyen como suplemento gratuito para instruir al pueblo.

»La aventura de Ricardo es interesante como rasgo nacional. En Rusia resultaría absurdo decapitar a un hermano por la única razón de que se ha convertido en uno de los nuestros, al haberle concedido el Señor la gracia, pero tenemos también nuestras cosas. En nuestro país, torturar golpeando constituye una tradición histórica, un placer que puede satisfacerse en el acto. Nekrasov nos habla en uno de sus poemas de un mujikque fustiga a su caballo en los ojos. Todos hemos visto esto, pues es una costumbre muy rusa. El poeta nos describe un caballo que tira de un carro cargado excesivamente y que se ha atascado, sin que el animal pueda sacarlo del atolladero. El mujiklo azota con encarnizamiento, sin darse cuenta de lo que hace, prodigando los latigazos en una especie de embriaguez. “Aunque no puedas tirar, tirarás. Muérete, pero tira.” El indefenso animal se debate desesperadamente, mientras su dueño fustiga sus dos ojos, de los que brotan las lágrimas. Al fin, logra salir del atolladero y avanza tembloroso, sin aliento, con paso vacilante, lamentable, premioso. En el poema de Nekrasov esto resulta verdaderamente horrible. Sin embargo, se trata solamente de un caballo, y ¿acaso Dios no ha creado a los caballos para que se les fustigue? Así piensan los que nos han legado el knut. Sin embargo, también se puede fustigar a las personas. He aquí un caso: cierto señor culto y su esposa se deleitan azotando a una hija suya que sólo tiene siete años. Al papá le complace que la verga tenga espinas. “Así le hará más daño”, dice. Hay personas que se enardecen hasta el sadismo a medida que van dando golpes. Pegaban a la niña durante un minuto y seguían pegándole durante dos, durante cinco, durante diez, cada vez más fuerte. Al fin, la niña, agotadas sus fuerzas, con voz sofocada, grita: “¡Clemencia, papá! ¡Clemencia, papaíto!” El suceso se convierte en escándalo público y llega a los tribunales de justicia. Los padres entregan el asunto a un abogado, a esas “conciencias que se alquilan”. El letrado defiende a su cliente.

»—El asunto no puede estar más claro. Es una escena de familia como tantas otras que se ven a diario. Un padre que azota a una hija. Es vergonzoso perseguir a un hombre por obrar así.

»El jurado acepta la tesis del defensor. Se retira y emite un veredicto negativo. El público se alegra al ver que dejan en libertad a semejante verdugo. Yo no presencié el juicio. De haber estado allí, habría propuesto hacer una recolecta en honor de aquel buen padre de familia... Es un hermoso cuadro. Sin embargo, Aliocha, puedo ofrecerte otros mejores, también relacionados con los niños rusos. He aquí uno de ellos. Se refiere a una niñita de cinco años a la que sus padres detestan, sus padres, que son “honorables funcionarios instruidos y bien educados”. Hay muchas personas mayores que se complacen en torturar a los niños, pero sólo a los niños. Con los adultos, tales individuos se muestran cariñosos y amables, como europeos cultos y humanitarios, pero experimentan un placer especial en hacer sufrir a los niños: es su modo de amarlos. La confianza angelical de estas indefensas criaturas seduce a las personas crueles. Estas personas no saben adónde ir ni a quién dirigirse, y ello excita sus malos instintos. Todos los hombres llevan un demonio en su interior, hijo de un carácter colérico, del sadismo, de un desencadenamiento de pasiones innobles, de enfermedades contraídas en un régimen de libertinaje, de la gota, del mal funcionamiento del hígado... Pues bien, aquellos cultos padres desahogaban de varios modos su crueldad sobre la pobre criatura. La azotaban, la golpeaban sin motivo. Su cuerpo estaba lleno de cardenales. Y aún extremaron más su crueldad: en las noches glaciales de invierno, encerraban a la niña en el retrete, con el pretexto de que no pedía a tiempo que se la sacara de la cama para llevarla allí, sin hacerse cargo de que una niña de esta edad que está profundamente dormida, nunca puede pedir estas cosas a tiempo. Le embadurnaban la cara con sus excrementos y su misma madre la obligaba a que se los comiera. Y esta madre dormía tranquilamente, sin conmoverse ante los gritos de la pobre niña encerrada en un lugar tan repugnante. ¿Te imaginas a esa infeliz criatura, a merced del frio y la oscuridad, sin saber lo que le ocurre, golpeándose con los puños el pecho anhelante, derramando inocentes lágrimas y pidiendo a Dios que la socorra? ¿Comprendes este absurdo? ¿Puede tener todo esto algún fin? Contéstame, hermano; respóndeme, piadoso novicio. Se dice que todo esto es indispensable para que en la mente del hombre se establezca la distinción entre el bien y el mal. ¿Pero para qué queremos esta distinción diabólica pagada a tan alto precio? Toda la sabiduría del mundo es insuficiente para pagar las lágrimas de los niños. No hablo de los dolores morales de los adultos, porque los adultos han saboreado el fruto prohibido. ¡Que el diablo se los lleve! ¡Pero los niños...! Veo en tu cara que te estoy hiriendo, Aliocha. ¿Quieres que me calle?

—No, yo también quiero sufrir. Continúa.

—Te voy a presentar otro cuadro típico. Lo he leído en los «Archivos Rusos» o en «La Antigüedad Rusa»: no puedo precisar en cuál de estas dos revistas. Fue en la época más triste de la esclavitud, en los comienzos del siglo diecinueve. ¡Viva el zar liberador! [30]. Un antiguo general, rico terrateniente que tenía poderosas relaciones, vivía en uno de sus dominios, que contaba con dos mil almas. Era uno de esos hombres (a decir verdad, ya poco numerosos en aquel tiempo) que, una vez retirados del servicio, creían tener derecho a disponer de la vida y la muerte de sus siervos. Siempre malhumorado, trataba con altivo desdén a sus humildes vecinos, considerándolos como parásitos o bufones a su servicio. Tenía un centenar de monteros, todos uniformados, y varios cientos de lebreles. Un día, el hijo de una de sus siervas, un niño de ocho años, que se entretenía tirando piedras, hirió en la pata a uno de sus lebreles favoritos. Al ver que el perro cojeaba, el general inquirió el motivo y se le explicó todo, señalándole al culpable. Inmediatamente, el general ordenó que encerraran al niño, al que arrancaron de los brazos de su madre y que pasó la noche en el calabozo. Al día siguiente, al amanecer, se pone su uniforme de gala, monta a caballo y se va de caza, rodeado de sus parásitos, monteros y lebreles. Se reúne a toda la servidumbre para dar un ejemplo y se conduce al lugar de la reunión al chiquillo con su madre. Era una mañana de otoño, brumosa y fría, excelente para la caza. El general ordena que se desnude completamente al niño, lo que se hace al punto. El rapaz tiembla, muerto de miedo, sin atreverse a pronunciar palabra.


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